jueves, 25 de octubre de 2018

Adolescencia en abandono

Paulina Pérez


Magdalena era una muchacha altiva y agresiva, de ojos oscuros e intensos que delineaba con lápiz negro, mientras recargaba las pestañas de rímel. El cabello azabache y los labios pintados de rojo mate le daban una expresión de dureza al rostro. Una cuarta parte de su brazo izquierdo estaba cubierto por numerosas pulseras de tela, hilo y cuero. Le encantaba la goma de mascar y hacía un ruido tan molesto y desagradable que llamaba la atención de quienes se encontraban cerca. Cargaba una mochila decorada con una colección de llaveros y sellos que apenas dejaban ver el color de la misma. Los días de escuela era el uniforme (una falda azul marino con gris a cuadros, que en vez de estar bajo la rodilla se encontraba a diez centímetros sobre ella, el saco azul siempre amarrado a la cintura y una blusa blanca muy ceñida al tórax), su única vestimenta desde la mañana hasta la noche. Sábado y domingo usaba leggins con blusas sueltas sin mangas o pantalones deportivos anchos con unas camisetas cortas y apretadas que dejaban ver su ombligo. Vivía sola en uno de los cuartos que una comadre de su progenitora rentaba. Se trataba de una casa que a simple vista no mostraba el laberinto de indignas y peligrosas construcciones que se encontraban en la parte posterior de la misma y se extendían de manera irresponsable hasta el filo de una quebrada aledaña gracias a la falta de escrúpulos de la propietaria. Los inquilinos compartían el baño, las instalaciones eléctricas eran bastante artesanales y la piedra de lavar se usaba por turnos.

Blanca era una vecina más de aquel submundo de bloques y cemento, de agujeros mal hechos que servían de ventanas, techos de zinc y puertas de hierro con las que siempre había que luchar para abrirlas o cerrarlas. Magdalena le intrigaba mucho, no comprendía que siendo tan chica viviera sola. Alguna vez la casera comentó que la mamá había migrado a España y le enviaba dinero, ropa, zapatos y todo lo que ella le pedía durante la llamada telefónica mensual que mantenían y de la cual al parecer aquella amiga de su madre siempre estaba muy pendiente.

Magdalena estudiaba en horario vespertino, de lunes a jueves llegaba a su cuarto antes de las ocho de la noche sin excepción. Blanca pasaba por el colegio de la joven siempre que regresaba a casa y los viernes sin excepción la miraba conversar con tres o cuatro muchachos. Al principio no le dio importancia, pero al notar que Magdalena siempre volvía el sábado muy temprano a ese cuarto frío donde nadie la esperaba, empezó a poner atención y sin que ella se diera cuenta comenzó a vigilarla. Así fue como se enteró que una vez terminada la jornada, cada viernes, se reunían algunos chicos y chicas en una esquina cercana a la unidad educativa, luego partían cruzando un pequeño bosque que unía aquel barrio con otro de muy mala fama. Era un secreto a voces que en ese lugar existían cabarets, prostíbulos y bares clandestinos donde los menores de edad podían bailar, conseguir licor, drogas y pagar por unos cuartuchos inmundos donde jóvenes que no pasaban de los quince años perdían su virginidad en manos de mujeres expertas, que en realidad eran desechos humanos producto de la explotación brutal de sus cuerpos y donde muchas adolescentes se iniciaban en la vida sexual bajo el influjo del alcohol o las drogas y en muchos casos de manera violenta.

Aquella noche una extenuada Blanca caminaba casi arrastrando los pies. Arreglar el desorden dejado por la fiesta ofrecida por sus patronos había sido una tarea titánica. Extrañaba mucho a sus hijos pero era consciente que estaban mejor con sus abuelos. Blanca y su familia eran gente del campo. Enviudó muy joven y lo que la pequeña finca de sus padres producía no era suficiente, por eso decidió aceptar el trabajo de mucama en la ciudad y así enviaba dinero para ayudar en la casa. Cada dos fines de semana tenía uno libre y aprovechaba para visitar a los suyos. A ella no le gustaba la ciudad, no le parecía un lugar para criar niños. De pronto una chiquilla excesivamente maquillada y vestida de manera muy llamativa que caminaba con un muchacho que la besaba y manoseaba con descaro llamó la atención de Blanca y le arrancó de sus pensamientos y nostalgias. Tenía ganas de intervenir por lo ofensivo del comportamiento de él y la falta de reacción de ella, pero el miedo a ser agredida la detuvo, a la gente de por ahí no le gustaba los entrometidos.

La pareja seguía caminando y Blanca mantenía distancia. En una licorería que quedaba en el camino se juntaron con un par de parejas más y un joven que corría detrás de Blanca gritó «¡Magdalena!» Blanca no podía creer que se trataba de la misma Magdalena que ella conocía, aquella niña solitaria, de duras facciones, que parecía vivir sin importarle a nadie y sin que nadie o nada le importe a ella tampoco.

Magdalena era la consentida de la dueña de casa, pagaba la renta puntualmente, respetaba los turnos de uso del baño y de lavado para que nadie la molestara. No era amiga de ningún inquilino y quien intentaba hacerle la conversa, era ignorado sin contemplaciones. Alguna vez alguien se atrevió a usar el baño en su turno y se armó tremenda trifulca, hasta maceteros con todo y plantas volaron sobre las cabezas. La dueña de casa se puso de lado de Magdalena pues la otra inquilina estaba retrasada en el alquiler y los chismes y peleas iniciaban siempre con ella.

Magdalena y sus amigos desaparecieron entre los árboles. Blanca no entendía por qué una sensación extraña, como un mal presagio parecía aprisionar su pecho. No logró dormir bien. Con los primeros rayos de sol y el ruido del chorro fuerte del agua llenando el tanque de la lavandería dejó la cama y coló café. El primer turno para lavar la ropa el sábado le tocaba a una vecina amiga, así que sirvió el café en dos jarros, uno para ella y otro para ofrecérselo y hacerle compañía. Cada vez que escuchaba la puerta de la entrada se inquietaba y esperaba ver a Magdalena llegando como de costumbre. Blanca esperó a la muchacha hasta las diez de la mañana y luego fue hasta la terminal de buses era fin de semana con sus hijos y no podía posponerlo. Alcanzó con las justas el bus de las once de la mañana, el próximo salía muy tarde en la noche y no podía perder un día completo de estar con la familia por una persona a la que ni conocía; pero de todos modos la preocupación de no haberla visto llegar viajó con ella.

