jueves, 31 de enero de 2013

Deten el tiempo


Hill


El vuelo finalmente llegó al aeropuerto de Roma, con media hora de retraso, -nada mal se dijo a sí misma. Miró por la ventana, el día estaba bellísimo, sol radiante, cielo azul, pocas nubes, el capitán dijo eran las diez  y veinte de la mañana y debía tener unas ojeras terribles, casi no había dormido, de todas maneras éstos vuelos no dejaban mucho tiempo para que pasara la noche completa. -En casa debían ser las dos de la mañana, se dijo en voz baja, como reflexionando, debería estar profundamente dormida, sin embargo, estaba despierta y con una sonrisa que mostraba el amor por la vida. Así que se acomodó en su silla y buscó su cartera, tenía que arreglar el desastre de cara dormida, antes de bajar del avión.

Buscó un espejo primero y empezó con la base, que había acabado de comprar, quería probarla, los polvos, sombras, delineador, labial, terminando con cepillo del pelo,  y perfume, cuando ya estaba lista, tenía una azafata al lado diciendo: -¿terminaste? – Si, creo que lo logré, que opinas ¿tengo cara de ya me desperté y estoy radiante? A lo que contestó muerta de risa,- sí, podrías ir al concurso de miss universo en este momento, vamos que se te hace tarde. La azafata era alta de pelo muy oscuro con una sonrisa preciosa, amable, siempre pendiente de cada pasajero, así era Cristina su hermana.

Mariana  finalmente accedió, cuando le aseguró por segunda vez que estaba perfecta, se levantó y llegó al pasillo, tomó su bolso y empezó a caminar detrás de Cristina, hablando de lo bien que la iba a pasar. Siempre intentaban hacer los vuelos juntas. Mariana llevaba puesto un vestido azul de lino, sencillo pero muy ceñido, el cual hacía resaltar su figura aún más, aretes y gargantilla dorados, que eran sus preferidos y zapatos de tacón alto, que la hacían ver aún más esbelta, aunque alta no era.  

Logró salir de migración, bastante rápido, ese día no había mucha gente, Cristina la estaba esperando para desearle suerte, siempre lo hacía, se despidieron y ella tomó su maleta, su corazón daba vuelcos.

No más saliendo tuvo la visión más hermosa hecha hombre, alto, contextura gruesa, cabello castaño desordenado por el viento de otoño, ojos enormes verdes, vestido elegantemente de saco y corbata, y esa sonrisa suya que es capaz de disolver un témpano de hielo, unos dientes perfectos y lo mejor, estaba ahí para ella. Así que soltó su maleta y se tiró a sus brazos, lo beso poniendo su alma en ello, como queriendo fundirse en él.

Eran los besos más apasionados que en su vida había podido compartir, se entregaba en cada instante que durara y si podía los alargaba unos segundos más para disfrutarlos y guardarlos en sus más profundos recuerdos,  porque cuando  ya  no  estaba con él, todos los días recreaba en su mente este momento… Ese instante mágico. Enzo... En ese preciso momento es cuando Mariana pierde la noción del tiempo, todo pasa a ser parte de una nebulosa rosada, donde el amor lo llena todo, extrañaba tanto estar cerca a Enzo, era la perfección hecha hombre, se fueron abrazados hasta su automóvil y como de costumbre tenía ahí un fabuloso ramo de rosas rojas, las más grandes y hermosas que alguien hubiera podido cortar, y eran para ella, de aquí en adelante todos los días que pasara a su lado tendría una rosa roja, en eso era metódico, donde fueran, en la mañana aparecía con una rosa roja en su mano, como lo hacía nadie sabía, pero ella siempre le decía –divino, adoro esos detalles de amor . Lo abrazaba para no dejarlo de tocar ni un solo instante, necesitaba  impregnarse nuevamente de todo su ser… Su olor.

Que maravilloso se transforma un segundo, cuando en su rutina diaria, alguien pasa por su lado con, ¡Ese perfume!, ahí…  En su mente, vuelve  la magia del momento y termina  preguntándose para donde iba y que se supone estaba haciendo, porque su realidad  se altera, perdiendo la cordura por un instante, suficiente para teñir su alma de amor. Y por supuesto ser inmensamente feliz.

Enzo la aparta de si para preguntarle –¿Cara mia, te gustaría ir a Florencia?  A Mariana le encantó la idea y dice –¡Vamos sí, a Florencia! Totalmente emocionada, -hay tanto para ver y contigo Enzo será una maravilla. Tras varias horas de camino Mariana quedó perfectamente dormida en el hombro de Enzo, él gozaba estar a su lado estos días y complacerla en todo, era capaz de cualquier cosa que Mariana le pidiese, enamorado como un chiquillo, aspiraba disfrutar a su lado día y noche.

Llegando frente al hotel Enzo despierta a Mariana- Cara mia siamo arrivati . Y estaba frente al hotel Relais, en plena Piazza Signoria, ¡que más quería! Emocionada salió del carro. Estaba en la cuna mundial del arte y la arquitectura, esperó que Enzo saliera para lanzarse a sus brazos,-¡Enzo esto es maravilloso, dejemos las maletas y vamos a recorrer todo!

Entraron al hotel y pidieron una habitación, que realmente es un apartamento reformado con  muebles muy modernos, iluminación al máximo, techo alto de vigas blancas, decorado en blanco y negro, a la izquierda, una mesita cuyo adorno es un jarrón de vidrio transparente con  flores blancas frescas, una gigantesca cama vestida de blanco, al frente de ésta, una pared naranja, encargada de sostener una pantalla plasma, dando un tono formidable al conjunto, en el fondo se aprecian dos ventanales con cortinas de velo, acompañadas de otras negras laterales, las ventanas dan acceso a una hermosa terraza, con la mejor vista a la plaza, Mariana sigue examinando todo y descubre una escalera, sube corriendo, lo que ven sus ojos la llenan de lágrimas, está en un ático con otra terracita con una vista exclusiva del Palazzo Vecchio, quedó sin palabras… Sencillamente hermoso.

-Enzo mi amor, no hay tiempo que perder debo bajar a verlo todo. Sus palabras se entremezclaban unas con otras. Enzo disfrutaba de verla y sonriendo le pregunta. -¿No te quieres bañar antes de salir? A lo que Mariana con una gran sonrisa le dice –no definitivamente no, vamos rápido que el día se acaba. Y salen.

