Luis Rivera
«Miren:
¡un niño solo en la playa!», decía una señora que caminaba cerca. La
entrometida dama se refería a mí. Yo estaba entre dormido y despierto,
abrazando firmemente a mi peluche Jerry, fiel compañero inseparable. La arena
caliente picaba mis pies. Un sombrerito cubría mi cara, pero la intensidad del
sol me hacía sudar abundantemente. Tenía sueño, aun estando en la playa. Mamá había
manejado durante la noche y los nervios de la carretera, al ser su pequeño
copiloto, me envolvieron en un insomnio vigilante. «Usted es el hombre de la
casa, y debe siempre cuidar a su mamá», me repite la abuela cada vez que
salimos de viaje. Senda misión para un niño. Vestía mi traje de playa, uno que
me regalaron en el último cumpleaños. Es un juego de camisa sin mangas y pantalón
corto de color azul celeste. Todo el contorno del ruedo es anaranjado, así como
un gran número ocho que cubre todo mi tronco frontal. Era una combinación
peculiar entre bañador de mitad de siglo veinte y uniforme de fútbol americano.
Nada elegante, pero a mis siete años, tenía cosas más importantes que la moda
por las cuales preocuparme. El mar y su rocío salado hacían que me ardieran los
ojos. Respirar de manera profunda me provocaba toser, pero mamá afirmaba que
ese aire era milagroso y que me curaría el asma. De modo que yo insistía en
llenar mis pulmones al máximo cada vez que me acordaba, porque sí me interesaba
curarme. Era un jueves, según escuché, por lo que la playa estaba relativamente
vacía. Solo se miraban adultos, lastimosamente. El árbol y la cabaña de la Cruz
Roja que me dieron sombra durante la mañana, ahora me la negaban y la ofrecían
al lado opuesto. No fue únicamente la inoportuna señora la que me despertó, sino también el hambre. Busqué en
mi mochila los emparedados que mamá había preparado, y como era día de
vacaciones, tenía permiso de tomar gaseosa y comer galletas. A manera de un
gran señor, me senté a degustar el almuerzo.
«No
estoy solo, señora, mi mamá está nadando en el mar», pensé en responderle a la
escandalosa turista, pero avanzó rápido y sin más, perdí interés. Levanté la
vista hacia el mar, tratando de ver donde nadaba mamá. Achiqué la mirada. El
sol estaba ya enfilado frente a mí, por lo que su reflejo me cegó. Solo lograba
ver cabezas que se sumergían con el ritmo de las olas. Volví al ataque en
contra de mi sándwich, disfrutando al máximo ese lindo día de playa y mar.
Miraba con orgullo la etiqueta en mi mochila nueva, que tenía en letras grandes
mi nombre y el de abuela, así como su número de teléfono, por si se perdía y
alguien quisiera devolverla. Comencé a construir castillos de arena,
determinado en lograr edificar la torre más alta del mundo. No tenía permiso de
entrar al mar. Me daba miedo entrar solo, de todos modos. Ya comenzaba a soplar
el viento templado y seco de la tarde, cuando salió mamá del agua.
Definitivamente era la mujer más linda del mundo. Usaba un traje negro de una
pieza, que se ajustaba a su abultada cintura. Traía el pelo revuelto. Sus manos
y pies estaban curtidos de haber permanecido tanto tiempo en el agua. Me vio y
le sonreí. Me abrazó fuerte, besándome la frente y preguntándome si estaba
bien. Podía sentir sus lágrimas rodar por mi mejilla. Debió de ser por tanta
alegría. Era un momento mágico, que yo deseaba que nunca terminara. Mamá era
toda para mí.
