miércoles, 12 de abril de 2017

Ruleta

Eliana Argote Saavedra



Rodolfo

Panamericana Norte. Es una mañana de calor intenso. Hay pocos pasajeros en el bus, todos están sentados, “muy despiertos” para su gusto y fastidiados por la falta de ventanas, «definitivamente la “chamba” está escasa», piensa.

Pocas veces iba de pasajero, gran parte de su vida se la pasó en medios de transporte público, pero siempre alerta al descuido de las personas. Pensó seriamente en bajarse y abordar otro bus, mas ese día estaba particularmente cansado, y no del cuerpo ciertamente, lo que sentía era ese maldito nudo en el pecho y las ganas de estrellar el puño en la cara de quien fuera. «Maldita sea, me saco el ancho trabajando para que no le falte nada», dijo entre dientes mientras se tumbaba en el último asiento y recordaba la tarde del día anterior: la forma en que lo miró su exmujer cuando fue a visitar a Lucía, «Que me despreciadice —, que me desprecia cuando antes se moría por mí, ¿acaso no sabía quién era yo?, bien que lo sabía, antes le parecía divertido; “temerario”, decía». A medida que el bus avanzaba alejándose de la zona poblada, la ciudad reemplazaba el verdor de los jardines por la gama de grises del asfalto. Intentaba pensar en mil cosas: el rostro iracundo de Amanda «para odiarla a sus anchas», cada palabra dicha por ella, pero nada tenía la fuerza suficiente para distraerlo, no, lo que le destrozaba el alma era la imagen de la niña en el umbral de la puerta, la mirada triste a pesar de estar celebrando su sexto cumpleaños; se veía huraña, distante.

Para Lucía fue muy difícil no correr a los brazos de Rodolfo, aquella mañana cuando despertó tenía la esperanza de que viniera e iba feliz por la casa contándoselo a sus muñecas; Amanda, al verla tan emocionada, en una mezcla de tristeza y rabia, le dijo que estaba harta de cubrirlo, que él era una persona mala y debía olvidarlo. La niña no había visto a su padre en tres años, pero recordaba cuando jugaban juntos y reían, él la llamaba «mi princesa» y ella lo adoraba; cuando papá llegaba a casa con bolsas repletas de cosas, la casa parecía estar de fiesta; jamás entendió por qué de pronto mamá se veía triste y lloraba; en su corazón de niña, la madre tenía la culpa de que el padre se hubiera alejado, por tantos gritos y reproches, pero ante lo dicho por su madre, sintió miedo y no pudo acercarse a él.


Años atrás, cuando Rodolfo vio a Amanda por primera vez, sintió necesidad de conocerla, pero a pesar de que eran casi de la misma edad, no frecuentaban los mismos círculos; él no estudiaba y ella, hija de una mujer divorciada y sumamente restrictiva, solo tenía permitido hablar con sus amigas del colegio. Cada día el muchacho esperaba a Amanda a la salida del colegio, tan solo para verla pasar, la seguía a distancia prudente durante los quince minutos que tardaba en llegar a casa, donde su madre aguardaba en la puerta; ese tiempo era para Rodolfo la mejor parte del día, luego volvía a lo suyo: modales toscos, lenguaje inapropiado, a «la selva», hogar de «machos» como él, donde fue el referente del típico ladronzuelo para otros niños sin control.

Al terminar el primer año de universidad Amanda comenzó a librarse del control de su madre, ya no era posible imponerle horarios estrictos y ella, sedienta de conocer todo lo que había tenido prohibido se permitió experimentar cosas nuevas, así fue como se animó a hablar con aquel muchacho de aspecto rudo que una vez sorprendió mirándola con ternura y a quien los adultos despreciaban; la muchacha no podía aceptar que lo condenaran con tanta ligereza, estaba acostumbrada a que mamá pensara por ella, pero no más, una persona no nace mala, se decía, además, era tan atractivo, tan libre. Ya había averiguado todo acerca de él con la tendera, «Pero usted no debe estar preguntando por él, niña —dijo esta, —ese es un “piraña” y no le conviene, especialmente a una señorita como usted».

