jueves, 30 de junio de 2016

Teresa

Paulina Pérez


Teresa preparó su regreso a casa temiendo ser rechazada. Quería saber de sus padres. Saborear el agua dulce del río. Sentir la brisa cálida en su rostro. Recostarse en la playa y dejar que el agua salada bañe su piel. Disfrutar de los atardeceres y las noches estrelladas. Percibir los exquisitos olores que cada noche emanaban de la cocina. Compartir la mesa y degustar esos camarones gigantes bien adobados que solo su madre sabía hacer. Extrañaba ayudar a limpiar el pescado y acompañar a su madre a escoger la fruta. Todo aquello suyo, único, arrebatado de un tajo por la maldad humana.

Ni bien ingresó a la sala de migración para registrar su entrada al país, miró en una de las carteleras su foto. Sus padres ofrecían una recompensa por cualquier información sobre su paradero.

Teresa, hija de Celia y Tomas. Ella una afro descendiente bastante atractiva pese al paso de los años. Él un francés venido al nuevo mundo atraído por las historias fantásticas que sus amigos comentaban luego de largos viajes por América Latina. Celia trabajaba en un hotel a orillas del mar cuyos huéspedes eran en su mayoría europeos. Aparte del alojamiento ofrecían paseos a lugares paradisíacos solo conocidos por los nativos de la zona y muy alejados de la civilización.

Fue así como Celia y Tomás se conocieron. Él se atrasó a una excursión y a ella le apenó que se quedara solo, así que le ofreció llevarlo a su pueblo donde podría disfrutar de hermosos paisajes, caídas de sol y noches de luna, rica comida y gente buena. Tomás aceptó sin saber que luego de un par de días decidiría quedarse junto a Celia para siempre. Montaron un pequeño restaurante y unas pocas cabañas todo muy rústico. Tomás se asoció con algunos dueños de hoteles para recibir grupos y ofrecerles un plan de actividades de tres o cuatro días en lugares casi secretos de naturaleza virgen. Eran los inicios del turismo comunitario.

Luego de dos años de compartir sus vidas nació Teresa. Una niña muy bella. Ojos azules, piel canela, cabello castaño oscuro con algunos mechones dorados y una sonrisa que iluminaba su rostro. Sobraban manos para cuidarla. Para evitar las rencillas los padres tuvieron que poner turnos, pues todas las mujeres del pueblo querían ocuparse de la pequeña.

Cuando llegaban los turistas, su padre la mantenía alejada del pequeño hostal. Le tenía pánico al famoso mal de ojo. Una creencia muy arraigada en el campo. Se decía que cuando un bebé era muy bonito, la gente lo enfermaba si lo miraba con envidia. Tomás había visto algunos casos y no sabía si le asustaba más la supuesta enfermedad o la forma en que la curaban. 

Cuando Teresa se acercaba a los catorce años su madre quedó embarazada. La gestación se complicó desde un inicio y su médico ordenó reposo absoluto.
Tomás estaba rebasado de trabajo y la idea de solicitarle ayuda de su hija le desagradaba pero no le quedo más. No le gustaban las miradas que los foráneos le lanzaban. 

Agosto empezaba y con él la llegada constante de numerosos grupos de turistas. En uno de ellos llegó un muchacho joven que de inmediato se fijó en Teresa, pese a la molestia que Tomás se empeñaba en mostrarle cada vez que lo encontraba mirando a su hija, no disimuló su interés en ella.

En uno de los viajes a la ciudad, Tomás y dos de sus ayudantes reconocieron al joven. Les pareció muy extraño. En todos los años que llevaban trabajando nunca se habían reencontrado con alguien que hubiera sido alojado por ellos.

El embarazo de Celia se complicó aún más y fue hospitalizada. Su estado se agravó, perdió el bebé y requirió cuidados intensivos. Padre e hija debieron quedarse en la ciudad por varios días. Solo regresarían a casa con ella sana.

