martes, 12 de marzo de 2024

Un acto de… amor

Érika Ramírez Levín

  

Prometí que nunca la visitaría y lo he cumplido. Tras varios años de altibajos, logré rearmar mi vida. Al fin tengo una relación sentimental estable que me ilusiona. He dejado de despertarme en las madrugadas empapado de sudor. Además, funcionó mejor de lo que pensaba eso de cambiar a una dieta vegana. ¿Por qué no pudo continuar así?

Hoy, al amanecer, tuve una sensación extraña en cuanto sonó el teléfono. Me notificaron que está enferma y le pronostican poco tiempo de vida. Quizás un mes o menos. Al colgar, una nube densa, negra, se infiltró por mis poros. ¿Qué hago con estos sentimientos que, de manera sistemática, enterré en lo más profundo de mi ser y ahora siento cómo me revuelven el estómago, ascienden por el esófago y se transforman en unas náuseas incontrolables?

Me tuve que reportar enfermo al trabajo. Vomité dos veces. ¡Maldita sea! Dijeron que avisarían cuando falleciera, no antes. Como una película, cada detalle regresa a mi mente acosándome la cordura. Vuelvo a escucharla gritando que fue por amor. ¡¿Amor?! ¡Por eso está encerrada! ¡Que se pudra! Las arcadas ácidas me sorprenden otra vez. Brinco del sofá golpeándome la espinilla con el borde de la mesa de centro; duele hasta el alma, pero ahogo el grito por la salivación cada vez más abundante. Mi brazo izquierdo logra agarrar el respaldo de una de las sillas del comedor. Fijo la vista en el pasillo, mi objetivo está al final. Intento respirar profundo por la nariz y corro cojeando sin mirar las puertas de las habitaciones a ambos lados.

Si se viera el departamento desde arriba, parecería una gran te mayúscula. La cocina está en línea recta con la sala y en medio, opuesto al comedor, está el pasillo. Estoy sentado, con una manta sobre mis hombros, en el sillón de tres plazas que tengo por sala. De cara a mí, pegado a la pared, está un mueble blanco de los que llaman centro de entretenimiento, con múltiples cajones para guardar hasta lo que no recuerdo; ahí reposa una pantalla de cincuenta pulgadas y tres consolas de videojuegos. A la derecha ilumina la estancia una enorme ventana corrediza centrada en la pared color ocre. Cuando quiero ventilar el lugar, basta con abrirla junto con la de la cocina para que se forme una corriente con ráfagas de aire que desperdigan cuanto papel o adorno ligero se cruzan en su camino.

Mi novia pidió la tarde libre y llegó hace media hora. Está preparándome una infusión de manzanilla y hierbabuena. Me ha repetido que no hace frío, pero sigo temblando. Sé que está confundida, no la culpo. En este afán de dejar todo atrás, le oculté esa etapa de mi vida. Siento su mirada sobre mí. Volteo hacia ella y me sonríe por encima de la barra de granito marrón que divide la cocina de la estancia. Me sale una mueca extraña en un intento de regresarle la sonrisa.

—Necesito platicarte algo —le digo casi en un susurro.

—¡Espera, ya casi voy! No te oigo —replica en voz alta como todas las personas que, cuando no escuchan, hablan fuerte, al tiempo que se oye el tintineo de la cuchara chocar con la cerámica mientras vierte el agua caliente.

Despacio, sosteniendo con una mano el plato y con la otra la oreja de la taza, deja el té sobre la mesita de centro. El olor de las hierbas endulzadas con miel reconforta mi malestar. 

—¿Decías? —pregunta curiosa—. Ah, oye, antes, ¿llamo al médico? No entiendo qué fue lo que te pasó. Ayer comimos lo mismo, ¿qué te pudo haber hecho tanto daño?

—No, no, está bien —respondo de inmediato—. Bueno, no es que esté bien. Quiero decir que no fue comida lo que me afectó. Tengo… algo que contarte.

Se sienta en el sillón, a mi derecha, sin quitarme la vista de encima. Sube las piernas y las cruza en forma de mariposa acomodándose para quedar frente a mí. Toma un cojín y lo coloca sobre su regazo. Veo el reflejo negruzco de nuestros cuerpos enmarcados en la pantalla delante de nosotros y continúo:

—¿Recuerdas que te dije que mis papás murieron hace años? —le pregunto, sin rodeos, intentando encontrar un punto por donde comenzar; ella asiente en silencio—. Pues… fue mi papá el que falleció en ese choque; mi mamá sobrevivió.

—¡¿Por qué ocultarías algo así?! —me cuestiona incrédula y un poco molesta.

—Por favor, te pido paciencia —balbuceo. Tomo la taza de la mesa pues siento una sequedad amarga en la boca que intento aliviar con dos tragos del té humeante—. Todo tiene una explicación y te prometo que te hará sentido después de que sepas el porqué. Solo… dame oportunidad de…

—De acuerdo —me interrumpe con tono cortante, cruzando los brazos—, te escucho.

Noto la lengua entumecida y un poco adolorida tras haberme quemado con el líquido. Inhalo profundo, suplicando que el aire que ingresa me ayude a encontrar el valor que necesito para continuar. Exhalo lento y tremoso.

—Los tres éramos, lo que podría llamarse, una familia feliz. Mis padres se adoraban y yo era la envidia en la escuela porque eso no era muy común; a mi alrededor, por el contrario, se escuchaba más sobre divorcios, abandono, maltrato, ausencias.

»Todos los días, entre semana, mi mamá cocinaba el desayuno. Recuerdo que…

Una arcada me sorprende y jalo aire con desesperación para ahuyentar el malestar. Tomo otro poco de té. Esta vez soplo primero sobre la superficie parduzca, pues sigue muy caliente.

—Perdón —me disculpo incómodo—. Después de desayunar, nos daba en una bolsa de papel un pequeño refrigerio para que almorzáramos a mediodía.

En este punto, necesito volver a respirar profundo. Siento el estómago revuelto. Me levanto sin decir nada, voy hacia la ventana, la abro de par en par y agradezco el aire fresco que golpea mi rostro. Por fortuna, la panadería del otro lado de la acera no tiene el horno prendido; lo sé porque el olor me hubiera provocado más náuseas. La calle está tranquila y los pajarillos trinan efusivos, ajenos a mi malestar. Vuelvo a sentarme.

—Papá me llevaba a la escuela en las mañanas y, de regreso, cerca de las siete de la tarde, me recogía en el campo de fútbol para irnos a la casa. Los fines de semana hacíamos lo que, supongo, cualquier familia hace en sus días de descanso: íbamos al cine, comíamos fuera, visitábamos a tíos, primos o amigos, qué sé yo.

»Una tarde, después de la práctica, se me hizo extraño no ver estacionado su carro. Me dirigía hacia las gradas, buscándolo, cuando reconocí a José, su hermano menor, acercarse despacio con las manos metidas en las bolsas de sus jeans y la cabeza gacha. Tan pronto lo tuve enfrente y levantó la cara, distinguí sus ojos hinchados e inyectados de sangre. Me asusté muchísimo y solo atiné a preguntarle si todo estaba bien. Se soltó en llanto y me abrazó tan fuerte, que aún hoy puedo sentir sus brazos rodeándome.

»Me contó que, aprovechando que nos visitaba, papá había arreglado salir temprano de la oficina, ir por mi mamá a la casa, luego recogerlo a él de no recuerdo dónde y darme la sorpresa en la escuela para ir a cenar los cuatro. Cuando pasó el tiempo y mis papás no llegaron, mi tío indagó hasta que dio con el accidente donde un microbús de transporte público los había embestido por no respetar el rojo del semáforo.

»A partir de ahí, nuestras vidas se vinieron abajo. La recuperación física de ella fue rápida. Solo tuvo algunos golpes leves, pues el camión pegó del lado del conductor. Pero la mental… Como te decía, el carro recibió el impacto en el costado donde iba mi papá. Las puertas quedaron destrozadas y las ventanas hechas añicos.

»Con las migajas contadas por mi mamá de vez en cuando, los peritajes para establecer responsabilidades y lo que me explicó ese abogado…, ¿cómo lo llaman?, ¿abogado de accidentes? Bueno, de todo eso, logré armar una especie de rompecabezas que más o menos explica lo ocurrido.

»Después del golpe, ella volteó a su izquierda y vio a mi papá quieto, con la mirada hacia adelante, los brazos aún agarrando el volante y moviendo ligeramente los labios. Le preguntaba si estaba bien, pero él no respondía. Con cada pregunta aumentaba su desesperación al no recibir respuesta, hasta que supongo que se asomó para poder verlo mejor…

Mi novia se acerca un poco más a mí y toma mi mano con la suya. Acaricia con su pulgar mi dorso.

—Su rostro estaba desfigurado; la piel se estiraba hacia una gran protuberancia del lado izquierdo de la frente, como si al momento de irse inflamando, el bulto jalara el cutis deformando sus facciones. El abogado mencionó que la cabeza debió latiguear por el impulso de la colisión, pegándose con el marco de la ventana o con el cristal previo a estrellarse.

»Pero eso no fue lo peor. No sé si por la sangre o cómo, mi mamá se percató de que papá tenía un pedazo de cristal, de tamaño considerable, clavado en el cuello, cerca de la garganta. Y… me han dicho que fue por instinto… no estoy seguro. Ella me ha repetido, me ha asegurado, que solo quería liberarlo para que pudiera hablar; insiste haberse sentido invadida por una urgencia de ayudarlo al verle mover los labios y no emitir palabras. Que… por eso…

—Auuu —gime mi novia de forma sorpresiva—. Perdón, es que me apretaste la mano. Estás muy colorado. ¿Te sientes bien?

Veo mis dedos marcados en su mano y las uñas de mi otra mano clavadas en mi palma al abrir el puño. Tengo mucho calor, me quito la frazada de la espalda y cruzo los brazos.

—Sí, bien —espeto molesto.

—¿Entonces? Decías que te ha repetido que quería ayudarlo.

—Eso es lo que ha dicho todo este tiempo. Que necesitaba saber qué le quería decir y por eso… jaló el vidrio de su cuello. Lo que creo que ella nunca comprendió es que, al sacar el pedazo, terminó de desgarrarlo. La sangre prorrumpió a borbotones salpicando todo. Él… él no podía respirar, ¡se estaba ahogando! No sé cuánto tiempo estuvo así hasta que… bueno… hasta que murió. ¡¿Por qué no pidió ayuda?! ¿¡Por qué no se esperó?!

Mi respiración está demasiado agitada.

—Revivo ese momento como si yo hubiera estado ahí. De tantas veces que lo he imaginado, he visto la desesperación de mi papá intentando respirar, su angustia al sentir que el aire no llegaba a sus pulmones. No sé si habrá tenido la conciencia de que eran sus últimos momentos. Y a mi madre gritándole que le hablara, que le dijera algo, pero ¿¡cómo!? ¿¡Qué no vio que estaba sufriendo?!

Me doy cuenta de que mi novia me ve aterrada y me asusto. Intento respirar profundo una y otra vez para tranquilizarme. Con manos trémulas tomo la taza de té y doy unos sorbos; ya está tibio.