Caminaron menos de diez minutos y se encontraron de frente con la Catedral de Santa Maria del Fiore, el famoso Duomo, -es una obra maestra del gótico, la cuarta iglesia más grande del mundo, le dice Enzo,- la base de la Basílica tiene tres naves unidas a un enorme cimborrio que soporta la cúpula de Brunelleschi: la más grande que se ha construido de ladrillo. Enzo disfrutaba contarle todas las historias a Mariana tal y como su padre gozaba llevándolo con él, y cuando fue creciendo su padre le hacía repetir una y otra vez la historia. -Es muy importante que conozcas la historia. A éste punto Enzo reía. –Gracias mi viejo, ahora sé porque era necesario que supiera todo de memoria, uno nunca sabe cuándo lo va a necesitar, decía. Y éste era. Entraron  para ver el solemne interior de la iglesia, tipo cruz latina, con tres naves sujetadas por tres pilares, proyectando una extraordinaria sensación de vacío espacial. -En la basílica se conservan todavía cuarenta y cuatro vidrieras policromas originales, comentaba Enzo. Las paredes que sostienen la cúpula contienen ocho estatuas dedicadas a los apóstoles. Y así caminaron el día con las explicaciones que Enzo daba –vamos afuera que en la plaza, se encuentran los edificios religiosos más importantes de Florencia, vamos a ver  el Baptisterio, no te imaginas las puertas, son las más hermosas jamás construidas. Y Mariana hacía rato que no podía comentar nada, estaba extasiada todo es absolutamente hermoso.

Al dar la vuelta por la plaza, Mariana para. Desea observar  las obras de los pintores callejeros, ellos son la parte pintoresca  de la plaza, -bella señorita, déjeme pintarla. Pide uno de ellos. Y Mariana va, -quiero ver cómo queda. Enzo solo sonríe. Y se coloca detrás del pintor. No más comenzando, éste empieza a contar chistes tontos para que ella muestre esa sonrisa que quiere captar, tarda veinte minutos. -¡Quedó muy bien! Mariana está más que feliz. -¡Gracias es usted un genio! Se prende del brazo de Enzo y le dice –tengo hambre ¿que tenemos para la cena?  -El mejor restaurante rústico que conozco está realmente muy cerca. Contesta Enzo. Y se van caminando tomados de la mano. - Son dos cuadras más y volteamos a la derecha, dos más, y ahí el olor te va llevando. Y así fue.  Llegaron a una pizzería en una esquina  pidieron la especialidad y una botella de vino de la casa y se sentaron. -Una delicia de comida. Estuvieron de acuerdo los dos.

Del restaurante salieron otra vez a la plaza y tomaron  a mano derecha para buscar  el  Rivoire.

En la terraza había unas veinte mesas redondas, bastante pequeñas. El mantel que le ponen es de color salmón claro decorado con un jarrón con una pequeña flor y servilletas puestas con estilo. Dentro, el local es muy luminoso y bastante grande, con una gran barra de madera maciza y varias vitrinas con decoraciones relacionadas con la fabricación de chocolate, -es lo que me faltaba para terminar la noche mi dulce Enzo. Le dijo Mariana al oído.

Regresaron al hotel y entrar de noche a la habitación,  fue mucho más impactante, ya que la cabecera de la cama era de piedra tallada color almendra y tenía una luz en la parte superior que hacía de ésta un espectáculo solemne. Y así en ese maravilloso escenario, se entregaron a los brazos de la diosa Afrodita en una noche de amor infinito.

Al día siguiente Mariana pidió desayuno en la terraza, quería ver Florencia desde temprano y cuando estuvo listo llamó a su amado Enzo que, ajeno a los planes de su amada seguía en brazos de Morfeo. Pero desayunar no, él quería otro episodio de amor desaforado como el de la noche anterior, así que la comida quedo afuera, mientras los amantes fundidos en uno, expresaban su amor una y otra vez. 

Al rato desayunaron por fin y desde la terraza Enzo le indica la dirección que debe tomar al salir –te vas por esa calle y toda, está disponible para tus compras, tienes dos o tres heladerías en el camino, pues imagino que hoy es un día de gelato. A la mitad de esa calle, vas a encontrar  la Plaza de la Republica, te sugiero que  busques una librería que te va a gustar de dos pisos, se llama Edison, revísala, y vete muy despacio pues tengo bastante trabajo por hacer. Mariana se organiza y cuando está lista, pasa a la terraza donde Enzo sigue contestando un montón de correos acumulados, se acerca y le da un beso, dos, tres, realmente no quiere irse, pero si se queda no va a dejarlo trabajar, mejor sale a disfrutar de un día de compras. Mientras baja va pensando cual será el gelato al cioccolato para empezar las compras.

Enzo se enfrasca en su trabajo, tiene problemas con los clientes de Chile, Argentina y Uruguay, los pedidos están muy retrasados y no encuentra cual es el problema, así que se dedica a revisar las rutas, tiene cuatro horas para encontrar el error antes de que amanezca en el continente americano.

En el momento que Mariana encontró la primera heladería, quedó literalmente pegada de la vitrina de helados como cuando tenía cinco años, fue con su padre. Sonrió al recordar esa época, y regresó cuarenta años atrás en solo segundos. -Recuerdo que era el día de mi cumpleaños, pensó, estaba con un vestido blanco, mi padre le prometió a mami que solo nos demoraríamos media hora en volver a casa, pero ya me había hecho su cara de complicidad, ese rostro inolvidable de mirar para arriba y torcer la cabeza como si lo estuvieran ahorcando, sacar la lengua y dejar caer luego su cabeza de un golpe, todo a espaldas de mi madre, y además esperando que yo no soltara la risa, por que inmediatamente se hacía el ofendido y decía: –madre esta niña está mal de la cabeza, se ríe sin motivo. -Oh sí contestaba  mi madre- como si no estuvieras haciendo monerías detrás de mí. -¿Yo? Si yo soy un hombre muy serio, -Vamos mi linda aquí el ambiente se está poniendo raro. Y salimos corriendo, yo iba ya volando de la mano de padre,- casi nos pesca, ¿cierto?

Todo el plan era para comernos el helado más grande que fuéramos capaces, esa era la apuesta que siempre ganaba yo, o me dejaba ganar. Pero ese día mi papá comió muy de prisa y ya veía quien se perfilaba como ganador así que abrí mi boca para pasarme literalmente el helado y fue en ese mismo instante que cayó todo sobre el vestido , -¡mi madre me va a matar, es el vestido para la fiesta! .Y mientras yo meditaba que podría decirle para que no se enojara conmigo, a mi padre le dio mal de risa, y las carcajadas iban cada vez más sonoras, de tal forma que la gente volteó para ver y yo acongojada me eche a llorar, que vergüenza, pero ni por esas paró mi padre su risa, lo único que hizo como reacción fue alzarme para que mi vestido no se viera sucio y cuando sintió el helado en su camisa recién planchada, ya no hubo caso, hasta yo empecé a reírme por la cara de pánico de mi papá, por el frío en su panza, no tengo un recuerdo de tanta risa como ese día, todavía escucho la gente riendo, solo de ver el ataque de risa que tenía mi padre, al rato me soltó pues combinó risa con tos y ahora se ahogaba y la gente seguía riendo sin motivo. El dueño de la heladería se apresuró a traer un vaso con agua, estaba bastante preocupado que mi papá se ahogara con esa tos. Agradecido mi padre se la tomó, lo cual contuvo su tos y volvió la risa.

