jueves, 25 de septiembre de 2014

Justicia

Elena Villafuerte


Hacía varios meses que rondaba la parroquia sin acabar de decidirse; sabía los horarios de misa y de las prácticas del coro, conocía de vista a los asiduos al lugar. Mujeres que por lo general pasaban de los cincuenta, alguno que otro señor de edad que había encontrado a Dios al ver que se acercaba la muerte. Sabía dónde se llevaban a cabo los talleres de pastoral, las pláticas prematrimoniales, la doctrina para los niños. La parroquia era muy concurrida, y se había pasado muchas tardes sentada en la jardinera observando el ir y venir de los creyentes.

La iglesia en sí estaba separada del edificio parroquial por un amplio patio. Era una estructura moderna, con ventanas en la parte superior de los gruesos muros de piedra y unos vitrales impresionantes en el techo, que bañaban el interior con una luz amarillenta. El altar se encontraba al final de un desnivel en descenso, con los asientos para los fieles acomodados en un semicírculo a su alrededor, como en un teatro. Tras él se erguía una espiral de madera, como una especie de biombo que ocultaba la entrada a las criptas y la sacristía. Junto a las puertas de la iglesia se apreciaban unos cubículos dobles, recubiertos de madera y apartados de miradas indiscretas y oídos curiosos. Galilea se dirigió hacia ellos y se sentó a esperar en un banco pegado a la pared, intercambiando un cortés murmullo de saludo con quienes deseaban confesarse.

- En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.- El sacerdote inició el rito de la misa, y mientras tanto Galilea reflexionaba sobre las cosas. Ciertamente que lo que hacían no era una solución perfecta; perfecto habría sido que las leyes sirvieran. Pero visto estaba que no servía de nada denunciar. Los niños tenían que seguir su camino con la vida destrozada y los adultos, tan felices, se iban a su casa con una advertencia, sabiendo que para salir bien librados no necesitaban sino su nombre, su prestigio, su puesto, sus contactos, un buen abogado…

Una anciana, envuelta en un chal negro, se sentó a su lado, y Galilea le cedió su lugar en la fila para que pasara antes. Faltaban tres personas. Galilea midió su tiempo; según sus cálculos, estaría entrando cerca del final del sermón. Regresó a sus meditaciones. Definitivamente no le remordía la conciencia, y ahí es donde radicaba el problema. ¿Se estaría convirtiendo en una especie de psicópata?

Siempre se aseguraban de que los casos fueran reales, que no hubiera ninguna duda acerca de la culpabilidad del sujeto. No era difícil. Niños aterrados de ir a la escuela, insomnes y con dolores de cabeza. Niños deseosos de estar en la escuela el mayor tiempo posible, evitando de cualquier forma quedarse en casa. Infecciones frecuentes, moretones inexplicables, ropas manchadas, y sobre todo, miedo. Tan solo era cuestión de seguir la pista y encontrar al agresor. Y una vez detectado, entrar en acción.

La anciana salió del confesionario y Galilea entró. Era un cubículo reducido, íntimo, con dos sillas por todo mobiliario. Entre ambas había un medio muro de madera y sobre él una rejilla, que se encontraba abierta; a través de la puerta cerrada se escuchaban las palabras del sermón.

El sacerdote indicó a Galilea que se sentara en la silla opuesta con un movimiento de cabeza y una ligera sonrisa. Ambos se miraron unos instantes; era un hombre de unos cuarenta y tantos años, fornido, de tez apiñonada y nariz ancha. Observó a Galilea como esperando que ella dijera algo, y como no lo hacía, comenzó:

-El Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados. Hace mucho que no te confiesas, ¿verdad, hija?

-¿Se nota?

-Claro. Usualmente cuando entran me piden que los bendiga o bien inician con “Ave María Purísima”, pero tú te ves un poco despistada. Así que dime, ¿qué te trae ante el Señor? ¿Cuáles son tus pecados?

Galilea bajó la vista y contempló sus uñas.

-Pues…   En realidad tengo meses pensando en venir, pero no lo había hecho porque no era el momento.

-Siempre es momento de acercarse a Dios.

-Sí, lo sé, pero es que… -Galilea se cubrió el rostro con las manos- Bueno. Vengo porque tengo que confesar varios asesinatos.

El sacerdote dio un salto casi imperceptible en la silla.

-¿A qué te refieres, hija?

-Pues a eso, padre –el tono de voz de ella se tornó un tanto sarcástico- asesinatos, usted sabe, cuando se ha matado a varias personas. Bueno, estrictamente hablando no solo he sido yo. Somos varios. Pero antes de que me diga nada, quiero aclararle que tenemos justificación.

-¿Justificación? No hay justificación para quitarle la vida a uno de tus hermanos. Tal vez quieres decir que crees que hay atenuantes.

-No, padre. Justificación. Han sido simples actos de justicia. Nuestras víctimas son pederastas, animales, no son gente.

-No eres tú quien debe juzgar eso. –reprendió el sacerdote, severo- Estás tomándote atribuciones que no son tuyas, ni de tus amigos. Son cosas que Dios en su infinita misericordia sabrá cómo resolver. Es comprensible, hija –continuó el religioso, conciliador- que te sientas frustrada al ver los fallos de las criaturas de Dios, tanto de quienes actúan equivocadamente como de quienes aplican la ley. La justicia humana nunca será completa ni comparable a la divina. Pero debes tener presente que el Señor ve en el fondo de toda situación, de las almas y los corazones, y que no dejará que nadie se escape sin un justo castigo, si es eso lo que merece.

-¿Y dónde están Dios y su justicia, padre, cuando no les tocan un pelo porque son directores de un periódico?- preguntó Galilea, algo agresiva.

El cura frunció el ceño, contrariado. Era evidente que no estaba convenciéndola de que cometía un pecado terrible, y que no estaba en lo absoluto arrepentida.

-¿Te estás refiriendo a Joaquín Villalobos?

