martes, 25 de abril de 2017

Genes y genes

 Horacio Vargas Murga


César se detuvo frente a la puerta del salón de clase, tenía el cabello a medio peinar, los párpados maltratados y la respiración acelerada. Miró su reloj con desagrado. Ocho y treinta de la mañana. «¡Maldición, hace rato debe haber empezado!».

Observó a través del visor de la puerta aquel panorama silencioso del aula, lugar que albergaba cien carpetas individuales de madera y que llamaba la atención por el enchape en cedro de sus paredes y cielo raso. La pizarra estaba casi llena de gráficos que apenas podía distinguir. Los alumnos seguían la clase con gran atención. Aprovechó que la profesora volteaba para escribir en la pizarra y entró sin hacer ruido, sentándose en la última fila de carpetas.

Se te pegaron las sábanas le dijo una voz ronca que venía de su costado.

Cállate, no jodas.

Sacó con gran apuro su cuaderno y lapicero. Intentó escribir, pero por más que quiso no pudo. La profesora, una mujer alta, delgada, con unos lentes de grandes lunas hablaba a gran velocidad. Todos los demás alumnos escribían sin descanso. César no completaba ninguna frase, dejaba espacios en blanco y párrafos en puntos suspensivos. Se sentía abrumado ante aquella batería imparable de palabras, además aún tenía sueño. El rubor en su tez blanca era notorio. Los dedos de las manos los percibía cada vez más duros.

«Cómo me gustas, Sandra, adoro tus ojos divinos, tu cabello sedoso, la delicia de tu perfume, la suavidad de tu piel. Si pudiera estar más tiempo contigo, recorrer tu cuerpo entero con mis manos, con mi boca, sentarte sobre mis piernas y apretar con fuerza tu cintura». Cada individuo normal tiene 46 cromosomas, 22 pares son autosomas y los otros dos sexocromosomas o cromosomas sexuales. Las mujeres poseen dos cromosomas X y los hombres un cromosoma X y un cromosoma Y. «¡Qué sensual eres! Me fascina verte en minifalda, apreciar tus piernas esculturales, rozar tus senos turgentes, imaginar tus pezones entre mis labios. Sandra, Sandra, Sandra». Los padecimientos autosómicos recesivos tienen manifestación clínica aparente solo en estado de homocigosidad, es decir, cuando son genes mutantes ambos alelos en un locus genético particular. «Cómo quisiera besar tu cuello, perder mis ojos en tu cabellera, deslizar lentamente mi rostro en tu espalda, morder con suavidad tus nalgas». Las enfermedades genéticas en general se incluyen en tres categorías: padecimientos cromosómicos, «¡despierta, idiota, la profesora se puede dar cuenta!» padecimientos hereditarios mendelianos y…«¡cómo me excitas, Sandra!» padecimientos multifactoriales.

César intentó escribir otra vez. «¡Maldita sea, cuándo terminará de hablar!». Veremos ahora algo acerca de la transmisión de enfermedades hereditarias, para ello utilizaremos los árboles genealógicos. «¡Qué árboles ni que vaina!». Hay enfermedades que están ligadas al sexo, como el caso de la hemofilia. «Sandra, algún día te haré mía, tocaré con suavidad tu vulva, tu clítoris». Relacionada al cromosoma X, las mujeres generalmente son solo portadoras y el hombre es el que padece la enfermedad. «¿A qué hora se callará? No soporto más, quiero irme, no debí haber venido». Si dos parientes cercanos contraen matrimonio y ambos padecen un gen recesivo en el mismo cromosoma, sus hijos tienen un cuarto de posibilidad de nacer con la enfermedad. «¿Qué? ¿Cómo?». Esto explica por qué tener hijos entre hermanos o primos hermanos puede traer como producto una descendencia con anomalías congénitas”. «Con razón dicen que los hijos provenientes de hermanos nacen tarados».

La clase terminó. César no se mueve de su carpeta, los árboles genealógicos invaden sus pensamientos, todo es una confusión de cromosomas y enfermedades hereditarias. Un ruido lo distrae, gira la mirada, una carpeta ha caído al suelo, alguien la recoge. «Sandra, cómo odio esta situación, me resulta insoportable estudiar todo el día en la universidad y esperar recién el fin de semana para verte. Aunque, de vez en cuando suceden cosas curiosas. Algún día te explicaré lo de los cromosomas dominantes y recesivos».

¡César, César, las notas! gritan múltiples voces.

César sale corriendo, cruza el pasadizo de losetas, desciende las gradas y abandona el pabellón de aulas, avanza desesperado por el corredor de cemento frente al amplio jardín, dobla a la izquierda, luego a la derecha, sube de prisa las escaleras del pabellón antiguo hasta el tercer piso, gira a la derecha, corre, llega, empuja, se mete entre el tumulto de gente, mira a la vitrina, se retira cabizbajo.

¿Qué pasa, compadre? ¿Y esa cara? le pregunta uno de sus amigos.

Me jalaron, tengo nueve en el examen de Bioquímica, es la nota más baja de la clase.

Tranquilo, flaco, aún quedan cuatro exámenes para que te recuperes.

César camina decepcionado, todos lo miran con lástima. «No, yo no soy bruto, entiendo el curso, pero en esta universidad hay que copiar hasta el más mínimo detalle, porque en el examen te pueden preguntar cualquier cosa. En fin, me olvidaré de la universidad por ahora. Buscaré a Sandra. Quiero hacer el amor hasta el cansancio, no aguanto más, este deseo no me deja tranquilo. Si no aprobé el examen, al menos perderé la castidad».

Aquella tarde la viste por primera vez en la puerta del cine club, estaba espléndida, radiante. Te enloquecieron sus ojos negros y su silueta adorable. Tenía una blusa roja pegada al cuerpo y una minifalda muy corta. Tu mirada era un péndulo que la recorría de la cabeza a los pies. Te acercaste a ella con disimulo portando una sonrisa artificial. Fingiste que la conocías de alguna parte, luego pediste disculpas por la equivocación. Aprovechaste para conversar sobre cine y la acompañaste hasta el paradero del microbús. Ese día supiste su nombre y su teléfono. Quedaron en verse otra vez. En las semanas siguientes frecuentaron cines y discotecas. La fuiste conociendo más, desmadejando uno a uno sus gustos e inclinaciones y te la ibas ganando con halagos y bromas. En cada conversación, lanzabas una mirada fija. Ella sonreía y esquivaba algo avergonzada. Una noche, cuando estaban solos en el parque, la besaste, así de repente. Ella se sonrojó y bajo la cabeza. La volviste a besar y ambos entregaron sus labios, con unas ganas locas, con un ímpetu feroz.

En adelante, se citaron los fines de semana, en el mismo parque y se besaban horas y horas, sin importarles el tiempo que transcurría. No hablaban mucho, disfrutaban completamente del instante. Mentiste al decir que eras un joven empresario, accionista de una disquera. Ocultaste que eras un estudiante de Medicina. Claro, tus amigas siempre mencionaban que los estudiantes de Medicina eran poco interesantes y aburridos, inexpertos para enamorar. Piensas que no te conviene aferrarte a una mujer, más tarde puedes conocer a otra mejor. Con este juego es más fácil deshacerte de ella. Aunque, quién sabe, quizás termines enamorándote de ella, se casen y tengan hijos hermosos y saludables.

Pásame el bisturí y sujeta el brazo del cadáver. ¡Maldición, cómo me fastidian los ojos, aquí hay mucho formol! Permiso, tengo que lavar estas tijeras. Qué fastidio, ya me estoy aburriendo. No te lleves todo el detergente. Diseca bien, no vayas a romper la arteria. ¡No, otra vez se me rompieron los guantes! No seas asqueroso, cómo se te ocurre comer en el anfiteatro. Ya se fue el profesor, deja la pinza y sígueme contando. César, recién son las cuatro, tenemos práctica hasta las seis, si el profesor te ve, César, ¿a dónde vas?, ¿qué te sucede? César, ¡Césaaaaaaaar!

César salió del Anfiteatro de Anatomía, aquel ambiente amplio de paredes con mayólicas blancas, donde en grupos de seis alumnos por mesa, disecaban un cadáver, guiados por un profesor de práctica. Guardó su mandil y se fue directo a casa. Llamó por teléfono a Sandra para invitarla al cine. Una hora después ambos estaban ubicados en un rincón de la platea. Terminada la película se sentaron en una banca de un parque, en un lugar algo oscuro, donde apenas llegaba la luz de un farol. Había poca gente y se sentía algo de frío. El silencio comenzaba a hacerse cada vez más notorio. César la fue observando con ojos lascivos. El escote rojo bien ceñido y las piernas provocativas abrieron su apetito. Ni bien se acomodaron, se abalanzó a besarla con gran ímpetu. Ella lo tomó del cuello, mientras él la tenía de la cintura. Poco a poco la fue acercando más, acelerando el ritmo de sus besos. Sintió sus senos como dos burbujas gigantes, vibrando sin término. La respiración jadeante y ruidosa, el perfume excitante y profundo, alimentaba el instinto incontenible. La mano de César fue descendiendo lentamente y se posó sobre el suave muslo, tibio y frágil, luego ingresó hecha una araña por debajo de la minifalda.

