miércoles, 22 de febrero de 2017

Encuentros fallidos

Eliana Argote Saavedra


Hay un recuerdo recurrente en la memoria de Ramiro: Ariana en la entrada del comedor de la pensión con sus mejillas coloradas, una tímida sonrisa, la mirada sorprendida y la frescura de sus diecisiete años. Han sido muchos meses de reflexión en ese lugar alejado de la ciudad, donde solo se escucha el canturrear de algunas aves en la copa de los árboles que rozan la ventana. Pareciera que su vida estuviese construida sobre un teclado, piensa, mientras acerca una copa de vino a la boca y su mirada grisácea se pierde en el horizonte; el sabor intenso del líquido inunda sus sentidos. Descubrir cada nota, repasar una y otra vez los sonidos, detenerse a veces, y con el pasar del tiempo sentir que se intensifican, para confluir luego en la melodía propia. «Así suena mi música ahora, pero ella puso la nota final».
  
Les contaré su historia. ¿El escenario?, el más común del mundo: un parque en una tarde de otoño, parejas conversando, hojas que caen, bullicio de niños, el gris eterno del cielo de Lima y ese frío húmedo y salado de la tarde que se pega en la piel, especialmente cuando se trata de un distrito costero. Ella, una chiquilla delgada, de cabello lacio cortado en capas y anteojos de contornos marrones y gruesos. Él, un metro sesenta y cinco, rostro angular, cabello azabache en suaves ondas, un asomo de bigote ensombreciendo el contorno de la boca, y aspecto juvenil a pesar del traje formal; pasaba algo apurado soltando el nudo de la corbata, una jornada larga se reflejaba en su aspecto cansado y el ceño fruncido. Este era su lugar preferido, el espacio donde se relajaba y descargaba el mal humor para llegar a casa, a hacerse cargo de su mundo. Jamás había estado en el parque a esa hora, prefería el silencio que se apostaba en aquel espacio cuando todos descansaban en sus casas frente al televisor o cenando, mas ese día había salido temprano intentando huir de sus propios temores.

Uno que otro escolar cruzaba rezagado y con apuro rumbo a casa. Se tumbó en uno de los bancos vacíos y dejó que su mirada se extraviara. ¿Cómo afrontaría los siguientes días?, ¿qué pasaría si se descubría su falta? Había regalado una caja de pastillas a un amigo que llegó al hospital a atenderse, fue realmente grato encontrarlo después de tanto tiempo, aun a pesar de su aspecto deplorable. Se veía ansioso e insistía en su falta de sueño, claro que «conseguirle» aquellos ansiolíticos fue ponerse en el papel de Dios, cosa que alimentó su ego, debía reconocerlo; pero no podía imaginar que aquel hecho fuera tan grave, además, no recibió dinero a cambio, solo hacía un favor a un amigo, no estaba familiarizado con aquel problema tan común de la manipulación de las medicinas controladas, cómo iba a estar enterado si apenas tenía una semana en el hospital. Y para empeorar las cosas, la jefa de enfermeras lo sabía, precisamente ella que lo recibió de mala gana el día que ingresó al hospital y que no dudó un segundo en recriminarle que solo estaba allí porque «su papito» era una eminencia, que él había usurpado el puesto de un médico calificado y que era una injusticia total.

Exponerse a que precisamente ella lo viera sustrayendo aquellas medicinas fue como «ponerse en bandeja». Y para colmo de males, la enfermera que hizo el inventario no solo notó que faltaba la medicina que él había sustraído, sino que el faltante ascendía a diez cajas. ¿Cómo saldría de esa? Sabía que la pérdida del trabajo no sería tan devastadora como tener que aceptar su delito ante el padre, quien siempre le había exigido excelencia y se la había inculcado con el ejemplo. Intentó poner la mente en blanco, no le hacía ningún bien estresarse. Así estaba cuando cruzó delante de él Ariana con su faldita a cuadros y aquellos botines que pedían a gritos algo de cuidado, no vio que ella lo observaba curiosa, y tampoco, que al sentarse en el banco contiguo sonrió intentando comprender qué podría estar sucediéndole a aquel muchacho, para que fuera incapaz de sentir que la fina garúa se estaba convirtiendo en una lluvia real, no vio el rostro de ella disfrutando como nunca por tener el cabello empapado y la placidez en sus facciones al sentirse acompañada aunque él no lo notara. 

Ariana no quería regresar a casa, últimamente buscaba pretextos para llegar tarde, así no tenía que exponerse a las miradas indiscretas o sonrisas compasivas de los demás habitantes de la pensión. Sí, estaba sola, su madre había muerto, no necesitaba que se lo recordaran, tenía apenas diecisiete años, sabía que le iría bien en la vida, pero encontrarse así de pronto, sin alguien que la espere, que entienda sus silencios o adivine de qué humor estaba tan solo al verla; lo que hacía mamá, eso jamás nadie lo haría.