Ahora Mariana sonreía en sus recuerdos, oh papi más loco. -Terminando el helado lo llamo, se ordenó a sí misma. -Este helado lo como en su honor. Y pidió un helado de tres bolas. Riéndose porque no se lo va a poder comer. Esas eran otras épocas. Se sentó en la mesa y saco su celular, le tomó una foto al helado, y se la envió a su padre, -de fijo te va a gustar. Y sí, evidentemente la tercera copa fue imposible. -Esta vez  te voy a dejar ganar papi.

Y salió  rumbo a los almacenes, para buscar su marca preferida debía dirigirse a Via degli Strozzi, por suerte todo está muy cerca , luego tomó rumbo a la Plaza de la República, ese día estaba un cantante en solitario, emulaba a John Lennon, con su guitarra, la gente le ponía dinero en su sombrero colocado en el suelo,- no lo hace mal, se comentó a sí misma y miró hacia atrás, a la izquierda, está un carrusel blanco con rojo y un montón de niños esperando. Bordeando la plaza hay ventas de carteras, bufandas, maletas, máscaras, camisetas, todo un mundo de souvenirs, ventas callejeras, que en la noche desaparecen.  Atraviesa la plaza para ir en busca de la librería, apresura su paso, tiene muchas ganas de revisarla toda. Entra al edificio,- definitivamente Enzo sabe que me gusta, pensó en voz baja, la entrada es en vidrio, para donde mire hay cientos y cientos de libros, voltea y hay una hermosa escalera de metal que la invita al segundo piso, y se acerca para descubrir que la misma escalera también la lleva al sótano, -esto es alucinante. Ya no sabía por dónde empezar. Así que resolvió caminar y ver los temas, en su mayoría los libros son de arte y van por idiomas, “Lo que guste de arte está aquí, y si no lo encuentra, en pocos días se lo traeremos desde cualquier lugar, la oficina de información con gusto resolverá sus dudas” dice un aviso en la parte alta de la estantería. Todo esto le encanta.- Pero ahora quería verlo todo. Mariana estaba fascinada y hasta que sonó su celular se dio cuenta de la hora, y contestó -Enzo lo siento pero todo es tu culpa no he podido salir de Edison. Con una gran sonrisa en sus labios, le dice- debes venir a sacarme  de aquí, yo sola no voy a poder.

Enzo llega a los quince minutos con una rosa roja en su mano, por supuesto, está recién bañado con el cabello todavía mojado pero perfectamente organizado, tiene una camisa azul clara y unos pantalones dockers azul oscuro, se abrazan como si llevaran años sin verse y se funden en un beso eterno. -Ti amo cara mia. Y con eso Mariana tiene para no despegarse de él. -Vamos mi amor aquí cerca está Hard Rock Café, comamos algo que muero de hambre.

Salieron y a los dos locales entraron, esquivando  las mesas externas, atravesaron la venta de artículos de propaganda propios del local. Ya en el interior del restaurante, pasaron por la guitarra de Jimmy Hendrix, el pantalón de Michael Jackson, la blusa de Blondy, por donde mirara, había algo que resaltar en cada una de las paredes iluminadas, había  ropa, guitarras, amuletos, partituras, de todo. Mariana no perdía de vista las paredes, y cuando se dio cuenta, ya estaban sentados pidiendo en la barra, levanta la vista para encontrarse con unas lámparas de platillo doradas bellísimas - Esto es genial, repetía  Mariana encantada. Esa noche era la presentación de Simple Minds, en la parte posterior del restaurante, y según Enzo, ese local había sido un teatro y el escenario les quedó perfecto para las presentaciones en vivo.

La noche pintaba sencillamente, fantástica. En segundos se presentó Vinicio, poniéndose a sus órdenes, perfectamente vestido de negro con los logos de Hard Rock Café, y amablemente les  sugirió del menú  según sus preferencias. Empezaron con grilled mediterranian shrimp pasta, y un grilled chicken marsala, para ir armonizando con el lugar, según Vinicio. Y dos cervezas.

Terminando de comer Vinicio presto, les sugirió  triple platinum  margarita, que preparó en frente de ellos, y el cual repetía al menor descuido. Bailaron, y gozaron a más no poder y finalmente llegaron al hotel bastante contentos.

Al día siguiente los dos estaban fatal, necesitaban hidratarse urgentemente, pidieron  jugo de naranja y fruta para el desayuno que esta vez no fue en la terraza, pues la fotofobia era muy marcada, pero con todo, la felicidad estaba a la orden del día. Al rato se levantaron de la cama y Enzo encendió su computadora para lanzar tres o cuatro palabras de alto calibre, Mariana salió del baño con su mejor sonrisa, -que dices mi amor, ¿acaso se acabó el mundo y no nos dimos cuanta anoche? En tono de burla. Pero la cara de Enzo no daba para risas, así que mejor dio media vuelta para introducirse en la tina, le hacía muchísima falta, como también, sería maravilloso encontrar una pastilla en su maletín para ese dolor de cabeza tan terrible, y se acordó de Vinicio – ¡Me las vas a pagar traidor! Dijo en voz alta. Y soltó la risa. Se preparó para la tina y ya desnuda llamó a Enzo – ¡Ya estoy lista ven para acá y deja de pelear contra el mundo! Gritando y a la vez lamentándose  del grito, su cabeza todavía dolía y mucho.

Enzo demoró un poco más pero llegó al baño con una rosa roja, -De donde carajos sacas rosas, te amo. Dijo Mariana levantándose de la tina para abrazarlo, llevarlo hacia ella, no dejar ni un espacio libre entre los dos. Y ahí en la complicidad de la tina hicieron el amor como si nunca hubiera un final.

Ya en la tarde Enzo dijo -mi preciosa Mariana, tenemos que cruzar agendas, debo presentarme en México a la mayor brevedad, el problema de los retrasos de los pedidos está en esa cuenta, y no logré que solucionaran nada desde ayer, esta noche debo partir de Roma y tomar un vuelo hacia allá.

Mariana no tenía nada que decir, así que fue por su agenda, - dale mi vida, hay más tiempo para vernos, en tres meses… Tengo exposición en Vancouver, ¿cómo estás tú de tiempo?-Mal, dice Enzo, en tres meses estoy presentando proyecto ante el gobierno de España. Esta vez tratemos que sea antes. Se coloca la mano en la cabeza, -¿tienes otra pastilla para el dolor de cabeza?, -Así no puedo organizar nada. Mariana se encamina a su maletín y trae un vaso de agua para Enzo con la pastilla –toma mi amor, voy a traerte una toalla fría que seguro te va a ayudar. Va y vuelve con la toalla y la coloca en la frente que está muy caliente. – Lo siento Enzo pero vas para el baño creo que tienes fiebre, y así no vas a viajar a ningún lado. –No, yo estoy bien contestó Enzo. -Esto pasa con los tragos, y los de anoche estuvieron muy fuertes. –Dame media hora que la pastilla actúe y quedo como nuevo no te preocupes. Y se recostó. Durmió como una hora, durante la cual mariana alistó las maletas para partir.