-A ese desgraciado entre otros. Toda la ciudad sabe que era culpable, no lo había hecho ni una ni dos veces. Pero claro, siempre se le protegió, porque el señor era dueño del periódico y los niños hijos de familias humildes. Iba a seguir haciéndolo, lo sabe usted y lo sé yo. Hasta que se le atravesó un pie en un momento inoportuno y zas. ¿Eso no es justicia?

-Ay, hija. Te repito que no eres quién para juzgar, para eso está Dios. A veces las personas llevan en sus almas demonios que no pueden callar, y es por eso que tú no debes tomar la justicia, como la llamas, en tus propias manos. Ahora te has manchado de sangre, y dices que son varios casos…

-Uy, sí. Abundan. Payasos simpáticos en las fiestas infantiles, parientes solícitos, amigos de la familia. ¿Pero sabe usted quiénes son los peores? Aquéllos que abusan de su posición y de la confianza de los padres para violar a un niño. Los padres no andan dejando a sus hijos por cualquier parte, y cuando los dejan en la escuela, o con el médico, les dicen que deben obedecer a la figura de autoridad… y esa autoridad abusa, y no sólo de la criatura, sino de la confianza que por su posición se le ha otorgado. Por ejemplo, y no vayamos más lejos: cuando a usted le dejan niños al catecismo o al coro, ¿cree que los padres van a quedarse ahí a observar todo el tiempo que a sus hijos no les vaya a pasar nada? No, ¿verdad? Ellos creen que en la iglesia están seguros y por eso los dejan. Entonces, ¿cómo es posible que usted abuse de esa confianza?

Conforme avanzaba la perorata, al sacerdote se le iban mudando los colores del rostro, del rojo al verde pálido y luego al amarillo. Para cuando finalizó estaba blanco como el papel de la Biblia en la que apoyaba su temblorosa mano. Dominándose con un esfuerzo visible, intentó aparentar serenidad y hacerse el desentendido.

-Pues sí, hija, pero insisto: no eres tú quien debe dispensar una justicia humana. Únicamente el Señor, en su infinita misericordia, puede ver en los corazones de todos nosotros y saber qué le toca a cada uno.

-Tal vez tenga razón, padre. Pero mientras que son peras o son manzanas –Galilea deslizó desde el interior de la manga de su saco un delgado estilete y con un solo movimiento lo clavó en el pecho del sacerdote- ¿qué le parece si va usted y le pregunta qué opina?

Había calculado con precisión: la iglesia entera cantaba, lo cual ahogó los sonidos que hacía el moribundo. La puñalada había sido dada con maestría: el hombre se desangraría en dos o tres minutos. Dado que ya estaban en la consagración, no había más fieles esperando confesarse, por lo que Galilea salió con paso tranquilo de la iglesia y se subió al auto que esperaba en la calle.

-¿Qué tal te fue?

-Bien –respondió ella- tuvimos una plática interesante sobre la justicia divina.

-Eres mala –se sonrió su acompañante- no te basta con asesinarlo en misa, aparte tienes que ir a confesarte con él antes.

-Pues claro, querida. Si no, ¿cómo iba a saber el pobre hombre por qué le estaba clavando un cuchillo? Podría haber pensado que estoy loca, que eran las hormonas, que soy una fanática de alguna secta, ¡qué sé yo! Así no queda lugar para dudas.

-¿Y te absolvió?

-No le dio tiempo.

-¿Esa mancha que tienes ahí es sangre?

Galilea se revisó la manga del traje.

-Rayos. Sí es, pero con el negro no se nota si es sangre o una mancha cualquiera. Igual puede ser salsa roja, cátsup o mole.

-Eso sí.


-¿Vamos a almorzar? Yo invito.

martes, 16 de septiembre de 2014

El corazón de Kaori

Karina Bendezú


Kaori llegaba después de la escuela a visitar a doña Zelmira, dueña del restaurante más rico del pueblo, la amable señora la recibía siempre con una deliciosa mazamorra típica del lugar.  La niña de ascendencia japonesa tenía los cabellos tan negros como el carbón pero suaves y finos como la misma seda. Kaori de siete años, era risueña y sociable, a quién todos conocían después de vivir varios meses en el pueblo. Kaori pasaba mucho tiempo donde Zelmira, se sentía a gusto allí, su padre andaba algo nervioso y evitaba verlo. De camino a casa, Kaori aprovecha el buen tiempo para ir a la laguna, a pasear y refrescar sus pies en el agua, el día estaba soleado y el reflejo de la luz del sol iluminaba el paraje de un color verdoso que la encandilaba. En la quietud de la tarde, de improviso, se oye el canto de aves que se acercan, a su vez, caen cientos de hojas secas de los árboles encima de Kaori, en ese instante, la niña sintió un extraño presentimiento que la afligiría horas después, Kaori decide volver a casa cuanto antes.

El padre de Kaori, Makoto, recordaba el día que emprendía el viaje hacia tierras cálidas, dejando atrás el cemento y la vida urbana. La familia de Kaori, viviría ahora en plena sierra, cerca de lagunas de aguas cristalinas vertidas por cascadas que caían desde lo alto de las montañas. A medida que avanzaban, se abrían paso hacia un paisaje rodeado por una vasta y variada vegetación, circundada por empinadas y rocosas cimas que se imponían ante ellos. Makoto era un prestigioso profesor de ciencias y obtenía un nuevo puesto de trabajo en una escuela ecológica en la zona central. Ingeniero agrónomo él, enseñaría a niños y jóvenes estudiantes a tratar los frutos de la tierra y sus animales, prepararlos para una vida sustentable y en armonía con el medio ambiente. Toda la familia lo acompañaba, su esposa Yukiko, su pequeña hija Kaori y Aki que aún se encontraba en el vientre de su madre. Para el profesor Makoto y su paciente esposa Yukiko la vida en el campo les traería paz y armonía a sus nuevas vidas. Luego de varios intentos por quedar embarazada, la señora Yukiko esperaba a su segundo hijo. Yukiko dio la buena noticia a Makoto y juntos fueron a ver al doctor. Efectivamente, estaban esperando otro hijo, un nuevo ser que llevaba un mes y medio de vida en el vientre de la madre. La mudanza y el cambio de clima asentarían a Yukiko y al bebé, pensaba Makoto mientras manejaba por la carretera, él haría todo lo posible para mantenerlos bien cuidados y protegidos.