Se propuso estudiar medicina y obtuvo el ingreso en la primera oportunidad. Estudió con gran dedicación, adelantando materias y buscando prácticas, llenando todos los espacios vacíos de su vida. No tenía amigos y jamás estuvo entre sus planes involucrarse en una relación sentimental, la cercanía afectiva era algo a lo que le huía instintivamente. Vivía en aquella pensión de estudiantes dirigida por una señora de edad mediana que había quedado sola luego de que sus hijos se casaran, la casera le tomó mucho afecto y aunque Ariana se resistió por largo tiempo a corresponder las atenciones de la señora Camila, terminó por rendirse y entregarse sin reservas, o al menos eso era lo que ella creía. La verdad, lo único que hacía era ayudar a la mujer en las labores de la cocina y extender un poco la sobremesa en su compañía, aunque se limitara a responder con monosílabos.

Ya llevaba casi un año en esas condiciones cuando llegó Ramiro, con su estatura mediana, un bigote escaso y ese don de iluminar los espacios donde se encontraba, gentil con todos y con un inacabable repertorio de temas para conversar; era hijo único y la razón por la que había ido a dar a aquella pensión era que quedaba cerca del hospital donde realizaba sus prácticas y su madre conocía a la señora Camila, sabía que su «retoño» estaría bien cuidado y rodeado de jóvenes de su edad con ganas de «devorarse el mundo», como él. Muy pronto Ramiro se convirtió en el adhesivo que logró unir a muchachos tan diferentes entre sí; luego de su llegada, comenzaron a estudiar juntos, salir de vez en cuando o simplemente quedarse en el comedor de la pensión jugando charada. Todos, excepto Ariana.

Pasaron un par de días desde su llegada para que coincidieran, y bastó que la joven apareciera en la puerta del comedor para que la atención de Ramiro se posara en ella; estaba algo acalorada por la temperatura de la cocina y sujetaba el cabello con las manos intentando recomponer el moño, los lentes colgaban del cuello de su overol y algo que había dicho la señora Camila la había hecho sonreír. Cuando volvió la cabeza y vio a Ramiro mirándola como si el mundo se concentrara en ella, se ruborizó, pero también se preguntó: «¿Qué hace él aquí?». La sorpresa hizo que se soltara el cabello que había sido lavado horas antes y que cayó tapándole un ojo. Con esas palabras habría descrito Ariana lo que ocurrió en ese momento; lo que pasó ante los ojos de Ramiro, eso era otra cosa, basta con decir que había palabras como «cascadas» y «soles» en su pensamiento, y que aquel instante transcurrió en cámara lenta, deteniéndose a perennizar formas y colores.

Casi de inmediato comenzó el acecho del joven. El resultado sin embargo tomó su tiempo y requirió la ayuda especializada de doña Camila, quien deseaba fervientemente que la vida de su «hija adoptada», como llamaba a Ariana, llegara a la realización, por supuesto, la única vía era el matrimonio «ante los ojos de Dios». Poco a poco la capa de roca que envolvía a la joven fue agrietándose ante el asedio de aquel mar poseso, disfrazado de calma que era Ramiro, mas cedió y Ariana llenó todos los vacíos de su vida con él.

Sin embargo, así como el conquistador que observa la tierra tomada luego de colocar su bandera, decide que es hora de ir por otra presa porque no puede resistirse a la adrenalina del proceso, así Ramiro se alejó, apenado pero seguro de que todo era parte de la vida, que le había proporcionado a la muchacha una época de felicidad que lejos de él tal vez no habría conocido. 

Habían pasado ocho años de aquella parte de la vida de Ramiro, se especializó en cirugía, lo que le permitió un estatus de vida bastante holgado, se casó con una mujer bellísima y muy fina, pendiente siempre de su aspecto, preocupada a tal grado que relegó en una de las empleadas la labor de criar a su hija, ella solo estaba para llenarla de besos «a larga distancia»; adoraba a su pequeña, prueba de ello eran las fotos que publicaba en sus redes sociales, el problema radicaba en que la niña no tenía acceso a esos medios y no podía poner «me gusta», solo tenía cerca a la nana, a quien por supuesto adoraba, lo que facilitaba las cosas porque entre viaje y viaje, mamá jamás estaba en casa.

Por su parte, con el paso de los años, Ramiro se volvió bastante hogareño, la pequeña Silvia lo secuestraba cuando estaba en casa, se prendía de la pierna de su pantalón mientras arrastraba con la otra mano su muñeca de trapo, regalo de la nana. Era una familia desordenada pero divertida de dos miembros: Silvia de tres años y él; todos completamente dependientes de las empleadas de la casa. Cuando llegaba la esposa todo cambiaba por supuesto: la solemnidad en la mesa, el correcto uso de los cubiertos, las reglas de etiqueta que no encajaban con la niñez, mas en medio de todo, cuando ella llegaba la familia se completaba.