—¡Ay, amor! —alcanza a articular, angustiada, pero se nota que no tiene idea de qué más decir. Se acerca un poco más y me acaricia la espalda.

Respiro profundo y continúo.

—Pasaron dos o tres semanas en que se encerró en sí misma. No salía de su recámara, no hablaba con nadie, casi no comía. En las noches se despertaba llorando y gritando el nombre de mi papá, con una angustia y un dolor que no se lo deseo a nadie. A menudo la escuchaba murmurar preguntas como: «¿Por qué no me llevó con él?», o frases incomprensibles como: «No debió irse solo». Fue una época muy dura porque no pude vivir el duelo de mi papá al estar padeciéndola a ella.

»La tía Remedios, prima suya, me recomendó una tanatóloga y una psiquiatra que daban consultas a domicilio y, viéndolo en retrospectiva, fue cuando comenzó a salir de esa depresión en la que se había enclaustrado. No te voy a mentir, hubo días buenos, otros malos y algunos peores. Aun así, poco a poco, comencé a verla mejorar.

»Mi papá había dejado un seguro de vida que sirvió para costear estos tratamientos junto con una enfermera que estuvo con ella en el día mientras yo iba a la escuela. Dejé el fútbol a fin de estar más tiempo a su lado; era una persona mayor, ni modo de abandonarla. Luego de casi un año, resurgió de las sombras y, aunque no volvió a ser la misma de antes, recuperó algunas de las actividades que tenía previas al accidente. En especial, cocinar, que era algo que ella amaba.

»Noté que, incluso, se entusiasmó al descubrir que podía obtener nuevas recetas de internet. Creo que escuchó en algún programa de televisión a una chef recomendando su página. Me intenté embarrar de paciencia para enseñarle a usar la computadora; lo que fuera con tal de también recuperar mi vida que por su culpa había postergado.

»Al fin pude llorar la partida de papá. De manera paulatina, nuestras vidas se fueron reconfigurando en una rutina diferente pero funcional. Los desayunos y refrigerios regresaron a mi vida. Te hablo de que pasaron como tres años desde el accidente hasta este punto. Yo ya estaba en la universidad e intentaba combinar mis estudios con la socialización y mis entrenamientos deportivos que había dejado a un lado.

Suspiro.

—Me reconforta platicarle a la mujer que amo esta parte de mi vida. —Veo que ella me regresa la sonrisa y extiende su brazo para tomarme la mano—. Sigo extrañando a mi papá como si fuera ayer; me hace demasiada falta, aunque no sé qué hubiera pensado o hecho de haberse enterado de lo que pasó después.

Mi novia, confusa, se mantiene en silencio.

—A pesar de que nuestras vidas habían vuelto a la normalidad, existían momentos en que se perdía en sus pensamientos. Por ejemplo, mientras esperaba que algún guiso hirviera, se asomaba por la ventana de la cocina hacia el jardín y murmuraba frases o preguntas sueltas, como aquellas que solía repetir cuando recién ocurrió el accidente: «¿Por qué no me llevó con él? Pudimos habernos ido juntos. Debí haberme ido con él».

»Como vi que las cosas iban mejorando, comencé a ya no estar tanto en la casa. En el fondo, ahora que lo pienso, no quería estar cerca de ella. Incluso verla a los ojos me costaba trabajo. No sé, era extraño. Me daba coraje que me hablara como si nada. Sé que debía sentirme contento porque ella estaba recuperándose, pero…

Siento una oleada de furia arropar mi calma.

»Sus innovaciones en la cocina cada vez eran más notorias. Lo advertí en los refrigerios que me seguía mandando a pesar de que yo le decía que en la universidad había cafetería. Insistía en que me llevara la comida porque, según ella, era su forma de demostrarme que me acompañaba; quería asegurarse de estar cerca de mí. Como no quería enfrascarme en una discusión inútil, accedí.

»Una noche, cuando estábamos cenando, vi que tenía una curita en el dedo anular de su mano izquierda. Le pregunté qué le había pasado y un tanto nerviosa me respondió que se había descuidado al cortar la fruta. Me imagino que, por instinto, jaló la manga de su vestido hacia la mano en un intento de taparse. La tela se atoró con el anillo de la otra mano y se le descubrió el brazo. Tenía la piel lastimada, con quemaduras o raspones, no logré ver bien, porque con éxito volvió a jalar la tela e insistió en que no era nada de importancia. No quise alarmarme y decidí creerle.

—¿En serio no hiciste nada? ¿No la llevaste al médico? —me frena mi novia, impaciente.

—Te estoy diciendo, no quería preocuparme de más y, en general, ella se veía bien. Pensé que le daba pena que me diera cuenta de lo distraída que estaba —objeto molesto por su acusación y nos quedamos un momento en silencio; respiro profundo—. Ya sé… ya sé. Solo acuérdate del tiempo que pasó para por fin estar en ese punto. Lo que menos quería era siquiera pensar en alguna recaída o peor.

Mi novia sacude la cabeza y guarda silencio. Logra ponerme nervioso, por lo que tomo la taza y bebo el resto del té. Para este momento ya está frío. No sé cómo postergar más el relato, así es que prosigo:

—Algunos días después, casi lograba escabullirme a la escuela cuando apareció por la puerta de la cocina para darme la bolsa de papel con mi almuerzo. Vi que rengueaba y apretaba los labios en un ademán como de dolor. Le pregunté si estaba bien. Me respondió que le molestaba un poco el talón. «Aflicciones de vieja, ya sabes». Me sonrió y terminó de regresarse a la cocina. Fue en ese momento cuando empecé a pensar que algo me ocultaba.

—¿¡Apenas?! —reprueba mi novia con voz chillona y, de manera simultánea, se tapa la boca con ambas manos—. Perdón, ya, perdón… sigue.

Pongo los ojos en blanco. ¡No tiene idea de nada y de todos modos me critica! Me resigno a concluir la historia, aunque noto que mi estómago me comienza a atormentar y unas náuseas ligeras se asoman desafiantes. Dicen que el cuerpo tiene memoria y hoy compruebo que es cierto.

—Mi apuesta, después de ver las heridas, era que se estaba haciendo daño ella misma. Leí que esa es una forma que tienen algunas personas para expresar una situación emocional que los está destrozando por dentro. Algo así como que necesitan sentir otro tipo de dolor porque no son capaces de enfrentar sus sentimientos y entonces recurren a autoinfligirse lesiones que les generan una paz momentánea.

»Antes de enfrentarla o pedir otra vez ayuda, precisaba de pruebas. Con apoyo de un amigo, amante de la tecnología, instalé unas pequeñas cámaras en la cocina a fin de monitorear cuándo recurría a lastimarse. Ya que tuviera una o dos tomas podría ir con la psiquiatra para que me ayudara a determinar el mejor plan de acción. Mi error fue estar revisando el celular en la universidad, con amigos y conocidos alrededor. Ya sabes, en la carrera de Comunicación los curiosos sobran.

—¿Tu error? —me preguntó desconcertada.

—Sí, porque en cuanto vi lo que hizo, en cuanto entendí —y ese «entendí» lo remarqué fuerte y claro—, lo que hizo esa mañana antes de darme la bolsa de papel con mi almuerzo, perdí la razón. Mi mente se nubló a tal grado que todo me daba vueltas, volví el estómago y creo que hasta lloré. Necesitaba respuestas y, al mismo tiempo, no quería volver a saber nada de ella. ¿¡No le bastaba con haberme arrebatado a mi papá?! Jamás, escúchame, jamás había experimentado algo similar en toda mi vida. De ahí, tengo borrados algunos episodios. No supe cómo llegué a mi casa, solo recuerdo estar frente a ella, gritándole mientras le mostraba los videos en el celular, viendo su cara estupefacta y tan pálida que creí que se desmayaría.

—No entiendo…, ¿qué viste? ¿Qué había en los videos? —me cuestiona intentando comprender.

Me levanto del sillón y voy hacia el mueble de la televisión.

—Todavía la escucho berrear suplicante: «¡No quería que estuvieras solo! ¡Te juro que lo hice con amor, para acompañarte siempre, porque ya habías perdido a tu papá! ¡Tienes que creerme, hijo!» —le sigo contando mientras camino arrastrando los pies sobre la alfombra.

Abro el cajón de hasta abajo y saco un periódico amarillento y maltratado. Despacio, como si pesara una tonelada, lo llevo hacia ella. Unas lágrimas me acompañan en el camino. Era el diario que la facultad publicaba en esa época. 

—En todos estos años no he logrado reconstruir bien lo que pasó después de eso. Supongo que los compañeros, aprovechando que me conocían y que el morbo siempre vende, publicaron la nota.

Mi novia agarra el periódico sin quitarme los ojos de encima. Luego, baja la mirada hacia el titular con las letras más grandes de la página y ahoga un grito.

«“Unidos” por la comida: Cada mañana, una madre preparaba el almuerzo con pequeños trozos de su propia carne para, afirmó ella, estar más cerca de su hijo».

jueves, 29 de febrero de 2024

Las últimas navidades con Luzbel

Luis Orellana Díaz


Llegó a tiempo. Escuchó lo que parecía el ruido de un auto abandonando la escena. Su sexto sentido la guio directo al montículo de tierra recién removida. Escarbó con desesperación hasta que se le destrozaron las manos. Lo habían sepultado bajo una vieja magnolia a la orilla del camino que da hacia el bosque de cipreses. La nieve descendía sobre la cabaña y las eras que rodeaban la casa se iban vistiendo de un blanco grisáceo. Un astro fantasmagórico de fines de otoño se reflejaba sonámbulo sobre las tejas de barro vidriado. La cabaña estaba a dos horas de la gran ciudad, en una aldea anclada en las estribaciones de la cordillera occidental. Su fachada de madera y piedra, se divisaba al llegar a la primera curva para ingresar al pueblo que se extendía a lo largo de la panamericana. Era una aldea de horticultores, hombres de campo, gente huraña y desconfiada, emparentados en su mayoría. Era la tierra natal de su esposo.  

«¡Está vivo! —insistía la mujer—, ¡aún está vivo!». Cuando sus manos se toparon con la caja de madera, estaba a punto de darse por vencida. Era una caja de rejillas, de esas para transportar frutas. Introdujo sus dedos entre las hendijas y la tiró con fuerza. Sin éxito. La caja permanecía adherida a la tierra mojada. Tiró de las rejillas en medio de su angustia, pero el armazón resultó inexplicablemente resistente. Lo golpeó con sus pies, lo haló con sus manos hasta que al fin cedió. Cuando sintió el bulto, lo palpó rígido y frío; lo tomó por los sobacos y lo levantó a pulso.

Era un perro mediano, una rara mezcla de siberiano con algún caniche por su pelambre ensortijado y sus ojos blancos. Estaba cubierto de lodo y hojarasca. Sintió que el alma le volvía al cuerpo cuando lo vio parpadear. «¡Luzbel, Luzbel!», lo sacudió con fuerza. El animal abrió sus ojos y la contempló con su mirada nevada, daba la impresión de regresar de un viaje trasmundano. Lo estrechó contra su pecho para contagiarle calor. Estaban ateridos.

