Eliana Argote Saavedra
Iba por la carretera cuando un
pedazo de papel fue a estamparse en el parabrisas. El viento sacudía sus
márgenes furiosamente, pero no lograba desprenderlo. Joaquín se detuvo para
recargar gasolina y mientras esperaba, decidió sacar el papel que le daba un
aspecto terrible a su recién estrenado, y polvoriento, auto del año.
Adelante la pista se extendía por un
sendero de tierra, estaba cansado y quiso estirar las piernas. Cuando regresó
dispuesto a continuar su camino, el auto no arrancaba.
—Es la
batería —dijo el dueño de un remedo de grifo que se encontraba en la carretera,
hasta donde pudo llegar—, hoy es imposible arreglarlo.
—¿Y qué
voy a hacer aquí en medio de la nada? —preguntó visiblemente molesto.
—Por aquí
hay un pueblo, es pequeño y de gente muy agradable, puede buscar un lugar para
quedarse y regresar mañana.
No pareció agradarle la idea, mas, tomó
el camino que le indicaron. Era mediodía,
el sol arrojaba sus rayos verticales sobre él. Más adelante, una cuesta
empinada y ni un alma, como en el peor escenario de una película futurista. Anduvo
unos minutos intentando convencerse de no estar cometiendo una locura, sin embargo, ¿qué más podía hacer? Una vez en la cumbre, apareció ante sus ojos un
paisaje verde con un sendero de tierra apisonada que serpenteaba por entre
árboles frondosos que parecían tocarse a gran altura. Se quedó sentado un
instante en la cumbre observando maravillado el paisaje y preguntándose cómo un
lugar tan apacible como este podía no estar mencionado en su mapa de viajero.
Disponía de quince días de
vacaciones, era el premio que se daba a sí mismo luego de obtener el ascenso en
la firma de publicidad donde trabajaba desde hacía tres años y por el que se
esforzó tanto; no tenía familia cercana, era hijo único y sus padres vivían en
el extranjero, se comunicaba muy poco con ellos. No acostumbraba mantener
relaciones amorosas serias, aunque no dejaba de tener encuentros casuales con
mujeres hermosas; no era físicamente atractivo, pero su metro setenta y cinco,
la seguridad y aplomo que exhibía; sus miradas largas que parecían auscultar más
allá de los ojos, y su forma de hablar sentenciosa, hacían que no le faltara
compañía femenina. Ya en el hotel del aeropuerto agregó a su lista de
conquistas a una mujer hermosa con la que tuvo un encuentro sexual la primera
noche, ya había seducido a las encargadas de las toallas que murmuraban cuando les
sonreía, y hasta fue el culpable de una fuerte discusión entre una pareja de vacacionistas
que celebraba su segunda luna de miel.
Al llegar al pueblo se instaló en un
albergue que brindaba hospedaje, cerca de la playa. Cero comodidades, pero
ciertamente no le faltaba nada esencial, además sería solo por una noche. Al
oscurecer decidió dar un paseo por los alrededores para conocer aquel pueblito
escondido de gente sencilla. Lo acompañaban el suave sonido de la espuma
desgranándose al morir las olas, y el viento desprendiéndose del movimiento
acompasado de las palmeras que se filtraba por debajo de su camisa. Quiso
encender un cigarrillo, había dejado su cajetilla en la maleta así que siguió
caminando. «Alguien debe de fumar por
aquí», pensó y tuvo razón, a pocos metros un cartel garabateado a mano
anunciaba la existencia de una tienda. En el camino encontró una roca grande escondida
por unos arbustos, ya con sus cigarrillos, se sentó a disfrutar del silencio,
no podía precisar la hora, aunque estaba seguro de que era tarde, allí estuvo largo
tiempo observando el reflejo de la luna moviéndose
sobre el agua. De pronto, un murmullo lo alertó, le recomendaron que no se
alejara, pues esos lugares no estaban en la ruta turística y nadie podía garantizar
su seguridad, quiso marcharse, un grupo de muchachos se acercaba, tendrían entre
veinte y veinticinco años, de raza negra y estructura atlética. El lenguaje que
utilizaban era extraño. Los vio sentarse formando un gran círculo, traían
tambores y otros objetos que, desde donde estaba parecían lanzas. Miró su reloj, era casi media noche,
buscó por los alrededores, pero el lugar lucía desierto así que decidió
quedarse a observarlos, no sin un poco de temor. Una ligera ráfaga de viento estremeció
sus brazos desnudos, sin embargo, la piel blanca de su rostro se tornó brillosa
y unas gotas de sudor bajaron desde la frente. Casi no se movió los siguientes
quince minutos.