Era una tarde soleada y venía a pie por las calles ovaladas y llenas de papeles de la temible urbanización Lobitos, cuando lo divisó sentado en la vereda, fumando un cigarrillo con sus aires de adulto; a medida que se acercaba podía apreciar mejor el cabello negro de rizos apretados y la actitud pensativa con que lo había visto tantas veces: el codo sobre la rodilla, el mentón reposando sobre la muñeca y una estela de humo azul envolviéndolo. Comenzó a andar más a prisa mientras se agitaba su respiración, pero cuando faltaban apenas unos metros se detuvo sin saber qué hacer. Rodolfo percibió que alguien se detenía muy cerca y volteó en estado de alerta, grande fue la sorpresa al ver a la muchacha que comenzaba a caminar con cierto nerviosismo, era su oportunidad; se levantó y le cerró el paso: «Aquí tienes que pagar peaje, linda», le dijo. Ella, con la mirada clavada en el suelo respondió: «No tengo dinero, Rodolfo», y luego aclarando la voz y levantando el rostro ruborizado agregó en un susurro: «No tengo, pero…  puedo darte un beso».

Ese fue el comienzo de su historia. Rodolfo representaba todo lo que la muchacha conocía como inadecuado, pero también un enigma, cada encuentro sabía a aventura; le hablaba sin tapujos de planes futuros, con un lenguaje torpe ciertamente, mas era maravilloso atestiguar el brillo de sus ojos cuando lo hacía; tenía como padre a un hombre alcohólico, y de la madre no se sabía nada desde que los abandonó, cuando él apenas había cumplido dos años. Amanda era capaz de sacar a flote sentimientos enterrados adrede; originar eso y además ser la protagonista de sus sueños, sin duda no tenía precio; estaba segura de que él cambiaría, solo necesitaba sentirse amado. El joven por otro lado, siempre vio en aquella chica a la mujer inalcanzable, pero cuando descubrió que ella tenía fe en él y lo amaba, decidió que se dedicaría a hacerla feliz, jamás se arrepentiría de dejar atrás todo lo que conocía.

            Cuando la madre de Amanda se enteró, expresó un «¡No!» rotundo, cosa que lejos de desanimarla, le dio bríos para encapricharse y enfrentarse a ella. La relación no fue fácil, pero el sentirse «solos frente al mundo» hizo que se unieran y necesitaran más cada vez. No tardó mucho en salir embarazada, pero para sorpresa de todos, Rodolfo se presentó en casa de la señora Rita, madre de Amanda, y dijo que se haría cargo de su familia: «No faltaba más, solo los maricones dejan abandonados a sus hijos», agregó con el ceño fruncido. Se fueron a vivir juntos y mientras ella continuaba estudiando en la universidad, él se encargaba de los gastos; las labores en el cuarto que alquilaban, también los asumía él, «mi mujercita no debe preocuparse por nada», decía.

            Lucía nació y los primeros meses todo fue felicidad, pero cuando la joven madre regresó a estudiar y ante la imposibilidad de hablar del esposo sin avergonzarse, comenzó a mentir; en su interior lo culpaba de no poder llevar una vida normal. Al empezar a trabajar en un estudio de abogados donde entró como auxiliar, no pudo evitar hacer comparaciones entre el marido y los muchachos que conocía. Pronto la imagen del atrevido Rodolfo que tanto admirara, terminó deglutida ante la realidad. Claro que no le faltaba nada y tampoco a la pequeña, pero, ¿qué pasaría si algún amigo se enteraba?, jamás podría decirle a nadie a qué se dedicaba su esposo. Lo conminó a cambiar muchas veces y siempre recibió respuestas afirmativas, pero Rodolfo no tenía intención de hacerlo, o al menos no por su mujer; la relación entre ellos se tornó en una pelea constante hasta que Amanda le pidió que se fuera y él no aceptó; la joven amenazó entonces con denunciarlo y obtener la custodia exclusiva de la niña, negándole todo derecho de visita debido a su mala influencia; ningún juez se lo negaría considerando los antecedentes que registraba. Rodolfo se sintió acorralado, pero lo que lo hizo ceder finalmente fue la amenaza de descubrirlo ante Lucía, eso no iba a aceptarlo; acordaron que él se iría de la casa aunque debía seguir enviando dinero para la manutención. Se despidió de su hija y jamás regresó.

