jueves, 30 de junio de 2016

Teresa

Paulina Pérez


Teresa preparó su regreso a casa temiendo ser rechazada. Quería saber de sus padres. Saborear el agua dulce del río. Sentir la brisa cálida en su rostro. Recostarse en la playa y dejar que el agua salada bañe su piel. Disfrutar de los atardeceres y las noches estrelladas. Percibir los exquisitos olores que cada noche emanaban de la cocina. Compartir la mesa y degustar esos camarones gigantes bien adobados que solo su madre sabía hacer. Extrañaba ayudar a limpiar el pescado y acompañar a su madre a escoger la fruta. Todo aquello suyo, único, arrebatado de un tajo por la maldad humana.

Ni bien ingresó a la sala de migración para registrar su entrada al país, miró en una de las carteleras su foto. Sus padres ofrecían una recompensa por cualquier información sobre su paradero.

Teresa, hija de Celia y Tomas. Ella una afro descendiente bastante atractiva pese al paso de los años. Él un francés venido al nuevo mundo atraído por las historias fantásticas que sus amigos comentaban luego de largos viajes por América Latina. Celia trabajaba en un hotel a orillas del mar cuyos huéspedes eran en su mayoría europeos. Aparte del alojamiento ofrecían paseos a lugares paradisíacos solo conocidos por los nativos de la zona y muy alejados de la civilización.

Fue así como Celia y Tomás se conocieron. Él se atrasó a una excursión y a ella le apenó que se quedara solo, así que le ofreció llevarlo a su pueblo donde podría disfrutar de hermosos paisajes, caídas de sol y noches de luna, rica comida y gente buena. Tomás aceptó sin saber que luego de un par de días decidiría quedarse junto a Celia para siempre. Montaron un pequeño restaurante y unas pocas cabañas todo muy rústico. Tomás se asoció con algunos dueños de hoteles para recibir grupos y ofrecerles un plan de actividades de tres o cuatro días en lugares casi secretos de naturaleza virgen. Eran los inicios del turismo comunitario.

Luego de dos años de compartir sus vidas nació Teresa. Una niña muy bella. Ojos azules, piel canela, cabello castaño oscuro con algunos mechones dorados y una sonrisa que iluminaba su rostro. Sobraban manos para cuidarla. Para evitar las rencillas los padres tuvieron que poner turnos, pues todas las mujeres del pueblo querían ocuparse de la pequeña.

Cuando llegaban los turistas, su padre la mantenía alejada del pequeño hostal. Le tenía pánico al famoso mal de ojo. Una creencia muy arraigada en el campo. Se decía que cuando un bebé era muy bonito, la gente lo enfermaba si lo miraba con envidia. Tomás había visto algunos casos y no sabía si le asustaba más la supuesta enfermedad o la forma en que la curaban. 

Cuando Teresa se acercaba a los catorce años su madre quedó embarazada. La gestación se complicó desde un inicio y su médico ordenó reposo absoluto.
Tomás estaba rebasado de trabajo y la idea de solicitarle ayuda de su hija le desagradaba pero no le quedo más. No le gustaban las miradas que los foráneos le lanzaban. 

Agosto empezaba y con él la llegada constante de numerosos grupos de turistas. En uno de ellos llegó un muchacho joven que de inmediato se fijó en Teresa, pese a la molestia que Tomás se empeñaba en mostrarle cada vez que lo encontraba mirando a su hija, no disimuló su interés en ella.

En uno de los viajes a la ciudad, Tomás y dos de sus ayudantes reconocieron al joven. Les pareció muy extraño. En todos los años que llevaban trabajando nunca se habían reencontrado con alguien que hubiera sido alojado por ellos.

El embarazo de Celia se complicó aún más y fue hospitalizada. Su estado se agravó, perdió el bebé y requirió cuidados intensivos. Padre e hija debieron quedarse en la ciudad por varios días. Solo regresarían a casa con ella sana.

A Tomás no le gustaba la ciudad para su hija. Teresa había sido criada en un ambiente sano, rodeada de gente sencilla, honesta, trabajadora. Muy solidarios entre ellos y para quienes la palabra valía más que un papel firmado. Y ese lugar era todo lo contrario. Había almacenes de joyas y bisutería, los escaparates mostraban vestidos de vivos colores con atrevidos escotes y pedrería. En los bares y discotecas dispuestos frente a los numerosos hoteles de la avenida principal no faltaban aquellos que empezaban a beber desde muy temprano, mujeres excesivamente maquilladas y escasamente vestidas que abordaban a los extranjeros sin ningún pudor. 

Teresa no pasaba desapercibida para nadie. Atraía las miradas por donde pasaba y eso incomodaba mucho a su padre.

Una mañana, Tomás salió temprano hacia al hospital dejando a Teresa dormida. Cuando regresó encontró a su hija conversando y mirando revistas de farándula de lo más animada con el mismo joven que tanta extrañeza le había causado hace unos días.

Se llamaba Mauro y por su acento se podía deducir que era español. Cuando Tomás estrechó su mano una desagradable corriente le recorrió el brazo. 

Mauro era bien parecido y bastante agradable en su trato y su conversación. Almorzó con sus nuevos amigos y no permitió que Tomás pagara su comida. Pidió permiso para invitar a Teresa a una heladería frente al hotel y le fue concedido. Mientras, Tomás esperó su regreso sin quitarles los ojos de encima ni un solo momento.

Pasaba el tiempo y Celia no mostraba mejoría. Tomás empezaba a desesperarse, no sabría vivir sin ella. Caminó hacia el hotel para tratar de disipar la angustia y ni bien entró el empleado de la recepción le comunicó que en el hospital requerían su presencia con mucha urgencia. Uno de los medicamentos que se utilizaba en el tratamiento de su esposa se había terminado y era urgente comprarlo.  

Luego de una angustiosa y larga noche, Celia empezaba a reaccionar. Por primera vez en días los médicos se mostraron optimistas y le aseguraron que se recuperaría totalmente.

Tomás llegó a su habitación agotado y se quedó dormido sobre la cama. Cuando despertó ya pasaba del medio día. Sobresaltado recordó que no le había dejado ningún recado a su hija, ni le había visto desde el día anterior.

Salió disparado a buscarla. La encontró con Mauro, quien le sacaba fotos, mientras ella posaba de lo más divertida. Algo estaba cambiando en su hija. Percibió cierta malicia en su mirada y eso le disgustó mucho.

Luego de algunos días Celia fue dada de alta y regresaron a casa. Tomás no podía creer que al fin estaba de nuevo en su hogar con su mujer todavía convaleciente y su hija, lejos de aquel infiernillo lleno de ruidos y gente extraña.
Teresa empezó a mostrarse muy extraña. Reclamaba al estar todo el día en casa al cuidado de su madre. Y siempre estaba pendiente de la gente que llegaba o de si su padre preparaba viaje para abastecerse de víveres y otros insumos necesarios.

La insistencia de Teresa de querer acompañar a su padre o a cualquiera que tuviera necesidad de ir a la ciudad empezó a preocupar a Tomás. Su hija había dejado de ser la niña inocente que no se le despegaba para volverse irritable, grosera y descariñada.  Su madre y su abuela decían que era la edad, que ya se le pasaría, pero su padre no se convencía.

Celia ya empezaba a incorporarse al trabajo, al principio iba las mañanas, luego en las tardes. Le llevó algún tiempo volver a ser la misma negra alegre de siempre, que no se quedaba quieta un minuto. Mientras tanto su hija se volvía cada vez más huraña.

Nuevamente iniciaba la temporada alta, el trabajo se multiplicaba. Gente que llegaba otra que partía. La cocina no paraba nunca, los fogones no descansaban, la fila de platos y cubiertos en el lavadero parecía no disminuir. Los canastos de frutas y mariscos desaparecían con la misma rapidez que llegaban. Todos estaban concentrados en el trabajo y fue hasta casi la media noche que notaron la ausencia de Teresa.

La buscaron por todos lados. Sus padres entraron en desesperación. No podían salir a buscarla hasta que amaneciera puesto que el camino era malo y no había iluminación.

Apenas aparecieron los primeros rayos de sol, Tomás y tres de sus amigos más cercanos salieron a buscarla. A llegar a la ciudad fueron de bar en bar y de hotel en hotel. Preguntaron, averiguaron y nadie daba razón. 

Su padre guardaba la esperanza que se hubiera escondido cerca de casa para asustarlos y llamar su atención. Pero al regresar encontró a Celia desesperada. Estaban conscientes de lo bella que era su hija y temían que alguien le hubiera hecho algo malo. Regresaron a buscarla a la ciudad y fueron hasta la estación de autobuses. Los conserjes de la estación eran muy amigos de Celia. Acudieron a ellos para pedirles ayuda para encontrar a su hija y recibieron una devastadora noticia.