Basta, ¿qué tienes?, ¿qué quieres conmigo?

No aguanto más, Sandra, quiero que me des la prueba del amor.

No quiero volver a verte, César, eres un degenerado.

Pero, Sandra, espera, Sandra, no te vayas, Sandra.

César llamó todos los días por teléfono a Sandra pero no le contestaba. Él insistía cada cinco minutos, pero ella no daba su mano a torcer. Así permaneció la situación durante una semana, hasta que por fin accedió a contestar el teléfono.

Hola, linda, te extrañé mucho, necesito verte.

Mira, César, lo he pensado mejor. Voy a regresar contigo, pero no estoy de acuerdo con lo que me pides.

Pero, Sandra...

No, César, no me acostumbro a la idea, quizás después, por ahora no.

Sandra, no tienes por qué hacerte tantos problemas, mira...

Por favor, no insistas más, dejémoslo así.

Está bien, preciosa, como tú digas, no insistiré.

El cariotipo de un individuo, es decir, el número y la estructura de los cromosomas, se puede investigar en tejidos corporales fácilmente accesibles como linfocitos de sangre periférica o piel. «Sandra, ¿por qué eres tan obstinada?, en el fondo sé que tú también lo deseas, lo siento cada vez que me besas y me abrazas con fuerza, cada vez que tu cuerpo se agita en una caricia». Los avances recientes han permitido identificar en forma precisa cada cromosoma individual con tinciones especiales de las secuencias de DNA. «Tienes que vencer tus falsos miedos y entregarte. Verás que todo resulta estupendo, no olvidarás jamás ese instante, no existe experiencia más agradable en este mundo».

Volvieron a salir juntos, César prefirió no tocar el tema por un tiempo, fue adquiriendo más confianza con ella. Además de ir al cine, asistieron a obras de teatro y exposiciones de pintura. A César le aburrían estas cosas, pero hacía mil esfuerzos por disimular, ya que a Sandra le encantaban. Ella siempre hablaba de sus aspiraciones de convertirse en una gran traductora y viajar por diferentes ciudades del mundo. «Tiene acento extranjero, no sé si lo hace por fingir o es natural».

Cuando Sandra preguntaba acerca de la supuesta disquera, César cambiaba astutamente la conversación. Para salir juntos, siempre se citaban, jamás César la recogía de su casa, ni la devolvía. Ella quería sentirse más segura con la relación sentimental, antes de presentárselo a su familia.

«La universidad, la gente, Sandra y yo. ¿Por qué el mundo tiene que ser tan complicado? A veces estamos muy contentos y de pronto sucede alguna cosa y nos derrumbamos. Fluctuamos constantemente de emoción en emoción. Tristes, alegres, amargos, nostálgicos, qué sé yo. Cada minuto podemos ser distintos. Un día determinado uno puede sentirse el hombre más afortunado y talentoso de la tierra y a las pocas horas sentirse mucho menos que un muladar. Nunca sabremos qué nos deparará el futuro, si nuestro camino será llano o con obstáculos, si a la vuelta de la esquina nos espera un accidente o quizás la muerte. Me da escalofríos cuando pienso en la muerte».

“La noche es joven y hay que disfrutarla” dijo César mientras se vestía.

Había invitado a Sandra a la discoteca. Para esta ocasión se puso su mejor camisa, aquella que le obsequió su tía recién llegada de New York. Se peinó tres veces, retocándose el cabello con gel. Salió de la casa, con las “ansias de un toro”, embriagado con el aroma de su colonia Miura. Subió al Toyota rojo que le prestó su padrino, después de innumerables súplicas y partió sin demora. Recogió a Sandra en el lugar de siempre. Ella está provocativa. La minifalda más alta que nunca, una blusa ajustada al cuerpo, moldeando una silueta tentadora, párpados brillantes por las sombras, labios rojos intensos y la piel blanca, frágil, digna de ser acariciada. Llegan a la discoteca. Un hombre alto, de saco negro, les da la bienvenida. Hay muchas personas y la música está a todo volumen. Caminan abriéndose paso entre la gente, las luces de colores los envuelve en medio de la pista de baile. Todo es una efervescencia musical. Las parejas se mueven sin descanso, una electricidad interior se apodera de sus cuerpos. Sonríen y deciden bailar a todo furor. Sandra es toda una maestra. Sus movimientos de sirena son encantadores, tiene el ritmo en las venas. César no se queda atrás, tiene una elasticidad increíble. Una hora seguida sin detenerse. Agotados deciden descansar un momento. Ella está sedienta, no aguanta más, quiere de inmediato alguna bebida. César pide dos Martinis a vaso lleno. Sandra bebe de un solo golpe. Empieza a sentirse un poco mareada y se queja, César sonríe y le dice que se le pasará cuando baile. Sandra se siente confundida y un calor extraño le invade todo el cuerpo.

Llegada la medianoche, ambos salen del local. A Sandra le duele la cabeza. César la ayuda a subir al carro. Prende el motor y arranca a toda velocidad. Corta por una avenida, sale al malecón y se dirige rumbo a la playa. Sandra se asusta y protesta. Frente a la playa, César estaciona el carro. El lugar es algo oscuro, hay otros carros estacionados a unos pocos metros. Su mano derecha aprieta una de los muslos de Sandra.

¡No, César, por favor, no!

Ahora o nunca cariño.

No, César, lo haremos otro día, ahora no estoy preparada.

Él se precipita encima de ella, mientras la besa, le desabotona la blusa. Sandra muestra mediana resistencia. Sigue arremetiendo desesperado, liberándola del sostén, succionado con ímpetu sus pezones, apretando cada vez con más fuerza sus frágiles muslos. «No, César, no. Te deseo tanto, Sandra, no lo hagas difícil. Basta, ya no, por favor. Quiero hacerte mía. Por lo que más quieras... No resisto más, quiero poseerte. ¡No, César! ¡Dios mío! ¡Por favor, no, noooo!».  Hasta que la siente llorar y toda la furia carnal se le viene abajo.

No, César, no entiendes que no estoy preparada.

Además de los medicamentos, otros factores ambientales pueden agravar expresiones genéticas específicas. «¿Por qué me tendrán que ocurrir estas cosas a mí? Justo cuando todo estaba listo. ¿Por qué me fallaste Sandra? No entiendo por qué tanto temor. Pero tú me prometiste que lo haríamos otro día, tenemos que hacerlo y pronto, a como de lugar o sino dejo de llamarme César Guerrero». El no ingerir leche en los primeros años previene muchas de las complicaciones comunes observadas en las personas con galactosemia. «No sabes cómo estoy de ansioso, el sexo ha invadido mi cerebro, no veo la hora de poseerte, de hacerte mía, de beber de tu cuerpo y embriagarme de ti».

Ha pasado un mes, César está impaciente. Sandra quedó en darle una respuesta. Se está demorando mucho. La llama por teléfono. Ella le dice que aún no lo ha decidido. Él sigue esperando impaciente. Insiste todos los días.

—¿Sandra, ya lo decidiste?

Está bien, César, creo que ya estoy preparada.

Qué bueno, entonces mañana a las siete de la noche, te espero en el parque de siempre, luego iremos a un hotel. Chau, cuídate, te quiero mucho.

Yo también te quiero, hasta mañana.

César está muy contento, salta, baila, se tira de cara al mueble. Ríe y se revuelca sobre la alfombra. «Mañana será un sábado glorioso». Su padre también llega contento.

César, me acabo de enterar que hace cinco meses está residiendo en Lima, mi hermano José, el que se fue a vivir al extranjero.

Nunca me dijiste que tenías un hermano.

Seguro que te lo he dicho, sino que tú andas siempre despistado. Es un hermano por parte de madre. Sabes, nos ha invitado a su casa mañana.

—¡Mañana! Lo lamento mucho papá, tengo un compromiso, me disculpas...

Cancélalo, tienes que ir conmigo.

Imposible, es sumamente importante.

Lo siento, tú tienes que acompañarme.

—¡Pero papá!, entiéndeme...

Nada de peros, César, tienes que acompañarme.

César se queda callado un momento. Mira con temor el rostro acalorado de su padre. La robustez que siempre le hizo bajar la voz. Solo atina a preguntar.

¿Y para qué hora es la invitación?

Para las once y treinta de la mañana.

¿Y a qué hora regresaremos a casa?

A eso de las tres o cuatro de la tarde.

César sonríe.

Está bien papá. Iremos.

Se va saltando con alegría. Su papá lo mira confundido.

César y su padre llegaron puntuales a la cita. Se quedaron encantados al presenciar la casona del tío José, cuya entrada tenía un pasadizo amplio que conducía a la sala, a los costados dos jardines con un césped impecable, rodeado por flores de diferentes especies y colores. El tío José los recibió en la puerta con mucho agrado, era una persona de mediana estatura, algo gordo y de bigotes, siempre estaba sonriendo.

