martes, 25 de abril de 2017

¡Escribe!

Rosario Sánchez Infantas

Al partir pensé que era mejor que no encontraran a mi padre; el río Mantaro podría ser una tumba digna. Tuve un sueño angustiado durante todo el viaje, el cual implicaba tramontar la cordillera occidental y central, desde Lima, la capital peruana, hasta la ciudad metalúrgica de La Oroya. Ya clareaba el día cuando se encendieron las luces internas del bus y el ayudante anunció a voz en cuello: «¡Los que bajan en La Oroya!». Una pantalla luminosa marcaba menos dos grados de temperatura. Creía estar preparado para enfrentar el clima de la puna peruana.
Afuera, el frío me atenazó el cuerpo y la escarcha de la acera entumeció mis pies. Felizmente en este puerto terrestre eterno, todo se vende y todo se compra a cualquier hora del día o de la noche. Tomé un taxi hasta el hotel más próximo: una refrigeradora hosca, fea y sin calefacción. De no ser por el par de bolsas de agua caliente que pedí, no hubiera podido dejar de tiritar. Desayuné en el restaurante del hotel, renuncié a mi costumbre del baño diario y me embarqué hacia la dirección que me fue enviada por teléfono.
Hay varios lugares a los que se les llama el culo del mundo. Cuando lo miré por primera vez en el Google Earth pensé que este era el culo del mundo.  Me pareció estar viendo los huesos descarnados de algún animal colosal. ¿Había nevado? o ¿las lluvias ácidas, producidas por la contaminación, habían erosionado la tierra agrícola? Luego ya me enteraría de que son unas formaciones calizas las que dan esa apariencia blanquecina a los cerros de La Oroya. Aun cuando leí que esta era una de las ciudades más contaminadas del mundo, nada lo prepara a uno para una urbe ubicada a cuatro mil metros de altitud, con una temperatura promedio de ocho grados, sin una brizna de yerba; con un aire helado, seco, de oxígeno enrarecido y penetrante olor a carbón y al humo picante del procesamiento metalúrgico. En un jirón que lleva el nombre de uno de las decenas de obreros muertos en la primera explosión de la fundición, entre locales comerciales adaptados a la gran pendiente, di con la casa del amigo de mi padre. Disfrutaba a Verdi mientras me esperaba con un Cabernet Sauvignon a temperatura ambiente.
Siendo muy pequeño aún, mis padres se divorciaron. Mi madre y yo dejamos La Oroya y vivimos en la capital peruana con la familia materna. El comisario me mandó llamar porque formalmente han dado por muerto a mi padre. La última vez que lo vieron con vida fue hacia la medianoche, salía con un par de colegas de un bar muy popular entre los poderosos de la ciudad: fiscales, jueces, policías, autoridades, entre otros. A los veinte minutos entró al bar un muchacho exhausto, temblando y que difícilmente logró hacerse entender. Se había cruzado con los policías ebrios cerca al puente Cascabel. Para encender un cigarrillo, se detuvo y vuelto hacia donde estaban los agentes policiales. Vio una figura menuda salir entre las sombras, empujar a mi padre a las turbulentas y frígidas aguas del río Mantaro y perderse en la oscuridad de la noche en medio del escalofriante alarido. Luego de dos meses de buscar río abajo, me avisaron para que tramite los beneficios que me corresponden por ley, y disponer de sus efectos, los cuales estaban en la casa que alquilaba a su amigo el mayor Guardia Civil Antonio Muchotrigo. La última de las tres convivientes que tuvo, había muerto hacía menos de un año y no tenía otros hijos.
Un valle de menos de un kilómetro de ancho formado por extrañas montañas blancas y un río ocre, ácido y muerto, eso es La Oroya; inhóspita y desangelada, sin embargo es una ciudad industrial a carta cabal. No pude dejar de preguntarme por qué la hicieron aquí en medio de la puna hostil. Obviamente las razones fueron económicas: se encuentra a mitad de camino entre dos importantes centros mineros de la empresa Cerro de Pasco Corporation. Además, de esta ciudad parten vías para el oriente, la costa y la sierra central.  