Doña Clara había visto a Teresa acompañada de un joven muy guapo subiendo a un autobús que iba para la capital. La vio tan tranquila que no se imaginó que estaba huyendo de casa.

Celia y Tomás no atinaban a articular palabra. Tampoco entendían por qué su hija había tomado la decisión de irse y de esa manera.

Teresa estaba emocionada. Mauro le había invitado a conocer la capital. Sabía que a su regreso recibiría una tunda por cada uno de sus padres, pero no iba a desaprovechar esa oportunidad, Estaba harta de pasar encerrada. Su padre la educaba en casa y una vez al año salía para presentar exámenes. No recordaba un solo día que su padre o su madre no estuvieran con ella.

Cuando su madre estaba en el hospital, Teresa compartió algún tiempo con Mauro y para él fue más que suficiente para convencerla de aceptar irse con él. Le aseguró que conocería a muchas personas como las que habían visto en las revistas. Podría comprar vestidos, hacerse peinados como los de aquellas mujeres famosas. Estaba totalmente deslumbrada con las historias que él le contaba sobre la gran ciudad.

Llegaron a la capital a las cuatro de la mañana. Apenas bajaron del bus, Mauro empujo a Teresa hacia el interior de un carro y desparecieron por las avenidas todavía dormidas de aquella metrópoli. 

Mauro le pidió disculpas por haberla tironeado, como ella era menor de edad, le dio miedo que los policías de la estación les pidieran papeles.

Eso tranquilizó a Teresa y el sueño la venció. Cuando despertó, Mauro ya no estaba en el auto. En su lugar estaba una mujer. Al preguntar por Mauro, nadie le respondió.

Entraron al garaje de una casa muy lujosa y una vez cerró la puerta, la mujer sacó violentamente a Teresa del carro y la sujetó fuertemente mientras el conductor vendaba sus ojos y sellaba su boca con cinta de embalaje.

Todo esfuerzo por zafarse o gritar fue inútil, fue sometida y luego encerrada en un cuarto. Alguien entraba tres veces al día para dejarle comida. Al principio lo escupía todo, gritaba, maldecía, nadie le respondía. Con el paso de los días empezó a comer algo, lo estrictamente necesario para no morirse.

Teresa pensaba que estaba secuestrada y que apenas sus padres hicieran el pago la dejarían volver a casa. Esa esperanza la ayudaba a tolerar los interminables días, amarrada de pies y manos y sin la posibilidad de ver el lugar en el que estaba recluida ni saber si era de día o de noche.

Estaba quedándose dormida cuando sintió que abrían la puerta. La levantaron y sintió un pinchazo en su brazo. 

Despertó en un cuarto sin ventanas junto a otras muchachas. Una de ellas se le acercó para preguntarle su nombre:

—¿Cómo te llamas niña?

—Teresa —respondió.

—¿Y cómo has llegado hasta aquí?

—Conocí a un muchacho llamado Mauro. Parecía buena persona. Me propuso hacer un viaje a la capital para que la conociera y prometió que en dos días regresaríamos a casa. Pero me dejó con otras personas.

—Yo también conocí a Mauro y acepté su viaje a la capital —contestó otra muchacha que estaba recostada sobre una colchoneta con cierta ironía.

—¿Y qué quieren de nosotras? ¿Para qué nos han traído?

—Para vendernos querida.

—¿A quién? ¿Por qué quieren vendernos? No se pueden vender personas.

—Caíste en manos de gente mala querida. Ellos van por los pueblos o ciudades más pequeñas buscando chicas bonitas para luego venderlas a quien pague mejor.

Teresa no entendía nada, pero algo en su interior le advertía que estaba en peligro.

Estaba segura que sus padres la buscarían pero dónde, si ella misma ignoraba donde estaba.

Se puso a llorar desconsoladamente. La puerta se abrió y dos tipos con gafas oscuras y muy grandes entraron seguidos de dos mujeres que traían unas bandejas como las que usan las enfermeras con varias jeringas y una a una fueron inyectadas. Teresa observó como después de la inyección se acomodaban y se iban quedando dormidas.

Cuando despertó, notó que faltaban algunas chicas. Amanda, la primera muchacha que le habló se dio cuenta que Teresa era muy ingenua, no acababa de entender el lío en el que estaba metida.

—¿Ya te diste cuenta que se han llevado a algunas de nosotras?

—Sí. ¿Y a nosotras también nos van a llevar?

—Claro querida. Apenas alguien ofrezca un buen precio.

Amanda se dio cuenta que debía alertar a la recién llegada. Le explicó que ellas eran vendidas para trabajar en bares para hombres y obligadas a tener relaciones sexuales. Le aconsejó resignarse porque de lo contrario sería maltratada y drogada para que obedezca. Sus padres no la iban a encontrar nunca. Era gente muy mala y sabían cómo hacer las cosas sin dejar rastro.

Pero Teresa no estaba dispuesta a resignarse. Intentaría escaparse.

Pronto admitió que Amanda tenía razón, ya llevaba dos años trabajando en un cabaret. Usada, vejada, humillada, fumaba marihuana para resistir aquellos días en los que sentía que era mejor quitarse la vida que seguir así. Aprendió a evadirse mientras los hombres la usaban y abusaban de ella. 

Una noche, la casa donde Teresa y otras chicas eran encerradas fue allanada por la policía. Teresa estaba muy drogada. No se enteró que fueron las autoridades hasta que despertó en una celda con varias literas. Era una correccional para adolescentes. Teresa tenía dieciséis años ya.

Luego de varias semanas de estar en aquel lugar fue entrevistada para buscar a su familia.

Se declaró huérfana. Prefería que sus padres la dieran por muerta a reencontrarse con ellos y causarles la pena de verla transformada en un despojo humano.

Sus ojos azules ya no tenían luz, el cabello escaso y maltratado. Las drogas le habían deformado el rostro y su piel era amarillenta.

Nadie creería que alguna vez fue una jovencita que atraía todas las miradas por su excepcional belleza.

Al no tener familia, Teresa permaneció recluida hasta la mayoría de edad. Sacó un certificado en cosmetología y apenas quedó en libertad se dedicó a buscar trabajo. Volvió a verse como antes del secuestro pero sus ojos nunca recuperaron ni el brillo ni la expresividad que los hacía maravillosos.

Consiguió compartir un departamento con otras dos chicas quienes la involucraron en su negocio. En las noches hacían de acompañantes de ejecutivos. Ellas los escogían, no tenían dueños o jefes y ganaban mucho dinero. Teresa sabía que eso era prostitución. Si bien es cierto que ella decidía no por eso dejaba de serlo.

Ya no tenía nada que perder. Lo que ganaba le permitía tener su departamento propio. Había recuperado todos sus atractivos y aprendió a utilizarlos muy bien. Viajó, disfruto de los lujos que sus clientes le ofrecían.

Tenía joyas, ropa, comodidades pero nada lograba llenar el profundo vacío de su alma. Necesitaba con urgencia aquel afecto, aquellos mimos y ese infinito amor que sus padres y su gente le habían brindado desde que recordaba.

martes, 28 de junio de 2016

Éstos, ¿no son hombres?

Rosario Sánchez Infantas


Aun cuando el deshielo continuaba, los siete nativos caminaban descalzos, apenas cubiertos por precarios taparrabos y un capote marino sobre los hombros. Aquella mañana del 31 de marzo de 1493, cuando comenzaba la primavera en Sevilla, Bartolomé, el niño de nueve años, no pudo evitar estremecerse. Lo deslumbró aquel séquito inaudito: unas enormes y coloridas aves exóticas, impresionantes máscaras de conchas de caracoles gigantes, aquellas plantas y frutas extrañas. Pero, la desnudez ajena le dejó ardiendo el rostro y el espíritu. Intuyó el pecado, la ignorancia, la inferioridad, la necesidad que tenían de ser conversos, de ser salvados aquellos indígenas de piel morena.

Ese mismo año su padre, Pedro Las Casas, y su tío, Francisco de Peñalosa, se embarcaron hacia el Nuevo Mundo en el segundo viaje de Cristóbal Colón. Tres años después, al regresar, su padre trajo un indio esclavo desde América; el adolescente Bartolomé se reafirmó en la idea, genuinamente bondadosa, de acercar esa alma impía a Dios. Reconoció en el nativo algunas manifestaciones de generosidad innata; de integridad que a él mismo le costaba conservar; y de inteligencia que se abría paso entre el desarraigo y la quiebra de lo que había sido su mundo originario. Sin embargo, el joven sevillano, era un ferviente y dogmático devoto de la verdad absoluta católica, romana y apostólica, aquella que excluía a los herejes, a quienes San Ignacio de Antioquía llamara fieras en forma humana. Además, el adolescente había sido educado en una religión que veía en el cuerpo y sus manifestaciones la mejor ocasión del pecado. Por todo ello, se reafirmó en la necesidad que tenían los cristianos de salvar a estas almas impías. 