¡Qué gusto Arturo!, ¿cómo te ha ido?, hace más de diecinueve años que no nos vemos.

Es verdad, desde que te fuiste a España, nunca más regresaste. Nos hemos comunicado muy poco. ¿Cómo está tu esposa?

Ella está bien, ha salido un momento, debe estar por regresar. Pero hombre, ¿qué ha sido de tu vida? Vamos, cuéntame.

Me ha ido bien, no puedo quejarme, pero percibo que el tiempo pasa muy de prisa, ya me estoy poniendo viejo.

Igual me sucede a mí. Es verdad que el tiempo pasa volando. Mira que tu hijo ya está enorme, la última vez que lo vi tenía seis meses de nacido. ¡Cómo has crecido muchacho!

Se entabló una conversación interminable. César enfrascado en brumas de aburrimiento, recorría con los ojos la sala alfombrada y las paredes de llamativo decorado. «Ojalá acabe rápido esta reunión, así me dará más tiempo para llegar a casa y arreglarme. Sandra, tu cintura, como me encanta tu cintura».

Una dulce voz llamó al tío José. César la escuchó a medias, ya que estaba distraído. Le pareció conocida. «Juraría que he escuchado esa voz antes. ¿En dónde?».

Pasa hijita, quiero presentarte a tu tío y a tu primo.

¡Caramba José!, no sabía que tenías una hija. ¡Qué linda es!

César y la muchacha se miraron asombrados. Palidecieron. Un frío intenso recorrió el cuerpo de ambos de manera simultánea. Ella enmudeció, parecía hipnotizada.

¿Qué te pasa Sandra? ¿No vas a saludar a tu tío y a tu primo?

Claro, disculpen, la verdad, es una gran sorpresa.

Procedió a saludarlos.

¡Este José, jamás me comentaste nada!

Tengo muchas cosas que hablar contigo, ya me irás entendiendo, he tenido tantos problemas, si supieras. Hijita, ¿por qué no llevas a tu primo a conocer la casa, mientras tu tío y yo conversamos?

De acuerdo, papá, con permiso.

Ambos subieron las escaleras sin pronunciar palabra alguna. César estaba consternado, rígido, inseguro, ascendía con dificultad los escalones. Una saliva amarga inundó su boca. Empezó a sudar.

La verdad, no sé qué decir, César, estoy tan sorprendida como tú.

César permanecía como una piedra, con el rostro pálido, sin pronunciar ninguna palabra.

Pensándolo bien, el amarnos no es pecado, la ley no lo prohíbe, la situación es algo inusual, le chocará al principio a nuestra familia, pero con el tiempo aceptarán nuestra relación.

César ya no escuchaba, estaba en otro mundo. Miró a Sandra y la vio con un camisón suelto y el vientre enorme. A su lado, un pequeño de tres años, con los ojos achinados, moviéndose con torpeza, le decía “papá”, sonriendo como un bobo. “De modo ocasional se puede confundir un niño mongoloide, Síndrome de Down con un cretino. Sin embargo, los ojos mongoloides característicos, las manchas de Brushfield en el iris, la hiperextensibilidad de las articulaciones y la normalidad de la textura de la piel y pelo distinguen al imbécil mongoloide del cretino hipotiroideo”. El niño seguía mirándolo con la risa boba y fue acercándose a él, gritando “papá, papá”, cada vez más fuerte.

César, ¿verdad que las cosas no van a cambiar entre nosotros?

—¡Déjame!, no me toques.

César, ¿qué te pasa? César, espera. ¡Césaaaaaaaaaaaaar!

César descendió velozmente las escaleras y se marchó dejando abierta la puerta. Padre y tío quedaron absortos. En la calle, César continuó corriendo sin rumbo fijo.

«¡Maldita sea! ¿Por qué me sucede esto a mí? ¡No puede ser posible! ¡No, no, no!». Aproximadamente cinco por ciento de los nacidos vivos con Trisomía 21 o Síndrome de Down, tiene alguna traslocación y esta es detectable en alguno de los padres en cerca de una quinta parte de estos. «Sandra, no me resigno a perderte, Sandra». La mayoría de los niños con Trisomía 21, debida a alguna traslocación, son hijos de mujeres menores de 30 años de edad. Cuando nace un niño con este síndrome clínico de padres jóvenes, es importante investigar si hay alguna traslocación”. «¡Sandra, te quiero! Sandraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!».

¡Escribe!

Rosario Sánchez Infantas

Al partir pensé que era mejor que no encontraran a mi padre; el río Mantaro podría ser una tumba digna. Tuve un sueño angustiado durante todo el viaje, el cual implicaba tramontar la cordillera occidental y central, desde Lima, la capital peruana, hasta la ciudad metalúrgica de La Oroya. Ya clareaba el día cuando se encendieron las luces internas del bus y el ayudante anunció a voz en cuello: «¡Los que bajan en La Oroya!». Una pantalla luminosa marcaba menos dos grados de temperatura. Creía estar preparado para enfrentar el clima de la puna peruana.
Afuera, el frío me atenazó el cuerpo y la escarcha de la acera entumeció mis pies. Felizmente en este puerto terrestre eterno, todo se vende y todo se compra a cualquier hora del día o de la noche. Tomé un taxi hasta el hotel más próximo: una refrigeradora hosca, fea y sin calefacción. De no ser por el par de bolsas de agua caliente que pedí, no hubiera podido dejar de tiritar. Desayuné en el restaurante del hotel, renuncié a mi costumbre del baño diario y me embarqué hacia la dirección que me fue enviada por teléfono.
Hay varios lugares a los que se les llama el culo del mundo. Cuando lo miré por primera vez en el Google Earth pensé que este era el culo del mundo.  Me pareció estar viendo los huesos descarnados de algún animal colosal. ¿Había nevado? o ¿las lluvias ácidas, producidas por la contaminación, habían erosionado la tierra agrícola? Luego ya me enteraría de que son unas formaciones calizas las que dan esa apariencia blanquecina a los cerros de La Oroya. Aun cuando leí que esta era una de las ciudades más contaminadas del mundo, nada lo prepara a uno para una urbe ubicada a cuatro mil metros de altitud, con una temperatura promedio de ocho grados, sin una brizna de yerba; con un aire helado, seco, de oxígeno enrarecido y penetrante olor a carbón y al humo picante del procesamiento metalúrgico. En un jirón que lleva el nombre de uno de las decenas de obreros muertos en la primera explosión de la fundición, entre locales comerciales adaptados a la gran pendiente, di con la casa del amigo de mi padre. Disfrutaba a Verdi mientras me esperaba con un Cabernet Sauvignon a temperatura ambiente.
Siendo muy pequeño aún, mis padres se divorciaron. Mi madre y yo dejamos La Oroya y vivimos en la capital peruana con la familia materna. El comisario me mandó llamar porque formalmente han dado por muerto a mi padre. La última vez que lo vieron con vida fue hacia la medianoche, salía con un par de colegas de un bar muy popular entre los poderosos de la ciudad: fiscales, jueces, policías, autoridades, entre otros. A los veinte minutos entró al bar un muchacho exhausto, temblando y que difícilmente logró hacerse entender. Se había cruzado con los policías ebrios cerca al puente Cascabel. Para encender un cigarrillo, se detuvo y vuelto hacia donde estaban los agentes policiales. Vio una figura menuda salir entre las sombras, empujar a mi padre a las turbulentas y frígidas aguas del río Mantaro y perderse en la oscuridad de la noche en medio del escalofriante alarido. Luego de dos meses de buscar río abajo, me avisaron para que tramite los beneficios que me corresponden por ley, y disponer de sus efectos, los cuales estaban en la casa que alquilaba a su amigo el mayor Guardia Civil Antonio Muchotrigo. La última de las tres convivientes que tuvo, había muerto hacía menos de un año y no tenía otros hijos.
Un valle de menos de un kilómetro de ancho formado por extrañas montañas blancas y un río ocre, ácido y muerto, eso es La Oroya; inhóspita y desangelada, sin embargo es una ciudad industrial a carta cabal. No pude dejar de preguntarme por qué la hicieron aquí en medio de la puna hostil. Obviamente las razones fueron económicas: se encuentra a mitad de camino entre dos importantes centros mineros de la empresa Cerro de Pasco Corporation. Además, de esta ciudad parten vías para el oriente, la costa y la sierra central.  
El mayor Antonio resultó ser un hombre culto, simpático y locuaz. Había estudiado derecho ya siendo policía, y extrañamente parecía mantenerse íntegro, no obstante las personas con las cuales debió relacionarse como parte de su trabajo. Sabiendo que escribo poesía planificó un conversatorio con algunos estudiantes de los colegios en los que realizan labores de prevención del delito. Rápidamente me hizo un enfoque panorámico de mi padre y de la larga amistad de ambos a pesar de sus perfiles tan disímiles. Creo entender que soy hijo de un hombre con un carácter encantador, pero pragmático, hedonista, y egocéntrico, y con algunas quejas femeninas en su legajo, que la diplomacia y amistad de Antonio, reservó. 
Han pasado dos meses desde la desaparición de mi padre y no hay sospechosos, tampoco hipótesis pendientes de investigación. Si lo empujaron al río Mantaro ya no lo van a encontrar; este río sinuosamente recorre varias regiones peruanas, alimenta a la hidroeléctrica más grande del Perú y, como afluente del Amazonas, atraviesa el Brasil hasta llegar al Atlántico. Yo tengo una vida hecha al margen de mi padre; sin embargo, según iba conociendo sobre su azarosa vida, sentí una necesidad cada vez más imperiosa de saber las peculiaridades de su desaparición. ¿A qué hombre en treinta años se le mueren sus tres últimas parejas? Cuando menos, es muy poco probable. Recordé que nunca se hablaba de mi padre en casa y el rostro de angustia de mi madre cuando alguna vez le preguntaron por qué se divorció; solo dio evasivas. Estando de vacaciones, decidí quedarme a conocer algo acerca de este hombre peculiar.
Antonio me entregó una carpeta con ejemplares del diario local con notas relacionadas de alguna manera, con la desaparición de mi padre; además de algunos diarios amarillentos de varias épocas. Ya en un hotel más confortable, me dediqué a revisarlos con detenimiento. La principal línea de investigación había sido la de su lanzamiento al río Mantaro por un desconocido; era la más plausible porque el informante era un estudiante serio. Se había investigado entre los compañeros de trabajo, vecindario, amistades y relacionados; pero la indagación se encontraba en un punto muerto.   
La información que encontraba en los diarios me iba introduciendo en un mundo surrealista: «Unos vendedores de carne de cerdo denunciaron la desaparición desde hace tres semanas de uno de sus abastecedores. La policía fue al lugar despoblado donde vivía el porcicultor, encontrando en su precaria granja aproximadamente una docena de cerdos famélicos y furiosos. En la cabaña del criador hallaron en orden sus pertenencias. Al revisar los corrales descubrieron, casi sumergidos en el fango, algunos huesos y dos cráneos humanos. Como que los animales hambrientos eran un riesgo para la comunidad fueron eliminados a balazos por los efectivos policiales. Al parecer ambos cráneos corresponderían a hombres. Llama poderosamente la atención la desaparición de la abuela del criador de cerdos que vivía con su nieto desde hace mucho años, según refirieron algunos comerciantes». Me pregunté qué reveló el estudio de ADN, pero observé que esa noticia tenía ¡cuarenta años!
Otra nota, daba cuenta en plena semana santa del hallazgo, por un obrero que cavaba una zanja, de evidencias de un rito pagano. Encontró un muñeco de trapo vestido como un miembro de la Guardia Civil del Perú, en la orilla del río, debajo de una roca. Un sector de pobladores especulaba que debido al rito, no se han hallado los restos de mi padre, un capitán de la mencionada institución. También me topé con avisos de pseudo chamanes que ofrecen soluciones a todo tipo de problema humano. Dentro de la parafernalia de estos autodenominados espiritistas, clarividentes y conocedores de la magia blanca y la herbolaria amazónica, están los cráneos humanos, cruces, conchas spondylus, estampas de santos, imanes, cactus, etc. ¿De dónde sacan esos cráneos esos espiritistas? Y no son los únicos; en un par de pequeños comercios vi que conservaban el cráneo de un pariente para que los proteja. ¿Tan fácilmente puede uno hacerse de restos humanos?