El mismo día que dejó su hogar decidió que ahorraría, aceptó asociarse con algunos amigos para conseguir más ingresos, lo que obtenía en asaltos a buses y casas vacías ya no bastaba; así fue como participó en robos a bancos y tiendas comerciales y asumió nuevos riesgos, todo con tal de regresar algún día con fondos suficientes para poner un negocio y alejarse de esa vida, por aquella pequeña que se colgaba de su cuello y para quien él lo era todo, sí estaba dispuesto a hacerlo. Faltaba tan poco, había ido a decírselo a Lucía, se lo comunicaría también a Amanda, pero, ¿cómo lo recibió esta?, y qué le dijo a la niña, para que al intentar levantarla en sus brazos, ella retrocediera con los ojitos serios y enrojecidos.  

Así recordaba Rodolfo el encuentro con Lucía la tarde anterior, cuando descubrió la casa de sus sueños. Atrás quedaba Puente Piedra, un pujante distrito con grandes zonas urbanizadas, para dar paso a la carretera rumbo a Ancón. A un lado del camino, a través de un gran anuncio, una pareja joven anunciaba la construcción de un complejo urbanístico: «La casa de tus sueños». Bajo el cartel, una caseta de ventas revestida con lunas y un departamento modelo, daban la bienvenida al posible «soñador»; cuando Rodolfo bajó del bus e ingresó a la casa, animado por el azul pastel del exterior y el Ponciano en la entrada, imaginó a Lucía dentro y sintió deseos de cambiar. Ahorraría para darle a su familia una casa como aquella. Al cabo de una semana volvió al lugar, tomaría una foto para enviársela a Amanda, escribiría una nota diciéndole que pronto podría comprarle una casa así para que vuelvan a ser una familia, que la vida delincuencial que conocía quedaría atrás; pero al intentar ingresar a la caseta de ventas para pedir informes se dio con la sorpresa de que estaba cerrada, había una nota que daba cuenta de que la inmobiliaria estaba en un proceso judicial y que todos los bienes se encontraban inmovilizados mientras se liquidaba la empresa; ya le había parecido extraño ver cierto abandono en el lugar, esa era la razón; avanzó nuevamente hasta la casa, el polvo recubría los vidrios de las ventanas y las flores de las macetas lucían marchitas; observó los alrededores, nadie pasaba por allí, excepto los autos que circulaban por la carretera; forzó la cerradura e ingresó. Esa sería su vivienda por el momento, hasta que pudiera comprar una casa para la familia; mientras tanto, era el lugar perfecto para esconder el «jugoso botín» que obtenía cada fin de semana.


Es de mañana y Rodolfo se ha vestido con esmero, una camisa amarilla que encontró en una tienda de ropa «visitada» por él, semanas atrás. Frente al espejo, acomoda el sombrero, que «combina tan bien» con aquel pantalón vaquero. Voltea unos centímetros y esconde el prominente abdomen, pasa la mano por la barba recién afeitada y hace una mueca de aprobación. Observa alrededor, la habitación luce perfectamente arreglada excepto por la cama que está desviada hacia un rincón, coge un paquete del velador y se agacha, dando ligeros golpes en el piso y pegando la oreja al suelo, limpia con esmero las juntas de una baldosa y la levanta, introduce el paquete con cuidado y una sonrisa de satisfacción se dibuja en el rostro. Una vez acomodado todo, sirve un poco de ron en un vaso descartable y lo bebe despacio mirando a través de la ventana; a medida que el licor le quema la garganta, una imagen se hace más clara en su mente: es Lucía con el rostro delgado como el suyo, el cabello lacio sujeto por ganchillos de flores y una expresión de incredulidad; él se acerca y le entrega un paquete, la niña lo abre, los ojos se le encienden, sonríe; casi logra escuchar el tono alegre con que dice: «Papá, papá». Risas y lágrimas brotan con fuerza de su pecho, este será el último fin de semana de aquel «trabajo», que aunque Amanda no quiera reconocer, sirvió para mantenerlas. Luego todo estará bien, ha ahorrado lo suficiente para comenzar un negocio, Lucía estará orgullosa de él y aquella odiosa mujer tendrá que tragarse sus palabras.