Luego de lo que parecía ser una
ceremonia, donde los muchachos cantaban con los brazos entrelazados y apoyaban
la frente en la arena para levantarla y emitir un grito, uno de ellos se incorporó dirigiéndose al centro, donde
las lanzas fueron enterradas con la punta hacia arriba. La débil luz de una
fogata cercana iluminaba apenas al grupo, proyectando sus sombras en la arena. Repentinamente
deshicieron el círculo, algunos cogieron los tambores y comenzaron a tocar, uno
a uno fueron dirigiéndose al centro para exhibir lo que parecía ser una danza
africana. Joaquín quedó maravillado, comprendió que el temor experimentado era
absurdo, solo eran muchachos expresándose como seguro lo hacían sus ancestros,
el movimiento de sus cuerpos era la más bella expresión de sentimientos que
había visto, los gritos que acompañaban la danza enfatizaban lo que sus cuerpos
decían. Una muchacha llamó su atención, era menuda y grácil, se dirigió al
centro del círculo y clavó los ojos en dirección a él; se sintió perturbado, al
comienzo dudaba, después estaba seguro, la mirada de ella permanecía fija
mientras la danza se tornaba cada vez más frenética, el movimiento de sus
formas onduladas daba sentido a la intensidad del golpe en los tambores, las
caderas se sacudían, los brazos parecían extenderse hacia él.
Hubiese querido acercarse y
conocerla, pero sintió temor, al término de la danza, los muchachos recogieron
sus cosas y se marcharon. Él emprendió el regreso.
Al día siguiente despertó con un
intenso y dulce aroma que provenía de la cocina. Al pie de su cama un niño lo observaba,
sosteniendo un pan con las dos manos, cerca de la boca; tendría seis años, la
camisa blanca y larga que traía resaltaba su piel negra y sus grandes ojos.
—Hola —dijo
Joaquín mirándolo con curiosidad—, ¿cómo te llamas?
El niño
no respondió, se sentó sobre la cama, subió los pies y partió un pedazo del pan
que traía, se lo alcanzó.
—¿Es para
mí? —preguntó Joaquín.
—Lo hizo
mamá —dijo el niño—, es rico.
Joaquín
lo recibió y se lo comió.
—¿Y tú qué
haces aquí? —preguntó.
El niño
se bajó de la cama, cogió una pelota, la pateó y salió corriendo tras ella.
El viajero estaba listo para
marcharse. Cuando salió volvió a encontrar a Nilo, quien corría feliz tras la
pelota, al verlo, la pateó hacia él y fue a esconderse tras un árbol. Era
bastante temprano así que se puso a jugar un rato con el niño, pero al marcharse,
este lo siguió.
—Regresa,
regresa a tu casa, yo ya me voy —dijo, el niño solo reía y continuaba tras él.
Ingresó a la casa, la dueña del
albergue le contó que aquel muchachito era hijo de Mayra, una joven que
trabajaba en la ciudad y que solo regresaba los fines de semana para ver al
pequeño Nilo. Se despidió dispuesto a marcharse, el niño ya no estaba. Había
caminado casi media hora cuando sintió un ruido, grande fue su sorpresa cuando
vio a Nilo tras él con su gran sonrisa y su pelota. Contrariado, intentó
regresar, ya estaba a mitad de camino así que decidió llevarlo y regresar luego
en el auto con él para devolverlo. Al llegar, sin embargo, el hombre que
conseguiría la batería le dijo que aún no la tenía, que tardaría por lo menos
un par de días en conseguirla.
El camino fue entretenido para
Joaquín, tenía un nuevo amigo. Aquel día, en compañía de Nilo, pescó, jugó y estuvo
muy a gusto con la alegría del niño. Se sentía tan bien que olvidó el trabajo,
el auto descompuesto y sus ganas de compañía femenina. Compartieron el almuerzo
y ayudaron a la casera del albergue a preparar pan dulce. En la noche hicieron
una fogata, el niño danzó alrededor de la misma, recordándole levemente lo que
había visto cerca de la playa y él le contó algunas historias. Así transcurrieron
los dos días que debía esperar, la mañana en que iba a marcharse, Nilo amaneció
con fiebre, su carita triste lo conmovió, el niño le tomó la mano y la puso bajo su almohada, abrazándose a ella.
Nunca se sintió tan conmovido, la casera
preparaba emplastos con plantas silvestres y los colocaba en la frente de Nilo,
Joaquín no se atrevió a marcharse. Al final de aquel viernes, cuando ya oscurecía,
una voz femenina alertó a Joaquín, quien estaba contándole un cuento al niño,
mejorado ya de la fiebre. El rostro del pequeño se iluminó.