A fin de combatir el frío y seguir con mi estilo de vida busqué un gimnasio. En mi tercera visita ingresó a ejercitarse una jovencita de una belleza exótica. Tendría unos catorce o quince años, de estatura mediana y contextura delgada. El cabello castaño sujeto en una cola de caballo mostraba un gracioso rostro ovalado, de piel blanca, cejas pobladas, nariz y boca medianas y armoniosas. Destacaban sus ojos grandes y grises, y una expresión adusta, dulcificada por unas pecas en los pómulos y la nariz. Pasada la inicial curiosidad seguí ejercitándome y me sorprendió descubrir que la espigada muchacha, mientras realizaba estiramientos cerca de mí, me miraba furtivamente a través del espejo que cubría toda la pared. Primero me alabó el ego, pero luego lo asocié con la muerte de mi padre. Era muy joven para haber tenido un romance con él. ¿Sabría algo respecto a mi padre? ¿Quería ayudarme o cobrar venganza por alguna cuenta pendiente? Sí, era objetivo que regularmente me miraba. A diferencia de otras chicas, no hablaba con los muchachos que entrenaban; realizaba su rutina muy seria. En determinado momento recogió sus cosas y se dirigió a los cambiadores.
Al salir, el muchacho que administraba el gimnasio, con una sonrisa de complicidad, me dijo que Erinia Véliz Guerovich, había estado indagando acerca de mí. Dos veces más en esa semana la jovencita apareció por el gimnasio. No pude abordarla pues al parecer ella solo venía a verificar que yo estuviera en el gimnasio y se iba. Ahora yo estaba convencido de que ella tenía algo que ver con la desaparición de mi padre. Concerté una reunión con Antonio esa noche y con mucha curiosidad le pregunté si sabía quién era la joven. Sí la conocía, estudiaba la secundaria en un colegio que habíamos visitado para leer algo de mi poesía y conversar con los chicos. Imaginé que no quería tratar el tema y que por cortesía y para dejarlo zanjado me dijo:

–Su familia tuvo notoriedad en esta pequeña ciudad hace…casi cuarenta años cuando su abuela, una escolar muy bonita, tras salir elegida Miss La Oroya quedó embarazada de otro escolar que un tiempo después fue dado por muerto porque desapareció. 
Pese a que no quería incomodarlo mi curiosidad me hizo preguntarle a bocajarro:
–¿Por qué crees que me está buscando? ¿Tiene que ver con mi padre?
Suspiró, miró hacia arriba y con el ceño fruncido me dijo:
–Todo de alguna manera está relacionado con todo.
Me caía tan bien que no insistí, pero me excitaba saber que tenía una nueva pista.
Esa mañana fui a conocer una de las casas en las que había vivido mi padre. Asumiendo otra identidad y fingiendo que el difunto le debía dinero a mi hermano conocí al anciano propietario que confirmó mis sospechas: mi progenitor explotaba su atractivo con las mujeres y poseía una moral muy blanda. Deslizó la idea de que tendría que ver con la muerte de su última conviviente. «Hay hombres que se apasionan con lo novedoso y hacen cualquier cosa por eliminar lo que les estorba. Además usted sabe que, en este país, el que tiene plata o padrino se bautiza y le lavan cualquier pasado turbio», dijo molesto.   
Cuántas hipótesis bullían por mi cabeza. Algún familiar de su última mujer podría ser quien lo lanzara al río, o algún marido engañado, o un padre burlado… ¿El padre de Erinia? ¿Por qué?
Esa tarde al llegar al gimnasio, el administrador me entregó un sobre manila anónimo que trajera para mí un niño que él no conocía. En el sobre había un recorte del diario local que decía: «El jubilado doctor Luis Fernández Argandoña, en una entrevista realizada por el corresponsal del diario El Heraldo, al celebrarse el día de la Medicina Veterinaria en el Perú, realizó un análisis de la importancia de esta profesión en el desarrollo y la salud, enfatizando que existe un déficit de plazas en la Región Junín. Además de invitar a los jóvenes con afición por las ciencias biológicas a estudiar dicha carrera profesional, contó anécdotas de sus treinta años como veterinario del Camal municipal de La Oroya. Llamó poderosamente nuestra atención un sorprendente hallazgo. En 1975 en el estómago de un cerdo macho adulto encontró un botón dorado con el monograma GC. Pertenecería al uniforme de la ya desaparecida Guardia Civil del Perú».
En mi cabeza bullían las ideas: « ¡Es claro que Erinia me ayuda! ¿Por qué lo hace? Erinia, ¿dónde escuché ese nombre? ¿Mi padre tendría que ver con la muerte del ranchero aquel? Si el hombre murió, ¿pudo su anciana abuela arrojar a mi padre al río? ¡No lo creo! Eso ocurrió hace… ¡mucho tiempo!»
Cuando se lo conté a Antonio, se limitó a decirme: «Esta historia se acabó, supe que ayer toda esa familia ha partido al extranjero». Creo que él protege a su difunto amigo, o quizás me protege a mí de alguna verdad dolorosa.Todas las tardes lo visitaba, lo ponía al tanto de mis hallazgos, observaba sus reacciones e indagaba sobre la ciudad con la esperanza de que cometiera algún desliz o me diera alguna pista donde seguir buscando. Con sus descripciones y anécdotas he comprendido que esta ciudad no es lo que parece. La empresa metalúrgica buscando cuidar sus intereses financieros, ofrece a sus trabajadores y a la comunidad en general diversos servicios. Una bien dotada compañía de bomberos; cuadrillas de rescate profesionales; un ejército de vigilantes muy bien equipados; una sofisticada Dirección de relaciones industriales y públicas, todos ellos puestos a disposición de la Policía Nacional para buscar a mi padre, me han convencido de que es una compleja ciudad industrial.