Cuando Enzo despertó efectivamente estaba como nuevo, -me baño y salimos ¿está bien? –si mi amor ya tengo todo listo, contestó Mariana.

Salieron apresuradamente el tiempo ahora era crucial para alcanzar el vuelo de Enzo y lo mejor era tomar uno de Florencia a Roma, ya Mariana había hecho las reservas y era cuestión de que el trafico los dejara llegar a tiempo. Y afortunadamente todo salió bien, llegaron a Roma y en el aeropuerto se despidieron, de ahí en adelante cada uno iba en diferente vuelo para diferente ciudad, así que obviamente Enzo ya tenía su rosa lista al despedirse en un gran beso que debía durar hasta la siguiente fecha en que se encontrarían, faltaban  ahora ochenta y dos días para volver a estar juntos por dos o tres días, según lo que el destino les diera y cada uno los iba a aprovechar al máximo como siempre. –Ciao cara mia, le decía Enzo en medio de otro beso.-Adiós amor de mi vida, solo ochenta y dos días faltan, te amo.

Y así cada uno tomó su tiquete. Mariana  esperó que Enzo pasara por la sala de espera y embarcara. Ahora debe continuar, dos horas más en el aeropuerto, para volver  a su rutina en la casa, al marido y sus quehaceres mientras pasan los ochenta y dos días eternos.

martes, 29 de enero de 2013

Julia y el coronel


Silvia Alatorre Orozco


La Purísima es un pueblo adormecido por el abandono en que lo tiene el gobierno. Ahí no pasa nada, únicamente el viento silbando y levantando polvaredas, sus tierras áridas son improductivas, unas míseras cosechas ayudan a los habitantes a subsistir. El cauce del arroyo permanece seco casi todo el año, por eso lo llaman “Arroyo Seco”; cuando las escasas lluvias bañan la región, el riachuelo cobra vida y es entonces cuando la gente se baña y lava ropa. Ciertamente hay un pozo que abastece de agua al poblado pero este se encuentra dentro de los terrenos de la parroquia, así es que el cura cobra por cada balde que sacan, pues dice que con ese dinero ayudan a sostener a los huérfanos desamparados del hospicio de El Saucito. La carretera es de terracería, entre hoyancos y grandes piedras transitar por estos caminos es una osadía, por lo que el viejo autobús de pasajeros entra al pueblo únicamente los domingos, los demás días el traslado se hace a pie o en burro.

La “plaza central” o “zocalito”, como lo llaman, es un yermo. Se empezó a construir un quiosco que nunca se terminó, y bajo unos raquíticos  árboles han colocados piedras para formar las bancas, ahí se reúnen los pobladores a charlar y dejar pasar el tiempo, mientras se sacuden las moscas y tiran patadas a los perros trasijados que buscan algo de comida.

La escuela cuenta únicamente con dos salones de clase, sus paredes están casi derruidas, no hay puertas ni ventanas y unos tablones de madera sirven de asiento a los niños; dentro de esos cuartos, la anciana maestra Gertrudis imparte sus enseñanzas a todos los alumnos desde primero hasta sexto año.

El último suceso que sacó a sus habitantes  del letargo en el que viven, aconteció hace algunos años, esto fue  cuando descarrilo el tren que venía de Huimilpan, muriendo en ese accidente los papás de Julia. A partir de entonces el párroco Chavita se convirtió en el tutor de  la niña, y administrador de la indemnización monetaria que la compañía ferroviaria entregó. Consuelo, la asistente del cura, es una mujer compasiva y amorosa que cuida de la niña como si fuera su hija, durante el día ve por ella pero al anochecer la deja sola en la casa en que habitaba con sus padres. La pequeña pasa las noches aterrada, durmiendo en uno de los cuartos que circundan el patio central; escucha el correr de las ratas bajo su cama, el ulular del búho que ha quedado como huésped en el cuchitril de la azotea y el agudo aullido de los coyotes. A sus escasos cinco años, Julia ya asistía a la escuela y a esa corta edad ayudaba a la maestra Gertrudis en el aseo de los salones.

Cada año el poblado de La Purísima se despabila durante las fiestas patronales en honor de la Virgen de la Purísima Concepción; en ese día se celebra misa, se hace la procesión alrededor del “zocalito” y hay quien vende comida y tepache; el baile no es permitido por el padre Chava pues dice que se presta a despertar los deseos carnales entre los jóvenes. También hay otra celebración importante, se trata de la clausura anual de los cursos en la escuela primaria en esa ocasión se entregan las calificaciones y los alumnos presentan tablas gimnásticas y bailables.

Últimamente hay un alboroto inusitado en el pueblo; en días pasados un camión descargó un gran bulto en forma de monigote y cubierto con costales; dos soldados construyeron un pedestal y sobre este colocaron la mole; en cuanto estos se fueron, no faltaron los curiosos que tiraron del envoltorio y  en la placa leyeron una inscripción que decía:

JACINTO PALMA

Héroe de la Revolución

Oriundo de este lugar

La gente se hace cruces preguntándose de quién se trata, ya que ni los viejos  recuerdan a ese fulano. Sin embargo en un poblado cercano dicen que es a ellos a quien pertenece esta escultura, ya que tanto el peluquero como sus hijos y los padres de este, llevan ese apellido; las protestas de los inconformes no llegan a más ya que ignoran a quién dirigirse para hacer la aclaración. 

Y efectivamente esa estatua no iba dirigida a La Purísima; el chofer del camión la desembarcó ahí por error y después se negó a llevarla al sitio correspondiente alegando que solo le habían pagado por un viaje y no por dos. Así es que Jacinto Palma será homenajeado en el lugar equivocado.

Con gran diligencia el síndico municipal prepara una ceremonia, se sabe que un importante representante del gobierno develará el monumento. El programa será sencillo, además de los discursos y las tablas gimnásticas, Julia, la jovencita más bella de la pueblo, entregará una guirnalda de flores a tan digno comisionado; y para cerrar el acto cívico, se agasajará al visitante con un banquete.

Levantando una inmensa polvareda aparece una automóvil del ejército; al llegar a la placita frena súbitamente levantando una gran nube de polvo que baña a los presentes; presurosamente un soldado baja del auto, abre la puerta trasera y desciende el coronel Carlos Altamirano vistiendo uniforme militar y lentes oscuros; es un tipo apuesto, fanfarrón y pedante, malhumorado golpea sus pies sobre el suelo tratando de sacudir el polvo de sus botas, peina su cabello y acaricia su entrecano bigote; a sus ya cincuenta años aún guarda buena figura.

