miércoles, 29 de noviembre de 2017

Un viaje especial

Eliana Argote Saavedra


            Iba por la carretera cuando un pedazo de papel fue a estamparse en el parabrisas. El viento sacudía sus márgenes furiosamente, pero no lograba desprenderlo. Joaquín se detuvo para recargar gasolina y mientras esperaba, decidió sacar el papel que le daba un aspecto terrible a su recién estrenado, y polvoriento, auto del año.

            Adelante la pista se extendía por un sendero de tierra, estaba cansado y quiso estirar las piernas. Cuando regresó dispuesto a continuar su camino, el auto no arrancaba.

—Es la batería —dijo el dueño de un remedo de grifo que se encontraba en la carretera, hasta donde pudo llegar—, hoy es imposible arreglarlo.

—¿Y qué voy a hacer aquí en medio de la nada? —preguntó visiblemente molesto.

—Por aquí hay un pueblo, es pequeño y de gente muy agradable, puede buscar un lugar para quedarse y regresar mañana.

            No pareció agradarle la idea, mas, tomó el camino que le indicaron. Era mediodía, el sol arrojaba sus rayos verticales sobre él. Más adelante, una cuesta empinada y ni un alma, como en el peor escenario de una película futurista. Anduvo unos minutos intentando convencerse de no estar cometiendo una locura, sin embargo, ¿qué más podía hacer?  Una vez en la cumbre, apareció ante sus ojos un paisaje verde con un sendero de tierra apisonada que serpenteaba por entre árboles frondosos que parecían tocarse a gran altura. Se quedó sentado un instante en la cumbre observando maravillado el paisaje y preguntándose cómo un lugar tan apacible como este podía no estar mencionado en su mapa de viajero.

            Disponía de quince días de vacaciones, era el premio que se daba a sí mismo luego de obtener el ascenso en la firma de publicidad donde trabajaba desde hacía tres años y por el que se esforzó tanto; no tenía familia cercana, era hijo único y sus padres vivían en el extranjero, se comunicaba muy poco con ellos. No acostumbraba mantener relaciones amorosas serias, aunque no dejaba de tener encuentros casuales con mujeres hermosas; no era físicamente atractivo, pero su metro setenta y cinco, la seguridad y aplomo que exhibía; sus miradas largas que parecían auscultar más allá de los ojos, y su forma de hablar sentenciosa, hacían que no le faltara compañía femenina. Ya en el hotel del aeropuerto agregó a su lista de conquistas a una mujer hermosa con la que tuvo un encuentro sexual la primera noche, ya había seducido a las encargadas de las toallas que murmuraban cuando les sonreía, y hasta fue el culpable de una fuerte discusión entre una pareja de vacacionistas que celebraba su segunda luna de miel.


            Al llegar al pueblo se instaló en un albergue que brindaba hospedaje, cerca de la playa. Cero comodidades, pero ciertamente no le faltaba nada esencial, además sería solo por una noche. Al oscurecer decidió dar un paseo por los alrededores para conocer aquel pueblito escondido de gente sencilla. Lo acompañaban el suave sonido de la espuma desgranándose al morir las olas, y el viento desprendiéndose del movimiento acompasado de las palmeras que se filtraba por debajo de su camisa. Quiso encender un cigarrillo, había dejado su cajetilla en la maleta así que siguió caminando. «Alguien debe de fumar por aquí», pensó y tuvo razón, a pocos metros un cartel garabateado a mano anunciaba la existencia de una tienda. En el camino encontró una roca grande escondida por unos arbustos, ya con sus cigarrillos, se sentó a disfrutar del silencio, no podía precisar la hora, aunque estaba seguro de que era tarde, allí estuvo largo tiempo observando el reflejo de la luna moviéndose sobre el agua. De pronto, un murmullo lo alertó, le recomendaron que no se alejara, pues esos lugares no estaban en la ruta turística y nadie podía garantizar su seguridad, quiso marcharse, un grupo de muchachos se acercaba, tendrían entre veinte y veinticinco años, de raza negra y estructura atlética. El lenguaje que utilizaban era extraño. Los vio sentarse formando un gran círculo, traían tambores y otros objetos que, desde donde estaba parecían lanzas. Miró su reloj, era casi media noche, buscó por los alrededores, pero el lugar lucía desierto así que decidió quedarse a observarlos, no sin un poco de temor. Una ligera ráfaga de viento estremeció sus brazos desnudos, sin embargo, la piel blanca de su rostro se tornó brillosa y unas gotas de sudor bajaron desde la frente. Casi no se movió los siguientes quince minutos.

            Luego de lo que parecía ser una ceremonia, donde los muchachos cantaban con los brazos entrelazados y apoyaban la frente en la arena para levantarla y emitir un grito, uno de ellos se incorporó dirigiéndose al centro, donde las lanzas fueron enterradas con la punta hacia arriba. La débil luz de una fogata cercana iluminaba apenas al grupo, proyectando sus sombras en la arena. Repentinamente deshicieron el círculo, algunos cogieron los tambores y comenzaron a tocar, uno a uno fueron dirigiéndose al centro para exhibir lo que parecía ser una danza africana. Joaquín quedó maravillado, comprendió que el temor experimentado era absurdo, solo eran muchachos expresándose como seguro lo hacían sus ancestros, el movimiento de sus cuerpos era la más bella expresión de sentimientos que había visto, los gritos que acompañaban la danza enfatizaban lo que sus cuerpos decían. Una muchacha llamó su atención, era menuda y grácil, se dirigió al centro del círculo y clavó los ojos en dirección a él; se sintió perturbado, al comienzo dudaba, después estaba seguro, la mirada de ella permanecía fija mientras la danza se tornaba cada vez más frenética, el movimiento de sus formas onduladas daba sentido a la intensidad del golpe en los tambores, las caderas se sacudían, los brazos parecían extenderse hacia él.
  
            Hubiese querido acercarse y conocerla, pero sintió temor, al término de la danza, los muchachos recogieron sus cosas y se marcharon. Él emprendió el regreso.

            Al día siguiente despertó con un intenso y dulce aroma que provenía de la cocina. Al pie de su cama un niño lo observaba, sosteniendo un pan con las dos manos, cerca de la boca; tendría seis años, la camisa blanca y larga que traía resaltaba su piel negra y sus grandes ojos.

—Hola —dijo Joaquín mirándolo con curiosidad—, ¿cómo te llamas?

El niño no respondió, se sentó sobre la cama, subió los pies y partió un pedazo del pan que traía, se lo alcanzó.

—¿Es para mí? —preguntó Joaquín.

—Lo hizo mamá —dijo el niño—, es rico.

Joaquín lo recibió y se lo comió.

—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó.

El niño se bajó de la cama, cogió una pelota, la pateó y salió corriendo tras ella.


            El viajero estaba listo para marcharse. Cuando salió volvió a encontrar a Nilo, quien corría feliz tras la pelota, al verlo, la pateó hacia él y fue a esconderse tras un árbol. Era bastante temprano así que se puso a jugar un rato con el niño, pero al marcharse, este lo siguió.

