lunes, 29 de mayo de 2023

El Caudillo

Antonio Sardina Cecine


Me llamó mi hermano para decirme que Baie había muerto. Lo velarán en Gayoso de la colonia Del Valle. La verdad es que ya lo esperábamos. Estaba muy enfermo y solo era cuestión de que sucediera.

Baie era el esposo de la hermana de mi madre, le decíamos así tanto sus hijos como nosotros sus sobrinos, e inclusive, muchos conocidos y vecinos. Baie quiere decir «mi papá» en árabe.

Soy el mayor de cuatro hermanos y para nosotros, Baie fue un segundo padre (a veces el primero). Mi madre y su hermana fueron muy unidas y las dos familias siempre convivimos como una sola. Su casa era mi casa y a mis cuatro primos, aunque mayores, los considero mis hermanos.

Se llamaba Assaf y nació en el Líbano, en un pueblo cerca de Beirut. Llegó a México invitado por sus tíos para forjarse un futuro aquí, como la mayoría de los inmigrantes, sobre todo libaneses y españoles, que poblaban el centro de la ciudad de México y muchos estados del país.

Todos mis recuerdos de Baie son los de un hombre tranquilo, risueño y buena persona. En muy pocas ocasiones lo vi discutir y no recuerdo una sola vez que perdiera el control. Conmigo era especialmente cariñoso. De niño jugaba a darme volantines y siempre tenía en su bolsa dulces de mantequilla y de café, los cuales repartía tanto a niños como a adultos. Recuerdo especialmente cómo le quitaba la cáscara a las manzanas y naranjas, manejando diestramente un cuchillo formando una serpentina.

Llegué al velorio, con tristeza les di el pésame a mi tía y primos, nos abrazamos. Al terminar, discretamente me senté en un sillón grande al fondo de la sala. Me distraje escuchando las conversaciones alrededor, mayormente en árabe, idioma que no entendía, aunque Baie intentó siempre enseñarme a hablarlo y escribirlo. Nunca le dediqué el tiempo necesario.     

Se sentó junto a mí el tío Tufik, (en la comunidad libanesa se le dice tío a cualquier persona mayor, no importando el parentesco) a quien siempre había ubicado como el mejor amigo de Baie, considerado parte de la familia.

Que tristeza me dijo—, siento que mi corazón se desmorona.

Comentario que sonaría sin duda mejor en árabe, ya que es una lengua más apasionada y teatral que el español. Aunque, decía mi madre, los árabes estuvieron ochocientos años en España y los españoles quinientos años en México, o sea que somos lo mismo, apasionados y teatrales.

 Lo siguiente que dijo despertó mi interés de manera súbita:

 Que pena que no viniera nadie del partido, después de todo lo que hizo por ellos y el Caudillo.

«El Caudillo», ese nombre me vibró inmediatamente como parte de la vida de mi tío, recordé de pronto como en muchas ocasiones, en su casa se realizaban reuniones en la sala, siempre entre hombres, hablando en árabe, a las que mi tía nos prohibía acercarnos excepto para llevar bebidas o bocadillos a los participantes. Es una junta del partidodecía mi tía. Y al pedirle que me explicara qué significaba, me decía que era una organización muy importante de la que Baie era el presidente. Siempre me pareció que algo tendría que ver con el Club Libanés al cual pertenecía toda la familia, pero en realidad nunca me quedó claro a qué se refería.

Ahora al mencionar Tufik a el Caudillo, quise aprovechar la oportunidad y le pedí que, como homenaje a mi tío, me contara su historia con el partido y a quién se refería con ese nombre o adjetivo.

Secó sus ojos con un pañuelo y tomando una de las tazas de café turco que nos repartían durante el velorio, sonrió y me dijo:

Claro hijo, si alguien conoce esa historia soy yo, y debo decirte que me enorgullezco de haber participado con él en esa maravillosa aventura.

»Cuando vivíamos en el Líbano, el país como siempre era un polvorín. Los libaneses no nos consideramos árabes, sino fenicios, lo que nos confiere una genética y cultura diferentes, más cosmopolitas. El Líbano es un pequeño país rodeado por el mundo árabe, influido y dominado principalmente por Siria, y aunque hasta los años cincuenta no existía el estado de Israel, siempre consideramos al pueblo judío como invasores y enemigos.

Tomando un dulce de piñón de la mesa frente a nosotros continuó:

»En ese tiempo se formó y creció el Partido Nacionalista Sirio, el cual abogaba por la unión de todo el mundo árabe en lo que llamábamos la «Gran Siria», y sin duda influido por las teorías fascistas que florecían en Alemania, Italia y otros países, este movimiento lo comandaba un líder carismático, vehemente y populista a quien se conoció como «el Caudillo».

Nunca me dijo el nombre del personaje ni se lo pedí, me conformaba con este atractivo y estridente título. Recuerdo también el símbolo del partido, ya que Baie siempre traía un pin en la solapa de los trajes que todos los días usaba: Un suástica estilizado, con las aristas redondeadas, en un círculo ribeteado en negro.

Noté que también él tenía un pin igual. Ajeno a mis pensamientos continuó:

»Desde que conoció Assaf a el Caudillo, quedó impactado por su personalidad, su profunda convicción y la seguridad que era el tiempo de la revolución del mundo árabe, para ser la potencia mundial que alguna vez había sido y que estaba destinada a ser hasta el fin de los tiempos.

»Destino que había sido truncado por sus enemigos, el principal de estos los judíos, repartidos por el mundo en la diáspora, desde donde se habían hecho del poder económico y político de muchos países, con el fin de sojuzgar desde esos cotos al mundo y principalmente a los árabes. Es por eso por lo que era importante unirse en la «Gran Siria», la cual debía renacer gracias al nuevo partido.

»Assaf se enfrascó en reclutar seguidores del partido, desde luego empezando por mí y lo hizo con gran éxito, gracias a la educación que tenía, ya que era un hombre culto con carrera de profesor. Cuando fue evidente su liderazgo, llamó la atención de el Caudillo y lo invitó a sumarse a su equipo más cercano.

»Fue en ese tiempo que recibió la invitación de irse a México a trabajar con sus tíos y al comunicárselo al Caudillo, en lugar de pedirle que la rechazara, le adjudicó la misión de llevar el mensaje del partido a América, destino de una gran mayoría de inmigrantes árabes.

»Assaf llegó a México inflamado del espíritu del partido y con el orgullo de cumplir con la misión encomendada por el Caudillo. Sus tíos empezaban a progresar económicamente y lo colocaron en una fábrica de camisas, donde en realidad no destacó, ya que la mayoría del tiempo lo dedicaba a promover la idea de la «Gran Siria» con sus coterráneos. Esto molestaba a la familia, ya que además de no comulgar con sus ideas, la mayor parte de sus negocios los realizaban con la también extensa y progresista comunidad judía del país, gracias a lo cual lograron gran éxito comercial e inclusive fundaron un banco que principalmente manejaba cuentas de las dos etnias.

»A esto se agregó que, en contra de las creencias de la familia, que profesaba la religión ortodoxa, Assaf se enamoró de tu tía, católica maronita que venía también del Líbano.

»Su matrimonio ocasionó que se le aislara de los negocios y de la convivencia familiar, pero no afectó al gran amor que se profesaban tus tíos, prosperando sobre todo gracias a que tu tía era extremadamente hábil en los negocios, y por su lado, Assaf ganó prestigio y respeto con la parte de la comunidad que comulgaba con las ideas dell Caudillo y lo reconocía como su representante.

Tufik hizo una pausa para servirse un plato de bocadillos libaneses (kepe, tabule y hummus) abundantes como siempre en los velorios libaneses y sin dejar de comer continuó su relato.

»Cuando tu tía esperaba su cuarto hijo, Assaf recibió un mensaje directo del Caudillo, pidiéndole regresar a el Líbano, pues se avecinaba un acontecimiento clave para los intereses del partido y se requería su presencia.

»Me pidió acompañarlo y partimos inmediatamente con dos objetivos, cumplir con lo que pedía el partido por una parte y una vez instalados nuevamente en nuestra patria, mandar por las familias para vivir nuevamente en el Líbano, la Suiza del Medio Oriente.

Se notaba en los ojos a Tufik la nostalgia cuando recordaba su patria.

»Al llegar lo recibieron cálidamente y en una reunión con el Caudillo, le comunicaron que las condiciones eran propicias para dar un golpe de estado y hacernos con el poder en el Líbano, en premio a su militancia, Assaf comandaría una cuadrilla de revolucionarios fieles, con la misión de apoderarse del cuartel cercano al palacio nacional.

»Orgulloso tomó el cometido con optimismo y seriedad, aunque no tenía idea de la situación actual del país, ni política ni militarmente, pero confiando absolutamente en la visión de el Caudillo. Le fueron asignados los combatientes y entregadas las armas ese mismo día, comunicándole la decisión de dar el golpe al día siguiente. Al revisar las armas se dio cuenta que en la caja del parque estaban revueltas las balas de distintos calibres, lo que era una clara muestra de la mala organización del golpe. Pero tu tío sin amilanarse repartió los fusiles, pistolas y granadas, encargando a los combatientes tomar de la caja las que consideraran las balas adecuadas.

»Esa misma noche nos dirigimos de acuerdo a las ordenes a cortar la luz del cuartel. No bien nos acercamos a la toma eléctrica, fuímos inmediatamente sorprendidos por las fuerzas nacionales, que al parecer nos estaban esperando. Sin piedad dispararon a los pocos que se resistieron y apresaron a los restantes. No llevábamos ni tres días en el país cuando fuimos conducidos a la prisión militar, en el golpe de estado peor planeado de la historia.