Bastante enfadado soporta los discursos y el resto del programa pero en cuanto tiene frente a él los bellos ojos azules de Julia y recibe las flores, su rostro se transforma, sus ojos adormecidos se abren, su boca esboza una sonrisa, se pone de pie y besa a la muchachita en la mejilla y queda prendado de tan linda doncella.

En cuanto termina la ceremonia, toma de la mano a la jovencita y la lleva a sentarse a su lado durante el banquete. En enseguida inicia sus cortejos a los que la niña reacciona con timidez.

Entre galanteos y adulaciones el militar le dice:

 Mi reina… ¡Se viene conmigo a la capital!

— ¿Cómo cree mi coronel?... así nomás… pues no.

 Pues como que digo que sí. Ya le eché el ojo y no la suelto, ¡como que me llamo Carlos Altamirano!

Por fin después de tanta insistencia por parte del hombre, Julia responde:

 Sí, mi coronel, me voy con usted… pero solo siendo su esposa.

El miliar se da cuenta de que no será tan fácil convencerla, pero está decidido a no dejar escapar a tan tierna paloma. Cuando se despiden la besa en la mejilla y sin soltarle la mano le susurra al oído:

— No me iré sin llevarte conmigo… así que ya lo sabes preciosa…   alístate.

Por la noche el coronel visita al cura. Consuelo les ofrece una copita de jerez, bebida que el clérigo acostumbra beber antes de dormir.

— ¿Cómo que jerez mi curita?... esa bebida es pa´las viejas, beberemos mezcal, ¡eso sí que es pa´los machos!

Y con un fuerte grito ordena a su subalterno traer del  auto la otra botella. Conforme la van bebiendo, el militar cuenta chistes subidos de tono que logran que el religioso ría a mandíbula batiente; ya han bebido bastante cuando el curita se sincera con su nuevo amigo, y al terminar los últimos tragos ya son verdaderos camaradas.

 Mire mi curita, usted me casa en los próximos días con Julia y yo le doy una buena ración de estas píldoras azules que lo harán volver a sacar su  juventud.

 Sí, mi coronel y siesque me gustan… y se me acaban... y después... ¿Qué?

 No se preocupe mi curita, usted cáseme y tendrá de siempre una buena dotación que le haré llegar puntualmente… tendrá hasta pa´vender.

Y chocando las copas terminan diciendo a dúo:

— ¡Pacto de hombres!

Ya con el párroco de acuerdo, el coronel le ofrece a Julia darle la mejor boda de que se tendrá historia en La Purísima; sin embargo sabe que para llevarla a cabo es necesaria la cooperación de todos los lugareños. Se entrevista con las autoridades y les promete hablar con el gobernador para que se pavimente el camino y también garantiza la perforación de otro pozo.  Se compromete con la maestra Gertrudis de remozar la escuela. Con todas estas propuestas, la gente está decidida a colaborar a cambio de las mejoras que recibirá el lugar.

Consuelo prepara a Julia para los esponsales, planea comprar la tela del vestido de novia  y le pedirá a la esposa del carnicero que lo confeccione ya que es la única que tiene máquina de coser, pero como por desgracia no hay tiempo para ello piensa que la mejor solución será: vestirla con la túnica de la virgen; tanto las beatas como la catequista se opones a tal irreverencia, sin embargo el cura las convence al decirles:

 Julia es virgen y huérfana, nadie más que ella merece este privilegio –y agrega –no olviden que de esta boda depende la pavimentación de la carretera.

Entre cuchicheos y malas caras aceptan esa aberración pero ponen por condición que Julia se despoje del ese ropaje antes de llegar al lecho nupcial, el sacerdote está de acuerdo en hacer cumplir  ese requisito.

Por su parte el síndico municipal da órdenes de barrer el atrio del templo, poner tablones sobre tabiques para colocar las cazuelas de comida y amarrar a los perros que tengan dueño y a los que no, matarlos a palos.

La maestra propone que los niños de quinto canten durante la misa el Ave María pues ya la tienen ensayada.

El día de los desposorios Julia luce angelical, a sus apenas catorce años aún tiene carita de niña,  su pelo rubio peinado en caireles es coronado con una diadema de rosas blancas, hechas de papel de china.  Todos los habitantes  del pueblo y de las rancherías cercanas asisten a la boda. La parroquia está a reventar de mirones,  unos recién bañados y otros no así como de chiquillos piojosos escurriendo mocos verdes. Dos soldados custodian al coronel que acaricia su entrecano bigote, como saboreando de antemano el delicioso manjar que está a punto de disfrutar.

Durante la ceremonia religiosa el padre Chava colma de elogios al caballero que ha osado desposar a tan linda doncella, y por otra parte le hace ver a Julia cuan afortunada es al convertirse en esposa de tan noble varón.

A los acordes de la marcha nupcial, los recién casados salen del templo y ya en el atrio los alumnos de sexto hacen valla, vitoreándolos.

Durante el banquete hay comida y bebida suficiente para todos los asistentes, el júbilo de Julia es infinito, con ansiedad espera que llegue a su fin el festejo para irse con el coronel y alejarse del pueblo para siempre.

Terminada la fiesta, Consuelo se despide de Julia,  llorando le da la bendición y le entrega una maletita con su ropa; cuando la recién casada corre rumbo al auto, el militar la detiene y le dice:

 ¡Momento mi reina!, pasaremos aquí unos días hasta que la casa de la capital esté lista para recibirla como la gran señora que es… ¡La esposa del coronel Carlos Altamirano!

La levanta en brazos y caminando por las polvosas calles se dirigen a casa de Julia, la escuálida figura de la joven queda diluida entre el fornido cuerpo de su ahora esposo; en su caminar escuchan el aullido de los coyotes en el monte.

Al llegar a casa de Julia, de una patada el hombre abre la puerta y antes de entrar a la recámara a tirones desgarra la túnica de la virgen; alumbrados por los rayos de luz de la luna, el hombre queda maravillado al descubrir una núbil figura que apenas atisba a ser la de una mujer; sus pequeñísimos senos y los finos hilos dorados que cubren sus axilas y pubis quedan aprisionados bajo el pesado cuerpo del coronel.

Por dos semanas no salen de la casa, Consuelo les lleva comida que deja por fuera de la puerta.  Las pastillas azules se están acabando y no llega el nuevo suministro; es más el coronel ya no quiere pastillas, está agotado, lo que desea es huir; en cambio Julia se ve rozagante y feliz, su belleza se ha intensificado.

Una mañana cuando los enamorados están desayunando, un soldado llama a la puerta  trayendo el encarguito; en seguida el coronel va a su encuentro, le da instrucciones y dirigiéndose a su esposa le dice:

 Me llaman a cubrir un servicio… de inmediato tengo que salir.

