Érika Ramírez Levín
Prometí que nunca la visitaría y lo he
cumplido. Tras varios años de altibajos, logré rearmar mi vida. Al fin tengo
una relación sentimental estable que me ilusiona. He dejado de despertarme en
las madrugadas empapado de sudor. Además, funcionó mejor de lo que pensaba eso
de cambiar a una dieta vegana. ¿Por qué no pudo continuar así?
Hoy, al amanecer, tuve una sensación extraña
en cuanto sonó el teléfono. Me notificaron que está enferma y le pronostican poco
tiempo de vida. Quizás un mes o menos. Al colgar, una nube densa, negra, se
infiltró por mis poros. ¿Qué hago con estos sentimientos que, de manera sistemática,
enterré en lo más profundo de mi ser y ahora siento cómo me revuelven el
estómago, ascienden por el esófago y se transforman en unas náuseas
incontrolables?
Me tuve que reportar enfermo al trabajo.
Vomité dos veces. ¡Maldita sea! Dijeron que avisarían cuando falleciera, no
antes. Como una película, cada detalle regresa a mi mente acosándome la
cordura. Vuelvo a escucharla gritando que fue por amor. ¡¿Amor?! ¡Por eso está
encerrada! ¡Que se pudra! Las arcadas ácidas me sorprenden otra vez. Brinco del
sofá golpeándome la espinilla con el borde de la mesa de centro; duele hasta el
alma, pero ahogo el grito por la salivación cada vez más abundante. Mi brazo
izquierdo logra agarrar el respaldo de una de las sillas del comedor. Fijo la
vista en el pasillo, mi objetivo está al final. Intento respirar profundo por
la nariz y corro cojeando sin mirar las puertas de las habitaciones a ambos
lados.
Si se viera el departamento desde arriba,
parecería una gran te mayúscula. La cocina está en línea recta con la sala y en
medio, opuesto al comedor, está el pasillo. Estoy sentado, con una manta sobre
mis hombros, en el sillón de tres plazas que tengo por sala. De cara a mí,
pegado a la pared, está un mueble blanco de los que llaman centro de
entretenimiento, con múltiples cajones para guardar hasta lo que no recuerdo;
ahí reposa una pantalla de cincuenta pulgadas y tres consolas de videojuegos. A
la derecha ilumina la estancia una enorme ventana corrediza centrada en la
pared color ocre. Cuando quiero ventilar el lugar, basta con abrirla junto con
la de la cocina para que se forme una corriente con ráfagas de aire que
desperdigan cuanto papel o adorno ligero se cruzan en su camino.
Mi novia pidió la tarde libre y llegó hace
media hora. Está preparándome una infusión de manzanilla y hierbabuena. Me ha
repetido que no hace frío, pero sigo temblando. Sé que está confundida, no la
culpo. En este afán de dejar todo atrás, le oculté esa etapa de mi vida. Siento
su mirada sobre mí. Volteo hacia ella y me sonríe por encima de la barra de
granito marrón que divide la cocina de la estancia. Me sale una mueca extraña
en un intento de regresarle la sonrisa.
—Necesito platicarte algo —le digo casi en un
susurro.
—¡Espera, ya casi voy! No te oigo —replica en
voz alta como todas las personas que, cuando no escuchan, hablan fuerte, al
tiempo que se oye el tintineo de la cuchara chocar con la cerámica mientras
vierte el agua caliente.
Despacio, sosteniendo con una mano el plato y con la otra la oreja de la taza, deja el té sobre la mesita de centro. El olor de las hierbas endulzadas con miel reconforta mi malestar.
—¿Decías? —pregunta curiosa—. Ah, oye, antes,
¿llamo al médico? No entiendo qué fue lo que te pasó. Ayer comimos lo mismo,
¿qué te pudo haber hecho tanto daño?
—No, no, está bien —respondo de inmediato—.
Bueno, no es que esté bien. Quiero decir que no fue comida lo que me afectó.
Tengo… algo que contarte.