Por pláticas con mi madre, yo sabía que en ese tiempo mi tía recibió las noticias del frustrado golpe dando a luz a su cuarto hijo, sin saber si su esposo estaba vivo o muerto.  Acompañada solo por mi abuela, mi madre y mis tres primos y agobiada con la ruptura del sueño familiar de viajar a El Bled a reunirse con Baie, angustiada sin saber de donde obtener fuerzas y recursos para sacar adelante a sus hijos.

Tufik continuó su relato:

»Al llegar a la cárcel del cuartel los sobrevivientes del fallido golpe, la suerte de cada uno de nosotros se decidió en una partida de Taule (juego de mesa que con alguna variación se conoce como backgammon) entre el comandante del cuartel y el jefe de la prisión. Si ganaba el comandante, el prisionero era fusilado y si el jefe vencía entraba a la prisión. Tanto Assaf como yo fuimos bendecidos por la suerte y el buen juego del jefe. Muchos otros no.

»Después de unos meses en prisión, sucedió otro evento que definiría la historia de tu tío y en buena parte la mía, nuevamente gracias al jefe de la prisión. Este se había enterado por los guardias de que, en la celda de los rebeldes, el que al parecer era su líder, había sido profesor de matemáticas. Assaf se había ganado el respeto de prisioneros y guardias por manifestar un carácter tranquilo y pacifico, además de que el hecho de haber sido nombrado comandante por el Caudillo le confería autoridad. Dado que el hijo del jefe tenía serios problemas en la escuela precisamente en esa materia, acordó con él que le permitiría ir tres veces a la semana a su oficina a darle clases a su hijo.

»Esto propició que naciera poco a poco una gran amistad entre Assaf y el jefe, logrando que se fuera dando el libre tránsito del prisionero por el cuartel y la mejoría de las condiciones de su celda, donde estábamos sus compañeros de aventura.

»Con ello también tuvo acceso Assaf a información importante, ya que no solo daba clases al hijo del jefe, sino que se convirtió de hecho en su consejero. Fue así como se enteró que la razón del fracaso del golpe había sido directamente la traición de el Caudillo, quien, al ser descubierto por un espía infiltrado en el partido, a cambio de su libertad informó donde y cuando serían las acciones planeadas para el ataque, culpando a Assaf de ser el creador del plan.

»Al conocer esta información, se rompió el corazón de Assaf, pero no su fe en la idea central del partido: la unión del mundo árabe en la «Gran Siria», así que si bien renunció a la idea de una revolución armada, siguió alentando en su interior lograr este objetivo, de ser posible por el camino de la política, siendo fiel al partido. 

»Salimos de la cárcel después de dos años, gracias a un indulto directo del primer ministro al desintegrarse por completo la insurgencia y con la intención de retornar a la calma y el progreso del país.

»Al darnos cuenta, después de varios intentos fallidos, de la imposibilidad de generarnos un futuro en el Líbano para traer a la familia, decidimos regresar a México, para lo que, gracias a algunos militantes generosos del partido, conseguimos pasajes en tercera clase de un barco que salió del puerto de Trípoli y un pasaje de avión en Barcelona.

»Lo que siguió en México tu lo sabrás mejor que yo, ya que tal vez por la desilusión o simplemente los rumbos de la vida, dejé de ver a tu tío varios años, y solo esporádicamente, asistí a las juntas del partido que seguía organizando en su casa y que acabaron siendo solo unas tristes reuniones de unos pocos viejos libaneses resentidos.

De acuerdo con historias que me contó mi madre y las que yo mismo presencié, después de múltiples intentos fallidos de negocios, principalmente relacionados a importaciones de productos difíciles de conseguir en México, legalmente a veces y otras no tanto, Baie se hizo cargo de un hotel comprado por su cuñado en Acapulco, donde vivió tranquilo. Yo lo visité muchas veces y recuerdo siempre un aire taciturno, que, ahora entiendo, era por la profunda tristeza de haber truncado su misión, la «Gran Siria». 

Pero tío Tufik pregunté—, ¿qué pasó con el Caudillo?

Frunció las cejas, suspiró y con mirada baja respondió:

Para nuestra sorpresa, en el barco que tomamos en Trípoli viajaba también el Caudillo, desde luego que en primera clase. Assaf desde que se enteró decidió que tenía que verlo a los ojos para echarle en cara su traición, así que, gracias a su natural don de gentes, pudo colarse un día al caer la tarde en la primera clase. Yo vigilaba desde la puerta de acceso de la tripulación y los vi hablando en la barandilla de la cubierta por más de una hora hasta que cayó la noche, perdiéndolos de vista. Después de un tiempo regresó Assaf y al preguntarle qué había sucedido, solo me miró a los ojos y guardo silencio, nunca más me habló de esa conversación.

»Al día siguiente llegamos a Barcelona donde nosotros viajaríamos en un avión a México. Al bajar del barco me llegó un rumor entre marineros y personas conocidas en el viaje, acerca de un pasajero que no apareció esta mañana y se especulaba que tal vez había caído al mar en la noche. Se lo comenté a Assaf, pero no tuvo ninguna reacción.

El tío Tufik se despidió de mí con un beso en la mejilla y lo vi salir después de despedirse de mi tía, con paso taciturno y cansado, dejando sus memorias junto al féretro de su querido amigo.

Sentado en este sillón, el pensamiento me lleva a algunos caudillos como Francisco Franco en España y aquellos de este México surrealista e intenso; caudillos de la conquista, de la independencia, de la revolución: Cuauhtémoc, Morelos, Zapata, Villa y tantos más. Todos traicionando, todos al final traicionados.

Al final como decía mi mamá... somos lo mismo.    

martes, 23 de mayo de 2023

Amancio solo quiere ser feliz

Manuel Quezada


Día 1

Llevó su mano derecha al mentón y luego fue rozando toda la cara. Pensó que ya era hora de rasurarse, pero debía hacerlo con una máquina vieja, oxidada, que lastimaba su piel, ya que no tenía dinero para comprar una nueva. Abrió los ojos en medio de la oscuridad de su cuarto. Su cama estaba cerca de la ventana y se sentó en la orilla del mugriento colchón para apreciar las luces de las casas que estaban frente a la playa. Él había decidido vivir en un poblado ubicado en las costas del océano Pacífico. Encendió el único foco que proveía una luz amarilla y revisó su cara en un pequeño espejo. Las arrugas eran tantas como cabellos blancos en su cabeza. Apagó la luz. Se dirigió a la ventana y ,a pesar de la oscuridad, era perceptible el blanco de las olas al reventar, siempre era así a cualquier hora de la noche y madrugada. Eso lo intrigaba. El sol daba las primeras señales con su tonalidad roja sobre la línea de casas. Había dormido mejor que otras noches y eso lo ponía de buen humor. La mayoría de las veces no dormía bien y se levantaba a la una o dos de la madrugada creyendo que saldría el sol en pocos minutos. El insomnio le dejaba un mal carácter y día.

Amancio no perdía la costumbre: por las mañanas se sentaba en la arena, cerca de la orilla del mar, a ver los pelícanos que viajaban alineados sobre las olas. Le asombraba la precisión y orden del vuelo. Levantó su mano derecha imaginando una pistola, apuntando con el dedo índice y el pulgar funcionó como una mirilla, para capturar a cada ave, cuando se posicionaban diminutas en el vuelo. Cerró su ojo izquierdo. «Bang», se decía, y cada pelicano caía al mar.

El agua comenzó a llegar hasta el sitio donde está sentado. Se levantó y se dirigió a su casa que estaba cerca. A los pocos minutos traía una pala y una escoba vieja de madera. Comenzó a abrir un hoyo de un metro de profundidad y, después de lograrlo, se introdujo para seguir observando a los pelícanos. Tomó el palo de escoba para simular un rifle, apuntar y disparar. «Bang», se dijo varias veces. Mató varios. Dejó la escoba y extendió su mano derecha hasta formar con sus dedos un revólver. Ya no vio a ninguna de las aves, pero recordó a los amigos que en la adolescencia lo sometían a acoso físico o psicológico y en sus pensamientos fue matando uno a uno con el arma de su mano derecha. «Ya es suficiente», se dijo, porque estaba de mal humor de solo recordar su estado de ánimo vengativo. «Ya es suficiente», se volvió a decir, pero su mal humor no cambió.

Día 2

Al día siguiente volvió a la playa muy temprano a la espera de los pelícanos. Divisó una línea de aves que se aproximaba. Las olas del mar movían un cuerpo sin vida a la orilla hasta quedar sobre la arena sin movimiento más que el agua que pasaba por encima. Se levantó y caminó para revisar el cuerpo.  Avisó a la policía para que lo retiraran, lo que ocurrió una hora después. Amancio levantó la vista. El cielo estaba limpio de nubes y de aves, lo que le provocó mal humor.

Día 3

El amanecer estaba perfecto y se levantó animado. Tomó asiento frente al mar que estaba violento. Las aguas llegaban hasta sus pies sin incomodarlo. «Desayunaré en una hora», se dijo. Al ver al poniente advirtió la presencia de sus presas, «allí vienen», y formó con su mano derecha la figura del arma. Aún estaban lejos, cuando las olas arrastraban con fuerza un cuerpo inerte hasta hacerlo llegar a la arena. La piel era amarilla, sus ojos y boca diminutos. Buscó a la policía para que se encargara de retirarlo de su vista. Pasaron casi dos horas. Al estar despejada la escena, ningún pájaro se asomó a la playa.