 Y… entonces… ¿Ya me voy contigo? –pregunta la joven.

 No, espérame aquí… pronto regreso por ti –y apresuradamente abandona la  casa.

Desde el portón y con lágrimas en los ojos  Julia ondea su mano diciéndole adiós pero él ya no voltea.

Esta fue la última vez que lo vio, el coronel no regresó nunca más, ni mandó por ella; tampoco le dijo que era casado.

Sin embargo a partir de entonces ella espera su regreso, conserva la maletita  a un lado de la puerta y desde que nació Carla va sumando la ropita de la niña.

Ahora que el padre Chava toma la milagrosa pastilla  a Consuelo se le ve muy contenta y muy risueña.

El camino a La Purísima jamás se pavimentó, no se perforó pozo alguno ni se remozó la escuela; empero el cura recibe puntualmente la dotación de las pastillas azules. Este le informó al militar sobre el nacimiento de la criatura, por lo que ahora en el paquete viene una nota y un poco de dinero.
Ahora Julia trabaja como empleada en la oficina de correos, cuando llega la valija con la correspondencia revisa cuidadosamente las cartas esperando que alguna venga dirigida a ella, ignora que el coronel le escribe y manda dinero a través del cura, pero ninguna de las dos cosas llegan a sus manos. A espaldas del padrecito, Consuelo toma monedas de las limosnas para comprar ropita y alimentos para la nena, a la que quiere como si fuera su hija, ya que los dos bebes que ha parido, en cuanto nacen, el padre Chavita los ha enviado al hospicio del Saucito como “hijos de padres desconocidos, abandonados a las puertas del templo”.

En el pueblo ya hay un cine, Julia acude a ver las películas de guerra, se imagina que su marido aparecerá entre esos militares; en más de una ocasión gritó:

— ¡Carlos Altamirano!, aquí estoy.

Esa noche la función fue más larga que de costumbre, y además en la calle se encontró con una vecina que platicaba sin parar, en cuanto se liberó de ella de prisa se fue rumbo a su casa; al entrar de un golpe cerró la puerta, a grandes zancadas trató de alcanzar la recámara, tropezó en las baldosas y casi a punto de caer se incorporó, sin detener su paso, alcanzó el ropero y al abrirlo no encontró a la niña por lo que recorría las habitaciones  gritando con desesperación:

 — Carla… Carla… ¿Dónde diablos te has metido?  

Sus piernas temblaban y sentía la boca seca, regresó al mueble, tiro de la ropa colgada y ahí descubrió a la niña dormida hecha un ovillo; la toma  por el cabello, de un fuerte jalón la saca y enseguida llorando la abraza.

 ¡Me asustaste, creí que algo te había pasado… ¿Qué no escuchabas…? - le preguntó.

 No mami, me quede dormida… ¿Qué me trajiste? … platícame la película.

 Mi nena linda, bien sabes que siempre que voy al cine te traigo un panecillo –y estrechándola entre sus brazos le narró la película.

Ya son varios años que por las tardes Julia encierra a la niña adentro del ropero, pero la noche que la encontró medio dormida, acurrucada entre la ropa salpicada de manchas color rubí se dio cuenta de que Carla se había convertido en mujercita y se juró no hacerlo nunca más.

Aún espera el regreso del  coronel, ya tiene los ojos desteñidos y secos de tanto llorar. En las noches de luna llena los fuertes aullidos de Julia, al unísono de los coyotes, despiertan al pueblo entero, y únicamente sumergiéndose en la pileta de agua fría logra mitigar la pasión que la abrasa.
Los habitantes de La Purísima lastimosamente ven  que Julia está siendo presa de muchas disparatadas manías. Consuelo no encuentra como ayudarla. La obsesión por encontrarse  nuevamente con su marido le ha hecho perder la cabeza y no escucha consejos.

Los domingos saliendo de misa y llevando a Carla tomada de su manita se dirige a orillas del camino y por horas permanece ahí; ya al atardecer le dice a su hija:

— Hoy tampoco llegó… quizá  para la próxima.

Un buen día al sacudir  el estante en que se guardan las hojas del evangelio, Consuelo encuentra las notas que el coronel ha mandado para Julia; ahora ya sabe cómo comunicarse con el militar y ponerlo al tanto de la demencia de su mujer.

Un buen día Julia escucha el motor de un carro que se dirige al pueblo; sale al portón y entre la nube de polvo alcanza a ver  un auto color verde, ciertamente es un vehículo del ejército que frena frente a su casa, con sorpresa ve descender a un uniformado que se encamina de inmediato a ella y exclama:

— ¿Julia?...

— ¡Carlos?responde Julia.

Con premura sujetándolo de la mano lo mete a la casa. Advierte que está más esbelto y guapo que como lo recuerda y ya no usa bigote. Toma por los cabellos a Carla y de un jalón la mete al ropero. Arrebatadamente a tirones se quita la ropa dejando ver un cuerpo ya convertido en el de toda una mujer; el hombre queda atónito ante esa hermosura. Ella se abalanza sobre él para despojarlo del uniforme, los dorados botones de la chaqueta salen disparados golpeando contra al piso y las paredes. Es tanta la pasión que Julia tiene reprimida, que la desborda como hembra en celo.

Atónito el militar acierta a decir:

— ¡Señora?… Yo solo vengo a conocer a mi hermana.

jueves, 17 de enero de 2013

The Whitehouse hotel


Juan Carlos Camacho


Arribé al aeropuerto de Newark  alrededor del medio día.  Ya en disposición de mi ligero equipaje me tomé una Budweiser mientras esperaba al vehículo que me conduciría al  hotel que tenía reservado en Manhattan. Del grupo que esperaba su traslado a diversos hoteles yo era el único que había separado alojamiento en el Whitehouse hotel. El conductor dejó deslizar un gesto suspicaz, cuando le mencioné el nombre y la dirección del establecimiento “third block, Bowery street” en el cual había hecho la reserva por medio del Internet hacía más de treinta días, desde el Perú. Escogí el hotel porque era el más económico de todos los hoteles y hostales que había encontrado en mi búsqueda en el Lower East Manhattan, zona de New York que me había propuesto fotografiar a fondo. Además me gustó la foto de su fachada con las banderas de varios países izadas en la azotea del edificio, lo que le daba un aire cosmopolita. Las sorpresas de las que sería testigo empezaron al ingresar al local, en el que, en vez de lobby,  encontré un ambiente en donde estaban dispuestas unas cinco o seis mesas  metálicas circulares  en las cuales  afroamericanos,  en su mayoría bastante mayores, estaban sentados revisando listas de apuestas de caballos, algunos con una botella disimulada en una bolsa de papel kraft de color café. Me dirigieron una rápida mirada y regresaron a su labor.  Luego de algunos segundos de indecisión, me di cuenta que, en la pared del fondo, había una ventana de vidrio blindado, como ésas que tienen los bancos, con una ranura en la parte de abajo para deslizar la bandeja de dinero o documentos.

