martes, 14 de junio de 2016

Un sueño privado

Teresa Kohrs


Algo no está bien, pensé al tiempo que abría la puerta del departamento que compartía con Leo, hay demasiada oscuridad. Di un paso atrás observando con cuidado la iluminación en el pasillo. Tres de las cuatro bombillas funcionaban bien siendo la cuarta la única apagada. Sin ese foco la sección frente a mi puerta se vuelve lúgubre. En los dos años que llevo viviendo aquí, esta es la primera vez que sucede. Calma, respira, me digo por lo bajo. Doy un paso dentro, buscando a tientas el interruptor de la luz e inhalo profundo necesitando encontrar el aroma a comida. Normalmente a esta hora Leo ya ha comenzado a cocinar la cena, pero recuerdo que hoy le había avisado que llegaría tarde. Mi cliente canceló la cita, así que decidí sorprenderlo. Qué raro, pensé.

Cerré mis ojos un momento, buscando calmar mis nervios. Cuando empecé a salir con Leo, yo parecía un pájaro asustado, dispuesta a volar a la menor provocación, pero él con infinita paciencia me fue demostrando su solidez. Poco a poco, con ayuda de mi terapeuta, me permití abrirme a la relación. Estaba tan cansada de mis miedos e inseguridades que necesitaba arriesgarme y confiar. El deseo de olvidar el pasado me ayudó a dar el siguiente paso y finalmente comencé a sentirme segura.

—Tengo el corazón de león —me decía Leo de manera pícara, parpadeando inocentemente esos ojos negros— pero soy manso como un borrego.

Con las manos sudorosas por fin logré encender el foco, lo cual me cegó momentáneamente. La falta de visión me asustó, el control es importante para mí, pues es casi lo único que me separa de la ansiedad. Mi corazón se aceleró golpeando con fuerza el pecho. Calma, respira, me repetía a mí misma como un mantra, estás segura. He trabajado mucho para lograr armonía en mi vida, no puedo permitir que la imaginación me haga retroceder a ese lugar de inseguridad.

Dejé mi bolsa, llaves y zapatos de tacón sobre la banca de la entrada. Mis pasos se perdieron en la suavidad de la alfombra. Todo parecía estar en su lugar y eso me calmó un poco. Llevé mis manos a mi corto cabello y masajeé el cráneo buscando liberar la tensión. De pronto me detuve y noté la temperatura. A pesar de haberse ocultado el sol, el calor en el exterior era cercano a los treinta grados centígrados. Al entrar debí haberme dado cuenta. El aire se sentía fresco, alguien encendió el aire acondicionado. Hay días que Leo trabaja desde casa, pero cuando lo hace normalmente me manda un mensaje. Tragué saliva pues mi boca se sentía pastosa. ¿Por qué no me avisaste Leo? Seguí caminando hacia el fondo donde están las recámaras. Una de ellas la utilizamos como oficina. Esta se comunica a través de un baño compartido hacia nuestro cuarto, el cual extrañamente, tenía la puerta cerrada. Moví la manija suavemente para comprobarlo. No me hagas esto, murmuré con un hilo de voz.

Sin pensarlo caminé hacia el estudio, abrí fácilmente la puerta que da hacia el baño y me detuve una vez más en la oscuridad. No se sentía humedad en el ambiente y eso llamó mi atención. En esta época de calor a Leo le gustaba bañarse dos veces al día, en la mañana y al llegar a casa en la tarde. No había evidencia de que hoy lo hubiera hecho. La puerta que comunica hacia nuestra recámara se encontraba entreabierta, todas las luces permanecían apagadas pero alguien estaba dentro. El sonido de una respiración agitada me paralizó. Sabía lo que iba a encontrar. Mi mente comenzaba a aceptar lo que mi intuición registró desde un principio. Crucé los brazos tratando de detener el temblor incontrolable que el recuerdo provocó y solo pude abrazarme.