Día 4

Anoche durmió mal. Despertó indispuesto y no tenía más opciones que ir a la playa, como todos los días. No levantó la vista ni al poniente ni oriente para revisar si asomaban las aves. Sus ojos dirigieron una mirada sin ninguna expectativa. Las suaves olas hacían flotar un cuerpo que lentamente llegó a la orilla. Era una mujer de piel trigueña que comenzaba a hincharse. Amancio fue a la policía para notificar lo sucedido y retiraran el cuerpo a la brevedad. El sol calentaba la mañana. Una vez despejada la escena, miró a toda la playa, comprobando que los pelícanos no aparecían.

Día 5

Volvió a madrugar. El agua apenas hacía ruido con su lento oleaje, parecía que el mar estaba adormitado. Suaves como una caricia las olas llegaban a los pies del viejo Amancio para darle los buenos días. Caminó. Dio unos pasos a su costado izquierdo y topó con lo que sería una piedra, pero no estaba tan dura. Luego de tocar la superficie varias veces con su pie derecho advirtió las malas noticias. Los primeros rayos de sol se lo fueron confirmando: era un niño con pantalón corto, camisa roja y aun con sus zapatos puestos. El pequeño cuerpo inmóvil presagiaba la peor de las noticias. Amancio corrió a la policía para avisar del aparecimiento de un nuevo cuerpo a la orilla de la playa. Lo retiraron. El viejo esperó una hora más para divisar pelícanos, pero no tuvo suerte.

Día 6

Este día Amancio decidió ir a misa. Quería escuchar la palabra de Dios que le caía bien de vez en cuando. Después de los actos religiosos decidió visitar a su amigo Oseas, al curador de pelícanos, y preguntarle por la ausencia de las aves en el mar. Los ojos se le abrieron al entrar a la casa y ver que estaba llena de pelícanos en proceso de recuperación. Había jaulas por todos lados ocupadas con aves.

—Mañana saldrán varias de ellas —le dijo Oseas.

—Qué buena noticia —respondió.

Algunos pelícanos fueron sacados de sus jaulas y caminaron en el suelo arenoso. La cabeza era sobresaliente y parecía que perdían el equilibrio al caminar pacíficamente frente a Amancio, quién se sintió culpable del daño que podría provocar a esas especies por sus intentos diarios de cazarlos. Se divertía derribándolos con sus armas imaginarias y luego mostraba preocupación al verlas bajo el cuidado de su amigo. Dejó el lugar.

Día 7

El viejo Amancio está por cumplir ochenta años y camina todos los días vestido con un pantalón corto. No quiere usar camisa para no tener que estar lavando ropa porque le quita el tiempo. Ese día camina con chancletas. La piel arrugada en su cara no permite distinguir si ríe o llora. Fue francotirador en el conflicto bélico interno, y lo único que quiere es seguir practicando y por ello vuelve todos los días para encontrar sus pelícanos y seguir disparando a cada uno pensando que ha dado en el blanco. Ahora le irritan las malas noticias y no les pone atención. El solo quiere ser feliz con lo que sabe hacer porque dice que tiene pocos años de vida.

La mañana de ese día, cerca de las siete, había fotos de mujeres esparcidas a la orilla de la playa con un listón negro en las esquinas de cada foto. Amancio las revisó una a una y se irritó de ver eso a la orilla, pero rápidamente cambió y tuvo un momento de compasión. Suspiró. Levantó la vista con la esperanza de que los pelícanos salieran esa mañana del hospital para ver si cazaba alguno de ellos. A lo lejos divisó unos, venían en formación de una línea y expectante y feliz levantó su fusil de madera a la espera que pasaran frente a él.

«Bang», «bang» «bang».

Caminó hacia dentro del mar y se lanzó para flotar como un tronco abandonado y a la deriva del movimiento de las aguas. Dejaba su vista perdida en el cielo que apenas se interrumpía con los golpes de las pequeñas olas a su cuerpo. Luego de unos minutos volvió a su cuarto para dormir un poco.

***

Mi responsabilidad era visitarlo una vez al mes y llevarle las medicinas para sus tratamientos contra la depresión; al llegar a su cuarto, revisaba y comprobaba que estaba dejando de tomarlas y poco a poco sus facultades físicas y mentales estaban disminuyendo. Decidí llevarlo a un asilo para su cuidado, y a los pocos días fue notoria la mejoría del aseo físico. Comía mejor, estaba más limpio y tomaba a la hora sus medicamentos. Sin embargo, el mal humor creció exponencialmente: gritaba y se quejaba de cualquier malestar, amenazaba de muerte a las mujeres que lo atendían, y a todas las visitas. Comenzó a golpear al personal sanitario. Con el asilo ganamos en atenciones hacia él, pero su estado anímico se desmoronó. Allí reconocí por primera vez los beneficios de estar cerca del mar: el baño de las aguas salinas y ver los pelícanos eran su habitualidad. Solo interactuaba con los vecinos para lo indispensable: comprar alimentos, visitar ocasionalmente la iglesia y al curador de pelícanos. Después de una evaluación con varios médicos decidí devolver a Amancio, mi padre, a su morada natural.

***

Hoy lo visito con un poco más de frecuencia. Está sentado, como siempre, a la orilla del mar sin camisa ni chancletas, únicamente con un pantalón corto. Su espalda está cada vez más encorvada y su piel parece quemada. Alza su brazo izquierdo cuando dispara con el imaginario fusil de madera, o extiende su mano derecha gatillando el dedo índice. La línea de aves pasa muy cerca y esta vez dice que no tuvo suerte.

A veces lo veo tirado en la orilla rodando con los golpes que recibe de las aguas, la corriente parece sacarlo y de repente lo arrastra adentro. Su mirada la mantiene atenta hacia el cielo. Se relaja y luego se levanta de buen humor, conversador, animado, como un niño alegre que visita el mar después de mucho tiempo.

Mi padre chorrea agua y arena negra que le queda pegada por todo su cuerpo, parece salido de un pantano. Me sonríe y camina hacia su champa que llama «mi casa». Solo es una habitación de lámina galvanizada. No le veo signos de depresión a pesar de que olvida tomar sus medicinas. Amancio solo quiere ser feliz y el mar le ayuda.

martes, 16 de mayo de 2023

El escultor

Érika L. Ramírez Levín


Mientras descansaba en la cama del hospital, se recriminaba a sí misma por haberse desmayado. ¿Y ahora? ¿Con qué corazón habrá nacido?, se preguntaba. La habitación lucía vacía, blanca, sin algún vestigio que le permitiera adivinarlo. Comenzaba a desesperarse cuando una enfermera entró empujando un carrito que transportaba, envuelto en una mantita de color entre azul y verde, a un bebé dormido.

­—¿¡Turquesa!? —gritó con emoción desbordada.

Se olvidó de lo adolorida que estaba y estiró los brazos para recibir al bultito que la había estado pateando cada día con singular fuerza el último trimestre. Su mirada se perdió sobre él en tanto que percibía ese dulce aroma «a bebé» tan característico de los recién nacidos. Hola, mi hermoso hijito, soy mamá, le susurró con una enorme sonrisa.

Los años pasaron y el pequeño con corazón de turquesa se tornó en un joven protector, equilibrado y muy sano, tal como se esperaba por las propiedades de su piedra. Sin embargo, no era feliz. Lo intentaba, es verdad, pero en el fondo de su ser algo le faltaba. Y no era un padre, opinión de varios sin ser preguntados. Su madre, astuta y con los sentidos tan agudos como los de un gato (no en vano su corazón de actinolita), le había brindado todo cuanto él había necesitado, y no existía amor, educación ni cosas que alguien más hubiera podido complementar. No… ese algo era otra cosa, y ambos lo sabían.

Un día, cuando la madre regresaba a su casa del mercado, escuchó al sabio del pueblo hablar sobre alguien que hacía milagros. Un verdadero prodigio, decía entusiasmado, mientras los demás cuchicheaban sorprendidos e incrédulos ante lo que el anciano con corazón de amatista les decía.

—¡Se los digo yo que soy incapaz de mentir! —se desgañitaba a fin de que nadie quedara sin oírlo.

Su curiosidad la llevó a acercarse al cúmulo de gente y fue cuando supo que tal vez, afuera de las enormes y gruesas paredes que rodeaban a su aldea, se hallaba una esperanza.

—¡Y mañana llegará a nuestro poblado! —continuaba gritando el viejo.

Con los rayos del sol iluminando su emoción, caminó rápido la vereda que conducía a su modesta pero hermosa casita. Cocinó el estofado de verduras que tanto le gustaba a su hijo, puso la mesa con la vajilla de cerámica que se usaba solo en ocasiones especiales y lo esperó impaciente, preparando las lecciones de matemáticas que impartiría al día siguiente en el colegio.

¡Mamá!, gritó al tiempo que abría la puerta de la casa, ¿te has enterado? ¿Entonces ya lo sabes?, le replicó su madre entusiasmada y ambos se abrazaron llenos de júbilo. Dicen que su reputación le precede y va de pueblo en pueblo realizando algunos procedimientos, expresó el muchacho con la voz chillona por la emoción. ¡Sí!, lo mismo escuché, respondió su madre también exaltada.

Se sentaron a la mesa a degustar el delicioso platillo mientras platicaban a fondo de las posibilidades que tenía el hijo de apuntarse como candidato; analizaron los pros y contras que cada uno encontraba y, al final, decidieron que debía de arriesgarse. Oportunidades así no se presentaban todos los días.

