Eliana Argote Saavedra
Rodolfo
Panamericana
Norte. Es una mañana de calor intenso. Hay pocos pasajeros en el bus, todos están
sentados, “muy despiertos” para su gusto y fastidiados por la falta de ventanas,
«definitivamente la “chamba” está escasa», piensa.
Pocas
veces iba de pasajero, gran parte de su vida se la pasó en medios de transporte
público, pero siempre alerta al descuido de las personas. Pensó seriamente en
bajarse y abordar otro bus, mas ese día estaba particularmente cansado, y no
del cuerpo ciertamente, lo que sentía era ese maldito nudo en el pecho y las
ganas de estrellar el puño en la cara de quien fuera. «Maldita sea, me saco el
ancho trabajando para que no le falte nada», dijo entre dientes mientras se
tumbaba en el último asiento y recordaba la tarde del día anterior: la forma en
que lo miró su exmujer cuando fue a visitar a Lucía, «Que me desprecia —dice —, que me desprecia cuando antes se moría por mí, ¿acaso no
sabía quién era yo?, bien que lo sabía, antes le parecía divertido;
“temerario”, decía». A medida que el bus avanzaba alejándose de la zona poblada,
la ciudad reemplazaba el verdor de los jardines por la gama de grises del
asfalto. Intentaba pensar en mil cosas: el rostro iracundo de Amanda «para
odiarla a sus anchas», cada palabra dicha por ella, pero nada tenía la fuerza
suficiente para distraerlo, no, lo que le destrozaba el alma era la imagen de la
niña en el umbral de la puerta, la mirada triste a pesar de estar celebrando su
sexto cumpleaños; se veía huraña, distante.
Para
Lucía fue muy difícil no correr a los brazos de Rodolfo, aquella mañana cuando
despertó tenía la esperanza de que viniera e iba feliz por la casa contándoselo
a sus muñecas; Amanda, al verla tan emocionada, en una mezcla de tristeza y
rabia, le dijo que estaba harta de cubrirlo, que él era una persona mala y debía
olvidarlo. La niña no había visto a su padre en tres años, pero recordaba
cuando jugaban juntos y reían, él la llamaba «mi princesa» y ella lo adoraba;
cuando papá llegaba a casa con bolsas repletas de cosas, la casa parecía estar
de fiesta; jamás entendió por qué de pronto mamá se veía triste y lloraba; en
su corazón de niña, la madre tenía la culpa de que el padre se hubiera alejado,
por tantos gritos y reproches, pero ante lo dicho por su madre, sintió miedo y
no pudo acercarse a él.
Años
atrás, cuando Rodolfo vio a Amanda por primera vez, sintió necesidad de conocerla,
pero a pesar de que eran casi de la misma edad, no frecuentaban los mismos
círculos; él no estudiaba y ella, hija de una mujer divorciada y sumamente
restrictiva, solo tenía permitido hablar con sus amigas del colegio. Cada día el
muchacho esperaba a Amanda a la salida del colegio, tan solo para verla pasar, la
seguía a distancia prudente durante los quince minutos que tardaba en llegar a
casa, donde su madre aguardaba en la puerta; ese tiempo era para Rodolfo la
mejor parte del día, luego volvía a lo suyo: modales toscos, lenguaje
inapropiado, a «la selva», hogar de «machos» como él, donde fue el referente del
típico ladronzuelo para otros niños sin control.
Al terminar
el primer año de universidad Amanda comenzó a librarse del control de su madre,
ya no era posible imponerle horarios estrictos y ella, sedienta de conocer todo
lo que había tenido prohibido se permitió experimentar cosas nuevas, así fue
como se animó a hablar con aquel muchacho de aspecto rudo que una vez
sorprendió mirándola con ternura y a quien los adultos despreciaban; la
muchacha no podía aceptar que lo condenaran con tanta ligereza, estaba
acostumbrada a que mamá pensara por ella, pero no más, una persona no nace
mala, se decía, además, era tan atractivo, tan libre. Ya había averiguado todo
acerca de él con la tendera, «Pero usted no debe estar preguntando por él, niña
—dijo esta, —ese es un
“piraña” y no le conviene, especialmente a una señorita como usted».