Fue un día de verano mientras llevaba a su hija a la escuela cuando la vida lo hizo detenerse. Iba distraído haciendo caras que Silvia celebraba mirándolo por el espejo retrovisor cuando cruzó un perro, no supo de dónde salió y al notarlo, ya no había tiempo para detenerse. Intentó frenar y con la confusión, olvidó el rompemuelle que había a unos metros y que era bastante alto. Un golpe en seco lo hizo estremecer, mas nada comparable a esa sensación de angustia que experimentó cuando vio el cuerpo pequeño de su niña saliendo disparado por encima del asiento, en dirección a la luna delantera; duró un segundo apenas que para él fue eterno. Se estiró todo lo que pudo para atraparla, pero ya era tarde, salió despedida hacia afuera.

Sería inútil intentar describir lo que sintió al perder a su hija. Sin la niña, entendió que su matrimonio no tenía ningún sentido, aunque su esposa lo descubrió antes, por eso se marchó. Pasaba días enteros sentado frente a la piscina con el vino derramado sobre su ropa y un olor persistente a tabaco, al comienzo los empleados lo observaban con pena, sin embargo, al cabo de unas semanas, comenzaron a acosarlo por sus sueldos impagos; completamente ebrio y eufórico terminó despidiéndolos a todos mientras les lanzaba lo que tenía a mano. Sus padres se presentaron en casa con la intención de ayudarlo, también se peleó con ellos y los echó a empujones. Tampoco atendía a sus pacientes y poco a poco el dinero comenzó a hacerse escaso. Luego de unos meses, toda la vida que conocía había desaparecido, pasó hambre, aunque al comienzo lo ignoraba, el banco ejecutó deudas que ni siquiera sabía que tenía y pronto se vio en medio de la calle. Así estaba, como un pordiosero cuando vio por segunda vez a Ariana pasar por su lado sin mirarlo.

Por mucho tiempo Ramiro se había sentido solo pero aquel día todo cambió, sin darse cuenta se trasladó a una época donde todo parecía posible. Ella iba a pie, con un periódico bajo el brazo y un café humeante en la mano. No llevaba anteojos y su atuendo distaba mucho del que solía usar: vestido ceñido, tacones altos, el cabello largo y bien cuidado, anteojos discretos. Se había convertido en una mujer sexy de aire intelectual. Se sentó en una banca y relajó su cuerpo mientras disfrutaba el sabor amargo de la bebida. Miró a todos lados, un grupo de niños jugaba alegremente vigilado por sus nanas. Sacó un pañuelo de su cartera y limpió el respaldar de la banca. Él observaba curioso cómo parecía acariciar aquel espacio que acababa de limpiar, la vio sonreír y respirar hondo mientras cerraba los ojos, como si quisiera revivir un recuerdo, luego se marchó. De pronto se dio cuenta de que él también estaba sonriendo, se acercó a la banca, había un grabado algo torpe en la madera verde bastante gastada: otoño 2014. 

Por aquel tiempo, la jovencita parca y encerrada en sí misma, que llegó a la pensión de doña Camila, había cambiado mucho; aquella misma mañana había sostenido una discusión con su pareja, un médico casado, veinte años mayor que ella, porque el viaje que habían planeado se desvanecía ante la enfermedad de la esposa, lo había amenazado con dejarlo y quedarse con el departamento que fue registrado a su nombre. El médico estaba perdidamente enamorado de ella, de su juventud y de aquel aire intelectual del que se despojaba con estudiada sensualidad junto a las prendas que llevaba, cuando estaban solos. Ella se había construido un lugar en la vida de aquel hombre con uñas y dientes, haciendo trampa, sí, la vida también la había engañado a ella y no permitiría que nadie le arrebate lo que era suyo.

Luego de la pelea y con la confirmación de que el viaje se postergaría, salió dando un portazo, decidida a aceptar el encargo de redactar un artículo para la revista médica, lo hizo para olvidar el mal rato y para vengarse, sabía que el editor de la revista estaba interesado en ella y Ariana disfrutaba mucho sentirse deseada, tal vez podría “matar dos pájaros de un tiro”: pasar un buen rato con el editor y darle un escarmiento a su pareja; solo eso porque no estaba para desperdiciar el tiempo, no quería arriesgarse a perder a su amante y la seguridad económica que este le proporcionaba, tan solo por la posibilidad de tener una aventura sin importancia. Sin duda Ariana había cambiado, pero esa tarde en el parque, cuando cruzó la pista y vio a unos niños jugando en la simpleza de una tarde soleada, con la calma de la naturaleza y el sutil aroma del mar, que era una presencia constante en su vida, sintió nostalgia y recordó a Ramiro. 

