miércoles, 28 de febrero de 2018

La escuela se lleva en el corazón

Luz Hernández



Antonio recuerda que vivió hasta los cinco años en el Chocó, de esto hace ya casi treinta años, que viajaron a la capital con su madre Hortensia y sus dos hermanos menores. Que los compañeros se le burlaban porque tenía ojos miel, cabello rizado café y piel morena, delgado, alto. Las maestras le decían que era muy inteligente. Su padre había sido un extranjero que vivió solo seis años con su madre y luego regresó a su país. Quizás por eso su aspecto físico era diferente al de los demás. Le gusta bailar, cantar, se considera alegre, le agrada preparar la comida de mar, beber el agua de coco. Vestir de colores claros. Sin embargo, ha guardado un sentimiento de rencor hacia su padre y de melancolía con respecto a su madre que falleció porque se le partió el corazón por este gran amor que la infartó cuando él tenía nueve años y le tocó encargarse de sus hermanos y de él mismo. Los tres pagaban la habitación vendiendo reciclaje que seleccionaban hasta las doce de la noche. La señora Herlinda les daba una comida al finalizar el día y ellos realizaban el aseo de toda la casa los días domingos a cambio.
En la escuela viajera les daban el desayuno, nueves, almuerzo, refrigerio. Y hasta baño.
Era irónico que nació en el Chocó y ahora nuevamente se encuentra trabajando en esta tierra linda, encantadora, de bellos paisajes rústicos que armonizan con rojizos desiertos, playas de aguas tranquilas y claras, y un sol intenso que ralentizaba la cotidianeidad. Con sus fiestas tradicionales, los bailes y sus bebidas embriagantes. Sus habitantes creyentes católicos y  supersticiosos.
Los hombres vestían de pantalones cortos, pantalonetas, descalzos, las mujeres de faldas y blusas cortas y también descalzas o con pantuflas.
La alimentación era muy variada con productos del mar: pescado, cangrejos, róbalo, la jaiba, la piangua, la sierra, los mariscos, los camarones. Casi diariamente se consumía el coco, plátano, chontaduro, caña, verduras. El champú,  el guarapo de caña, el borojó.
Era un lugar muy alegre, rico en cánticos, alabados, leyendas, su música monorrítmica con predominio de los instrumentos de percusión y los aires más populares como son: patacore, caderona, maquerule, saporrondo, tamborito chocoano, bunde, danza chocoana, mazurca, jotas y el currulao. Desde pequeño tocaba la marimba, que era su instrumento para soñar. Iba con sus padres a las fiestas, el carnaval de negros y blancos, las  fiestas de San Pacho, la feria de Cali. Sus playas eran muy limpias: pianguita, la bocana. Con estos pensamientos del pasado Antonio sigue su camino a casa.
Ha laborado todo el día, al caer la noche se encontrará con sus dos hijos: Antonia de seis años y Pedro de cuatro. Además con su compañera Margarita, profesora de media jornada de artes de la aldea y la escuela. Ellos eran sus amores. Al llegar de la jornada los abraza y deja caer su cuerpo sobre el sofá, cerrando los ojos para descansar.
Escucha a lo lejos el tintinear del campanario y ve a  los niños sentados en las banquetas para tomar una espumosa taza de chocolate y torta de pan recién amasado. Observaba que algunos le pedían  a Olivia, una amable y afable servidora, una segunda porción. Llevando al paladar el suave aroma.
Se encontraban en un patio de juegos pequeño, con muros agrietados, enmohecidos, pisos rotos encementados, olor rancio, que mostraba un encierro perpetuo, rodeado de osarios de los curas fallecidos que vivieron durante varios años en esta iglesia. Quizás por esto se percibía un frío que calaba los huesos. Y que se enfriaba aún más por las historias de miedo que algunos muchachos aprovechaban para relatar. Otros jóvenes contaban a los más pequeños que alguna vez gozaron de una familia y vivieron en el campo, pero fueron desterrados. Y les tocó venir a la capital. Y como carecían de recursos fueron a parar a la calle. La mamá trabajando todo el día y el papá los había abandonado. Al respecto comentaba Efra:
−Nos ha tocado vagabundear, pedir limosnas o robar, dormir amontonados para taparnos del frío de la noche, con el cielo estrellado, con cartones y periódicos buscando un poco de calor. Deambulábamos  en grupos o galladas vivíamos en zonas llamadas ollas, que eran lugares donde se negociaban la prostitución, el hampa, expendios de drogas, compra y venta de objetos robados.
Generalmente llevábamos ropa ancha y andrajosa; en ella escondíamos lo que robábamos. Éramos personas consumidas, sin familia.
En otras charlas informales algunos también intercambiaban experiencias como las que contaba Mary:
Nojotro también llegamo y al bajar del autobús pedimo posá y nadie noj dio. −Dormimo en el parque arrunchado. Luego papá también noj abandonó y tuvimo que  trabajá en un restaurante. Cuando teníamo hambre solo nos daban las sobras. 
¡Eche pelao! No se achicopale ni achante. Interrumpió Neil.
−También noj corretearon, allá en la cojta conseguiamo biyuyo vendiendo arepa e huevo, bolloeyuca, caramañola y aquí también noj tocó, sino que loj cachaco son fantoche y eso noj emputa. 
¿Cuándo vamos a rumbear? ¿Quiénes rapean? —Interviniendo Clau
Todos respondía Alicia riendo. Vamos esta noche. 
El afecto entre nosotros nos permitía estar atentos de algunos compañeros con dificultad, como de Alí, de espíritu ingenuo que sufría de epilepsia y era atendido por sus parceros. Pero que inventaba juegos matemáticos para ganar plata. Como la ruleta y el tiro al blanco. 
La trabajadora social Blanc le decía: «Néstor cuando sienta que le empieza el mareo respire, busque sentarse en el piso, cerca de una pared.››
A estos chicos el amor les permitía recuperar el encanto de la vida. Detenerse cuando veían a alguien enamorado de lo que hacía. 
En un día soleado una de las maestras les propone dibujarse a sí mismos y a uno de los compañeros.
Néstor, cuchicheando dulcemente y tarareando una canción, dibuja un torso desnudo femenino. Y al observar a su maestra le dice:
−Profe…, ¿peleó con su novio? ¿Tiene un romance impaciente? ¿Por qué está triste? ¡Despreocúpese! Invítelo a comer una bandeja paisa, le digo dónde son muy ricas.
La profesora Isabel lo mira con ojos bajos y sonriéndole responde:
−Trato hecho. Ahora salimos y me dices dónde es.
Algunos compañeros escuchaban y se burlaban. Dando ocio a la imaginación.
Repitiendo en coro: −Profe, invite a este chino a tragar una frijolada. ¡Tan pendejo, enamorarse de Isabel!
Néstor con una humedad tibia que cubría su rostro, siente correr las lágrimas de ira contenida. En este momento recuerda a su padrino que le decía:
«Prométame, mijo que usted se va a controlar o va a parar a la cana como su hermana, que descuartizó al padrastro por abusivo». 
Néstor se reía con ironía y se iba pensando: ‹‹ ¡Partida de tarados, estúpidos, hijos de perra, mal parados!››, dando un golpe a la pared. Y pateando su pedazo de balón. Como si pateara al personaje apodado el Cura. Recordaba que lo llamaban así, porque se vestía de negro. Pero que cada noche en su casa de albergue engañaba a los niños para aprovecharse de su inocencia. Principalmente de Leo, a quien manipulaba diciéndole que era un jueguito. Hasta que él les explicó a sus compañeros lo que les hacía este personaje y lo denunció a la policía.
Viene también a mi mente la escena en la cual la hermana de Néstor, Lupe, con sollozos lentos, desesperados, se deshace de Pérez, su padrastro, quien les pegaba, maltrataba y obligaba a su madre a atender a sus amigotes y que sus hijos solo observaban. Hasta que en una noche, le ayudaron a huir, con la promesa de fugarse ellos también más adelante. De esto ya habían pasado cinco años. Y sabía que Lupita lo había defendido y ya en este año iba a salir con libertad condicional. Esto lo animaba nuevamente.
Asimismo evoca otra ocasión, que Edwn, su compañero, le contó que: Un día estaba muy triste y se acercó a Lulú, una guía facilitadora, quien le indaga el motivo de su estado anímico. Y él le contestó: − Si supiera que he hecho, ya no me dejaría estar aquí. Por maloso.
–¿Sabes? Le respondió ella. –Cada uno de nosotros tiene ″secretos″, debilidades, defectos, errores que hemos cometido y queremos ocultarlos.
 –Así que tranquilo. Edwn continuó desahogándose: −He robado de las tiendas para llevar comida a mis hermanos.