Desenredaba la lana de su perro con la ayuda de una tijera mientras el nivel de la tina subía lentamente y los espejos del baño se iban empañando por el vapor. Se percató que tenía varios cortes en sus manos y en sus muñecas, algunos profundos, aunque ya no sangraban ni le causaban dolor alguno. Sin duda un vidrio o un clavo punzante las desgarró en su rescate desesperado, pensó. Limpió sus heridas y les aplicó vendajes, colocó unas ramas secas de lavanda en una funda de tela y las sumergió en el agua. Se metió a la tina, allí se quedó largo rato con Luzbel en su regazo.

No recordaba, tenía la mente bloqueada, tal vez los calmantes; ni idea de cómo llegó a la cabaña, si llegó sola o fue su esposo quien la trajo. Nidia, sumergida en la tibieza de la tina se dejaba estar en ese presente de paz. Esa sensación de seguridad que hace mucho tiempo no sentía estaba de vuelta y la mujer se regocijó en ella. El aroma de lavanda —esa fragancia que usaba su padre— la transportaba a su niñez; rememoró el cosquilleo de su bozo cuando besaba sus mejillas, la fuerza de sus brazos apretando su cintura. Recordó su mano cálida y fuerte sosteniendo su mano, ¡cuánto lo añoró, sumergida allí!

Al emerger de sus recuerdos, levantó al perro y lo sacó de la tina frotándolo con una toalla. Lo llevó a su cama besándolo en la frente y en las orejas. Lo metió bajo las mantas. Repetía mentalmente las palabras de su psiquiatra: «Eche a andar sus ideas en pos de imágenes gratas, las sensaciones positivas seguirán detrás». Bajo las sábanas, imaginó las manos del esposo como las manos del padre: fuertes y seguras. Las visualizó nítidas, con esa firmeza y sabiduría con la que operaban sobre los animales dolientes.  Las mismas manos de las que se enamoró cuando empezó a asistirlo en el quirófano. Y fue más lejos aún, las llevó a su vientre y las deslizó hacia su bragadura para sentir como le dolía el amor por ese hombre, y por instantes lo sintió profundo, lo sintió real. «De seguro regresó donde Ariana. La navidad la pasará con sus hijos», pensaba. Esa bipolaridad de emociones, ese vagar entre la luz y las sombras es lo que más le agotaba. Sin embargo, esta vez se percató de que ya no sentía ese rencor en el pecho como antes al escuchar o pronunciar el nombre de la «ex» de su esposo.

Se sacudió los recuerdos y buscó refugio en los ojos de su perro, pero Luzbel tenía una mirada ausente, vacía. Tras la blancura cautivante de sus irises, Nidia no logró encontrar esa tierna compasión que le llenaba de paz. A través de ellos, ahora vislumbraba la oquedad de su pequeña alma y le invadió una profunda pena por su perro, entonces tuvo la certeza de que sus soledades ya no eran una sola soledad compartida. Lo apretó fuerte contra su pecho para consolarlo, luego lo cubrió con la manta y dejó la cama decidida a entrar en acción antes de que la fatalidad terminara de consumirla.

Afuera, la nevada se hacía más intensa. Buscó leña en el depósito. Las reservas se habían agotado, tendría que ir al bosque detrás de la cabaña. Cuando abrió la puerta, una ráfaga de viento helado se coló dentro de la casa alborotando los papeles olvidados sobre las mesas y las flores secas de los jarrones; se arremolinó en el centro de la sala danzando por un instante sobre la alfombra llena de polvo, para luego filtrarse por las hendijas de las ventanas, bajo los travesaños de las puertas y avanzar deslizándose por las paredes hasta impregnarse en las losas de la cocina. Luego…, solo se detuvo sobre los cristales frisados de las fotografías.

En el umbral, se quedó paralizada mirando la tiniebla. No era el frío lo que la detuvo, extrañamente la mujer no sentía frío, era la noche inmensa y abierta como las fauces de algún animal siniestro. Regresó al cuarto, no se había percatado en qué momento cayó la noche. Levantó las mantas para acurrucarse junto a su perro. ¡La cama estaba vacía…! Las sábanas blancas le parecieron un paraje nevado y yerto. «¡Luzbel, Luzbel!, ¡perro del demonio!, ¿dónde te has metido?». Lo buscó bajo la cama, bajo las mesas, removió los muebles, escudriñó la casa, se había esfumado.

Alumbrada con la luz de un quinqué se aventuró en el corazón de la noche. Lo llamó con ternura: «perrito, perrito», luego gritó su nombre a los cuatro vientos…, nada; era como si lo hubiesen devorado las tinieblas. «Luzbel, querido, no me abandones ahora. “Santo ángel de…” “Santo…”»; quería recordar la oración al ángel de la guarda, pero su memoria estaba anegada por el miedo, la tristeza y la desolación. Avanzó hasta el pueblo gritando su nombre, golpeó las puertas de los vecinos más cercanos buscando información, nadie atendió a su llamado, la aldea estaba sumida en las tinieblas, ni una luz en las ventanas. Ya de regreso, cuando pasó bajo la vieja magnolia descubrió dos faros diminutos que resplandecían sobre el túmulo de tierra removida. Sintió un latigazo de electricidad en su columna…, eran los ojos del perro que reflejaban la luz mortecina del quinqué. «¡Perro malo! ¿Qué haces aquí? ¡Me vas a matar de un susto!». Luzbel, que la miraba compungido, comenzó a temblar cuando vio que la mujer se acercaba.

Lo llevó a casa y lo volvió a bañar. Esa fue una noche muy extraña, Nidia no pegó los ojos, temía dormirse y se mantenía en sobresaltos; tenía la impresión de que Luzbel no respiraba en los instantes en que, vencida por el sueño, se quedaba dormida. Cubierto bajo las mantas, acurrucado en el regazo de su «madre», el animal no terminaba de abrigarse. Esa noche se sucedieron, en una procesión indiscernible, una extraña mezcla de sensaciones, sueños y recuerdos. Su cuerpo ingrávido viajó a la deriva en un limbo vacío mientras duró el duermevela. Ni grillos, ni búhos, ni el aullido lejano de los lobos, rompieron ese silencio abisal.

La mañana, que siguió a esa noche tan extraña, fue particularmente fría. Una luz grisácea un tanto sucia se filtraba por las cortinas. Nidia permaneció largo rato en la cama buscándole una salida a su situación. Barajó un sin número de explicaciones para los sucesos de la noche anterior ¿Quién pudo dañar a Luzbel?, ¡es tan manso como un cordero! ¿Quizá querían dañarla a ella a través de su perro…?, eso le pareció más plausible. Pero ¿quién pudo hacerlo? Pensó en algunos residentes que no la miraban con buenos ojos. Al fin y al cabo, ella era la intrusa en esa sociedad tan cerrada, y la intrusa en el primer matrimonio de su esposo. Quizá fueron sus hijastros, siempre le parecieron unos adolescentes rebeldes; pero, ¿crueles, a ese punto? Sabía que no la aceptaban en el mundo de su padre, empero, ¿a Luzbel?, estaba segura que los chicos lo querían; además, hace tiempo que no se les ha visto por la aldea.

Nidia se puso paranoica, sospechó del esposo; últimamente lo sentía distante y en sus crisis depresivas llegó a pensar que la quería fuera de su vida. Luzbel dormía tan profundamente que la mujer tuvo que moverlo para cerciorarse que estaba vivo. El perro levantó la cabeza y la quedó mirando con extrañeza. «Tu “padre” nos quiere, ¿verdad?», le dijo con ese tono con el que se les habla a los niños. «Es estricto con nosotros, pero nos quiere», pensó. Miró el reloj: eran cerca de las doce. Le pareció raro que su esposo no hubiera llamado; a lo mejor estaban enojados, ya no lo recordaba, el diazepam la sedaba al punto de no saber en qué día de la semana se encontraba.   

Desde la cama hizo algunas llamadas sin éxito, quizá la fuerte nevada de la noche provocó algún accidente que interrumpió las líneas de teléfono. Se cubrió con un abrigo y avanzó hacia el pueblo en busca de un teléfono. La blancura lo aplastaba todo, tuvo la sensación que la aldea se hundía bajo el peso de la nieve. Algunos comercios estaban abiertos, pero nadie los atendía. La mayoría de las casas estaban engalanadas con la navidad, pero no había luces encendidas ni sonaban villancicos. El bar estaba cerrado, como todos los lunes. «Debe ser lunes», pensó. Después de dar una vuelta por el parque central regresó a casa siguiendo la balaustrada que da hacia el río. A través de la ventana vio un comedor con los platos servidos. Llamó… silencio. Tuvo la sensación de que todo el pueblo huyó de repente.

A su regreso se hizo con algo de madera para la chimenea. Con la casa abrigada permitió que Luzbel anduviera tras sus pasos de habitación en habitación. Le encantaba el olor que emanaba su manto sedoso, aunque esta vez que lo apretó contra su rostro, Luzbel tenía ese olorcito rancio y picante, con esa dulzura un tanto repugnante que le caracteriza a la materia orgánica descompuesta. «Te he bañado a conciencia, pero… ¿cómo?, ¿dónde te fuiste a revolcar?». No quería volver a bañarlo por tercera vez, así que, subió a la alcoba matrimonial por un frasco de perfume y la encontró cerrada. Con el perro detrás a modo de «rabo», buscó en los estantes, revolvió los veladores, revisó la cartera y el abrigo que había usado en esos días, las llaves estaban perdidas. Había que forzar la chapa, pero lo dejó para más adelante cuando terminara de hacer lo urgente —de todas formas, solo usaba esa habitación las veces que estaba con su esposo—, quizá las encontraría en el lugar menos esperado.

Nidia y Luzbel eran el uno para el otro. A él lo encontraron una mañana lluviosa en la puerta de la fundación, debía tener una semana y días pues sus párpados estaban aún sellados. Lo habían dejado en una caja de zapatos a merced de la buena voluntad de los rescatistas. Cuando ella visitó la fundación, tras una corta convalecencia a causa de su primer aborto, lo encontró debatiéndose entre la vida y la muerte; lo llevó a la cabaña para atenderlo en su consulta. Se dedicó a alimentarlo hasta seis veces al día con una sonda. Masajeó su pancita usando un algodón humedecido con la misma frecuencia para que elimine sus excrementos y lo hizo dormir en su regazo. Cuando abrió los párpados por vez primera: las pupilas zarcas del pequeño florecieron como una margarita. La joven doctora se enamoró de su mirada hipnótica y tomó la decisión unilateral de integrarlo a su hogar, rompiendo la regla que acordaron con su esposo: ¡No animales en la casa! Ya suficiente tenían con atender un centenar de ellos en la fundación.

La vida nunca estuvo a la altura de sus deseos. Cuando estudiaba en la facultad de veterinaria se enamoró de su maestro y vivió un romance tormentoso con este hombre que ya tenía una familia. Cuando al fin su profesor se divorció y pudieron casarse creyó haber conseguido la felicidad, pero sus momentos de ventura no superaron el primer trimestre de un embarazo ectópico. Nidia siguió intentándolo, sin embargo, luego de dos abortos más, toda su voluntad se vino abajo y en su mundo se instaló el espectro de la depresión. No soportaba la ciudad, quería huir de los problemas; por ello, cuando él se divorció de Ariana para casarse con ella. La joven doctora influyó en la decisión de preferir la cabaña a la casa de la ciudad. Una casa grande necesitaba de un animalito —aprovechó—: «Aunque sea para que haga bulla».