En cuanto la noche dio paso al día, recopilaron los documentos que se solicitaban y los llevaron al hostal donde les indicaron que el prodigioso hombre se había hospedado. Ahí, con los papeles y las entrevistas que él realizaría a cada candidato, determinaría quiénes serían elegibles para ser operados. Diez. Ni uno más. Los procedimientos eran laboriosos, delicados, cansados y, sobre todo, debían ser en extremo específicos. Es decir, las personas que fueran seleccionadas necesitaban asumir que el cirujano de corazones solo pondría en práctica lo que cada persona eligiera; él no intervendría en la más mínima de las decisiones. Su labor era seguir instrucciones, mas no opinar al respecto. Y, por ende, no podría haber reclamaciones.

Día tras día el sujeto misterioso recibía en su habitación a las personas que hacían fila en espera de su turno. No importaba el hambre, la insolación, las tempestades sorpresivas del verano; todo valía la pena para hablar con quien podría cambiarles la vida.

Por fin llegó el momento del joven corazón de turquesa. Con paso decidido ingresó al cuarto; era mediodía y los rayos cálidos del exterior se filtraban tímidos por las cortinas semitransparentes que cubrían las ventanas abiertas de par en par.

El hombre levantó la vista de los documentos que tenía entre las manos y esbozó una sonrisa que el joven no logró comprender. Turquesa, ¿eh?, comentó el cirujano viéndolo a los ojos. Sí, señor, turquesa, confirmó el joven. Y cuéntame, prosiguió intrigado, ¿por qué quieres mi ayuda? Se ve que te va bien, tu familia, bueno, tu madre, te ama y no te falta nada, preguntó con especial interés.

El joven dejó escapar un suspiro antes de ofrecer una respuesta. Verá, comenzó un tanto inseguro, todo lo que usted menciona es cierto… ¿Pero?, lo interrumpió el hombre haciendo que el muchacho se sobresaltara y sonriera de manera humilde. Pero siempre he sentido que algo me falta y no logro ser feliz; como si estuviera encerrado en una jaula… como si, ¡eso! Como si fuera un ave encerrada. No logro encontrar esa valentía, esa determinación que me lleve a ir más allá de esta barrera… imaginaria, lo reconozco, dijo con tono dubitativo. Aunque para mí es tan real, que aquí sigo sin saber qué hacer para liberarme.

Hijo, ¿has oído hablar de los vencejos?, preguntó sin quitarle la vista de encima. Sí, señor. Son unas pequeñas aves que creo no dejan de volar más que para poner sus huevecillos. Correcto, contestó el cirujano complacido por la respuesta. Cuéntame: cuando piensas en ellos, ¿qué te hacen sentir?

La pregunta lo desconcertó, pues nunca había meditado acerca de esas aves ni la manera en que se sentía acerca de eso. Respiró profundo y cerró los ojos. Imaginó de manera vívida lo que sería navegar el aire por tantos días y entonces, de súbito, se dejó llevar abriendo sus manos como si fueran alas, planeando por la habitación, olvidándose de que sus piernas eran quienes lo llevaban por encima de la cama, sobre el tapete, alrededor de la pequeña alcoba. Después de unos minutos, mareado por dar vueltas en un espacio tan chico, abrió los ojos y sintió que una ola de calor lo inundaba de pies a cabeza.

Vencejo será, dijo sonriendo sin hacer otra pregunta y por completo seguro de la decisión. Te espero el día de mañana en cuanto claree el día. El joven con corazón de turquesa agradeció entusiasmado por la oportunidad y salió corriendo en busca de su madre para darle la gran noticia.

Sin embargo, en la habitación, el ánimo era diferente. ¿Envidia? Tal vez. ¿Cómo es que sus manos lograban realizar semejantes milagros y él, conforme el tiempo pasaba, se sentía cada vez más desdichado? Lo había pensado tantas veces, que estuvo a punto de proceder en más de una ocasión. El riesgo era gigantesco, además de que tendría que removerlo por completo de sí mismo para proceder. ¿Y si ocurría algún contratiempo que le impidiera regresarlo a su cavidad? ¿Y si, por las modificaciones realizadas, no lograra embonar de nuevo? ¿Y si…? ¡No! ¡Basta! Mientras más preguntas se hacía, menos sentido tenían y además… podría perder la vida, que no era poca cosa.

Se sacudió esas ideas que lo cazaban día y noche para concentrarse en el procedimiento que realizaría a la mañana siguiente. «Turquesa. Mineral poco frecuente que presenta una dureza entre cinco y seis», leía en su libro, haciendo anotaciones sobre el corazón que al día siguiente esculpiría. Asimismo, buscó la fotografía de un vencejo y la contempló largo rato. Finalmente, en su cuaderno, anotó a lo largo de varias páginas todo cuanto necesitaba para sentirse preparado. Cuando el cansancio lo venció y estaba satisfecho con los preparativos, se entregó a un sueño profundo entre las sábanas color gris que lo envolvieron.

Dos días posteriores a la operación, el joven se incorporó en su cama tras haber estado dormido. Junto a él, sobre la mesita de noche, había una fotografía de una hermosa ave esculpida, color turquesa, con las alas extendidas y el pico ligeramente abierto; casi se le podía oír cantar mientras planeaba a través del vasto aire repleto de libertad. ¡Mi corazón, mamá! ¡Es un vencejo!, exclamó el joven sintiendo que su interior se renovaba con cada respiro. Me siento tan libre, tan pleno y seguro. Es un ánimo indescriptible. ¡Es un milagro! ¡Jamás había experimentado algo similar! La madre y el hijo celebraron el éxito de la operación y quisieron agradecer en persona al autor de semejante acción. No obstante, al llegar a la posada unos días después, les informaron que el escultor había partido aquella mañana.

Las semanas pasaron veloces; la vida de quienes fueron elegidos en ese pequeño poblado había sido modificada de una forma que jamás se hubieran podido imaginar. Rosa, una joven que solía ser agresiva, ahora era tierna y simpática gracias a su corazón de esmeralda en forma de conejo; Miguel, asustadizo y temeroso, hoy contaba con una gran valentía y ferocidad por el oso esculpido dentro de su pecho de turmalina. Luis, antes desidioso y flojo, hoy ayudaba a la comunidad entera por la forma de hormiga con que ahora tenía su corazón de rubí. Pese a esto, el vencejo de turquesa latía inquieto; necesitaba hablar con el escultor, agradecerle, hacerle saber que no solo había modificado la forma de su corazón, sino que había cambiado su vida. Fiel a su nuevo sentir, decidió partir al día siguiente para encontrarlo.

Luego de varios días de recorrer el amplio bosque que rodeaba su pueblo, el joven se topó con una cueva iluminada en el interior. ¡¿Señor escultor, está ahí?!, clamó y esperó. Repitió la pregunta en dos ocasiones más y decidió aventurarse hacia la garganta de la guarida al no recibir respuesta. Poco a poco, conforme avanzaba, fue encontrando en el piso hojas arrancadas de algún cuaderno que contenían trazos a lápiz de varias formas geométricas y de dibujos de animales, todos con anotaciones incomprensibles junto a ellos.

De pronto, al fondo, vio al hombre parado frente a un espejo de cuerpo completo con un escalpelo en la mano derecha trazando sobre el lado izquierdo de su pecho una línea vertical, gesticulando de manera grotesca por el dolor que de seguro sentía a falta de anestesia. Sin embargo, lo que pareció generar más dolor no fue la incisión, sino lo que extrajo de su cavidad torácica.

¡¡¡Una roca!!!, ¡¿mi corazón es una roca?!, repetía incesante y decepcionado a la vez, sin darse cuenta de que alguien lo observaba en silencio, azorado por la escena. 

Disculpe, señor, masculló el joven, tratando de no asustarlo. ¿Se encuentra bien?, inquirió, aproximándose despacio. ¿Lo puedo ayudar en algo? Pero el escultor estaba abstraído con la roca que sostenía en su mano izquierda. ¿Será posible que por eso sea mi sentir?, reflexionó el hombre con voz suave. Como despertando de un sueño, al fin notó la presencia de alguien junto a él, mas no se sobresaltó. Tú me vas a ayudar, a ver, sostén esto, ordenó el cirujano al joven entregándole la roca, voy por mis herramientas.

Al cabo de varias horas, la roca estaba transformada en un hermoso ciervo cuyas astas majestuosas denotaban una gran fuerza de solo verlo. Vamos niño, ayúdame con cuidado a meterlo a mi pecho, así, bien, que no se atoren los cuernos, iba diciendo mientras ambos acomodaban la roca esculpida. El ciervo representa renovación para algunos, y eso es para mí, musitaba. Estaré renovado cuando… despierte. En cuanto el corazón quedó acomodado dentro del pecho, se desplomó. El joven lo llevó al lecho improvisado junto a una de las paredes de la cueva y lo cuidó el tiempo que estuvo inconsciente.

Un par de días pasaron desde el incidente. El joven había ido a su pueblo por alimento y bebida para ambos. El cirujano abrió despacio los ojos y sonrió al recordar su proeza. Lo hice, al fin lo hice y se siente tan bien, dijo extasiado. Podré continuar con mi labor sin sentir ese vacío que me perseguía a diario. Señor, comenzó a decir el muchacho, ¿será posible que lo acompañe en sus viajes? Mi corazón desea volar a otras tierras y usted hace tanto bien a los demás, que anhelo ser su ayudante, su compañía. El escultor lo pensó un momento y accedió. El chico avisó a su madre su decisión y ambos partieron rumbo a lo desconocido.

Conforme los meses avanzaron el hombre comenzó a sentirse extraño. Se le fijó en la mente la idea que quizás podría hacer unos ajustes a su corazón esculpido en forma de ciervo. Sentía que le faltaba valentía para enfrentar nuevos retos, por lo que ahora con ayuda del joven con corazón de turquesa, removió de nuevo su propio corazón y esculpió la cara del venado para que pareciera un oso. ¡Sí!, no importa que no exista un animal así, lo importante son las características contenidas en la pieza, se convenció reingresando la roca por segunda ocasión a su pecho. Después de dos días despertó emocionado sabiendo que aquella percepción que hinchaba su interior había valido la pena.