No
sé por qué habíamos viajado de noche. Se me ocurre que quería llegar temprano a
la playa. Me daba miedo la carretera cuando estaba tan oscura, y creo que a mamá
también, incluso lloró buena parte del trayecto. Yo no dormí durante el viaje,
para ir vigilante acompañándola. Me pedía que le cantara las canciones que
estaba aprendiendo en la escuela. Salimos de la casa de abuela poco después de
la cena. Mamá me había llevado temprano esa mañana con mi maleta para pasar
unas semanas ahí, mientras ella viajaba por trabajo. Llevamos todos mis
juguetes y mi ropa para que no me hiciera falta nada. Jugué todo el día con María,
la hija de Consuelo, empleada de décadas de la abuela. En la noche, me daban
permiso de ver televisión si me comía toda la cena de una sentada. Estaba
viendo «El Chavo del Ocho» cuando llegó mamá. Yo seguía de cerca a la
Chilindrina jugarle una broma muy divertida a Kiko. Desde hace tiempo había
aprendido a no entrometerme en conversaciones de adultos. Además, estaba
demasiado chistoso el capítulo. Algún problema tuvo mamá en el trabajo porque
llegó enojada. La escuché discutir con la abuela. Lo más seguro es que ella no
quería que yo me fuera tan rápido de su casa. ¡Acababa de llegar esa misma mañana!
Desde que murió abuelo, soy su mejor compañía. Pero igual mamá subió mis
maletas al carro, y nos fuimos. Me extrañó que no se dirigiera a nuestra casa,
pero sabía que no era momento de preguntar mucho. Condujo hacia la carretera
del Pacífico, rumbo al mar. Agarré con fuerza a mi peluche, mientras mamá hablaba
consigo misma, entre lágrimas y golpeteos al timón. «¡Estúpida! ¡Sos una estúpida!»,
era todo lo que descifraba de su monólogo.
Es
increíble cómo procesa la memoria humana. Revisando las gavetas de los armarios
de mamá, encontré esa vieja instantánea donde aparecemos juntos ese lejano día
en la playa, con mi castillo de arena, la mochila, Jerry, y aquel gran número
ocho en mi pecho. Mamá está viendo hacia su izquierda, distraída, y ambos
tenemos los ojos achinados porque el sol nos pega de frente. Recuerdo al
vendedor de fotografías, que la tomó sin preguntar, obsequiársela a mamá diciéndole:
«para que se le alegre ese espíritu roto y caído que se refleja a través de sus
ojos, señora». Como jalar de una madeja, ver la foto detonó esta serie de
recuerdos. Tiene algo manuscrito en su dorso: «Sebastián y yo, 17/02/83. El día
que el mar me habló.» Comienzan a rodar mis lágrimas de nuevo. Sigue demasiado
fresca la herida y las emociones están a flor de piel. Hace dos días murió mamá.
Ayer la enterramos. Han pasado treinta y siete años desde ese viaje improvisado
que hicimos juntos. Fue bello y maravilloso. Algo cambió en ella, drásticamente.
A partir de ahí, nunca nos volvimos a separar. Dedicó su vida a mí.
Hoy
me toca comenzar la dura tarea de vaciar su apartamento. Había empezado con
entusiasmo y me entretuve con esta foto. Consumí varios cigarrillos y dos tazas
de café mientras revivía ese tiempo. Seguí abriendo gavetas y cajas. Como
espuma, recuerdos de mi infancia desbordaban por doquier. Era un torbellino de
emociones. De repente, encontré un pequeño diario. Tenía la cubierta de cuero
negro, ya desteñida por los años. Lo abrí, y me sorprendió identificar la letra
manuscrita de mamá. Era una caligrafía hermosa, casi perfecta, como la de esas
tarjetas de boda elegante, que ahora escasamente se encuentran. Me volví a
sentar en el sillón individual que tanto disfrutaba al llegar de visita. Encendí
un cigarrillo, acomodándome para otra media hora de tiempo perdido en la única
tarea que tenía. Será un largo día a este ritmo. Abrí el cuadernillo, y en mis
piernas cayó una fotografía. La recogí, y traté de identificarla. Aparecía mamá
con un joven caballero, en lo que debió de ser un paseo de campo navideño, en
vista que habían muchos pinos, grama, y montañas. Portaban chaquetas livianas,
como para un invierno tímido. Sus pantalones eran pegados hasta las rodillas, y
luego se abrían en extensas campanas. Mamá usaba zapatos de plataforma altos.