El último día de mi permanencia en La Oroya, mientras conversaba con el amigo de mi padre, vino a visitarlo, recién llegado de la capital, Sergio un ex policía que había trabajado con Antonio y mi padre por más de diez años. Felices por el encuentro se pusieron al día sobre hechos recientes y narraron una serie de anécdotas diversas. Me llamó la atención aquella ocurrida hacía aproximadamente cuarenta años. La policía de un poblado cercano les había pedido apoyo para capturar a unos abigeos que probablemente habían tomado una carretera abandonada. Suponía que estaban escondidos en esta ruta no transitada, en las inmediaciones de la ciudad metalúrgica, a la espera de que sus cómplices les dieran el alcance con un camión para cargar las reses robadas. A Sergio, costeño y recién llegado a La Oroya, le habían impresionado las profundas cárcavas en los cerros debido a las frecuentes tormentas alto andinas y la casi nula vegetación. Así mismo el aspecto espectral de las ruinas de algunas casas abandonadas. Sentí galopar el corazón cuando Sergio, mirándome, dijo«Ya cerca de la ciudad, Pedro, un muchachón de veintitantos años y su abuela criaban cerdos. Aprovechando una cueva natural habían apilado unas piedras, algunas latas y tablas viejas, e hicieron un corral en el que había aproximadamente docena y media de cerdos de distintos tamaños. Colaboraron cuando nos presentamos como miembros de la Guardia Civil. La información que nos dieron era consistente: cuatro abigeos habían cargado aproximadamente una docena de reses a un camión Ford rojo. Como ya no había nada que hacer, nos entretuvimos hablando con los chancheros».
De ahí en adelante no los escuché en absoluto, me dediqué a elucubrar. Entonces sí, mi padre estuvo en la chanchería... ¡hacía cuarenta años! ¿Mató al chanchero? ¿En la lucha perdió un botón del uniforme? ¿Qué ganaba o perdía Erinia con que yo lo supiera? ¿De quién era el otro cráneo? Únicamente un día el diario local hablaba del hallazgo de dos cráneos, luego se refería a uno solo. ¿Qué pasó con el segundo cráneo? Si aquí hubo más de cincuenta huelgas en el siglo XX contra los abusos de la empresa americana, y la policía o el ejército fueron los encargados de reprimir violentamente dichas huelgas; existía mucha gente que podría querer vengarse de mi padre. Además de las mujeres que había dañado. Era el blanco de la venganza de muchas personas.
Llamaron con urgencia a Antonio desde la Comisaria y se fue con Sergio. Me quedé profundamente frustrado. Esa tarde, mientras arreglaba mi equipaje en la habitación del hotel, sentí un ligero ruido a mis espaldas, me volví hacia la puerta y vi un sobre plastificado que había sido colocado por debajo de ella. Salí rápidamente pero no hallé a nadie en el pasillo que daba a las escaleras. Dentro del envase plástico encontré un sobre manila, ajado y con huellas del tiempo y que contenía un casete de los que se emplearon hasta los años noventa. Sentí mi corazón latir con violencia, bajé a la portería y le pagué una buena suma al encargado para que me prestara un antiguo equipo de sonido que tenía en el mostrador.
Primero no fueron más que risotadas y frases ininteligibles con un fondo fortísimo de música tropical. Tras dos temas no hubo más música. Dejando de lado las interrupciones y palabrotas pude escuchar, con mucho esfuerzo, aproximadamente lo siguiente:  
«Chochera, justamente tenías que haber viajado. La verdad te maldije por no estar en La Oroya el fin de semana. El sábado pagaron y el Chino, Méndez y yo fuimos a divertirnos donde la Tía Chantal. Apenas ingresé supe que algo raro pasaba allí, se sentía en el ambiente, en los gestos nerviosos y las miradas evasivas de los unos y las otras. ¿Qué crees? Salieron abrazados del cuarto. Cuando me vio, a la tipa esa le faltaron nalgas para volver a su cuarto, pero el pendejo se repuso rápidamente de la sorpresa y al pasar escupió delante de mí y se largó con la sonrisa en los labios. Los patas me agarraron para no sacarle la mierda; pero a ella sí le di su tanda, solo por cuidar mi reputación. El cabro del bar, que me mira con codicia, se agachó aparentando hacer su trabajo y susurró, como quien no quiere la cosa: está en el bar del frente.
Cuando no llegó a casa, la doña fue a buscarlo donde sus amigos, en los hospitales y dónde la chiquilla esa con la que tiene un hijo. Su viejo, más acertado, fue a sus “huecos” habituales y donde la Tía Chantal; pero, como era de esperar, nadie dijo nada. Pusieron avisos en la estación del tren, en los terminales terrestres y en los postes de toda la ciudad. ¿Qué crees? Vinieron a la comisaría a preguntar si estaba detenido, y finalmente asentaron la denuncia de su desaparición. La madre pidió una copia de la denuncia porque al nene le tocaba dar examen de religión al día siguiente en su colegio de señoritos.
Lo jodido fue cuando los colegas nos dejaron en la carretera abandonada. Me pasé como cuatro horas en plena oscuridad. Arrastraba al manganzón por el borde de ese barranco maldito. Parecía querer joderme la existencia. ¿Creerás que nos desbarrancamos juntos? ¿Creerás que perdí mi linterna? Perdido en la oscuridad trataba de avanzar, me caía, me levantaba, tanteaba el terreno, avanzaba veinte centímetros, volvía a tantear, avanzaba, me volvía a caer. Me guiaba el aire pestilente que bajaba por la quebrada. Otro que me la hizo fea fue el huevón del chanchero, estaba borracho, pero tú viste lo corpulento que era. Me expulsaba de su rancho y yo que trataba de empujar al frío dentro del corral de los cerdos. Tuve que echarlos a ambos. ¿La vieja? ¡Se hizo humo! Nadie la ha vuelto a ver… ¡Oe!  ¿Qué pasó con la música?... »
De ahí en adelante, se escuchaba música tropical, y una conversación ininteligible. No me importó, pensé que lo que había escuchado ya era demasiado. Sin embargo, encontré en el fondo del sobre plastificado una hoja arrancada de un cuaderno y que con letra imprenta, bastante infantil, decía lo siguiente:
«Conviene reciclar, ¿quién diría lo que contenía una vieja cinta? Mató a su rival (si se puede llamar rivales a los que compartían como favorita a una prostituta), después de un año sedujo a la viuda, solo para humillarla y así volver a castigar al difunto. 
¡Escribe! Cámbiale algunos datos y cuéntalo, creerán que lo inventaste. Perdido en el Atlántico y con su nombre rodando de mano en mano, nunca descansará en paz»
También investigué lo que le hizo a tu madre; pero esa es otra historia. 

Escribí.

jueves, 13 de abril de 2017

Carta para Camila

Paulina Pérez


Un hombre en uniforme militar llamó a la puerta de Camila, eran las ocho de mañana, justo treinta minutos antes de que saliera rumbo al hospital donde trabajaba como enfermera. Sus ojos recobraron luz cuando leyó el remitente de la carta que le era entregada en sus manos. Junto con el sobre también recibió una funda de plástico pequeña muy bien sellada con un pasaporte y una cadena con una placa.

Camila ingresó al ejército apenas recibió su título de enfermera, era su sueño pertenecer a las Fuerzas Armadas. Conoció a Pedro, en el Hospital Militar; una fractura múltiple en su pierna derecha lo tenía encamado las veinticuatro horas del día. Ella se encargaba de las curaciones de todos los pacientes del área de traumatología. Al enterarse de que Pedro no tenía familia, revisaba a todos y a él lo dejaba para el último, mientras cambiaba los vendajes y limpiaba la herida le hacía conversa. Su soledad le recordaba la de ella.

Cuando Pedro fue dado de alta, quedaron en seguir viéndose mientras las guardias de Camila y las de él lo permitieran, y lo hicieron siempre como amigos, la atracción entre ellos era evidente, pero fue hasta que Camila le comentara que sería transferida, que Pedro se atrevió a confesarle sus sentimientos, cuidadosamente guardados, hacia ella.

Camila estuvo seis meses en el frente, a su regreso se encontraba irreconocible. La guerra le había marcado la piel y el alma. El amor y la paciencia de Pedro lograron regresarla a la vida. La carta que acababa de recibir la transportó al tiempo en que él la cuidada, le tomó varias semanas para sentirse capaz de corresponder a las atenciones y el cariño de Pedro.

El Medio Oriente era una hoguera muy lejos de apagarse. Fuerzas extranjeras, grupos terroristas, ejércitos nacionales y hombres y mujeres que prefirieron tomar las armas a morir entre el fuego cruzado seguían alimentándola para beneficio de los traficantes de armas y de todos aquellos que se benefician de ese gran negocio que hoy por hoy  resulta la guerra.