Visitaron muchos pueblos y ayudaron a bastantes personas a renovar su vida. Pero el escultor seguía alterando su corazón, tomando ideas que iba recolectando en sus viajes. Poco a poco la roca de su pecho se iba desgastando con las transformaciones que sufría. Quiso darle alas y sacrificó parte del cuerpo para obtenerlas, modificó las patas en garras porque deseaba aferrarse mejor a las oportunidades, extendió la cola en una aleta con la idea de que nadar complementaría su libertad, y así, cambiando otras vidas y la suya propia, el escultor enseñó al joven el oficio y los secretos envueltos en ello.

Una mañana de invierno, el escultor no pudo levantarse de la cama. Se sentía agotado como si no hubiera dormido en toda la noche. Hijo, ven, quizás necesito un ajuste a mi corazón, dijo con un hilo de voz. El muchacho, convertido en un estupendo escultor, removió dentro de la cavidad torácica hasta que logró sacar una piedra del tamaño de una nuez, deforme, triste, distante de aquel ciervo majestuoso que fue alguna vez. Con razón, meditó el viejo con su rostro triste y arrepentido. Nunca estuve conforme y, volteó la mirada hacia su compañero, se me fue la vida intentando cambiar mi esencia destruyendo en el camino a mi pobre corazón.

miércoles, 10 de mayo de 2023

«¡Lo lograremos!»

Cecilia Escobar


El muchacho mostró su documentación. La mochila fue registrada minuciosamente por los guardias de seguridad. Después de pasar los estrictos controles se dirigió aliviado a la sala de espera, introdujo unas monedas en la máquina automática y obtuvo un café caliente y bastante ralo. Sus manos morenas estaban casi congeladas, afuera hacían tres grados bajo cero. Era la mañana del diez de enero de dos mil veintitrés en la ciudad de Berlín. Él había esperado junto a otros casi una hora en la puerta de entrada de la institución pública. Sus almendrados ojos contemplaron con curiosidad a su alrededor. La amplia sala estaba llena, mujeres embarazadas, familias enteras, menores de edad no acompañados. Un pequeño grupo de niños, con la cara embadurnada de chocolate, jugaban en una esquina. Muchos de los que esperaban tenían su primera audiencia aquel día. Se quitó la gruesa chaqueta y el gorro que aún llevaba puesto, después de acomodar su cabello se sentó a esperar tranquilamente su turno. 

¿Quién tiene que lograr qué? Se preguntaba Claudia al llegar ese día a su oficina en el sexto piso del moderno edificio. Su área no tenía contacto directo con los solicitantes de asilo, por lo que era posible organizar de manera flexible los horarios de trabajo. Las dificultades laborales habían empezado a repercutir en su vida privada. Aquel día sintió el ambiente más recargado que de costumbre y tuvo ganas de volver a casa. La serenidad y el genuino interés por los demás había desaparecido en muchos de sus compañeros. Casi todos se habían convertido en personas mentalmente agotadas, era imposible trabajar con eficacia. Cientos de expedientes por revisar, información y documentos por clasificar llegaban vía correo escrito o electrónico. Ella y sus colegas estaban siempre en contacto con los centros de acogida, intérpretes, traductores, la policía federal y extranjería. Demasiadas tareas para muy pocos empleados, eso hacía que los ánimos se alteraran cada vez que alguno se reportaba enfermo. 

En el año dos mil diecisiete, durante la crisis de refugiados en Alemania, Claudia había terminado sus estudios y buscaba empleo bien remunerado. Envió su currículum a la Oficina Federal de Migración y Refugiados, que para entonces necesitaba varios empleados administrativos. El país teutón apuesta desde hace años por la diversidad cultural dentro de sus entidades públicas y ministerios. Después de una exitosa entrevista y un estupendo contrato de trabajo, se embarcó en la aventura que hasta ese momento desconocía: los procedimientos de asilo. 

Alemania se había convertido en el país de la esperanza para quienes huían de la guerra y la miseria en Oriente medio y África. La situación en los campos de refugiados de sus países vecinos se había vuelto insoportable, lo que hizo que miles de ellos avanzaran a pie por la ruta de los Balcanes cruzando las fronteras de Serbia, Hungría y Croacia, países que son considerados la puerta de entrada a la Unión Europea. 

Durante años Alemania bloqueó la distribución de exiliados dentro de la Comunidad Europea y defendía que los solicitantes debían quedarse en el país al que llegaban, como establece el convenio de Dublín. 

El sistema Dublín indica que el primer estado de Europa al que ingresa un refugiado es responsable de la solicitud de asilo y del procedimiento, lo que significa que países del mediterráneo como Grecia, Italia o España cargan con la mayor parte de solicitantes. 

Los medios internacionales dijeron en aquel entonces que el mayor desastre de refugiados, el sirio, estaba teniendo lugar en las fronteras de Europa. En el año dos mil quince, la canciller alemana a través de su conocida frase: «¡Lo lograremos!» había permitido el ingreso de miles por razones humanitarias. Angela Merkel prometió en aquel momento recibir medio millón. Aquello fue mal interpretado, Alemania recibió novecientos mil, eso significaba una tarea hercúlea para la cual sus instituciones no estaban preparadas. Desde entonces varios países como Hungría o Croacia fueron cerrando sus fronteras gradualmente, dificultando con ello el acceso a pie hacía la Unión Europea. 

Claudia saludó a su compañera y cerró la puerta de su oficina para no soportar el mal humor y las caras largas del resto de sus colegas. Se hizo rápidamente un café y cuando se disponía a iniciar sus tareas recibió una llamada telefónica interna. 

—Buenos días señora Guzmán, en sala de espera tenemos un solicitante que viene a traer su nueva dirección. 

—Por favor deme el número de expediente electrónico —respondió. 

Introdujo el número al sistema. El expediente se encontraba en su bandeja de trabajo. Observó rápidamente la información más relevante: 

—Solicitante con paradero desconocido desde hace unas semanas. Su petición ha sido rechazada —murmuró. 

—Exactamente —respondió la voz al teléfono—. ¿Podría usted preparar los documentos y traerlos a la planta uno? 

—Por supuesto —respondió con voz casi apagada. 

—Gracias. Hasta luego. 

Claudia supo de antemano lo que eso significaba, cuando los solicitantes abandonan las casas de acogida, se ausentan y aparecen después de muchas semanas, no están enterados de la evolución de su petición. En este caso, el responsable de la toma de decisiones en la Oficina Federal había elaborado tres días antes el documento con la negativa de asilo. Al observar los diferentes escritos que conformaban el expediente, encontró una carta hecha a mano que incluía una traducción oficial, en ella el joven expresaba su deseo de no ser deportado otra vez a Hungría donde había vivido muchos meses sin la perspectiva de poder quedarse. También estuvo cinco años viajando de un país a otro de la Unión Europea con la esperanza de no ser expulsado a Afganistán. Bajo el régimen talibán me espera una muerte lenta pero segura, decía el último párrafo de la carta. Alemania le denegaba por segunda vez asilo, alegando que Hungría era responsable del procedimiento y de darle protección. 

Sintió un vacío en el estómago, el muchacho solo tenía veintidós años, no quiso ser portadora de tan lamentable mensaje. En su área casi siempre se enviaban por correo respuestas negativas a las peticiones. Era una constante evaluación para determinar y contactar al país responsable, seguidamente enviar a los solicitantes de regreso lo más rápido posible. El criterio establecido por el convenio Dublín, no siempre coincide con las preferencias de los propios solicitantes. 

Imprimió los documentos adjuntando una instrucción sobre cómo podría ser impugnada la decisión mediante un recurso legal, además de ello una traducción en dari, la lengua materna del solicitante. Firmó y estampó el sello con el águila que otorgaba legalidad al documento. Le tranquilizaba saber que en Alemania los solicitantes tienen derecho a asistencia jurídica y lingüística. Hizo una honda respiración mientras se dirigía al primer piso. Entregó los papeles dentro de un sobre al personal responsable, echó una mirada a la sala, para luego dirigirse al sexto piso a continuar con sus tareas. 

Mientras subía en el ascensor le vino a la mente el caso Amri, el tunecino simpatizante del Estado Islámico, que atacó el mercado navideño berlinés tras negársele asilo y que fue abatido a tiros días después por la policía italiana. 

No todos los refugiados son una bomba de tiempo, se dijo a sí misma al revisar los expedientes que quedaban en su bandeja electrónica. Quería concentrarse en sus tareas con todas sus fuerzas para no pensar más en tragedias, ni en el destino de los que lidiaban con una burocracia hostil europea o los que vivían en el limbo en los centros de acogida esperando durante meses una respuesta. 

Lentamente fueron pasando las horas entre sorbos de un segundo café y unas galletas de chocolate, hasta que oyó la voz chillona de su colega y compañera de oficina. 

—Hey, sobrina del chapo —le dijo mientras sonreía—. ¿Me acompañas a fumar? 

—Ya quisiera yo tener un tío narco —respondió Claudia sin dejar de mirar la pantalla de su ordenador—. ¡No tendría que trabajar más! 

Luego de unos segundos la miró a la cara y añadió: 

Sabes que no fumo, ¿por qué querría acompañarte? 

—Porque estás tan «quemada» como yo y necesitas una pausa. Además, los del área de integración también bajan a fumar —le dijo guiñando el ojo. 

—Ese es un buen argumento —respondió riendo—. Vamos, así me compro unas galletas en el automático. 