Se sienta en el sillón, a mi derecha, sin
quitarme la vista de encima. Sube las piernas y las cruza en forma de mariposa
acomodándose para quedar frente a mí. Toma un cojín y lo coloca sobre su
regazo. Veo el reflejo negruzco de nuestros cuerpos enmarcados en la pantalla delante
de nosotros y continúo:
—¿Recuerdas que te dije que mis papás
murieron hace años? —le pregunto, sin rodeos, intentando encontrar un punto por
donde comenzar; ella asiente en silencio—. Pues… fue mi papá el que falleció en
ese choque; mi mamá sobrevivió.
—¡¿Por qué ocultarías algo así?! —me cuestiona
incrédula y un poco molesta.
—Por favor, te pido paciencia —balbuceo. Tomo
la taza de la mesa pues siento una sequedad amarga en la boca que intento aliviar
con dos tragos del té humeante—. Todo tiene una explicación y te prometo que te
hará sentido después de que sepas el porqué. Solo… dame oportunidad de…
—De acuerdo —me interrumpe con tono cortante,
cruzando los brazos—, te escucho.
Noto la lengua entumecida y un poco adolorida
tras haberme quemado con el líquido. Inhalo profundo, suplicando que el aire
que ingresa me ayude a encontrar el valor que necesito para continuar. Exhalo
lento y tremoso.
—Los tres éramos, lo que podría llamarse, una
familia feliz. Mis padres se adoraban y yo era la envidia en la escuela porque eso
no era muy común; a mi alrededor, por el contrario, se escuchaba más sobre
divorcios, abandono, maltrato, ausencias.
»Todos los días, entre semana, mi mamá
cocinaba el desayuno. Recuerdo que…
Una arcada me sorprende y jalo aire con
desesperación para ahuyentar el malestar. Tomo otro poco de té. Esta vez soplo
primero sobre la superficie parduzca, pues sigue muy caliente.
—Perdón —me disculpo incómodo—. Después de
desayunar, nos daba en una bolsa de papel un pequeño refrigerio para que
almorzáramos a mediodía.
En este punto, necesito volver a respirar
profundo. Siento el estómago revuelto. Me levanto sin decir nada, voy hacia la
ventana, la abro de par en par y agradezco el aire fresco que golpea mi rostro.
Por fortuna, la panadería del otro lado de la acera no tiene el horno prendido;
lo sé porque el olor me hubiera provocado más náuseas. La calle está tranquila
y los pajarillos trinan efusivos, ajenos a mi malestar. Vuelvo a sentarme.
—Papá me llevaba a la escuela en las mañanas
y, de regreso, cerca de las siete de la tarde, me recogía en el campo de fútbol
para irnos a la casa. Los fines de semana hacíamos lo que, supongo, cualquier
familia hace en sus días de descanso: íbamos al cine, comíamos fuera,
visitábamos a tíos, primos o amigos, qué sé yo.
»Una tarde, después de la práctica, se me
hizo extraño no ver estacionado su carro. Me dirigía hacia las gradas,
buscándolo, cuando reconocí a José, su hermano menor, acercarse despacio con
las manos metidas en las bolsas de sus jeans y la cabeza gacha. Tan pronto lo
tuve enfrente y levantó la cara, distinguí sus ojos hinchados e inyectados de
sangre. Me asusté muchísimo y solo atiné a preguntarle si todo estaba bien. Se
soltó en llanto y me abrazó tan fuerte, que aún hoy puedo sentir sus brazos
rodeándome.
»Me contó que, aprovechando que nos visitaba,
papá había arreglado salir temprano de la oficina, ir por mi mamá a la casa,
luego recogerlo a él de no recuerdo dónde y darme la sorpresa en la escuela
para ir a cenar los cuatro. Cuando pasó el tiempo y mis papás no llegaron, mi
tío indagó hasta que dio con el accidente donde un microbús de transporte
público los había embestido por no respetar el rojo del semáforo.
»A partir de ahí, nuestras vidas se vinieron
abajo. La recuperación física de ella fue rápida. Solo tuvo algunos golpes
leves, pues el camión pegó del lado del conductor. Pero la mental… Como te
decía, el carro recibió el impacto en el costado donde iba mi papá. Las puertas
quedaron destrozadas y las ventanas hechas añicos.