En medio del campo, Yukiko con ocho meses de embarazo, se encontraba en la extensa huerta de la nueva casa cultivando sus frutos en la fértil tierra. Yukiko y su marido eran unos apasionados de la jardinería, sembraban repollos, lechugas, espinacas, zanahorias y tomates. El algodón y las flores, en especial las orquídeas, eran sus preferidas cuidándolas con mucho cariño. La brisa del viento empezó a correr, Yukiko de pronto, se preguntó por su hija. En ese instante, Kaori se le acerca cariñosamente por detrás, Yukiko gira el torso y le da un dulce beso en la mejilla.

-¡La brisa del viento te trajo hasta mí! ¿Dónde te habías metido Kaori? - le pregunta su madre.

-¡Estuve en lo de Zelmira mami! –responde la pequeña.

-¡Ah! ¡Estuviste probando su deliciosa mazamorra!

-¿Cómo sabes mami?

-¡Tienes restos de mazamorra en tu bigote!

Ambas se miraron y rieron.

-Es momento de entrar a la casa –se levanta Yukiko y continua -está empezando a refrescar, vamos que preparo algo rico y calientito para comer.

La nueva residencia de los Tanaka era una típica casa campestre, rodeada de arboleda y extensos jardines de flores multicolores, la huerta y una extensa galería de cerámicos bermellón que corría por la casona, decorada con plantas y bancas coloniales abrigadas con mullidos y suaves cojines. Sus techos estaban cubiertos por típicas tejas rojas que los protegían de las intensas lluvias. En el interior de la residencia se hallaba una enorme y cálida chimenea que calentaba los días y las noches frías durante el otoño e invierno. Las paredes de la casa estaban revestidas en su mayoría por ladrillos que se veían a simple vista y el amplio salón contaba con confortables muebles de madera que invitaban a tomar una apacible siesta después de las suculentas comidas que preparaba Yukiko.

Kaori llena de alegría al ver a su madre, empieza a cantar y bailar alrededor de ella.

-Kaori, ¿qué haces? –pregunta Yukiko sonriendo.

-¡Hoy vi muchos pájaros volando en círculos arriba mío, eran muchos mami, mírame! ¡pí pí pí pííí! –cantaba Kaori.

Kaori extiende sus brazos imitando el vuelo de las aves, Yukiko gira al igual que su hija imitándola en todo, ambas juegan y ríen llenas de felicidad. De repente Yukiko tropieza con Kaori. Makoto, al escuchar tanto alboroto sale de su habitación, al verlas, corre hacia Yukiko, llegando justo a tiempo para sostenerla en el aire, Yukiko estuvo a punto de caer de cara al suelo.

-¡Cuántas veces te he dicho que estés quieta Kaori! –le grita su padre.

-Estábamos jugando Makoto, no retes a Kaori –interviene la madre.

-¿Por qué llegas tarde Kaori?, anda al baño a lavarte las manos que vamos a merendar –le dice Makoto.

Kaori siente la misma extraña sensación que experimentó en el lago y con lágrimas en los ojos corre al baño entristecida, lava sus manos con agua y jabón enjuagando sus pequeñas lágrimas del rostro.

Mientras tanto, en la sala Yukiko habla con su esposo.

-¿Qué te sucede Makoto?, fue solo un tropezón, no reprendas a Kaori ella es sólo una niña y únicamente desea jugar –le dice Yukiko.

-Pero… si les pasara algo a ti y al bebé, ¡nunca me lo perdonaría! –responde Makoto seriamente. Costó tanto que quedaras embarazada…

Kaori sale del baño y se dirige al comedor donde se encontraban sus padres.

-Makoto, ahí viene Kaori, ¡tranquilízate por favor! –le pide Yukiko.

Makoto y Kaori quedaron en silencio durante toda la merienda, sin decir una sola palabra, a pesar de los intentos de Yukiko por amenizar la comida.

Los días siguientes, Kaori pasaba más tiempo en el lago del que solía pasar los otros días, jugando en la laguna de aguas transparentes donde se podía ver reflejados, el cielo y las pequeñas nubes blanquecinas que paseaban por el valle. Kaori se entretenía también alimentando a las aves oriundas del lugar como la “huallata”, algunas garzas, aves y patos silvestres, la niña les convidaba el pan que doña Zelmira tan gustosa le regalaba en el restaurante. Un día de otoño a pesar del viento y del frío, Kaori se dio un chapuzón en la laguna. El tiempo transcurrió, el aire empezó a soplar con mayor intensidad y el sol que irradiaba el valle con todo su esplendor se había ocultado. Al darse cuenta que la noche se avecinaba, Kaori se apresuró en regresar a casa.

Mientras tanto en la casona, Makoto despertaba de una apacible siesta, sale de su habitación y encuentra a Yukiko de pie en la galería, mirando hacia el horizonte.

-Yukiko, ¿qué haces afuera?, entra a la casa que hace frío –le dice Makoto.

-Aún no regresa nuestra hija, ya está por anochecer, estoy muy preocupada por ella -le dice Yukiko afligida.

-Cálmate querida, no le hace bien ni a ti ni al bebé, iré a buscarla al pueblo, debe estar con Zelmira, ¡ay, esa niña, ya me escuchará! -dice Makoto.

De repente llega Kaori a casa, descalza y con sus ropas mojadas.

-Hola mami, papi, estaba dando de comer a los pajaritos en mi mano y de pronto oscureció -dice Kaori.

-¡Niña desobediente! –le grita Makoto.

Makoto agarra a Kaori del brazo con mucha fuerza metiéndola a la casa rápidamente.

-¡Makoto, espera! -le grita Yukiko.