Mientras tanto en el primer piso y después de una larga espera, el muchacho afgano sostenía en sus manos la respuesta a su petición de asilo, el temido Dublin-Bescheid. Al no entender lo que decía y no habiendo un intérprete disponible, buscó las hojas adjuntas que contenían la traducción en su idioma materno. Con mano temblorosa empezó a leer: 

Señor Haidar: 

Se rechaza la petición por ser inadmisible. No hay prohibiciones de deportación bajo la sección 60 párrafos 5 y 7 cláusula 1 de la Ley de Residencia. Según los hallazgos de la Oficina Federal al comparar las huellas dactilares con la base de datos EURODAC, existen indicios de responsabilidad de otro estado de acuerdo con el Reglamento No. 604/2013 del Parlamento Europeo y del Consejo (Dublin-III). 

El 22 de diciembre de 2022, se envió una solicitud de adquisición a Hungría de conformidad con el Reglamento Dublín III. 

Las autoridades húngaras declararon su responsabilidad para la tramitación de la solicitud de asilo. Se ordena la deportación a Hungría. 

Los papeles se le escaparon de las manos, se sintió derrotado. Dejó caer los hombros, bajó la cabeza y gruesas lágrimas inundaron sus mejillas. En Austria, Suecia y Países Bajos, su petición había sido también denegada. Él sabía que los solicitantes cuya petición hubiera sido denegada, debían abandonar Europa, según las estadísticas, la inmensa mayoría. 

El guardia de seguridad le pidió amablemente que abandonara la sala. Lo ayudó a poner sus cosas en la mochila acompañándolo a la salida. Como un autómata el muchacho salió despacio por la puerta, miró a su alrededor, atrás quedaban los días de euforia cuando junto a otros, llegó a la estación central de Múnich y luego a Berlín. Recordó que en Hungría la policía había tomado sus huellas digitales, si Alemania lo devolvía allí, podría ser deportado a su país de origen. Miró hacía adentro del edificio a través de la puerta de cristal, de pronto tomando un trozo de navaja de afeitar que llevaba escondida en las botas, se cortó sin vacilar las venas de la muñeca, la sangre salió a borbotones. En la entrada y el pasillo se oyeron gritos de pavor de los expectantes. Claudia y su compañera de oficina salían en aquel momento del ascensor y fueron testigos involuntarios de lo que en ese instante sucedía. La alarma especial fue activada por unos segundos en todo el edificio para que el personal designado de primeros auxilios acudiera a la planta baja a socorrer al suicida. Los guardias de seguridad le quitaron la navaja e intentaron tranquilizar a los solicitantes y a los empleados que estaban en el lugar. Diez minutos después una ambulancia y la policía llegaron al lugar. Claudia y su colega salieron a la calle por la puerta de emergencia, en aquel momento deseó ser fumadora y poder distraerse con la sensación placentera que da la nicotina, necesitaba con urgencia algo que calmara sus alterados nervios.

«¡La muerte es más misericordiosa!», había gritado el muchacho mientras se desangraba. El macabro espectáculo quedaría en la memoria de muchos durante varias semanas y la eterna interrogante:  acto premeditado o reacción espontánea y desesperada al ver como se evaporaba su remota posibilidad de quedarse en el país.

jueves, 4 de mayo de 2023

Atenea

Ruth Rosales


Mil quinientos likes en menos de quince minutos. Trescientos forwards y los números siguen aumentando. Estoy pasmada, no sé qué hacer. El cuerpo desnudo de Paulina está por convertirse en tendencia. Creo que voy a vomitar.

Mi mamá siempre decía que había heredado su inteligencia y la impulsividad de un padre del cual no hablaba y cuya existencia descubrí apenas hace dos años. Cuando se conocieron, ambos vivían con una familia de adopción temporal. Fue ella quien ideó el plan para que los dos escaparan y pudieran realizar los sueños que construían a partir de las historias que leían en los libros y revistas que se robaban de las gasolineras. Tenían una debilidad por la lectura y una imaginación desproporcionada a su realidad. Se creían protagonistas de todas las novelas clásicas imitando el lenguaje y actitudes de los personajes ya fueran de la realeza o de la clase burguesa.

Esperaron con paciencia la primavera y recolectaron durante abril y mayo todas las plantas y raíces que encontraban a su paso cuando caminaban hacia la escuela. Al parecer mi madre heredó de mis abuelas desconocidas la sabiduría intuitiva de las plantas y, después de confirmar con su maestra de química y en un sinnúmero de libros que sacó de la biblioteca el efecto somnífero que se producía al combinar la flor de la amapola con la raíz de valeriana, logró preparar una potente tintura con el vodka que mi padre se robó del sótano «prohibido». Una noche en que el calor era sofocante y todos los huérfanos junto con los señores de la casa estaban en el porche mendigando el escaso viento del ocaso, la servicial pareja de adolescentes se ofreció a preparar té helado «para que logremos conciliar el sueño en medio de este calor», habría señalado de forma sarcástica mi madre en su papel de recién iniciada herborista.

Cuando el brebaje hizo efecto en todos los habitantes de la casa, mis padres tomaron sin contratiempos las pocas pertenencias que tenían y escaparon del lugar. Jóvenes como eran, no calcularon la dosis y días después se enteraron por las noticias que tanto los huérfanos como los dueños del lugar habían ido a parar al hospital por intoxicación. «Pareja de casa de adopción temporal es arrestada después de someter a niños a drogas alucinógenas». Aprovechando el don que tenía con el uso de las plantas, mi mamá empezó a realizar jabones, cremas, infusiones y toda clase de menjurjes que vendía en el mercado, mientras mi papá se obsesionaba con encontrar a su familia de sangre y recuperar lo que, según él, le correspondía. Porque resulta que el hermano de mi abuelo hizo unas transas en la empresa familiar y se las arregló para culpar a mis tíos, meterlos a la cárcel, enfermar al viejo y quedarse con todo el emporio.

Después de entrar al corporativo como chofer de mi tío abuelo, mi padre empezó a escalar poco a poco en la organización, siempre entre las sombras, maquinando junto con mi madre el siguiente movimiento para ganarse la confianza del patrón, hasta que lo consiguieron. No les costó trabajo adaptarse a su nueva vida, al contrario, sus dotes histriónicas, que tanto practicaron de adolescentes en la casa de adopción, los ayudaron a transformarse en una pareja fina y enigmática.

Mi mamá se hizo amiguísima de la esposa del tío de mi papá quien la introdujo al círculo selecto de las señoras de los ejecutivos de la empresa. Juntas organizaban tardes de té al estilo inglés, en donde mi madre ponía unas tinturas a base de barbitúricos y ginseng dentro de sus bebidas. Pronto las mujeres se sentían relajadas y confundidas y empezaban a soltar los secretos que sus maridos les decían entrepernados en la intimidad de la cama. Otras veces les leía el tarot en forma de juego y, entre oráculos y supuestas maldiciones, terminó por enterarse de los amantes compartidos en la clandestinidad, de los amores escondidos detrás del clóset y hasta de las distintas formas en que eran golpeadas por sus hombres sin que les dejaran marca alguna en sus cuerpos. Para todas estas vicisitudes también tenía remedios que calmaban el alma atormentada de sus queridas amigas.

Con todos estos «trapitos sucios» en la bolsa, mis padres idearon chantajes dignos de películas de Hollywood y, en una reunión de socios, se ganó el voto unánime para ser el presidente con posibilidad de acceso a las acciones del consorcio. El tío empezó a sentirse amenazado con su presencia, pero mi madre llevaba tiempo drogándolo con polvo de uñas y bulbos de narciso que inyectaba en las botellas de vino que semanalmente enviaba a su oficina, lo cual derivó en graves problemas gastrointestinales generándole un cáncer que acabó con su vida al año siguiente.

Mis papás llegaron a formar parte del círculo más influyente del país. Eran una pareja de ensueño, no les faltaba nada. Le compraron la casa a la viuda del tío y la transformaron en un castillo rodeado de lagos artificiales. Se crearon su propio cuento de hadas sacado de las muchas historias que leyeron cuando jóvenes. Hacían fiestas temáticas casi todos los fines de semana y mi madre mandó hacer un laberinto formado de hermosos arbustos que contenían todas las distintas plantas que tanto amaba. Mi padre le regaló un invernadero donde pasaba horas experimentando con las flores, raíces y diversos hongos, mientras él se dedicaba a hacer más dinero y seguir escalando eslabones sociales y políticos de influencia nacional e internacional. Todo parecía perfecto hasta que mi mamá sintió la cosquilla de la maternidad revolotear en su vientre.

Empezó comprando toda clase de artículos para bebés. Después se obsesionó con el conteo hormonal y cuidaba su alimentación al extremo. Hacía yoga prenatal, seguía un riguroso calendario lunar para seducir a mi padre y quedar embarazada, pero él estaba tan enfocado en hacer más dinero, asistir a inauguraciones de exposiciones de arte, estrenos de obras de teatro, conciertos de música de todo tipo, eventos deportivos y ser encantador con las mujeres, que en lo último que pensaba era en convertirse en un hombre de familia.

Se supone que mi madre aquí era la experta en hierbas, astros y demás prácticas esotéricas, pero mi papá se encomendó a un santo más poderoso que le susurraba al oído que se saliera del cuerpo de mi madre cuando iba a eyacular, dejándola ahogada en el deseo frustrado de traer un hijo al mundo. Esto la puso muy triste y cayó en una depresión profunda. Se encerraba horas enteras en el cuarto del bebé para entonar canciones de cuna, referirle cuentos y jugar con él. Dejó de acompañar a mi padre a los eventos sociales, ya no recibía a sus amigas para hacerles lecturas de tarot, su pelo se le puso blanco y adelgazó hasta quedar casi en los huesos. Sus plantas dejaron de dar frutos y el laberinto de arbustos se secó por completo. Por más que pasaban doctores, psiquiatras, chamanes y toda clase de sanadoras holísticas por la casa, no mejoraba. Siempre estaba ausente, como si viviera en otra dimensión.