»Con las migajas contadas por mi mamá de vez
en cuando, los peritajes para establecer responsabilidades y lo que me explicó
ese abogado…, ¿cómo lo llaman?, ¿abogado de accidentes? Bueno, de todo eso, logré
armar una especie de rompecabezas que más o menos explica lo ocurrido.
»Después del golpe, ella volteó a su
izquierda y vio a mi papá quieto, con la mirada hacia adelante, los brazos aún
agarrando el volante y moviendo ligeramente los labios. Le preguntaba si estaba
bien, pero él no respondía. Con cada pregunta aumentaba su desesperación al no
recibir respuesta, hasta que supongo que se asomó para poder verlo mejor…
Mi novia se acerca un poco más a mí y toma mi
mano con la suya. Acaricia con su pulgar mi dorso.
—Su rostro estaba desfigurado; la piel se estiraba
hacia una gran protuberancia del lado izquierdo de la frente, como si al
momento de irse inflamando, el bulto jalara el cutis deformando sus facciones.
El abogado mencionó que la cabeza debió latiguear por el impulso de la colisión,
pegándose con el marco de la ventana o con el cristal previo a estrellarse.
»Pero eso no fue lo peor. No sé si por la
sangre o cómo, mi mamá se percató de que papá tenía un pedazo de cristal, de
tamaño considerable, clavado en el cuello, cerca de la garganta. Y… me han
dicho que fue por instinto… no estoy seguro. Ella me ha repetido, me ha
asegurado, que solo quería liberarlo para que pudiera hablar; insiste haberse
sentido invadida por una urgencia de ayudarlo al verle mover los labios y no
emitir palabras. Que… por eso…
—Auuu —gime mi novia de forma sorpresiva—.
Perdón, es que me apretaste la mano. Estás muy colorado. ¿Te sientes bien?
Veo mis dedos marcados en su mano y las uñas
de mi otra mano clavadas en mi palma al abrir el puño. Tengo mucho calor, me
quito la frazada de la espalda y cruzo los brazos.
—Sí, bien —espeto molesto.
—¿Entonces? Decías que te ha repetido que
quería ayudarlo.
—Eso es lo que ha dicho todo este tiempo. Que
necesitaba saber qué le quería decir y por eso… jaló el vidrio de su cuello. Lo
que creo que ella nunca comprendió es que, al sacar el pedazo, terminó de
desgarrarlo. La sangre prorrumpió a borbotones salpicando todo. Él… él no podía
respirar, ¡se estaba ahogando! No sé cuánto tiempo estuvo así hasta que… bueno…
hasta que murió. ¡¿Por qué no pidió ayuda?! ¿¡Por qué no se esperó?!
Mi respiración está demasiado agitada.
—Revivo ese momento como si yo hubiera estado
ahí. De tantas veces que lo he imaginado, he visto la desesperación de mi papá
intentando respirar, su angustia al sentir que el aire no llegaba a sus
pulmones. No sé si habrá tenido la conciencia de que eran sus últimos momentos.
Y a mi madre gritándole que le hablara, que le dijera algo, pero ¿¡cómo!? ¿¡Qué
no vio que estaba sufriendo?!
Me doy cuenta de que mi novia me ve aterrada
y me asusto. Intento respirar profundo una y otra vez para tranquilizarme. Con
manos trémulas tomo la taza de té y doy unos sorbos; ya está tibio.
—¡Ay, amor! —alcanza a articular, angustiada,
pero se nota que no tiene idea de qué más decir. Se acerca un poco más y me acaricia
la espalda.
Respiro profundo y continúo.
—Pasaron dos o tres semanas en que se encerró
en sí misma. No salía de su recámara, no hablaba con nadie, casi no comía. En
las noches se despertaba llorando y gritando el nombre de mi papá, con una angustia
y un dolor que no se lo deseo a nadie. A menudo la escuchaba murmurar preguntas
como: «¿Por qué no me llevó con él?», o frases incomprensibles como: «No debió
irse solo». Fue una época muy dura porque no pude vivir el duelo de mi papá al
estar padeciéndola a ella.
»La tía Remedios, prima suya, me recomendó
una tanatóloga y una psiquiatra que daban consultas a domicilio y, viéndolo en
retrospectiva, fue cuando comenzó a salir de esa depresión en la que se había
enclaustrado. No te voy a mentir, hubo días buenos, otros malos y algunos
peores. Aun así, poco a poco, comencé a verla mejorar.