Su pelo estaba suelto, revuelto por el viento libre, con una coqueta sonrisa y
su cabeza recostada cariñosamente en el hombro de su compañero. En el fondo, un
gran San Nicolás junto con un desnutrido ayudante repartían regalos a lo que parecía
una interminable fila de niños. No reconocí al hombre, pero el abrazo en el que
estaban envueltos revelaba intimidad y ternura. ¡En la mano derecha, mamá sostenía
a Jerry! Se me aceleró el pulso, y me comenzó a temblar la mano. Aspiré profundo
el humo de mi tabaco, y busqué en el dorso alguna indicación de la fecha o
lugar. Leí, en una letra que no reconocí: «Para Vicky, dulce recuerdo de la
primera navidad, de lo que serán muchas y muchas. Tuyo, Alonso. Diciembre 1982.»
¿Alonso? No reconocía el nombre ni la persona. Observé con detenimiento la
fotografía de nuevo, maldiciendo mi ridícula vanidad de no usar los anteojos
para leer que me recetaron hace unos años.
Haciendo mi mejor esfuerzo por enfocar, vagamente asimilé el lugar de la
foto con el rancho del licenciado Cruz, el jefe de mamá que más recuerdo. Pasábamos
ahí las celebraciones del trabajo del banco. Pero no podía estar seguro. Fue
hace muchos años. Desistí de buscar certeza y abrí el cuaderno. Sabía que me
tomaría un tiempo considerable leerlo, por lo que me preparé. Limpié el
cenicero y abrí un nuevo paquete. Rebusqué por la cocina algo más estimulante
que este parco café. Logré encontrar una botella de whisky single
malt que yo había llevado en alguna celebración familiar. Tomé un vaso alto,
para no tener que recargar muy seguido, me serví un buen trago, y me senté a
leer, intrigado.
15 de abril, 1983
Tuve mi segunda consulta con la psicóloga esta semana. Me
exaspero con todo esto pero fue una promesa que le hice al padre Jorge. Hoy hablamos
del perdón y de cómo seguir adelante. Estoy envenenada por dentro, o al menos
eso me indica la doctora Miriam. Todavía me cuesta creer al límite que llegué,
pero de nada sirve recapitular ahora. Lo importante, de nuevo en palabras de la
especialista, es cerrar el capítulo y avanzar con uno nuevo. No puedo dejar de
llorar al pensar lo que pude haber hecho. Me rebalsa una mezcla explosiva de
rabia, traición, y cobardía. Me sube a la boca como vómito, y me queda ese
sabor amargo que por más que escupo, sigue ahí. Miriam me recomendó esto,
escribir. Nada sana el alma como plasmar su mal en letras. Voy a intentarlo por
Sebastián y mi madre.
No he mencionado su nombre hasta hoy, y no pensaba hacerlo
nunca más. Alonso ha sido lo mejor y lo peor que le ha pasado a mi vida. ¿Es
posible eso? Me resulta difícil aceptarlo, pero mucho de lo que sucedió fue mi
culpa. No quise ver las señales, que estaban tan claras como escritas en una
pantalla de cine. Creí mi propia realidad de lo que sucedía, algo que entiendo
ahora con toda la terapia y reflexión que he tenido, y actué en consecuencia.
Dejaré a Dios que lo juzgue a él.
Lo conocí en la primavera del 82, durante los intercambios
de personal que realizó el banco para preparar la fusión. Ahora que la analizo,
fue una historia insípida. Aunque confieso que estoy extremadamente sesgada.
Algo así como una cena espectacular que te ocasionó una indigestión cercana a
la muerte. Es imposible que la recuerdes con algún agrado. Pensar en ella
ocasiona repulsión en lo más profundo del ser. Esa relación que no me permitía
dejar de sonreír y sonrojarme como chiquilla, hoy me produce agruras. Pero
existió. Tomó su momento en mi vida, y me transformó. Cómo un huracán, llegó y
se fue, dejando a su paso una inmensa huella de dolor y destrucción imborrable.
Hay algunos que dicen que el primer hombre en la vida de una mujer se impregna
en ella para el resto de la vida. Eso es mentira. El papá de Sebastián, con
quien me embaracé a los veinte años, no es más que un difuso recuerdo para mí.