A Tomás no le gustaba la ciudad para su hija. Teresa había sido criada en un ambiente sano, rodeada de gente sencilla, honesta, trabajadora. Muy solidarios entre ellos y para quienes la palabra valía más que un papel firmado. Y ese lugar era todo lo contrario. Había almacenes de joyas y bisutería, los escaparates mostraban vestidos de vivos colores con atrevidos escotes y pedrería. En los bares y discotecas dispuestos frente a los numerosos hoteles de la avenida principal no faltaban aquellos que empezaban a beber desde muy temprano, mujeres excesivamente maquilladas y escasamente vestidas que abordaban a los extranjeros sin ningún pudor. 

Teresa no pasaba desapercibida para nadie. Atraía las miradas por donde pasaba y eso incomodaba mucho a su padre.

Una mañana, Tomás salió temprano hacia al hospital dejando a Teresa dormida. Cuando regresó encontró a su hija conversando y mirando revistas de farándula de lo más animada con el mismo joven que tanta extrañeza le había causado hace unos días.

Se llamaba Mauro y por su acento se podía deducir que era español. Cuando Tomás estrechó su mano una desagradable corriente le recorrió el brazo. 

Mauro era bien parecido y bastante agradable en su trato y su conversación. Almorzó con sus nuevos amigos y no permitió que Tomás pagara su comida. Pidió permiso para invitar a Teresa a una heladería frente al hotel y le fue concedido. Mientras, Tomás esperó su regreso sin quitarles los ojos de encima ni un solo momento.

Pasaba el tiempo y Celia no mostraba mejoría. Tomás empezaba a desesperarse, no sabría vivir sin ella. Caminó hacia el hotel para tratar de disipar la angustia y ni bien entró el empleado de la recepción le comunicó que en el hospital requerían su presencia con mucha urgencia. Uno de los medicamentos que se utilizaba en el tratamiento de su esposa se había terminado y era urgente comprarlo.  

Luego de una angustiosa y larga noche, Celia empezaba a reaccionar. Por primera vez en días los médicos se mostraron optimistas y le aseguraron que se recuperaría totalmente.

Tomás llegó a su habitación agotado y se quedó dormido sobre la cama. Cuando despertó ya pasaba del medio día. Sobresaltado recordó que no le había dejado ningún recado a su hija, ni le había visto desde el día anterior.

Salió disparado a buscarla. La encontró con Mauro, quien le sacaba fotos, mientras ella posaba de lo más divertida. Algo estaba cambiando en su hija. Percibió cierta malicia en su mirada y eso le disgustó mucho.

Luego de algunos días Celia fue dada de alta y regresaron a casa. Tomás no podía creer que al fin estaba de nuevo en su hogar con su mujer todavía convaleciente y su hija, lejos de aquel infiernillo lleno de ruidos y gente extraña.
Teresa empezó a mostrarse muy extraña. Reclamaba al estar todo el día en casa al cuidado de su madre. Y siempre estaba pendiente de la gente que llegaba o de si su padre preparaba viaje para abastecerse de víveres y otros insumos necesarios.

La insistencia de Teresa de querer acompañar a su padre o a cualquiera que tuviera necesidad de ir a la ciudad empezó a preocupar a Tomás. Su hija había dejado de ser la niña inocente que no se le despegaba para volverse irritable, grosera y descariñada.  Su madre y su abuela decían que era la edad, que ya se le pasaría, pero su padre no se convencía.

Celia ya empezaba a incorporarse al trabajo, al principio iba las mañanas, luego en las tardes. Le llevó algún tiempo volver a ser la misma negra alegre de siempre, que no se quedaba quieta un minuto. Mientras tanto su hija se volvía cada vez más huraña.

Nuevamente iniciaba la temporada alta, el trabajo se multiplicaba. Gente que llegaba otra que partía. La cocina no paraba nunca, los fogones no descansaban, la fila de platos y cubiertos en el lavadero parecía no disminuir. Los canastos de frutas y mariscos desaparecían con la misma rapidez que llegaban. Todos estaban concentrados en el trabajo y fue hasta casi la media noche que notaron la ausencia de Teresa.