—¡Es mamá!,
¡es mamá! —gritaba saltando sobre la cama.
En la
entrada, la figura grácil de Mayra apareció con los brazos abiertos.
—Mi niño —decía—
mi niño, dice doña Jesús que estuviste con fiebre, pobrecito.
Pasó delante de Joaquín, quien no
podía creer lo que veía, era la chica de la playa, sí, era ella, jamás
olvidaría ese rostro. Ella no se percató de la presencia de Joaquín,
entretenida como estaba en abrazar a su hijo, luego, cuando notó que Nilo
sonreía a alguien tras ella, volteó, enseguida se puso en alerta.
—¿Quién
eres tú?
—Es mi
amigo —dijo el pequeño—, él me ha cuidado y me ha contado cuentos, cuéntale, cuéntale,
cuéntale —pedía.
La mañana siguiente, Joaquín se
ofreció a llevar a Mayra y su pequeño al pueblo para conseguir medicinas. Era
el día en que debía marcharse, pero ya había esperado tanto, ahora tendría la
oportunidad de conocer un poco mejor a la muchacha. De regreso, dejaron al niño
dormido con la casera y ellos volvieron a la playa, allí pasaron algunas horas,
Mayra se mostraba a gusto con él, conversaron, se conocieron y Joaquín comenzó
a descubrir un sentimiento extraño que lo atrapaba cuando estaba cerca de ella,
cuando miraba sus ojos que por momentos se perdían cuando alguna balsa se
acercaba. Fue la casera quien le recordó a Joaquín que debía marcharse, que se
encontró con el hombre del grifo, dijo, que le avisara que su auto estaba
listo.
El niño
no quería que se marchara, y él tampoco deseaba irse.
—¿Tú qué
dices, Mayra?, ¿quieres que me vaya?
—Y ¿para
qué? —respondió la muchacha—, si dices que nadie te espera, mejor quédate.
Joaquín estaba feliz, ella le pidió
que se quedara, ya la había sorprendido un par de veces mirándolo cuando él
parecía entretenido con Nilo. Ella ríe conmigo, pensaba, se ve relajada y
feliz. Esa noche volvieron a preparar una fogata junto a la playa, él le contó de
su vida, su trabajo, las comodidades de la ciudad, lo hermosa y fácil que sería
su vida a partir de ahora con su ascenso; ella le contó de su pueblo, de los
padres fallecidos, de lo mucho que amaba a su hijo, que trabajaba por él y que
algún día el niño iría a la escuela, que eso la haría feliz. Se acostaron sobre
la arena con Nilo entre ellos y se quedaron largo rato mirando la luna. Cuando
el niño se quedó dormido, ella se dispuso a cargarlo y sin proponérselo, sus
manos se tocaron, ella se apartó al instante.
—¿Tu
corazón tiene dueño Mayra? —preguntó mirándola fijamente a los ojos.
—Creo que
sí —respondió ella y desvió su mirada hacia la playa—. ¿Y el
tuyo?
—Creo que
el mío también —respondió él.
Esa noche Joaquín soñó con la luna
iluminando la noche negra, con la fogata, con la muchacha de la playa que
danzaba. A pocos metros, Mayra, abrazada a su hijo también soñaba con la luna y
con la noche negra, con una balsa acercándose a la orilla. ¿Tu corazón tiene
dueño Mayra? Sonaba la pregunta que le hiciera Joaquín, pero la voz que hablaba
era otra, y la mirada fija en sus ojos que la estremecía, y el cuerpo que se
acercaba tras descender de la balsa.
Al día siguiente, Joaquín estaba
decidido, esa noche se lo confesaría a Mayra, su vida había cambiado, su rumbo,
ahora solo tenía un propósito; él quería a Nilo, se encariñó con aquel pequeñuelo
descalzo de mirada juguetona; la deseaba a ella, mas, lo que sentía era nuevo,
pensaba en su cuerpo de piel azabache, en sus piernas largas, en su cabello
negro, en esa mirada extraviada; quería tenerla entre sus brazos, sí, para
abrazarla, para protegerla, quería hacerla suya pero no lo guiaba el simple
deseo carnal, soñaba con su sonrisa complacida cuando pudiera poseerla, en la
tibieza del silencio con ella entre sus brazos, en su aroma a mar. Jamás sintió
aquello, ninguna mujer logró despertar eso en él. Ella merecía todo lo que él
pudiera darle, se la llevaría y al niño con ellos, ella no tendría que volver a
servir a otros, la imaginaba en su departamento, vestida con ropa fina, y al
niño contento regresando de la escuela, los tres yendo a pasear.