Era
una tarde soleada y venía a pie por las calles ovaladas y llenas de papeles de
la temible urbanización Lobitos, cuando lo divisó sentado en la vereda, fumando
un cigarrillo con sus aires de adulto; a medida que se acercaba podía apreciar
mejor el cabello negro de rizos apretados y la actitud pensativa con que lo
había visto tantas veces: el codo sobre la rodilla, el mentón reposando sobre
la muñeca y una estela de humo azul envolviéndolo. Comenzó a andar más a prisa
mientras se agitaba su respiración, pero cuando faltaban apenas unos metros se
detuvo sin saber qué hacer. Rodolfo percibió que alguien se detenía muy cerca y
volteó en estado de alerta, grande fue la sorpresa al ver a la muchacha que comenzaba
a caminar con cierto nerviosismo, era su oportunidad; se levantó y le cerró el
paso: «Aquí tienes que pagar peaje, linda», le dijo. Ella, con la mirada
clavada en el suelo respondió: «No tengo dinero, Rodolfo», y luego aclarando la
voz y levantando el rostro ruborizado agregó en un susurro: «No tengo,
pero… puedo darte un beso».
Ese
fue el comienzo de su historia. Rodolfo representaba todo lo que la muchacha conocía
como inadecuado, pero también un enigma, cada encuentro sabía a aventura; le
hablaba sin tapujos de planes futuros, con un lenguaje torpe ciertamente, mas
era maravilloso atestiguar el brillo de sus ojos cuando lo hacía; tenía como padre
a un hombre alcohólico, y de la madre no se sabía nada desde que los abandonó, cuando
él apenas había cumplido dos años. Amanda era capaz de sacar a flote
sentimientos enterrados adrede; originar eso y además ser la protagonista de
sus sueños, sin duda no tenía precio; estaba segura de que él cambiaría, solo
necesitaba sentirse amado. El joven por otro lado, siempre vio en aquella chica
a la mujer inalcanzable, pero cuando descubrió que ella tenía fe en él y lo
amaba, decidió que se dedicaría a hacerla feliz, jamás se arrepentiría de dejar
atrás todo lo que conocía.
Cuando la madre de Amanda se enteró,
expresó un «¡No!» rotundo, cosa que lejos de desanimarla, le dio bríos para
encapricharse y enfrentarse a ella. La relación no fue fácil, pero el sentirse
«solos frente al mundo» hizo que se unieran y necesitaran más cada vez. No
tardó mucho en salir embarazada, pero para sorpresa de todos, Rodolfo se
presentó en casa de la señora Rita, madre de Amanda, y dijo que se haría cargo
de su familia: «No faltaba más, solo los maricones dejan abandonados a sus
hijos», agregó con el ceño fruncido. Se fueron a vivir juntos y mientras ella
continuaba estudiando en la universidad, él se encargaba de los gastos; las
labores en el cuarto que alquilaban, también los asumía él, «mi mujercita no
debe preocuparse por nada», decía.
Lucía nació
y los primeros meses todo fue felicidad, pero cuando la joven madre regresó a
estudiar y ante
la imposibilidad de hablar del esposo sin avergonzarse, comenzó a mentir; en su
interior lo culpaba de no poder llevar una vida normal. Al empezar a trabajar
en un estudio de abogados donde entró como auxiliar, no pudo evitar hacer
comparaciones entre el marido y los muchachos que conocía. Pronto la imagen del
atrevido Rodolfo que tanto admirara, terminó deglutida ante la realidad. Claro
que no le faltaba nada y tampoco a la pequeña, pero, ¿qué pasaría si algún
amigo se enteraba?, jamás podría decirle a nadie a qué se dedicaba su esposo.