La buscaron por todos lados. Sus padres entraron en desesperación. No podían salir a buscarla hasta que amaneciera puesto que el camino era malo y no había iluminación.

Apenas aparecieron los primeros rayos de sol, Tomás y tres de sus amigos más cercanos salieron a buscarla. A llegar a la ciudad fueron de bar en bar y de hotel en hotel. Preguntaron, averiguaron y nadie daba razón. 

Su padre guardaba la esperanza que se hubiera escondido cerca de casa para asustarlos y llamar su atención. Pero al regresar encontró a Celia desesperada. Estaban conscientes de lo bella que era su hija y temían que alguien le hubiera hecho algo malo. Regresaron a buscarla a la ciudad y fueron hasta la estación de autobuses. Los conserjes de la estación eran muy amigos de Celia. Acudieron a ellos para pedirles ayuda para encontrar a su hija y recibieron una devastadora noticia.

Doña Clara había visto a Teresa acompañada de un joven muy guapo subiendo a un autobús que iba para la capital. La vio tan tranquila que no se imaginó que estaba huyendo de casa.

Celia y Tomás no atinaban a articular palabra. Tampoco entendían por qué su hija había tomado la decisión de irse y de esa manera.

Teresa estaba emocionada. Mauro le había invitado a conocer la capital. Sabía que a su regreso recibiría una tunda por cada uno de sus padres, pero no iba a desaprovechar esa oportunidad, Estaba harta de pasar encerrada. Su padre la educaba en casa y una vez al año salía para presentar exámenes. No recordaba un solo día que su padre o su madre no estuvieran con ella.

Cuando su madre estaba en el hospital, Teresa compartió algún tiempo con Mauro y para él fue más que suficiente para convencerla de aceptar irse con él. Le aseguró que conocería a muchas personas como las que habían visto en las revistas. Podría comprar vestidos, hacerse peinados como los de aquellas mujeres famosas. Estaba totalmente deslumbrada con las historias que él le contaba sobre la gran ciudad.

Llegaron a la capital a las cuatro de la mañana. Apenas bajaron del bus, Mauro empujo a Teresa hacia el interior de un carro y desparecieron por las avenidas todavía dormidas de aquella metrópoli. 

Mauro le pidió disculpas por haberla tironeado, como ella era menor de edad, le dio miedo que los policías de la estación les pidieran papeles.

Eso tranquilizó a Teresa y el sueño la venció. Cuando despertó, Mauro ya no estaba en el auto. En su lugar estaba una mujer. Al preguntar por Mauro, nadie le respondió.

Entraron al garaje de una casa muy lujosa y una vez cerró la puerta, la mujer sacó violentamente a Teresa del carro y la sujetó fuertemente mientras el conductor vendaba sus ojos y sellaba su boca con cinta de embalaje.

Todo esfuerzo por zafarse o gritar fue inútil, fue sometida y luego encerrada en un cuarto. Alguien entraba tres veces al día para dejarle comida. Al principio lo escupía todo, gritaba, maldecía, nadie le respondía. Con el paso de los días empezó a comer algo, lo estrictamente necesario para no morirse.

Teresa pensaba que estaba secuestrada y que apenas sus padres hicieran el pago la dejarían volver a casa. Esa esperanza la ayudaba a tolerar los interminables días, amarrada de pies y manos y sin la posibilidad de ver el lugar en el que estaba recluida ni saber si era de día o de noche.

Estaba quedándose dormida cuando sintió que abrían la puerta. La levantaron y sintió un pinchazo en su brazo. 

Despertó en un cuarto sin ventanas junto a otras muchachas. Una de ellas se le acercó para preguntarle su nombre:

—¿Cómo te llamas niña?

—Teresa —respondió.

—¿Y cómo has llegado hasta aquí?

—Conocí a un muchacho llamado Mauro. Parecía buena persona. Me propuso hacer un viaje a la capital para que la conociera y prometió que en dos días regresaríamos a casa. Pero me dejó con otras personas.