Cuando Blanca volvía del pueblo iba directo a su trabajo y al terminar la jornada regresaba a aquel cuarto de alquiler. Eran las ocho de la noche cuando cruzaba el portal y se encontró con la dueña de casa que sin responder el saludo le preguntó si sabía algo de Magdalena. El sábado le había ido a buscar para darle un recado y como no aparecía decidió avisar a la madre.

Era miércoles en la noche, Blanca salía a buscar algo para cenar y encontró a algunos de los vecinos en la puerta de la casa murmurando mientras la dueña de casa sollozaba. En las noticias de crónica roja habían informado sobre el allanamiento de bares clandestinos frecuentados por menores de edad y en uno de ellos encontraron el cadáver de una adolescente que al parecer había sido violada por varios individuos y llevaba muerta algunos días. Uno de los vecinos reconoció la mochila de Magdalena en las imágenes que pasaba la televisión y dio avisó a las autoridades. Esa tarde la policía había confirmado que se trataba de aquella niña solitaria a quien las circunstancias habían obligado a vivir como adulta sin ningún referente a seguir.

Blanca no se atrevió jamás a contar que la última vez que vio a Magdalena fue ese viernes. Sabía que de haber intervenido el resultado habría sido el mismo, más una retahíla de insultos por meterse en lo que no le importaba, pero de todos modos, un terrible cargo de conciencia la agobiaba. Se consolaba con saber que sus pequeños estaban bien, crecían en un lugar alejado del mal y los vicios y aunque la escuela no era muy buena, la gente que les rodeaba era sana y quizás el trabajo de la tierra así como la convivencia con los abuelos los haría más felices que vivir en una ciudad donde el desarrollo traía tantas comodidades como males.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Érase una vez un sofá

Rosario Allpas


Mónica se encontraba en casa. Había terminado de realizar una limpieza general. Se sentó en el sofá ubicado en la mitad de la habitación, el que separaba su pequeña sala del comedor, y se puso a descansar. Cerró por un momento los ojos, empezó a acariciar la tela suave de su mueble, levantó los pies y empezó a buscar su celular a tientas hasta encontrarlo. Abrió los ojos y realizó una llamada:

—Aló —le contestaron al otro lado de la línea.

—¡Hola, Richard! Soy Mónica.

—¡Qué tal! ¿Cómo estás?

—Bien. No sabes lo que me pasó ayer.

—Pues ni modo que lo sepa. Cuéntame, ¿qué te pasó?

—Ja. Te contaré. Ayer salí con Sara al gimnasio. De vuelta a mi casa, al abrir la puerta, casi se me paraliza el corazón.

—¿Por qué?

—¿Recuerdas el sofá que me ayudaste a comprar?

—Sí.

—¡Había desaparecido! Ver el espacio vacío al frente de la seudochimenea me desconcertó. Sentí un frío en la espalda como si me hubiesen puesto un arma. Me quedé sin habla. Sara se asustó también y me dijo que llamase a la comisaría.

—¿Y llamaste?

—Sí y no.

—¿Cómo?

—Estaba muy alterada, primero me puse a revisar toda la casa por si algo más me faltaba, pero no, todo estaba intacto. Me dio tanto temor involucrarme con policías por un sillón que me costó treinta dólares en Goodwill que me pareció una pérdida de tiempo, no obstante, Sara me hizo entrar en razón, podían haber entrado narcotraficantes y quizás tendrían la droga escondida en el sofá, ¿qué sé yo? Por ello, hice la llamada.

—¿Y?

—Había marcado el número cuando vi por la ventana que el sofá estaba en la vereda, al frente de la casa. Colgué de inmediato. Salimos con Sara y ella me ayudó a traerlo de vuelta.

—Ja, ja, ja.

—No te rías. Esto es muy serio. Quiero que me ayudes a desentrañar el misterio.

Ok. Mañana paso por tu casa a las seis de la tarde. ¿Te parece?

—Gracias.

Al otro día Richard llegó puntual a la casa de Mónica. Revisaron el mueble con detenimiento. Era un canapé de dos cuerpos, la parte del espaldar y los asientos estaban acolchados y tapizados en damasco de color rojo vino, un poco maltratado; sin embargo, se podía apreciar cierta elegancia en su diseño. Tenía los reposabrazos de madera y forrados en la parte media con la misma tela.

—Aquí puede estar el misterio. —Indicó Richard señalando el reposabrazos derecho.

—¿Cómo? ¿Qué piensas?

—No sé, me parece que lo hubiesen removido. El pegado parece fresco. Si lo deseas compara con el del otro lado.

Mónica escudriñó el reposabrazos del lado izquierdo, lo olió; tenía cierto olor a guardado. Hizo lo mismo con el del otro lado; había una pequeña línea en la madera, apenas visible, muy próxima a la tela, puso la nariz tan cerca como pudo e inspiró profundo.

—¡Cierto! Huele a pegamento. —Movió varias veces la cabeza como para deshacerse del olor fuerte y penetrante —. ¿Puedes remover ese reposabrazos?

—Claro. —Richard sacó una pequeña sierra y limó. Luego de unos minutos logró aflojar y sacar el reposabrazos. Estaba hueco—. Parece que sacaron algo de aquí, pero con seguridad no fue droga. Si aún quieres ir a la comisaría, te acompaño. —Puso de nuevo, como pudo, el trozo de madera utilizando pegamento instantáneo.

—Voy a esperar. Muchas gracias por tu ayuda. Solo me hago una pregunta: ¿A quién habrá pertenecido este canapé?

—¿Quieres que averigüe?

—Noooo.

—Está bien. Me voy. Bye!

—Gracias, eres un gran amigo.

Pasaron tres meses y en otra parte de la ciudad, Paola de la Quintana se disponía a dar una conferencia. Se encontraba en el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles, California. Paola era una pintora bastante joven, había terminado sus estudios en el California College of the Arts de San Francisco; sin embargo, se veía una mujer con aplomo. Era delgada, de tez blanca, de cabello negro largo y lacio. Lucía un conjunto de falda y chaqueta que parecían comprados para la ocasión, pues se notaba que le iban mejor los pantalones vaquero y camiseta. Iba a hablar sobre una pintura famosa otorgada en calidad de préstamo para la exhibición de Colecciones de Artistas Plásticos Latinoamericanos. El lienzo pertenecía al pintor peruano Sérvulo Gutiérrez.