Lo conminó a cambiar muchas veces y siempre recibió respuestas afirmativas, pero
Rodolfo no tenía intención de hacerlo, o al menos no por su mujer; la relación
entre ellos se tornó en una pelea constante hasta que Amanda le pidió que se
fuera y él no aceptó; la joven amenazó entonces con denunciarlo y obtener la
custodia exclusiva de la niña, negándole todo derecho de visita debido a su
mala influencia; ningún juez se lo negaría considerando los antecedentes que
registraba. Rodolfo se sintió acorralado, pero lo que lo hizo ceder finalmente
fue la amenaza de descubrirlo ante Lucía, eso no iba a aceptarlo; acordaron que
él se iría de la casa aunque debía seguir enviando dinero para la manutención. Se
despidió de su hija y jamás regresó.
El
mismo día que dejó su hogar decidió que ahorraría, aceptó asociarse con algunos
amigos para conseguir más ingresos, lo que obtenía en asaltos a buses y casas
vacías ya no bastaba; así fue como participó en robos a bancos y tiendas
comerciales y asumió nuevos riesgos, todo con tal de regresar algún día con fondos
suficientes para poner un negocio y alejarse de esa vida, por aquella pequeña
que se colgaba de su cuello y para quien él lo era todo, sí estaba dispuesto a
hacerlo. Faltaba tan poco, había ido a decírselo a Lucía, se lo comunicaría
también a Amanda, pero, ¿cómo lo recibió esta?, y qué le dijo a la niña, para
que al intentar levantarla en sus brazos, ella retrocediera con los ojitos
serios y enrojecidos.
Así recordaba
Rodolfo el encuentro con Lucía la tarde anterior, cuando descubrió la casa de
sus sueños. Atrás quedaba Puente Piedra, un pujante distrito con grandes zonas
urbanizadas, para dar paso a la carretera rumbo a Ancón. A un lado del camino, a
través de un gran anuncio, una pareja joven anunciaba la construcción de un
complejo urbanístico: «La casa de tus sueños». Bajo el cartel, una caseta de
ventas revestida con lunas y un departamento modelo, daban la bienvenida al
posible «soñador»; cuando Rodolfo bajó del bus e ingresó a la casa, animado por
el azul pastel del exterior y el Ponciano en la entrada, imaginó a Lucía dentro
y sintió deseos de cambiar. Ahorraría para darle a su familia una casa como
aquella. Al cabo de una semana volvió al lugar, tomaría una foto para
enviársela a Amanda, escribiría una nota diciéndole que pronto podría comprarle
una casa así para que vuelvan a ser una familia, que la vida delincuencial que
conocía quedaría atrás; pero al intentar ingresar a la caseta de ventas para
pedir informes se dio con la sorpresa de que estaba cerrada, había una nota que
daba cuenta de que la inmobiliaria estaba en un proceso judicial y que todos
los bienes se encontraban inmovilizados mientras se liquidaba la empresa; ya le
había parecido extraño ver cierto abandono en el lugar, esa era la razón; avanzó
nuevamente hasta la casa, el polvo recubría los vidrios de las ventanas y las flores
de las macetas lucían marchitas; observó los alrededores, nadie pasaba por
allí, excepto los autos que circulaban por la carretera; forzó la cerradura e
ingresó. Esa sería su vivienda por el momento, hasta que pudiera comprar una
casa para la familia; mientras tanto, era el lugar perfecto para esconder el «jugoso
botín» que obtenía cada fin de semana.
Es
de mañana y Rodolfo se ha vestido con esmero, una camisa amarilla que encontró
en una tienda de ropa «visitada» por él, semanas atrás. Frente al espejo,
acomoda el sombrero, que «combina tan bien» con aquel pantalón vaquero. Voltea
unos centímetros y esconde el prominente abdomen, pasa la mano por la barba
recién afeitada y hace una mueca de aprobación. Observa alrededor, la
habitación luce perfectamente arreglada excepto por la cama que está desviada
hacia un rincón, coge un paquete del velador y se agacha, dando ligeros golpes
en el piso y pegando la oreja al suelo, limpia con esmero las juntas de una baldosa
y la levanta, introduce el paquete con cuidado y una sonrisa de satisfacción se
dibuja en el rostro. Una vez acomodado todo, sirve un poco de ron en un vaso
descartable y lo bebe despacio mirando a través de la ventana; a medida que el
licor le quema la garganta, una imagen se hace más clara en su mente: es Lucía
con el rostro delgado como el suyo, el cabello lacio sujeto por ganchillos de
flores y una expresión de incredulidad; él se acerca y le entrega un paquete,
la niña lo abre, los ojos se le encienden, sonríe; casi logra escuchar el tono
alegre con que dice: «Papá, papá». Risas y lágrimas brotan con fuerza de su
pecho, este será el último fin de semana de aquel «trabajo», que aunque Amanda
no quiera reconocer, sirvió para mantenerlas. Luego todo estará bien, ha
ahorrado lo suficiente para comenzar un negocio, Lucía estará orgullosa de él y
aquella odiosa mujer tendrá que tragarse sus palabras.