El mayor Antonio resultó ser un hombre culto, simpático y locuaz. Había estudiado derecho ya siendo policía, y extrañamente parecía mantenerse íntegro, no obstante las personas con las cuales debió relacionarse como parte de su trabajo. Sabiendo que escribo poesía planificó un conversatorio con algunos estudiantes de los colegios en los que realizan labores de prevención del delito. Rápidamente me hizo un enfoque panorámico de mi padre y de la larga amistad de ambos a pesar de sus perfiles tan disímiles. Creo entender que soy hijo de un hombre con un carácter encantador, pero pragmático, hedonista, y egocéntrico, y con algunas quejas femeninas en su legajo, que la diplomacia y amistad de Antonio, reservó. 
Han pasado dos meses desde la desaparición de mi padre y no hay sospechosos, tampoco hipótesis pendientes de investigación. Si lo empujaron al río Mantaro ya no lo van a encontrar; este río sinuosamente recorre varias regiones peruanas, alimenta a la hidroeléctrica más grande del Perú y, como afluente del Amazonas, atraviesa el Brasil hasta llegar al Atlántico. Yo tengo una vida hecha al margen de mi padre; sin embargo, según iba conociendo sobre su azarosa vida, sentí una necesidad cada vez más imperiosa de saber las peculiaridades de su desaparición. ¿A qué hombre en treinta años se le mueren sus tres últimas parejas? Cuando menos, es muy poco probable. Recordé que nunca se hablaba de mi padre en casa y el rostro de angustia de mi madre cuando alguna vez le preguntaron por qué se divorció; solo dio evasivas. Estando de vacaciones, decidí quedarme a conocer algo acerca de este hombre peculiar.
Antonio me entregó una carpeta con ejemplares del diario local con notas relacionadas de alguna manera, con la desaparición de mi padre; además de algunos diarios amarillentos de varias épocas. Ya en un hotel más confortable, me dediqué a revisarlos con detenimiento. La principal línea de investigación había sido la de su lanzamiento al río Mantaro por un desconocido; era la más plausible porque el informante era un estudiante serio. Se había investigado entre los compañeros de trabajo, vecindario, amistades y relacionados; pero la indagación se encontraba en un punto muerto.   
La información que encontraba en los diarios me iba introduciendo en un mundo surrealista: «Unos vendedores de carne de cerdo denunciaron la desaparición desde hace tres semanas de uno de sus abastecedores. La policía fue al lugar despoblado donde vivía el porcicultor, encontrando en su precaria granja aproximadamente una docena de cerdos famélicos y furiosos. En la cabaña del criador hallaron en orden sus pertenencias. Al revisar los corrales descubrieron, casi sumergidos en el fango, algunos huesos y dos cráneos humanos. Como que los animales hambrientos eran un riesgo para la comunidad fueron eliminados a balazos por los efectivos policiales. Al parecer ambos cráneos corresponderían a hombres. Llama poderosamente la atención la desaparición de la abuela del criador de cerdos que vivía con su nieto desde hace mucho años, según refirieron algunos comerciantes». Me pregunté qué reveló el estudio de ADN, pero observé que esa noticia tenía ¡cuarenta años!
Otra nota, daba cuenta en plena semana santa del hallazgo, por un obrero que cavaba una zanja, de evidencias de un rito pagano. Encontró un muñeco de trapo vestido como un miembro de la Guardia Civil del Perú, en la orilla del río, debajo de una roca. Un sector de pobladores especulaba que debido al rito, no se han hallado los restos de mi padre, un capitán de la mencionada institución. También me topé con avisos de pseudo chamanes que ofrecen soluciones a todo tipo de problema humano. Dentro de la parafernalia de estos autodenominados espiritistas, clarividentes y conocedores de la magia blanca y la herbolaria amazónica, están los cráneos humanos, cruces, conchas spondylus, estampas de santos, imanes, cactus, etc. ¿De dónde sacan esos cráneos esos espiritistas? Y no son los únicos; en un par de pequeños comercios vi que conservaban el cráneo de un pariente para que los proteja. ¿Tan fácilmente puede uno hacerse de restos humanos?