Con la visión de Cristo como el señor del mundo entero, en 1500 participó en las milicias sevillanas que sofocaron la rebelión de los moriscos. En 1502 partía para América como un colono de los tantos que hubo, pues fue minero y luego encomendero en la isla La Española. No obstante que en 1507 regresó al Viejo Mundo y fue ordenado sacerdote en 1510, todavía el reino de este mundo era su prioridad, pues en 1512 vendió su hacienda y marchó como capellán de los conquistadores de Cuba, por lo cual recibiría una buena encomienda que atendió hasta 1514.

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Tras treinta y tres años de cerrada defensa de los indios americanos, en 1547 Fray Bartolomé de las Casas había decidido regresar a España para continuar su lucha por el bienestar de los indios desde la metrópolis. Corría 1553; el azar había permitido que, en su labor de investigación de lo que sería su "Apologética historia sumaria", coincidiera con Juanillo en la Biblioteca Colombina de Sevilla. Aquel muchacho provenía de la nobleza quechua y había sido enviado desde Perú a España, como parte de los súbditos al servicio de Francisca Pizarro Yupanqui, la hija del conquistador del Tawantinsuyo. La corona española quería poner a buen recaudo la herencia de Huayna Cápac, el soberano inca, abuelo de Francisca; y también resguardar el legado de su famoso padre extremeño.

—Cuánto debe haber cavilado usía en esos dos años de su vida, Fray Bartolomé —dijo reflexivo el joven moreno que compartía la mesa con el monje—. Habéis dicho que ya en diciembre de 1511 escuchasteis el sermón de adviento de Fray Antonio de Montesinos, allá en La Española. Pero, dos años más su merced recibió los tributos de esa pobre gente, humillada, oprimida, esclavizada, desarraigada. Dos años deben haber retumbado en vuestros oídos las palabras del fraile dominico: “Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre estos indios? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? Conociendo toda vuestra obra, quiero creer que pensasteis que conquistar Cuba era una nueva oportunidad de hacer bien las cosas, de armonizar la conquista con el trato bondadoso. O quizá, os tomó dos años aceptar que mis hermanos indios tenían alma. 

El sacerdote se abstrajo de lo que decía el muchacho, recordó cómo en 1511 los sacerdotes dominicos no se había amilanado ante las protestas de los encomenderos españoles por el mencionado sermón ni ante el pedido del propio gobernador Diego Colón de expulsar a Fray Antonio de Montesinos. Los sucesivos mensajes de los dominicos le habían producido una disonancia cognitiva que le robó la paz. De no restituirse los bienes de los indígenas no tendrían absolución, habían dicho los monjes; y él seguía con su doble rol: predicador y encomendero. Pese a ello, de las Casas aún creía que podría evangelizarse y extender el reino de Dios en Cuba. Es así que avanzaban conquistando pueblos, cristianizándolos y extendiendo el dominio de dios y de España. Él siempre enviaba a un indio amigo a parlamentar con los indios, por lo cual era llamado el  behique bueno. Estos logros se sucedían con violentas arremetidas de los conquistadores, tras las cuales se requería a Las Casas para buscar la reconciliación entre ambos bandos. Sintió un nudo en la garganta cuando recordó el banquete con el que fueron recibidos en 1513 por los nativos de la localidad de Caonao. Abruptamente, los españoles habían creído que iban a ser atacados y comenzaron a matar indios con sus espadas; él había intentado detener la matanza sin éxito. El sudor frío corrió por su rostro cuando recordó a un pequeño niño correr a abrazar a su hermano, un hermoso joven moreno, que caía apuñalado por un soldado español. El pequeño, con el llanto mojando su delicado rostro, había mirado al cielo y exclamado en su lengua nativa. Fray Bartolomé sintió como un latigazo en el rostro cuando el indio lengua tradujo lo que el niño había preguntado: ¿esto es lo que quieres Dios nuevo? La palabra cómplice había estremecido la conciencia del sacerdote y lo haría renunciar a su hacienda y emprender la cerrada defensa de los indios.

Lo que vuestros múltiples viajes, cerradas e incomprendidas defensas de los nativos de Las Indias, proyectos de conquista pacífica, febriles escritos testimoniales y las  logradas Nuevas leyes de Indias dejaron sin remozar fue la fe ciega en el dios cristiano —decía su interlocutor en ese momento que Fray Bartolomé volvía al presente—. Nunca entendisteis nuestro derecho a la libre conciencia. Cuestionabais las prácticas de los invasores pero vuestras gentiles formas dejaron intacta la creencia de que era el supuesto dios, verdadero y superior, quien había dispuesto conquistar estas tierras para el engrandecimiento de su reino y nombre. 

Dice su merced que no es civilizado ser profuso en dioses, mas deseaba fervientemente reinara vuestro dios en nuestra religiosidad fecunda. ¿Fecunda pero mal orientada dice usía? Que, ¿cómo adoramos a la tierra, al sol, a la luna, al relámpago, si solo hay un dios verdadero? Fray Bartolomé, sois muy inteligente y bien intencionado; pero es preciso que abra el ojo a la esencia. Sí, a la esencia, a lo que está más allá de lo aparente: ¡nosotros nunca necesitamos dioses! Vosotros aceptaron, nosotros conocimos. Honraron la fe, nosotros honramos la realidad.

Un anciano, padre del hijo, sin necesidad de una madre. Un hijo concebido, sin que lo sepa su carpintero padre. Un pajarillo fecundador de esposa ajena, madre y virgen. ¡Uf! En la pacha todo existe o ha existido, con su sombra, masa y peso específicos. No creemos en arcángeles de bordados faldellines, botines militares, y complicaciones para dormir: ¿dónde duermen los humanos alados, en una cama o en un palo como vuestras gallinas? Nosotros experimentamos los principios cósmicos: El principio ordenador: Wiracocha. La sabiduría y la capacidad cósmica de enseñar: Pachayachachic. Pachacamac es el principio que opera el cosmos. Y el principio de la reproducción cósmica es la Pachamama. Entonces ¿Cuáles dioses Fray Bartolomé? ¿Por qué nos llaman herejes? ¿Dónde está la idolatría? No necesitamos de un anciano quitándole la costilla a nadie para crear otro ser. Nosotros disfrutamos cuando, de a dos, decidimos hacer un hijo. ¡Habrá de perdonar la austeridad su merced!

Fray Bartolomé de las Casas sonrió; por un instante se abstrajo  de su cosmovisión fundamentalista y teocrática, y entendió la forma de razonar de Juanillo. Pero inmediatamente se repuso: era el enemigo el que había hablado por el muchacho. No pudo sin embargo, dejar de apreciar la fluidez con la que se expresaba en español, su impecable lógica, y la profundidad de sus análisis. Como hijo de un cacique indiano había recibido una buena educación, pero eran otras características personales las que, a pesar del choque de las dos civilizaciones y la necesidad de declinar toda su cosmovisión, le permitían al muchacho mantener la dignidad.

De pronto Fray Bartolomé de las Casas recordó el citado sermón que Fray Antonio de Montesinos pronunciara en 1511 en La española, en defensa de los indios. ¿Éstos, no son hombres? Había dicho. Miró los ojos vivaces e inteligentes de Juanillo.

—¡Perdón! —dijo, desde el fondo de su alma, el hombre mayor.

—¡Gracias! —dijo el muchacho, luego del desconcierto inicial.

Recién se encontraban los dos mundos.