−He cargado bultos en la plaza y me han pegado, burlado y yo les deseé ¡que les caiga un rayo! −Atemoricé a mis compañeros a escondidas. − Odié a mis padres, sin conocerlos por abandonarnos.
Y que Lulú le respondió: –Lo más importante es reconocer los errores para poder cambiar y perdonarnos las ilusiones de creer que este mundo es perfecto y que las personas también lo son. También perdonarlos. Ese es el camino. ¡Ánimo! Estos pensamientos rumiaban su pasado.
En estas añoranzas venía a su memoria la trabajadora social Stell, que les dirigía los talleres de evangelización que les hablaba acerca del perdón y a la trabajadora social Mary, que les orientaba los seminarios de sexualidad con responsabilidad y afecto. A través de películas que les proyectaban y que todos disfrutaban. Así mismo veía en el salón de danzas a Astri que mostraba algunos movimientos rítmicos para realizar en parejas. De frente a los espejos. Y el grupo de niños de la costa. De la Pochis. Que bailaban con ritmo caribeño. Mientras que los niños citadinos tenían que mirarlas para aprender, sin embargo se movían con una cadencia rítmica y musical más pausada. Pero los observaban e imitaban como el aletear de algunas mariposas. 
Las maestras de jardín, Manina y de preescolar, Clema, aprovechaban cada momento para jugar bailar, cantar, dramatizarle los cuentos y divertirse con los pequeñines. 
Nor les relataba cuentos para motivarlos con la lectura y Dore realizaba sociodrama con ellos, o a veces utilizando los títeres, mientras que Blanch se encargaba de escuchar los sueños que cada noche tenían y los entrelazaba construyendo relatos muy novedosos.
Y el profe José se encargaba de ayudarles a realizar las ilustraciones, a corregir sus relatos, que con sabia paciencia y gran dosis de abrazos y golosinas les endulzaba cada momento, recordándoles como relacionarse y ayudarse mutuamente.
Así tratábamos de resolver entre nosotros los conflictos que se presentaban:
Carlos decía:Na´guara. Dejáme jugar. Y Nico le contestaba− ¡Cónchale, vále! Chamo, espera, sin bronca. En este momento Nico era un mediador de conflictos, como un árbitro.
Elsa. Riendo respondía: −¡So pingo! Bobo, quitáte, devuelve la pelota.
Los compañeros ecuatorianos que también tuvieron que dejar su territorio, fueron de una gran inspiración en esta experiencia para mejorar la convivencia. Por su solidaridad, compañerismo, autocontrol, amor propio, respeto, aseo, su presentación personal, que era impecable. Nos enseñaron a respetarnos, algunas danzas, historias, el significado de su vestuario, de su mochila.
El Padre Ramaría buscaba los recursos, apoyos de padrinos, de comerciantes, empresarios. Dejando en nosotros los jóvenes huellas imborrables de afecto, trabajo solidario, apoyo incondicional.
Posteriormente en una evaluación colectiva, algunos propusimos cursar dos y tres niveles en un solo año; Y así se  organizaron las Aulas Especiales. Con la pregunta “generadora de conocimiento” y como una estrategia creada por las experiencias y saberes previos de los compañeros. Así como por las reflexiones, discusiones entre maestros y cuestionamientos de los estudiantes. Se veía la necesidad de sintetizar temas y saberes. Posteriormente este programa fue oficializado por la secretaria de educación. Con el nombre de aulas de Aceleración.
Ahora percibía y recordaba los ardientes ojos de su amiga Mao, que se interesaron por la visita de Pilar. Y preguntaba a la profe Iné que si la escritora Pilar Lozano cuando escribió. “La estrellita que le tenía miedo a la noche.” Estaba enamorada. Iné le respondió –Pregúntale a  ella.
–Pilar. ¿Estaba enamorada cuando escribió el cuento de la Estrellita que le tenía miedo a la noche? Ella le contesta: –¡Uy sí! ¿Por qué sabías? Mao le responde: –Porque mirabas las estrellas y la luna y eso hacen los enamorados.
Ahora también se acuerda que al pasar unos años el párroco Rafamaría fue trasladado a otra ciudad por su director y  la escuela la cerraron.
Que los estudiantes fuimos reubicados en otro colegio, muy normalizado, por eso preferimos subir las lomas para encontrarnos con el grupo de profesoras que fueron trasladadas a esta institución rural del Pare cañaveral desde el año dos mil. Y  allí vivimos otras maravillosas experiencias.
Los niños de la escuela campestre asomaban sus miradas para ver un puente de tablas superpuestas y unas cuerdas como agarraderas por donde pasábamos diariamente los niños del centro de la ciudad saltando uno detrás del otro. Los mayores alzando o llevando de la mano a los más pequeños.
Los niños y jóvenes desempeñamos un papel protagónico porque si la escuela no tenía sentido para nosotros, simplemente no volvíamos; era la mejor forma de evaluar a los maestros.
A mediodía, tomábamos el refrigerio en la montaña para escuchar en el silencio a los turpiales que entonaban sus cantos, los copetones les respondían y los azulejos batían sus alas. La ventisca abrazaba los árboles que dejaban caer sus hojas secas tapizando el césped de amarillo verdoso. Poco a poco iban cayendo pequeñas gotas y se percibía en el ambiente un agradable olor a tierra húmeda. Los estudiantes atravesábamos kilómetros de árboles y verde. Entre silbidos, cantos, aplausos.
El profesor Han con apretones de manos jugaba fútbol con los alumnos. La profesora Azuna continuaba con las aulas especiales o de aceleración. Marza les enseñaba a coser, tejer cocinar, hacer arepas, junto con Yaqui. Mar les daba colores, papel para dibujar.
Y nos regalaba cuadernos. El profesor Lucho nos preparaba los viernes arroz con coco.
La profesora Caro dirigía un observatorio astronómico en la montaña. Invitaba  a los niños al reciclaje, a sembrar, cultivar. Observar el firmamento con el telescopio. Fran encauzaba el proyecto ludomatemático. Richard nos dirigía los juegos de ajedrez. Rachel experta en idiomas y palabras amables nos orientaba en la creación de historietas y relatos. Así cada uno de estos docentes había sido tocado en su espíritu con este grupo de estudiantes.
A lo lejos desde las serranías del Pare cañaveral  los estudiantes del centro, podían observar una fría ciudad encementada, que ha talado árboles para suplantarlos por pavimentos y construcción de edificios como cajas enladrilladas que servían solo para hospedarse. Iniciando su  jornada laboral a tempranas horas del alba con trancones de autobuses, la contaminación por gases del transporte y regresando a la caída crepuscular con el cansancio a cuestas.
Los estudiantes preferíamos subir las montañas e ir a la escuela del Pare cañaveral que quedarse en este otro colegio. Sabiendo que la escuela se llevaba en el corazón y no en los muros. Por lo cual seguíamos buscando realizar nuestros sueños: Tener una escuela viajera, alternativa para nosotros y nuestros hijos.
Al terminar el ciclo básico de estudios algunos de estos estudiantes fuimos conducidos  a un lugar de la costa del Chocó, para culminar nuestros estudios superiores, técnicos, y para continuar con la recuperación aislándonos  de las tentaciones de la urbe.
Sigo recordando ahora con mis treinta y cinco años, un paisaje inolvidable. Yo tenía catorce años y podía ver cuando los rayos del sol brillaban y tocaban mi piel. Sentía una alegre picardía infantil que asomaba en mis ojos mostrando mi carácter vivaracho, de corazón despierto, con rostro de amabilidad radiante que sabía esperar, una clara sonrisa entretenida, mente brillante: aseado,  juvenil, fresco, flexible, tierno. Recordaba que el viento movía las olas del mar con un sonido agudo, de encanto penetrante y de sabor salado y amargo. Con un cielo turquesa, reconfortante. Podía divisar a lo lejos unas cabañas bañadas de luz y alrededor unos muchachos jugando en la arena. Era un sitio apropiado para la anidación de tortugas, de arenas finas, de piezas coralinas, gran variedad de aves playeras y algunas migratorias. Única zona de manglares. Esta ciudad era una gran oportunidad para  salir de la aturdida metrópoli del bazuco, marihuana, licor, tabaco, dolor.
Ahora se podía reconocer la obra del Padre Javi de Nicol y del Padre Rafamaría. Contemplando varias casas -cabañas en las cuales se facilitaban los servicios necesarios para los muchachos de la calle. Las clases y los talleres formativos productivos. Pero esta vez a orillas del mar.
¡Y una gran escuela! Por fin despierto y reconozco que he encontrado:La escuela viajera con corazón.En la cual ahora laboro felizmente como guía y facilitador.