Manuel

Serpentín de Pasamayo. Cielo encapotado y oscuro, faros de iluminación intensos, ojos de gato y señales fosforescentes que van dibujando la pista: subida, señal de curva peligrosa, control de velocidad. Manuel se pasa la mano por el rostro sin afeitar, está cansado, los ojos se le cierran; hace tiempo que no maneja en esas condiciones pero es necesario; si no llega antes del mediodía a cancelar la deuda acumulada del alquiler, embargarán su casa, esta sería la tercera vez, «A la tercera va la vencida», dice aspirando largamente el cigarro que presiona entre los labios. No, nunca más le hará vivir a la familia, la terrible experiencia de quedar en medio de la calle. Se desplaza por la carretera, el viaje durante las siguientes dos horas será monótono y teme dormirse, por lo que acomoda el cuerpo voluminoso en el asiento; observa en el espejo su rostro de piel tostada y la incipiente calvicie, tiene apenas cuarenta años y sin embargo luce como alguien de más de cincuenta; sacar a la familia adelante lo ha desgastado sin duda, pero eso es lo que siempre le enseñaron en casa: lo bueno cuesta.

 El cielo exhibe unas tímidas pinceladas en tonos rosáceos, que van difuminándose a medida que avanza; mira el reloj, son casi las siete de la mañana, con suerte llegará a las diez. La explanada se va angostando mientras ingresa a la zona agrícola donde encuentra un intenso movimiento de carga, un par de camiones ha bloqueado el paso y otros dos aún esperan; sabe que de nada sirve impacientarse así que enciende otro cigarrillo y aguarda. Luego de casi media hora uno de los camiones reanuda su marcha, Manuel avanza deleitándose con la mezcla de aromas cítricos que escapa por sobre las paredes. Es tiempo de cosecha, la época más festiva para los agricultores.

Luego de un largo recorrido sale nuevamente a la carretera, «a partir de aquí el camino es más fácil», piensa, pero de pronto un golpe seco lo hace soltar el volante y la visión da un giro de 180º a gran velocidad. Ante sus ojos se despliegan imágenes algo borrosas: las luces de un auto que casi lo enceguecen, un extenso terreno cubierto de flores, un hombre alejándose con dificultad. A medida que gira, se acerca más a los objetos; el metal de la cabina rechina al frotarse contra el asfalto y el rostro de un hombre aparece pegado al vidrio de la cabina, «un hombre», dice con angustia, estirando las manos y cubriéndose los ojos con el brazo hasta alcanzar la superficie fría del vidrio. El auto se detiene. Palpa su rostro, la camiseta que trae, y se tranquiliza al ver las manos limpias. «Hay que salir», piensa, y apoya la mano en el pantalón; cuando la tela se pega a la piel, la siente húmeda, empuja con apuro el asiento y ve una pierna herida, no es grave, abre con dificultad la puerta del auto y es entonces que ve el cuerpo inerte de un hombre en medio de un charco de sangre, aún se pueden apreciar las tonalidades amarillas de su camisa y un sombrero unos metros más allá. Una arcada lo hace salir de la estupefacción en que se encuentra. «Y ahora, ¿qué?»