Conocí a Sebastián en un viaje hace diez años. Yo tenía dieciocho, él treinta y dos. En cuanto se sentó a mi lado en el tren, su presencia me envolvió y el olor a madera fresca me recordó la cabaña de mi abuelo en el bosque. Desde ese momento me sentí reconfortada. Por supuesto no pensé que él se fijara en mí. Yo sabía que no era fea pero tampoco particularmente bonita. Ese día no iba arreglada, así que mi cabello se paraba en lugares extraños haciéndolo parecer como si me acabara de levantar de la cama, y aunque tengo unos ojos que llaman la atención por ser grandes y claros, se veían apagados y cansados. Tal vez eso me hizo una presa fácil. Hija única, de familia conservadora, nunca había conocido a un depredador. Como cervatillo en la mira me dejé flechar.

En un principio todo parecía maravilloso, él era muy atractivo, tenía dinero y me invitaba a restaurantes, bares y conciertos. Al término de mis vacaciones me convenció que me quedara más tiempo. Mis padres no estaban de acuerdo, llamaban a diario y se preocupaban por mí, pero yo era mayor de edad. No les hice caso.

Todo un caballero, Sebastián se mostraba cariñoso y amable. Jamás se sobrepasaba ni presionaba si me notaba incómoda con alguna caricia. Se ganó mi corazón y con él siguió mi cuerpo. Me apena decir que fui yo quien le pidió que me llevara a la cama. Antes de este viaje lo tenía todo planeado. Pertenecía a un grupo de jóvenes de la iglesia a la que asistía todos los domingos con mis padres. Habíamos hablado con nuestro guía y nos comprometimos a guardar nuestra virginidad hasta el matrimonio. Algunos de nosotros hasta llevábamos un delgado anillo plateado para recordar nuestra promesa. El pequeño remordimiento que sentí al quitarme la argolla, se disolvió rápidamente ante la excitación de estar siendo seducida por un hombre de mundo. Con él aprendí a perder la timidez y a ser creativa sexualmente. Sin embargo, no era tonta, así que tomé las precauciones necesarias, aunque yo sabía que no eran infalibles. Lo tuve que hacer a escondidas de Sebastián, pues él había insinuado varias veces lo mucho que le gustaría tener un hijo.

Había pasado más de un mes cuando empecé a notar cambios en mi cuerpo. Me veía más delgada a pesar de que comía bien. Yo era muy blanca, por eso es que tardé en notar lo traslúcido de mi piel, algunas venas se alcanzaban a ver fácilmente y aunque dormía toda la noche, tenía ojeras. Cuando lo comenté con el hombre que me mantenía como una reina, me dijo que me llevaría al doctor. Nos quedamos de ver en la tarde, pero nunca llegó. Intenté llamarle a su celular y a la oficina pero no contestó. Me acosté extrañada, sin embargo el cansancio me venció y no tuve energía ni para preocuparme. Esa noche dormí por primera vez sin él. En el fondo sabía que algo andaba mal, pero tenía la cabeza tan nublada que me convencí que todo se aclararía al día siguiente.

No sabría decir en qué fase del sueño estaba, pero en mi mente lo podía ver todo de una manera muy clara. Me encontraba en un lugar oscuro, olía a tierra y humedad. Mi piel se erizaba debido a la baja temperatura del ambiente. La vibración de sonidos guturales resonaba en las paredes y en mi pecho. El aliento cálido de una presencia murmuró suavemente en mi oído: eres mía.

La visión cambió, me vi a mí misma al centro de una cueva de altos techos. El sonido de gotas cayendo se escuchaba a lo lejos y el olor a guano revolvía mi estómago. Velas aparecieron alrededor formando una estrella. Giré desesperada tratando de entender. La densa oscuridad dominaba a pesar de que las pequeñas flamas poco a poco crecían en forma de triángulo hacia el techo. El aire espeso dificultaba la respiración y de pronto mi cuerpo se sintió pesado y la desesperanza creció. Me dejé caer, raspándome las rodillas, pues el camisón blanco qué me cubría era delgado y corto. Había lodo en el suelo y manchas de mugre aparecieron en mis brazos y rostro. Al observar bien, me di cuenta que no era una simple suciedad, sino sangre y costras que se extendían hacia mi corto cabello, manteniéndolo enredado y tieso. Mi rostro era tan delgado que parecía querer mostrar cada uno de sus huesos. Los ojos cristalinos que tanto me enorgullecían se veían hundidos y sin vida. Mis dientes podridos olían mal, los labios que normalmente eran carnosos y saludables se veían secos y desquebrajados. Enredado a mis pies había un gato. Su pelaje oscuro me raspaba sin piedad entre las pantorrillas y con una penetrante mirada traicionera, reflejaba el amarillo de las flamas, anunciando un trágico final.