Manuel
Serpentín
de Pasamayo. Cielo encapotado y oscuro, faros de iluminación intensos, ojos de
gato y señales fosforescentes que van dibujando la pista: subida, señal de
curva peligrosa, control de velocidad. Manuel se pasa la mano por el rostro sin
afeitar, está cansado, los ojos se le cierran; hace tiempo que no maneja en
esas condiciones pero es necesario; si no llega antes del mediodía a cancelar la
deuda acumulada del alquiler, embargarán su casa, esta sería la tercera vez, «A
la tercera va la vencida», dice aspirando largamente el cigarro que presiona
entre los labios. No, nunca más le hará vivir a la familia, la terrible
experiencia de quedar en medio de la calle. Se desplaza por la carretera, el
viaje durante las siguientes dos horas será monótono y teme dormirse, por lo
que acomoda el cuerpo voluminoso en el asiento; observa en el espejo su rostro de
piel tostada y la incipiente calvicie, tiene apenas cuarenta años y sin embargo
luce como alguien de más de cincuenta; sacar a la familia adelante lo ha
desgastado sin duda, pero eso es lo que siempre le enseñaron en casa: lo bueno
cuesta.
El cielo exhibe unas tímidas pinceladas en
tonos rosáceos, que van difuminándose a medida que avanza; mira el reloj, son
casi las siete de la mañana, con suerte llegará a las diez. La explanada se va
angostando mientras ingresa a la zona agrícola donde encuentra un intenso
movimiento de carga, un par de camiones ha bloqueado el paso y otros dos aún
esperan; sabe que de nada sirve impacientarse así que enciende otro cigarrillo
y aguarda. Luego de casi media hora uno de los camiones reanuda su marcha,
Manuel avanza deleitándose con la mezcla de aromas cítricos que escapa por
sobre las paredes. Es tiempo de cosecha, la época más festiva para los
agricultores.
Luego
de un largo recorrido sale nuevamente a la carretera, «a partir de aquí el
camino es más fácil», piensa, pero de pronto un golpe seco lo hace soltar el
volante y la visión da un giro de 180º a gran velocidad. Ante sus ojos se despliegan
imágenes algo borrosas: las luces de un auto que casi lo enceguecen, un extenso
terreno cubierto de flores, un hombre alejándose con dificultad. A medida que
gira, se acerca más a los objetos; el metal de la cabina rechina al frotarse
contra el asfalto y el rostro de un hombre aparece pegado al vidrio de la
cabina, «un hombre», dice con angustia, estirando las manos y cubriéndose los
ojos con el brazo hasta alcanzar la superficie fría del vidrio. El auto se detiene.
Palpa su rostro, la camiseta que trae, y se tranquiliza al ver las manos
limpias. «Hay que salir», piensa, y apoya la mano en el pantalón; cuando la
tela se pega a la piel, la siente húmeda, empuja con apuro el asiento y ve una pierna
herida, no es grave, abre con dificultad la puerta del auto y es entonces que ve
el cuerpo inerte de un hombre en medio de un charco de sangre, aún se pueden
apreciar las tonalidades amarillas de su camisa y un sombrero unos metros más
allá. Una arcada lo hace salir de la estupefacción en que se encuentra. «Y
ahora, ¿qué?»