—Yo también conocí a Mauro y acepté su viaje a la capital —contestó otra muchacha que estaba recostada sobre una colchoneta con cierta ironía.

—¿Y qué quieren de nosotras? ¿Para qué nos han traído?

—Para vendernos querida.

—¿A quién? ¿Por qué quieren vendernos? No se pueden vender personas.

—Caíste en manos de gente mala querida. Ellos van por los pueblos o ciudades más pequeñas buscando chicas bonitas para luego venderlas a quien pague mejor.

Teresa no entendía nada, pero algo en su interior le advertía que estaba en peligro.

Estaba segura que sus padres la buscarían pero dónde, si ella misma ignoraba donde estaba.

Se puso a llorar desconsoladamente. La puerta se abrió y dos tipos con gafas oscuras y muy grandes entraron seguidos de dos mujeres que traían unas bandejas como las que usan las enfermeras con varias jeringas y una a una fueron inyectadas. Teresa observó como después de la inyección se acomodaban y se iban quedando dormidas.

Cuando despertó, notó que faltaban algunas chicas. Amanda, la primera muchacha que le habló se dio cuenta que Teresa era muy ingenua, no acababa de entender el lío en el que estaba metida.

—¿Ya te diste cuenta que se han llevado a algunas de nosotras?

—Sí. ¿Y a nosotras también nos van a llevar?

—Claro querida. Apenas alguien ofrezca un buen precio.

Amanda se dio cuenta que debía alertar a la recién llegada. Le explicó que ellas eran vendidas para trabajar en bares para hombres y obligadas a tener relaciones sexuales. Le aconsejó resignarse porque de lo contrario sería maltratada y drogada para que obedezca. Sus padres no la iban a encontrar nunca. Era gente muy mala y sabían cómo hacer las cosas sin dejar rastro.

Pero Teresa no estaba dispuesta a resignarse. Intentaría escaparse.

Pronto admitió que Amanda tenía razón, ya llevaba dos años trabajando en un cabaret. Usada, vejada, humillada, fumaba marihuana para resistir aquellos días en los que sentía que era mejor quitarse la vida que seguir así. Aprendió a evadirse mientras los hombres la usaban y abusaban de ella. 

Una noche, la casa donde Teresa y otras chicas eran encerradas fue allanada por la policía. Teresa estaba muy drogada. No se enteró que fueron las autoridades hasta que despertó en una celda con varias literas. Era una correccional para adolescentes. Teresa tenía dieciséis años ya.

Luego de varias semanas de estar en aquel lugar fue entrevistada para buscar a su familia.

Se declaró huérfana. Prefería que sus padres la dieran por muerta a reencontrarse con ellos y causarles la pena de verla transformada en un despojo humano.

Sus ojos azules ya no tenían luz, el cabello escaso y maltratado. Las drogas le habían deformado el rostro y su piel era amarillenta.

Nadie creería que alguna vez fue una jovencita que atraía todas las miradas por su excepcional belleza.

Al no tener familia, Teresa permaneció recluida hasta la mayoría de edad. Sacó un certificado en cosmetología y apenas quedó en libertad se dedicó a buscar trabajo. Volvió a verse como antes del secuestro pero sus ojos nunca recuperaron ni el brillo ni la expresividad que los hacía maravillosos.

Consiguió compartir un departamento con otras dos chicas quienes la involucraron en su negocio. En las noches hacían de acompañantes de ejecutivos. Ellas los escogían, no tenían dueños o jefes y ganaban mucho dinero. Teresa sabía que eso era prostitución. Si bien es cierto que ella decidía no por eso dejaba de serlo.

Ya no tenía nada que perder. Lo que ganaba le permitía tener su departamento propio. Había recuperado todos sus atractivos y aprendió a utilizarlos muy bien. Viajó, disfruto de los lujos que sus clientes le ofrecían.

Tenía joyas, ropa, comodidades pero nada lograba llenar el profundo vacío de su alma. Necesitaba con urgencia aquel afecto, aquellos mimos y ese infinito amor que sus padres y su gente le habían brindado desde que recordaba.

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