No me gustaba nada lo que veía, sentía mi respiración fuerte y sin embargo, no podía dejar de observarme, como si me percibiera desde afuera. Qué mujer tan espantosa, pensaba. ¿Qué está haciendo? Sentía la importancia de mi presencia o más bien, de la presencia de ella. Alguien o algo moriría si ella desaparecía, pero ¿quién?

—El hijo del mal —murmuró esa tenebrosa voz una vez más en mi oído.

De repente me di cuenta que no estaba sola, había varias imágenes sombreadas a mi alrededor, figuras desaliñadas, con la mirada roja de un animal nocturno. Algunos tristes, otros enojados, perturbados e impacientes.

Yo, o más bien, la mujer y todos los demás, estábamos ahora sentados esperando a alguien. Me empecé a sentir muy inquieta, quería gritar pero no encontraba mi voz. De pronto se hizo un silencio sepulcral, nada se movía de su lugar, ni siquiera se escuchaba el sonido del aire, como ese momento expectante antes de la formación de una ola y luego, la figura de un hombre se hizo presente, llenando de excitación el ambiente. Cubierto de pies a cabeza con una túnica roja de gran capucha, tomó su lugar al centro, junto a la mujer, los demás formaron un círculo a su alrededor. Mi corazón se sentía adormecido, como si miles de hormigas hubieran escapado de su centro. El canto gutural regresó, las palabras retumbaban en mi cuerpo quemándome, pues sentía la punta de miles de cerillos apagándose en mi piel. Me costaba trabajo respirar y no quería seguir escuchando. Hablaban del hijo esperado y otras palabras que no reconocí pero que sabía eran malignas. No encontraba la manera de detener todo aquello, la mujer que era yo, participaba activamente y no podía creer lo que veía, no lograba reconocer la manera en la que me sentía, aceptaba al hombre, me entregaba a él abiertamente. Cuando empezó a elevar la capucha pude escuchar claramente su voz, esas melodiosas palabras que tan bien conocía. Todavía tenía el rostro oculto pero yo sabía quién era y en ese momento rechacé la imagen.

 —¡No! —grité, pero nada se alteró en mi visión— ¡No!, ¡no!, por favor, ¡no! —repetí desesperada.

Entonces fue cuando lo vi, en sus ojos color miel que tanto me gustaban reconocí lo maligno saliendo de su ojo izquierdo. Supe que aquel cuerpo seductor que tanto gozaba acariciando y esa hermosa sonrisa que amaba besar hasta el cansancio era tan solo una ilusión. A través de la pulsera de acero atada a su mano derecha se hacía mortal, con la izquierda almacenaba la energía sexual que obtenía de sus víctimas, de la mujer, de mí. En el rostro de ese divino monstruo vi, sin lugar a dudas, la cara de mi amante: Sebastián.

—¡No! —volví a gritar con tanta fuerza que esta vez sí funcionó. Desperté de mi sueño.

—Inés ¿qué pasa love? —se acercó Sebastián con voz de preocupación, puso su mano en mi frente— Shit! ¡Estás ardiendo! —fue corriendo al baño, enjuagó una toalla con agua helada, la exprimió y me la puso en la cabeza con una mano, mientras con la otra me quitaba el edredón, destapando mi cuerpo. Yo trataba de resistir, pero me sentía demasiado enferma.

—¿Quiénes son esos hombres? —pregunté débilmente.

—¿Cuáles hombres love? —respondió con su habitual cariño.

Lo dejé pasar, pero estoy segura que escuché voces masculinas. Con la toalla fría hizo su mayor esfuerzo por bajar mi temperatura. Me hizo tomar un par de pastillas, no tuve fuerzas para evitarlo. Después de casi una hora me sentí mejor, cerré los botones del blanco camisón y me quedé dormida.

—Gracias —dije suavemente antes de cerrar los ojos.