miércoles, 22 de junio de 2016

Cosas que el silencio no permite esconder

Néstor Caballero


Cuando le propongo a Yoko fugarnos antes de que termine el primer recreo ella acepta de inmediato.
De todas formas no entiendo nada de lo que explica la vieja de química me asegura como si necesitara alguna justificación.
 En los portones nadie nos detiene. Con más de dos mil alumnos bajo su responsabilidad, las autoridades del colegio se dan por satisfechas si sus pupilos no se acuchillan ni drogan dentro del predio de la magna casa de estudios.
Marchamos juntos algunos pasos pero enseguida Yoko se adelanta. Siempre camina de prisa como si estuviera llegando tarde a su destino. Aprovecho que no me ve para examinarla. Está lejos de ser una belleza, es bajita y le sobra carne en las nalgas y en el abdomen. Además se tiñe el cabello de un color rosa fosforescente que aleja la atención de un rostro ya de por sí ordinario. Hoy viste unos jeans azules desteñidos que le quedan grandes y una remera blanca que en el centro tiene dibujado un signo de exclamación también rosado. Tampoco camina de un modo muy femenino, ya que pisa primero con el pie derecho y luego con el izquierdo.
Dejá de mirarme el culo, Roberto.
En realidad estoy pensando en otra cosa.
Mis padres la detestan y si tienen la oportunidad se lo demuestran sin ambages. Llama a casa y mamá le dice que no estoy y que no estaré nunca. En el rostro de papá se dibuja un rictus de asco cada vez que posa la mirada sobre su colorida cabellera.
Sin embargo a mí no me dicen nada, así que puedo llevarla a casa cuando se me da la gana.
En realidad, ahora que lo pienso, entre ellos tampoco se dicen nada.
 Todos sus intercambios se limitan a unas interpelaciones sobre la disponibilidad de las comidas (papá) o del dinero para los gastos de la casa (mamá). No puedo recordar una cena en la que no haya imperado un silencio glacial mitigado únicamente por el sonido de la omnipresente televisión.
Estoy casi seguro que tampoco cogen desde que me concibieron pero Yoko no lo cree así.
Es muy probable que lo hagan los domingos a la noche con la luz apagada, la tele encendida y sin decirse nada. Te apuesto que si te acercas a su puerta lo único que vas a escuchar van a ser los gruñidos de tu papá y la respiración ansiosa de tu vieja.
A Yoko sí que le gusta coger. No tiene reparos para hacerlo cuando le vienen las ganas sin importar el lugar en el que se encuentre. Es realidad me parece que le excitan más los lugares públicos, sobre todo los cines. En los seis meses que andamos juntos, creo que no pudimos completar una sola película, aunque esto no importa ya que se trata de películas muy malas o que ya están saliendo de cartelera y que por lo tanto atraen a una minoría, lo que hace que sólo haya dos o tres parejas más en la sala, y estoy casi seguro de que ninguna de ellas está ahí para disfrutar del film.
Ahora mismo iríamos al cine pero las funciones matutinas sólo se ofrecen los sábados y como a esta hora mamá enseña en un colegio muy parecido al nuestro y papá arredra a sus subalternos en la comisaría, decidimos hacer nuestras porquerías en mi casa, y más específicamente en el cuarto de mis viejos.
La primera vez que estuve en casa con Yoko cogimos en mi cuarto, y realmente fue muy incómodo porque mamá dormía en el suyo, que queda enfrente, así que no podíamos hacer ruido. Además apenas cabíamos en la cama, por lo que nos limitamos a hacer la misionera hasta que el soporte de la base cedió. Tras el grito que nos fue imposible sofocar, permanecimos en silencio unos minutos, rogando que a mamá no le diera curiosidad. Escuchamos que su puerta se abría, aunque probablemente lo pensó mejor porque enseguida la cerró de nuevo.
Es por ello que, si tenemos la oportunidad, usamos la cama de mis viejos, capaz de soportar cualquier movimiento brusco así como también los constantes choques de su cabecera contra la pared.
Además, cualquier psicólogo afirmaría que hacerlo en la cama queen size de tus padres constituye un sacrilegio extremadamente afrodisíaco.
Entramos a casa, y tan pronto como llaveo la puerta ella entrelaza su lengua con la mía. Estoy toda mojada por tu culpa me susurra mientras me baja el cierre del pantalón y con su mano derecha empieza a hacerme una paja.
Olvido el cabello exótico, el sobrepeso y la manera machona de caminar. Me excita tanto que sólo quiero estar dentro de ella. No me considero un gran amante, no sé muchas posiciones y algunas veces termino demasiado rápido pero con ella eso no importa porque es ella la que dirige todo, la que me dice qué tengo que hacer y cómo hacerlo.
Ya en el cuarto de los viejos, un último atisbo de razón me recuerda que debo buscar la caja de preservativos de mi dormitorio pero Yoko me dice que ya no hay tiempo. Quiero que me la metas ahora mismo, no te preocupes, sabés que me cuido. Se la meto con rabia, como más le gusta, y ella entonces empieza a gemir por lo que tengo que desviar mi mente hacia otra cosa, cualquier cosa, porque sus gemidos y susurros me excitan en demasía y temo largar antes de tiempo.
Se da vuelta y apoya las manos sobre la cabecera de la cama, ofreciéndome un culo que la calentura convierte en la visión más hermosa del mundo. Pongo mis manos en sus caderas y la penetro mil veces hasta que termino dentro. Nos quedamos un buen rato en esa posición, con mis brazos rodeando su cuerpo, sintiendo cómo el ritmo de nuestra respiración se va apaciguando.
Antes de Yoko, había cogido con otras dos chicas y cada vez que terminábamos sentía una urgencia irreprimible por escaparme de ellas al instante. Al segundo de haber largado ya quería estar en otro lugar, en otro universo. Con Yoko es distinto. Me gusta relajarme a su lado, recorrer con mi dedo su espalda, escuchar su evaluación de mi performance.
Mejoraste mucho pero todavía te falta trabajar en la duración.
Yo consulto el reloj de mi celular y advierto apesadumbrado que tan solo pasaron diecisiete minutos desde que cruzamos la puerta de casa.
No importa me asegura con tono conciliatorio lo que más me gusta de vos no es cómo coges se interrumpe como si estuviera buscando las palabras correctas sino cómo me siento cuanto estoy contigo.
De inmediato detengo mis caricias sobre su espalda y la miró intrigado. Si la leyera en una novela, me parecería una declaración tan cursi y trillada que la desecharía de inmediato. Pero por la situación en que nos encontramos y el tono con el que me lo dice, no puedo evitar que la emoción me embargue.
—Bueno… —continúa diciendo, cada vez más insegura— sé que voy a sonar como una de esas pelotudas de las telenovelas, pero creo que estoy completamente enamorada de vos.
Justo en ese momento, escuchamos la puerta del vestíbulo que se abre y a continuación la voz de papá preguntando si hay alguien en casa.
Sin pensarlo salto de la cama, recojo nuestras ropas y un segundo después entramos corriendo a mi pieza; en ese instante Yoko me susurra que en el montón no está su corpiño, así que regreso al cuarto de los viejos, echo una mirada desesperada pero el puto corpiño no está por ningún lado. Entonces escucho los pasos de papá y de alguien más subiendo por la escalera. Justo en ese momento veo que el corpiño está colgando de una de las aspas del ventilador de techo. Lo recojo, me vuelvo hacia la puerta y debido a que los pasos ya se escuchan desde el pasillo no me queda más remedio que esconderme en el ropero que está frente a la pared sur del cuarto.
Mmm, raro que Doris no arregló la cama refunfuña papá tan pronto como ingresa en su dormitorio. Dentro del ropero, estoy en la oscuridad más profunda.
¿Cuándo vas a dejar a esa vieja chota? pregunta la otra voz, y lo que más me asusta, lo que me aterra, es que se trata de una voz masculina, una que conozco muy bien.
¿Por qué no te callás un rato y me das un beso? le contesta papá con un dejo juguetón que me cuesta reconocer en él.
Y entonces llega a mis oídos el inconfundible sonido de labios que se unen y se separan, se unen y se separan, se unen y se separan…
Luego escucho (o tal vez solamente imagino) risas y susurros, ropas que caen al suelo y gemidos masculinos.
Empiezo a sentir náuseas, el interior del ropero parece encogerse, no puedo respirar. El sudor baña mi cuerpo en un instante.  Trato de pensar en algo que me lleve a otro lugar, lejos, muy lejos de esa habitación, pero no se me ocurre nada. El vómito sale sin que tenga oportunidad siquiera de pensar en lo que estoy haciendo.
No puedo dejar de vomitar, sobre todo porque el olor es tan fuerte que me provoca todavía más náuseas.
Entonces una luz me golpea los ojos.
La luz es casi cegadora aunque me permite distinguir la figura de mi tío José, mi padrino, el mejor amigo de mi padre y además su subcomisario, que me mira con ojos incrédulos, la boca abierta y el pene todavía erecto.
¡Pero Robertito, que puta estás haciend...!
Escucho una detonación y al mismo tiempo la luz blanca que casi me enceguece, se tiñe de rojo. El chorro me salpica la cara. Frenético, me limpio los ojos y mientras lo hago escucho un ruido seco que probablemente sea el de mi tío cayendo al suelo. Cuando recupero la visión alcanzo a verlo acostado boca arriba. En su frente advierto un hueco enorme. Luego veo a mi padre, con su pistola reglamentaria apuntándose las sienes.
            —Lo siento tanto, hijo mío.
Dispara.
Algunos minutos después Yoko llama a la policía. Me viste y cubre los cuerpos con unas mantas. Cuando llegan los oficiales, nos encuentran sentados en un rincón de la habitación donde están los cuerpos. Ninguno emite palabra, aunque sabemos que es inútil callar. Hay cosas que el silencio no permite esconder.

viernes, 17 de junio de 2016

La partida

Nancy Oviedo


La ventana se abrió con el aire vespertino, Araceli entró a la casa. Todo lucía tal cual lo había dejado con las cosas regadas por todos lados, sin embargo aquel escenario le transmitía una sensación de oquedad. Contempló unos momentos el espacio, le pareció más oscuro incluso con las ventanas abiertas. Con calma caminó hacía la cocina atravesando el comedor de madera. Cerró la ventana. 