Yukiko detiene a Makoto y lleva a su hija al baño a quitarle las vestimentas.

-¡Estás toda mojada hija mía! ¿No ves lo tarde que es? ¡Estaba muy preocupada por ti! –le dice su madre.

Yukiko baña a su hija con agua caliente para quitarle el frío, la arropa y la acuesta en la cama suavemente.

-Ya regreso pequeña, te prepararé una rica sopa caliente –la anima su mamá.

Al rato, Yukiko llega con la sopa y ve el rostro de Kaori pálido, empapado, la niña estaba toda traspirada. Inmediatamente Yukiko llama a Makoto.

-¿Qué te sucede Yukiko? –pregunta Makoto.

-¡Kaori está volando en fiebre! –contesta Yukiko.

-Papi… perdón… los pájaros… mis amigos… bailo… canto…–delira Kaori.

Makoto al escuchar delirar a su pequeña hija se da cuenta de lo duro que fue con ella.

Inmediatamente, Yukiko le cambia el pijama a Kaori y la cobija nuevamente, trata de animarla, pero la niña no mejoraba, la fiebre aumenta y su estado empeoraba. Makoto llama al consultorio del doctor, allí le informan que el médico estaba atendiendo a un paciente al otro lado del pueblo, a dos horas de viaje, Makoto decide salir él mismo en busca del doctor y traerlo cuanto antes.

La espera hacía larga para Yukiko, los minutos corrían… en eso, llegaron Makoto y el doctor, ambos entraron al cuarto de la niña donde Yukiko se hallaba junto a ella, Yukiko no se había despegado ni un solo instante de Kaori. El doctor Rodríguez observa a la niña e inmediatamente le da indicaciones a Yukiko para bajar la fiebre: agua helada, paños fríos y agua fresca para que Kaori beba, evitando así una posible deshidratación. Makoto esperaba afuera ayudando a traer lo que pedía el doctor. Unas horas más tarde, la fiebre de Kaori empezó a descender.

-¡La niña se pondrá bien! -exclama el médico a los Tanaka.

-¡Gracias doctor Rodríguez por lo que ha hecho! –agradecen Makoto y Yukiko aliviados.

Makoto lleva a Rodríguez al pueblo; de regreso, Makoto se aproxima junto a Yukiko y la pequeña Kaori.

-Yukiko, ve a descansar por favor, yo me quedaré toda la noche cuidando de Kaori –le pide Makoto.

Yukiko se despide de Kaori con un beso en la frente y sale del cuarto algo cansada de tanto trajín. Makoto la acompaña unos minutos al cuarto y la abraza fuertemente.

-¡Es mi culpa Yukiko, he sido tan duro con Kaori y mira lo que ha sucedido, ustedes tres son lo más importante que tengo en la vida!

-Makoto, nuestra pequeña es fuerte y el doctor hizo una buena labor, nuestra pequeña ya se está recuperando –le tranquiliza Yukiko.

Al día siguiente, Kaori despierta con el reflejo del sol que entraba por la ventana, calentando su rostro, sorprendida, ve a su padre dormido junto a ella. Kaori acaricia dulcemente la cabeza de Makoto, despertándolo.

-¡Mi dulce niña estas bien, ya despertaste! –sonríe su padre.

Makoto la llena de besos haciéndola reír. En ese instante, Yukiko entra a la habitación y al verlos juntos se acerca a ellos abrazándolos llena de alegría, de repente, Yukiko aprieta fuertemente el brazo de Makoto.

-Es hora de ir a ver al doctor –dice Yukiko.

-¡Pero, mi amor! ¡Kaori está bien, como si nada le hubiera pasado, mírala! –contesta Makoto.

-Sí Makoto, es verdad, pero no es por ella que lo digo, es porque ya viene el bebé.

Makoto atónito se levanta de un salto y corre velozmente a preparar todo para partir al hospital cuanto antes.

Unas horas después, en el hospital, el doctor Rodríguez se acerca hacia Makoto y Kaori que aguardaban en la sala de espera.

-¡No me imaginaba verlos tan pronto! -bromea Rodríguez.

-Doctor, ¿cómo están?, ¿salió todo bien?, ¿Yukiko y mi hijo? –lo llena de preguntas el profesor Makoto.

-¡Felicidades profesor Makoto, tiene un hijo hermoso y sano, su esposa y el bebé los están esperando! ¡Kaori, tu hermanito salió tan fuerte como tú! –le sonríe el doctor.

Padre e hija se miran tiernamente y agarrados de la mano, entran a la habitación a conocer al bebé.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Pasión asesina

Mario César Ríos


El hombre corpulento y altísimo, de rostro rectangular y moreno, porte militar, cara más larga que ancha, pómulos salientes y ojos redondos muy abiertos era entrevistado por un pasmado Héctor Chincha. El sujeto demostraba su control de la situación buscando los ojos del pequeño y esmirriado periodista y tomando su pequeño hombro con su tosca mano. Chincha, veterano hombre de prensa, le devolvía una mirada esquiva y tenía una postura asustadiza: Una mano asía su vieja grabadora, la otra pretendía zafar la incómoda mano sobre su hombro, un pie asentado en el piso hacia adelante y el otro con la punta hacia atrás como queriendo alcanzar un impulso para huir. A cinco metros, un vehículo detenido tenía a su conductor con el cráneo perforado por una bala.

El periodista Chincha, encontró a Pasión aquella noche de invierno preguntando en el vecindario de “Virgen del Carmen” en Los Olivos por la calle Húsares de Junín 932. Tenía la misión de completar el trabajo de investigación que realizaba con Fernando Bravo, colega recientemente fallecido. Ambos estaban atraídos por el mito del hombre que sobrevivió la época más dura de la lucha antisubversiva al que atribuían la muerte de al menos una decena de senderistas. Fernando Coico alias “Pasión”, de padre negro y madre indígena ayacuchana, una mezcla muy frecuente en los valles de Ica, licenciado  de la marina y actualmente desempleado esperaba en la dirección acordada al periodista Chincha con ansiedad por darle encuentro.