El asesinato de Evelina

María Marta Ruiz Díaz


-          I

Marvin Montez miró el reloj. Faltaban diez minutos para las seis. Aquella no era una tarde común para él. Su oficina dejaría de serlo en unos instantes. Acarició el escritorio, cuya suave madera atenuó tantas veces su nerviosismo; abrió cada uno de los seis cajones (tres de cada lado) que albergaron por diez años todos sus secretos; se sentó en el sillón negro de cuero desgastado, desde donde aprendió a lidiar con las dificultades. Cerró los ojos, dejó caer su espalda en el respaldo y disfrutó de la melodía del jazz moderno que todos los días lo había acompañado, pero que hoy parecía emitir un sonido diferente, como más triste y nostálgico. Respiró profundamente, gozando del aroma a jazmín del sahumerio que siempre encendía al comenzar el día, «porque impregna a la oficina de buena vibra» solía decir él. Al abrir nuevamente los ojos, volvió a mirar el reloj de la pared donde hasta hacía poco tiempo habían estado colgados todos sus diplomas: seis en punto. Se levantó de mala gana, caminó hacia la puerta, dio un último vistazo y se marchó. Salió con la frente gacha, sin saludar a nadie, sus cosas ya habían sido despachadas a su casa, como «gentileza» de la empresa. Estaba por cumplir treinta y tres años, tenía mucha experiencia en lo suyo y muy buena predisposición. A partir de ese instante, comenzaba un nuevo camino, se dejaría llevar.
Alexia Bermúdez dejó los papeles sobre el escritorio, cuyo vidrio, soportado por dos grandes patas redondas de metal plateado, reflejaba la luz del atardecer que se asomaba por el gran ventanal de aluminio y vidrio blindado de su moderna oficina. Prendió la lámpara dicroica de su escritorio y el monitor de su computadora Apple. Después, bajó las cortinas «Black Out» de las tres ventanas y encendió las luces del techo. Se acercó a la enorme biblioteca de paneles de melamina blancos y acarició parte de los libros del estante destinado a los casos más destacados de investigación policial. Buscaba específicamente a uno que no podía localizar. Su gran intuición le decía que debía estar allí y estaba dispuesta a encontrarlo antes de irse a casa. De pronto sonó el teléfono. Era su secretaria avisándole de que se había presentado un interesado por la propuesta de trabajo que habían publicado en el diario local. Le pidió que lo hiciera pasar, más tarde continuaría en la búsqueda del libro. Se sentó de espaldas al escritorio, tratando de relajarse un poco, mientras miraba los jazmines y geranios cuyas macetas había colocado sobre una mesada blanca angosta frente a los ventanales. El aroma de las flores inundaba el ambiente y la ayudaba a distenderse. Golpearon a la puerta.
―Pase, por favor ―expresó girando despacio hacia el frente.
―Buenas tardes ―dijo el postulante mientras caminaba hacia ella.
―Un gusto, mi nombre es Alexia Bermúdez ―respondió ella estrechándole la mano derecha. Al entrar en contacto con la mano de él, sintió una conexión instantánea, que la predispuso bien para iniciar la entrevista. La elegancia de aquel hombre la deslumbró. Se veía refinado, vestido con buen gusto, con traje y corbata gris, camisa blanca, zapatos negros acordonados y, por, sobre todo, muy pulcro. El perfume que traía le hacía honor a su distinguida presencia. Los ojos color miel parecían sinceros, el pelo castaño peinado libremente y la barba candado, le sentaban a la perfección.
―Un placer conocerla, mi nombre es Marvin Montez, detective, vengo por el anuncio. ―No podía dejar de mirarla a los ojos, algo de ella le impactó sobremanera. Se preguntó si tendría pareja. Pero enseguida se focalizó en su objetivo: conseguir el trabajo. Y dejó el intento de conquista para después. No solía fallar cuando de mujeres se trataba.
―Siéntese, por favor. ¿Desea tomar un café?
―Un vaso de agua es suficiente, gracias.
Alexia llamó a su secretaria por el teléfono interno y le pidió que le alcanzara el agua y un café liviano para ella. Comenzó con la entrevista, sin perderse ni un detalle de los tipos de respuestas, las entonaciones, los gestos, las expresiones y las posturas de Marvin. Para eso había estudiado coaching y programación neurolingüística, que, sumados a su innata intuición, le venían ayudando a tomar decisiones correctas en su ámbito laboral y hasta en el personal.
―Bueno, comencemos ―dijo Alexia, alejándose un poco del escritorio y cruzando las piernas―. Como usted sabrá, detective Montez, el año pasado se ha unificado la Policía Metropolitana de la Ciudad de Buenos Aires con parte de la Policía Federal y de esa conjunción ha surgido la actual Policía de la Ciudad.
―Sí, estoy al tanto de eso.
―Perfecto, seguimos entonces ―acotó, mientras la secretaria les dejaba el pedido solicitado―. Dentro de la Policía de la Ciudad, se creó el área a la cual pertenezco yo actualmente: la Policía Científica. El personal de esta sección trabaja las veinticuatro horas, todos los días del año. Se hacen guardias en los treinta barrios de la ciudad, atendiendo cualquier tipo de delito grave, como: violaciones, homicidios, robos, drogas, entre otros.
―¡Qué interesante! ¿Usted se incorporó hace poco a la policía?
―No, no, no, yo vengo trabajando junto a ellos desde hace más de cinco años. Hay diez parejas de detectives, imagínese, son muchos barrios... Mi compañera se marchó hace un mes por cuestiones personales, por eso pusimos el aviso.
―Ah, comprendo ―respondió satisfecho, imaginándose trabajando junto a esa mujer de sensuales piernas.
―Esta reestructuración ―continuó Alexia― nos ha dado mayor jerarquía a los detectives de la Policía Científica. El policía es el que atiende primeramente cada caso, pero después nos deben pasar toda la información y queda en nuestras manos la definición o no del delito. Tenemos permiso para solicitarles cualquier tipo de opinión, consulta, análisis o informe que consideremos necesario para el esclarecimiento del caso y, para ello, contamos con la mejor tecnología. Y como podrá observar, disponemos también de una secretaria y oficinas exclusivas para nosotros.
―Me había resultado atractiva la oferta basándome en lo que decía el aviso del diario, pero ahora usted me la está poniendo mucho más tentadora. ―Sonrió Marvin.
―¿Puede decirme la razón por la que se vio obligado a abandonar su último trabajo? Por lo que pude indagar, se sentía muy cómodo y útil allí.
―Es verdad. Y debo reconocerle que no fue más que un error mío, más que un error una idiotez de mi parte, si me disculpa la palabra.
―Soy de la idea de que aquellos que molestan no importan, y los que importan, no molestan. ¿De qué lado cree que estaba usted?
―No estoy tan de acuerdo con eso. Creo que también están los que importan, pero además molestan. Yo empecé a molestar en mi anterior trabajo. No puedo avanzar en esta entrevista, sin sincerarme completamente con usted. Porque si hoy no soy sincero, nunca obtendré su confianza. Y en este tipo de trabajo en equipo, lo fundamental es la confianza. ¿No le parece?
―Puedo llegar a estar de acuerdo con usted en lo primero, luego de que me explique la causa. Sobre la confianza, comparto totalmente lo que usted dice. Pero en unos minutos mi tiempo se acaba, así que, si tiene que sincerarse, hágalo ya.
―Tuve un presentimiento, me dejé guiar por él y de esa manera, resolví un caso complicado. El problema es que no lo notifiqué a mis superiores. Y a ningún jefe le gusta que le quiten el mérito. Me llevé los aplausos y una nota de despido…
―Ya veo… Es importante entonces, que le quede algo muy en claro: su pareja detective debe estar al tanto de «todo» lo que usted piense, intuya, realice, averigüe o descubra.
―Por supuesto ―respondió él, bajando su cabeza.
―Bueno, esto es todo por ahora. Continuaremos con las entrevistas a los demás interesados y cualquier novedad, lo llamaremos.
―De acuerdo, esperaré ansioso ser citado nuevamente. ¡Muchas gracias por su tiempo! ―respondió Marvin, y se retiró en silencio.