—¡Te vas a enfermar! —gruñó Araceli.

Soledad no se inmutó, siguió picando la cebolla. Los olores de la comida recién preparada llenaban el aire, Araceli sintió tanta nostalgia que se quedó un momento junto a Soledad para aspirar el olor de su guiso. El sonido de la cebolla en el aceite la sacó del trance gastronómico. Salió de la cocina, caminó despacio por el pasillo de la sala hasta el cuarto de Rosa, la miró parada frente al espejo. Estaba hermosa y hecha toda una adolescente, casi mujer. El suave rocío del perfume que Rosa esparcía por su cuello le recordó a Araceli cuando ella misma se arreglaba para salir con Martín, se acarició el pelo y una cana se quedó entre sus dedos como recordatorio del presente.

—No tanto, Rosita, vas a apestar.

Rosa colocó la botella sobre el tocador, salió de la habitación con aquel porte de mujer que ya se le veía con su figura de apenas quince años. Araceli escuchó cada paso que Rosa imprimía en la alfombra del corredor, recordó los primeros pasos de Rosa, extendió las manos para sostenerla, no era necesario, Rosa no caería, se sintió tranquila. Siguió su recorrido por la casa hasta la habitación de Sebastián, empujó la puerta.

—No sé cómo puedes estar así todo el día, Sebastián, ya te dije que limpies esta habitación. Nos vas a llenar de animales —ladró Araceli.

Sebastián tenía puestos unos audífonos de color amarillo que aprisionaban su cabello de largos rizos, mismos que se movían al ritmo de cada baquetazo. Araceli se sentó en la cama, lo observó detenidamente hasta detenerse en las manos de Sebastián que sin piedad sacudían contra los bordes de los platillos. 

—Ya deja esos palos, vamos a comer.

—Se llaman baquetas.

—Para mí son palos —Araceli soltó una carcajada.

—¿Dónde está mi saco azul? —gritó Martín desde el pasillo.

—¡Nunca encuentras nada aunque lo tengas enfrente, es el colmo! — escupió Araceli, salió. —Lo mandé a la tintorería, te dije que la nota estaba en tu cajón para que lo recogieras después del trabajo.

Martín sacó la nota del cajón y salió de la habitación. Araceli puso todo en su lugar y bajó al comedor. Soledad había puesto la mesa. Observó a Rosa que miraba su rebanada de pastel con añoranza.

—Rosita, te traigo leche, mi niña —dijo Soledad. 

Soledad dio media vuelta. Sebastián tomó la rebanada sin que Soledad lo advirtiera y la devoró. Rosa y Sebastián sonrieron cómplices.

—Se va a ahogar —dijo Araceli. 

—Siempre hace lo mismo, cree que no me doy cuenta —dijo Soledad —. En eso se parece a ti cuando eres niña, pero tú tirabas la comida a las macetas.

Araceli sonrió apenada, acomodó los cabellos canosos que estaban sueltos de la larga trenza de la vieja. Soledad recordó entonces la ternura de los días de infancia cuando Araceli le decía quería tener el cabello tan largo como ella «cuando crezcas, niña» pero no fue así. Un día al llegar del colegio Araceli fue a la cocina, tomó las tijeras y frente a Soledad se cortó las trenzas adornadas de listones rojos «solo las indias usan trenzas, yo no soy una india» dijo Araceli con los ojos amarillos de rabia. 

Efectivamente Soledad era una india de la sierra huasteca. Su pueblo sufrió las consecuencias de una sequía. La tierra dejó de producir sus frutos. Ella la menor de quince hermanos tuvo que abandonar su casa. Cuando sus padres murieron ninguno de sus hermanos se ofreció a recogerla. Soledad tomó su rebozo para cubrirse del sol, se ajustó los guaraches y caminó día y noche hasta que llegó a casa de Doña Rosa quien la recibió con un vaso de agua, gesto que conmovió a Soledad y que luego Doña Rosa le descontó del sueldo. Soledad no lo tomó a mal, era el primer gesto de humanidad que tenía en mucho tiempo. Araceli nació después de unos meses. Ese día el doctor del pueblo murió víctima de sus experimentos con una nueva medicina naturista que inventaba. Doña Rosa gritaba tan fuerte que dejó sin vidrios las casas del pueblo. Don Ufrano estaba de viaje porque le habían dicho que el parto tardaría dos semanas más. Soledad corrió desde la cocina hasta la recamara de Doña Rosa, cuando llegó la encontró sentada en medio de un montón de vidrios con Araceli en los brazos. Soledad tomó a la niña y la envolvió en su delantal. Fue la primera vez que Soledad experimentó la maternidad aunque fuera de forma ajena, se prometió que estaría junto a ella aunque fuera desde el otro mundo, pero fue Araceli quien murió primero dando a luz a Rosa. Por segunda ocasión Soledad se sintió madre única, soberana y poderosa. Soledad había estado al servicio de Araceli desde que Doña Rosa murió de gripa a los dos meses de dar a luz a Araceli. 

—Cuídala, Cholita, a mí la vida no me va a dar más licencia, por favor no te enfermes, prométemelo —imploró Doña Rosa con el hilo de voz que le quedó desde el parto. 

Don Ufrano de la pena se encerró en su despacho. Escuchaba los discos de ópera de su mujer desde el amanecer hasta la hora del almuerzo que terminaba de prisa para regresar de nuevo a su despacho evitando ver a la niña que se quedó al completo cuidado de la nana. Soledad cumplía su promesa. Todas las mañanas se sometía a una infusión de ajos con limón para mantener  así alejada a la muerte disfrazada de resfrío. Lo mismo hizo con la niña. 

—Apesta, Soledad —le decía Araceli, pero tragaba. 

Hasta el día que descubrió la diferencia entre la dueña de la casa y la servidumbre. 

—Está bien que la quieras y todo —dijo Don Ufrano —, pero recuerda siempre quién es el amo y quien el perro. 

Araceli no prestó atención durante sus primeros años; sin embargo cuando se fue al internado la diferencia entre ella y la servidumbre tomó su peso justo. Soledad no hacía caso de los desplantes de Araceli, sabía su lugar y se conformaba con estar cerca de ella para cumplir su promesa. Araceli creció y se convirtió en una joven encantadora con una voz angelical. Don Ufrano decía que había heredado el timbre de su madre. El día que Araceli iba a cumplir sus quince años conoció a Martín en la fiesta, era primo de unos de sus chambelanes. Luego cuando Araceli cumplió dieciocho años, Martín la pidió en matrimonio. Soledad sintió que su promesa estaba cumplida, después del viaje de bodas, durante el cual Don Ufrano murió no se sabe si de tristeza o de indigestión por el vasto banquete de la boda de su única hija. En cualquier caso Araceli regresó de inmediato para asumir el papel de dueña de la casa en la que sus padres habían muerto. Ese día llovió a cantaros y Soledad aguardaba a Araceli a la puerta para despedirse. 

—¿Qué haces ahí, mujer? —preguntó Araceli.

—Pues ya me voy, niña, usted ya está grande, ya se casó —dijo Araceli.

—¡Tú te quedas, vete a tu cuarto y prepara la cena!

Soledad fue a su cuarto, se cambió la ropa mojada y preparó la cena. 

—Soledad estoy embarazada, espero te acuerdes cómo cuidar a un niño porque yo no tengo idea —dijo Araceli. 

Soledad sintió que la alegría le recorrió todo el cuerpo. Durante meses se preparó para la llegada del niño que nacería el cuatro de mayo. Todo iba viento en popa hasta que Soledad vio el calendario una cruz, era el día que Doña Rosa había muerto. El terror invadió a Soledad pensando que tal vez Araceli podría morir durante el parto como su madre. De inmediato Soledad preparó la infusión con la que había burlado a la muerte hasta que Araceli se casó, pero ella se negó a beberla, entonces Soledad se sometió a dos tazas diarias. Una por ella y otro por Araceli.

—No sea supersticiosa, Soledad —le decía Martín en la sala del hospital. 

Para colmo con las prisas Soledad había olvidado el rosario en su cabecera e improvisó uno con las barbas de su reboso. Después de sesenta horas de trabajo de parto, en las que Soledad y Martín miraron enfermeras correr de un lado a otro, el doctor salió para anunciar que había nacido un varón. Soledad respiró aliviada. Soledad vivió tranquila sin tomar el brebaje amuleto hasta que cinco años más tarde Araceli anunció su nuevo embarazo, Soledad inmediatamente preparó la bebida salvadora. 

—¿Ya sabes qué será? —preguntaban las amigas de Araceli.

—No, quiero que sea sorpresa —respondía Araceli llena de calma. 