No pasó mucho tiempo para que Pedro fuera convocado. Pertenecía al grupo de paracaidistas. Un nuevo conflicto se avizoraba en el Medio Oriente y era su turno de partir. Dejar a Camila, era como dejar la vida misma pero era un militar y tenía que cumplir con su deber. 

La carta que Camila tenía en sus manos era la primera que recibía desde la partida de Pedro, ya casi un año. Rompió la funda que recibió junto a la carta, tomó la cadena con la placa, se la enrolló en la mano y procedió a leerla:

“Mi amada Camila:

Te escribo esta carta desde algún lugar bajo tierra. Hay tanta gente; mujeres, niños de pecho y otros más grandes, hombres, ancianos y sin embargo parece que estuviera solo. La añoranza de tu rostro y tu voz que vuelven a mí cada vez con menos frecuencia me ayudan a levantarme cada día. Ya olvidé cuándo fue la última vez que tomé un baño con agua fresca y jabón, mi ropa se ha mezclado con mi piel y mis botas son la única cosa de mi vestuario que tiene algo de dignidad todavía.

A veces tengo que recurrir a tomar el pulso en mi muñeca -tú me enseñaste, ¿recuerdas?- para asegurarme de que estoy vivo. Casi he perdido el oído y lo que he visto en cada recorrido ha lacerado mis ojos y desgarrado mi corazón. No sé por qué todavía mis pulmones y mis latidos cardiacos se resisten a rendirse, cuando mi alma ya ha partido hace mucho. Siento que el dolor y el horror me han convertido en un robot blindado, ya no sangro, no hay dolor, ni hambre, tampoco sed o cansancio y hay momentos como hoy, cuando mi alma decide darse una vuelta por lo queda de lo que algún día fue su refugio, te recuerdo, y entonces tengo fuerzas para escribirte, vuelvo a sentir la tibieza de las lágrimas rodar por mis mejillas y percibo la vida recorrer por mis venas.

La luz cada vez es más escasa, los rostros desfigurados por el terror, el hambre y el cansancio de quienes están a mi lado se van perdiendo, lo cual es un alivio, y siento que sólo quedo yo en este infierno.

El deber me obliga a seguir aquí donde la vida parece extinguirse aceleradamente. Desde hace tres días estamos esperando por poder tomar una hora de sol sin ningún entusiasmo, pues afuera es igual que aquí adentro. Los bombardeos arrecian. Estoy harto de la oscuridad. El olor nauseabundo a excremento y orín, mezclado con el del sudor que provoca el pánico van aniquilando mi sentido del olfato.

Disculpa estas letras cargadas de dolor y de vacío, pero sé que puedo desahogarme contigo, tú también fuiste obligada a vivir este martirio y lograste sobrevivir.

Mi amada, querida y adorada Camila, disculpa mi falta de valentía, perdóname por no tener tu coraje ni haber aprendido de él.

No tengo mucha esperanza de que estas líneas te lleguen, pero si la suerte o el destino nos conceden el milagro, ten la seguridad de que cuando pienso en ti me vuelvo humano. Si con esta carta te entregan algo más, pido tu perdón, no fue cobardía, sino todo lo contrario, no pude seguir siendo cómplice de tanto horror.

Recuérdame de cuando íbamos juntos al parque y de cuando amanecíamos en la playa, pues así te recuerdo yo, nuestras memorias siempre están llenas de vida, sueños y esperanza.

Tuyo siempre,


Pedro.”

miércoles, 12 de abril de 2017

Ruleta

Eliana Argote Saavedra



Rodolfo

Panamericana Norte. Es una mañana de calor intenso. Hay pocos pasajeros en el bus, todos están sentados, “muy despiertos” para su gusto y fastidiados por la falta de ventanas, «definitivamente la “chamba” está escasa», piensa.

Pocas veces iba de pasajero, gran parte de su vida se la pasó en medios de transporte público, pero siempre alerta al descuido de las personas. Pensó seriamente en bajarse y abordar otro bus, mas ese día estaba particularmente cansado, y no del cuerpo ciertamente, lo que sentía era ese maldito nudo en el pecho y las ganas de estrellar el puño en la cara de quien fuera. «Maldita sea, me saco el ancho trabajando para que no le falte nada», dijo entre dientes mientras se tumbaba en el último asiento y recordaba la tarde del día anterior: la forma en que lo miró su exmujer cuando fue a visitar a Lucía, «Que me despreciadice —, que me desprecia cuando antes se moría por mí, ¿acaso no sabía quién era yo?, bien que lo sabía, antes le parecía divertido; “temerario”, decía». A medida que el bus avanzaba alejándose de la zona poblada, la ciudad reemplazaba el verdor de los jardines por la gama de grises del asfalto. Intentaba pensar en mil cosas: el rostro iracundo de Amanda «para odiarla a sus anchas», cada palabra dicha por ella, pero nada tenía la fuerza suficiente para distraerlo, no, lo que le destrozaba el alma era la imagen de la niña en el umbral de la puerta, la mirada triste a pesar de estar celebrando su sexto cumpleaños; se veía huraña, distante.

Para Lucía fue muy difícil no correr a los brazos de Rodolfo, aquella mañana cuando despertó tenía la esperanza de que viniera e iba feliz por la casa contándoselo a sus muñecas; Amanda, al verla tan emocionada, en una mezcla de tristeza y rabia, le dijo que estaba harta de cubrirlo, que él era una persona mala y debía olvidarlo. La niña no había visto a su padre en tres años, pero recordaba cuando jugaban juntos y reían, él la llamaba «mi princesa» y ella lo adoraba; cuando papá llegaba a casa con bolsas repletas de cosas, la casa parecía estar de fiesta; jamás entendió por qué de pronto mamá se veía triste y lloraba; en su corazón de niña, la madre tenía la culpa de que el padre se hubiera alejado, por tantos gritos y reproches, pero ante lo dicho por su madre, sintió miedo y no pudo acercarse a él.


Años atrás, cuando Rodolfo vio a Amanda por primera vez, sintió necesidad de conocerla, pero a pesar de que eran casi de la misma edad, no frecuentaban los mismos círculos; él no estudiaba y ella, hija de una mujer divorciada y sumamente restrictiva, solo tenía permitido hablar con sus amigas del colegio. Cada día el muchacho esperaba a Amanda a la salida del colegio, tan solo para verla pasar, la seguía a distancia prudente durante los quince minutos que tardaba en llegar a casa, donde su madre aguardaba en la puerta; ese tiempo era para Rodolfo la mejor parte del día, luego volvía a lo suyo: modales toscos, lenguaje inapropiado, a «la selva», hogar de «machos» como él, donde fue el referente del típico ladronzuelo para otros niños sin control.

Al terminar el primer año de universidad Amanda comenzó a librarse del control de su madre, ya no era posible imponerle horarios estrictos y ella, sedienta de conocer todo lo que había tenido prohibido se permitió experimentar cosas nuevas, así fue como se animó a hablar con aquel muchacho de aspecto rudo que una vez sorprendió mirándola con ternura y a quien los adultos despreciaban; la muchacha no podía aceptar que lo condenaran con tanta ligereza, estaba acostumbrada a que mamá pensara por ella, pero no más, una persona no nace mala, se decía, además, era tan atractivo, tan libre. Ya había averiguado todo acerca de él con la tendera, «Pero usted no debe estar preguntando por él, niña —dijo esta, —ese es un “piraña” y no le conviene, especialmente a una señorita como usted».

Era una tarde soleada y venía a pie por las calles ovaladas y llenas de papeles de la temible urbanización Lobitos, cuando lo divisó sentado en la vereda, fumando un cigarrillo con sus aires de adulto; a medida que se acercaba podía apreciar mejor el cabello negro de rizos apretados y la actitud pensativa con que lo había visto tantas veces: el codo sobre la rodilla, el mentón reposando sobre la muñeca y una estela de humo azul envolviéndolo. Comenzó a andar más a prisa mientras se agitaba su respiración, pero cuando faltaban apenas unos metros se detuvo sin saber qué hacer. Rodolfo percibió que alguien se detenía muy cerca y volteó en estado de alerta, grande fue la sorpresa al ver a la muchacha que comenzaba a caminar con cierto nerviosismo, era su oportunidad; se levantó y le cerró el paso: «Aquí tienes que pagar peaje, linda», le dijo. Ella, con la mirada clavada en el suelo respondió: «No tengo dinero, Rodolfo», y luego aclarando la voz y levantando el rostro ruborizado agregó en un susurro: «No tengo, pero…  puedo darte un beso».