»Mi papá había dejado un seguro de vida que
sirvió para costear estos tratamientos junto con una enfermera que estuvo con
ella en el día mientras yo iba a la escuela. Dejé el fútbol a fin de estar más
tiempo a su lado; era una persona mayor, ni modo de abandonarla. Luego de casi
un año, resurgió de las sombras y, aunque no volvió a ser la misma de antes,
recuperó algunas de las actividades que tenía previas al accidente. En especial,
cocinar, que era algo que ella amaba.
»Noté que, incluso, se entusiasmó al
descubrir que podía obtener nuevas recetas de internet. Creo que escuchó en
algún programa de televisión a una chef recomendando su página. Me intenté
embarrar de paciencia para enseñarle a usar la computadora; lo que fuera con
tal de también recuperar mi vida que por su culpa había postergado.
»Al fin pude llorar la partida de papá. De manera
paulatina, nuestras vidas se fueron reconfigurando en una rutina diferente pero
funcional. Los desayunos y refrigerios regresaron a mi vida. Te hablo de que
pasaron como tres años desde el accidente hasta este punto. Yo ya estaba en la
universidad e intentaba combinar mis estudios con la socialización y mis
entrenamientos deportivos que había dejado a un lado.
Suspiro.
—Me reconforta platicarle a la mujer que amo
esta parte de mi vida. —Veo que ella me regresa la sonrisa y extiende su brazo
para tomarme la mano—. Sigo extrañando a mi papá como si fuera ayer; me hace
demasiada falta, aunque no sé qué hubiera pensado o hecho de haberse enterado
de lo que pasó después.
Mi novia, confusa, se mantiene en silencio.
—A pesar de que nuestras vidas habían vuelto
a la normalidad, existían momentos en que se perdía en sus pensamientos. Por
ejemplo, mientras esperaba que algún guiso hirviera, se asomaba por la ventana
de la cocina hacia el jardín y murmuraba frases o preguntas sueltas, como
aquellas que solía repetir cuando recién ocurrió el accidente: «¿Por qué no me
llevó con él? Pudimos habernos ido juntos. Debí haberme ido con él».
»Como vi que las cosas iban mejorando,
comencé a ya no estar tanto en la casa. En el fondo, ahora que lo pienso, no
quería estar cerca de ella. Incluso verla a los ojos me costaba trabajo. No sé,
era extraño. Me daba coraje que me hablara como si nada. Sé que debía sentirme
contento porque ella estaba recuperándose, pero…
Siento una oleada de furia arropar mi calma.
»Sus innovaciones en la cocina cada vez eran
más notorias. Lo advertí en los refrigerios que me seguía mandando a pesar de
que yo le decía que en la universidad había cafetería. Insistía en que me
llevara la comida porque, según ella, era su forma de demostrarme que me
acompañaba; quería asegurarse de estar cerca de mí. Como no quería enfrascarme
en una discusión inútil, accedí.
»Una noche, cuando estábamos cenando, vi que
tenía una curita en el dedo anular de su mano izquierda. Le pregunté qué le
había pasado y un tanto nerviosa me respondió que se había descuidado al cortar
la fruta. Me imagino que, por instinto, jaló la manga de su vestido hacia la
mano en un intento de taparse. La tela se atoró con el anillo de la otra mano y
se le descubrió el brazo. Tenía la piel lastimada, con quemaduras o raspones,
no logré ver bien, porque con éxito volvió a jalar la tela e insistió en que no
era nada de importancia. No quise alarmarme y decidí creerle.
—¿En serio no hiciste nada? ¿No la llevaste
al médico? —me frena mi novia, impaciente.
—Te estoy diciendo, no quería preocuparme de
más y, en general, ella se veía bien. Pensé que le daba pena que me diera
cuenta de lo distraída que estaba —objeto molesto por su acusación y nos
quedamos un momento en silencio; respiro profundo—. Ya sé… ya sé. Solo
acuérdate del tiempo que pasó para por fin estar en ese punto. Lo que menos
quería era siquiera pensar en alguna recaída o peor.
Mi novia sacude la cabeza y guarda silencio.