-          II

A partir de ese día, pasaron por su oficina, más de cuarenta interesados en el puesto, pero ninguno la llegó a impresionar como lo había hecho Marvin. Alexia seguía buscando el libro extraviado, sin conseguirlo de momento.
Por su parte, él no dejaba de reprocharse haber hablado de más, si, al fin y al cabo, de no haberlo dicho, ella nunca se hubiera enterado. No podía dejar de pensar en esa, seguramente, cuarentona, de ojos claros y pelo rubio, ondulado a la perfección alrededor de una cara plenamente bella y una sonrisa celestial. Una mujer que posiblemente piensa que no precisa de un hombre, porque ha demostrado que sabe valerse por sí misma, resolviendo todo tipo de hechos delictivos. Marvin sabía que él era el detective indicado para el puesto, pero no le quedaba más remedio que esperar su llamado…
El caso de la anciana Evelina Álvarez, asesinada a los ochenta y siete años, la tenía a Alexia sin dormir. ¡Necesitaba encontrar ese libro! Por primera vez, sintió que además del libro, necesitaba ayuda. Su mente estaba en blanco. El crimen había sucedido hace un mes, pero la investigación no avanzaba. Era consciente de que existía un cabo suelto, pero aún no era capaz de encontrarlo. Se sintió sola… Y seguramente por eso, levantó el auricular y le pidió a su secretaria que se contactara con Marvin Montez y lo citara a una nueva entrevista.
―¡Buenos días! —saludó él con sincera alegría.
―Señor Montez, iré al grano. Tengo un caso complicado en el que necesito ayuda. No estoy acostumbrada a pedirla, pero todavía no sé por qué razón no puedo hilvanar bien mis ideas esta vez. He realizado muchas entrevistas y no he quedado satisfecha con ningún interesado. En su caso particular, su sinceridad me ha llevado a brindarle mi confianza, espero no ser defraudada. Leí sus antecedentes laborales y sé que está preparado para acompañarme en este caso. Dicho esto, si usted está de acuerdo, este será su caso de prueba. Si funcionamos como equipo, seguiremos trabajando juntos, de no ser así, «el que molesta, no importa», usted se irá.
―No la defraudaré. ¿Cuándo empezamos? ―inquirió Marvin.
―Ya, si usted tiene tiempo ―respondió ella deslizando una pequeña sonrisa.
―¡Por supuesto!
―Bien, le contaré lo que sé hasta ahora de este caso que me tiene en vilo.
―¿Puedo sentarme en aquella silla que está junto a las ventanas?
―Sí, no hay problema, pero espere que saco las cosas que dejé sobre ella.
Alexia se acercó a la silla y comenzó a retirar algunas carpetas de su asiento. De golpe, sintió que algo se le caía de entre las manos y al mirar el piso, descubrió con una mezcla de alegría e incredulidad, que era el libro que tanto había estado buscando. ―No podría haber aparecido en mejor ocasión ―, pensó. Lo levantó y apoyó todo lo que traía en la esquina izquierda de su escritorio, único espacio libre que le quedaba.
―Ya puede usted sentarse, señor Montez.
―¿No sería mejor Marvin? ―preguntó con una mirada cómplice.
―Por ahora nos seguiremos tratando de «usted», si no le parece mal.
―Como usted diga. ¿Señora o señorita Bermúdez?
―Bueno, está bien, dígame Alexia, y terminemos con tanta vuelta, Marvin.
―¡Genial! Ahora, ¡vamos al caso!
Ella tomó la carpeta donde tenía toda la documentación y comenzó a contarle los pormenores del asesinato, que, hasta ese momento, no tenía ni un posible responsable.

-          III

Todo comenzó cuando de madrugada, mientras dormía, Margarita Piñeda escuchó que golpeaban a su puerta. Bajó la escalera bastante asustada. Vivía sola y una visita a las 5:20 de la mañana era para desconfiar. Se acercó tratando de no hacer ruido y miró por la mirilla. Del otro lado había una anciana que, al sentirla, volvió a golpear. Esta vez, Margarita pudo escuchar en un tono muy bajito: «Por favor, necesito ayuda».
Por su cabeza pasaban todos los consejos que familiares, amigos y vecinos, le habían dado cuando se fue a vivir sola: «¡No le abras a nadie, por más inocente que te parezca!». Pero sintió que no podía dejar a esa mujer afuera, en medio del frío del invierno. Así que abrió la puerta.
Lo primero que hizo la señora luego de entrar, fue abrazar a Margarita con las pocas fuerzas que le quedaban y al instante se desmoronó de espaldas sobre la alfombra de la entrada. Ella no supo qué hacer. Tenía miedo hasta de mirarla. Así que decidió llamar a la policía y decirles que vinieran con una ambulancia. Colocó una silla junto a la viejita y se sentó allí tapándose los ojos con sus manos. La sorpresa, el miedo y la impotencia que sentía, le provocaron temblores y palpitaciones, su cuerpo se iba empapando de sudor. El exquisito perfume a lavanda, seguramente importado, que emanaba de aquella mujer, era lo único que atenuaba su estado de pánico. Comenzó a respirar profundo, una y otra vez, hasta que, por fin, escuchó las sirenas.
A la policía le llevó quince minutos encontrar la casa. El barrio estaba alejado del centro, había muchos terrenos baldíos por la zona y las calles no tenían colocados los carteles con sus nombres. Cuando Margarita les abrió, el paramédico a cargo comenzó a atender a la anciana, mientras el oficial de policía la observaba detalladamente e iba anotando en una hoja de su cuaderno: «Mujer mayor; piel apergaminada; cabellera totalmente blanca; blusa negra muy fina, con cuello cerrado; joya con forma de flor de lis, con piedras preciosas incrustadas, prendida en el centro de la blusa; pañuelo bordado en el bolsillo izquierdo de su vestido; blazer y pollera negros de alta calidad; anillo muy valioso en la mano derecha; sin aros; zapatos negros de charol; no lleva cartera ni documentación». Antes de que el paramédico diera vuelta el cuerpo para continuar con la revisación, le sacaron la primera foto. Grande fue la sorpresa de todos los presentes, cuando al girarla hacia un lado, descubrieron que tenía un disparo en la espalda, justo en medio de los dos omóplatos. Sacaron entonces, la segunda foto. Y otra, a la mancha de la alfombra. El paramédico se levantó confirmando su muerte y recomendó en seguida su autopsia para poder registrar la causa de la misma en el certificado de defunción. Acto seguido, el oficial pidió a su subalterno que llamara a la detective Alexia Bermúdez.
Nadie se había percatado de que Margarita seguía en su estado de «shock», sentada nuevamente en la silla y sin emitir palabra. A pesar de sus cincuenta y dos años, su físico parecía el de una mujer más joven. Flaca, no muy alta, con pocas arrugas, pelo con un tiñe renegrido y un flequillo desmechado cubriendo su frente. El médico se acercó para revisarla, sacó de su botiquín un calmante y le dijo que lo tomara inmediatamente. Ella se levantó, fue hasta la cocina, se sirvió un vaso de agua, tomó el remedio y se desplomó en el piso. Aprovecharon la ambulancia para llevarla al hospital más cercano, con el fin de tranquilizar su mente, que había quedado muy perturbada por esa vivencia traumática.