—Regresa, regresa a tu casa, yo ya me voy —dijo, el niño solo reía y continuaba tras él.

            Ingresó a la casa, la dueña del albergue le contó que aquel muchachito era hijo de Mayra, una joven que trabajaba en la ciudad y que solo regresaba los fines de semana para ver al pequeño Nilo. Se despidió dispuesto a marcharse, el niño ya no estaba. Había caminado casi media hora cuando sintió un ruido, grande fue su sorpresa cuando vio a Nilo tras él con su gran sonrisa y su pelota. Contrariado, intentó regresar, ya estaba a mitad de camino así que decidió llevarlo y regresar luego en el auto con él para devolverlo. Al llegar, sin embargo, el hombre que conseguiría la batería le dijo que aún no la tenía, que tardaría por lo menos un par de días en conseguirla.

            El camino fue entretenido para Joaquín, tenía un nuevo amigo. Aquel día, en compañía de Nilo, pescó, jugó y estuvo muy a gusto con la alegría del niño. Se sentía tan bien que olvidó el trabajo, el auto descompuesto y sus ganas de compañía femenina. Compartieron el almuerzo y ayudaron a la casera del albergue a preparar pan dulce. En la noche hicieron una fogata, el niño danzó alrededor de la misma, recordándole levemente lo que había visto cerca de la playa y él le contó algunas historias. Así transcurrieron los dos días que debía esperar, la mañana en que iba a marcharse, Nilo amaneció con fiebre, su carita triste lo conmovió, el niño le tomó la mano y la puso bajo su almohada, abrazándose a ella.

            Nunca se sintió tan conmovido, la casera preparaba emplastos con plantas silvestres y los colocaba en la frente de Nilo, Joaquín no se atrevió a marcharse. Al final de aquel viernes, cuando ya oscurecía, una voz femenina alertó a Joaquín, quien estaba contándole un cuento al niño, mejorado ya de la fiebre. El rostro del pequeño se iluminó.

—¡Es mamá!, ¡es mamá! —gritaba saltando sobre la cama.

En la entrada, la figura grácil de Mayra apareció con los brazos abiertos.

—Mi niño —decía— mi niño, dice doña Jesús que estuviste con fiebre, pobrecito.

            Pasó delante de Joaquín, quien no podía creer lo que veía, era la chica de la playa, sí, era ella, jamás olvidaría ese rostro. Ella no se percató de la presencia de Joaquín, entretenida como estaba en abrazar a su hijo, luego, cuando notó que Nilo sonreía a alguien tras ella, volteó, enseguida se puso en alerta.

—¿Quién eres tú?

—Es mi amigo —dijo el pequeño—, él me ha cuidado y me ha contado cuentos, cuéntale, cuéntale, cuéntale —pedía.

            La mañana siguiente, Joaquín se ofreció a llevar a Mayra y su pequeño al pueblo para conseguir medicinas. Era el día en que debía marcharse, pero ya había esperado tanto, ahora tendría la oportunidad de conocer un poco mejor a la muchacha. De regreso, dejaron al niño dormido con la casera y ellos volvieron a la playa, allí pasaron algunas horas, Mayra se mostraba a gusto con él, conversaron, se conocieron y Joaquín comenzó a descubrir un sentimiento extraño que lo atrapaba cuando estaba cerca de ella, cuando miraba sus ojos que por momentos se perdían cuando alguna balsa se acercaba. Fue la casera quien le recordó a Joaquín que debía marcharse, que se encontró con el hombre del grifo, dijo, que le avisara que su auto estaba listo.

El niño no quería que se marchara, y él tampoco deseaba irse.

—¿Tú qué dices, Mayra?, ¿quieres que me vaya?

—Y ¿para qué? —respondió la muchacha—, si dices que nadie te espera, mejor quédate.


            Joaquín estaba feliz, ella le pidió que se quedara, ya la había sorprendido un par de veces mirándolo cuando él parecía entretenido con Nilo. Ella ríe conmigo, pensaba, se ve relajada y feliz. Esa noche volvieron a preparar una fogata junto a la playa, él le contó de su vida, su trabajo, las comodidades de la ciudad, lo hermosa y fácil que sería su vida a partir de ahora con su ascenso; ella le contó de su pueblo, de los padres fallecidos, de lo mucho que amaba a su hijo, que trabajaba por él y que algún día el niño iría a la escuela, que eso la haría feliz. Se acostaron sobre la arena con Nilo entre ellos y se quedaron largo rato mirando la luna. Cuando el niño se quedó dormido, ella se dispuso a cargarlo y sin proponérselo, sus manos se tocaron, ella se apartó al instante.

—¿Tu corazón tiene dueño Mayra? —preguntó mirándola fijamente a los ojos.

—Creo que sí —respondió ella y desvió su mirada hacia la playa—. ¿Y el tuyo?

—Creo que el mío también —respondió él.

            Esa noche Joaquín soñó con la luna iluminando la noche negra, con la fogata, con la muchacha de la playa que danzaba. A pocos metros, Mayra, abrazada a su hijo también soñaba con la luna y con la noche negra, con una balsa acercándose a la orilla. ¿Tu corazón tiene dueño Mayra? Sonaba la pregunta que le hiciera Joaquín, pero la voz que hablaba era otra, y la mirada fija en sus ojos que la estremecía, y el cuerpo que se acercaba tras descender de la balsa.


            Al día siguiente, Joaquín estaba decidido, esa noche se lo confesaría a Mayra, su vida había cambiado, su rumbo, ahora solo tenía un propósito; él quería a Nilo, se encariñó con aquel pequeñuelo descalzo de mirada juguetona; la deseaba a ella, mas, lo que sentía era nuevo, pensaba en su cuerpo de piel azabache, en sus piernas largas, en su cabello negro, en esa mirada extraviada; quería tenerla entre sus brazos, sí, para abrazarla, para protegerla, quería hacerla suya pero no lo guiaba el simple deseo carnal, soñaba con su sonrisa complacida cuando pudiera poseerla, en la tibieza del silencio con ella entre sus brazos, en su aroma a mar. Jamás sintió aquello, ninguna mujer logró despertar eso en él. Ella merecía todo lo que él pudiera darle, se la llevaría y al niño con ellos, ella no tendría que volver a servir a otros, la imaginaba en su departamento, vestida con ropa fina, y al niño contento regresando de la escuela, los tres yendo a pasear.

            Llegó la noche, Joaquín se sentía algo nervioso, la casera había preparado un pastel con frutas silvestres que los tres recogieron, Mayra durmió una siesta abrazada a su hijo, al despertar se entretuvo bordando un vestido luego de elegir los collares de semillas que se pondría esa noche, todo era perfecto, ella seguramente lo sospechaba, se estaba preparando para él. Cuando salió de la casa, Nilo jugaba en la entrada con unos muñecos de trapo que su madre le trajo, pero Mayra no estaba. Pasaban los minutos y la muchacha no aparecía, la casera, al verlo inquieto, se acercó a él.

—Ella estaba inquieta también —le dijo—, me pidió que te diera las gracias por tratar tan bien a su hijo.