De camino a su encuentro con Coico, el periodista revisaba archivos sobre el tema en su tablet. Un diario del año mil novecientos ochenta y nueve mostraba este titular: <<Heroico soldado liquida mandos senderistas en “Oreja de perro”>>. Otro diario, de postura política distinta enunciaba: <<Suboficial Coico utilizó violencia indiscriminada contra población desarmada en “Oreja de perro”>>. Así alternaron, a favor y en contra los primeros despachos periodísticos de un caso que no alcanzó a procesarse en el poder judicial por falta de pruebas. Chincha viajaba entusiasmado, creía que había leído todo sobre este marino, su defensa fervorosa del Perú en las entrevistas que concedió por el que se ganó el apodo “Pasión”. Viajaba extasiado sin detenerse a mirar el abigarrado y ruidoso tráfico en la Avenida Panamericana Norte, pensaba en la promesa que le hizo el marino al teléfono: <<Voy a contarlo todo>>. Repasaba en su mente la estrategia que usaría en la entrevista y las preguntas que le haría al marino. El taxista lo regresó de su ensimismamiento.
-Esto es Virgen del Carmen –anunció el taxista disminuyendo la velocidad del auto en el kilómetro trece de la Avenida Panamericana e indicando un arco de concreto con un mensaje en fierro pintado de negro: <<Bienvenidos a Virgen del Carmen, ciudad de paz>>. En los extremos del arco dos puestos de emoliente competían por clientes, mayormente vigilantes, meseras, músicos, trabajadores del negocio del entretenimiento de aquel barrio del cono norte de Lima.

-¿Podrían indicarme donde queda la cuadra nueve de Húsares de Junín? –preguntó Chincha quien había bajado del auto y caminado hacia el sardinel ubicado a la mitad del arco para interrogar a la clientela de ambos puestos de emoliente.

-Tres cuadras de frente y dos a la izquierda, allí está la nueve de Húsares. Pregunte por la calle de don Jorge Beltrán –respondió el emolientero que estaba apostado en el lado izquierdo del arco.

El auto se movió lentamente con las luces altas iluminando el trayecto señalado por el emolientero y los letreros de cada calle. El taxista iba preguntando a los peatones por la calle de Jorge Beltrán, no fue necesario indagar demasiado.

-Húsares de Junín, deténgase –dijo Chincha echando un vistazo a la calle buscando el número 932. <<Allí estás Pasión>> pensó cuando divisó a un sujeto de chaqueta de cuero negro, gorra de visera larga y alas laterales, y una bolsa de yute colgando en su hombro, tal como habían convenido que iría vestido. Le pidió al taxista que avanzara un poco más a la altura de la casa y vio al marino.

-Disculpe ¿es usted el señor Coico? 

-El mismo, vamos a Villa El Salvador, a la Avenida Central –respondió sin esperar indicación y subió al taxi.

-¿Y qué haremos allí? –preguntó el periodista sorprendido porque lo citara en aquel lugar para luego ir al otro extremo de Lima.

 -Quiero hacer unos “ajustes”, podemos hacer la entrevista en el camino, no tengo prisa –respondió fastidiado el marino.

-De acuerdo, déjeme preparar mis cosas –replicó con aire pausado Chincha para no perturbar al marino, extrajo la grabadora de su maletín, lo colocó entre él y Coico, la encendió y tomo su tablet para seguir revisando notas.

-Fueron diez los liquidados en el campo, diez terrucos bien muertos y solo con estas manos –confesó Coico sin esperar ser interrogado, respirando hondo y con un brillo en los ojos que denotaban la emoción y fama de apasionado que lo precedían.

La repentina confesión del marino más que la de un patriota apasionado parecía la de un psicópata. Chincha tuvo el impulso de revisar rápidamente las notas que Fernando Bravo le envío a su email la semana anterior y que por descuido decidió revisar a última hora en su tablet. Hojeó rápidamente las notas de Bravo y encontró que el año mil novecientos ochenta y nueve, un diario informó que dos presuntos testigos de las muertes en “Oreja de perro” fueron hallados muertos un mes después y otros dos desaparecieron misteriosamente.

-¿Me preguntará algo amigo Chincha o sólo me acompañará en mi recorrido por Lima? –preguntó “Pasión” adueñándose de la situación. El taxista apuraba la marcha por la Vía Evitamiento para llegar al destino, ingresó por el puente Atocongo a toda velocidad, luchó contra el tráfico salvaje del sur de Lima el viernes a la tarde noche, queriendo desesperado zafar de los incómodos pasajeros.

-Dígame, la investigación fiscal terminó archivando el caso. Hubo testigos que fueron encontrados muertos o desaparecieron. ¿Qué sabe usted de eso? –largó su primera pregunta incómoda el periodista.

-Vaya, yo creí que usted estaba más empapado del caso. Sepa usted que soy un marino entrenado en operaciones especiales e inteligencia. En un trabajo como el mío los testigos no existen. Le advertí que diría toda la verdad y eso hago –dijo “Pasión” con aire descuidado menospreciando al periodista.

-¿Me quiere decir que usted mató a los testigos? –inquirió Chincha con aire de periodista curtido en situaciones límite. El taxista sudaba frío ante tan insólita situación. El auto ingresó a Villa El Salvador por la Avenida Pachácutec y luego por la Avenida El Sol hasta la Avenida Central, el taxista conocía el lugar.

-¡Querrá decir terrucos! Si, fueron dos de ésos el año ochenta y nueve. Como digo no soy descuidado, en mi trabajo los testigos no existen. Su colega Bravo me conoce, debería haberle consultado bien antes de venir a este encuentro –entonces el periodista decidió darle otra hojeada a las notas de Bravo.

-Ya estamos en la Avenida Central, ¿me dijo la dirección el señor? –preguntó el taxista.

-No, no le dije –respondió airado Coico levantando la voz.

-Disculpe señor, ¿dígame a dónde lo llevo? –repreguntó aterrado el taxista.