Mónica se encontraba echada en el sofá mirando la televisión, escuchaba atenta que Paola contaba la historia de la pintura: «Mi abuelo, cuando vino a Estados Unidos de América, trajo la pintura que el propio autor Sérvulo Gutiérrez le había regalado, ya que ambos tuvieron una estrecha amistad. Este lienzo estuvo escondido por mucho tiempo hasta que mi abuelo, deteriorado en su salud, me lo dejó en herencia. Esta valiosa pintura que hoy…». De pronto Mónica se levantó, apagó el televisor y sintió enormes deseos de escribir. Se acomodó en la mesa de comedor donde estaba su portátil y puso:

«Érase una vez un sofá», y continuó escribiendo…».

«La sala lucía hermosa, de un gusto exquisito por el tipo de mobiliario de estilo fernandino, de gran tamaño, la madera caoba era el principal elemento y estaba asistido por adornos de figuras geométricas de gran simplicidad, sobrio, elegante, solemne. El sofá y los sillones tenían aplicaciones de bronce y tapiz de seda; sin embargo, en un rincón, pegado a la escalera que conducía al segundo piso se encontraba un canapé de dos cuerpos tapizado en damasco de color rojo vino. Este descompaginaba con la sobriedad de los demás muebles; no obstante, era el sofá preferido de don Carlos de la Quintana, le gustaba porque tenía un acolchado suave y poco le importaba que este trasto se ensuciara, pues tenía una cubierta reemplazable de tela muy fina y resistente confeccionada especialmente para esos avatares. Carlos había sido arquitecto, pero en tiempos de juventud, en Lima, había tenido un hobby muy particular que suelen tener casi todos los arquitectos: la pintura. Muy amigo de gente bohemia: músicos, poetas y pintores; entre aquellos estaban Carlos Quízpez Asín, Ricardo Sánchez y Sérvulo Gutiérrez; este último de reconocida fama y quizás, el más importante pintor peruano. Cuando Carlos migró a los Estados Unidos, Gutiérrez le regaló un lienzo de cincuenta y cinco por cuarenta y seis centímetros.

Años más tarde, instalado en Los Ángeles, en una de las paredes de su casa relucía la pintura de su afamado amigo. Cuando sus hermanos se enteraron de que la pintura era valiosísima, lo instaron a que hiciese una subasta del lienzo, la que los haría ganar miles de dólares, decían. Don Carlos no pensó que aquello fuese lo correcto, consideró que sería una traición al amigo querido, además no necesitaba el dinero; no era rico, pero no tenía necesidades apremiantes y tampoco sus hermanos (eso creía), quienes habían migrado con él. Sin embargo, siempre que se realizaba alguna reunión familiar el ambiente se volvía frío y hostil cuando se hablaba de la pintura y terminaban discutiendo. Solo la esposa de don Carlos los calmaba, quien entendía a su marido, pues ella también había conocido a Gutiérrez, difunto ya, hacía varios años.

Las vueltas que da la vida hicieron que don Carlos enviudara a los cincuenta años. Sus tres hijos, Enrique, Pablo y Sofía, se casaron y uno a uno fueron abandonando la mansión. Sin embargo, cada vez que había reuniones familiares volvían al punto álgido que entrañaba la deseosa subasta del cuadro. Ahora no solo eran sus hermanos sino también sus hijos y demás descendencia que insistían en la venta pública del lienzo como si este fuese un patrimonio familiar y no personal. A Carlos no le quedó más remedio que ocultarlo. Así que, cuando lo visitaban la pared se mostraba desnuda. Nadie osó preguntar qué había pasado con el cuadro, el silencio se hizo palpable con las miradas esquivas. Además, Carlos solía pasear por su mansión con un manojo de llaves que cuidaba con mucha prolijidad, dentro de esas pocas llaves había una pequeña que abría el cajón del escritorio de su antiguo estudio, por lo que sus parientes conjeturaron que allí debía de estar guardaba la pintura, como un tesoro. Nadie preguntó, pero lo sabían, aunque no lo supieran.

Poco a poco las reuniones familiares escasearon conforme Carlos iba ascendiendo en edad; los había sobrevivido a sus hermanos. Ahora sus hijos y nietos eran los que solían visitarlo; mas, mientras unos se entretenían con juegos en línea o viendo la televisión, solo Paola, su nieta, iba a su lado para escuchar las peripecias que contaba don Carlos cuando era pintor y cómo había tenido que luchar contra sus padres, quienes no estaban de acuerdo con su hobby ni con sus amistades. Contaba que, por ello, terminó convertido en arquitecto, como lo fueron todos los hombres de la familia. “Pero tú, querida Paola, serás una gran pintora”, le decía con cariño y convicción. “Sí, abuelo”, contestaba su nieta.

Cuando don Carlos enfermó, tenía más de noventa años y vivía prácticamente solo. Había una persona —siempre distinta— que iba a diario para realizar los quehaceres del hogar enviada por una compañía. Su estado empeoró y fue trasladado a una clínica. Sus hijos se hicieron cargo de la casa. Fue entonces cuando la codicia se perfiló en sus pensamientos y una tarde acompañados de un cerrajero entraron al estudio abandonado. El olor rancio por el polvo y la humedad inundó la habitación, abrieron el cajón del escritorio y para sorpresa de todos, solo encontraron trozos minúsculos de papel, polvo y gran cantidad de excremento de ratón y un agujero por detrás de este. Se miraron consternados pues quedaron despedazadas sus esperanzas de echar mano al famoso lienzo. Las ratas habían hecho de este un festín.

—¡Viejo necio! —farfulló Enrique, muy enfadado.

—¡Mira en lo que quedó el afán de guardar el recuerdo del amigo! —dijo Pablo.

—Quizás era su voluntad —murmuró Sofía.

—Pues mira de qué le ha servido guardar tanto el lienzo. ¡Ha sido comido por las ratas!

—Yo creo que podría estar en otro sitio —expuso Sofía.

—Tal vez. ¿Cómo no se nos ocurrió? Gracias, hermanita. —Sonrió Enrique de manera malévola y de inmediato replicó—: Muy bien…, ¡manos a la obra!

—Tienes razón. ¡Busquémoslo!

Aunados por una nueva esperanza revolvieron la casa, no hubo rincón que no fuese escudriñado. La biblioteca, entre los libros, en los reposteros de la cocina, en los dormitorios. Cada cajón fue abierto. Nada. Debajo de las alfombras. Tampoco. No encontraron lo que tanto anhelaban. Vencidos y agotados a partes iguales se fueron cabizbajos cada uno a su casa.

Mientras en la clínica, la salud de don Carlos se deterioraba cada día más. Solo Paola iba a visitarlo y a veces Sofía. Su nieta se hallaba culminando sus estudios de pintura en la universidad e iba a realizar un viaje a Europa después de su graduación con sus compañeros.