La vida en el pueblo le ilusionó al principio, y aunque él no renunció a su magisterio en la universidad, ni a la dirección de la clínica de la fundación, ella no tuvo problema en ponerse al frente de la pequeña consulta que montaron en la cabaña. Pronto se daría cuenta de que su proyecto no tenía futuro. Los aldeanos no la aceptaron del todo, su fama de destruye hogares la volvía ingrata a los ojos de la gente y la consulta se abría y cerraba de forma intermitente según cómo los avatares golpeaban la puerta de la joven doctora.

La tarde la pasaron en los arreglos de la casa, en la noche se dedicaron a adornarla con motivos navideños. Luces intermitentes parpadeaban en todas las ventanas y un árbol del tamaño de una persona promedio brillaba a un lado de la chimenea. Luzbel se había instalado debajo, entre las cajas vacías que, forradas con papel de colores, simulaban los regalos de este año. Para Nidia la navidad era la fiesta más importante, y aunque estos últimos años la había olvidado a causa de sus abortos y sus depresiones. En esta ocasión se propuso retomar los rituales de su infancia. Fue la única hija de una madre frágil que pasaba la mitad del año enferma y la otra mitad presa de enfermedades imaginarias. Antes de la separación de sus progenitores, la casa se llenaba con la parentela de su padre que era numerosa y de espíritu festivo. Luego de la separación, sus navidades se volvieron solitarias y, aun así, la niña las esperaba ilusionada.

Esa noche se entretuvo tejiendo unas prendas navideñas para Luzbel. Al día siguiente, martes, según ella, el día que correspondía con la Nochebuena —lo decía un viejo calendario que pendía de la pared—, Nidia se sentía optimista, había sobrevivido a la tentación de hacerse daño por falta de sus antidepresivos. Además, Luzbel estaba muy «mono» con su nuevo look. Intentó salir al pueblo, pero la nevada de la noche anterior lo hacía imposible. El paisaje era de una blancura impoluta, se habían borrado todos los contrastes. Tuvo la sensación de que la cabaña flotaba sobre un estrato de nubes que se perdía en el horizonte. Levantó la mirada y lo encontró en el mismo lugar, el mismo sol fantasmagórico estaba allí, mirándola lánguido, como el ojo de algún dios pagano que le escrutaba el corazón.

Sintió pavor a lo absurdo de existir en ese mundo vacío y tuvo la certeza de que toda la parafernalia navideña era solamente una forma de colmar su soledad. Entonces gritó el nombre de su esposo: «…» el silencio era rotundo y se llenó de miedo. Corrió al teléfono y lo volvió a llamar, no importaba la distancia, ni los problemas que los mantenían separados. El timbre entrecortado de la operadora resonaba lejano. Cuando se activó la contestadora le dejó un mensaje: «Amor, no soporto esta distancia, ni esta soledad. Ahora entiendo que no son indispensables los hijos. Aún puede brillar la navidad en nuestras vidas. Dejemos lo malo atrás».

Esperanzada en que su mensaje surtiera el efecto deseado, decidió poner a punto todo para la cena de la noche. En la cocina, tomó una funda de pienso que estaba sobre el refrigerador y llenó el comedero del perro. Le echó agua fresca al bebedero, pero Luzbel, ignorando su desayuno, se dedicó a perseguirla por los pasillos. Estaba segura de que él vendría, nunca se resistió a una invitación suya, menos en una ocasión como esta.  Mientras se ocupaba en sus quehaceres, le dio por recrear las escenas de una posible reconciliación. Luzbel se acomodó en su cesto de mimbre para observar cómo Nidia lavaba y secaba la cristalería.

Ahora pulía una charola de metal. La puso frente a su rostro para humedecer con su aliento una mancha persistente. La frotó una vez más y la acercó a sus ojos para comprobar su efecto. De pronto, el rostro de la mujer fue tomando forma en la superficie reflectante del metal. Estaba desencajado, con unas ojeras profundas; la porcelana de su tez, antes reluciente, tenía el color de los olivos y la textura acartonada de la piel envejecida. Por un momento, la impresión detuvo su diálogo interno…, le bastó un instante a su razón para convencerle que solo era el efecto del espejo improvisado.

Más tarde, sonreía frente al tocador contemplando las proporciones perfectas de su rostro y el rosa pálido que emanaba de su tez. Arregló sus rizos castaños con los dedos y se pellizcó las mejillas. Sus ojos color miel se encendieron con una chispa de picardía y se mordió el labio inferior con sus dientes de pedrería. «¿Cómo luzco ahora?», preguntó a su perro. Luzbel la contemplaba con ojos compasivos y le respondía con gemidos. «Ya sé, estás con hambre». Fueron de vuelta a la cocina. Se fijó en el comedero, el perro no lo había tocado. «Ya sé, ya sé, estás cansado de esas “pepas” secas». Abrió una lata de comida y lo puso en un plato de loza. Volvió a mirar el reloj, iban a ser las doce; su frente se frunció con una mueca de extrañeza, ¿era una coincidencia que haya mirado el reloj dos veces a la misma hora? «Bueno —se dijo—, es mediodía. Si recibió mi mensaje debe estar por llegar». Bajo el chorro tibio de la ducha, sintió crecer esa sensación en el vientre, ese vacío angustioso de la espera, esa ansiedad que ponía su piel trémula, permaneció así hasta que la serenidad retornó a su cuerpo.

Otra vez frente al espejo pasó por el ritual del maquillaje, mientras inconscientemente añoraba el ruido de un auto o el timbre del teléfono. La tarde caía y su angustia aumentaba minuto a minuto, no quería pensar en la fatalidad que le había perseguido desde la infancia y se refugió en los recuerdos luminosos de los álbumes familiares reviviendo rostros alegres y juveniles. Releyó una por una las cartas de su noviazgo para llenarse de esperanzas, pero al final… se sintió como un buzo sumergiéndose en los abismos de su vida desgraciada y percibió la asfixia de su existencia; solo los ojos compasivos de Luzbel brillaron por un instante como un faro en la superficie. Conforme caía la tarde y no había señales del esposo, Nidia comenzó a tocar fondo.

De pronto se hizo la noche, fuera de la cabaña el tiempo se dilataba hasta el infinito. Las luces navideñas le parecieron luciérnagas que pugnaban por huir de sus celdas de cristal. Ya no lo pudo esperar más, ya no lo quiso esperar; solo buscaba liberarse de esa presión en la garganta, de esa angustia que le apretaba el pecho. «Podría ser la última depresión», pensó. Aún a sabiendas que todo lo que tuvo fue una fantasía construida por su voluntad, sintió pena por aquello que pudo haber sido. Siempre estuvo a un paso de la felicidad, a veces incluso la saboreo un poco —le supo al agua de mar, que mientras más la bebes la sed aumenta. Intentó diciplinar sus pensamientos y no encontraba razones que le infundieran la fuerza necesaria; a lo mejor, nada tenía sentido, para nadie. ¿Por qué habría de tener sentido para ella?, ¿qué la hacía diferente entre todos los demás seres absurdos? Pensó en su madre: llena de certezas, aún en sus últimos momentos convencida del regreso de su padre. Pensó en su padre: rodando mundo en busca de la pareja ideal, dilapidando su fortuna y su salud. Pensó en su esposo: dividido entre el amor a sus hijos y el amor hacia ella; al final, lo apostó todo por ella y terminó con las manos vacías.

Conforme se sumergía en la oquedad de la noche, sus preocupaciones mudaron, ahora comenzó a pensar en una navaja, en una cuerda, en una viga. Más de una vez creyó que su mejor salida sería una sobredosis de pastillas, ¡y justo ahora no las tenía! Luego de meditarlo por un momento una idea brilló en su mente. «¡Claro!», se dijo, siempre estuvo a su alcance y no lo había pensado antes. Se dirigió a su consultorio y contempló por largo rato los frascos de medicamentos. Ya no la apretaba esa angustia en el pecho, realmente se sentía liviana desde que aceptó la decisión final. Estaba flotando, levantó los brazos y los agitó cual unas alas. Supo entonces que era el momento de volar. Tomó la ketamina de la sección de anestésicos y una ampolla con cloruro de potasio.

Un gemido en el último momento le recordó que no estaba sola. Luzbel la miraba angustiado y apoyaba sus patitas delanteras sobre la cintura de Nidia. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. ¿Por qué no podía solo abrir esa «puerta» y simplemente huir? «¡Luzbel!, ¡Luzbel!», no debía dejarlo expuesto a los caprichos del mundo. Era una circunstancia con la que no había contado por estar obsesionada con su última decisión. Son estos los momentos cuando la cordura parece locura y la locura se convierte en cordura. Lo abrazó fuerte contra su pecho y platicó con él un buen rato. Luego lo puso sobre la mesa y cargó una jeringa con el anestésico, después rompió la ampolla del potasio y succionó su contenido con una jeringa de mayor volumen, un líquido transparente se arremolinaba en el interior del instrumento. Nidia lloraba desconsolada durante el proceso. Todo estaba dispuesto, la doctora ligó el antebrazo de su perro con un guante de goma hasta que la safena quedó protuberante, luego la pinchó con la primera jeringuilla, soltó la ligadura de su antebrazo y empujó el émbolo despacio; Luzbel lamía las mejillas húmedas de su «madre» mientras gemía ajeno a su destino. Unos instantes después cayó vencido. Cuando el sueño del perro se volvió profundo, Nidia introdujo el contenido de la segunda jeringuilla en su torrente sanguíneo. El animal se estiró lentamente, intentó respirar un par de veces mientras sus ojos zarcos se iban volviendo negros conforme se le dilataban las pupilas.

Era una práctica de rutina, lo había hecho una docena de veces a lo largo de su profesión. En cuestión de minutos el bueno de Luzbel quedó fulminado. Mientras realizaba el procedimiento con su perro, entendió que ese método no servía para su propósito de quitarse la vida, porque necesitaba de alguien más para que bombeara el potasio letal cuando ella cayera noqueada por el anestésico. La mujer buscó un cartón o algún recipiente para el cuerpo de su amigo, pero solo encontró una caja de madera en la que venían las frutas para la cocina y la usó como un féretro. Después, lo sepultó bajo la vieja magnolia a la orilla del camino que da hacia el bosque de cipreses.

Con Luzbel enterrado, subió a la alcoba principal armada con un mazo de cocina para romper el pomo de la puerta. Tenía la esperanza de encontrar en ella un frasco de pastillas. Cruzaba el pasillo y estaba a punto de llegar cuando creyó escuchar una voz dentro de la habitación. Se detuvo, vio una luz tenue que se filtraba por debajo de la puerta. Se acercó en puntillas y pegó su oído contra la madera. Un quejido provino del interior, luego todo quedó en silencio. Giró despacio la perilla, para su sorpresa, la puerta cedió sin resistencia. El cuarto estaba en penumbra iluminado oblicuamente por una luz que procedía del baño. En la cama tendida, había un sobre con una carta dentro. Pasó sin hacer ruido. Tomó la carta y la leyó.