-Es calle Villa del Mar 301, allí mismo te detienes –volvió a levantar la voz airado  golpeando con el puño la puerta del auto. El auto recorrió despacio la Avenida Central iluminando en su recorrido los letreros buscando la calle Viña del Mar.

-Llegamos –dijo con voz trémula el taxista al encontrar la dirección. Tuvo un feo presentimiento cuando Coico salió disparado del auto hacia una bodeguita atendida por un anciano de setenta años.

-¿Eres Eduardo Beltrán, no perro? ¿Pensaste que escaparías terruco conchatumadre? –recriminó Coico mientras descerrajaba cuatro balazos sobre el anciano.

Desde el asiento del taxi, Chincha presenciaba el crimen luego de revisar la tablet que tardíamente le revelaba el hallazgo del sabueso Fernando Bravo: Los nombres de los hermanos Jorge y Eduardo Beltrán y sus direcciones;  Calle Húsares de Junín 932 en Los Olivos y Avenida Villa del Mar 301 en Villa El Salvador.

El taxista nervioso llevó las manos hacia el timón pero la última bala en el revólver fue a parar a su cráneo deteniendo la marcha del vehículo. Coico agitó el arma con la mano, indicándole con ese gesto a Chincha que saliera del auto.
-Trae tu grabadora –le gritó al periodista quien avanzó hacia la posición de Coico. Frente a frente y a centímetros el marino tomó el hombro del periodista con su mano izquierda y deslizó suavemente el arma sobre el piso para generar un ambiente de “confianza” en su interlocutor.

-¿Tienes más preguntas Chincha? –preguntó Pasión.

-¿Eran testigos los hermanos Beltrán? –replicó aterrado Héctor Chincha grabadora en mano  y con una postura de querer irse del lugar.

–Eran terrucos igual que los otros dos y los diez de Oreja de Perro, como Fernando Bravo y tú. En este trabajo los testigos no existen –dijo el marino y con un fuego en sus ojos aterrador miró a su víctima.

“Pasión” Coico deslizó la mano que tenía sobre el hombro hacia el cuello de Chincha, rodeó éste con su otra mano libre del arma y apretó con fuerza mientras la grabadora del periodista registraba los últimos estertores agonizantes de su propietario.


Cuando escuchó un ruido de bolsas de basura abriéndose a cien metros de la bodega, su rostro encendido volteó a mirar hacia el lugar de donde provenía la bulla, quizás buscando otro testigo incómodo. Se trataba de un perro jaloneando las bolsas que lo decepcionó. Entonces, recogió su revólver, la grabadora y tablet de Chincha, los guardó en su bolso de yute que contenía la laptop de Bravo y caminó por las calles de Villa El Salvador perdiéndose en la noche como un habitante más del lugar.     

viernes, 12 de septiembre de 2014

La treta

Marco Absalón Haro Sánchez



Madrid es una de las ciudades más importantes de Europa y su bien merecido galardón lo ha conquistado a pulso su gente amable y laboriosa. Las amplias avenidas pobladas de frondosos árboles y calles interminables hacen de esta ciudad muy extensa en perímetro; tanto los altos edificios como los amplios mercados o coliseos cubiertos complementan el ornato bien proporcionado de la populosa urbe. Así como sus vistosos estadios y aeropuertos engrandecen a la legendaria metrópolis, sin hacer de menos a las estaciones de trenes o metros que circulan como gusanos por dentro del subsuelo y comunican a los pobladores en contados minutos. Lo propio ocurre con los autobuses o taxis que prestan eficientes servicios a la comunidad, en el menor tiempo posible, salvo cuando se dan los temidos atascos en las horas punta de los días laborables.

En una finca o edificio no menor de siete plantas, ubicado en el barrio de Embajadores, donde sus moradores pertenecen a la clase media de la capital española, se mezcla su convivencia con inmigrantes de diversa nacionalidad; quienes alquilaron uno o dos pisos en dicha finca y, en el interior de uno de ellos, dos mujeres suramericanas de mediana edad comentaban lo siguiente:
–Acabo de llegar de la boca del metro –anunció Marta, la mayor de las dos– acompañé a Liborio y Fernandito a coger el que va con destino a Méndez Álvaro.
– ¿Se iría ps, Liborio con el guagua? –objetó Tania– mejor lo hubieras hecho quedar contigo.
–También pudiste quedártelo tú –replicó Marta– ¿no ves que voy a trabajar en El Corte Inglés, hasta los sábados? Ya sabes cómo es el tema del transporte: por la mañana o por la tarde van a tope todos los vehículos. Aunque el metro es el mejor y más accesible a toda hora o día.
–Claro ps, como cuido a la señora Concepción de las Mercedes a dos plantas de tu apartamento; me hubieses dicho que me quedara con el guagua si no me molesta para nada.
–Qué fue, Tania –volvió Marta, cambiando de tema– ¿le has dicho a Eugenio lo que conversamos entre tú y yo?
Ese «lo que conversamos entre tú y yo» no era otra cosa que un supuesto comentario de las señoras habitantes de la finca donde él prestaba sus servicios temporales y era donde Marta tenía alquilado el apartamento en el que vivía en compañía de Liborio y Fernandito, su marido e hijo, respectivamente. Asimismo, habían compartido la vivienda con Eugenio, amigo de la familia y ex de Tania. En este orden de cosas, la más preocupada era Marta porque le ayudó a conseguir este trabajo:
–¿Has visto cómo se entretiene el tuyo, en tanto está de servicio?
Él era un hombre de mediana edad, piel trigueña y pelo negro. A sus espaldas llevaba más de cuatro décadas de existencia. Su complexión física estaba más o menos acorde con su estatura y esta armonía se debía a que practicaba deporte con cierta regularidad. Cuando estuvo en el Ecuador, Eugenio se licenció de Profesor en Educación Primaria y prestó sus servicios como tal un par de lustros en la provincia de Pichincha; pero se vio obligado a renunciar para emigrar a España, hacía una década.
–¿Sobre qué cosa? –inquirió Tania.
–¿Dónde se ha visto un conserje con ordenador portátil –soltó Marta– tú crees que la gente va a mirar bien que él esté entretenido, en vez de estar pendiente del trabajo?
–Yo, tampoco lo veo bien eso –atajó Tania para sintonizar con su hermana.
–Imagínate –prosiguió Marta– si él quiere evitar que la gente hable mal de su labor y pudiera ser recomendado para futuros trabajos, debería dejarse de ordenadores y vainas que por eso le pagan no por estar como niño bonito metido en el feizbu. Tú que tienes más amistad con él, dile que has escuchado estos comentarios de los vecinos de la otra escalera para que no sospeche que sea asunto nuestro.
–Sí, apenas pueda le hablaré sobre este tema –asintió Tania– para que corrija su proceder y se dedique solo al trabajo.