Años después, cuando me enteré de lo que había vivido en esa época, me sentí atraída por ese túnel onírico en el que había caído, pero el sueño que la terminó despertando, se sintió como un balde de agua fría para mí. No hay en el mundo peor traición que la del ser amado y sucedió un día en que soñó que nadaba en un río. Había muchos peces pequeños pasando entre sus brazos y piernas, mientras el agua templada acariciaba su piel. El cielo estaba despejado y los rayos del sol iluminaban su cabellera plateada. Un águila volaba entre las nubes dando vueltas con tranquilidad, cuando de repente una ola gigante levantó su cuerpo y lo incrustó en las garras del ave mientras miles de peces se introducían en su vagina. Sintió el peso del animal en su pecho y la potencia del líquido acuoso viajando en su interior. No podía respirar, se estaba asfixiando. Despertó y vio a su violador encima. Olía a coñac, tenía sus ojos torcidos y el cuerpo de mi padre temblaba ahogado en un éxtasis que lo vació dentro de ella por completo.

Mi madre nunca le perdonó que la hubiera poseído sin su consentimiento y le dejó de hablar. Él, cansado de ella, la encerró en una «casa de descanso» y se entregó libremente a los placeres de la vida. Cambiaba de mujer como de corbata y nunca volvió a visitarla. Tenía programados los pagos y no se molestó por contestar las llamadas procedentes de ese lugar, así que nunca se enteró de que su querida esposa quedó embarazada de mí.

Como las aportaciones de mi padre eran tan generosas y dejó instrucciones de que cualquier cosa que necesitara su mujer le fuera concedida (obviamente con su respectivo «cargo adicional por gastos extraordinarios»), el prestigiado recinto consintió que yo creciera entre los frondosos jardines y lagos que rodeaban el lugar. Tenía clases particulares de música, historia, idiomas, matemáticas, filosofía, pero las que más disfrutaba eran las que me daba mi mamá. Me enseñó el secreto de las plantas y los misterios de la tierra, al tiempo en que me entrenaba en el manejo de los números y las finanzas. Ella siempre me repetía que tenía que estar lista para recuperar lo que era mío. Aunque nunca me aclaró a qué se refería con eso.

Cuando cumplí dieciséis años, empecé a interesarme por las labores de las secretarias. Un día la encargada de las compras se enfermó y me pidieron que acompañara a una de las administradoras del lugar para ayudarle con el surtido de la semana. Por primera vez traspasé la gran extensión de terreno para encontrarme con una mancha gris que sostenía grandes bloques de acero y vidrio que me hicieron sentir pequeñita. Del concreto que cubría la tierra, se escapaban los olores de toda la humanidad concentrada. Yo iba del brazo de la señora sin dejar de apretarlo. «Muchacha me vas a destruir los músculos» me decía con una gran sonrisa. De todas las mujeres que me criaron durante mi niñez, ella era la más cariñosa. Me explicó con paciencia qué era todo lo que estaba viendo y desde el primer día me advirtió sobre los peligros que podría correr en la gran ciudad.

Estas excursiones se convirtieron en mi más grande ilusión. Durante la semana me levantaba más temprano para estudiar y hacer mis deberes, para después pasar la tarde en las oficinas interrogando a todas las señoras sobre su vida en ese espacio de asfalto. Me contrariaba pensar que nunca se me había ocurrido que había un mundo más allá de esa casa en medio del campo. Pasaba las noches imaginando que era una de esas muchachas alegres que veía caminar por las calles. Parecían tan seguras, fuertes y libres, mientras que yo seguía viviendo en mi pequeño entorno de ensueño que ahora se asemejaba más a una prisión.

Un día en que estaba ayudando a catalogar viejos archiveros, me topé con la historia clínica de mi mamá. No tenía nada, sólo había un sello en la parte de arriba que decía «patrocinio». Le pregunté a la administradora sobre su significado y se puso muy nerviosa, no supo que decir. Cuando quise regresar al archivo para indagar más sobre esa nota, todos los folders antiguos habían desaparecido. Esperé a que se hiciera de noche para colarme en la oficina principal y buscar en su computadora algo que me dijera lo que estaban ocultando, pero justo después de la cena, mi madre tuvo un ataque de nervios y empezó a destruir el comedor. Era como si el demonio la hubiera poseído. A partir de ese día, era difícil controlarla, vivía en una paranoia constante y había ocasiones en que le costaba reconocerme. Para calmarla, le empezaron a inyectar sedantes que la mantenían atontada y adormilada casi todo el tiempo.

Yo me sentía muy sola sin ella. Antes del incidente, nunca me había puesto a pensar el por qué vivíamos ahí. ¿Qué era lo que había hecho mi madre para estar encerrada en ese lugar? ¿Quién era mi padre? ¿Tenía otra familia que no fueran las enfermeras y administradoras? ¿Por qué su folder estaba en blanco y sólo tenía la palabra «patrocinio»?

La noche en que mi mamá murió, soñé que ella estaba sentada debajo de uno de nuestros árboles favoritos viéndome jugar. Yo tendría unos diez u once años y lanzaba burbujas de jabón con un aro gigante. Ella sonreía mientras hacía un hueco en la tierra y ponía un libro dentro de él. Después me veía, y ¡juro que sentí todo su amor tocando cada célula de mi cuerpo! Me despertaron los toquidos en mi puerta para anunciarme su suicidio, pero yo en lugar de ir a su habitación, corrí hacia el árbol de mi sueño, escarbé y saqué varios cuadernos enterrados que contenían sus pensamientos y secretos más profundos. Uno de ellos estaba en blanco con excepción de la última página que tenía la fotografía de un hombre y escrito en una delicada caligrafía: «Tu padre».

Construyeron una capilla hermosa para enterrarla, y por primera vez me pregunté quién pagaba tantas comodidades. Ahora que conocía la ciudad, me daba cuenta de las diferencias entre el mundo limpio y lleno de lujos en el que vivía, contrario a las casas de la ciudad que iban desde pequeños cuartos unos encima de otros hasta casitas diminutas sin espacio para el jardín. Ahora todo se veía diferente. Sentía que me ahogaba dentro de una burbuja ilusoria que se asemejaba a los Campos Elíseos. Pasé noches enteras releyendo los diarios de una mujer que nunca conocí. Esa figura suave, sonriente y tranquila no era la misma que se proyectaba entre verbos y adjetivos que creaban un personaje ciego de amor por un hombre inexistente para mí. La historia de mis padres se me antojaba lejana. No podía creer que era hija de unos cazafortunas.

El día de mi cumpleaños me desperté con la certeza de no volver a dormir en mi cama. Sin pensarlo dos veces (porque después me arrepentiría) me introduje en la oficina de la administradora y busqué en su computadora algo que pudiera indicarme el paradero de mi padre. No fue difícil encontrarlo, bastó con poner el nombre de mi madre y múltiples archivos aparecieron en la pantalla, casi todos eran fichas de depósito con altas cantidades de dinero provenientes de una empresa muy famosa del país. Hasta yo que vivía en un capullo sabía del poder que tenía ese grupo empresarial. Escribí la dirección que mostraba el documento en un papel y lo puse en mi pantalón. Tomé unos billetes que estaban en el cajón del escritorio, y salí decidida a conocer al hombre que encerró a mi madre y la dejó podrirse en el olvido.

Al contrario de mis padres yo no planeé el encuentro con el hombre que nos traicionó y abandonó. Me planté afuera de las oficinas donde se supone él trabajaba con la firme convicción de hacer guardia los días que fueran necesarios hasta encontrármelo, pero unos miembros del personal de seguridad del edificio me pidieron con amabilidad que me retirara de la entrada después de haber estado inmóvil durante tres horas observando a cada persona que entraba o salía del lugar. Con los billetes que tomé del escritorio de la administradora, entré en un café que estaba enfrente para pedir algo de comer, y entonces vi por primera vez su sonrisa. Paulina se carcajeaba de un comentario hecho por un cliente, mientras me decía con una voz profunda y pausada «¡Hola, cariño! ¿Qué vas a tomar hoy?».

Terminé trabajando en la cafetería. Paulina resultó ser la dueña y me tomó como su protegida en cuanto supo que mi madre acababa de morir y que no tenía donde vivir. Me empleó como cajera y me permitió dormir en la trastienda mientras conseguía otro lugar más decente. De esta manera podría vigilar día y noche la entrada del edificio. Por supuesto había muchas veces en que el trabajo no me permitía poner mucha atención, pero aun así estaba cerca y sabía que tarde o temprano se me presentaría la oportunidad. Mientras tanto, me adapté con rapidez a la dinámica del negocio y para mi sorpresa me descubrí disfrutando cada vez más lo que hacía.

Empecé haciendo experimentos con las tisanas de hierbas y los diferentes granos de café. Todos los conocimientos que mi madre me había transmitido los apliqué en cada una de mis creaciones. Paulina era la primera en probar las bebidas y daba su visto bueno o comentarios de mejora para después ser incluidas en el menú. Entre las dos diseñábamos las estrategias de venta y promociones dependiendo la época del año. Nos quedábamos hasta la madrugada conversando de los nuevos productos o lanzamientos aplicando sus conocimientos sobre marketing digital. Tenía casi quinientos mil seguidores en redes sociales. Era toda una influencer y amaba subir historias de todo lo que hacía en su día. La gente le tenía aprecio y siempre elogiaban su buen gusto. Gozaba de una fama de niña intachable y para ella eso era lo más importante. Cuidaba cada detalle de lo que publicaba mostrando lo perfecta y buena ciudadana que era. Y, aunque éramos muy dedicadas en el trabajo, nunca faltaba tiempo para reírnos de cualquier payasada que se nos ocurriera y siempre demostrábamos nuestro cariño a través de fotos y publicaciones online. Era mi amiga, mi hermana, mi confidente, pero nunca fue lo suficientemente cercana como para hablarle de mi padre.