Era una carta de despedida redactada de su puño y letra, con rasgos góticos en las consonantes. Conforme la iba desentrañando, los recuerdos de sus últimos momentos flotaban como los restos de un naufragio en la superficie de su mente. Cuando la terminó, el puzle estaba completo. Supo en un instante que su existencia no era más que un bucle de conciencia atrapado en un limbo sin tiempo. Se dirigió al cuarto de baño, ya no buscó las pastillas, pues tenía la certeza que no las encontraría. Minutos después de que la mujer entrara al baño, el reloj marcaba las doce campanadas. Era como si el aparato hubiese resucitado.

Un día después, la noche de un veinticinco de diciembre, un auto gris que arribaba por la panamericana tomó la curva para ingresar al pueblo. Lo primero que divisó el doctor Fernández fue la cabaña de madera y piedra con su cubierta de tejas vidriadas. Sus amplios ventanales parpadeaban al ritmo de la navidad. Más allá, el pueblo brillaba en su totalidad, las luces navideñas se extendían por la blanca explanada a lo largo del río y al fondo comenzaban a ascender por las colinas hasta las casas más lejanas. ¡La natividad estaba en su esplendor!, el doctor estacionó el auto y entró en la casa cargado de regalos. «¡Nidia, Nidia!», la llamó por su nombre. Nadie contestó, solo esa musiquita cansina de la navidad saturaba el ambiente. La buscó en el cuarto de huéspedes donde ella solía posar, luego subió a la alcoba principal. La puerta estaba cerrada desde dentro. Sacó la llave de uno de sus bolsillos y la abrió. En la cama, impecablemente tendida, reposaba la carta dentro del sobre lacrado.

«Nidia, ¿estas allí?», preguntó en voz baja, mientras se dirigía al baño que mantenía la luz encendida. Cuando abrió la puerta se estremeció: el líquido en la tina estaba a tope, el espejo de agua teñido de sangre, recortaba el contorno de sus senos a nivel de los pezones. Su cuerpo, con la cabeza inclinada hacia atrás, parecía haber alcanzado al fin la paz. Se acercó al cadáver y tocó sus hombros, estaban rígidos. Respiró profundo para no perder la cordura. La tomó por las axilas y la sacó de la tina. Desnuda y desvalida, la mujer se tendió como un molusco fuera de su valva. Sus brazos, expuestos a la luz, dejaban ver los tajos profundos en sus muñecas.

Unos días antes de la navidad siguiente, y de todas las navidades subsecuentes, la mujer se despertaba de un sueño profundo y salía en busca de su perro. Sabía que Luzbel reposaba bajo la vieja magnolia, lo sabía: porque lo veía en sus sueños.

lunes, 19 de febrero de 2024

Las paces hechas

Rosario Sánchez Infantas


Me sobresalté profundamente. Mi hábito antiguo de evitar incomodar a los demás y la culpa que sentía si no podía impedir que sucediera me azuzaron a poner fin a lo que ocurría. La melodía era tan clara e inconfundible: suave música instrumental y oleaje de mar, pero con demasiado volumen en un bus interprovincial, hacia la medianoche cuando los pasajeros, incluida yo misma, dormíamos mecidos por el movimiento y el cansancio. Y es que un viaje, de diez o doce horas, que tramonta la cordillera occidental de los Andes desde la costa hacia la sierra, puede ser muy agotador.

«¿Es mi teléfono móvil? No, el sonido viene de arriba. ¿Quizás mi laptop? No, el ordenador está bajo el asiento, y tampoco el bus tiene portaequipaje superior». Busco preocupada una explicación a lo que sucede sobre todo para ponerle fin lo más rápido posible. A pesar de la clara fuente de la música, saco el teléfono del bolsillo del abrigo y verifico que está apagado; sucede que, en ocasiones al interrumpir un video, este se reinicia con la siguiente llamada. No, no es el teléfono móvil. La laptop no puede ser. No solo está abajo y hace mucho que la he apagado; además este modelo solo se enciende separando la pantalla del teclado, y comprimida como está en la mochila, es imposible que se hubiera abierto. 

Imagino que el insomnio de algún pasajero lo ha llevado a escuchar música propicia para inducir el sueño. Usualmente disfruto este tipo de música, pero hoy, además del volumen alto, me genera cierta inquietud y espero que otros pasajeros pidan silencio para poder descansar. Pero nadie reclama. Las cortinas dan privacidad a cada asiento cama, y una cierta inercia me quita las ganas de incorporarme y mirar en sus cubículos a los pasajeros próximos a mí.

Es cierto que el bus está en movimiento, sube o baja la velocidad, gira a uno y otro lado en el sinuoso camino. Pero cada vez más despabilada advierto que no hay ruido humano en esta parte del vehículo. «¿Cómo es que nadie se despierta? ¿Y si hubiéramos sufrido un accidente?» Siento angustia. «¿Y si estuviéramos muertos? Quizás vamos rumbo al cielo. No, yo directo al cielo ni en mis mejores sueños. A mí me llevarían a juzgar». No puedo evitar sonreír. «Esto parece una mala comedia. Estoy despierta, escucho claramente algún ocasional bocinazo y el chirrido de los frenos.» He estado observando lo poco que el cortinaje me deja ver. «Pucha, pero si es un viaje al cielo, qué poco originales: cincuenta y seis-pasillo, cincuenta y cinco-ventana, cincuenta y siete-pasillo… Velocidad cuarenta y nueve kilómetros por hora, cincuenta y tres kilómetros, cincuenta y cuatro... ¡Qué prosaico! Temperatura exterior dos grados, señal luminosa de abrocharse el cinturón de seguridad. ¡Otro reductor de velocidad en la vía! ¡Qué loco! ¿El chofer divino no puede controlar el acelerador y respetar los límites establecidos? ¡Uno esperaría un super viaje!».

Disfruto buscar y encontrar lo insulso en este trance divino, pero por instantes se me oprime la garganta cuando creo que estas burlas van a entrar en mi currículo por el cual seré juzgada. Pero, rápidamente me recupero. «Un ser perfecto y omnipotente ha de ser inteligente, creativo, con buen sentido del humor». Muy temprano mi educación religiosa me ahuyentó de la iglesia con la imagen de un Dios castigador, vengativo e injusto. «¡No! Si existe Dios debe ser buena onda».

«Y ¿por qué nos detenemos ahora?» Corro la cortina, limpio con la mano la ventana empañada y vislumbro un distribuidor de gasolina. «¡Pucha, qué malos asesores, Dios! Hay que cuidar la imagen. ¡Un transporte divino, con la llanta desinflada! Esa furgoneta blanca que pasa cerca de nuestro bus sí parece de tu equipo. Aunque, apropiada para una divinidad de los sesenta». La música y las olas siguen invadiendo el bus y a mí me inunda la euforia. Siento que puedo ayudar mucho allá arriba. Por primera vez tengo expectativas positivas de mi estadía en tierras de Dios, al que me lo imagino gordito, con barba, bonachón, hincha de Bob Esponja, Giovanni Marradi, los Babasónicos, la poesía de Roque Dalton y los cuentos de Antón Chéjov. Sé que, hombre de mundo como es, va a entender mis metidas de pata, que son muchas. Una mente abierta ve en ellas desempeños plausibles en un mundo caótico en el cual algunos «suertudos» más fácilmente perdemos que ganamos.   

«Visto con perspectiva, haber criticado desde la infancia algunos pasajes de la Biblia, debe haber hecho reflexionar al departamento de comunicación, porque me imagino que han de tener informantes celestiales para dar visibilidad a su obra cumbre. Lo primero que voy a sugerir es que revisen las letanías. ¡Cuánta cursilería! Imagino que observar a ateos íntegros y con valores prosociales debe haber preocupado a sus gerentes. Saltarme tantas horas de culto en sesenta años me regaló unas horas a la semana para leer y escribir. Con la ayuda divina se podría poner en práctica mi plan para que en las iglesias se hicieran talleres y así cambiar el final a los acontecimientos tristes de los menos afortunados, es decir, engañar al cerebro creando recuerdos falsos que ayuden a seguir adelante con el corazón invicto. De paso muchos literatos y psicólogos tendrían un trabajo de medio tiempo. Ya me imagino, por orden de lo alto, leyendo en las misas fragmentos de literatura para sensibilizar a los laicos y a las laicas (¿se dice así?). ¡Tengo tantas ideas! ¡Sí, la hacemos!».

Estaba en la bella contemplación de mis futuros actos y proyectos en el cielo cuando sonó la alarma de mi teléfono móvil. Me desperté en el bus interprovincial. Amanecía. Faltaba un par de horas para llegar a mi destino. Era hora de inhalar el Zanamivir para combatir la influenza. Entonces recordé haber leído que un efecto secundario del mismo son las alucinaciones (además de la confusión y los trastornos temporales del pensamiento).

¡Uf! ¡Las paces que Dios hizo conmigo, a fojas cero! ¡Tendrá que intentarlo de nuevo!

jueves, 15 de febrero de 2024

El loco del volcán

Patricio Durán


En el centro sur de la región amazónica, en el valle que forman los ríos Pastaza y Upano, se encuentra la comunidad de Pompeya perteneciente al cantón La Joya de los Sachas. Es una parroquia rural repleta de emociones y aventura. La población fue levantada en el año de mil novecientos sesenta en las proximidades de Limoncocha por los padres capuchinos que vinieron de Argentina.

En Pompeya se encontraba reunida la familia de Kemperi Baihua, el último gran chamán, de un poco más de setenta años. Sus ojos como una llama de fuego. Su cabello blanco parecido a la nieve reflejaba la sabiduría proveniente de una vida larga y productiva. Era un viejo guerrero que sobrevivió a muchas batallas con otras tribus y colonos y a varias erupciones del volcán Sangay. Su esposa Arak, cuyo nombre significa semilla y renacimiento, había parido cinco veces y estaba por alumbrar a su sexto hijo.

La vivienda shuar es de forma elíptica con un espacio interior muy amplio en el que se encuentra el ekent o área destinada solo al uso de las mujeres y niños pequeños, en donde Arak parió a su último hijo, a quien pusieron de nombre Omede. Fue un parto complicado y murió al traerlo a este mundo. El padre de la criatura, Kemperi Baihua, el gran chamán, lo envolvió con una piel de jaguar y lo tuvo entre sus brazos toda la noche. El jaguar ha sido objeto de culto por las culturas latinoamericanas, el felino representa a los espíritus ancestrales que visitan a los chamanes en sueños para guiarlos hacia la riqueza de la jungla oriental.

Kemperi Baihua, el chamán, tuvo seis hijos: Shakain, trabajador y hacendoso, era el mayor; Etsa, cazador y bendecido, el segundo; Nantú, paciente y dedicado, el tercero; Arutum, sabio e inteligente, el cuarto; la única warmi era Shinam, mujer bonita, y estaba en edad de desposarse, y finalmente Omede, significa selva, era el benjamín de la casa.  No había nada que sus hermanos no hicieran por él. Lo cuidaban como a un tesoro.