A fin de combatir el frío y seguir con mi estilo de vida busqué un gimnasio. En mi tercera visita ingresó a ejercitarse una jovencita de una belleza exótica. Tendría unos catorce o quince años, de estatura mediana y contextura delgada. El cabello castaño sujeto en una cola de caballo mostraba un gracioso rostro ovalado, de piel blanca, cejas pobladas, nariz y boca medianas y armoniosas. Destacaban sus ojos grandes y grises, y una expresión adusta, dulcificada por unas pecas en los pómulos y la nariz. Pasada la inicial curiosidad seguí ejercitándome y me sorprendió descubrir que la espigada muchacha, mientras realizaba estiramientos cerca de mí, me miraba furtivamente a través del espejo que cubría toda la pared. Primero me alabó el ego, pero luego lo asocié con la muerte de mi padre. Era muy joven para haber tenido un romance con él. ¿Sabría algo respecto a mi padre? ¿Quería ayudarme o cobrar venganza por alguna cuenta pendiente? Sí, era objetivo que regularmente me miraba. A diferencia de otras chicas, no hablaba con los muchachos que entrenaban; realizaba su rutina muy seria. En determinado momento recogió sus cosas y se dirigió a los cambiadores.
Al salir, el muchacho que administraba el gimnasio, con una sonrisa de complicidad, me dijo que Erinia Véliz Guerovich, había estado indagando acerca de mí. Dos veces más en esa semana la jovencita apareció por el gimnasio. No pude abordarla pues al parecer ella solo venía a verificar que yo estuviera en el gimnasio y se iba. Ahora yo estaba convencido de que ella tenía algo que ver con la desaparición de mi padre. Concerté una reunión con Antonio esa noche y con mucha curiosidad le pregunté si sabía quién era la joven. Sí la conocía, estudiaba la secundaria en un colegio que habíamos visitado para leer algo de mi poesía y conversar con los chicos. Imaginé que no quería tratar el tema y que por cortesía y para dejarlo zanjado me dijo:

–Su familia tuvo notoriedad en esta pequeña ciudad hace…casi cuarenta años cuando su abuela, una escolar muy bonita, tras salir elegida Miss La Oroya quedó embarazada de otro escolar que un tiempo después fue dado por muerto porque desapareció. 
Pese a que no quería incomodarlo mi curiosidad me hizo preguntarle a bocajarro:
–¿Por qué crees que me está buscando? ¿Tiene que ver con mi padre?
Suspiró, miró hacia arriba y con el ceño fruncido me dijo:
–Todo de alguna manera está relacionado con todo.
Me caía tan bien que no insistí, pero me excitaba saber que tenía una nueva pista.
Esa mañana fui a conocer una de las casas en las que había vivido mi padre. Asumiendo otra identidad y fingiendo que el difunto le debía dinero a mi hermano conocí al anciano propietario que confirmó mis sospechas: mi progenitor explotaba su atractivo con las mujeres y poseía una moral muy blanda. Deslizó la idea de que tendría que ver con la muerte de su última conviviente. «Hay hombres que se apasionan con lo novedoso y hacen cualquier cosa por eliminar lo que les estorba. Además usted sabe que, en este país, el que tiene plata o padrino se bautiza y le lavan cualquier pasado turbio», dijo molesto.   
Cuántas hipótesis bullían por mi cabeza. Algún familiar de su última mujer podría ser quien lo lanzara al río, o algún marido engañado, o un padre burlado… ¿El padre de Erinia? ¿Por qué?
Esa tarde al llegar al gimnasio, el administrador me entregó un sobre manila anónimo que trajera para mí un niño que él no conocía. En el sobre había un recorte del diario local que decía: «El jubilado doctor Luis Fernández Argandoña, en una entrevista realizada por el corresponsal del diario El Heraldo, al celebrarse el día de la Medicina Veterinaria en el Perú, realizó un análisis de la importancia de esta profesión en el desarrollo y la salud, enfatizando que existe un déficit de plazas en la Región Junín. Además de invitar a los jóvenes con afición por las ciencias biológicas a estudiar dicha carrera profesional, contó anécdotas de sus treinta años como veterinario del Camal municipal de La Oroya. Llamó poderosamente nuestra atención un sorprendente hallazgo. En 1975 en el estómago de un cerdo macho adulto encontró un botón dorado con el monograma GC. Pertenecería al uniforme de la ya desaparecida Guardia Civil del Perú».