—¿Dónde está?

—Se ha marchado, va a volver a media noche.

—¿Por qué? ¿A dónde ha ido?

—Ella está enamorada —le dijo mientras cruzaba una manta sobre sus hombros.

—Lo sé, pero ¿por qué no está aquí?

—Tú eres bueno —dijo la mujer—, pero ella quiere a otro.

—¡No!, ¡no puede ser!, ¿a quién?

—Ella no es para ti —insistió la anciana—, ella quiere a un hombre que es como ella, uno de aquí.

—Pero es que yo puedo hacerla feliz, voy a llevármela a la ciudad, quiero…

—Ella es feliz aquí.

—Aquí no tiene nada, qué puede darle un hombre de aquí, qué futuro puede esperarle.

—Ella no necesita tus cosas, tu mundo es extraño para ella.

— Ya sé dónde está —dijo Joaquín estrellando el puño contra la banca de madera.

—No vayas a buscarla.

            Joaquín no respondió, se alejó con pasos largos rumbo a la playa. Estaría con aquel grupo de muchachos con los que lo vio la primera vez, seguramente el hombre que quiere es uno de ellos, un aldeano, un hombre sin futuro, pensaba. Llegó hasta la roca desde donde la vio la primera vez, esperó solo unos minutos cuando apareció la silueta de Mayra acercándose a la playa. Llevaba el vestido blanco que ella misma había bordado en la tarde, los collares de coral, los pies descalzos. Se sentó en la orilla. Iba a acercarse cuando la vio incorporarse; una balsa se aproximaba, un muchacho atlético de brazos fornidos y cabello ensortijado descendió, solo llevaba un pantalón a la altura de la pantorrilla, se acercó a ella y la levantó en sus brazos.


            Joaquín sintió ganas de acercarse y estrellar su mano en el rostro de aquel hombre, sujetar a Mayra y convencerla de que él era lo mejor que podía pasarle, que solo a su lado estaba el futuro que era incapaz de imaginar; tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar el dolor que se le clavó en el pecho cuando los vio despojarse de sus ropas lentamente, acercándose y convirtiéndose en uno, cuando vio el placer en el rostro de ella, tumbada sobre la arena mientras él acariciaba su piel.

            Ocultó el rostro entre las manos. Se quedó quieto y en silencio hasta que escuchó la voz de ella diciendo adiós. Se armó de valor, era apenas una chiquilla, no podía saber lo que quería, cuando el muchacho se marchó y la balsa desapareció, se acercó y se sentó a su lado. Mayra se asustó al verlo.

—Yo creí que me querías —dijo él acercándose.

Ella se apartó un poco y lo miró directo a los ojos.

—Jamás te dije que te quería a ti —respondió.

            Un puñal se clava en la herida abierta, ella no lo ama, jamás se lo había dicho; para ella, el mundo comienza con el sonido de la voz de Ramón, el pescador de la playa, tuvo que escuchar su voz emocionada, ver su mirada soñadora perderse en el horizonte cuando le contaba que el futuro tenía el color de sus ojos y que cuando él la abrazaba, no existía nada más. Debió dominar su dolor cuando ella le tomó la mano y se la besó.

—Tú eres un buen hombre —dijo y le regaló su sonrisa de dientes torcidos, la sonrisa más hermosa que él hubiera visto.


            Entendió que lo que más amaba de ella era su fragilidad, sus pisadas suaves sobre la arena, su sencillez. No dijo nada, se alejó y fue a refugiarse nuevamente en su escondite. Allí, sentado sobre la roca comprendió que ese era el mundo de ella, que no debía arrancarla de allí donde era feliz. Se quedó observándola por última vez, recostada sobre la arena, con la mirada llena de luna y el cuerpo relajado, armonioso, un bello brochazo negro sobre la blancura de la playa, y se marchó, él jamás pertenecería a ese panorama. El intruso era él.

La frontera

Yadira Sandoval Rodríguez


A lo lejos se escucha el bullicio de las personas y los autos; es la ciudad de México, el gran monstruo de América Latina. Son las 7:00 a.m. y me encuentro en mi oficina. Por la ventana veo pasar a las personas con rapidez, unos a otros se golpean por la urgencia que llevan. A la vez, percibo el olor de la ciudad a mezcla de neumáticos con el aire fresco que suscita de las hojas de los árboles al llover. Estoy esperando a una nueva asistente, su nombre es Laura. La semana pasada revisé su currículum, el cual lo vi bien, es egresada de la escuela de periodismo de la UNAM, una excelente universidad. Solamente debo esperar el visto bueno de mi jefa, a quien no le interesa el género femenino en el periodismo de la frontera. Quiero pensar por lo arriesgado que suele ser trabajar en esa zona.  

—Buenos días, Esteban, ¿cómo estás?, ¿conoces a la nueva asistente?, ¿revisaste su currículum?

—Buenos días, Irma. Así es. Bien, gracias. Un poco cansado, nada que no pueda solucionar con unas horas más de sueño. Esta noche haré lo posible por dormir temprano.

—¿Qué te pareció la chica?

—Bien.  

—Entonces, márcale para entrevistarla.

—Ella está aquí, me tomé la libertad de citarla antes de que tú me lo dijeras.

—Perfecto, hazla pasar.

Esteban sale de la oficina de su jefa, se dirige al recibidor de visitas que está a un lado de la recepción y le hace señas a Laura, para que entre con ellos dos. Laura un poco nerviosa se levanta de su asiento y se dirige con Esteban, lo saluda de mano, y entran los dos con Irma. Al entrar echa una mirada a la oficina, la ve con buen estilo, sobria. Le pregunta a la directora si le gusta el arte minimalista, por algunos cuadros de fotografía que tiene colgados en las paredes. Inmediatamente identificó como podría ser ella en su forma de ser. Paredes rústicas de color blanco, fotografía abstracta en blanco y negro, su escritorio de madera del mismo color con patas metálicas, el asiento de color rojo, y una lámpara beige que cuelga del techo. Todo da una imagen de limpieza, espacioso y elegante.

—Buenos días. Mucho gusto, mi nombre es Laura. Estoy a sus órdenes.

Irma la mira de los pies a la cabeza.

—¿Cuántos años tienes, niña?

—Veintisiete, señora. Y por favor no me diga niña.

La directora le sonríe.

—Eres muy joven. —Laura siente la mirada pesada de la directora. Continúa Irma—: Estás muy joven para arriesgarte a este trabajo, ¿qué piensan tus papás de ello?

—Ellos me apoyan, dicen que es lo que elegí y me hace feliz.

—¿Eres consciente de que puedes estar en peligro de violación, o algo peor?

—Claro, directora. Soy consciente del peligro, la vida es un riesgo constante.

La directora se queda seria por la respuesta, actitud que incomoda a Laura, quien le dice:

«¿Tiene algún problema con mi edad?». La directora le responde que: «No, solo deseo conocer al equipo que emprenderá las nuevas investigaciones en la frontera». Se dice así misma: «Es inútil seguir contratando a niñas».