Don Carlos llevaba hospitalizado dos semanas, había conocido a Esther, una afable enfermera de la clínica, quien no solo estaba pendiente de sus necesidades físicas, sino que valoraba en él su inteligencia, percibía su buen humor y gastaba un poco de su tiempo en conversar con él, convirtiéndose poco a poco en una persona de confianza. Cuando tuvo el primer infarto en la clínica, él sospechó que sus días estaban contados y que, quizás no podría ver a su nieta para despedirse de ella. Le pidió a Esther papel, lapicero y un sobre. Escribió una carta dirigida a Paola y le hizo prometer entregarla a su nieta en persona, como un último deseo. "Solo a ella", le recalcó, "sin que haya testigos".

En efecto, don Carlos murió. Estuvieron en el entierro sus hijos, sobrinos y nietos. Paola no asistió por encontrarse aún de viaje.

Una semana después, Esther llamó a Paola, quien había retornado de su excursión. Se citaron en un restaurante.

Cuando la nieta de don Carlos entró al lugar de la cita, lo hizo en compañía de su novio. Esther no tuvo más remedio que refugiarse en el baño y no salir hasta que Paola hubiere abandonado el lugar, quien, desconcertada por el incumplimiento, obvió llamar a Esther por teléfono. Dos días después la enfermera volvió a llamarla y le explicó el porqué no había aparecido: "Las indicaciones fueron precisas y no quise desobedecer las órdenes finales de una persona a punto de morir. Perdóneme", le dijo. "Bien. Entiendo, no se preocupe". Volvieron a citarse en el mismo restaurante una semana después ya que al día siguiente se realizaría la lectura del testamento de don Carlos.

Los familiares, posibles legatarios, se reunieron en el bufete del abogado donde el patriarca había dejado dispuesta la repartición de sus bienes. Se enteraron de que el valioso lienzo se lo había adjudicado a su nieta Paola. Todos firmaron su asenso. Después le contaron a la heredera que la famosa pintura no había sido hallada en la casa.

Cuando se encontró con Esther en el restaurante, luego de los saludos, la enfermera alargó el sobre y se lo dio a Paola.

—Esto me dio don Carlos para usted.

—¡Oh! La carta de mi querido abuelo. Si él le confió esta misiva para entregármela creo que puedo leerla delante de usted, me muero de la curiosidad.

—Adelante, es su decisión y la respeto. Con mucho gusto.

Paola rompió el sobre, sacó la carta y empezó a leer en silencio. Las lágrimas brotaron de sus ojos sin poderlas contener. No mencionó nada sobre el contenido. Solo atinó a decir:

—Muchas gracias.

Terminaron sus cafés y empanadas en silencio y se despidieron.

Cuando Paola le dijo a su madre que deseaba ir a la casa del abuelo, Sofía le contó que sus tíos y primos la habían desocupado. Algunos muebles los vendieron y otros de menor calidad los donaron a Goodwill.

—¿El sofá de color rojo vino?

—Lo llevaron a Goodwill.

—Bien, mamá.

—¿Por qué preguntaste por el mueble?

—Porque era el favorito de mi abuelo.

—Claro.

Paola no dijo más. “Voy a tener que recuperarlo”, pensó.

Ella vivía en su propio departamento, no hacía mucho que había discutido con Paul, su novio, y terminado su relación. Este había criticado la decisión del abuelo de haber mantenido en el cajón del escritorio una pintura famosa. “Qué diantre de viejo, tu abuelo, ¿no?”, le había dicho. Paola no había imaginado que él también estuviese de acuerdo en subastar el lienzo. Entonces, prefirió guardar silencio. Con tristeza y determinación sentenció: “Quizás fue mejor así. En situaciones adversas es cuando se conocen a las personas”.

Mil ideas se arremolinaron en su mente, de pronto se sintió sola. No tenía en quien confiar ni nadie que le ayudase en la misión que quería emprender. Un pensamiento dulce acerca de su abuelo la llevó a pensar en Esther y decidió llamarla y contarle su decisión. La enfermera, quien tantas veces le había escuchado a don Carlos hablar con tanto amor de su nieta Paola, no pudo negarle el favor y aceptó involucrarse en la aventura de ayudarla, con ello cerraría también el postrero deseo de su paciente. Esta última puso en autos a su esposo, quien era ebanista y aceptó participar con agrado, aun sabiendo lo arriesgado del plan. 

Paola averiguó el destino del sofá y en compañía de la enfermera idearon cómo entrar y sacar el sofá conjuntamente con el esposo de Esther, el cual, gracias a sus años de experiencia en carpintería, sabía mucho de cerraduras.

Al otro día, esperaron cerca de la casa. Desde la camioneta Paola, Esther y su marido vigilaban la puerta de entrada, vieron a la dueña salir rumbo al gimnasio y entraron con cautela. Sacaron el sofá y se dirigieron a un apartamento alquilado por Paola muy cerca del lugar en donde todo estaba preparado. El ebanista sacó con sumo cuidado el reposabrazos hueco del lado derecho y extrajo de su interior el lienzo. Se lo dio a Paola, quien lo recibió con delicadeza, con cariño, como el más preciado de los objetos y lo acercó a su corazón. Luego, el esposo de Esther devolvió el reposabrazos a su estado natural utilizando pegamento instantáneo. Cargaron el mueble y fueron a devolverlo. Grande sería su sorpresa cuando aproximándose al apartamento escucharon ruido dentro de este, se asustaron y huyeron rápido hacia la camioneta dejando el mueble solitario en la mitad de la vereda».

«¿Sería así o no la historia?», se dijo a sí misma, Mónica, sonriendo.

Se apartó de la mesa donde estaba escribiendo. Fue a medir el reposabrazos. «Cincuenta y cinco centímetros. Sobrepasa en nueve el ancho de la pintura. ¡Cabía enrollada! ¡Buena, don Carlos!».

Caminó hacia el sofá y se sentó, miró el televisor apagado. Cada vez que Mónica se ponía a cavilar miraba fijo el receptor como tratando de hallar respuestas en la pantalla oscura. «Y… ¿por qué no habrán querido confiar en mí? Podían haberme pedido permiso para sacar el lienzo. Yo se lo hubiese dado», pensó. De inmediato, imaginó una respuesta a su pregunta: «Creo que no creían en nadie. La confianza estaba muy mellada. Eso debió haber sucedido. Bien, ahora me voy a dar un sosiego, luego lo termino, lo reviso y lo dejo descansar. Pasado mañana vuelvo a revisarlo y lo envío».

Dos meses después, Esther llamó a Paola por teléfono.