En mi cabeza bullían las ideas: « ¡Es claro que Erinia me ayuda! ¿Por qué lo hace? Erinia, ¿dónde escuché ese nombre? ¿Mi padre tendría que ver con la muerte del ranchero aquel? Si el hombre murió, ¿pudo su anciana abuela arrojar a mi padre al río? ¡No lo creo! Eso ocurrió hace… ¡mucho tiempo!»
Cuando se lo conté a Antonio, se limitó a decirme: «Esta historia se acabó, supe que ayer toda esa familia ha partido al extranjero». Creo que él protege a su difunto amigo, o quizás me protege a mí de alguna verdad dolorosa.Todas las tardes lo visitaba, lo ponía al tanto de mis hallazgos, observaba sus reacciones e indagaba sobre la ciudad con la esperanza de que cometiera algún desliz o me diera alguna pista donde seguir buscando. Con sus descripciones y anécdotas he comprendido que esta ciudad no es lo que parece. La empresa metalúrgica buscando cuidar sus intereses financieros, ofrece a sus trabajadores y a la comunidad en general diversos servicios. Una bien dotada compañía de bomberos; cuadrillas de rescate profesionales; un ejército de vigilantes muy bien equipados; una sofisticada Dirección de relaciones industriales y públicas, todos ellos puestos a disposición de la Policía Nacional para buscar a mi padre, me han convencido de que es una compleja ciudad industrial.

El último día de mi permanencia en La Oroya, mientras conversaba con el amigo de mi padre, vino a visitarlo, recién llegado de la capital, Sergio un ex policía que había trabajado con Antonio y mi padre por más de diez años. Felices por el encuentro se pusieron al día sobre hechos recientes y narraron una serie de anécdotas diversas. Me llamó la atención aquella ocurrida hacía aproximadamente cuarenta años. La policía de un poblado cercano les había pedido apoyo para capturar a unos abigeos que probablemente habían tomado una carretera abandonada. Suponía que estaban escondidos en esta ruta no transitada, en las inmediaciones de la ciudad metalúrgica, a la espera de que sus cómplices les dieran el alcance con un camión para cargar las reses robadas. A Sergio, costeño y recién llegado a La Oroya, le habían impresionado las profundas cárcavas en los cerros debido a las frecuentes tormentas alto andinas y la casi nula vegetación. Así mismo el aspecto espectral de las ruinas de algunas casas abandonadas. Sentí galopar el corazón cuando Sergio, mirándome, dijo«Ya cerca de la ciudad, Pedro, un muchachón de veintitantos años y su abuela criaban cerdos. Aprovechando una cueva natural habían apilado unas piedras, algunas latas y tablas viejas, e hicieron un corral en el que había aproximadamente docena y media de cerdos de distintos tamaños. Colaboraron cuando nos presentamos como miembros de la Guardia Civil. La información que nos dieron era consistente: cuatro abigeos habían cargado aproximadamente una docena de reses a un camión Ford rojo. Como ya no había nada que hacer, nos entretuvimos hablando con los chancheros».
De ahí en adelante no los escuché en absoluto, me dediqué a elucubrar. Entonces sí, mi padre estuvo en la chanchería... ¡hacía cuarenta años! ¿Mató al chanchero? ¿En la lucha perdió un botón del uniforme? ¿Qué ganaba o perdía Erinia con que yo lo supiera? ¿De quién era el otro cráneo? Únicamente un día el diario local hablaba del hallazgo de dos cráneos, luego se refería a uno solo. ¿Qué pasó con el segundo cráneo? Si aquí hubo más de cincuenta huelgas en el siglo XX contra los abusos de la empresa americana, y la policía o el ejército fueron los encargados de reprimir violentamente dichas huelgas; existía mucha gente que podría querer vengarse de mi padre. Además de las mujeres que había dañado. Era el blanco de la venganza de muchas personas.