El encuentro con Ariana encendió una llama en la vida de Ramiro, citó a su padre, quien estaba a cargo de la dirección médica en una clínica privada. A pesar de su aspecto desaliñado y cierto olor agrio desprendiéndose de su cuerpo mal aseado, el padre no pudo evitar conmoverse ante la mirada esperanzada de su hijo; lo recibió con los brazos abiertos, le propuso mudarse a la casa paterna para reponerse y luego de unos meses comenzó a trabajar con él. Su carácter extrovertido y la seguridad que le daba la presencia del padre hicieron que todo marchara bien. Al cabo de dos meses, sin embargo, su progenitor sufrió un derrame y debió retirarse. El apellido del padre, y su forma de ser desenfadada y alegre, les dieron un peso agregado a sus méritos profesionales, no fue una sorpresa para nadie que el nuevo director médico lo nombrara su asistente personal, volcando en él toda la responsabilidad, incluidas las decisiones que debían tomarse en el área.

Era octubre cuando se instaló un comité de auditoría en la clínica, al cabo de dos meses y en medio de la algarabía de las fiestas navideñas, con ritmos de villancicos y el olor penetrante de chocolate que llegaba desde la cafetería, se exponía ante los directivos de la clínica el resultado de la revisión. Se determinó entre otras cosas que se estaba comprando y suministrando medicina vencida a los pacientes. Se acusó al doctor Ramiro Cáceres y al gerente de logística Edmundo Barrios, de estar confabulados con ayuda de personal de la clínica. Se les exigió su renuncia, agregando en el grupo al director médico y al gerente administrativo por su falta de control. 

La investigación que hiciera Ariana en la época del segundo encuentro con Ramiro, le sirvió para despertar un interés genuino en esa área, tanto así que renunció a la vida de comodidades al lado de su amante, aceptó un rompimiento conciliado y se dedicó por entero a la investigación y a la cátedra universitaria. Habían pasado cuatro años cuando se topó con información que daba luces respecto a la existencia de una red corrupta de altos funcionarios del sector salud que había llenado los almacenes de los hospitales, de productos vencidos en algunos casos, y en otros, de medicina que había sido dada de baja por sus efectos secundarios nocivos.

Como en todas las grandes cosas, la madeja se rompe por el hilo más delgado, el primer eslabón en esa cadena era el doctor Ramiro Cáceres, aunque parecía claro que había alguien más fuerte detrás, alguien con el poder suficiente para torcer voluntades, Ramiro solo era el rostro visible ya que cualquier denuncia recaería sobre él por sus antecedentes en el caso de sustracción de medicinas de la clínica ABC. Al leer aquel nombre, el pecho comenzó a palpitarle fuertemente y sus dedos volaron sobre el teclado, aquel nombre era común, pero había demasiadas coincidencias, cuando por fin tuvo la fotografía en la pantalla, quedó anonadada: «¿Él?».

¿Debía renunciar a aquella investigación que sería como un disparador en su incipiente carrera por aquel hombre que la dejó?, ¿acaso él merecía eso de ella? «Tengo que saberlo todo», se dijo. Ya no sentía nada por él, ¿o sí?, apenas hacía unos años había acariciado el recuerdo de la época en que lo conoció. Buscó toda la información que pudo sobre Ramiro, la ira inicial fue cediendo a medida que se enteraba de cuanto había vivido. Al final quedó consternada y con sentimiento de culpa por tener la posibilidad de hundirlo, la información que existía respecto a la corrupción era concluyente, él iría a la cárcel a menos que ella entregara la información que tenía y que podría demostrar que Ramiro solo era parte de esa organización, todo dependía de ella.

Lo citó en el parque. Esta vez ambos se miraron de frente, allí estaba él con su cabello ondeado, salpicado de hilos grises y las facciones endurecidas, lucía taciturno e inseguro. Allí estaba ella sin los anteojos de marcos gruesos, con el cabello largo y bien cuidado. Se miraron como lo hacen dos extraños. Era una tarde de otoño con una ligera garúa cayendo de lado. A esa hora, el parque estaba vacío excepto por ellos. A lo lejos se escuchaba el mar estrellándose contra la roca. La noche llegó y las luces de los faroles se encendieron mientras ellos se alejaban en direcciones opuestas.


Dos semanas después de aquel encuentro, la fotografía de Ramiro aparecía en las portadas de los principales diarios de Lima. «La doctora y catedrática Ariana López Revilla, pone al descubierto una red de corrupción en el sector salud. El doctor Ramiro Cáceres, hijo del afamado doctor Rodrigo Cáceres Zapata es acusado de ser una de las cabezas de esta red… actualmente se encuentra prófugo». 

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