—¿Has leído el relato ganador del concurso «Simplemente letras»?

—No.

—Por favor, veámonos.

Se citaron en un Starbucks. Esther esperaba. Paola no tardó en llegar, estacionó el auto. Luego de los saludos, la enfermera le mostró el relato «Érase una vez un sofá». Paola comenzó a leer, su rostro se iba transformando, abrió los ojos cuán grandes pudo, luego sus labios se estiraron en una franca sonrisa para después sentir una leve calentura de la emoción que empezó a embargarla y exclamó:

—¡Oh! Pero si…

—¿Contaste a alguien acerca del sofá?

—No, en absoluto.

—Te parece conocida la historia.

—Por supuesto. ¡Es la historia de mi abuelo y de... nosotras! Pero ¿cómo?

—¿Sabes quién es la escritora?

—No. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—La dueña del sofá de tu abuelo: Mónica Santisteban.

—¡Mónica! ¿Sabrá la historia o se la habrá inventado?

—Yo creo que la intuyó.

—Algún día lo sabremos. Me dan ganas de conocerla y decirle que su escrito es la verdadera historia del sofá. Gracias, Esther.

—Seguimos en contacto. Adiós, Paola.

Mónica Santisteban, sentada en el sofá, miraba atenta el diploma que le habían otorgado por ser la ganadora del concurso. Sonrió a su vez y musitó:

«Me gustaría conocer la verdadera historia de este canapé». Fue a la cocina y trajo un café, acarició el mueble y dijo: «Gracias».

martes, 16 de octubre de 2018

Partida de póker

María Marta Ruiz Díaz



Juan Gómez vivía en un departamento de la planta baja del edificio de Neuquén 817 del barrio Caballito. Esa madrugada lo despertó un estruendo como de un disparo. Saltó de la cama y se asomó a la ventana. De pronto vio salir a dos hombres del edificio de enfrente arrastrando a un tercero. Lo llevaron hasta el borde de la vereda, lo recostaron prolijamente sobre el piso y comenzaron a taparlo con bolsas de basura extragrandes, que uno de ellos traía bajo el brazo. Llovía torrencialmente. Para su sorpresa, una vez que lo cubrieron completamente, sin decirse palabra alguna, uno de ellos salió corriendo hacia el este y el otro ingresó nuevamente a su edificio. Juan reconoció a este último. Era el vecino del segundo piso a la calle, con el que más de una vez desayunaba en el bar de la esquina, porque ambos coincidían en el mismo horario y se habían hecho muy amigos.

No supo qué hacer. Quedó petrificado allí durante unos cuantos minutos. La cuadra estaba desolada, un haz de luz tenue iluminaba la morbosa silueta que, por efecto del agua de lluvia sobre las bolsas, iba quedando al descubierto.

Pensó en salir a comprobar si aquel hombre tirado estaba muerto, pero sintió miedo. Entonces tomó el teléfono y llamó a la policía. Miró su reloj: 2:36. «Necesito ser exacto con mi mensaje», se dijo.

―Buenas noches, usted está hablando con la Policía Científica de la Ciudad de Buenos Aires, si llama por una emergencia presione “1”, si no presione “2”, repitió tres veces el contestador hasta que Juan se animó y eligió la primera opción.

En no más de diez minutos escuchó las sirenas y luego, desde la puerta de calle del edificio vio llegar a dos patrulleros y una ambulancia. Los primeros en acercarse al lugar del hecho fueron dos policías y luego Juan pudo ver cómo un paramédico que revisaba el cuerpo les indicaba con el pulgar hacia abajo que el hombre estaba muerto. Delimitaron la zona impidiendo el ingreso de autos y personas a esa cuadra. Luego vallaron el lugar específico donde se encontraba el cadáver. La tranquilidad que minutos antes inundaba el lugar desapareció al comenzar a salir los vecinos asustados por el alboroto reinante.

Juan permanecía semiescondido detrás de una columna del edificio donde vivía, hasta que vio que se le acercaba una pareja que anteriormente había visto bajar de un patrullero y que, por su apariencia, estimó eran detectives. Comenzó a transpirar y a temblar, por lo que optó por mirar hacia otro lado y hacerse el distraído, pero no pudo evitarlos cuando ya los tenía a menos de un metro e indudablemente iban en busca de él.

―Disculpe, señor, andamos buscando a Juan Gómez, la persona que llamó a la policía desde este domicilio. ¿Es usted? ―le preguntó una bella mujer vestida informal pero elegante y algo provocativa.

―Sí, soy yo ―respondió Juan tartamudeando―. Soy vecino y me desperté con el ruido. Vi todo. Entenderán que estoy excesivamente nervioso, pero cooperaré en lo que necesiten.

Así fue como comprobó que ellos eran detectives de la Policía Científica, el joven tan bien vestido se llamaba Marvin y aquella mujer, que emanaba un perfume exquisito era Alexia. Les contó con el mayor detalle todo lo ocurrido. Sorpresivamente para él, no le pidieron que fuera a ningún lado, solo que quedara atento a cualquier llamado o visita de la policía.

Los detectives comenzaron la inspección del lugar del crimen. Se trataba de un edificio de ladrillo visto, con fachada al este, en el frente había dos locales comerciales, de los cuales el de la derecha era un quiosco. Al lado de la puerta de ingreso al otro local, se encontraba el cadáver cubierto con bolsas de residuos grandes. A nivel de la cabeza había un gran charco de sangre. Más detalles sobre el occiso los obtendrían después de los informes de los policías y el forense.

Tras lo que les manifestó el testigo ocular, deciden entrar al edificio, observando manchas de sangre por proyección, que forman un reguero que se puede seguir por la escalera hasta el palier del segundo piso, donde confluyen las puertas de dos departamentos y el ascensor. Tocan en el “A”, que estiman es el que da a la calle, en busca del vecino amigo de Juan, pero nadie responde, por más que el timbre suena repetidamente y golpean a la puerta solicitando su apertura a la Policía Científica. De pronto ven salir a una mujer de unos cincuenta años del departamento de enfrente, que les dice:

―¡Por fin llegaron! ¡Estaba muy asustada!

―Quédese tranquila, señora, ya está todo en orden. ¿Nos permite pasar para hacer un llamado? ―le pidió Alexia.

―Sí, por supuesto, pero no tengo teléfono… ―indicó la mujer, mientras se dejaba caer en un sillón temblando todavía.

Mientras Alexia llamaba a la seccional desde su celular para solicitar la orden de un juez y así poder entrar al otro departamento, Marvin continuó conversando con la señora.

­―¿Está usted bien?