-          IV

Cuando Alexia llegó a la casa de Margarita, lo hizo con ayuda de su GPS. Se sorprendió al ver una casa tan grande y hermosa, en un barrio todavía incipiente y poco iluminado. Las paredes de ladrillo terminaban en canteros repletos de todo tipo de plantas que se iluminaban con una luz muy tenue. La puerta de entrada principal era de una madera roble oscuro maciza que daba la impresión de ser muy segura. No había rejas, ni señales de alarma. Le abrió el oficial de policía y al pasar, casi choca con el cadáver de la pobre mujer, que continuaba en el piso, para que no se perdieran evidencias. Luego de contarle los pormenores del caso, él arrancó la hoja con las anotaciones de su cuaderno y se la dio. También le mostró desde la cámara digital las tres fotos que habían tomado y se las pasó a través de WhatsApp.
Ella quedó conforme con el trabajo policial y realizó el pedido formal para la autopsia. Cuando llegó nuevamente la ambulancia y se llevó a la anciana a la morgue, Alexia solicitó a los policías el cierre de todos los accesos posibles a la casa. Agradeció al oficial su destacado y minucioso trabajo, y les pidió realizar un rastrillaje en la zona, para ver si encontraban alguna documentación de la occisa y/o pistas del homicida. Luego se dirigió rumbo al hospital a indagar a la dueña de casa.
Mientras manejaba, recibió un llamado de la policía informándole que, a dos cuadras de la casa de Margarita Piñeda, un transeúnte ocasional había encontrado una cartera de mujer tirada en la vereda y la había llevado a la seccional a las 8:10hs. Comparando la foto del DNI con la que habían sacado en la casa, determinaron que pertenecería a la mujer que acababan de asesinar. Alexia hizo entonces una parada previa en la seccional de policía, retiró la cartera, anotó los datos del hombre que la encontró y siguió su camino.
―Buenos días, Margarita, soy la detective Alexia Bermúdez.
―¿Detective? ¡Por Dios! ¡Cuándo va a terminar esta pesadilla!
―Sé que no ha sido una mañana grata para usted, lo siento muchísimo, pero imaginará que necesito hacerle algunas preguntas.
―¿Qué pasó con mi casa? ¿Alguien la está cuidando?
―Sí. Quédese tranquila. Hice cerrar todo y yo me quedé con la llave de la puerta principal. Aquí la tiene. Es posible, pero no seguro, que necesitemos volver a chequear algo por allá, pero le avisaremos previamente para que sea usted la que nos abra.
―Le agradezco mucho. Estoy muy nerviosa. Nunca imaginé vivir algo así. ¡Pobre mujer! ¿Ya saben quién es?
―Se llamaba Evelina Álvarez, tenía ochenta y siete años. Encontraron la cartera de ella a dos cuadras de su casa. Es decir, que podría deducirse que el asesinato fue en el barrio donde usted vive, pero aún es un gran misterio.
―Mi barrio es muy tranquilo. Nunca ha pasado nada de esta magnitud.
―Y dígame, ¿usted nunca la había visto? ¿No le resulta familiar su nombre?
―¡No tengo idea de quien se trata! Todavía me arrepiento de haber abierto esa puerta…
Alexia intuyó que ella decía la verdad. Le dio un abrazo consolador y prometió llamar a sus familiares para que vinieran a buscarla. ―Estamos en contacto ―le dijo antes de marcharse.

-          V

Evelina Álvarez era viuda hacía veinte años. Su esposo había muerto en un accidente automovilístico. Ella gozaba de muy buena salud. Formaba parte de un grupo de la Iglesia católica que teje para los más necesitados. Su marido la había dejado en muy buena posición económica gracias a un seguro de vida por accidente que había contratado en el Citibank después de casarse. Él viajaba mucho por trabajo y sabía que alguna vez podría pasarle algo. Amaba mucho a su esposa y no quería que ella quedara desvalida. Con el tiempo tuvieron dos hijos, Ariel y Fátima Cisneros. Ariel nunca aceptó que la muerte del padre hubiera sido por accidente, estaba convencido de que había existido un causante y prometió a su madre y a su hermana que tarde o temprano lo encontraría.
―Hasta acá te conté todo lo que sé sobre este caso. Como verás muchas preguntas y pocas respuestas. ¿Qué opinas Marvin? ―le preguntó Alexia, extenuada de tanto hablar.
―Que tengo claro a quién quiero interrogar. ¿Podemos llamar al señor Ariel Cisneros?
―Sí, obviamente. Estuve conversando con él en el velorio de su madre. Estaba consternado. Primero el padre y ahora ella... ¿Quién podría querer matar a una anciana?
―¿Ellos sabían del seguro de su padre?
―Sí, ambos hermanos conocían perfectamente el tema. Es más, la madre dividió el monto del seguro en tres partes iguales y le dio en ese entonces a cada uno lo que le correspondía. Con eso ellos han vivido holgadamente y sin inconvenientes toda su vida. Pusieron el dinero en el banco y vivieron de los intereses. Ninguno de los dos es muy trabajador por lo que me contaron, eran unos «niñitos de mamá» a pesar de ser cincuentones. Ni siquiera llegaron a formar su propia familia. Y ahora heredan lo de ella, que no debe ser poco.
―Mmm… muy interesante.
Alexia lo miró intrigada, mientras solicitaba a su secretaria que citara a los hermanos a una entrevista. A ella le pareció que debían venir ambos. Mientras tanto, Marvin se alejó un poco y realizó unas llamadas al Citibank, donde tenía un conocido que le podría brindar información más precisa sobre los movimientos contables de esta familia.

-          VI

―Señor Ariel, necesitamos hacerle unas preguntas ―expresó con voz firme Marvin.
―Usted dirá. Espero que nos tengan alguna pista sobre el asesino de nuestra madre.
―Según mis cálculos, cuando su padre tuvo el accidente, usted tenía unos treinta años, ¿es correcto?
―Sí, así es. ¿Por qué volver al accidente de mi padre?
―Por favor, por ahora, limítese a responder ―le pidió de manera cortante Alexia.
―Según usted mismo le ha expresado a la detective Bermúdez, nunca creyó en la teoría del accidente, ¿no es así?
―Alguien dañó su auto, él manejaba estupendamente, imposible que haya dado vuelcos en la banquina. Además, ese auto estaba en excelentes condiciones, mi padre era obsesivo en el cuidado de sus coches, porque como sabrán, viajaba mucho.
―¿Tiene usted alguna idea de quién podría querer muerto a su padre?
―¡El ex de mamá!, afirmó Fátima de manera espontánea, mientras Ariel bajaba su cabeza.
―¿Pueden decirme alguno de los dos cómo se llama ese hombre?
―Rafael Piñeda ―respondió el hermano a regañadientes. Los detectives se miraron discretamente.