A medida que sus hijos crecían les enseñaba el arte de la pesca y la cacería. Les decía que cuando el cazador extrae el corazón aún caliente y lo sostiene entre sus manos, libera el espíritu del animal. «Somos integrantes de esta tierra, estamos hechos con una parte de ella. Coexistimos con el tapir, el mono y la guatusa; en el agua están los delfines rosados, las nutrias y el caimán negro; en el aire tenemos al guacamayo azul, el colibrí escarlata y el lechuzón de anteojos; los grandes predadores como el jaguar, el puma y la pantera cuidan nuestra heredad, la vegetación es muy espesa y puede ser que estos animales estén cerca nuestro sin que nos demos cuenta; tenemos a las orquídeas y a los lirios cuyos pétalos emanan sensualidad y sus colores huelen a misterio.

Todos son seres prodigiosos, inverosímiles, hijos de esta patria sagrada, del aire impalpable y de la cálida luz.  Pertenecen a la familia. Constituyen una continua barahúnda de voces de seres salvajes. Los ríos son hermanos nuestros porque nos liberan de la sed, por ellos navegan las canoas y alimentan a la tribu. El shuar es conocedor del valor inapreciable del aire, puesto que todo lo que palpita respira de su aliento: el animal, el árbol, el hombre. La tierra no pertenece al hombre, es el hombre quien pertenece a la tierra», les instruía su padre.

Al shuar se lo trata de forma peyorativa como salvaje, pero este no comete las atrocidades de los «civilizados» de la gran ciudad. Kemperi Baihua, el último chamán, libraba una batalla en solitario —los grandes guerreros estaban viejos o habían muerto— con las amenazas de la Amazonia: la explotación y contaminación petrolera, la minería ilegal, que extrae la gran riqueza del suelo en contubernio con las autoridades; el aumento de represas hidroeléctricas, que embalsa los caudalosos ríos causando grave daño a la flora y fauna; la construcción de carreteras que está transformando el paisaje oriental; la agricultura y ganadería que genera pérdidas en el hábitat natural debido a la deforestación y los cambios en la legislación que permiten nuevas y mayores actividades productivas en áreas protegidas. «Estas amenazas constituyen una abominación, una afrenta que tiene que ser lavada con una ablución espiritual antes de alistar los aperos de la guerra», les inculcaba a sus hijos mientras sentía su corazón retumbar por dentro del pecho como un aldabonazo.

El gran chamán era un guerrero que luchaba por sus ideales, por proteger a la Amazonia, último reducto de sobrevivencia de la humanidad. En tiempos de paz el luchador se desesperaba y tenía la esperanza de que la muerte lo encuentre mientras libra una batalla digna, y qué más dignidad que morir defendiendo la heredad de los ancestros. El viejo peleador arrostraba confiado toda suerte de posibles peligros.

Los guerreros dan mucha importancia al tema de la guerra y la muerte: los generales, los que comandan, son los que toman la delantera y es un honor para ellos matar al enemigo, porque los enaltece y exalta como luchadores. Esta situación ha provocado una gran mortandad de líderes y al morir estos hay una reconfiguración del poder, pugnas y conflictos, similar a cualquier otra cultura. Nihua, un gran peleador, compañero de Kemperi Baihua, recibió un balazo al tratar de impedir que las empresas petroleras construyan un nuevo pozo. Mal herido recorrió cincuenta kilómetros hasta su pueblo para advertir a su gente que debía salir porque venían a matarlos.

Kemperi Baihua, no quería morir como los ancianos guerreros sobrevivientes que le antecedieron y tuvieron un final largo y doloroso, ya no podían hablar ni caminar y se arrastraban por el suelo sintiéndose humillados luego de haber sido en su juventud bravos batalladores que se resistieron al contacto con la «civilización». Víctimas del olvido iban dejando este mundo en condiciones infrahumanas, en total desacuerdo con la vida digna y orgullosa que llevaron, cargando consigo gran parte de la historia de las naciones indígenas, pues son enciclopedias vivientes. «Esto no puede pasarme a mí. Yo debo morir de una manera digna, tal como han sido mis días en esta selva», pensaba.

En vista de que no podía combatir con los explotadores de su tierra por su inferioridad numérica y escaso armamento, decidió que una manera digna de morir era entregándose al volcán, que lo engulla con sus fauces pestilentes a azufre y lo lleve a sus entrañas para formar uno solo con él y renacer con las erupciones.

El Sangay, que en lengua kichwa significa «montaña ardiente» —por su constante generación de flujos piroclásticos, de lava y lahares—, es el último volcán al sur del Ecuador, ubicado en la Cordillera Oriental, en la provincia de Morona Santiago, manteniéndose en actividad eruptiva desde el año de mil seiscientos veintiocho. Su flanco oriental baja hasta la selva amazónica y al oeste su cono se une con una llanura formada por una infinidad de lagunas con leyendas prodigiosas, como «La gran piedra del jaguar» y otras que narran cómo miles de aves acuden a morir en sus aguas.

Es un estratovolcán de blancura sempiterna, que da nombre al Parque Nacional Sangay, se extiende protegiendo con su manto páramos, bosques altoandinos y subtropicales. De las entrañas del volcán nace el revoltoso río Upano, que, con sus meandros, bordea la bella ciudad de Macas y luego desemboca en el Pastaza, en su largo y sinuoso camino hacia el gran río de las Amazonas. En este parque nace otro afluente importante, el Paute, que se precipita furioso y atronador, por su cauce de lava y cuarzo, rumbo al caudaloso Namangoza, que a su vez es afluente del Santiago, que luego desemboca en el río Marañón, otro tributario del Amazonas y este desemboca en el océano Atlántico. Una pileta natural se forma con las aguas termales del volcán, en la cual Kemperi Baihua, el último chamán, disfrutaba de sus aguas medicinales.

En lontananza se observaba a las montañas cubiertas por el rocío que las envolvía creando un paisaje bucólico, místico. Árboles de guayacán y ceibo, que presentan cualidades extraordinarias por su gran resistencia a los vientos, simbolizan la fuerza de carácter y la energía vital que tienen los hijos de Kemperi Baihua, el último chamán, para someter a la naturaleza, y es conocido por ellos que a la naturaleza solo se la somete obedeciéndola y viviendo en plena armonía con ella; durmiendo a la luz de hogueras nocturnas y curtiéndose la piel con el abrazador sol oriental del que se protegen y refrescan con los aires provenientes de la Amazonia. Estos bosques han servido de inspiración y son el refugio de una cantidad impresionante de aves y mamíferos. Los habitantes de estos dominios consideran sagrado cada pedazo de esta tierra: la hoja brillante, la playa arenosa, la niebla en la oscuridad del bosque, el claro entre la arboleda y el insecto zumbador son sagradas experiencias y memorias de este pueblo.

Cuando llegaron los conquistadores por estas tierras indómitas, volvieron a bautizar con nombres españoles a ríos, valles, montañas, mesetas y lagunas en el quichua con que habían denominado los indígenas, con el propósito de reafirmar su dominio sobre las propiedades. Esta estrategia se prolongó a los nombres de sus habitantes.

En esta selva —donde los rayos del sol apenas pueden atravesarla, y gracias a los espacios que forman los grandes ríos se puede divisar el azul del cielo y a un rebaño de nubes grises que amenazan con desatar el diluvio— el tiempo transcurre soporífero, afligido, infinito y agobiante. La niebla se vuelve cada vez más opaca, como si le molestara la proximidad de la luna que se asoma despeinada por entre las abundantes palmeras salvajes que dejan pasar los fuertes vientos, se doblan y agachan, pero se recobran y siguen creciendo después de las tormentas, robusteciendo de este modo su tronco y su resistencia. Así los hijos del gran chamán aprendieron de su medio ambiente para fortalecerse como las palmeras salvajes.

El volcán, esa montaña donde la lava se convierte en un festín cuando decide salir, puede ser una maravilla de la naturaleza y un desastre para los pobladores que viven en sus dominios. Las imágenes son impactantes, tanto por su belleza como por la calamidad que provoca. En la parte montañosa y alta del Parque Nacional Sangay habitan los descendientes de los pueblos cañari y puruhá, y en la zona de selva están los territorios de la nacionalidad shuar, conocida peyorativamente como aucas (salvajes) por su actitud agresiva hacia otras poblaciones indígenas, colonos y blancos. Los shuaras tienen la tradición ancestral de reducir las cabezas (tzantzas) de sus enemigos.

Las emanaciones tóxicas del Sangay causaban efectos terribles en el cerebro de Kemperi Baihua. Estas irradiaciones que los otros miembros de la tribu no eran capaces de sentir, pero su cerebro sí, lo llevaron a ver visiones, por eso lo empezaron a llamar «El loco del volcán». Ciertas almas escuchan a su conciencia con mucha claridad y transitan por la vida conforme a ella y a lo que les dice. Ese tipo de individuos pierden el seso y enloquecen. Seguramente sentía a los espíritus ancestrales que lo guiaban hacia una muerte digna.

Cuando las autoridades empezaron a evacuar la zona por la amenaza de inminente erupción, el último chamán se negó a salir, se cortó una oreja por causa de los sonidos que otros no oían, y huyó internándose aún más en la selva. Kemperi Baihua estaba ansioso por morir dignamente: enfrentándose a los violadores de su paraíso, pero al no poder cumplir con su deseo, prefirió inmolarse.

En la luna de los árboles florecidos fue en busca del volcán, de su muerte. Tal vez sería la voz que oía en su interior, la del jaguar retumbando profundamente en los lugares secretos, oscuros y sombríos de su cerebro, lo que le impulsó al sacrificio.

La última vez que lo vieron estaba en el borde del cráter. Su sepultura no tiene nombre, pero no importa porque su corazón fue liberado, como el cazador libera el corazón de su presa cuando lo caza. Kemperi Baihua siempre había vivido en la zona indefinida entre este mundo y el otro.

lunes, 5 de febrero de 2024

Cultura de sororidad

Lucía Yolanda Alonso Olvera

—Buenos días, Merci —saluda sonriente Jessica Romero a su secretaria al llegar el lunes temprano a su oficina.

—Ni tan buenos, jefa —contesta Merci desde su escritorio, con cara compungida—, me puede dar unos minutos para hablar con usted, ¿por favor?

La licenciada Romero, antes de entrar a su privado, se detiene de forma abrupta frente a su secretaria, la mira a los ojos y le pregunta:

—Pero ¿qué le pasa Merci? ¿Se siente mal? ¿No me diga que otra vez le anda doliendo el pecho?

—No, licenciada, gracias a Dios mi corazón está bien. Pero estoy muy mortificada —responde con voz susurrante para que el resto del personal que trabaja en el área común no la escuche.

—Déjeme llegar a mi escritorio y ahora la llamo para que platiquemos.

—Sí, licenciada, me da mucha vergüenza molestarla con mis asuntos personales, pero necesito hablar con usted —responde Merci apenada.

Jessica Romero llega a su oficina ubicada en el quinto piso del edificio colonial Sor Juana Inés de la Cruz, a dos cuadras del Zócalo de la Ciudad de México. La mañana esta soleada, es un día caluroso de primavera y sorprendentemente no hay mucho ruido en la calle que suele ser muy transitada. Ella es directora general de Gestión de Proyectos Culturales, en la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de México. Soltera, delgada, atractiva y casi llegando a los cuarenta, es licenciada en gestión cultural, muy eficaz en sus labores, lleva diez años ocupando el puesto.