Logra ponerme nervioso, por lo que tomo la taza y bebo el resto del té. Para
este momento ya está frío. No sé cómo postergar más el relato, así es que
prosigo:
—Algunos días después, casi lograba
escabullirme a la escuela cuando apareció por la puerta de la cocina para darme
la bolsa de papel con mi almuerzo. Vi que rengueaba y apretaba los labios en un
ademán como de dolor. Le pregunté si estaba bien. Me respondió que le molestaba
un poco el talón. «Aflicciones de vieja, ya sabes». Me sonrió y terminó de
regresarse a la cocina. Fue en ese momento cuando empecé a pensar que algo me
ocultaba.
—¿¡Apenas?! —reprueba mi novia con voz
chillona y, de manera simultánea, se tapa la boca con ambas manos—. Perdón, ya,
perdón… sigue.
Pongo los ojos en blanco. ¡No tiene idea de
nada y de todos modos me critica! Me resigno a concluir la historia, aunque
noto que mi estómago me comienza a atormentar y unas náuseas ligeras se asoman
desafiantes. Dicen que el cuerpo tiene memoria y hoy compruebo que es cierto.
—Mi apuesta, después de ver las heridas, era
que se estaba haciendo daño ella misma. Leí que esa es una forma que tienen
algunas personas para expresar una situación emocional que los está destrozando
por dentro. Algo así como que necesitan sentir otro tipo de dolor porque no son
capaces de enfrentar sus sentimientos y entonces recurren a autoinfligirse
lesiones que les generan una paz momentánea.
»Antes de enfrentarla o pedir otra vez ayuda,
precisaba de pruebas. Con apoyo de un amigo, amante de la tecnología, instalé
unas pequeñas cámaras en la cocina a fin de monitorear cuándo recurría a
lastimarse. Ya que tuviera una o dos tomas podría ir con la psiquiatra para que
me ayudara a determinar el mejor plan de acción. Mi error fue estar revisando
el celular en la universidad, con amigos y conocidos alrededor. Ya sabes, en la
carrera de Comunicación los curiosos sobran.
—¿Tu error? —me preguntó desconcertada.
—Sí, porque en cuanto vi lo que hizo, en
cuanto entendí —y ese «entendí» lo remarqué fuerte y claro—, lo que hizo esa
mañana antes de darme la bolsa de papel con mi almuerzo, perdí la razón. Mi
mente se nubló a tal grado que todo me daba vueltas, volví el estómago y creo
que hasta lloré. Necesitaba respuestas y, al mismo tiempo, no quería volver a
saber nada de ella. ¿¡No le bastaba con haberme arrebatado a mi papá?! Jamás,
escúchame, jamás había experimentado algo similar en toda mi vida. De ahí, tengo
borrados algunos episodios. No supe cómo llegué a mi casa, solo recuerdo estar
frente a ella, gritándole mientras le mostraba los videos en el celular, viendo
su cara estupefacta y tan pálida que creí que se desmayaría.
—No entiendo…, ¿qué viste? ¿Qué había en los
videos? —me cuestiona intentando comprender.
Me levanto del sillón y voy hacia el mueble
de la televisión.
—Todavía la escucho berrear suplicante: «¡No
quería que estuvieras solo! ¡Te juro que lo hice con amor, para acompañarte
siempre, porque ya habías perdido a tu papá! ¡Tienes que creerme, hijo!» —le
sigo contando mientras camino arrastrando los pies sobre la alfombra.
Abro el cajón de hasta abajo y saco un
periódico amarillento y maltratado. Despacio, como si pesara una tonelada, lo
llevo hacia ella. Unas lágrimas me acompañan en el camino. Era el diario que la
facultad publicaba en esa época.
—En todos estos años no he logrado
reconstruir bien lo que pasó después de eso. Supongo que los compañeros,
aprovechando que me conocían y que el morbo siempre vende, publicaron la nota.
Mi novia agarra el periódico sin quitarme los
ojos de encima. Luego, baja la mirada hacia el titular con las letras más
grandes de la página y ahoga un grito.
«“Unidos” por la comida: Cada mañana, una
madre preparaba el almuerzo con pequeños trozos de su propia carne para, afirmó
ella, estar más cerca de su hijo».