Ese fue el comienzo de su historia. Rodolfo representaba todo lo que la muchacha conocía como inadecuado, pero también un enigma, cada encuentro sabía a aventura; le hablaba sin tapujos de planes futuros, con un lenguaje torpe ciertamente, mas era maravilloso atestiguar el brillo de sus ojos cuando lo hacía; tenía como padre a un hombre alcohólico, y de la madre no se sabía nada desde que los abandonó, cuando él apenas había cumplido dos años. Amanda era capaz de sacar a flote sentimientos enterrados adrede; originar eso y además ser la protagonista de sus sueños, sin duda no tenía precio; estaba segura de que él cambiaría, solo necesitaba sentirse amado. El joven por otro lado, siempre vio en aquella chica a la mujer inalcanzable, pero cuando descubrió que ella tenía fe en él y lo amaba, decidió que se dedicaría a hacerla feliz, jamás se arrepentiría de dejar atrás todo lo que conocía.

            Cuando la madre de Amanda se enteró, expresó un «¡No!» rotundo, cosa que lejos de desanimarla, le dio bríos para encapricharse y enfrentarse a ella. La relación no fue fácil, pero el sentirse «solos frente al mundo» hizo que se unieran y necesitaran más cada vez. No tardó mucho en salir embarazada, pero para sorpresa de todos, Rodolfo se presentó en casa de la señora Rita, madre de Amanda, y dijo que se haría cargo de su familia: «No faltaba más, solo los maricones dejan abandonados a sus hijos», agregó con el ceño fruncido. Se fueron a vivir juntos y mientras ella continuaba estudiando en la universidad, él se encargaba de los gastos; las labores en el cuarto que alquilaban, también los asumía él, «mi mujercita no debe preocuparse por nada», decía.

            Lucía nació y los primeros meses todo fue felicidad, pero cuando la joven madre regresó a estudiar y ante la imposibilidad de hablar del esposo sin avergonzarse, comenzó a mentir; en su interior lo culpaba de no poder llevar una vida normal. Al empezar a trabajar en un estudio de abogados donde entró como auxiliar, no pudo evitar hacer comparaciones entre el marido y los muchachos que conocía. Pronto la imagen del atrevido Rodolfo que tanto admirara, terminó deglutida ante la realidad. Claro que no le faltaba nada y tampoco a la pequeña, pero, ¿qué pasaría si algún amigo se enteraba?, jamás podría decirle a nadie a qué se dedicaba su esposo. Lo conminó a cambiar muchas veces y siempre recibió respuestas afirmativas, pero Rodolfo no tenía intención de hacerlo, o al menos no por su mujer; la relación entre ellos se tornó en una pelea constante hasta que Amanda le pidió que se fuera y él no aceptó; la joven amenazó entonces con denunciarlo y obtener la custodia exclusiva de la niña, negándole todo derecho de visita debido a su mala influencia; ningún juez se lo negaría considerando los antecedentes que registraba. Rodolfo se sintió acorralado, pero lo que lo hizo ceder finalmente fue la amenaza de descubrirlo ante Lucía, eso no iba a aceptarlo; acordaron que él se iría de la casa aunque debía seguir enviando dinero para la manutención. Se despidió de su hija y jamás regresó.

El mismo día que dejó su hogar decidió que ahorraría, aceptó asociarse con algunos amigos para conseguir más ingresos, lo que obtenía en asaltos a buses y casas vacías ya no bastaba; así fue como participó en robos a bancos y tiendas comerciales y asumió nuevos riesgos, todo con tal de regresar algún día con fondos suficientes para poner un negocio y alejarse de esa vida, por aquella pequeña que se colgaba de su cuello y para quien él lo era todo, sí estaba dispuesto a hacerlo. Faltaba tan poco, había ido a decírselo a Lucía, se lo comunicaría también a Amanda, pero, ¿cómo lo recibió esta?, y qué le dijo a la niña, para que al intentar levantarla en sus brazos, ella retrocediera con los ojitos serios y enrojecidos.  

Así recordaba Rodolfo el encuentro con Lucía la tarde anterior, cuando descubrió la casa de sus sueños. Atrás quedaba Puente Piedra, un pujante distrito con grandes zonas urbanizadas, para dar paso a la carretera rumbo a Ancón. A un lado del camino, a través de un gran anuncio, una pareja joven anunciaba la construcción de un complejo urbanístico: «La casa de tus sueños». Bajo el cartel, una caseta de ventas revestida con lunas y un departamento modelo, daban la bienvenida al posible «soñador»; cuando Rodolfo bajó del bus e ingresó a la casa, animado por el azul pastel del exterior y el Ponciano en la entrada, imaginó a Lucía dentro y sintió deseos de cambiar. Ahorraría para darle a su familia una casa como aquella. Al cabo de una semana volvió al lugar, tomaría una foto para enviársela a Amanda, escribiría una nota diciéndole que pronto podría comprarle una casa así para que vuelvan a ser una familia, que la vida delincuencial que conocía quedaría atrás; pero al intentar ingresar a la caseta de ventas para pedir informes se dio con la sorpresa de que estaba cerrada, había una nota que daba cuenta de que la inmobiliaria estaba en un proceso judicial y que todos los bienes se encontraban inmovilizados mientras se liquidaba la empresa; ya le había parecido extraño ver cierto abandono en el lugar, esa era la razón; avanzó nuevamente hasta la casa, el polvo recubría los vidrios de las ventanas y las flores de las macetas lucían marchitas; observó los alrededores, nadie pasaba por allí, excepto los autos que circulaban por la carretera; forzó la cerradura e ingresó. Esa sería su vivienda por el momento, hasta que pudiera comprar una casa para la familia; mientras tanto, era el lugar perfecto para esconder el «jugoso botín» que obtenía cada fin de semana.


Es de mañana y Rodolfo se ha vestido con esmero, una camisa amarilla que encontró en una tienda de ropa «visitada» por él, semanas atrás. Frente al espejo, acomoda el sombrero, que «combina tan bien» con aquel pantalón vaquero. Voltea unos centímetros y esconde el prominente abdomen, pasa la mano por la barba recién afeitada y hace una mueca de aprobación. Observa alrededor, la habitación luce perfectamente arreglada excepto por la cama que está desviada hacia un rincón, coge un paquete del velador y se agacha, dando ligeros golpes en el piso y pegando la oreja al suelo, limpia con esmero las juntas de una baldosa y la levanta, introduce el paquete con cuidado y una sonrisa de satisfacción se dibuja en el rostro. Una vez acomodado todo, sirve un poco de ron en un vaso descartable y lo bebe despacio mirando a través de la ventana; a medida que el licor le quema la garganta, una imagen se hace más clara en su mente: es Lucía con el rostro delgado como el suyo, el cabello lacio sujeto por ganchillos de flores y una expresión de incredulidad; él se acerca y le entrega un paquete, la niña lo abre, los ojos se le encienden, sonríe; casi logra escuchar el tono alegre con que dice: «Papá, papá». Risas y lágrimas brotan con fuerza de su pecho, este será el último fin de semana de aquel «trabajo», que aunque Amanda no quiera reconocer, sirvió para mantenerlas. Luego todo estará bien, ha ahorrado lo suficiente para comenzar un negocio, Lucía estará orgullosa de él y aquella odiosa mujer tendrá que tragarse sus palabras.



Manuel

Serpentín de Pasamayo. Cielo encapotado y oscuro, faros de iluminación intensos, ojos de gato y señales fosforescentes que van dibujando la pista: subida, señal de curva peligrosa, control de velocidad. Manuel se pasa la mano por el rostro sin afeitar, está cansado, los ojos se le cierran; hace tiempo que no maneja en esas condiciones pero es necesario; si no llega antes del mediodía a cancelar la deuda acumulada del alquiler, embargarán su casa, esta sería la tercera vez, «A la tercera va la vencida», dice aspirando largamente el cigarro que presiona entre los labios. No, nunca más le hará vivir a la familia, la terrible experiencia de quedar en medio de la calle. Se desplaza por la carretera, el viaje durante las siguientes dos horas será monótono y teme dormirse, por lo que acomoda el cuerpo voluminoso en el asiento; observa en el espejo su rostro de piel tostada y la incipiente calvicie, tiene apenas cuarenta años y sin embargo luce como alguien de más de cincuenta; sacar a la familia adelante lo ha desgastado sin duda, pero eso es lo que siempre le enseñaron en casa: lo bueno cuesta.

 El cielo exhibe unas tímidas pinceladas en tonos rosáceos, que van difuminándose a medida que avanza; mira el reloj, son casi las siete de la mañana, con suerte llegará a las diez. La explanada se va angostando mientras ingresa a la zona agrícola donde encuentra un intenso movimiento de carga, un par de camiones ha bloqueado el paso y otros dos aún esperan; sabe que de nada sirve impacientarse así que enciende otro cigarrillo y aguarda. Luego de casi media hora uno de los camiones reanuda su marcha, Manuel avanza deleitándose con la mezcla de aromas cítricos que escapa por sobre las paredes. Es tiempo de cosecha, la época más festiva para los agricultores.