Mercedes García, a quien todos llaman Merci, es secretaria de la Dirección General y este año cumplió cinco sexenios de servicio. Llegó a la capital desde su natal Puerto de Veracruz, cuando acababa de cumplir veinticuatro y recién había terminado la carrera técnica de secretaria ejecutiva. Su madre, Dolores Perales, se quedó viuda muy joven, y a duras penas pagó, con los escasos ingresos que ganaba como mucama en el Hotel Emporio, los estudios de sus tres hijas.

Las cuatro mujeres vivieron siempre muy apretadas y con muchas carencias, en dos cuartos de azotea, uno para dormir y otro para cocinar y comer, usando un baño común. Pero el esfuerzo y sacrificio de Dolores valió la pena, sus tres hijas lograron terminar sus carreras y conseguir un empleo mucho mejor pagado que el de su madre.

Merci fue la única de sus hermanas que decidió ir a trabajar a la capital y, aunque ya cumplió sus años de servicio no pretende jubilarse. Y no es porque quiera seguir levantándose a las seis de la mañana para hacer casi dos horas hasta llegar al trabajo, es que su pensión no le alcanzaría para pagar sus gastos: la luz, el gas, el internet, el transporte, su teléfono celular, algunos caprichos que se da y sus medicamentos, que cada mes suben de precio, así como mantener su vivienda en buenas condiciones. No es despilfarradora, vive en su modesto departamento, que ya terminó de pagar y que tiene bien cuidado, ubicado en un barrio popular, al oriente de la ciudad.

Y es que Merci, divorciada, a sus cincuenta y cuatro, todavía tiene ganas y ánimo de gozar la vida, le gusta salir los sábados en la noche a echarse unas copas y bailar con sus amigas al salón Los Ángeles, preparar exquisitas comidas en su hogar los domingos para sus hijos y sus respectivas novias; e ir algunos días especiales al teatro de variedades con sus compadres. Pero sobre todo necesita dinero para cuidar su frágil corazón. Este padecimiento le sale caro, no solo por los medicamentos, sino porque debe hacerse dos estudios anuales, que cuestan una fortuna. En la seguridad social ya no se los hacen, porque los equipos que tenía el Hospital General están descompuestos desde hace varios años, y no hay presupuesto para arreglarlos y mucho menos reponerlos.

—¡Merci!, pase por favor —la llama Jessica sentada tras el escritorio mientras enciende su computadora.

—Ay, licenciada, le juro que no le voy a quitar mucho tiempo —dice acongojada sentándose frente a ella, muy acalorada—. No se va a creer lo que pasó este fin de semana, estoy muy nerviosa. Fíjese que el sábado por la noche asaltaron el despacho del señor Montes, donde trabaja Sergio, mi chamaco.

—¡No me diga! ¡Qué barbaridad! ¿Qué pasó? ¿Estaba él ahí cuando llegaron los asaltantes? —cuestiona alarmada la jefa.

—No, ¡qué va, licenciada!, en ese negocio no trabajan los fines de semana. Pero ayer domingo fue la policía a casa a buscar a Sergio y casi se lo llevan detenido —comenta afligida—. Afortunadamente estaban mis compadres, porque los invitamos a comer. Como sabe usted, mi compadre Paco, es abogado en la Secretaría de Salud y él se entendió con la policía, les exigió la orden de aprehensión, y como no traían ningún papel, se acabaron yendo. Estoy muy preocupada, porque como mi Sergio es el mensajero, le van a echar la culpa y a ver si no termina en la cárcel, ya ve que a los que menos tenemos, siempre nos toca la mala suerte. Pero le juro que no hizo nada, es un buen chico incapaz de hacerle daño a nadie. Usted sabe cómo somos, licenciada. —Solloza la secretaria mientras escurren lágrimas por sus mejillas.

—Ay, Merci, no se preocupe —contesta Jessica contrariada, al entregarle un pañuelo desechable para secarse las lágrimas—. Yo sé bien que Sergio es un muchacho estupendo, trabajador y honrado como su madre y sus dos hermanos. Pero cuénteme, ¿qué se llevaron?, ¿ya pudo hablar su hijo con su jefe?

—No ha podido hablar con él, pero conversó anoche por chat con su asistente y dice que el domingo en la mañana un vecino llamó por teléfono al señor Montes, porque encontró la puerta abierta de la casa donde está el despacho. Parece que abrieron la caja fuerte y se llevaron todo lo que había adentro. Dice que tenía más de setecientos mil pesos, dos mil dólares, las escrituras de las casas y departamentos de Montes y varios pagarés de algunos clientes morosos. También se llevaron cinco computadoras portátiles y una impresora. Ay licenciada, dígame, ¿cómo se va a robar eso mi chamaco?, eso lo hizo una banda de delincuentes. Ahora, quieren culpar a mi hijo, que es un escuincle menso, que anda en camión y en metro a todas partes y trabaja de mensajero hace menos de un año, porque es un burro en la escuela y no pudo entrar a la universidad —afirma Merci, sin parar de llorar.

—¡Qué barbaridad, qué cosas tan espantosas estamos viviendo! ¡Cada día más delincuencia y estamos indefensos! —exclama Jessica—, pero usted no se agobie, ahorita llamo al maestro Santacruz para pedirle que, cuando citen a Sergio a declarar, lo acompañe alguno de sus abogados de confianza y lo asesoren, porque el sistema de justicia en este país es la pura injusticia.

—Le agradezco, licenciada, yo sé que usted es una persona de buen corazón. Le quiero pedir permiso para que, me deje salir para acompañar a Sergio en este asunto tan delicado, no vaya a ser que se vayan a aprovechar de él, porque este niño no tiene malicia —replica, más tranquila.

—No se preocupe. Si necesita salir, avíseme para estar al pendiente y apoyarla en lo que pueda —contesta rotunda—. Ahora mismo le estoy enviando un mensaje a Santacruz para que la apoyen con un abogado, en cuanto me pase el contacto del licenciado que recomiende, se lo reenvío —dice mientras acaba de teclear el mensaje—, y por favor, Merci, manténgame informada de cómo va resolviendo el problema para que, en caso de que algo se le complique, podamos encontrar la solución.

—Gracias de nuevo, jefecita, es usted una persona de una gran calidad humana —afirma mientras se dirige hacia la puerta de la oficina.

—¡Ay, Merci, ya déjese de lisonjas!, ya le he dicho que no me gustan los halagos, hago lo que está en mis manos para ayudarla, porque la aprecio —remata tajante.

Jessica se dispone a comenzar sus labores, debe revisar su correo electrónico para atender los asuntos y gestiones urgentes del día. Tiene mucho trabajo, está por inaugurarse la feria del libro en la Plaza de la Constitución, y aún no han confirmado su participación algunas editoriales. Además, el equipo de logística tampoco ha presentado el plano de organización del evento, y urge remitirlo a aprobación de la Secretaría de Gobierno. Se siente muy presionada, como siempre la ciudad nunca se detiene.  Antes de empezar a enviar correos y mensajes, se levanta a observar las dos tórtolas que están comiendo del bebedero que puso en el balcón. Casi a diario vienen a esta hora a tomar agua y comer el alpiste que les deja en el platito de talavera, que compró en la feria artesanal. Ver a las aves saltar en el agua, le produce un gran regocijo y le da un respiro para calmar su mente y reflexionar.

Ahí de pie, mientras mira los pájaros, piensa en Merci, en lo dura que ha sido su vida: «Ella siempre tan alegre, jacarandosa y positiva, como buena veracruzana. Nunca olvida las celebraciones de cumpleaños de todo el personal. Atenta a todos los detalles, organiza las coperachas y manda comprar los pasteles, planea las comidas y los intercambios de regalos de fin de año, cubre a sus compañeras cuando tienen que pedir permiso para atender los asuntos escolares de los hijos, o las enfermedades de sus familiares. Siempre pendiente de pedirme comida, los días que tengo tanto trabajo y servírmela para que no me malpase. Con tres hijos a cuestas, ha salido adelante. La vida es injusta para tantas mujeres que hay en esta oficina, a quienes las han abandonado sus maridos, dejándolas solas a cargo de los hijos. No entiendo cómo los hombres pueden ser así y no tener remordimientos.  Me conmueven todas ellas, que trabajan aquí hace tantos años y tienen tantas deficiencias en su educación y son cada vez más prescindibles, pero son solidarias y humanas como pocas de mis amigas. Además, no me puedo imaginar cómo le hacen con esos miserables salarios, con tantas necesidades, y es increíble que nunca se quejan. Son admirables, tienen una gran complicidad, siempre se apoyan, comen juntas, se cuentan sus vidas, se ríen y encubren sus negocios clandestinos, aunque también son bien chismosas y argüenderas. Ellas creen que no me doy cuenta, pero aquí se vende de todo por catálogo: zapatos, ropa, perfumes, cosméticos y Tupperware. Sin duda, todas son luchonas, valientes y echadas para adelante y aunque su trabajo no sea significativo, hacen agradable la vida para todos. La oficina sin ellas sería horrible, aburrida y fría».

También reflexiona: «En cambio yo, tan afortunada. Hija única, niña bien a quien nunca faltó nada. Al contrario, siempre tuve de más. Mi padre médico y mi madre profesora de francés, me mandaron a la universidad privada más prestigiosa de la ciudad y gracias a su apoyo y a mi esfuerzo, salí con honores y recibí mención honorífica el día de mi examen profesional. No cabe duda de que nací con estrella. Además, con mi compromiso, responsabilidad y esfuerzo en el trabajo, he podido mantenerme diez años en este puesto, sorteando dos cambios de gobierno, a cargo de los proyectos culturales más importantes de la ciudad, como la feria de las culturas, la del libro, la artesanal anual, el festival de teatro callejero y el desfile de día de muertos. Eventos masivos que han sido premiados internacionalmente y que requieren una compleja gestión de recursos, con una difícil organización logística para la participación de instituciones, empresas privadas y organizaciones de la sociedad civil. No me puedo quejar, soy una mujer exitosa, ha valido la pena mi vida profesional que me ha dado muchas recompensas y satisfacciones, y por la que he sacrificado todo. Hasta haberme quedado soltera y haber dejado a Javier, quien le hizo lo mismo a su mujer y la acabó abandonando con un bebé recién nacido. Menos mal que no me casé con él. Pero todo tiene sus pros y sus contras, nunca seré madre y no tendré las satisfacciones que disfrutan y las preocupaciones que sufren. Lo bueno de estar soltera es que puedo hacer lo que me da la gana, y no tengo que preocuparme más que por mí, y ahora también por mis padres».

Merci, sentada en su lugar, espera con ansiedad que su jefa le envíe a su WhatsApp el contacto del abogado, que la va a ayudar en el problema de Sergio, su hijo más pequeño.  Este chico terminó la preparatoria el año pasado, y por flojo, no aprobó el examen de admisión a la universidad, por lo que tuvo que ponerse a trabajar.

Como de costumbre, se empieza a sentir culpable por Sergio, al que tanto le afectó la separación y luego el divorcio. De nuevo piensa en el canalla de Agustín. Ella que tanto lo quiso y él tan cínico que la engañó con Isabel, la única prima que tenía en la capital.