Toda
la carga de comestibles está esparcida en la pista: sacos de arroz rotos, granos
diseminados, fideos hechos añicos; la mayor parte está perdida. Retrocede
secándose el sudor de la frente y cae sentado en un saliente de la cabina; allí
se queda en espera de la policía, seguro no tardarán en llegar. «Que sea lo que
Dios quiera», piensa. Los minutos pasan lentamente, una mezcla de miedo y angustia
va apoderándose de Manuel, casi es media mañana, las diligencias policiales
tardarán horas, no llegará a tiempo. Sentado aún bajo el sofocante calor, pasa
una y otra vez las manos por la cara secándose la transpiración, «¿qué hacer?»,
no es culpable, un auto lo ha chocado. Mira alrededor en busca de un teléfono
público para hablar con la casera y explicarle lo sucedido, con suerte llegará
al anochecer. Ve un locutorio a corta distancia y camina hasta allí algo
adolorido, al llegar se da con la ingrata sorpresa que el teléfono está
malogrado, da un golpe de rabia en la cabina y se apoya en ella. En ese
instante, la visión de una casa apenas a escasos veinte metros lo hace
recomponerse, tal vez podrá pedir ayuda; camina hasta allá lo más rápido que puede
y toca la puerta. Con la emoción producida al imaginar el futuro junto a su
hija, Rodolfo olvidó poner el seguro. «¿Hay alguien en casa?, ¡necesito ayuda,
por favor!», grita, pero nadie le responde, introduce medio cuerpo por la ventana
tumbando los recipientes de flores secas sobre el muro.
El
ruido de las macetas estrellándose, alerta a un hombre que yace muy cerca
aunque Manuel no puede notarlo; ansioso como está, mira su reloj y no advierte
la sombra que se desliza hasta la ventana; han pasado diez minutos desde que se
alejara del lugar del accidente, «por qué demora tanto la policía», se pregunta
y en ese instante recuerda que el poblado más cercano, aquel donde cargaban fruta,
quedaba a unas horas y el movimiento de camiones era intenso, él mismo había
tardado más de lo normal en salir nuevamente a la carretera. Solo hará una llamada
y regresará a esperar. Coge el teléfono que está sobre la mesa de noche y la
mano sudorosa deja manchas de sangre en el fono, intenta limpiarlo con la ropa,
pero está completamente sucia, no puede dejar huellas, mira a todos lados, un
trapo sobresale por debajo de la cama, el mismo que utilizara Rodolfo para
limpiar la junta en el piso, una punta había quedado enganchada, jala con
fuerza y el cerámico sale disparado hacia un lado quebrándose. Se acerca y los
ojos se le desorbitan al ver un fajo de billetes envuelto en plástico transparente.
Introduce las manos y saca todo lo que encuentra en el depósito: fajos y más
fajos de billetes.
Por
un instante no sabe qué hacer, su carga está perdida y hay tanto dinero allí, mecánicamente
y sin pensarlo, coge dos paquetes y los guarda en la bolsa que lleva atada a la
cintura, si lo rebuscan podrá decir que es un adelanto por el traslado de la
mercadería, «¡Claro!, eso es», se dice y coge dos más para sí, guardando el
resto en el mismo lugar donde lo encontró, regresará, «pero tal vez se darán
cuenta de lo que falta, sí, esa plata seguro tiene dueño, alguien que no confía
en los bancos, como yo». No, eso sería todo, él no es ningún ladrón para
apropiarse de algo que no es suyo, lo más seguro es que allí viva algún anciano
y esto sea el ahorro de toda una vida. Acomoda con sumo cuidado el cerámico y se
dirige a la puerta. Ya se escucha la sirena de los patrulleros, al alejarse
observa el teléfono, es su posibilidad de tranquilizar a la familia, ya no hay
tiempo.