Luego de un largo recorrido sale nuevamente a la carretera, «a partir de aquí el camino es más fácil», piensa, pero de pronto un golpe seco lo hace soltar el volante y la visión da un giro de 180º a gran velocidad. Ante sus ojos se despliegan imágenes algo borrosas: las luces de un auto que casi lo enceguecen, un extenso terreno cubierto de flores, un hombre alejándose con dificultad. A medida que gira, se acerca más a los objetos; el metal de la cabina rechina al frotarse contra el asfalto y el rostro de un hombre aparece pegado al vidrio de la cabina, «un hombre», dice con angustia, estirando las manos y cubriéndose los ojos con el brazo hasta alcanzar la superficie fría del vidrio. El auto se detiene. Palpa su rostro, la camiseta que trae, y se tranquiliza al ver las manos limpias. «Hay que salir», piensa, y apoya la mano en el pantalón; cuando la tela se pega a la piel, la siente húmeda, empuja con apuro el asiento y ve una pierna herida, no es grave, abre con dificultad la puerta del auto y es entonces que ve el cuerpo inerte de un hombre en medio de un charco de sangre, aún se pueden apreciar las tonalidades amarillas de su camisa y un sombrero unos metros más allá. Una arcada lo hace salir de la estupefacción en que se encuentra. «Y ahora, ¿qué?»

Toda la carga de comestibles está esparcida en la pista: sacos de arroz rotos, granos diseminados, fideos hechos añicos; la mayor parte está perdida. Retrocede secándose el sudor de la frente y cae sentado en un saliente de la cabina; allí se queda en espera de la policía, seguro no tardarán en llegar. «Que sea lo que Dios quiera», piensa. Los minutos pasan lentamente, una mezcla de miedo y angustia va apoderándose de Manuel, casi es media mañana, las diligencias policiales tardarán horas, no llegará a tiempo. Sentado aún bajo el sofocante calor, pasa una y otra vez las manos por la cara secándose la transpiración, «¿qué hacer?», no es culpable, un auto lo ha chocado. Mira alrededor en busca de un teléfono público para hablar con la casera y explicarle lo sucedido, con suerte llegará al anochecer. Ve un locutorio a corta distancia y camina hasta allí algo adolorido, al llegar se da con la ingrata sorpresa que el teléfono está malogrado, da un golpe de rabia en la cabina y se apoya en ella. En ese instante, la visión de una casa apenas a escasos veinte metros lo hace recomponerse, tal vez podrá pedir ayuda; camina hasta allá lo más rápido que puede y toca la puerta. Con la emoción producida al imaginar el futuro junto a su hija, Rodolfo olvidó poner el seguro. «¿Hay alguien en casa?, ¡necesito ayuda, por favor!», grita, pero nadie le responde, introduce medio cuerpo por la ventana tumbando los recipientes de flores secas sobre el muro.

El ruido de las macetas estrellándose, alerta a un hombre que yace muy cerca aunque Manuel no puede notarlo; ansioso como está, mira su reloj y no advierte la sombra que se desliza hasta la ventana; han pasado diez minutos desde que se alejara del lugar del accidente, «por qué demora tanto la policía», se pregunta y en ese instante recuerda que el poblado más cercano, aquel donde cargaban fruta, quedaba a unas horas y el movimiento de camiones era intenso, él mismo había tardado más de lo normal en salir nuevamente a la carretera. Solo hará una llamada y regresará a esperar. Coge el teléfono que está sobre la mesa de noche y la mano sudorosa deja manchas de sangre en el fono, intenta limpiarlo con la ropa, pero está completamente sucia, no puede dejar huellas, mira a todos lados, un trapo sobresale por debajo de la cama, el mismo que utilizara Rodolfo para limpiar la junta en el piso, una punta había quedado enganchada, jala con fuerza y el cerámico sale disparado hacia un lado quebrándose. Se acerca y los ojos se le desorbitan al ver un fajo de billetes envuelto en plástico transparente. Introduce las manos y saca todo lo que encuentra en el depósito: fajos y más fajos de billetes.

Por un instante no sabe qué hacer, su carga está perdida y hay tanto dinero allí, mecánicamente y sin pensarlo, coge dos paquetes y los guarda en la bolsa que lleva atada a la cintura, si lo rebuscan podrá decir que es un adelanto por el traslado de la mercadería, «¡Claro!, eso es», se dice y coge dos más para sí, guardando el resto en el mismo lugar donde lo encontró, regresará, «pero tal vez se darán cuenta de lo que falta, sí, esa plata seguro tiene dueño, alguien que no confía en los bancos, como yo». No, eso sería todo, él no es ningún ladrón para apropiarse de algo que no es suyo, lo más seguro es que allí viva algún anciano y esto sea el ahorro de toda una vida. Acomoda con sumo cuidado el cerámico y se dirige a la puerta. Ya se escucha la sirena de los patrulleros, al alejarse observa el teléfono, es su posibilidad de tranquilizar a la familia, ya no hay tiempo.

            La policía llega apenas un minuto antes que él. De pronto el lugar se ve invadido de movimiento: dos patrulleros y una ambulancia. Rodolfo es cubierto con una sábana luego de confirmar su deceso y Manuel es atendido por un paramédico; un guardia se le acerca con una libreta en la mano y el herido se incorpora de la camilla, sumamente ansioso: «Jefe, fui a buscar ayuda, jefe, porque ustedes no venían, pero en este pueblo de mierda no vive nadie, me duele mucho la pierna». «Y hubiéramos tardado más en llegar si no fuera porque un conductor que pasó por aquí, nos alertó, pero tranquilo amigo, —responde el oficial —ya todo está bajo control». Manuel es llevado a emergencias de un hospital, atiende los trámites policiales y por fin puede dirigirse a ver a su familia que espera por él, en medio de la calle con los ojos llorosos. Abrazos, besos, consuelo mutuo, pero también la tranquilidad de no llegar con las manos vacías.



Julián

Había intentado huir luego de estrellar el auto contra aquel camión, estaba herido, y aunque la borrachera de la noche anterior desapareció con el impacto, no podía arriesgarse a que lo encontraran. El dolor era intenso y a pesar de haber hecho un torniquete en el brazo, la herida seguía sangrando. Iba huyendo cuando se topó con la casa abandonada, estaba escondido muy cerca cuando divisó a un hombre ingresando por la ventana, se acercó y vio a Manuel levantar los fajos de billetes; mientras las sirenas de los patrulleros sonaban a lo lejos, el dolor, el miedo y la ambición luchaban en su cabeza, tal vez no podría escapar pero regresaría por el botín. Aquel hombre también lo haría, con toda seguridad, tenía que hacer algo; con gran esfuerzo retiró todos los fajos, los introdujo en una bolsa que cayera del bolsillo de Manuel cuando guardaba el dinero y salió de la casa, la sangre resbalaba por el brazo e iba dejando huellas en el camino. Cerca de allí divisó un campo de manzanos, no podría llegar más lejos; introdujo las manos y comenzó a retirar con dificultad la tierra, cogió una manzana y la mordió, saboreó el jugo dulce del fruto, hacía horas que no comía nada; utilizó lo que encontró, ramas, su zapato, nada servía, hasta que divisó una piedra filuda y con ella arremetió para retirar el arbusto, escondió allí todo el dinero y colocó nuevamente la planta. Solo se había alejado algunos metros cuando sintió que lo abandonaban las fuerzas.

Cuando llegó la policía, siguiendo el rastro de sangre, lo encontró desmayado, aún cargaba consigo sus documentos y fue fácil identificarlo como el propietario del auto deportivo que causara el accidente.

           

Un agricultor

Dos días después de los hechos, una pequeña de trenzas negras corre por el campo sembrado, mientras papá y mamá comienzan con la cosecha. Un perro sin pelo, salta alegremente cruzándose por entre las piernas de la niña; el sol es intenso, gruesas gotas de sudor recorren sus mejillas coloradas. Por entre los pequeños árboles de manzana divisa un arbusto seco, los frutos han caído de las ramas sin haber madurado, los va revisando hasta que divisa uno que no ha sido invadido por los gusanos, lo recoge y corre alegremente hasta donde está el padre. «Todas las manzanas estaban con gusanos, papa, pero esta está sanita, mira», le dice. El campesino preocupado por las noticias, camina con la pequeña para ver los frutos caídos, al llegar nota la tierra removida y se rasca la cabeza por debajo del sombrero de paja. Mueve las ramas y un grito se ahoga en su garganta cuando descubre lo que hay debajo del manzano.


Al final de la tarde, la pareja de campesinos con la pequeña, sentados bajo la sombra de un árbol, ya cerca de casa, conversan alegremente sobre el hallazgo. «Cuántas semillas más podré comprar este año, mujer», «sí, Emilio, pero podríamos comprar zapatos para la niña, mira los que tiene», «sí, mujer, si se le ven los dedos», «¡claro! Y una cama, qué te parece una cama con un colchón nuevo…»


La niña mientras tanto observa el rostro alegre de papá y mamá y piensa que esta es una linda tarde porque están los tres conversando y riendo, y el aire es tan rico bajo aquel árbol, y mamá le ha prometido que preparará su plato preferido, ahora sí se puede.