―Sí, gracias, querido, necesito distenderme nomás.

―¿Pudo usted escuchar o ver algo?

―¡Un horror! Creo que un disparo, fue un ruido ensordecedor. Después de un buen rato me acerqué a la puerta y espié por la mirilla. Vi la puerta del departamento abierta y a un hombre esperando el ascensor. No alcancé a distinguir más nada.

―¿Pudo ver cómo era esa persona? ―inquirió el detective.

―Sí, justo estaba parado debajo de la luz del palier. Era un joven, no muy alto, llevaba una gorra en la cabeza y estaba fumando. Tomó el ascensor y vi que bajaba. Después me alejé porque volví a sentir ruidos. ¡Ahora me doy cuenta de que fue una imprudencia acercarme a la puerta! ¿Hay alguien muerto?

―Lamentablemente sí, un joven, no sabemos aún de quién se trata.

Tiempo después, con la orden judicial en mano y la ayuda de un sargento experto en estos temas, lograron ingresar al departamento vecino. El mismo constaba de un comedor, cocina, dormitorio y baño. En el primero, de doce metros cuadrados aproximadamente observaron: a la izquierda un sillón tipo futón y el acceso a la cocina; en la pared de enfrente una heladera, una alacena y una mesa con un televisor; a la derecha una mesa con cinco sillas, el acceso al baño y al dormitorio. Sobre la mesa había cartas de póker, un celular, una hoja con anotaciones del juego, restos de porros y una botella de Coca Cola de medio litro casi vacía. Pasaron luego a la habitación y allí vieron dos camas de una plaza, una de ellas sin colchón.

―No hay signos de violencia o lucha ―comentó Alexia―, ni manchas de sangre. Mira esto, qué interesante.

―¿Documentación del dueño? Se ve que salió muy apurado el muy hijo de mil.

―Así parece. Se dejó la billetera con dos tarjetas de crédito adentro y mil doscientos cincuenta pesos.

―¿De quién se trata?

―Esteban Delfino, veintitrés años. ¡Una criatura!

Alexia y Marvin salieron del edificio, nuevamente en busca de Juan, que seguía parado observando detalladamente todos los movimientos que se iban realizando. El cadáver del hombre ya se lo habían llevado en ambulancia para el análisis forense.

―Señor Gómez, disculpe que lo molestemos nuevamente. ¿Es este el vecino del cual nos habló? ―pregunta la detective, mientras le muestra la tarjeta de crédito.

―Sí… para mí es un pibe extraordinario ―respondió Juan―, humilde, tranquilo, trabajador, sociable. No entiendo nada. Fue hijo único y perdió a sus padres cuando tenía seis años en un accidente de moto. Se las rebuscó siempre para salir adelante. Un amigo que me escucha y me aconseja desde su mirada juvenil.

Los detectives entregaron la documentación a los policías y se dispusieron a buscar algún otro testigo del hecho. Mientras tanto ya se había pedido la captura de Delfino. Hasta ese momento desconocían quién sería el segundo hombre. Juan solo pudo ver que se trataba de un varón de alrededor de veinte y pico de años y muy alto, le fue imposible precisar más detalles debido a la oscuridad que reinaba a esa hora de la madrugada.

Una pareja que pasaba circunstancialmente por la zona les contó que mientras caminaban por la avenida Avellaneda hacia el sur, paso corriendo cerca de ellos, muy agitado, un hombre que coincidía con la descripción de Juan, y que les sorprendió verlo meter algo dentro de una caja de electricidad correspondiente a una peluquería cita en el número 580 de dicha calle y después continuar con su carrera hasta desaparecer de su vista. Alexia y Marvin apresuraron su andar para llegar al lugar indicado acompañados de ambos testigos oculares. Cuando abrieron la caja, en el interior vieron tres llaves térmicas y encima de ellas había un revólver. «Es un Colt, matrícula 89.654, calibre 38», detalló Marvin, analizando el arma con un guante.

Minutos después, cuando por fin Alexia pudo acercarse a los policías que examinaron el cadáver, los mismos le manifestaron que habían encontrado en uno de sus bolsillos un billete de cien pesos, una llave y un boleto de colectivo urbano línea 65 con fecha del día anterior a las 22:00:43 horas. Según los primeros informes del forense que ellos habían podido relevar, se trataba de un cadáver de sexo masculino, de entre veinte y veinticinco años, que se encontraba en posición decúbito lateral izquierdo, con los miembros superiores e inferiores extendidos, vestido con una remera de algodón de mangas cortas color beige, pantalón de jean azul, cinturón blanco, ropa interior, medias grises y zapatillas de tela tipo lona negras. No traía ningún tipo de identificación personal.

Marvin les solicitó que lo más pronto posible indagaran sobre el celular y el arma encontrados. Así como el análisis de huellas dactilares de las cartas de póker y la gaseosa. También deberían estar atentos a cualquier denuncia por «desaparición de personas» que podría presentarse en los próximos días, lo que los ayudaría a encontrar a parientes o conocidos del joven fallecido.

―Te invito a desayunar ―le sugirió Alexia acercándose para conversar del caso― ya pasaron más de cuatro horas que estamos dando vueltas por acá y mi estómago gruñe de hambre.

―¡Excelente idea, amiga! Esto se está poniendo difícil.

Pasada una semana, la única nueva información que tenían era la que les brindó el forense luego de examinar detalladamente el cadáver:

«Individuo de sexo masculino, de talla aproximada de un metro sesenta y cinco centímetros, de unos setenta kilos, con aseo e higiene, de piel trigueña, cabello corto negro de 5 cms. de longitud aproximadamente, sin barba, sin bigotes, sin tatuajes, sin cicatrices. Presenta una herida de bala ubicada en tercio superior del tórax y abundante salida de sangre por nariz y boca. Los estudios toxicológicos son normales».

Alexia estaba recostada en la silla de su escritorio, mirando hacia el vacío con sus hermosos ojos claros, mientras su pelo ondulado se acomodaba simétricamente sobre el respaldo. La falta de información sobre este caso, le había quitado la sonrisa. Esa expresión que había «enamorado» a Marvin cuando lo contrató, había desaparecido. En el preciso instante en que él, que estaba de pie junto a la puerta, había decidido acercarse a ella quién sabe con qué intenciones, sonó el teléfono.

―Detective Alexia, habla el sargento Menéndez, ¿cómo le va? Le tengo buenas noticias sobre el caso del crimen del joven NN.

―¡Hola, sargento! Cuénteme, por favor.