—Mire, señorita, la cité para comunicarle que usted va a una zona muy difícil, no quiero ningún contratiempo como relaciones sentimentales con compañeros —dice la directora.

—A mi hermano lo desaparecieron en Tamaulipas hace diez años, desde entonces me sumé a la lucha contra la injusticia en mi país. No me diga nada sobre el riesgo. Estoy aquí porque deseo trabajar en esto —responde Laura.  

—Perfecto, comprende las condiciones. Por lo tanto, le deseo mucho éxito. —Le extiende la mano para despedirla—. Ya sabe, hay que actuar con cautela, no quiero errores.

—Así será, directora.

Al salir Laura de la oficina, inmediatamente le extendí la mano y me presenté con ella. Le dije de forma sarcástica, cómo le había ido con la directora, respondiéndome que Irma estaba en su derecho de exigir, por algo está en tal puesto. Me dio a entender Laura que tiene agallas para lidiar con Irma y su carácter, me gustó. Yo me quedé serio por la respuesta. Al terminar de dialogar un rato nos deseamos suerte y nos quedamos de ver pasado mañana a las 7:00 a.m. en el aeropuerto; ya que el vuelo sale a las 8:30 a.m.

Por casualidad llegamos a la vez al aeropuerto. Al saludarnos nos dirigimos a la aerolínea para documentar equipaje. Teníamos tiempo, por lo tanto, buscamos un café en uno de los locales de allí; ella lo pidió sin azúcar, y yo con dos cucharadas, al mismo tiempo me dice ella que tuviera cuidado: la salud está de por medio. Entre broma y risa, la miré y le dije que no era mi mamá. Se rio de forma coqueta.

En la sala de espera anunciaron el vuelo, nos acercamos a la fila donde mostramos nuestros boletos de viaje con identificación. Ya sentados en el avión hablamos sobre nuestras universidades, maestros, escuelas y del periodismo en el país. Ella habló de cine y de la música que le gusta. También, conversamos sobre la situación de Tamaulipas y su historia del por qué decidió estudiar periodismo; de la violencia que se vive en esa región de México; de las desapariciones, secuestros y de la famosa fuga de veintinueve reos de la cárcel de Tamaulipas. Lamentable, ya que destruyó un colectivo de mujeres que buscaban justicia por las desapariciones de sus familiares. Conclusión a la que yo llegué del por qué ella decidió estudiar periodismo, a través de las injusticias ella ha encontrado la forma de entregarse apasionadamente por la justicia. Su pasión contagia, es una chica simpática y valiente. De hecho, me atrajo al momento de escucharla. Creo, por la forma como me mira, que yo también le atraigo.

Hemos llegado a nuestro destino, Chihuahua. Bajamos del avión, nos dirigimos por las maletas y salimos a buscar un taxi para trasladarnos al hotel. El conductor del taxi, nos preguntó si somos turistas, le respondimos que no, le dijimos nuestra profesión y que vamos rumbo a la frontera. Él nos platicó un poco de cómo está el ambiente en esa zona; nos mencionó que tenía amigos polleros y que la situación se iba empeorando cada año a partir del grupo de narcotraficantes los zetas. De las extorsiones que viven los migrantes, al grado de que les roban todo el dinero que utilizan para pasar a Estados Unidos. El taxista nos alerta, nos despedimos y le damos las gracias.

Al llegar al hotel la recepcionista nos da la bienvenida con una sonrisa, pregunta nuestros nombres, y si tenemos reservaciones, los dos contestamos que sí, ella checa por la computadora para confirmar la información, y nos entrega las llaves de nuestras habitaciones. Laura y yo subimos por el elevador, ella coquetamente me dice que deberíamos cenar juntos antes de dormir, yo busco la manera de decirle que mañana tenemos que despertarnos muy temprano, ella insiste en que debemos cenar algo antes de ir a la cama. Le hago caso, nos quedamos de ver en una hora en el restaurante del hotel.

Yo me adelanto, le digo al mesero que me traiga dos cervezas. Ella se acerca a la mesa con paso firme, percibo su aroma a recién bañada, sensación de fresco aunado a un olor a cítricos posiblemente es su perfume o esas lociones para después del baño. Ella con una sonrisa me da las gracias por la cerveza. Yo le digo que tenemos que dormirnos temprano, antes teníamos que brindar por el trabajo y por habernos conocidos. Emocionado le dije que íbamos a hacer un buen equipo.

Al terminar de desayunar juntos en el restaurante del hotel, revisamos la agenda del día; en el mismo lugar citamos a los contactos quienes nos recogerán, para llevarnos a la frontera. Cada quien lleva sus cámaras.

Yo con mi grabadora empiezo a narrar: «Todo el día hemos escuchado de violaciones a mujeres en la frontera de México con Estados Unidos, por el rumbo de Chihuahua, por allí están pasando los polleros a las personas. Somos reporteros de la CCN México. Laura y yo decidimos tomar esta misión para nuestro currículum, el fotoperiodismo es nuestro trabajo».

«Nos han dicho nuestros informantes que los zetas están interrumpiendo el paso de los migrantes debido a las extorsiones. Por lo que me han narrado es mucho lo que pide este grupo delincuente para dejar pasar a los centroamericanos. Sabemos de casos de mujeres que se han preparado con pastillas anticonceptivas, ya que están conscientes de que serán violadas. Aun así, muchas mujeres y niñas desean correr el peligro. La frialdad ante las situaciones nos permite observar la realidad en su contexto para salir adelante. Una mujer narra cómo fue violada enfrente de su novio, los dos tenían planes de casarse y hacer vida en Estados Unidos; salieron de sus hogares buscando una mejor vida, debido a los problemas que han causado las pandillas en el Salvador».

Al terminar las entrevistas y el conocer de cerca las agresiones a las que se exponen los migrantes con los zetas, quedamos con una sensación de escalofríos, Laura me mira a los ojos. Se queda pensativa y me dice: «hace rato entrevisté a una mujer de unos cuarenta años, me dijo que intentará cruzar por segunda vez, me comentó también de como la patrulla fronteriza los tratan al levantarlos los encierran por una semana en un cuarto frío sin cobertor como forma de escarmiento. En dichos lugares pueden encontrarse mujeres enfermas y violadas y aun así no les proporcionan ayuda médica ni higiénica». Al instante sentí una fuerte punzada en el estómago y unas náuseas que no pude disimular haciendo un gesto de desagrado, ella se queda asustada, me pregunta si estoy enfermo, le digo que no, le pedí disculpas: «es una reacción ante lo desesperante, por la situación aquí. Lo siento, soy sensible a lo deshumano». Laura tiene miedo, respira hondo y profundo y me dice: «Debemos ser fuertes, lo peligroso puede venir en cualquier momento, es mejor estar alerta».  