Soy pensionista de la Seguridad Social y he tenido trabajos esporádicos que me han hecho ganar unos cuantos euros. Esta vez me ofrecieron un reemplazo en la portería de una finca y fue Marta la intermediaria. Lo acepté porque siempre he creído que algo era mejor que nada.
–Empiezas el lunes, la primera semana de agosto –me advirtió Apolo, el conserje titular– a las siete y treinta de la mañana.
La semana anterior a dicho reemplazo; o sea, la última de julio: recibí todo tipo de indicaciones referentes a las actividades de limpieza y ornato de dicha finca, quehaceres sencillos como regar las plantas o echar agua en los sumideros, sin descuidar entrar y sacar los cubos de la basura a horas establecidas. También había que recoger las bolsas con desechos sólidos de los propietarios que lo soliciten, de diez a diez y treinta de la noche.
–Nunca te olvides las llaves dentro de ningún cuarto –recomendó Apolo– porque carecemos de copias.
Ah –volvió Apolo– también es labor de un conserje echar una mano a cualquier vecino que lo necesite al entrar o salir de la finca y más cuando vienen cargados de bolsas o maletas. Ten en cuenta que para eso estamos nosotros. Suerte, chico.
Arranqué con éxito mi primera jornada y realicé todo cuanto estuvo estipulado que debía hacer cada día. Por la tarde, al ser jornada partida, continuaba a las siete de la noche y acababa a las nueve. Entonces fijé un horario para mis quehaceres de escritura y esto era personal mío porque tenía tiempo de sobra si me tocaba estar pendiente de quien entraba o salía de la finca; aunque no era tan fácil concentrarme.
A los dos o tres días, se acercó Tania y me dijo casi a hurtadillas:
–He oído que hablaba un grupo de señoras y decían que dónde se ha visto un conserje con ordenador. ¡Vaya! Menudo personaje que nos ha dejado en reemplazo suyo, Apolo.
También dijeron –añadió Tania– que hoy no le has abierto la puerta al vecino de al lado, que él ha tenido que salir por sus propios medios y te ha quedado mirando, ha hecho una mueca y ha meneado la cabeza.
–A ver –repuse al borde de la impaciencia– vamos a ver. Lo del ordenador hoy consultaré a Apolo si está prohibido o no su uso mientras esté en el servicio y lo que no le he abierto la puerta a uno de los vecinos era porque estaba llenando el cubo de agua; pues agarraba la manguera con una mano agachado hacia adelante y no podía moverme porque si lo hacía el agua se regaba. Es más, consultaré también al presidente de la comunidad a ver qué me dice del portátil.
–Mejor no le digas nada a nadie –atajó Tania– la gente siempre comenta.
Yo estaba convencido de que todo lo que me aseguraba era verdad; sin embargo, no perdí oportunidad de consultar con alguien sobre el tema. Telefoneé a Apolo que, aunque estaba gozando de vacaciones, casi cada día se dejaba ver por la finca, ya que tenía un piso en la misma; pero cuando quise consultarle no apareció ni una sola vez.
–Sí –dijo al otro extremo de la línea.
–Buenos días, Apolo –dejé caer– ¿puedo consultarle algo?
–Sí, claro –asintió– dime.
–Quiero saber si está prohibido tener un ordenador portátil en el escritorio de la conserjería.
–De estar prohibido –repuso Apolo– aquí nada está prohibido. No existe ninguna norma que regule su uso por parte de un conserje en tanto está de servicio.
¿Qué pasa, te han dicho algo? –añadió.
–Sí –repuse– Tania ha escuchado un comentario referido a lo que debe hacer o no el conserje. En mi caso, de que uso el portátil y desatiendo las tareas por estar con él.
–Demetrio, el presidente de la finca –inquirió Apolo– ¿te ha dicho algo?
–No –repuse.
–Entonces, mientras él no te diga nada, no hagas caso a los comentarios de la gente y sigue adelante. Con tal que por usar el aparato aquel no descuides tu labor, lo demás es pura bazofia.
¿Algo más? –agregó al notar mi silencio.
–Nada más –solté satisfecho– gracias, Apolo.
–Vas a notar que el presidente en otros tiempos fue un inmigrante como tú –aseguró– pero mejor dejo que tú mismo te des cuenta. Buena suerte, chico.
–Gracias –repuse y me quedé con un signo de interrogación en la cara.
Y medité que en realidad tenía razón el conserje titular; esto significaba que iba a seguir usando mi portátil mientras estuviera en la portería. Sin embargo, lo último que me comentó Apolo empezaba a intrigarme.    