Detrás de la ventana se encontraba la recepción atendida por un señor también afroamericano y de edad avanzada. Al consultar por mi reserva me la confirmó y me fue cobrada por anticipado la tarifa de setenta dólares la noche, incluidos impuestos; a cambio  me entregó una tarjeta magnética para abrir las puertas de acceso común y una llave para mi habitación; además  fui prevenido de ser cuidadoso con la llave, pues en caso de perderla debía pagar una multa de veinte dólares. Luego me entregó  un par de sábanas y una toalla, ambas de dudosa higiene y  un pequeño plano para ubicarme en los intrincados corredores y habitaciones dispuestas a ambos lados de cada uno de ellos.

Las habitaciones - aunque sería más propio  llamarlas cubículos- eran de un metro y medio de ancho por dos metros de largo (exactamente tres metros cuadrados), en los cuales entraba una estrecha litera, una silla y un cajón de madera para colocar mi cámara fotográfica y mi ligero equipaje, no había espacio para nada más.  Una cosa extraña era que no existían ni  cielo raso ni ventanas,  arriba solo se disponía de una magra celosía de madera y las divisiones entre los cuartos no eran más que tabiques de madera recubierta con pintura de color crema brillante en el interior y verde esmeralda  en el exterior. El piso contaba con dos o tres corredores, cada uno de los cuales, tendría unos cuarenta cubículos y un baño común, ubicado al fondo. Habiendo cuatro pisos,  yo calculaba más de trescientos cubículos ocupados casi al cien por ciento. Veintiún mil dólares diarios de ingresos brutos o más de siete millones y medio de dólares anuales, no estaban nada mal.  La delgadez de los tabiques y la carencia de cielo raso permitían que todos los ruidos provocados por los alojados –hasta los sonidos más íntimos-  se filtraran, despojando al huésped de toda privacidad. En mi caso, me tocó un anónimo e inubicable vecino que sufría frecuentes accesos de tos durante toda la noche,  provocados por una bronquitis mal curada o por el tabaquismo, vaya uno a saber,  que no me dejaban dormir.  La estrechez de las dimensiones, lo basto de los materiales y la ausencia completa de casi todo decorado, me hacían sentir claustrofóbico. A pesar de todos esos inconvenientes, llegaba en las noches tan cansado   que caía privado casi por completo, solo percibiendo, en turbio sueño,  los ecos desesperados de la tos asmática.

En aquel lugar siniestro todo era posible.  La cicatería de los propietarios era tal que no habían tomacorrientes en ninguno de los cubículos, lo cual era un fastidio  para la recarga de la batería de los celulares, cámaras y  laptops,  pero también un medio seguro para evitar incendios por si a alguien se le ocurría prender una cafetera eléctrica  dejando olvidado apagarla. Visto así el remedio era mejor que la enfermedad. Empecé a pensar cómo sería sufrir un incendio en aquel panal de cuartuchos de madera.  Cuando acabé de pensar en esas tétricas ideas empecé a cavilar  en las celdas computarizadas del Japón, casi nichos tech dispuestos verticalmente en las paredes,  en los cuales los usuarios, viajeros, turistas y trabajadores,  entran, se acuestan en su cama ergonómica y prenden el televisor tres D en un ambiente de un metro cuadrado, pero dotado de aire acondicionado perfumado.  En comparación yo disponía de tres metros cuadrados y podía pararme o sentarme, lo cual era una ventaja. El falso techo inexistente y la compañía de mis cien evidentes, pero invisibles, vecinos del piso era una presencia permanente, como si todos me observaran pero sin poder ver a nadie. Además tenía un baño en el corredor, con ducha, lo cual era un lujo. ¿Cómo se sentirían esos japoneses encerrados en sus nichos? Estoy seguro que todo lo habían contemplado y resuelto para beneficio del cliente y por supuesto de la industria del turismo. Pero la claustrofobia, ¿la habrían eliminado?  Había en mi hotel un hecho aún más escabroso, en las paredes pintadas al óleo, si las mirabas con detenimiento, veías o creías ver trazas de excrementos o huellas de sangre, en  brochazos al estilo de Pollock,  cuyo origen era incierto aunque predecible. Al leer el graffiti en inglés, escrito con marcador negro en la pared del baño,  recordé  el mismo verso coprolálico, que hace muchos años antes,  se podía leer en las paredes de los excusados del colegio militar en que había estudiado de adolescente en el Perú:

Caga el Papa, caga el cura,
caga el obispo y su gente
caga el hombre más valiente
y hasta la hembra más guapa.
Porque en este mundo de mierda
de cagar nadie se escapa.

Entre las pocas facilidades  ofrecidas por  el hotel, se disponía de una lavandería, ubicada en los sótanos, con sus máquinas lavadoras y secadoras de ropa para el uso de los viajeros, previa  compra de fichas en la recepción.   Era extraño,  pero en esos ambientes amplios y llenos de lavadoras modernas en las cuales por unos pocos dólares  podías lavar y secar toda tu ropa de hobo,  acumulada durante semanas de viajes no encontré huéspedes, sería porque a la gente alojada no le importaba la limpieza de la vestimenta o porque ya estaban al límite del presupuesto de viaje y no podían permitirse esa comodidad.  Sin embargo,  ocurrió que una vez, estando en  la lavandería,  vi o creí ver como en sombras chinescas,  dos figuras una de las cuales tenía un sello de inconfundible oriental por el corte de cabello y lo esmirriado de la figura,  la otra era normal y se encontraba recibiendo un paquete de reducidas dimensiones.  Esa noche no le di mayor importancia, pero me intrigó el contenido del paquete recibido.  Al día siguiente,  me desperté hambriento y  me preguntaba por qué el hotel no disponía de  servicio de comidas de ningún tipo.  Afuera, a pocos pasos,  en un local vecino seguramente de propiedad de cubanos,  pues se exhibían en tavola calda,  platos de la isla,  la mayoría a base de frijoles, exclusivamente  para llevar  pero  a precios muy razonables y para comerlos en las mesas metálicas del hotel o si lo preferías en tu cuarto. Hice la compra necesaria y de pronto me vi compartiendo con los afroamericanos, probablemente jubilados que vivían de su módica pensión, un desayuno rutinario para ellos pero para mí casi exótico.