Al instante intentaron quitarme la cámara, era un pollero que se enteró que éramos reporteros. Le comenté que si nos pasaba algo ellos podían tener problemas. El pollero se soltó riendo de mí, diciendo: «ustedes son nada, reporteros inútiles. Todos ustedes están muertos». Unos segundos después, apuntó con su AK- 47 hacia mi compañera. Inmediatamente le dije a él que traíamos dinero que se lo llevara todo, el pollero me dijo que sacara los billetes. Al voltear a ver a Laura, ella se sonrojó de vergüenza, debido a que se orinó por el miedo. El pollero volteó a verla y dijo: «mamacita, ¿por qué tan mojada?» Ella con cara de asustada me dice que les entregue el dinero. El pollero la levanta y se la llevan. Les grito que la dejen, Laura empieza a llorar. Envío la señal de peligro a la patrulla fronteriza a través de un móvil que traía en el saco. Uno de ellos vio lo que hacía, y con el arma me pega en la cabeza. Quedé inconsciente por unos cuarenta minutos. Cuando despierto no veo a mi compañera. A lo lejos observo unas luces de vehículos, son la patrulla fronteriza que llega a auxiliarme.

Se bajaron los oficiales, me interrogaron. Les narré lo sucedido, a la vez preguntan ellos por mi compañera, les digo que no sé de ella. Que desperté en el momento que ellos llegaban, estoy desesperado por encontrarla. Preguntan si me encuentro bien para que los acompañe a buscarla o si deseo trasladarme a un hospital mientras la localizan. Les digo que no, que quiero participar en la búsqueda. Subimos los tres al carro. Empezamos el recorrido, buscamos las huellas de posibles carros. Los oficiales se dirigen hacia los escondites de polleros y el de los zetas, nos acercamos a estos sitios, no la encontramos. Duramos así hasta las diez de la noche, sin razón de ella. Los oficiales me comentan que debemos regresar, que mañana temprano iniciaríamos la búsqueda de nuevo. Yo no quería quedarme allí, me sentía culpable por lo que había pasado. Solo de imaginarme cómo podría estar ella, empiezo a tener miedo.

Los oficiales me dijeron que tenía que llevarme a un hospital para que me revisaran el golpe. No opuse resistencia y subí al auto. Entré al hospital me examinaron los médicos, me hicieron varias preguntas, y volví a quedar inconsciente. Al día siguiente despierto como a las nueve de la mañana, pregunto a una de las enfermeras por el médico. Otra enfermera me dice que tengo una llamada, era mi jefa, quien pregunta cómo estoy. Le narré lo sucedido, me dijo que me tranquilizara que ya habían enviado el caso a la CNN de Estados Unidos y que los dueños estaban hablando con los oficiales para iniciar la búsqueda. Le dije a Irma, que yo tenía la culpa de la desaparición de Laura, debido a que entré a territorio señalado como foco rojo, me ganó la ambición periodística. Necesitaba más información. No era suficiente el material que había obtenido. Laura me alertó de que nos estábamos arriesgando y no quise hacer caso. Narrándole lo sucedido a mi jefa me salen unas lágrimas. Ella me dice que tenga paciencia, que todo va a salir bien. Que estas cosas suelen pasar en este tipo de trabajo. Al igual, me pregunta por las fotos, le dije que había salvado la memoria, la cámara la perdí; me ordenó que inmediatamente pusiera la memoria en una parte segura, y que le enviara las fotos lo más rápido posible. Sentí una especie de asco ante la frialdad por la situación, una compañera estaba perdida, y lo que le interesaba a mi jefa eran las fotos.

Al terminar la llamada, los oficiales que me trajeron al hospital, regresan a mi habitación y me dicen que necesitan darme una noticia, pido mi ropa a la enfermera, me visto en el baño, al salir los oficiales me entregan unos documentos. Abro despacio el portafolio, y encuentro las fotos de mi compañera, empiezo a leer el oficio. Me quedé mirándolos, me preguntan cómo estoy. Empiezo a llorar, al mismo tiempo que leo el oficio, en él dice: muerta, violada, y descuartizada con un mes de embarazo. A mi mente se me viene la imagen de sus padres, ¿cómo se lo digo?

Vuelve a llamar mi jefa, me dice:

—Te acabamos de enviar una cámara. Alístate necesito las fotos del cuerpo descuartizado de Laura.

—¿A dónde me enviaron la cámara?

A las oficinas del periódico de la localidad.

Y con voz firme agrega:

—Por favor, no te relaciones sentimentalmente con tus compañeras. —Y me cuelga con rapidez el teléfono. 

viernes, 24 de noviembre de 2017

El ángel corrupto

Diego Velásquez González


     Sientes un hormigueo desesperante en todo tu cuerpo. Te levantas embotado y un poco mareado. Buscas alcohol en el baño y te untas intentando calmar el ardor, pero inmediatamente rascas tus brazos y abdomen. Regresas a la cama tratando de dormir. Cierras los ojos y en tu mente chispean vagos recuerdos de la noche anterior. Crees percibir los olores, el sabor y el tacto de otros cuerpos en ti. Sabes que algo ha cambiado en tu vida aunque no tienes certeza de qué. El niño que eras ha dejado de ser. Fracasas en tu intento de dormir y prefieres quedarte así, quieto en tu cama, dejando pasar el rato tratando de descifrar las imágenes que crees ver en el techo del cuarto y que son un reflejo del sol que se deja entrever a través de las cortinas. El tiempo parece transcurrir lentamente y a medida que el calor de la mañana aumenta, percibes el olor del licor que habías tomado saliendo por los poros de tu piel. Y en medio de aquel delirio que te agobia, te preguntas, «¿Cómo llegaste a casa?» Y esto es para ti, lo más desconcertante.

Tu padre al llegar te hubiera dado una golpiza de la cual no te olvidarías. Entre tanto, tu madre solo lloraría desconsolada y pediría consideración por el pobre muchacho. Sabes que han sido unos buenos padres, pero reconoces que como «el hijo de papi y mami que eres», has logrado siempre imponerte sobre ellos y hacer lo que deseas. Por un momento crees que todo aquello fue un sueño, pero sabes que ha sido real por el extraño olor que percibes en el ambiente y la sensación pegachenta en tu cuerpo. Con dificultad, te sientas en la cama. Te ves a ti mismo con tu ropa interior preferida. Ese bóxer rojo que te regaló hace poco Pilar en tu cumpleaños diez y seis. Parece que trascurre un tiempo infinito hasta que tomas conciencia de ti mismo y decides levantarte. Corres las cortinas y la luz se te hace intolerable volviendo a cerrarlas. Optas por abrir una de las ventanas buscando hacer circular el aire, una de las obsesiones que aprendiste a tu madre, una mujer meticulosa y llena de pereques. «Siempre abre las ventanas para que circule el aire» te decía cuando te levantabas en las mañanas. Hoy aquel acto es parte de tus costumbres rutinarias.