Llegó la noche, Joaquín se sentía
algo nervioso, la casera había preparado un pastel con frutas silvestres que
los tres recogieron, Mayra durmió una siesta abrazada a su hijo, al despertar
se entretuvo bordando un vestido luego de elegir los collares de semillas que
se pondría esa noche, todo era perfecto, ella seguramente lo sospechaba, se
estaba preparando para él. Cuando salió de la casa, Nilo jugaba en la entrada
con unos muñecos de trapo que su madre le trajo, pero Mayra no estaba. Pasaban
los minutos y la muchacha no aparecía, la casera, al verlo inquieto, se acercó
a él.
—Ella
estaba inquieta también —le dijo—, me pidió que te diera las gracias por tratar
tan bien a su hijo.
—¿Dónde
está?
—Se ha
marchado, va a volver a media noche.
—¿Por qué?
¿A dónde ha ido?
—Ella
está enamorada —le dijo mientras cruzaba una manta sobre sus hombros.
—Lo sé,
pero ¿por qué no está aquí?
—Tú eres
bueno —dijo la mujer—, pero ella quiere a otro.
—¡No!, ¡no
puede ser!, ¿a quién?
—Ella no
es para ti —insistió la anciana—, ella quiere a un hombre que es como ella, uno
de aquí.
—Pero es
que yo puedo hacerla feliz, voy a llevármela a la ciudad, quiero…
—Ella es
feliz aquí.
—Aquí no
tiene nada, qué puede darle un hombre de aquí, qué futuro puede esperarle.
—Ella no
necesita tus cosas, tu mundo es extraño para ella.
— Ya sé dónde
está —dijo Joaquín estrellando el puño contra la banca de madera.
—No vayas
a buscarla.
Joaquín no respondió, se alejó con
pasos largos rumbo a la playa. Estaría con aquel grupo de muchachos con los que
lo vio la primera vez, seguramente el hombre que quiere es uno de ellos, un
aldeano, un hombre sin futuro, pensaba. Llegó hasta la roca desde donde la vio
la primera vez, esperó solo unos minutos cuando apareció la silueta de Mayra acercándose
a la playa. Llevaba el vestido blanco que ella misma había bordado en la tarde,
los collares de coral, los pies descalzos. Se sentó en la orilla. Iba a
acercarse cuando la vio incorporarse; una balsa se aproximaba, un muchacho
atlético de brazos fornidos y cabello ensortijado descendió, solo llevaba un
pantalón a la altura de la pantorrilla, se acercó a ella y la levantó en sus
brazos.
Joaquín sintió ganas de acercarse y
estrellar su mano en el rostro de aquel hombre, sujetar a Mayra y convencerla
de que él era lo mejor que podía pasarle, que solo a su lado estaba el futuro que
era incapaz de imaginar; tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar el dolor
que se le clavó en el pecho cuando los vio despojarse de sus ropas lentamente,
acercándose y convirtiéndose en uno, cuando vio el placer en el rostro de ella,
tumbada sobre la arena mientras él acariciaba su piel.
Ocultó el rostro entre las manos. Se
quedó quieto y en silencio hasta que escuchó la voz de ella diciendo adiós. Se
armó de valor, era apenas una chiquilla, no podía saber lo que quería, cuando
el muchacho se marchó y la balsa desapareció, se acercó y se sentó a su lado.
Mayra se asustó al verlo.
—Yo creí
que me querías —dijo él acercándose.
Ella se
apartó un poco y lo miró directo a los ojos.
—Jamás te
dije que te quería a ti —respondió.
Un puñal se clava en la herida
abierta, ella no lo ama, jamás se lo había dicho; para ella, el mundo comienza
con el sonido de la voz de Ramón, el pescador de la playa, tuvo que escuchar su
voz emocionada, ver su mirada soñadora perderse en el horizonte cuando le contaba que
el futuro tenía el color de sus ojos y que cuando él la abrazaba, no existía
nada más. Debió dominar su dolor cuando ella le tomó la mano y se la besó.
—Tú eres
un buen hombre —dijo y le regaló su sonrisa de dientes torcidos, la sonrisa más
hermosa que él hubiera visto.
Entendió que lo que más amaba de
ella era su fragilidad, sus pisadas suaves sobre la arena, su sencillez. No dijo
nada, se alejó y fue a refugiarse nuevamente en su escondite. Allí, sentado
sobre la roca comprendió que ese era el mundo de ella, que no debía arrancarla
de allí donde era feliz. Se quedó observándola por última vez, recostada sobre
la arena, con la mirada llena de luna y el cuerpo relajado, armonioso, un bello
brochazo negro sobre la blancura de la playa, y se marchó, él jamás pertenecería
a ese panorama. El intruso era él.