-          VII

Alexia y Marvin se sentaron frente a frente, escritorio de por medio y por primera vez, después de agotantes días y noches de trabajo, se tomaron un respiro.
―Si desde el vamos, hubiéramos sabido que la hija de Álvarez era la gestora del accidente de su padre, todo hubiera sido más sencillo. Qué increíble que, por soborno a un alto funcionario judicial, pueda dejarse libre a una asesina ―expresó Alexia con total disgusto.
―Pero ¿quién iba a imaginar que esa mosquita muerta de Fátima iba a ser capaz de deteriorar los cables del freno del auto para provocar el accidente?  ―cuestionó Marvin, recordando la indignación de Ariel cuando se enteró que la persona a la que había buscado por tanto tiempo era nada más ni nada menos, que su hermana.
―Más doloroso es pensar que lo hizo para que la madre cobrara el seguro, sabiendo que a ella le daría la tercera parte. ¡Qué horror!
―Por lo menos, ahora ella, como ese «alto funcionario» están tras las rejas.
―¿Y qué habrá sentido la pobre Margarita al enterarse de que la anciana a la que le abrió la puerta era su mamá? ―agregó Marvin, refiriéndose al segundo caso de homicidio.
―¡Pobre mujer! Me cayó muy bien. Pensar que su padre, el señor Piñeda, le había hecho creer que su madre la había abandonado…Todo por no admitir que eran amantes.
―La pobre Evelina renunció a un encanto de mujer, su hija Margarita y se quedó con ésta, que le destruyó la vida. Uno nunca sabe lo que le deparará el destino…
―Esta vaga y mal nacida debe haberse gastado todo el dinero del seguro durante estos veinte años, y no le quedaba otra que intentar hacerse de la parte de su madre ―reflexionó Alexia indignada.
―Qué alegría perversa debe haber sentido al descubrir las cartas de Rafael, que su madre escondía en la buhardilla de la casa hace tantos años. Imagínate, fue y le mintió a él que Evelina le contaría todo a Margarita. Y para completar su plan maléfico, le dijo a Evelina, que Margarita se había enterado de que era su hija y que esa noche la esperaba en su casa.
―Así como lo escucho ―continúa Alexia― parece un cuento de terror. Qué pena que entre ellos dos no cruzaron palabra esa noche, porque hubieran descubierto la mentira de Fátima. En cambio, Rafael se sintió traicionado y era de esperar que lo arriesgara todo para que su hija no descubriera que Evelina era su madre. Él sigue afirmando que no quiso matarla, sólo asustarla, para que no entrara a la casa de su hija. ¡Pobre mujer!
Al final, resolvimos dos casos en equipo. Diría que pasé la prueba: «el que importa, no molesta». ―Sonrió cómplice Marvin.
Efectivamente, fuiste de gran ayuda. Pero también me sirvió un antiguo libro, en el que encontré la frase que me ayudó a dar un giro a estos casos ―respondió Alexia con una sonrisa ingenua.
―¿Y cuál es la milagrosa frase? ―inquirió él.
―«Lo esencial es invisible a los ojos», de mi colaborador número uno: el Principito.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Mati y Nano

Luis Rivera



Llegó Matilde de la escuela por la tarde. La casa se ubicaba al norte de la aldea; tardaba diez minutos caminando por las calles polvorientas desde la plaza central, donde se encontraba el colegio público. Al solo asomarse por la esquina, reventaban los ladridos de sus esqueléticos perros, que añoraban las migajas que siempre les compartía Matilde. La escoltaban al otro lado del cerco perimetral, tropezando uno sobre el otro de tanta emoción, hasta llegar al portón principal. La residencia, un retrato típico de la pobreza, era mitad cemento y la otra mitad un mosaico de tablas de madera recicladas, fruto de todas las generosas donaciones de construcciones vecinas. Los pisos eran de tierra; el agua potable no existía. Vivían en un rectángulo con divisiones internas de madera, cartón, y cortinas. La privacidad era un lujo con el que no contaban.
—¿Cómo le fue hoy en la escuela, Mati? —se escuchó gritar a German, a lo lejano del patio.
—Venga a la casa y le cuento —respondió Matilde, mientras cambiaba sus zapatos de escuela por unas viejas sandalias.
Escuchaba como se acercaba por el ruido del bastón. Procedió a guardar sus libros y sacó su delantal. Fue al patio a recoger leña, y comenzó a encender con ella el fogón. De una vez colocó un porrón con agua para hacer café. Pronto el humo invadió la casa, por lo que rápidamente la mezcla de olores ocasionó una cotidiana tos en ambos, irritando sus ojos. Buscó la escoba y limpió sala, cocina y alrededores. Una vez satisfecha con el aseo, sirvió dos tazas de café colado con azúcar morena, y partió un pedazo de pan que ya estaba duro, pero que se suavizaría con el café.
—¿Ha comido algo hoy? Cada día lo veo más flaco a usted.
—La belleza incomoda, Mati —declamaba German, mientras flexionaba sus raquíticos brazos, intentando mostrar algo que se pareciera a músculo. Fue inevitable la risa de Matilde mientras se sentaba con él. Le ubicó la taza y el plato con pan en la misma posición de siempre, para facilitarle la ingesta.
Platicaron. Matilde le contó sobre su día en la secundaria. Rieron cuando le relató sobre cómo la directora había caído sobre un charco de lodo persiguiendo unos gatos que se habían metido a la cocina de la escuela. German escuchaba atento, su cabeza inclinada hacia la derecha, por instinto. Su cabello era rojo y rizado, indomable. Contrastaba con su espigado y delgado cuerpo. Sus dientes —grandes y amarillos—, se le salían de los labios, los cuales mojaba constantemente con su lengua, sin razón aparente. Su sonrisa era de oro puro, genuina como el resplandor del sol. Sus ojos entreabiertos parpadeaban a ritmo constante. Era dos años menor que Matilde, pero no había educación especial para él en el pueblo, por eso no iba a la escuela. Huérfano desde muy corta edad, fue acogido en la iglesia, donde le daban lugar para dormir y comida por caridad. Su adoración era Matilde.

Pasadas las seis de la tarde, llegó Sandra, la madre de Matilde. Trabajaba como empleada doméstica en la casa del coronel Arteaga. Encontró a Matilde haciendo tareas y German sentado a su lado, meciéndose apoyado en su bastón. De inmediato delata su irritación, grita y reclama por cada pequeñez. Matilde se mueve rápido para no agravar más la situación, y de manera sutil, el niño se levanta para colocarse en una esquina, intentando hacerse imperceptible. Le sirve la cena a su madre, termina de lavar los platos y de reponer agua en los baldes de la casa para la noche y madrugada. Sandra apenas toca la comida, aduciendo que sabe mal y murmurando: «Ni esto puede hacer bien esta mocosa». Su delgado cuerpo marca sus huesos bajo el vestido, aunque el vientre abultado resalta. Existió belleza en su juventud, pero la pobreza ingrata se la arrebató sin piedad. Desde la trágica muerte de Marco, cuarenta días atrás, su carácter se había vuelto amargo, violento e impredecible. Sus veintisiete años de vida pesan mucho más con la viudez.

Los días comienzan antes del amanecer en la casa de Matilde. Alumbrada con un candil, la pequeña adolescente se mira al espejo mientras trata de desenredar su cabello, largo y maltratado. Mira sus facciones, gruesas y ásperas como la azúcar morena, llenas de pecas a causa de tanto sol. Sus ojos café miel están rodeados por largas pestañas. Tenía una nariz gruesa, como la de su padre, y un lunar cerca de su labio inferior, que coqueteaba adornando su dulce sonrisa. El cuerpo empezaba a transformarse, lo cual le asustaba. Su busto se asomaba tímidamente; la niñez había quedado atrás. Las curvas de su cintura delineaban una figura atractiva, ella se admiraba con ilusión. «Seré bella, cómo mamá», pensaba. Terminaba de amarrar su trenza cuando escuchó a su madre quejarse del dolor. Corrió a su auxilio.
—¿Está bien, mamá?
—¡No estás viendo que estoy enferma, niña! —respondió de forma agresiva Sandra, mientras abrazaba su estómago, reteniendo el vómito. De inmediato, Matilde trajo una cubeta y su madre no pudo contenerse más.
—¿Quiere que llame al doctor Vargas? ¡Voy corriendo ahorita a su casa!
—¿Y con qué le vamos a pagar, bruta? Tráigame limón con sal y veré cómo me recupero.
Después de cumplir su cometido, Matilde se terminó de alistar y se fue a la escuela, tragando amargamente sus lágrimas.