Toda la sordidez del hotel quedaba compensada con la fortaleza de su ubicación. A tres cuadras del SoHo y  también muy cerca de Chinatown y de Little Italy. Al apreciar la arquitectura de los edificios de la zona se viajaba en el tiempo a las calles del film “The Gangs of New York” de Scorcese.   La calle Bowery tenía su historia, tiempo después me enteré de que Ginsberg la mencionó en su gran poema The Howl:

who ate the lamb stew of the imagination or digested 
the crab at the muddy bottom of the rivers of 
Bowery”

Manhattan me atraía como la fuerza de gravedad de un agujero negro, y en especial la zona circunvecina, allí se habían alojado  los inmigrantes venidos de toda Europa en el siglo XIX, pagando  por ello unos pocos centavos la noche a cambio de un metro cuadrado de piso o banca  de madera. Allí,  los propietarios de esos locales hicieron un pingüe negocio  con ese tipo de alojamientos.  Allí,  después de la segunda gran guerra los soldados que, por miles, retornaban a New York se alojaron transitoriamente por unos pocos dólares, a cambio de los cuales contaban con una cama y un baño común y en la noches gozaban del ambiente en bares, teatros y burdeles de mala muerte, bailando con el Salt Peanuts de Dizzy Gillespie y Charlie Parker. También era una de las zonas más peligrosas de toda la ciudad de New York.

Al salir, por las tardes, tenía al  Bowery solo para mí y mi cámara;  con la adrenalina a flor de piel, daba unas vueltas por los alrededores, disparando al azar. Los escenarios de los edificios de ladrillo rojo con sus típicas escaleras de incendio de fierro fundido  me traían recuerdos de lecturas o películas.  Esa tarde, paseando por el Central Park West,  divisé un edificio de diseño gótico, el cual cambiaba de forma a medida que pasaba el tiempo –medido en segundos- y la luz acentuaba los tonos grises dándole una tonalidad cada vez más dramática. Me sentí transportado al castillo de Chinon en pleno siglo XI a orillas del Loire.  Increíblemente no pude disparar una sola foto. La visión me paralizó, cuando reaccioné y apunté la cámara ya había pasado el momento del esplendor.  Tomé el metro para el regreso,  cuando llegué a la estación de Canal St. Ingresé a Chinatown, donde me sumergí en un exotismo oriental de hombres y mujeres hablando cantonés o mandarín, que caminaban apresurados haciendo sus últimas compras en establecimientos que habían sacado su mercadería y la lucían en cajas de cartón y plástico dispuestas en la calle. Arriba, los toldos de colores y  los letreros en  ideogramas chinos,  algunos traducidos al inglés. Vendían pescado, pan, vegetales y todo tipo de artículos de vivos colores, más allá vacas voladoras, vitrinas con patos y gansos  dorados  y costillas de cerdo colgados en exhibición para la venta. Disparo la cámara en automático, sin encuadrar, solo con la idea de captar la totalidad de colores y formas. Resonaba el eco del chino cantonés con su peculiar cantado, el mismo que había escuchado en mis visitas a la calle Capón en Lima.

De  regreso al hotel,   tuve que recorrer un dédalo de corredores y cuartos, hasta ubicar el mío. Una vez en él  me acosté  en la litera, con el cuerpo molido por la caminata de varias horas. De nuevo  la somnolencia  apenas disturbada por la tos, ahora ligera que,  de cuando en cuando,  atravesaba las puertas y los paneles de madera pintada con óleos chillantes en las cuales figuras de músicos e instrumentos de jazz, en improvisados diseños hechos al vuelo servían como únicos  elementos decorativos.

Una tarde fui al Tribeka Film Festival,  creado tres años antes por Robert De Niro, vi una película francesa que me encantó. “Kirikú et la sorcière” tocaba el tema de la inocencia y el mal y de cómo las cosas no son lo que parecen. Al salir del festival pasé por la zona de Ground Zero y divisé la inmensa explanada en la que una vez se habían levantado las Torres Gemelas,  leo y veo las fotos colocadas en paneles in memoriam de las miles de víctimas.

Esa noche regreso  y en la entrada del hotel encuentro a un espigado joven rubio, de unos veinte años,  que me pregunta con marcado acento británico:

-¿Te estás alojando aquí? ¿Qué tal te parece este sitio?  Mi nombre es Paul - me pregunta, aguzando sus ojos celestes.

Le digo lo que pienso del hotel, pero hago hincapié en lo ventajoso de su ubicación que me convenía, como fotógrafo.

-Yo vengo de Londres y soy modelo, hoy llegué en la tarde y actualmente estoy buscando trabajo en Manhattan- me confiesa. Cuando bajo la mirada me percato que calzaba flip flops de color rosado y vestía de manera extremadamente informal, para ser modelo. También  observo que  estaba fumando  como esperando algo o a alguien, al lado de sus pies, en la vereda, había probablemente una docena de colillas de cigarrillos. Acabamos la conversación y nos despedimos quedando en vernos al día siguiente.

Esa noche,  antes de acostarme, fui al baño común al fondo del corredor y al regresar a mi habitación,  en una esquina, escuché unas voces con tono de recriminación;  reconocí a lo lejos al chico inglés discutiendo con un hombre de rasgos asiáticos. Escuché que el oriental levantó la voz amenazadoramente.  No sé que  me impulsó a regresar a mi cuarto y sacar la cámara, lo hice, y escondido en el panel de la esquina, como un cazador que apunta a la presa, disparé la cámara sin flash. Agitado, me precipité de nuevo en mi habitación, me senté en la litera y vi la foto recién tomada. El hombre asiático tenía un  rostro duro, inescrutable, peinado con un pequeño moño sobre la frente y mirada cruel. Vestía un sobretodo gris. La foto era pasable.

Rendido por las emociones del día, dormí con profundo sueño hasta el amanecer en que los fuertes espasmos me hicieron recordar dónde me hallaba.  Me levanté a eso de las once de la mañana y en el baño me encuentro con Paul que solo tenía una toalla cubriéndole la cintura para tomar una ducha.  No pude dejar de fijarme en las manchas azules en la parte anterior de sus brazos, propias de los adictos a la heroína. Entré a la ducha y al salir Paul ya no estaba.  Me dirigí a Penn Station para familiarizarme con el horario de los trenes a Long Island a donde viajaría el domingo temprano para visitar a un conocido. En la estación almorcé y estaba de regreso al hotel a media tarde. Cerca del hotel tuve un mal presentimiento cuando escuche el aullido de unas sirenas policiales y vi las luces de emergencia de varios patrulleros de la policía.  A lo lejos divisé la zona frente al hotel rodeada con una cinta plástica amarilla que decía “Crime Scene, do not cross” en forma repetitiva. En medio de la demarcación y rodeado de policías pude ver de lejos el cuerpo de Paul, inerme, tirado en posición cúbito dorsal, descalzo.

Esa noche no pude conciliar el sueño y salí a las diez de la mañana con destino a Long Island.  Apenas tenía tiempo de llegar a Penn Station.   Llegué a las justas, pero me las ingenié para dejar previamente, en una estación de policía,  debajo de la puerta principal la copia de la foto con la siguiente nota: “Bowery’s Whitehouse hotel, Crime Scene” y subí rápidamente al vagón del Amtrak.