 Te miras en el espejo del baño. Afuera del cuarto tus padres hablan. Parecen disgustados. «Lo mimas demasiado» escuchas decir a tu padre en tono de reproche. Te observas y puedes reconocer un vestigio del mismo Miguel Ángel que viste ayer en la mañana, cuando te arreglabas mientras escuchabas tu música preferida. No obstante, hoy pareces no lograr reconocerte en ese desconocido que te devuelve la mirada. Un ser extraño ha ocupado tu cuerpo y encuentras en aquel, una mirada profunda, enigmática e inquisitiva. De pronto crees entender las razones por las que tantas personas, hombres como mujeres exclaman al verte, «¡esos ojos!». Quizás ya sabes por qué siempre los admiraban, tal vez lo hacían con deseo, aunque no sabías que era eso. Hoy te gustan. Tu mirada, a pesar de tus ojos verdes, es una mirada oscura, como aquella que los padres hacen a sus hijos ante la evidencia de las malas acciones. Es algo diabólico pensaría la gente, síntoma de que algo que se ha ido perdiendo con cada segundo que avanza y sabes que jamás podrá ser recuperado. Es una capa invisible que cubre todo y penetra por la piel hasta entrar en el torrente sanguíneo y fluir por todos los órganos de tu cuerpo. Es la misma sensación que se tiene con la ropa puesta después de estar largo tiempo bajo la lluvia. Poco a poco se hace más pesada y pegajosa. Así te sientes, cubierto de algo que te arrastra a la tierra.

Te quitas tu ropa interior y entras a la ducha. A veces lo haces de manera inconsciente. Pero hoy, esperando poder despejar tu mente y tu cuerpo, el baño se hace más largo, como si el agua y el jabón pudieran alejar tus pensamientos confusos y retornar aquel aspecto tranquilo que te ha caracterizado y ha sido el referente que los demás han encontrado y esperan de ti. El agua fría empezó a entumecer tus dedos. El olor que sentías al despertar sigue presente. Se te ocurre creer que puede ser que una de las canales que recogen las aguas lluvias en el techo y que en temporada seca emana olores semejantes a carne descompuesta. Por un momento, dejas de sentir ese olor y puedes salir del baño con tranquilidad. Te echas abundante loción y te quedas en tu cama desnudo con una incipiente erección. Te acaricias levemente. No te atreves a salir del cuarto. Temes que pueda pasar. Y tus padres tampoco parecen querer entrar a confrontar tus acciones.

Al rato, te vistes, la ropa interior, una pantaloneta azul de colores vivos y una camiseta esqueleto de tus preferidas. Tomas uno de los libros que has venido leyendo y que tienes en el nochero de la cama desde hace días. Colocas un disco compacto en tu equipo de sonido. Es música clásica. Hace días que no la escuchas y rememoras momentos que no volveran, tus clase de piano. Pronto la humedad en tus axilas regresa. El sol se eleva en el cielo y hace un calor desesperante, preludio de una tarde en la que lloverá de nuevo. Decides bajar a buscar un vaso de agua. Esperas que tu padre se haya ido. No quieres verlo, no quieres encontrarte con la mirada de aguila censora que le ha caracterizado. Al bajar la escalera, escuchas a tu madre hablar por teléfono desde su cuarto y en la cocina te encuentras con Cecilia, la señora del servicio. Una hermosa e inmensa mujer afro que trabaja en casa desde que eras niño. Ella, ha sido en ocasiones la mujer que más te ha consentido. Al verte, corre a la nevera, la abre, saca un bote con jugo de piña, tu preferido, y sirve un vaso para tí. Sabes que si alguien en tu casa te ha seguido a través de la infancia, reconoce tus estados de animo y los respeta, es aquella mujer. «¿Quieres que te caliente el desayuno?»— pregunta. No respondes.

Te observa y parece querer hablar, pero tú no quieres dar cuenta de acciones que no terminas de comprender. Das la vuelta y regresas a tu cuarto. Abres tu libro y apenas empiezas a leer, las palabras parecen bailar frente a tus ojos. Te esfuerzas por seguir la linea del renglón, pero los recuerdos de la tarde y la noche anterior empiezan a regresar. Al salir del cine, Herney te dice que hay un parche en la casa de Pilar. Sus padres se han ido para la costa el fin de semana y tendrán la casa para ustedes solos. Seremos siete contigo, si te animas. Aceptas. Piden comida, juegan cartas, toman aguardiente, ron y vodka, alguno adquirido con sus propios ahorros del diario que les dan para el colegio y otros producto de un asalto directo al bar familiar de los padres de Pilar. Pronto se graduarán y cada quien cogerá por su lado de acuerdo a sus proyectos personales. Por eso quieren disfrutar los últimos días juntos. Saben que el tiempo corre en su contra y quieren disfrutar cada momento. Quizás algunas amistades se preserven y otras por el contrario se disiparan hasta diluirse en el éter. De pronto Damian, un amigo de Pilar propone jugar quita prenda. Todos aceptan en medio de risas. Pilar asustada corre a ponerse una bufanda y una chaqueta a pesar que la noche no era fria. Una de las botellas de licor vacia empieza a moverse en el centro del piso de la sala, mientras los siete amigos están sentados a su alrededor en una circunferencia irregular. Hay risas y nerviosismo. Es la adrenalina que se va disparando. Poco a poco las prendas van dando espacio a la piel y al estar desnudos se sigue entregando algo, una caricia, un beso. Como resultado del licor que han tomado, están desinhibidos y pronto se entregan al placer de explorar y sentir sus propios cuerpos y las sensaciones que despiertan en sí mismos y en los otros. Entonces, por un momento sientes asco de ti al saber que te entregaste a los más extraños instintos, deseos y obsesiones. Tu madre siempre te había advertido de los pecados, pero te das cuenta que no pusiste la atención necesaria y tu voluntad flaqueo. «¿Cómo había sido posible que una ida a cine con tus amigos de la infancia hubiera terminado en esto?» te preguntas.

De pronto, levantas la mirada del libro que tienes en las manos y al contemplar tu cuarto, todo se te hace demasiado aburrido. Toda una nueva vida ha emergido. Y contemplas tus cosas con cierto desprecio, como si fueran de otra persona, de un niño ingenuo, quizás un poco tonto. Entonces, aquel espacio, tu cuarto, escenario de tan brillantes intuiciones en las que creías que podrías ser un nuevo Einstein, se fue haciendo pequeño. Y tu mente lejos de serenarse sigue sumergida en incertidumbres. De pronto encontraste una sola certeza, estabas perdiendo tu alma. La noche anterior había empezado una extraña degradación de tu ser. Todo aquello que considerabas una parte de ti, se extinguía con el mismo impulso de un velón al quemar las últimas reservas de cera. Todo parece estar envuelto en una neblina que solo por momentos se disipa y eso aumenta tu incertidumbre. ¿Rezar? ¿Pedirle auxilio a tu madre? Piensas en Damian. Sí, claro, él me puede decir qué pasó, te dices a ti mismo.

De pronto, como si estuvieran conectados siquicamente, Damian te envía un mensaje de voz a tu teléfono. Pregunta por ti. Dice que anoche estabas completamente borracho, pero que se ve que te divertiste; que no pensaba que te gustaria. Te veías muy serio, agrega. No sabes a que se refiere y eso te molesta. Te hace sentir perturbado. Cuando te llevamos a casa, relata Damian en el mensaje, tu padre nos regañó, pero me dejó subirte a tu cuarto y desvestirte. Parecía desconcertado y triste. Pero de todos modos no simulaba su molestía. ¿Acaso ya hablarón?, te pregunta. Te dice que descanses que tomes mucha agua y que espera que te animes a repetir la experiencia así sea los dos. Debes tener un guayabo tenaz, agrega y se despide.