Los martes por la noche, Matilde y German se ausentaban de la casa, por órdenes de Sandra. Aprovechaban y se dirigían al sur de la aldea, donde estaban las plantaciones de maíz y sorgo. Llevaban un foco de mano, en vista que se encontraban con oscuridad total. German caminaba tomando del brazo a Matilde. Sus manos de niño raspaban por los gruesos callos. Las uñas estaban largas y sucias. Matilde previó cortarlas y asearlas al regresar a casa. Encuentran un campo abierto y se sientan a cenar. Llevan envueltos unos aguacates, trozos de queso y tortillas. «Un lujo de cena», reflexionó Matilde, mientras se persignaba. Comienza a soplar un viento frío y seco; se abrigan lo más que pueden. Al terminar de comer, se tumban boca arriba, agradecidos con el momento.
—Si tan solo pudiera usted ver el cielo en estos momentos, German, hoy tenemos una vista espectacular. Las estrellas brillan como luciérnagas.
—¿Cómo es el cielo, Mati?
—Me pide algo muy difícil, Nano. Trataré —. Tomó los brazos de su amigo y los colocó de frente a él, con las palmas juntas. Luego lentamente los giró cada uno en sentido opuesto, hasta que quedaron abiertos, formando una cruz.
—El cielo se extiende desde lo más alto hasta que toca la tierra en cada lado, en un círculo inmenso, que no termina. No puedo contar todas las estrellas. ¡Hay miles! Unas lucen resplandecientes, otras apenas se ven. Estudié en la escuela que las antiguas civilizaciones habían logrado identificar varios grupos de estrellas, y las agruparon en conjuntos para poder reconocerlas. Orión, Tauro, Osa Mayor, y así varias más —. Matilde tomaba el dedo índice de German y dibujaba las constelaciones en el aire con él. Luego, le dijo que contarían las estrellas. Y le fue indicando: «Aquí hay una, otra, otra otra, una grande, otra» mientras movía rápidamente su dedo apuntando a cada una.
—¿Cuántas estrellas hay entonces? —preguntó anonadado, su respiración acelerada.
—No terminaríamos nunca de contarlas, créame que es lo más precioso del mundo.
Quedaron en silencio un tiempo, cada uno inmerso en sus pensamientos. Luego, hablaron de lo cotidiano. German le contaba que durante el día, lograba ingresar al batallón para lustrar zapatos de los oficiales, y estos le pagaban buenas propinas. Otros le pedían pulir sus hebillas, y con todo eso estaba logrando acumular dinero para comprarse unas botas militares. «¡Incluso hay un sargento, le dicen el gordo Ramírez, que me está enseñando a disparar su pistola!», le contaba emocionado.
—¿Y usted para qué quiere aprender a disparar si no puede ver, Nano? Eso sí es lo más loco que he escuchado. ¡Va a matar a alguien usted! ¡Incluso al tal Ramírez!—, respondía Matilde mientras reían ambos a carcajadas.
—¡Nunca se sabe! Ja, ja, ja, ja, ja, ja. Es más, pórtese bien usted conmigo, si no: ¡Pam, pam, pam!  No, en serio, el sargento me está enseñando a apuntar con el sonido. Usa botellas que hace sonar, y con eso yo me guío. ¡Dice que tengo mejor puntería que la mitad del batallón!
Cuando se cansaron de bromear, calcularon que era hora de regresar a casa. German, como la mayoría de las noches, se quedó a dormir en casa de Matilde.

Existen dos cosas que no son negociables los días domingo en la aldea: bañarse y asistir a misa. Era una mañana calurosa, donde el viento sopla vapor y polvo, secando la garganta. Matilde ayudaba a German a verse someramente presentable, pero ese pelo suyo era indomable. Con un cepillo de plástico, aspiraba sin éxito a penetrarle el cabello para tratar de aplacarlo y darle algo de forma, aunque solo lograba casi decapitar al pobre muchachito, quien aguantaba como los machos, lagrimeando de vez en cuando. Caminaron juntos a la iglesia; tomaron asiento en las primeras bancas. La edificación era de tamaño pequeño, sus paredes de piedra, con columnas y vigas de madera para sostener el techo, que estaba construido con tejas. Tenía varios arcos en su perímetro, que los feligreses habían decorado con imágenes de las trece estaciones del santo Vía Crucis. La luz natural se pintaba de colores al penetrar los acrílicos. El piso era decorado de mosaicos simétricos, un tono marrón cuadriculado con líneas doradas. Llegaron con buen tiempo de antelación. A nadie le gustaba incomodar al sacerdote con una imprudencia tal como lo era la impuntualidad, sabiendo que sería compartido el incidente —detallando nombre y apellido— con toda la congregación durante el sermón.
—Mati, va llegando don Ramón, el alcalde, revise —dijo German, mientras Matilde volteaba todo el torso, asomándose hacia la puerta principal.
—¡Sí, Nano, es él! ¿Cómo sabe?
—Don Ramón arrastra el pie derecho. Debió de tener algún accidente que lo hace cojear.
—¿Quién más viene?
—Ahorita va entrando doña Paula, la dueña de la pesa del mercado.
—¿Pero, cómo? —susurraba Matilde, tapando su boca tratando de disimular su entusiasmo y así evitar un coscorrón del cura, moviendo su cabeza rápidamente en forma afirmativa, dándole la razón.
—Fácil, los tacones altos que usa golpean el piso de la iglesia como una marcha de caballos en hípico. 
—¡Usted es un brujo! ¡Nadie puede adivinar tanto sin ver!
Continuaba tratando de impresionar a Matilde.
—¿Verdad que al otro lado de esta banca, a la derecha, está sentado el profe Raudales, el jubilado?
—¡No puede ser! Sí, es él. Está sentado y quieto.
—No crea —dijo German en voz baja—, ¡hasta aquí se escucha cómo truena la banca por tanto pedo que se tira!
Ambos rieron sin poder contenerse, y más cuándo Matilde le indicó que el honorable señor sonreía afablemente viendo a su alrededor, asumiendo que nadie sabía lo que hacía, con pequeñas muecas en cada disparo. Miradas de desaprobación provenientes de todas las señoras del grupo de oración  dominical se enfilaron hacia los dos. Matilde tomó y apretó la mano de German; ambos se acomodaron y dirigieron su mirada al frente, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no carcajearse.