Sin embargo Soledad vivía presa de la angustia y la incertidumbre tomaba su poción hasta cuatro veces al día. Meses cerca del alumbramiento hubo una escasez en la cosecha de limón.

—No es tan necesario —decía Araceli

—Pero es bueno para que no te enfermes de gripa —respondía Soledad.

—También puede comer naranjas —inquiría Marín—. No exageres, Chole. 

Soledad buscó en la basura las últimas semillas del cítrico. Las plantó, pero tardarían mucho en dar sus frutos. Soledad recordó que su madre le decía que las lágrimas sinceras del campesino aceleran las cosechas y para Soledad ser hija de campesinos fue suficiente para llorar toda una noche hasta que llenó una cubeta de cinco litros con la que roció las semillas todas las noches antes de dormir. Cuando por fin el árbol asomó sus primeros limones Soledad preparó su poción de inmediato. El jugo era tan ácido que Soledad padeció de una gastritis muy dolorosa que la dejaba tumbada en la cama más tiempo de lo normal, sin embargo seguía tomando religiosamente la bebida. Un día que el médico llegó a realizar su visita de rutina con motivo del embarazo de Araceli notó que Soledad caminaba encorvada y tocándose el vientre. 

—¿Qué le pasa, Soledad? —preguntó el doctor.

—Nada, doctorcito —respondió Soledad—. Cosas de mujeres. 

—Eso tiene arreglo —dijo el médico mientras sacaba unas pastillas que le entregó a Soledad —. Con una de estas se sentirá mejor y avíseme cómo sigue.

Soledad lo miró agradecida, guardó el medicamento en la bolsa de su delantal y acompañó al médico hasta la puerta, ahí parada miró al hombre alejarse. La vista se le nubló y cayó al suelo. Cuando despertó la imagen del doctor la recibió. Soledad era víctima de una ulcera del tamaño de un melón y le prohibieron tomar cualquier alimento irritante. Araceli que sabía los hábitos de Soledad acerca de sus bebidas acidas, mandó cortar el limonero mientras Soledad se recuperaba en su cuarto. El primer golpe de hacha fue para Soledad el primero de los terribles dolores que la aquejaron aquella noche. Al día siguiente por fin pudo levantarse, fue directo al árbol, pero solo encontró un pedazo del tronco que seguía sangrando. 

—¡Soledad, pronto! —gritó Martín desde la recamara —. Llama al médico. 

El médico llegó justo a tiempo para recibir a Rosa ayudado de Soledad. Todo fue tan rápido que el médico no tuvo opción de consultar con Martín la gravedad del parto prematuro. Con la cabeza baja colocó a Rosa en los brazos de Martín.

—Lo siento mucho —dijo el médico.

Y salió de la casa para no volver jamás. Soledad seguía en la habitación junto a Araceli recordando la petición de Araceli.

—¡Tú no te puedes enfermar, Soledad, prométemelo —pidió Araceli entre lágrimas y gritos de parturienta —. Cuida de mis hijos, yo vendré por ti cuando Martín se case otra vez.

Las largas uñas de Araceli se clavaron en piel de Soledad que solo movió la cabeza para asentir, luego desprendió de sí las manos de Araceli que dejaron en las suyas la marca de su promesa. 


Soledad regresó al comedor con el vaso de leche. 

—¿Le traigo otra cosa, Don Martín? —preguntó Soledad. 

Martín negó con la cabeza.

—Ni ha comido, ándele solo un poquito; si no va a llorar —insistió Soledad. 

Martín volvió a negar, se levantó y salió.

Los chicos esperaron a que su padre desapareciera.

—¿Está aquí? —preguntó Rosa.

Rosa y Sebastián miraron a Soledad esperando la respuesta, pero no dijeron nada hasta que Sebastián tragó saliva como darle valor.

—¿Otra vez con eso? —reprendió Soledad.

—¿Volveremos a verla? —preguntó Sebastián algo tímido.

Soledad se persignó y siguió sus labores. 

—¿Por qué no podemos verla, Soledad? —preguntó Rosa.

Soledad sintió ganas de abrazarlos, pero se contuvo, después de todo solo era la sirvienta. 

—Los muertos son mañosos —respondió Soledad.

—Hoy estuvo conmigo mientras tocaba —dijo Sebastián —. Sigue diciéndoles palos a las baquetas. 

—¡No asustes a tu hermana! —gruñó Soledad. 

—No me asusta —dijo Rosa —. Yo también la sentí, pero no puedo verla. 

Soledad siguió lavando los trastes. 

—¿Ya es hora? —preguntó Soledad.

—Hoy nos vamos, Cholita —dijo Araceli.

Las primeras lágrimas de Soledad corrieron por sus mejillas ajadas por la edad, pero rápidamente se mojó la cara para ocultarlas. 

—No llores —dijo Araceli —. Ellos van a estar bien con su papá. 

—¿Por qué papá es tan serio? —preguntó Sebastián —. Parece que está enojado. 

—Está triste —respondió Soledad— la tristeza tiene muchas caras.

—¿Cómo era? —preguntó Rosa sin dejar de mirar las fotos. 

—Muy regañona, no creas, se la pasaba diciéndome que si esto para acá que si aquello para allá.

—En todas las fotos se ve feliz —replicó Sebastián. 

—Hasta el día que la velamos no dejó de sonreír —dijo Soledad—. La gente decía que era una muertita feliz.

Araceli miraba a sus hijos tan grandes y fuertes, miró a Soledad con orgullo. Se acercó a Rosa para acariciarle el pelo. La puerta de la entrada se azotó, era Martín.

—¡A dormir, mañana no se querrán levantar! —ordenó Martín.

Rosa y Sebastián cerraron el álbum. Martín apagó la luz, Araceli lo tomó de la mano. 

Soledad terminó de limpiar la cocina, colgó su delantal, fumó un cigarro, el último de la cajetilla. Apagó una por una las luces de la casa. Dio un beso a Rosa y otro a Sebastián. 

—¿Lista? —preguntó Araceli.

Ambas se tomaron de la mano y caminaron secas por la calle entre las gotas de lluvia. 

jueves, 16 de junio de 2016

Sustancia pangeana

 Luis Fernando Elizeche


Julián sube lentamente las escaleras del escenario en el patio del colegio, uniformado como los demás niños de pantalón negro, camisa blanca, saco, corbata azul. Frente a todos lee un discurso por el día mundial del medio ambiente. Un profesor le ataja el micrófono.

 —Debe…be…bemos cu…cu…cuidar las pla…plantas, porque ellas nos darán vida, al cor…cortar un ár…árbol, nos ma…mata…ta…ta…mos de a poco. —Lee Julián tartamudeando.

Las risotadas invaden el patio. En el fondo el alumno de apodo “Boxeador” de sexto grado; estirándose las orejas, bajando el mentón, sacando la lengua, imita una cara de mono dirigida a Julián, sus otros cuatros amigos y compañeros Toto, Pato, Lagarto, Moño  lo acompañan con gestos groseros. Boxeador presumía de su práctica de boxeo, goza burlarse, golpear y ofender a los compañeros. 

—¡Silencio!, respeten al compañero que está en frente. —Grita el profesor encargado de la formación frente al micrófono. Los alumnos callaron de inmediato.

Julián tiembla con la carpeta de lectura en la mano, cae al suelo en un aparente desmayo. El grito en el patio es de susto, la profesora Romina corre hacia el escenario. Llevan al niño a la enfermería.

Mientras abre los ojos, la profesora Romina pide que la dejen a solas con el niño acostado en camilla.

—Julián, ¿qué te ha pasado?, a mí no me engañas, fingiste desmayarte, ¿por qué hiciste eso? —pregunta la profesora mirando a los ojos del niño acostado en la camilla.

—Profe, no, no, no me gustó que que que to…to…todos se rieran de mí, mis compañeros sieeeeeempre lo hacen, por co…co… como hablo. —Dijo tartamudeando.

—Julián, yo no quería que leas, y el día de mañana aun nos toca la oratoria libre, te prohíbo que leas vos, designaremos al lector en el grupo de compañeros.

La profesora Romina permitió a Julián estar en la enfermería. En el aula mira con disgusto a cada uno de sus alumnos antes de tomar la palabra. 

—Quiero que sepan que a partir de hoy no voy más a permitir burlas e insultos a su compañero Julián. ¿Por qué lo molestan siempre?, ¿Por qué quieren herirlo? Yo sé porque lo eligieron a leer; para dejarlo en ridículo, riéndose todo lo que puedan. Yo me opuse a que lea, pero tuve miedo de ofenderlo con semejante decisión. Mañana hay que hacer un discurso sobre un tema libre, y por favor no elijan a Julián. Ustedes se aprovechan de él porque habla poco, es retraído y tímido, ya les dije que él tiene dislexia, que es una condición en que se confunde una letra por otra, eso a veces lo hace tartamudear o leer mal un texto. Yo soy la culpable de esto, estoy disgustada con ustedes —dijo la profesora a los alumnos elevando la voz.