Él acarició mi cabello y me besó en la frente para luego desaparecer por la puerta. Dormí profundamente el resto de la noche, cuando desperté me encontraba sola. Recordando lo sucedido, las voces masculinas, lo extraño del sueño, entré en pánico. Me bañé rápidamente, guardé algunas cosas en una maleta, tomé mi identificación, tarjetas y dinero y salí huyendo hacia mi país. Me refugié en casa de mis padres los cuales no entendían el porqué de mi estado de salud tan deteriorado. El médico que me revisó mandó llamar a un especialista quien me recomendó asistir a terapia. En ese momento no lo escuché, pues estaba deprimida, cansada y evadiendo la realidad. Tiempo después lo supe. Había sido abusada sexualmente. Yo no lo entendía, pues mis relaciones con Sebastián habían sido consensuales, pero encontraron evidencias en mi cuerpo de violencia y el análisis de sangre confirmó la existencia de barbitúricos.

Esa experiencia me costó años de terapias. Tomaba ansiolíticos para reprimir los sueños demoniacos que me perseguían y no había manera de combatir la vergüenza que sentía cuando mi cuerpo se retorcía de placer al recordar mis encuentros con Sebastián.

Poco a poco fui encontrando un equilibrio. Con el apoyo de mis padres y el terapeuta regresé a la universidad de la cual salí con honores. Encontré trabajo fácilmente, pero mis relaciones personales tardaron en restaurarse, hasta que conocí a Leo.

Paralizada dentro del baño, finalmente dejé de evadir lo que mi nariz me decía. El aroma que me envolvió era uno que había intentado olvidar: madera fresca. Me había convencido que nunca lo volvería a ver, sin embargo en el fondo, sabía que todavía existía una fuerte conexión entre nosotros. Algunos recuerdos nunca desaparecieron y con frecuencia sentía su presencia. Cuando esto sucedía, lo buscaba entre las miradas, en la calle, dentro de una tienda, pero no lo encontraba. Me regañaba a mí misma por ser tan paranoica, pero una parte de mí, esa que mantenía firmemente bajo control, sabía la verdad. Sebastián andaba cerca.

Ahora estaba ahí, de carne y hueso, en la recámara que compartía con Leo, ensuciándola con su presencia. Ese pensamiento me hizo enojar y me dio valor. No podía seguir viviendo así, con el miedo a flor de piel. Respiré profundo, desenredé mis brazos y apreté los puños. Ya no era aquella joven de dieciocho años. Decidida tomé el celular que guardaba en la bolsa de mi pantalón y envié un mensaje de texto para Leo: “Llama a la policía, estoy en peligro”.

Encendí la luz del cuarto. No tardé en encontrarlo, se paseaba de un lado al otro, jadeando y murmurando palabras ininteligibles. Habían pasado ya diez años y el hombre que yo recordaba parecía todavía más guapo. Sentí un jalón en el abdomen recordándome aquel tiempo en el que pensaba que lo amaba, cuando era el centro de mi universo. Busqué en su ojo izquierdo la marca del diablo de aquella pesadilla. No la encontré, solo hallé dulzura en sus bellos ojos, dulzura que yo sabía era una ilusión.

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo entraste? —le dije con una voz que sonaba más segura de lo que me sentía.

Por un momento se quedó callado, observándome como el enamorado que se rencuentra con su mujer. Emocionado abrió los brazos, esperando que yo corriera hacia ellos. Cuando se dio cuenta que no lo haría los bajó, acusándome con su mirada.

—Huiste sin decir adiós love —me dijo suavemente. Y luego, con la voz cortada comentó— estás más hermosa que nunca.

Cuando se dio cuenta que no respondería de la forma que solía hacerlo, derritiéndome ante él. Endureció su rostro.

—Me debes algo —exclamó en tono cortante—. ¿Dónde está mi hijo?

Tragué saliva buscando eliminar el sabor amargo que sus palabras provocaron. Cuando los médicos me revisaron se dieron cuenta del embarazo. Después de varios días de consejos, pláticas y terapias, decidí abortar. Mis padres no estuvieron de acuerdo, pero ni así se separaron de mi lado hasta que volví a pararme por mí misma. Aunque el proceso fue doloroso, nunca me arrepentí. No hubiera podido amar a ese bebé, además de que era muy probable que debido a las drogas que me administraron no llegaría a término y de hacerlo, no viviría mucho tiempo.