Maldice de nuevo para sus adentros, tanto a Isabel como a Agustín, de quienes no sabe nada hace once años. ¿Qué será de ellos? Desaparecieron de manera muy extraña, Agustín no volvió a buscar a sus hijos, después de haber sido un padre cariñoso y ejemplar. Nunca se podrá explicar qué bicho le picó y por qué los abandonó. De inmediato, aleja de su mente estos pensamientos que le causan tanto dolor, y la lastiman en lo más profundo de su alma porque sabe que le pueden perjudicar su salud, como le ha dicho el cardiólogo.

Por fin, le llega el mensaje de su jefa. Le ha enviado el contacto de Arturo Pérez, abogado que lleva mucho tiempo en el área jurídica de la secretaría y que tiene fama de ser serio, profesional y formal. Afortunadamente su jefa, tiene buena relación con todos los directores, y siempre que pide ayuda se la dan. Esta no ha sido la excepción.

¡Cuántas cosas buenas ha aprendido de Jessica!, tan brillante y amable, quien llegó muy jovencita a este cargo importante y sacrificado. Piensa que el precio que ha tenido que pagar esta muchacha ha sido muy alto, ha dejado todo por su trabajo, no tiene pareja y muy probablemente se quede soltera y sin hijos el resto de su vida. Cuando sea vieja, no tendrá la compañía, el amor y el apoyo de sus hijos, como los tiene ella ahora. La compadece.

De inmediato le manda un mensaje al licenciado Pérez, para contarle su problema y acuerdan verse por la tarde.

Lleva tres días sin poner un pie en la oficina, yendo de una junta a otra y comiendo con los directores de las editoriales, o de pisa y corre, en algún restaurante, una sopa y una ensalada con pescado o carne asada. Está agotada. Además, ha ido todos los días al club a nadar y al gimnasio para mantenerse en forma y no perder la condición física que necesita para aguantar las maratónicas jornadas de trabajo que tiene que cumplir antes de los eventos masivos de la ciudad.

Merci la ha mantenido informada por el WhatsApp. Sabe que ayer en la tarde fue Sergio a declarar al ministerio público. Hoy irá después del mediodía a la oficina y tendrá oportunidad de enterarse del asunto. Cuando estaba pensando en ello, le entra un mensaje a su celular:   

—Buenos días, jefa, muchas gracias por el apoyo que me ha dado. El licenciado Pérez se ha portado de maravilla. Ayer, Sergio dio su declaración, lo trataron fatal, ya le contaré. Para acabarla de fregar, esta tarde irán al departamento a hacer una inspección, para verificar si encuentran algo de lo que robaron. ¡Imagínese!, ¡van a ir a esculcar todo! Me voy a tener que salir de aquí antes de comer, Pérez me va a acompañar. Ya le pedí a Margarita que se siente en mi escritorio y la apoye con lo que necesite. Avíseme si viene a comer para que le pida un menú.

—Muchas gracias, Merci, por favor pídame una sopa de verdura y una pechuga asada con ensalada de espinaca, aguacate y jitomate, para comer en cuanto llegue porque a las cuatro tengo otra reunión. Esos del ministerio público son unos patanes, menos mal que Arturo la está apoyando. Ya verá que todo saldrá bien, no tiene que temer, porque su hijo es inocente y no encontrarán nada que no sea suyo. Suerte y póngase trucha con la visita del inspector, trátelo bien y no se ofusque.

—En este momento, le pido su comida y se la dejo a Margarita para que se la sirva en cuanto llegue. Gracias, licenciada, aprecio mucho su apoyo y sus consejos. Hasta mañana.

Ha pasado antes de llegar al trabajo a comprar un ramo de flores. Quiere estar temprano para arreglárselas en un florero y ponerlas encima de su escritorio. No tiene palabras para agradecer las atenciones de su directora. Ayer, el inspector del ministerio público, que hizo la visita, no se portó tan mal y casi está segura de que se convenció que Sergio es inocente.

A sus hijos nunca les ha faltado lo necesario, ella ha luchado para que tengan lo indispensable y se forjen un buen futuro. Además, desde que empezaron a trabajar los gemelos, aumentó el ingreso familiar y han podido, entre los tres, renovar los aparatos electrodomésticos. Hace dos años cambiaron el refrigerador y el microondas, la navidad pasada compraron el centro de lavado y este año estrenaron una pantalla y un horno eléctrico. Asimismo, Merci y sus hijos pintan el departamento en las vacaciones de fin de año y hace dos meses, cuando le dieron su tanda, ordenó retapizar la sala y compró cortinas nuevas. El inspector quedó sorprendido de lo bien que está equipado el departamento.  

—Buenos días, Merci, —saluda Jessica, llegando a la oficina—. Tráigase dos cafecitos para que me cuente como le fue ayer, hoy no tengo juntas en toda la mañana.

—Buenos días, jefa, ahorita mismo le llevo su café y platicamos.

—¡Merci, qué hermosas flores!, además son Lilis, mis preferidas —grita la jefa en cuanto entra y ve el ramo en su escritorio—, qué bárbara, qué lindas están, no se hubiera molestado.

—No es ninguna molestia, es para agradecer su apoyo incondicional, se las compré con harto cariño. Pasé al mercado de Jamaica esta mañana y están muy frescas. Ojalá le duren toda la semana —contesta contenta.

—Muchas gracias, están preciosas y tienen un aroma espectacular —responde Jessica acercándose al ramo para disfrutar su fragancia.

—Le tengo que contar, jefa. —Empieza a hablar, al entregarle la taza de café y sentándose frente a ella—. El día que Sergio fue a declarar al ministerio público pasamos con el escrutador que lleva el caso, y lo primero que le preguntó a mi hijo fue: «¿Ya te vienes a entregar?, porque tu jefe está seguro de que estás implicado en el robo». Por poco me muero y mi chamaco se puso lívido y se quedó paralizado, no pudo responder. Menos mal que nos acompañó el licenciado Pérez quién contestó que, su cliente, o sea mi hijo, venía a hacer su declaración y qué de ninguna manera podían inculparlo si no tenían pruebas. Después este fulano, trató varias veces de confundir a Sergio en la descripción de los hechos del sábado, que fue el día del asalto.  Sergio explicó que estuvo toda la mañana en la escuela donde hace el curso de regularización para su ingreso a la universidad. Y si quieren corroborar, hay pruebas, porque los alumnos se registran a la entrada y a la salida de la escuela. Luego contó que, por la tarde, se fue con sus amigos a jugar basquetbol al deportivo de la colonia, y como ganaron el juego, se tomaron varias fotos y las subieron a las redes sociales y ahí mismo se las enseñó en su teléfono. Y esa noche estuvo en la casa con la novia jugando videojuegos y yo fui testigo, ya que estuve hasta las once y media metida en la cocina haciendo el pozole, porque el domingo invitamos a comer a mis compadres. Mientras cocinaba estuve escuchándolos jugar y reírse, y cuando terminé de guisar, su novia se despidió y nos fuimos a dormir rendidos de cansancio.

—Menos mal que el licenciado Pérez los acompañó y Sergio pudo hacer su declaración y comprobar lo que había hecho el sábado —comenta sorprendida.

—Pero no le he platicado lo más horrible. Saliendo del ministerio, nos encontramos a Mónica, la asistente del señor Montes, que también fue a declarar y nos contó lo que realmente pasó. El vecino que le llamó al señor Montes para avisarle que la casa estaba abierta, le mandó la foto que tomó desde su ventana. En ella, aparece estacionada la camioneta de Juan, el hijo menor de Montes, quien se integró al negocio hace dos años. Cuando el señor Montes llegó, la camioneta no estaba y obvio, Juan tampoco. Mónica sabe que el hijo de su jefe está muy endeudado, porque le gusta el juego y las apuestas, y era el único en la oficina que tenía la combinación de la caja fuerte. Además, parece que Juan está enredado sentimentalmente con la nueva contadora que contrataron este año, y ahora todos los empleados suponen que estaban coludidos y fueron ellos.

—¡No lo puedo creer! —exclama impresionada Jessica—, ¿el hijo del dueño asalta la oficina de su padre? ¡Qué infeliz y mal hijo! Ha de tener miles de deudas.

—Dice Mónica que habló con el señor Montes y lo escuchó muy deprimido, porque ya sabía en que líos andaba metido su hijo, y que es muy probable que detenga la investigación, porque no quiere afectar a su nuera y a sus tres nietos, hijos de este desgraciado —concluye Merci.

—No me puedo imaginar lo que estará sintiendo ese señor y lo que irá a hacer, no creo que vaya a meter a la cárcel al hijo —contesta compungida Jessica.

—Lo más probable es que suspenda el proceso legal. Debe sentirse defraudado. Pero vaya usted a saber qué historia familiar haya y cómo habrá tratado y educado a su hijo para que sea capaz de estafarlo —replica la secretaria.

—Nada justifica cometer un delito así. Ese hombre debería ir a la cárcel, es comprensible que su padre no lo inculpe, después de todo nunca dejará de ser su hijo. ¡Qué historia tan espeluznante!

—No cabe duda de que la gente que tiene dinero muchas veces carece de escrúpulos. Esa familia es muy rica y ya me había comentado Sergio que, el hijo, cuando iba al despacho se portaba como un patán. Es un junior y un bueno para nada —concluye Merci—. Bueno licenciada, ya la dejo trabajar. Me llamó el abogado Pérez y me dijo que ya no van a citar a Sergio a declarar. Le pido por favor, que le hable al maestro Santacruz y le agradezca de mi parte el apoyo. Me da vergüenza hacerlo personalmente, porque no me conoce y sé que está muy ocupado y no lo quiero molestar.

—Ahora mismo le marco. Me alegra que Sergio esté libre de culpa y que todo se haya resuelto. Cierre por favor la puerta al salir, que debo concentrarme en redactar el discurso del alcalde para el día de la inauguración de la feria. Si me llaman o me buscan dígales que no puedo atenderlos hasta que termine —concluye.

Al quedarse sola, Jessica se asoma a la ventana y ve tres tórtolas y un gorrión dándose un festín en el balcón. Sonríe, le alegra verlas comer el alpiste y darse un chapuzón, cae en la cuenta de que ha estado haciendo muchísimo calor esta primavera, y que ojalá empiece pronto el verano lluvioso. Mientras observa a los pájaros, le marca a Roberto Santacruz.

—¡Hola, Robert!, ¿cómo te va? 

—Mi querida Jessi, ¡que alegría escucharte! Estaba por llamarte. Me acaba de contar Pérez, que el asunto de tu secretaria en el ministerio público se puso color de hormiga, y está seguro de que el escrutador estaba comprado por Montes o por su hijo, para inculpar al muchacho.

—Sí, eso me imaginé. ¡Muchas gracias por el apoyo! Menos mal que Arturo los acompañó. Este país está jodido con su sistema de justicia. Robert, te llamo más tarde con más calmita porque tengo la feria del libro encima, y hay que mandar en un rato el discurso del alcalde. A ver si vamos a comer después de la inauguración.  

—¡Me encantaría!, gusto en saludarte y te deseo mucho éxito con la feria de este año.   

Por fin, ya está todo listo para que dentro de dos semanas se inaugure el evento, se siente satisfecha y contenta. Toma asiento y se concentra para redactar el discurso en su computadora.