―Recibimos un llamado de una señora reclamando por la desaparición de su hijo. La fecha coincide con la del crimen y justamente el chico le había dicho que esa noche jugaría con sus amigos al póker y que seguramente llegaría tarde, así que no se preocupara. Le llevamos a la pobre mujer una foto del occiso y confirmó que se trata de Benjamín Álvarez, de veinticinco años, nacido en La Plata. Ella vive a unas pocas cuadras de donde lo hallamos muerto.

―¡Pobre mujer!

―Sí, la verdad… Además, le informo que el análisis de la información del celular dejó claro que es propiedad de un tal Gabriel Miranda, cuyas características físicas coinciden con lo expuesto por los testigos sobre el hombre que se dio a la fuga y escondió el arma. Los últimos mensajes por WhatsApp son relativos a la organización de un partido de póker, esa misma noche del crimen, en el departamento de Esteban Delfino, del que participarían él, Gabriel Miranda, Benjamín Álvarez y una cuarta persona que la mencionan con el apodo de Nacho. A través del número de celular de este pudimos identificar que se trata de Ignacio Ruiz.

―Reconozco Marvin que me sorprende cómo está evolucionando la tecnología, a tal punto, que, con el número de un celular, los genios de Google descubren un montón de datos que nos ayudan a llegar a los delincuentes ―comentó Alexia luego de cortar el teléfono.

―Así es, señorita, debe usted cuidar el suyo, si no va a tener a todos sus pretendientes dándole vueltas por aquí ―respondió él con una sonrisa burlona y provocativa a la vez.

―¿Mis pretendientes? Ja, ja, ja, ¿te pondrías celoso?

―¡Obvio que sí! Ja, ja, ja. Pero volviendo al caso ―dijo, cambiando de tema― ¿pudiste conseguir la dirección de estos tipos?

―Sí, vamos yendo hacia la casa del tal Miranda. ¿Dónde se habrán metido él y el dueño de casa esa noche?

―Ya veremos, ya veremos.

En el domicilio de Gabriel Miranda se llevaron una gran sorpresa, los detectives, por un lado, y dos de los desaparecidos, por el otro, que, indudablemente no pensaron que los iban a encontrar. Alexia tocó la puerta y se hizo pasar por una vendedora de productos naturales. El dueño de casa, al ver su belleza le abrió sin pensar en las consecuencias, tras lo cual ella le mostró su identificación y empujándolo suavemente se deslizó hacia adentro, donde también se encontraba Esteban Delfino jugando a la play. Sobre la mesa ratona había unos cuantos porros. Como la puerta había quedado abierta, también ingresó Marvin y entre los dos les colocaron las esposas y los trasladaron a la seccional de policía. Ninguno de los dos hombres opuso resistencia.

El interrogatorio fue intenso. Resultó en extremo difícil sacarles información. Ambos entrevistados lloraban amargamente mientras respondían a media voz a alguna de las preguntas que Alexia o Marvin les formulaban.

―¡Ya dejen de llorar como mariquitas! ―gritó Marvin exaltado― ¡Queremos saber qué pasó! ¡Hablen de una vez!

―Tranquilo compañero. ¿Podrías buscarme un café? Me hace frío.

Marvin sabía que cuando ella le insinuaba marcharse, era porque lo veía sacado y, como siempre, tenía razón, estos tipos lo estaban volviendo loco, unos pibes de poco más de veinte años, matando a un amigo y ahora lamentándose.

―Bien señores ―comenzó Alexia― ya estamos solos. Imagino por lo que venimos charlando, que la situación se les fue de las manos. Ahora lo están lamentando. Pero si les queda algo de dignidad y de aprecio hacia su amigo muerto, es hora de que empiecen a contarme qué sucedió, quién de ustedes le disparó, por qué lo abandonaron en la vereda.

―¡Lo hizo Ignacio! ¡No entiendo cómo pudo hacerlo! ―gritó Delfino.

―¿Ignacio Ruiz? ¿Él disparó? ¡Estás seguro?

―¡No! ¡No, no sabemos quién fue! ―gritó más fuerte Miranda.

―¿Ustedes me están queriendo sacar de mis cabales? ¡Basta! Se terminó la joda. Ambos son sospechosos del crimen y del abandono del cadáver, así que ya no saldrán de prisión por muchos años ―respondió Alexia, llamando con un gesto al policía que esperaba en la puerta, para que se los llevara.

―¡Espere! ¡Espere! Yo le voy a contar. Pero, por favor, prométame que no le contará nada a Nacho, porque si no nos va a matar, así como le digo, él se saca de golpe, se pone loco, ya lo pudimos ver, se calienta y ¡te mata! ―dijo Esteban Delfino temblando de miedo y de espanto.

―Está bien chicos, les aseguro que estarán protegidos. Estamos tratando de localizar a ese Ruiz. No lo dejaremos que se acerque a ustedes, pero ya es hora de que se tranquilicen y me cuenten la verdad.

Así logró que comenzaran a contarle los hechos tal cual como se fueron presentando. Los cuatro amigos se habían citado para jugar una partida de póker común, como siempre lo hacían, para pasar el rato y fumar unos cigarros de marihuana, de la que todos disfrutaban, menos Benjamín, que se conformaba con tomar Coca Cola.

―Todo venía bien hasta que Ignacio empezó a perder y perder partidas. No apostábamos mucho, pero él iba quedándose sin los pocos pesos que tenía ―contaba Delfino―, hasta que nos sorprendió sacando un revólver de debajo de sus ropas. Lo puso sobre la mesa y nos dijo mientras lo señalaba con su dedo índice: «Me juego el arma, y ojo, que ¡esto es mucho para mí!».

―Yo ya no tenía ganas de jugar ―acotaba Gabriel― se veía venir un mal desenlace.

El final de la partida había sido entre Ruiz y Álvarez, como era de suponer. El pobre Benjamín presentó un póker de ases y lo puso sobre la mesa. En pocos segundos el tal Nacho tomó el revólver y le apuntó amenazándolo. Benjamín lleno de pánico, se dirigió hacia la puerta, con idea de marcharse, pero Ruiz lo siguió y cuando estaban en el palier le disparó de lleno en el pecho y lo mató…

Volvió a entrar enfurecido al departamento. Esteban y Gabriel estaban escondidos detrás del sillón. Los apuntó con el arma y les dijo que bajaran al muerto a la vereda por la escalera, lo taparan con bolsas de residuos, lo dejaran allí y luego se fueran a esconder el arma. Ambos amigos lloraban y temblaban al mismo tiempo. No dudaron en hacer lo que él les pedía, sabían que no tendría problema en dispararles a ellos también. Una vez que dejaron tirado a su amigo muerto, Gabriel salió corriendo, escondió el arma en la caja de electricidad de aquella peluquería y huyó hasta donde le dieron las piernas. Esteban, en cambio, volvió a su departamento para limpiar las manchas de sangre del palier con Nacho. Pero grande fue su sorpresa cuando no lo encontró.