Toda la carga de comestibles está esparcida en la pista: sacos de arroz rotos, granos diseminados, fideos hechos añicos; la mayor parte está perdida. Retrocede secándose el sudor de la frente y cae sentado en un saliente de la cabina; allí se queda en espera de la policía, seguro no tardarán en llegar. «Que sea lo que Dios quiera», piensa. Los minutos pasan lentamente, una mezcla de miedo y angustia va apoderándose de Manuel, casi es media mañana, las diligencias policiales tardarán horas, no llegará a tiempo. Sentado aún bajo el sofocante calor, pasa una y otra vez las manos por la cara secándose la transpiración, «¿qué hacer?», no es culpable, un auto lo ha chocado. Mira alrededor en busca de un teléfono público para hablar con la casera y explicarle lo sucedido, con suerte llegará al anochecer. Ve un locutorio a corta distancia y camina hasta allí algo adolorido, al llegar se da con la ingrata sorpresa que el teléfono está malogrado, da un golpe de rabia en la cabina y se apoya en ella. En ese instante, la visión de una casa apenas a escasos veinte metros lo hace recomponerse, tal vez podrá pedir ayuda; camina hasta allá lo más rápido que puede y toca la puerta. Con la emoción producida al imaginar el futuro junto a su hija, Rodolfo olvidó poner el seguro. «¿Hay alguien en casa?, ¡necesito ayuda, por favor!», grita, pero nadie le responde, introduce medio cuerpo por la ventana tumbando los recipientes de flores secas sobre el muro.

El ruido de las macetas estrellándose, alerta a un hombre que yace muy cerca aunque Manuel no puede notarlo; ansioso como está, mira su reloj y no advierte la sombra que se desliza hasta la ventana; han pasado diez minutos desde que se alejara del lugar del accidente, «por qué demora tanto la policía», se pregunta y en ese instante recuerda que el poblado más cercano, aquel donde cargaban fruta, quedaba a unas horas y el movimiento de camiones era intenso, él mismo había tardado más de lo normal en salir nuevamente a la carretera. Solo hará una llamada y regresará a esperar. Coge el teléfono que está sobre la mesa de noche y la mano sudorosa deja manchas de sangre en el fono, intenta limpiarlo con la ropa, pero está completamente sucia, no puede dejar huellas, mira a todos lados, un trapo sobresale por debajo de la cama, el mismo que utilizara Rodolfo para limpiar la junta en el piso, una punta había quedado enganchada, jala con fuerza y el cerámico sale disparado hacia un lado quebrándose. Se acerca y los ojos se le desorbitan al ver un fajo de billetes envuelto en plástico transparente. Introduce las manos y saca todo lo que encuentra en el depósito: fajos y más fajos de billetes.

Por un instante no sabe qué hacer, su carga está perdida y hay tanto dinero allí, mecánicamente y sin pensarlo, coge dos paquetes y los guarda en la bolsa que lleva atada a la cintura, si lo rebuscan podrá decir que es un adelanto por el traslado de la mercadería, «¡Claro!, eso es», se dice y coge dos más para sí, guardando el resto en el mismo lugar donde lo encontró, regresará, «pero tal vez se darán cuenta de lo que falta, sí, esa plata seguro tiene dueño, alguien que no confía en los bancos, como yo». No, eso sería todo, él no es ningún ladrón para apropiarse de algo que no es suyo, lo más seguro es que allí viva algún anciano y esto sea el ahorro de toda una vida. Acomoda con sumo cuidado el cerámico y se dirige a la puerta. Ya se escucha la sirena de los patrulleros, al alejarse observa el teléfono, es su posibilidad de tranquilizar a la familia, ya no hay tiempo.