Llamaron con urgencia a Antonio desde la Comisaria y se fue con Sergio. Me quedé profundamente frustrado. Esa tarde, mientras arreglaba mi equipaje en la habitación del hotel, sentí un ligero ruido a mis espaldas, me volví hacia la puerta y vi un sobre plastificado que había sido colocado por debajo de ella. Salí rápidamente pero no hallé a nadie en el pasillo que daba a las escaleras. Dentro del envase plástico encontré un sobre manila, ajado y con huellas del tiempo y que contenía un casete de los que se emplearon hasta los años noventa. Sentí mi corazón latir con violencia, bajé a la portería y le pagué una buena suma al encargado para que me prestara un antiguo equipo de sonido que tenía en el mostrador.
Primero no fueron más que risotadas y frases ininteligibles con un fondo fortísimo de música tropical. Tras dos temas no hubo más música. Dejando de lado las interrupciones y palabrotas pude escuchar, con mucho esfuerzo, aproximadamente lo siguiente:  
«Chochera, justamente tenías que haber viajado. La verdad te maldije por no estar en La Oroya el fin de semana. El sábado pagaron y el Chino, Méndez y yo fuimos a divertirnos donde la Tía Chantal. Apenas ingresé supe que algo raro pasaba allí, se sentía en el ambiente, en los gestos nerviosos y las miradas evasivas de los unos y las otras. ¿Qué crees? Salieron abrazados del cuarto. Cuando me vio, a la tipa esa le faltaron nalgas para volver a su cuarto, pero el pendejo se repuso rápidamente de la sorpresa y al pasar escupió delante de mí y se largó con la sonrisa en los labios. Los patas me agarraron para no sacarle la mierda; pero a ella sí le di su tanda, solo por cuidar mi reputación. El cabro del bar, que me mira con codicia, se agachó aparentando hacer su trabajo y susurró, como quien no quiere la cosa: está en el bar del frente.
Cuando no llegó a casa, la doña fue a buscarlo donde sus amigos, en los hospitales y dónde la chiquilla esa con la que tiene un hijo. Su viejo, más acertado, fue a sus “huecos” habituales y donde la Tía Chantal; pero, como era de esperar, nadie dijo nada. Pusieron avisos en la estación del tren, en los terminales terrestres y en los postes de toda la ciudad. ¿Qué crees? Vinieron a la comisaría a preguntar si estaba detenido, y finalmente asentaron la denuncia de su desaparición. La madre pidió una copia de la denuncia porque al nene le tocaba dar examen de religión al día siguiente en su colegio de señoritos.
Lo jodido fue cuando los colegas nos dejaron en la carretera abandonada. Me pasé como cuatro horas en plena oscuridad. Arrastraba al manganzón por el borde de ese barranco maldito. Parecía querer joderme la existencia. ¿Creerás que nos desbarrancamos juntos? ¿Creerás que perdí mi linterna? Perdido en la oscuridad trataba de avanzar, me caía, me levantaba, tanteaba el terreno, avanzaba veinte centímetros, volvía a tantear, avanzaba, me volvía a caer. Me guiaba el aire pestilente que bajaba por la quebrada. Otro que me la hizo fea fue el huevón del chanchero, estaba borracho, pero tú viste lo corpulento que era. Me expulsaba de su rancho y yo que trataba de empujar al frío dentro del corral de los cerdos. Tuve que echarlos a ambos. ¿La vieja? ¡Se hizo humo! Nadie la ha vuelto a ver… ¡Oe!  ¿Qué pasó con la música?... »
De ahí en adelante, se escuchaba música tropical, y una conversación ininteligible. No me importó, pensé que lo que había escuchado ya era demasiado. Sin embargo, encontré en el fondo del sobre plastificado una hoja arrancada de un cuaderno y que con letra imprenta, bastante infantil, decía lo siguiente:
«Conviene reciclar, ¿quién diría lo que contenía una vieja cinta? Mató a su rival (si se puede llamar rivales a los que compartían como favorita a una prostituta), después de un año sedujo a la viuda, solo para humillarla y así volver a castigar al difunto. 
¡Escribe! Cámbiale algunos datos y cuéntalo, creerán que lo inventaste. Perdido en el Atlántico y con su nombre rodando de mano en mano, nunca descansará en paz»
También investigué lo que le hizo a tu madre; pero esa es otra historia. 

Escribí.

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