De pronto, escuchó las sirenas. Si salía lo iban a ver. Así que permaneció escondido en el sótano del edificio durante dos días. Comía de los restos de la basura que tiraban los vecinos. Hasta que se animó y salió como si nada hubiera pasado. El policía de la entrada ni lo advirtió. Fue derecho a la casa de Gabriel y allí se quedó hasta que los encontraron.

―Ahora hay que ver si lo que dijeron coincide con las pericias que están realizando la policía y los forenses ―le dijo Alexia a Marvin.

―Así es. Me voy yendo a casa, estoy muy cansado.

Alexia salió detrás de él, y cuando estaba llegando a su coche recibió un nuevo llamado telefónico del sargento encargado del caso.

―¿Detective? Tenemos el nombre de la persona que disparó el arma.

―Presumo saber de quién se trata ―respondió con cierto orgullo ella.

­―Dudo que así sea. Le sorprenderá saber que la misma fue disparada por el denunciante Juan Gómez.

―¿Cómo dice? ―Alexia se recostó contra la puerta de su auto.

―Así como lo escucha. Cuando nos percatamos que las huellas encontradas no se correspondían con ninguno de los imputados, procedimos a indagar entre los dos testigos vinculados al hecho. Los buscamos por sus departamentos y los trajimos a la Policía Científica para realizarles una toma de huellas dactilares y luego, un barrido electrónico de las palmas y el dorso de sus manos. Gómez tenía residuos de pólvora en su mano derecha. La señora fue solo un testigo circunstancial.

―¿Tiene información sobre las otras huellas?

―Efectivamente. Las huellas de la botella coinciden con las del occiso, las de los porros con las de Miranda y Delfino y las del celular con las de Juan Gómez, en cuyo departamento encontramos muerto al tal Ignacio Ruiz, dueño de ese teléfono móvil.

Alexia llamó enseguida a Marvin, y le pidió que registrara dicho departamento mientras ella volvía a la seccional. Al llegar, el detective Montez encontró un policía en la puerta que impedía el ingreso al lugar. Entró presentando su credencial y se puso a revisar los ambientes. Se sorprendió al ver colores fuertes y brillantes en las paredes y fotos de hombres desnudos en el pasillo, entre ellos el del joven que encontraron en la vereda. Sobre la biblioteca vio varias fotos de Juan con Benjamín abrazados y sonrientes, posando en diferentes lugares del mundo. Al entrar al dormitorio, que estaba con la puerta cerrada, encontró al tal Ruiz tirado en la cama del dormitorio, con un corte de cuchillo en el cuello, desangrado. Estaba panza arriba con el brazo izquierdo cayendo hacia el costado de la cama. Antes de que se lo llevaran los paramédicos, que acababan de llegar con el forense, le sacó fotos y se las mandó a su jefa a través del celular.

―Este caso está tomando un tinte inesperado ―le dijo ella al teléfono. Acá estoy con el imputado, parece que ahora, de doble homicidio. Por favor, fíjate si desde alguna ventana se puede ver el living del departamento de Delfino.

―Efectivamente, desde el mismo cuarto de él puede verse claramente la ventana.

La detective Bermúdez comenzó a exponer el caso en voz alta, frente al imputado y al sargento que la escuchaba atentamente: «Señor Gómez, se pudo constatar que usted desde su cuarto podía ver lo que pasaba en el living del departamento donde se originó el altercado. Según las investigaciones que venimos llevando a cabo, usted estaba en pareja con Benjamín Álvarez hace más de un año, las fotos en su departamento son prueba de ello. Desde hace un tiempo usted espiaba celosamente a su pareja y sus tres amigos cuando se encontraban a jugar al póker en lo de Delfino. Así descubrió que Benjamín tenía una relación demasiado especial con Ignacio Ruiz. Y él no tenía problema de que usted se enterara, pues sabía que podía verlos a través de la ventana de su dormitorio».

Juan Gómez se mantenía callado, pero podían notarse lágrimas en sus ojos. Alexia hizo una pausa, y dejó pasar a Marvin que acababa de llegar. Tomó un poco de agua y continuó con su exposición: «Usted, señor Gómez, se sintió traicionado. Poco a poco fue planeando el asesinato de su pareja. Esa noche, sorpresivamente, le preguntó a Benjamín si podía acompañarlo a jugar. Él no tuvo problema, así que se armó la partida con usted incluido. (Esto me aclaró por qué había cinco grupos de cartas sobre la mesa, además del mazo). Entre las 2:00 y las 2:30 de esa madrugada, según indicó la autopsia del joven Álvarez como su hora de fallecimiento, usted aprovechó que los amigos estaban medio fumados y generó una gresca, amenazándolos con el arma que llevaba bajo la remera. Y como declararon los dos amigos, Benjamín lleno de pánico se dirigió hacia la puerta, con idea de marcharse, pero no Ruiz, sino ¡usted!, lo siguió y cuando estaban en el palier le disparó al pecho. Luego, siguiendo el relato de los testigos, volvió a entrar enfurecido al departamento. Esteban y Gabriel estaban escondidos detrás del sillón. Los apuntó con el arma y les dijo que bajaran al muerto a la vereda por la escalera, lo taparan con bolsas de residuos, lo dejaran allí y luego se fueran a esconder el arma. Usted bajó por el ascensor y se fue a su departamento. Quedó petrificado allí durante unos cuantos minutos. La cuadra estaba desolada, un haz de luz tenue iluminaba la morbosa silueta que, por efecto del agua de lluvia sobre las bolsas, iba quedando al descubierto. Pensó en comprobar si Benjamín estaba muerto, pero sintió miedo. Entonces tomó el teléfono y llamó a la policía a las 2:36 y se hizo pasar por un testigo. Un testigo que llamó mi atención por el nerviosismo y el miedo que reflejaba».

―Señor Gómez, ahora es usted el que nos contará cómo logró que los amigos de su amante inculparan a Ruiz, y luego, que él fuera a su departamento sabiendo el riesgo que corría.

―Muy fácil, respondió Juan, les prometí repartir entre ellos tres, los dos millones de pesos que acabo de heredar de mi abuela que vivía en Venezuela. En el cajón derecho de mi escritorio, encontrarán el testamento ―confesó rompiendo en llanto―¡Yo lo amaba!