Julián sale del colegio soportando chacotas. A tres cuadras, el temido “Boxeador”, con sus ayudantes Pato, Lagarto, Moño, Toto descargan la mochila de un alumno con anteojos de tercer grado. El niño empieza a llorar, los cinco remedan su llanto, también sostienen y zarandean del saco a otro compañero de nueve años. Julián al verlos retrocede, camina aceleradamente. Boxeador y sus socios lo vieron.

 —Micrófono rayado, ven aquí. —Grita Boxeador a Julián. 

Lo rodean, empujan, lo ponen cara a cara con Boxeador de rostro sarcástico con acné. Lo echan al suelo.

  —Así que te desmayaste mariconcito. ¡Levántenlo! —ordena Boxeador mirando irónicamente a Julián en el suelo.

 Los otros lo alzan estirándole del saco y arrugándolo, lo ponen cara a cara con Boxeador que lo toma del mentón, lo arrojan nuevamente al suelo.

 —Adiós bobo, quédate ahí hasta que nos alejemos, si te levantas mientras te podamos ver no sabes lo que te espera. —Dijo Boxeador alejándose con sus acompañantes. A distancia miran a Julián en el suelo e iban riéndose sin parar.
En su cama, antes de dormir, mira silenciosamente el techo. Qué vergüenza el papelón que hice hoy, todos se han reído de mí, no quiero más ir al colegio mañana ni nunca.

Doscientos mil millones de años atrás, en Pangea el calor abundaba, las fieras apartaban a los Homo Habilis de su habitad. Estos hombres primitivos estaban divididos en clanes. Sus dedos curvos de pies y manos les permitían trepar árboles para descansar sobre ellos sus cuerpos de cuantiosos pelos con caras de monos.

Una manada de Homo Habilis decidió emigrar a otro lugar en busca de frutas. En su avance son emboscados por otro clan de Homo Habilis que saltaron con lanzas desde atrás de un gran montículo de rocas. La masacre fue inmediata. 

Los pocos sobrevivientes atacados, llegaron a un lúgubre lugar como refugio temporal convencidos que los matarían. Encontraron en el suelo un raro objeto incoloro, transparente, palparon, apretaron con fuerza de mano en mano; era tan blando pero no se disolvía, su flexibilidad solo le hacía modificar de forma.

Después de tocarla la dejaron caer al suelo, se miraron con decisión, corrieron a enfrentar a los atacantes. Vencieron a los asaltantes que le superaban ampliamente en número. Se armaron con lanzas, piedras; enfrentaron y mataron grandes fieras como los Tiranosaurios rex.

El último Homo Habilis en palparla sintió la necesidad de trepar en lo más alto de un árbol y ocultarla bien ajustada entre las ramas. Así quedó esta sustancia capturada por millones de años.

Milenios más tarde, Pangea se fractura distribuyendo los continentes, la zona del árbol donde estaba olvidada esta sustancia pangeana fue inundada por inmensas aguas; esto la desprende del árbol, y es liberada a flotar por incalculables tiempos en el océano. 

Corría el año de mil quinientos cuarenta y tres. En el muelle a orillas del rio Ijsselmeer, en el pueblo de Monnichedam en Holanda, el amontonamiento de pescadores que esperaban sus balsas era costumbre mañanera. Las grandes casas con techos triangulares una al lado de otras se dividían en comercios, hotel, comedor y taberna. 

El joven Aernout un muchacho noble, delgado y alto, miraba recostado contra la pared de un comercio. No solo era  pescador, sino también artesano. Aun no debo ir a la pesca, debo esperar a Anneloes. A una distancia observa a una señorita que estaba ensamblando su puesto de frutas. El joven se la acerca. 

—Hola Aneloes —dijo motivado y mirándola.

—Hola Aernout —respondió la joven sonriendo y deteniéndose un momento en la ocupación de ubicar sus frutas sobre el estante.

Anneloes era una muchacha alta de lindo cuerpo, con bonita dentadura y sensual sonrisa. Su vestimenta de pollera larga y  remera, no concordaba con su belleza. Estaban enamorados, pero hasta ese día no pudieron demostrarse cuanto se amaban. Vangall se encargaba que la joven no hable con nadie.

Vangall era un hombre gigante, rudo, muy alto,  con abundante cabellos y bigotes largos con puntas dobladas como un garfio, veterano de muchas guerras y mercenario contratado para beligerancias extranjeras. Su rapidez con los revólveres le han hecho ganar todos los duelos.  Corrían muchas versiones: mató tigres y osos usando solo las manos. Sus manos fuertes y carnosas podían destrozar la de cualquiera de un solo apretón. Una vez, se la  trituró a un marinero ante la mirada de Aernout solo por conversar con Anneloes. Vangall, era veinte años mayor que la frutera, su deseo por casarse con ella se volvía más fuerte. Ella se negaba, y por eso varias veces destruyó su puesto de venta y la amenazó; “La única forma que estés en paz es casándose conmigo”.

Cuando Vangall pasaba al lado de alguien, y empujaba a un transeúnte, el afectado debía sonreírle, sino lo hacía, habría consecuencias. Pocos días atrás un visitante pasó a su lado, el gigante lo empujó, al no haber la sonrisa esperada, lo golpea y le fractura un brazo. No había diferencia en la conducta del gigante sobrio o ebrio, la única discrepancia era el olor. 

Le gustaba estirarse los bigotes preguntando por la calle: ¿Quién soy? El preguntado debía responder, porque no hacerlo su vida apeligraba. La respuesta que debía dar con voz potente era: “Usted es Luis Vangall, un hombre rudo, soldado que mató animales salvajes a mano limpia, ex soldado oficial de la guardia de la reina de Holanda, y mercenario contratado para guerras europeas y expediciones en África”.

Muchas veces Vangall ha humillado públicamente a Aernout. Su única imperfección fue ser amable y respetuoso con Anneloes. Una vez le trajo un tulipán, el gigante acercándose rompe la flor, y emplea un golpe de puño que lo deja desmayado. Una tarde cuando el joven se acercaba a ella, Vangall lo aprieta del cuello hasta asfixiarlo levantándolo en el aire, finalmente lo suelta.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Anneloes y continuó. —Vangall te matará si te ve cerca de mí.

—Te amo, quiero que nos escapemos a otro sitio —dijo el joven mirándola.
Anneloes arrugó su rostro de susto mirando tras la espalda de Aernout. El cuerpo gigante de Vangall se acercaba a él, metió dos rollizos dedos en las narices del joven y lo levantó al aire ante las miradas de todos.

 —Escúchame bien tú maloliente pescador, te dí la oportunidad de alejarte de mi futura esposa, este es la última vez que te lo permito, muchas veces te golpeé, la próxima te mataré. —Luego soltó al pescador aplicándole un golpe de puño al estómago.

Vangall se acercó a Anneloes, agarró su fino y delicado rostro entre sus carnosas manos, y la besó forzosamente en los labios, inmediatamente la empuja sobre su repisa de venta. La muchacha llora sobre sus frutas dispersas en el suelo. El gigante camina hacia Aernout que yacía en el suelo, lastimándolo nuevamente con un pisotón sobre el pecho. 

—Escúchame bien, te doy hasta mañana por la mañana para abandonar Monnichedan, si no lo haces, te mataré, te presionaré con mi mano el cuello hasta romperlo. —Decía Vangall al joven pisando cada vez con más fuerza su pecho, y simulando con su mano un agarrón brutal. Los gemidos de dolor de Aernout se mezclaban con asfixia.

Anneloes abandonó corriendo y lloriqueando su puesto. Pasaron horas, casi anochecía,  Aernout seguía en el suelo esperando recuperarse para hacer fuerzas al levantarse. Se levantó dificultosamente muy adolorido. Hoy por culpa de Vangall no pude pescar.

Llega a su pequeña casa donde tenía a la vista algunas de sus producciones de artesanía, se disponía a empacar sus cosas para abordar en la mañana la primera embarcación y no volver más al pueblo. Escucha un llanto de niños en la pieza del vecino del inquilinato. Se acerca a la habitación. Tres niños lloraban, la madre trataba de consolarlos.

 —¿Señora que pasa? —preguntó Aernout esforzándose por ocultar su dolencia física.

—Mis hijos tienen hambre,  mi esposo está en su habitación, Vangall lo golpeó, y le robó sus pescados, frutas y verduras que íbamos a cenar hoy —dijo la señora con lágrimas abrazando a sus hijos—. Solo tengo arroz, pero eso no alcanza.

Por compasión Aernout, se dirige al muelle a pescar en la noche. Los dos únicos lugares abiertos eran, el hotel,  la taberna donde se escuchaban voces de borrachos. En la oscuridad tiró el hilo de la caña de pescar, que captura una cosa extraña, no se veía bien. Sin tocarla la coloca dentro del canasto, y después logra atrapar dos pescados. Llega a casa de la vecina y se lo entrega. La señora agradeció al joven y lo invitó a cenar.