Lo llamás. Damian parece estar bastante ajetreado. —«¿Qué paso?». Él te hace el relato de todo. —«¿Cómo te ha ido con el guayabo?, es la primera vez que te emborrachas, ¿Cierto?» Dices que no, pero sabes que mayor que el malestar que sientes, es la desazón moral. —«¿Qué voy a hacer?»— preguntas. —«Le pones demasiada tiza al asunto. Es una bobada. Deja que la experiencia pase». Te dice que ya le habían dicho que tenias tu guardado. —¿Cómo así? —respondes. Te empiezas a sentir disgustado —¿Acaso te gustan los hombres? —pregunta. Lo niegas. Parecía, agrega. —«¡No, no puede ser!»— exclamas, pero más como un reclamo para ti mismo.  No importa, deje la bobada, insiste, tratando de rebajarle importancia al tema. Es tu vida y te dice que solo debes dar cuenta a ti mismo de lo que haces, a nadie más. Que no te preocupes, continua, y con cierta picardía en su voz, te dice que besas delicioso. A medida que escuchas sus palabras tu mente se traslada a las cosas que has perdido. Es la inocencia que muere porque sabes que te ha gustado en lo más íntimo de tu ser. ¿Es el pecado?, te vuelves a preguntar.

Pero ¿qué vas a decirle a tu madre? Piensas en ella de nuevo, en aquella bella mujer que desde niño te llamaba «Mi divino angelito». Te había puesto por nombre Miguel Angel en honor al Arcángel que sentado al lado de Dios, es el principal, el comandante y el mensajero, quien dirige los ejércitos de Dios. Y entonces habías crecido bajo la influencia de ese ideal que marcaba todos tus actos. Ella quería que fueras sacerdote, el primero, el jefe, en encargado de todo. Nunca hubo ninguno clérigo en la familia te había insistido desde la infancia. Y la Iglesia necesita nuevos mensajeros que renueven la palabra. Siempre te decía esas cosas. Recuerdas que a veces, tu padre le reclamaba que no te dejaba respirar. «Déjalo vivir, mujer. Es solo un muchacho». Entonces, empezaste a comprender que en una sola noche, aquel Ángel que tu madre cuidaba con tanto esmero para consagrar a Dios en una acto supremo de amor, que era objeto de tantas oraciones se había hecho corrupto, se había degradado. Te das cuenta de que el sudor y el olor que han impregnado tu cuerpo ya son parte de ti, evidencia de haber dejado de ser parte del coro angélico de los niños y empezar a ser un hombre lleno de deseos y necesidades.

La marca en sus costillas

Constanza Aimola




Italia, Rocca San Giovanni, invierno de 1939. Ya se ocultaba el sol y arreciaba el frío en un cultivo de oliva, se agotaba la jornada después de un largo día de trabajo de campo. Bloques de heno reposaban armados bien encarrilados. Las bestias eran llevadas a los establos.

José era el jefe de la cuadrilla, un hombre moreno alto y delgado que siempre vestía con ropa de trabajo. A eso de las cuatro se ponía su abrigo y acomodaba su gorra de paño mientras fumaba un cigarrillo mirando el infinito. En medio del silencio se escuchaba algunos insectos y pájaros cantando y un gato que estrepitosamente se posó en los bloques armados con el bagazo de las olivas después de prensarlas para hacer aceite.

«¡Maldito gato! shshshsh, ya muchas veces amigos tuyos han dañado mi cosecha», le seguía gritando al gato mientras lo perseguía con un rastrillo de los que sirven para arar la tierra. Finalmente atinó y le dio dos golpes en las costillas.

«Eso es, gato del demonio, ¡ahí tienes! para que no vuelvas a aparecerte por aquí», el animal saltó y con dificultad se fue corriendo.

Encendió y terminó otro cigarrillo, el humo se confundía con la neblina, después de terminarlo lo tiró y lo pisó. Se frotó las manos y mientras todavía salía humo de su boca se fue caminando lentamente a su casa con las manos cruzadas atrás de la cintura.

Tocó a la puerta.

—María ya llegué, ábreme.

—Hombre de Dios, para qué gritas, con que toques es suficiente, ni que fuera muy grande esta casa.

Entró y sin saludar tiró una silla bruscamente y se sentó en la mesa, su mujer siguió preparando la comida y sin mirarlo le preguntó:

—¿Y ahora por qué estás de mal genio?    

—Un estúpido gato me dañó el día, otra vez cagándose en la oliva, le di un golpe en las costillas creo que jodí al maldito, pero también me hice daño en la mano. 

El olor de la cocina era delicioso, se mezclaban bien el humo de la estufa de leña con los ingredientes de la salsa para la pasta, cebolla, tomate y carne fresca, la preparación llenaba la pequeña casa y los vidrios se veían empañados por el vapor.

Seguía con los ojos puestos en la cocina mientras le decía a José:

—¿Recuerdas a Esperanza, la anciana que vive en el pueblo, la de los gatos?, se está muriendo, tenemos que ir a visitarla.

—¿Por qué voy a tener que visitar esa vieja?, nunca hemos tratado con ella, nadie quiere entrar en esa casa, que asco me da solo pensar cómo será por dentro sabiendo cómo es por fuera.

Pero es una obra de caridad, por amor a Dios, José, qué hay en tu corazón, tenemos que ir a visitarla, tal vez llevarle un caldo y unas flores. Es una anciana sola y dicen que está muy mal, que sufre mucho y no tiene quien le lleve un vaso de agua, seguro no pasa de hoy.

Esta era una mujer muy vieja, decían que tenía más de cien años, vivía sola, bueno con una cantidad tan absurda de gatos que no los podían contar. La policía en varias ocasiones le había hecho allanamientos por el olor hediondo que emanaba de su casa, una brigada de voluntarios la desocupaban y limpiaban pero meses después seguían las quejas de los vecinos por la podredumbre en la casa de aquella misteriosa y solitaria mujer.




Corría el rumor de que tuvo un accidente, ella decía que se había caído cuando intentaba cortar hierbas para hacer bebidas aromáticas. Estaba en una pendiente muy inclinada, rodó por la montaña y los perros de un campesino la encontraron cuando iban detrás de una oveja. La hallaron estaba muy mal, le sangraba la nariz y estaba inconsciente. Como pudieron la llevaron a su casa y la dejaron ahí, ella les dio las gracias, pero la casa es una pocilga y nadie aguanta quedarse ahí por largo rato.

La misteriosa mujer había vivido en el pueblo desde que era puro pasto y bestias. No existían todavía ni ranchos levantados con paja. Era una de las fundadoras de todo lo que se veía por ahí. La recordaban vieja desde siempre, no tenía hijos ni había tenido esposo, nunca se le conoció algún hombre que la pretendiera en serio o aunque sea un amante. Poco hablaba y aunque sus gestos y sonrisa cuando saludaba indicaban que era muy amable, no hacía favores ni le pedía nada a nadie, cultivaba algunas verduras y criaba tres o cuatro gallinas. Cuando necesitaba algo se escuchaba correteando las aves en un pequeño corral improvisado que ella misma había construido y luego las intercambiaba por algunos productos.