Había pasado casi un año y faltaba una semana para mi cumpleaños. Paulina llevaba un mes planeando una serie de actividades sorpresa para mí y decoró la cafetería con plantas. Decía que quería que me sintiera en el lugar en donde había crecido. El olor que desprendían las flores se mezclaba con el aroma cítrico de su perfume y me hizo recordar a mi madre, así que decidí que era momento de visitarla. Dejé una nota sobre mi cama y salí del café en la madrugada. En el edificio de enfrente había una camioneta negra con las luces encendidas. Empecé a cruzar la calle en automático. Llevaba meses sin preocuparme por los movimientos de aquel lugar y ahora estaba ahí, hipnotizada por el momento, viendo cómo una silueta se subía al vehículo que arrancó sin aviso para estrellarse justo en mi cuerpo. Cuando desperté, vi su cara ensangrentada tocando mi rostro. Era como verme en un espejo. Había heredado los ojos de mi padre.

Nos llevaron al hospital. Él, con una herida profunda que se hizo en la cabeza al estrellarse en la ventana cuando el coche me pegó, y yo con golpes en todo el cuerpo y varios órganos internos dañados. Mis riñones fueron los más afectados y uno de ellos dejó de funcionar mientras que al otro no le daban muchas esperanzas de componerse. Le dijeron a mi padre que lo único que podría salvarme sería un trasplante, pero que la lista de espera era muy larga. Tal vez lo hizo por miedo a que lo metieran a la cárcel o quizá fue porque escuchó el llamado de la sangre, la cuestión fue que le dijo al doctor que le hiciera las pruebas para ver si uno de los suyos podría servir. La compatibilidad resultó ser del 98.99 por ciento y, sin pensarlo mucho, programó la cirugía.

Como yo era menor de edad, mi papá utilizó sus influencias e hizo que apareciera en los registros del hospital como mi padre adoptivo. Pasé dos semanas en recuperación y cuando me dieron de alta, me llevó a su casa e inició los trámites para que legalmente fuera su hija. Ni se molestó en preguntarme, lo hizo sin mi consentimiento y en menos de lo que canta un gallo ya tenía acta de nacimiento oficial y todo. Tiempo después me confesó que cuando me vio tirada en la calle toda golpeada, la silueta de una mujer le susurró al oído «cuídala». Cuando me lo dijo sus ojos estaban húmedos y yo casi estuve segura de que se refería a mi madre. Sea lo que sea, me gusta creer que ella nunca dejó de cuidarme y logró que nosotros nos encontráramos. Sí, sé que suena a telenovela barata, pero es bonito pensar que así fue.

Paulina estaba muy preocupada por mí. Puso letreros de «Se busca» por toda la ciudad. Hizo viral un flyer con una foto mía en redes sociales, solicitando ayuda para localizarme. Todos sus seguidores se movieron para que su petición llegara hasta el último rincón del mundo. Así fue como mi padre la contactó y la trajo a casa. Cuando entró a mi cuarto, lo primero que me dijo fue: «¡Qué guapo está tu nuevo papá!». Entonces sentí esta sensación caliente que justo en estos momentos recorre mi cuerpo. Es una mezcla de adrenalina, enojo y miedo. La volteé a ver con rabia y tristeza al mismo tiempo y le escupí. Disfracé mi reacción pidiendo perdón por los efectos secundarios de las medicinas. Ella soltó una carcajada y me dijo que no pidiera disculpas, que, al contrario, estaba feliz de verme enterita e instalada en un lugar tan lindo como era la residencia del «señor guapo».

Los siguientes días fueron una montaña rusa de emociones. Mi padre se portaba muy lindo conmigo. Me llevaba a todos los eventos sociales y me presentaba con orgullo como su hija. Cuando le preguntaban por la madre él respondía que yo había llegado al mundo a través de una herida que se hizo en su cabeza. El lugar entero soltaba la carcajada y celebraba su ocurrente comentario. Después remataba diciendo que compartíamos riñones y la audiencia aplaudía su buen corazón y se llenaba de elogios.  Mi papá es así. El alma de las fiestas. Su encanto es una mezcla de sonrisas cautivadoras, olores frescos y movimientos elegantes. Aunque esté tomando alcohol, nunca pierde la compostura. Siempre tiene el comentario justo en los momentos correctos e impresiona la cantidad de información que su cerebro maneja, ya que puede hablar desde temas culturales e históricos hasta los últimos avances científicos y tecnológicos. Se podría decir que es todo un lord, alguien que todos admiran y respetan, pero tiene un defecto, uno muy grande que ha sabido ocultar y manejar en la clandestinidad a la perfección: su debilidad por las jóvenes.

Paulina cayó cautivada por la maldición de mi padre. Empezó a comportarse de forma extraña conmigo, ahora todo era competencia. Si yo me vestía de una manera, ella buscaba algo mejor o similar. Cuando me veía leyendo algún libro, se apresuraba a comprar todas las publicaciones de ese autor y buscaba entablar conversaciones intelectuales con mi padre. Quería estar presente cuando se organizaban reuniones en la casa y trataba de ser incluida en los viajes o evento sociales a los que éramos invitados. Siempre jugaba la carta de «la mejor amiga de “la nueva hija”», y de repente tenía desplantes sobreprotectores o castrantes de madre hacia mí. Nunca sentí que él le hiciera caso o la viera diferente, incluso me parecía divertido observar cómo ella se convertía en un perrito chihuahua moviéndose a su alrededor cuando sólo tenía ojos y oídos para mí. Pensé que me tenía envidia y que deseaba intercambiar lugares. ¡Qué ilusa fui! ¡Ella no buscaba mi puesto!

Cuando mi mamá cumplió dos años de muerta, fui a visitar su capilla. Las mujeres del lugar se alegraron mucho al verme y se sorprendieron por mi elegancia, aunque después comentaron que era igual de sofisticada como mi mamá. No les dije nada sobre mi vida, me limité a sonreír y preguntar por los cambios y las viejas internas. Cuando llegué a su tumba admiré su limpieza y adornos florales. Le pregunté a la administradora sobre su mantenimiento y me contestó que el viento la conservaba libre de hojas y las rosas se hacían camino por sí solas, lo que facilitaba el trabajo del jardinero. Entonces escuché la voz de mi madre entonar mi nombre entre los silbidos melodiosos del atardecer. Pude reconocer la fragancia floral de su cuerpo y se me hizo insoportable estar un minuto más ahí. Me fui lo más rápido que pude.

Algo en mi pecho me empezó a molestar. Tenía un presentimiento y sentía que me ahogaba. Había dicho en casa que pasaría el fin de semana fuera, tenía la intención de quedarme allá un par de días, pero me fue imposible. En cuanto crucé la puerta de entrada de mi ahora hogar, olí ese perfume cítrico de la cafetería que fue mi refugio por un año y volví a sentir la invasión de este calor interno incontrolable. Mis manos empezaron a sudar y mi corazón latió como un tambor africano. Subí las escaleras despacio, no quería ver lo que mi mente ya había visto. Vi la luz de la habitación de mi padre encendida. Caminé sin hacer ruido, la puerta estaba entrecerrada y me asomé con delicadeza. Ahí estaba ella, cual ninfa griega moviendo sus caderas encima de mi padre. Mi Paulina, mi hermana, mi mejor amiga. Saqué el celular y empecé a tomar fotos. Tomé miles, como poseída, todas enfocándola a ella. Le hice zoom al perfil de sus pezones, a la redondez de sus nalgas, a la media silueta de su cintura, toda su desnudez del lado derecho quedó registrada en la memoria de mi teléfono.

Me vine a mi habitación ardiendo por dentro. Abrí mis redes sociales y subí el perfil desnudo de Paulina etiquetándola a ella, a la cafetería y a las empresas de mi padre. Ahora estoy aquí, viendo como suben los números de views y me arrepiento por lo que hice. Acabo de borrar la fotografía, pero ya ha sido compartida por trescientas cuentas. Fue impulsivo, no lo pensé. Oigo sonar el celular de Paulina, escucho cómo sus gritos se transforman en llanto. La voz de mi padre se me antoja, ¿nerviosa? No lo sé. Las luces del pasillo se encienden. Yo sigo estando a oscuras. Los pasos se acercan a mi habitación y su voz dulce me llama. La puerta se abre y entre sollozos me pregunta: «¿Qué hiciste?». Él detrás de ella me mira avergonzado. De mi boca salen palabras que no son mías. «Nací en una casa de descanso ubicada al sur de la ciudad, ¿la ubicas? Hace dieciocho años, ¿puedes hacer cuentas? ¿Para esto abandonaste a mi madre? ¿Para acostarte con jovencitas?». Su cara ahora pasa de la vergüenza a la incredulidad. Paulina está mirando los comentarios de sus redes sociales y solloza con múltiples suspiros como una niña pequeña. La veo acercarse a la ventana. La abre. Mi papá me está viendo y sus ojos empiezan a entender, sonidos guturales que salen de su boca terminan en un: «¿Hija?». Ella se trepa a la ventana, voltea a observarnos y, exhalando un último aliento, se deja caer.