A la mañana siguiente, aún muy dolido,  aglomera sus pocas pertenencias, listo para ir al muelle a abordar la balsa que lo conduciría a abandonar su Monnichedam querido. Se sentó a reflexionar en la cama, de sus ojos brotaron lágrimas. Que cobarde soy y somos, tememos tanto a Vangall que nos avasalla a su gusto; Anneloes mi amor, te voy a perder por cobarde, estoy destinado a sufrir por tu falta de amor, nunca encontraré alguien como tú. Se acordó y dijo en voz alta: esa cosa que saque del rio con la caña de pescar.

Abrió el canasto, sacó esa sustancia muy rara, incolora, transparente, flexible, la estira apretándola. Que será esta cosa tan extraña. Era la sustancia pangeana, posiblemente después del desprendimiento de Pangea vagó en los océanos por milenios, y con los cambios terrestres en la ubicación de los continentes llegó al rio ijsselmeer. El pescador soltó la sustancia, y se dirigió al muelle.

Entra en la taberna, Vangall solitariamente bebía en un vaso pequeño de whisky. Aernout se acerca a su mesa y la golpea con gran fuerza con la palma de la mano abierta, el ruido se expandió en el salón. Todos miraron silenciosamente.

—¿Cómo te atreves? —preguntó Vangall furioso. 

—Estamos cansados de tus ofensas, que clase de borracho bebe a la mañana.

Después de decirlo, el joven toma el vaso derramando su contenido sobre la cara del gigante.

Vangall se levanta con fiereza derribando la mesa, lo toma del cuello, Aernout logra salir del apretón, le aplica  rápidamente trompadas una tras otra con una velocidad pasmosa que tambaleó a Vangall para atrás. Salían sangre de la nariz y boca del gigante. Aun así lanza un potente golpe de puño, el joven lo desvía aplicando nuevas puñetazos a la cara y a la abultada barriga del oponente. El corpulento toma una silla, lo tira, el muchacho esquiva con un salto giratorio a la altura del techo. Al fallar su tiro fue tras el mostrador, toma la escopeta del cantinero, y disparaba contra Aernout. Los saltos volátiles confunden al gigante y lo hacen disparar erradamente el techo, y en uno de esos brincos logra llegar hasta Vangall, y forcejean con la escopeta.

—Vangall, todo terminó, trata de cambiar y te perdonaré la vida —propuso Aernout seriamente mirando a los ojos a Vangall.

—Jamás pescador maldito —gritó con el rostro ensangrentado.

En el forcejeo la escopeta se dispara en el pecho de Vangall, mira a Aernout con rostro agonizante luego cayó muerto al suelo. La muchedumbre observante queda sorprendida.

El pueblo festejó la muerte de Vangall, declararon a Aernout un héroe pueblano. Rápidamente Aernout y Anneloes unieron sus vidas en matrimonio, decidieron quedarse en Monnichedam.

El muchacho renuncia a la pesca y se dedica a su verdadera pasión: la artesanía. Esculpe una pequeña efigie de forma de una mujer de vestido elegante, con un gran hueco adentro; donde coloca la sustancia pangeana, con una tapa redonda cierra la parte de abajo lo más seguro que podía para jamás poder abrirse. Fue a vender la estatua lo más barato que pudo. 

Siglos más tarde la estatua se había vendido cuantiosas veces. A fines de los años de mil novecientos noventa, la abuela de Julián gastó mucho dinero por ella en Italia, el vendedor le confirma: que era una antigüedad holandesa de aproximadamente el siglo quince. 

Julián sentado en el sofá, al lado de la efigie que había comprado su difunta abuela en Europa años atrás, pensaba en su falta de deseo de ir al colegio, tiene mucho miedo por la burla de los compañeros el día anterior, principalmente por lo que le hicieron Boxeador y su pandilla.

Se levanta del sofá, se coloca la mochila en la espalda, con un giro brusco su mochila choca  por la efigie, cayéndose de la mesita. La tapa inferior redonda se desprende de la escultura; esto asusta al niño que teme haber roto una antigüedad. Intentando reparar, observa algo extraño que está dentro de la estatuilla, lo saca cuidadosamente con el pulgar e índice. Fuera de la estatua, la sustancia incolora y flexible, adquirió un tamaño de tomate.

La sustancia pangeana fue moldeada de muchas formas en manos de Julián. La escondió dentro de un florero, se dirigió al colegio. En la entrada, las risas, comentarios para herirlo no tuvieron efecto. En la fila, los compañeros le decían insultos como llorón, maricón, debilucho, aparentemente no le importaba.

—Niños, como parte de la oratoria infantil, a nuestro grado le toca nuevamente dar un discurso con un representante, ayer se tocó un tema por el día mundial del medio ambiente, hoy el tema será libre. Así que empecemos a redactarlo, sobre que les gustaría discursear, y quien nos representará. —Recordó la profesora en la clase.

— Yo —dijo fuerte Julián levantando la mano.

—¿Tú Julián?, ¿estás seguro? —preguntó sorprendida la profesora. El grado rió.

—Sí profesora, por favor.

—No lo sé, tengo mucho miedo —dijo la profesora con cara de susto.

—No voy a fallar si me da esta oportunidad —dijo Julián con voz firme. 

La profesora aprobó el pedido, y el tema propuesto por Julián fue “el respeto”. Rechazó un discurso escrito y propuso elocuencia. En la formación al término del recreo, el profesor encargado llama a través del micrófono al representante del cuarto grado. Julián abandona la fila dirigiéndose al escenario. Los alumnos murmuran ruidosamente y riendo.

Al caminar Julián al escenario, algunos compañeros del cuales pasaba muy cerca no desperdiciaban la oportunidad para insultarlo. El profesor le hace entrega del micrófono, Julián no quita los ojos de los compañeros desde el escenario. Muy en el fondo Boxeador chistaba configurando su inconfundible cara de mono, y a su lado, sus ayudantes Pato, Toto Lagarto y Moño se movían en sus respectivas mímicas de ironía hacia Julián.

—Queridos compañeros, yo sé que no esperaban mi presencia aquí hoy por lo ocurrido ayer, pero si estoy aquí es por decisión mía, y agradezco a la profesora Romina el concederme el pedido del cual ella dudaba.

Los compañeros sorprendidos y extrañados por la capacidad de  oratoria de Julián, cesaron sus burlas, atentamente; lo miraban concentrados en la veracidad de sus palabras que tintineaban en los parlantes. 

—Para culminar, el respeto significa tratar como quiero que me traten a mí, pensar que el otro tiene sentimientos que son heridos cuando nos burlamos de él o cuando lo ofendemos. Todos queremos respeto, no faltemos el respeto a otros solo porque alguien es más pequeño que nosotros, o tiene una capacidad diferente, cuando alguien es más pequeño; nuestra responsabilidad es protegerlo, no aprovecharnos para golpearlo, tirarlo al suelo y zarandear de su mochila. Muchas gracias —concluye Julián su discurso.

Los aplausos fuertes invadieron el patio, la profesora Romina no podía evitar las lágrimas en sus aplausos. Julián tira el micrófono al suelo fuera del escenario. Inmediatamente hace unos saltos acrobáticos con forma de círculo veloces en ida y vuelta, que deja con boca abierta a todos.  

En la orilla del escenario da un salto acrobático bien alto, realizando tres vueltas en el aire antes de tocar el piso con ambos pies. Al cesar los gritos de susto, los aplausos aumentaron su ruido. Con el pie derecho empuja el micrófono, el artefacto asciende en el aire del suelo a la mano del niño orador. 

Con micrófono en mano camina entre los alumnos que antes lo insultaban y ahora lo elogian palmándole suavemente la espalda. En el camino se acerca a la fila del sexto grado dirigiéndose a Boxeador, Toto, Pato, Lagarto y Moño; lo miraban con preocupación y susto, querían huir de la formación.

Al estar frente a ellos, lo miraron como si mirasen un fantasma. Julián acercó el micrófono a la boca.

—Ustedes son grandes, están terminando la primaria, y están golpeando a niños más pequeños, el respeto les hace falta aprenderlo, úsenlo, porque en la secundaria podrían encontrarse con quienes les falten el respeto y sean más grandes que ustedes. Ayer me tiraron al suelo a la salida, y a dos compañeros le hicieron pasar un mal momento. Como grandes cuiden a los más chicos, y no lo agredan.

—¿Es verdad eso? —preguntó el director acercándose a Boxeador, Toto, Pato, Lagarto y Moño.

Los otros miraron asustados, como no respondieron, el director les llamó a su oficina. Los aplausos y los gritos de coreo del nombre de Julián se escucharon más allá del colegio.