La policía llega apenas un minuto
antes que él. De pronto el lugar se ve invadido de movimiento: dos patrulleros
y una ambulancia. Rodolfo es cubierto con una sábana luego de confirmar su
deceso y Manuel es atendido por un paramédico; un guardia se le acerca con una
libreta en la mano y el herido se incorpora de la camilla, sumamente ansioso: «Jefe,
fui a buscar ayuda, jefe, porque ustedes no venían, pero en este pueblo de
mierda no vive nadie, me duele mucho la pierna». «Y hubiéramos tardado más en
llegar si no fuera porque un conductor que pasó por aquí, nos alertó, pero
tranquilo amigo, —responde el oficial
—ya todo está bajo control». Manuel es llevado a emergencias de un
hospital, atiende los trámites policiales y por fin puede dirigirse a ver a su
familia que espera por él, en medio de la calle con los ojos llorosos. Abrazos,
besos, consuelo mutuo, pero también la tranquilidad de no llegar con las manos
vacías.
Julián
Había
intentado huir luego de estrellar el auto contra aquel camión, estaba herido, y
aunque la borrachera de la noche anterior desapareció con el impacto, no podía
arriesgarse a que lo encontraran. El dolor era intenso y a pesar de haber hecho
un torniquete en el brazo, la herida seguía sangrando. Iba huyendo cuando se
topó con la casa abandonada, estaba escondido muy cerca cuando divisó a un
hombre ingresando por la ventana, se acercó y vio a Manuel levantar los fajos
de billetes; mientras las sirenas de los patrulleros sonaban a lo lejos, el dolor,
el miedo y la ambición luchaban en su cabeza, tal vez no podría escapar pero
regresaría por el botín. Aquel hombre también lo haría, con toda seguridad,
tenía que hacer algo; con gran esfuerzo retiró todos los fajos, los introdujo
en una bolsa que cayera del bolsillo de Manuel cuando guardaba el dinero y
salió de la casa, la sangre resbalaba por el brazo e iba dejando huellas en el
camino. Cerca de allí divisó un campo de manzanos, no podría llegar más lejos;
introdujo las manos y comenzó a retirar con dificultad la tierra, cogió una
manzana y la mordió, saboreó el jugo dulce del fruto, hacía horas que no comía
nada; utilizó lo que encontró, ramas, su zapato, nada servía, hasta que divisó
una piedra filuda y con ella arremetió para retirar el arbusto, escondió allí
todo el dinero y colocó nuevamente la planta. Solo se había alejado algunos metros
cuando sintió que lo abandonaban las fuerzas.
Cuando
llegó la policía, siguiendo el rastro de sangre, lo encontró desmayado, aún
cargaba consigo sus documentos y fue fácil identificarlo como el propietario
del auto deportivo que causara el accidente.
Un agricultor
Dos
días después de los hechos, una pequeña de trenzas negras corre por el campo sembrado,
mientras papá y mamá comienzan con la cosecha. Un perro sin pelo, salta alegremente
cruzándose por entre las piernas de la niña; el sol es intenso, gruesas gotas
de sudor recorren sus mejillas coloradas. Por entre los pequeños árboles de
manzana divisa un arbusto seco, los frutos han caído de las ramas sin haber madurado,
los va revisando hasta que divisa uno que no ha sido invadido por los gusanos,
lo recoge y corre alegremente hasta donde está el padre. «Todas las manzanas
estaban con gusanos, papa, pero esta está sanita, mira», le dice. El campesino preocupado
por las noticias, camina con la pequeña para ver los frutos caídos, al llegar
nota la tierra removida y se rasca la cabeza por debajo del sombrero de paja.
Mueve las ramas y un grito se ahoga en su garganta cuando descubre lo que hay
debajo del manzano.
Al
final de la tarde, la pareja de campesinos con la pequeña, sentados bajo la
sombra de un árbol, ya cerca de casa, conversan alegremente sobre el hallazgo. «Cuántas
semillas más podré comprar este año, mujer», «sí, Emilio, pero podríamos
comprar zapatos para la niña, mira los que tiene», «sí, mujer, si se le ven los
dedos», «¡claro! Y una cama, qué te parece una cama con un colchón nuevo…»
La
niña mientras tanto observa el rostro alegre de papá y mamá y piensa que esta
es una linda tarde porque están los tres conversando y riendo, y el aire es tan
rico bajo aquel árbol, y mamá le ha prometido que preparará su plato preferido,
ahora sí se puede.
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