Al siguiente día, la mirada inquisitiva de Marta obligó a su hermana a que le diera una respuesta y enseguida le comentó:
–Ya le dije –dejó caer Tania– pero como es un eterno cabezota me ha dicho que eso no afecta en nada a su trabajo y que consultará a Apolo si está prohibido usar un ordenador en la portería. Pero yo le recomendé que no dijera nada a nadie y él me aseguró que no solo hablaría con Apolo, sino también con Demetrio, el presidente de la finca.
–Ojalá no hayamos metido la pata –anheló Marta– por intentar enderezar las acciones de Eugenio, a quien le gusta andar siempre conectado al feizbu.
–Ojalá pues –corroboró Tania un tanto molesta– por culpa de ese maldito ordenador fui infeliz; pues cuando fue mi pareja, más tiempo lo dedicaba al aparato que a mí. Con todo, yo fui la babosa que estuve con él en las buenas y malas; incluso cuando estuvo malito por el accidente laboral que casi se le lleva al hueco, no faltó ninguna de mis atenciones hacia él ¿Para qué? Para nada.
–Si cuando era tu marido no pudiste hacer nada en contra de sus hábitos o hobbies –esgrimió Marta– peor ahora que solo eres su amiga. Su apego a las últimas tecnologías es un mal sin remedio; mejor será dejarlo porque parece que lo lleva en serio.

Por acaso, dejé unos días de usar mi ordenador mientras estuve atendiendo la portería; pero estaba intrigado por la actitud de los vecinos de la finca frente a la mía y una de esas tardes le proferí a Tania lo siguiente:
–Es increíble que a la gente le moleste que yo esté con el ordenador mientras atiendo la conserjería.
–Eso es lo que oí –aseguró queriendo encender más mi preocupación sobre el caso.
–Pero jamás creo haber molestado a alguien con mi ordenador –protesté seguro de mí mismo; aunque ya empezaba a pesarme el haberle incomodado a ella misma cuando estuvimos juntos–. Si cuando trabajé en un parking de Valencia como taquillero, su propietario estuvo lejos de reprocharme y más bien aplaudió mi actitud cuando pidió que le hiciera el favor de procesar unas hojas en word. Lo hice con el mayor de los agrados; pero nunca me prohibió su uso en horas laborables y eso que debía estar pendiente de los vehículos que entraban o salían del parking.
–Yo, solamente te he dicho lo que oí decir –se limitó a asegurar la mujer.
–En cuanto pueda hablaré con el presidente de la comunidad y le preguntaré si está o no prohibido el uso de un ordenador –sentencié sin sospechar que el ligero rubor que subió por sus mejillas era porque en realidad algo le preocupaba en lo tocante al tema que tratábamos.
Pero estaba lejos de sospechar que era un amague mezquino que se urdía entre Tania y Marta con el fin de alejarme del ordenador y que so pretexto del trabajo o la supuesta desatención del mismo querían que lo dejara al menos por una temporada.

En los días sucesivos contemplé varias entradas y salidas de Demetrio, el presidente de la comunidad, hasta que por fin pude hablarle del asunto; pero primero le comenté sobre la constante preocupación que tenía un vecino sobre la cerradura del portal y me sugirió que llamase al cerrajero para que lo arreglara, que lo tuviese informado.
– ¿Puedo hacerle una consulta que no tiene que ver con la cerradura? –empecé.
–Sí, claro –repuso vivamente y mirándome a los ojos.
–Quisiera saber hasta qué punto está permitido tener un ordenador portátil sobre el escritorio de la conserjería.
–Pero coño ¿Cómo va a prohibirse? –fue su respuesta mientras enarcaba una de sus cejas y añadió– mientras no interfiera en tus labores de conserje vos podés tener lo que se te antoje. No faltaba más.
Bueno, ¿por qué lo preguntás?
–Es que Tania ha escuchado un comentario de varias mujeres de la escalera derecha y se han referido a mis actividades como conserje suplente. De que no estaban de acuerdo en que usara un ordenador mientras estuviera en el servicio.
–A mí, no me han dicho nada –dejó caer Demetrio– y si a vos te dicen algo directamente, decíles que has hablado conmigo y ya está. No hay que darle más vueltas al asunto.
Es más –añadió– no hagás caso a la gente, vos seguí con tu marcha. Lo del portátil es cosa exclusiva de vos.
–Gracias –improvisé– al oírlo de sus labios me quedo tranquilo.
–Por nada –replicó y siguió su camino hacia el interior de la finca.
Entonces puse sobre el escritorio el ordenador que lo tenía cargando ocultamente en una repisa debajo y empecé a transcribir los relatos que tenía en un cuaderno de apuntes; pero lo hice muy a gusto por haber aclarado las dudas que había tenido. En lo tocante al presidente, saqué como conclusión que era procedente de Argentina, su dialecto lo delataba.

Amaneció la víspera del día final de la tercera semana laborable y tenía sueño como todos los días, ya que me tocaba levantarme a las dos o tres de la madrugada para entrar los cubos de la basura. Si no los guardaba a tiempo bajo llave y estaban hasta la mañana frente a la finca los llenaban de basura que salía de no sé dónde; por eso prefería madrugar antes de que tuvieran que pasar todo el día cargados de deshechos malolientes.
Realicé las actividades programadas para ese día, me duché antes de desayunar y estuve listo para establecerme en el sitio de la conserjería que estaba ubicado a un costado de la entrada principal de la vivienda; pero antes de bajar se me ocurrió comentar a Liborio y Marta lo que había hablado con el presidente de la finca.
–Hablé con Demetrio, el presidente –solté sin más ni más– y le pregunté sobre el tema.
–Prohibido, no –interrumpió Marta como sorprendida en su mezquindad– sino que ¿Dónde se ha visto un conserje con ordenador? Debe estar dedicado a su trabajo y no como niño bonito, metido en el bendito feizbu.
–No se ha visto –refuté inmediatamente– porque no saben manejarlo o no tienen ganas de hacerlo.
Noté que toda esta intriga había sido montada por Marta y que la había corroborado Tania por el odio que le inspiraban los ordenadores.
–Si quieres que te recomienden –sentenció Marta bastante molesta– debes hacer las cosas bien y dejarte de portátiles.

Estaba claro que en contra de mi ferviente afición a la escritura, las dos mujeres habían urdido esta treta que llegó hasta las más altas esferas de una comunidad de vecinos madrileños; pero en nada influyó negativamente en la redacción, composición y corrección de los relatos que en esos días pujaban por salir a la luz.