Enojada recorrí su rostro con la mirada. Sí, seguía siendo muy atractivo, pero yo bien sabía que un monstruo vivía bajo esa fachada. En ese momento me sentí aliviada de haber escapado y pasara lo que pasara, no podía permitir que me sucediera algo así otra vez. A lo lejos escuché las sirenas. Sabía que venía la policía, sentí la respuesta de Leo cuando vibró mi celular, solo debía mantenerlo ocupado.

—¿Tú hijo? —dije con la voz rasposa, sintiendo todavía el dolor de la pérdida— bien sabes dónde está —respondí tan suave que casi no se escuchó. No pude evitar bajar la mirada. Sus siguientes palabras me hicieron retroceder.

—Sí, lo sé. Pero no te preocupes love, mi hijo volverá a nacer.

Y en ese momento un reflejo escarlata parpadeó en su ojo izquierdo. Inhalando coloqué las manos en el cuello, de mis labios salió la pregunta que me atormentó por tantos años.

—¿Quién eres? —tragando saliva tomé aire para eliminar el temblor en mi voz— ¿qué eres?, ¿un íncubo?

Después de lo ocurrido, además de la ayuda terapéutica, investigué en la red. Una y otra vez me encontraba con las características de este ser místico y la piel se me erizaba recordándolo. Por un lado, sabía que no podía existir. Era absurdo, un ser demoniaco, hijo de los ángeles caídos, capaz de succionar energía vital a través del sexo. Pero, por otro lado, la idea de haber sido drogada por tanto tiempo y probablemente violada por más de un hombre… no podía ni pensarlo. La religión había sido importante durante mi niñez, pero en ese momento no supe como reconectarme con ella. Probablemente estaba muy enojada. Recuerdo haber tenido una buena relación con mi ángel de la guarda, pero él me abandonó cuando más lo necesité. En realidad, ya no sabía qué creer o qué pensar. Me dediqué a tratar de olvidar y seguir con mi vida.

La sonrisa que siempre mostraba desapareció de su hermoso rostro. Elevó la mano derecha mostrándome la pulsera de acero que yo había visto en mis pesadillas, como si el movimiento hubiera sido casual.

—Nunca pensé que fueras una chiquilla fantasiosa Inés —dijo chasqueando la lengua en un regaño.

Los pasos en el pasillo llamaron su atención. Inclinó la cabeza y transformó su gesto amenazador con una media sonrisa.

—Esta vez, ni tu preciado Leonardo podrá interponerse entre nosotros.

En forma de despedida hizo una ligera reverencia. Dio media vuelta y salió por la ventana hacia la escalera de incendios, desapareciendo de mi vista.

Leo llegó junto con la policía, abrazándome protectoramente con sus enormes brazos, mientras que la amenaza de Sebastián retumbaba en mi cabeza. Tomaron mi declaración, huellas digitales y abrieron una investigación. Han pasado meses y no sabemos nada de él. Creemos que regresó a su país, aunque las autoridades dicen haberle perdido la pista.

Tuve que contarle toda mi historia a Leo. Esa parte de mí, lo que ocurrió diez años atrás, todavía me avergonzaba y no sabía si él saldría corriendo por la puerta deseando no verme nunca más. Tal vez lo correcto hubiera sido que me separara de él y así, asegurarme de que estaría a salvo. Pero él no solo no me abandonó, sino que a partir de ese momento, nuestra relación se solidificó y finalmente me propuso matrimonio. No lo sabe, pero estoy esperando a nuestro hijo. Pienso decírselo como regalo de boda.


Tengo todavía un secreto. Desde el día que Sebastián apareció en el departamento, he tenido algunos sueños. En ellos estoy desnuda en la cama, sonriéndole. Admiro su rostro, le acaricio la piel y disfruto del peso de su frío cuerpo sobre el mío. La culpa me atormenta al día siguiente, me hace sentir sucia y desleal. No me atrevo a pedir ayuda, así que reprimo lo ocurrido en lo más profundo mi mente. En el fondo sé que tengo miedo a enfrentar la realidad. Soy muy feliz con Leo, pero por alguna razón que no comprendo, mi cuerpo responde con mucha mayor intensidad durante las pesadillas. La verdad es que estoy confundida. Hay un solo pensamiento que me consuela. No es posible embarazarse de un sueño. ¿O sí?

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