            La policía llega apenas un minuto antes que él. De pronto el lugar se ve invadido de movimiento: dos patrulleros y una ambulancia. Rodolfo es cubierto con una sábana luego de confirmar su deceso y Manuel es atendido por un paramédico; un guardia se le acerca con una libreta en la mano y el herido se incorpora de la camilla, sumamente ansioso: «Jefe, fui a buscar ayuda, jefe, porque ustedes no venían, pero en este pueblo de mierda no vive nadie, me duele mucho la pierna». «Y hubiéramos tardado más en llegar si no fuera porque un conductor que pasó por aquí, nos alertó, pero tranquilo amigo, —responde el oficial —ya todo está bajo control». Manuel es llevado a emergencias de un hospital, atiende los trámites policiales y por fin puede dirigirse a ver a su familia que espera por él, en medio de la calle con los ojos llorosos. Abrazos, besos, consuelo mutuo, pero también la tranquilidad de no llegar con las manos vacías.



Julián

Había intentado huir luego de estrellar el auto contra aquel camión, estaba herido, y aunque la borrachera de la noche anterior desapareció con el impacto, no podía arriesgarse a que lo encontraran. El dolor era intenso y a pesar de haber hecho un torniquete en el brazo, la herida seguía sangrando. Iba huyendo cuando se topó con la casa abandonada, estaba escondido muy cerca cuando divisó a un hombre ingresando por la ventana, se acercó y vio a Manuel levantar los fajos de billetes; mientras las sirenas de los patrulleros sonaban a lo lejos, el dolor, el miedo y la ambición luchaban en su cabeza, tal vez no podría escapar pero regresaría por el botín. Aquel hombre también lo haría, con toda seguridad, tenía que hacer algo; con gran esfuerzo retiró todos los fajos, los introdujo en una bolsa que cayera del bolsillo de Manuel cuando guardaba el dinero y salió de la casa, la sangre resbalaba por el brazo e iba dejando huellas en el camino. Cerca de allí divisó un campo de manzanos, no podría llegar más lejos; introdujo las manos y comenzó a retirar con dificultad la tierra, cogió una manzana y la mordió, saboreó el jugo dulce del fruto, hacía horas que no comía nada; utilizó lo que encontró, ramas, su zapato, nada servía, hasta que divisó una piedra filuda y con ella arremetió para retirar el arbusto, escondió allí todo el dinero y colocó nuevamente la planta. Solo se había alejado algunos metros cuando sintió que lo abandonaban las fuerzas.

Cuando llegó la policía, siguiendo el rastro de sangre, lo encontró desmayado, aún cargaba consigo sus documentos y fue fácil identificarlo como el propietario del auto deportivo que causara el accidente.

           

Un agricultor

Dos días después de los hechos, una pequeña de trenzas negras corre por el campo sembrado, mientras papá y mamá comienzan con la cosecha. Un perro sin pelo, salta alegremente cruzándose por entre las piernas de la niña; el sol es intenso, gruesas gotas de sudor recorren sus mejillas coloradas. Por entre los pequeños árboles de manzana divisa un arbusto seco, los frutos han caído de las ramas sin haber madurado, los va revisando hasta que divisa uno que no ha sido invadido por los gusanos, lo recoge y corre alegremente hasta donde está el padre. «Todas las manzanas estaban con gusanos, papa, pero esta está sanita, mira», le dice. El campesino preocupado por las noticias, camina con la pequeña para ver los frutos caídos, al llegar nota la tierra removida y se rasca la cabeza por debajo del sombrero de paja. Mueve las ramas y un grito se ahoga en su garganta cuando descubre lo que hay debajo del manzano.


Al final de la tarde, la pareja de campesinos con la pequeña, sentados bajo la sombra de un árbol, ya cerca de casa, conversan alegremente sobre el hallazgo. «Cuántas semillas más podré comprar este año, mujer», «sí, Emilio, pero podríamos comprar zapatos para la niña, mira los que tiene», «sí, mujer, si se le ven los dedos», «¡claro! Y una cama, qué te parece una cama con un colchón nuevo…»


La niña mientras tanto observa el rostro alegre de papá y mamá y piensa que esta es una linda tarde porque están los tres conversando y riendo, y el aire es tan rico bajo aquel árbol, y mamá le ha prometido que preparará su plato preferido, ahora sí se puede.

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