En la tarde de ese domingo, Matilde y German se mecían en las hamacas, tratando de matar el tiempo que parecía no avanzar. Al frente, se estacionó un vehículo del batallón militar, y se bajaron dos soldados al mismo tiempo. Bajaron dos cajas con provisiones, entrando a la casa de Matilde con propiedad absoluta. Al escucharlos, salió Sandra del cuarto, y los saludó con un movimiento corto de su cabeza. Se retiraron de inmediato, sin cruzar palabra alguna.
—Mamá, ¿por qué traen esa comida los soldados?
—Por órdenes del coronel Arteaga. Él nos cuida ahora. Debemos ser agradecidas siempre. Marco así lo hubiera querido.
—¿Entonces, la ayuda es debido a que mi papá fue bueno?
—No, ojalá fuera así. Es porque yo he sido mala…

El martes, Matilde se preparaba para irse con German a su tradicional excursión nocturna, cuándo Sandra le indicó que hoy iba a salir, que le tocaría a ella atender al coronel.
—Usted ya está grandecita. Se queda aquí y lo atiende con lo que pida. Yo me siento muy mal y no puedo dejar que me vea así. Iré donde su madrina. —Dirigiéndose a German, exclamó—: ¡Qué se pierda el mocoso, no quiero que esté de fisgón, como siempre!
Pasadas las siete de la noche, llegó el coronel. Se aparcó en la bocacalle, y caminó pausado hacia la casa, mientras fumaba un cigarrillo bocanada tras bocanada. Entró sin recato a la sala, cerrando la puerta principal y sentándose en el comedor, sus pesadas botas sobre una silla.
—¿Y tu mamá?
—Se sentía mal y fue a ver si se inyectaba algo donde mi madrina. Me dijo que yo le atendiera en lo que quisiera.
—Esa vieja está para los chuchos. Tráeme un trago, tengo una botella de ron en ese armario.
Le temblaban las manos a Matilde mientras buscaba el vaso y la botella. «Él es un hombre bueno, amigo de papá. No tengo por qué temerle», se repetía a sí misma, buscando apaciguar sus nervios. El  coronel tendría cerca de cuarenta y cinco años. Un diminuto y bien formado bigote adornaba su cara. Su pelo, cortado al ras, era parado y ya con parches de áreas canosas a los costados. De mentón pronunciado, su sonrisa le parecía macabra a Matilde. Tenía tres líneas marcadas en su frente, que se acentuaban mientras tragaba el ron de un solo tiro. Llevaba su fatiga militar, incluido el cinturón oficial en su ancha cintura que contenía su arma de reglamento, unas esposas, varios depósitos para municiones adicionales, sumado a otros elementos de sobrevivencia elemental.
—¿Cuántos años tienes, niña? Yo te conocí recién nacida.
—Tengo trece años, y cumplo los catorce el próximo mes.
—Bien decía tu mamá que ya estás mujercita. Tenía razón.
Se puso de pie, y se quitó el cinturón, dejándolo caer en el suelo, tras la silla. Volvió a tomar asiento y pidió otro trago. Matilde trataba de no verle a los ojos, temía esa mirada, que la sentía penetrante en su cuerpo. Intentando que no la viera temblar, sirvió el trago y se alejó de nuevo, aparentando estar ocupada, ordenando cosas en la cocina. Pensó rápido y recurrió a la única protección que conocía en este mundo.
—Mamá dijo que papá está muy agradecido desde el cielo con toda la ayuda que usted nos brinda, coronel. Y nosotros también. Sabemos cómo usted apreciaba a mi papá.
—¿Eso dijo Sandra, eh? —respondió el coronel, con una sonrisa irónica, moviendo su rostro de arriba hacia abajo, estirando los labios como un chimpancé—. Con tu papá fuimos amigos en la juventud, pero a él se le olvidó cuánto le he ayudado. Y pensó que podía joderme, ¡y cómo se equivocó!
Matilde observó cómo le iba cambiando el carácter al coronel, y le preocupaba el rumbo que iba tomando la conversación. Calló prudentemente. La sonrisa del militar había desaparecido, y una mirada amarga invadió su semblante.
—Tráeme otro trago, Mati, que ya me amargó la vida recordar al ingrato de tu papá. ¿Sabes qué? Fue un mal agradecido. Se jodió. Mejor dicho, ¡lo jodí! —exclamó mientras soltaba una carcajada—. ¿En verdad crees todo lo que te dice tu mamá? Pues te voy a contar lo que te han ocultado, para que veas lo fregada que estás en la vida. Sandra no es tu mamá. Ella era la amante de tu papá en el mismo tiempo que tú naciste. Tu madre verdadera, Esther, se enteró y al solo terminar de darte pecho, recogió sus cosas y se fue mojada a los Estados Unidos. Sandra se mudó a vivir con Marco, y juraron no decirte para evitar que te fueras tras de ella.
El cuerpo de Matilde se paralizó, digiriendo lo que acababa de escuchar.
—Mi papá solo trataba de protegerme, usted lo conoce bien y sabe que es un hombre bueno.
—¡Deja de hablar bien de ese sinvergüenza! ¡No sabes nada de nada, Mati! —gritaba el coronel mientras se levantó repentinamente, y se acercó a la niña que temblaba sin poder controlarse—. ¡Tu papá quiso chantajearme! ¿Sabías eso de tu papito? Se dio cuenta de que la bruta de Sandra se embarazó, y que no era suyo, porque ya tu papá ni como hombre funcionaba. Y el muy inteligente, en vez de quedarse calladito y portarse bien, trató de sacarme plata con tal de no destapar el escándalo. ¿A mí me quería fregar? ¡Ah, pobre diablo, no sabía con quién se metía! Le quise mandar un mensaje claro, y por eso sucedió el accidente en el taller. Se le pasó la mano al idiota del Ramírez, y en vez de asustarlo, se lo mandó directo al panteón. Me dio pesar, pero él se la buscó. Así que no te quiero hablando dulzuras de ese delincuente, ¿me entendiste?
Matilde dejó de temblar, dejó de temer. La ira comenzó a tomar posesión de su accionar.
—¿Usted mató a papá? ¿Cómo puede decirlo tan tranquilo? ¡Ni que fuera un animal el que murió! ¡Asesino! ¡Asesino! ¿Y qué hace en mi casa? ¡Váyase! ¡Váyase al infierno!
El coronel tomó a Matilde de los hombros y la sacudió fuerte, al tiempo que ella comenzó a gritar sin control. Sin pensarlo, cruzó en su rostro una bofetada con la parte posterior de su mano derecha. Fue un golpe seco que derrumbó a la niña. Al verla tumbada, se tiró sobre ella, sentado en su estómago, deteniéndole los brazos por encima de su cabeza.
—¡Déjeme, animal! ¡Es un cobarde que lo único que me genera es asco!
—¡Cállate, niña! ¡No quiero lastimarte más! ¡Si sabes lo que te conviene, cierra la boca ya!
De repente, el coronel, apoyado en su entrenamiento militar —que ahora era un instinto natural para él— escuchó entre el tumulto, ese siempre temido clic. Sabía que ese minúsculo sonido significaba que alguien le apuntaba. Su mano derecha se ciñó a su cintura, buscando su pistola, de inmediato recordó que se había quitado el cinturón minutos atrás. Volteó hacia su derecha, y lo encaró. German apuntaba la pistola del coronel en un bamboleo semicircular, con el oído derecho inclinado en dirección adonde se encontraba la pareja. Escuchaba a Matilde sollozar y forcejear, mientras sus manos sudorosas y heladas batallaban por sostener firme el arma.
—¿Qué piensas hacer, ciego de…
PAM… El arma tenía mayor golpeteo del que German estaba acostumbrado, y cayó al suelo. Matilde gritó en pánico, cuándo el coronel cayó sobre ella, derramando sangre por el orificio en su cabeza. Como pudo, se escabulló y se alejó arrastrándose por el suelo, hasta llegar a la pared, donde comenzó a llorar. German se puso de rodillas, y gateó hacia ella. «¿Está bien, Mati?», fue lo único que pudo susurrar. Matilde asintió, abrazando a su amigo con todas sus fuerzas. Pasaron minutos, que parecieron horas, hasta que la razón volvió a su mente, y recobró control de la situación.
—Nano, se tiene que ir lejos. Si lo encuentran acá, lo matarán los militares. Gracias por salvar mi vida, ahora debemos pensar en la suya.
—Sí, Mati, lo sé —respondió el muchacho, temblando del miedo al pasar el efecto de la adrenalina.
Comenzó a palpar el suelo buscando la pistola, sabiendo que no podía dejarla ahí para proteger a Mati. De repente la encontró, pero sintió la mano de Matilde arrebatándosela.
—Déjemela, Nano, tengo todavía un pendiente con Sandra que debo resolver…