María puso la mesa, era de madera, estaba muy vieja y llena de moho, tenía una pata coja por lo que al partir la carne y cortar el pan, los acompañaba el tac tac tac que se detenía cuando José le pegaba un golpe con sus inmensas manos curtidas por el trabajo de labriego.

Sirvió la comida en platos de metal esmaltado, originalmente eran blancos pero ya por los golpes año tras año estaban llenos de abolladuras que dejaban ver poco a poco el material negro que antes estaba recubierto por el esmalte. Además de la pata de la mesa coja y el chirriar de la cuchara contra el plato, no se escuchaba otro sonido. José se levantó de la mesa mientras todavía masticaba el último bocado, se limpió la boca con la manga del saco, se puso el abrigo y la gorra, abrió la puerta vamos María ya son casi las ocho y creo que si no salimos ya, esa vieja se va a morir, después quien se la aguanta a usted diciéndome lo mal cristiano que soy.

Salieron y María corría apresurada detrás de José. ¿Pero para dónde vas imbécil? Estoy segura de que ya no te acuerdas de dónde vive Esperanza, hace cuarenta años que no la visitas, ¿te acuerdas?, cuando le gritaste que no volverías a pisar su casa sino cuando estuviera tiesa. José refunfuñaba y decía entre dientes «pues para allá voy, a ver si la ayudo a sacar con los pies para adelante». María empezó a llorar «que corazón de piedra, no cambias ni sabiendo que está al borde de la muerte».




Hace muchos años cuando María y José estaban recién casados y aún no tenían hijos, vivían en el pueblo. Su casa colindaba con la de Esperanza, una cerca con alambre de púas separaba los dos predios. Al principio era la vecina perfecta, no se sentía, pero un día Esperanza les mató un perro porque se orinó encima de sus verduras, le dio un tiro y desde entonces tenían cazada una pelea.

Un sábado después de terminar su jornada de trabajo, José se fue a tomar unas cervezas que mezcló con varios tragos más, cuando llegó a la casa se sintió con valor y se metió en la huerta de Esperanza, pisoteó los tomates y las lechugas, se colgó de las mazorcas y pateó como balones los limones. Esperanza no salió de la casa, no reviró por lo que estaba haciendo José, solo se veía uno de sus gatos negros posado en el marco de la ventana del segundo piso. Para terminar este atropello José le gritó solo volveré a tu casa cuando te mueras, cuando estés bien tiesa maldita, como dejaste a mi perro. Escupió en la entrada y se retiró dando tumbos. Desde entonces no había vuelto ni siquiera a pasar por la puerta de su casa.

Caminaron por cuarenta minutos. Por fin llegaron. Tocaron y nadie abría. Un vecino que pasaba sugirió que dieran vuelta a la manija. Al ingresar encontraron una escalera de cemento, tan empinada que no se podía ver su fin. Subieron agitados, María era una mujer robusta con mal estado físico y José tenía los pulmones arruinados por el cigarrillo, además las secuelas de haber trabajado en una mina de carbón toda su juventud bajo metros y metros de tierra con limitado oxigeno.

De frente al último escalón estaba la habitación de Esperanza, mientras avanzaban para llegar a la cama, José se quitaba la boina en señal de respeto, pero también la utilizaba para taparse la nariz y espantar a uno que otro gato que se le quería subir por las piernas. María le pegaba codazos y le hacía miradas histéricas para que dejara de hacer cara de asco.

Varias personas rodeaban la cama de la anciana, todos con la cabeza baja. Mientras unas mujeres lloraban, otras rezaban. Algunos hombres tenían flores en sus manos.

—Entra y di algo, ¡animal! —le decía María a José, quien nuevamente refunfuñando, saludó a los presentes:

 —Buenas noches a todos.

María lo adelantó pegándole un codazo y dijo fuerte y pausado, como si la anciana escuchara poco aquí estamos María y José, ¿si se acuerda de nosotros?

La anciana tenía los ojos cerrados y respiraba profunda y lentamente, tal vez por el asfixiante olor a eucalipto y naftalina además de la podredumbre, o quizá porque se había acumulado el calor de tantas personas. Levantó la cabeza con dificultad, los miró y le dijo a José de ti me acuerdo, claro que me acuerdo, maldito animal, eres un hombre brusco y malhumorado, no te controlas. Pero mujer de Dios, eso fue hace tanto tiempo, ¿acaso no me has perdonado? No es para tanto, pobrecito mi perrito, tienes que aceptar que haber pisoteado tus verduras fue apenas justo para cobrarme que lo hubieras matado. No me refiero a eso, hoy casi me matas. Tosió, se giró lentamente y se puso de medio lado para mostrarle las costillas. Tenía marcadas cuatro líneas de color morado como las berenjenas que cultivaba en su jardín. Mira lo que me hiciste, casi me matas.

El silencio se apoderó de la habitación. Nadie sabía a qué se refería la anciana, pero si no se veían hace más de cuarenta años, cómo podía haberle hecho daño, de qué hablaba esta mujer.

José sí entendió lo que la anciana decía. Como una película recordó cuando al terminar la jornada con un rastrillo de cuatro dientes le dio en las costillas a un gato que se posó en su cosecha. No pudo parpadear más, quedó mudo, agarró a María por el antebrazo y no le podía quitar los ojos de encima a Esperanza que se reía de forma burlona.

Tranquilo José, gracias por no haberme matado, sé que tu intención no era hacerme daño, tal vez asustarme un poco. Eres un hombre fuerte y tienes una puntería que no falla, si hubieras querido me hubieras dado un golpe más duro, pero en la cabeza y no estaría contando el cuento, por eso, por perdonarme la vida te voy a conceder un don. Contando a partir de ti, tienes siete generaciones más, en las que no entrará a tus descendientes brujería o mal de ojo, con lo que quedarán libres de toda maldición, hechicería, peligro o muerte trágica.

Después de escuchar esto José salió de la habitación y bajó las escaleras, corrió como alma que lleva el diablo.

Esta es la historia que se ha contado innumerable cantidad de veces en la familia de José, perpetuando el mito de aquella mujer gato que le dio un regalo a siete de sus generaciones por haberle perdonado la vida. Narrando esta historia antes de dormir, les ha dado a muchos, noches de tranquilidad y blindando del miedo y la angustia a varios integrantes de la familia, garantizándoles que no les pasará nada malo.

Nunca sabrán si cada vez que lo cuentan le agregan algo diferente o si es la historia original, si la inventó alguien para sembrar confianza en un niño o si tal vez fue solo producto de la imaginación de alguien que ni siquiera perteneció a esta familia, pero tal vez por coincidencia nunca en varias generaciones han escuchado en la familia alguna historia de brujas o hechizos, en fin gracias José. Que si fue mentira o verdad… sabrá Dios.




Ilustraciones:
Luisa Fernanda Vaca Castillo