Alonso, por lo contrario, se interpuso de primero en mi vida desde el instante
que lo conocí. Su relevancia penetró un lugar que ni yo me percataba existía
dentro de mi ser.
Bailamos juntos el vals de los amantes. Ese conocido ir y
venir de un hombre y una mujer que se conocen, y van cumpliendo cada uno con su
parte de la dinámica. Él, un hombre casado. Yo, una madre soltera. La fusión de
los bancos dónde laborábamos ocasionó que nos tocara trabajar juntos. Hubo química
inmediata que se convirtió en magia inminente. Me cortejó tiernamente, con poco
disimulo. Me hechizó la atención a detalles, esa bondadosa caballerosidad, y su
radiante masculinidad. Pero como todo lo valioso, venía con un alto precio. Lo
rechacé cuando me di cuenta de que era casado. Nos alejamos. Me buscó y confesó
que tenía problemas en casa y que no era feliz. Quise creer sin comprobar,
temiendo destapar una olla podrida. Cedí a su seducción precipitadamente. Sin
saberlo, perdí la cabeza por él. Permití que se desordenaran mis prioridades.
Me estorbaba Sebastián en casa porque limitaba mi libertad con Alonso y cada
vez más seguido lo dejaba durmiendo donde mamá. Me enloquecí decididamente.
17 de abril, 1983
No pude seguir escribiendo el viernes. Lloré y lloré al
plasmar por primera vez lo que voluntariamente permití que sucediera en
nuestras vidas. Me habían advertido que necesitaría varias sesiones de desahogo
en este diario. Hoy amanecí con fuerzas y ánimos. Espero perduren.
Me comenzó a fastidiar que Alonso se tuviera que ir a su
casa cada noche. No me gustó el rumbo que llevábamos. A mitades de noviembre,
decidí terminarlo. Aunque moría por dentro, mantendría mi postura y dignidad.
Prosiguió el vals... A mediados de diciembre, nos encontramos en la fiesta de
fin de año del banco. Yo andaba con mi vestido rojo de gala, tacones punta fina
y mi pelo hecho un moño espectacular. Alonso se miraba elegantísimo en su traje
negro con corbata a rayas. Después que ambos habíamos tomado un poco más de la
cuenta, nos encontramos en la pista de baile y, ¿qué puedo decir? No tardamos
mucho en estar en mi casa, devorándonos sin piedad. Entre la desinhibición del
licor y la adrenalina del sexo, nos juramos amor eterno. Él me pidió que nos
casáramos. Me tomó de sorpresa y quedé muda. Alonso sabía cómo doblegarme.
Su plan era sencillo, pero complejo de ejecutar. Quería
irse del país, y casarnos allá. Él suponía que su esposa le quitaría todo lo
que tenía si se divorciaba acá. Dejaría que pasaran los dos años que requiere
la ley para declarar abandono de hogar, pero estando lejos no podría
embargarlo. Yo acepté sin recato. Fue en ese momento cuando soltó la puñalada.
El viaje era sin Sebastián. Casi me caigo de la cama al escuchar. ¿Estaba loco?
¿Cómo se le ocurría proponerlo? Recogí las sábanas para cubrir mi desnudez, y
le pedí que se marchara. Lentamente me llevó a través de su ruta de
pensamiento. Sería por unos años únicamente, hasta que estuviéramos legalmente
casados. De otra manera, el estatus migratorio del niño sería muy complicado de
manejar. No podríamos ingresarlo a ninguna escuela. Los servicios de guardería
eran muy onerosos, y necesitaríamos todos nuestros salarios para la compra de
la casa y los vehículos, así como para sobrepasar los primeros meses
desempleados. Sigo sin entender cómo acepté. Pero lo hice. Dije que sí.
Pasamos el resto de diciembre de luna de miel. Fuimos a la
celebración navideña del trabajo, y Alonso le compró un peluche a Sebastián. Le
nombramos Jerry, en honor al ratón escurridizo de las caricaturas. Fijamos
fecha para el viaje: dieciséis de febrero del próximo año. Tuve innumerables
discusiones con mamá. Renuncié al banco, con mucha nostalgia pero confiada en
el futuro. Esa semana fue intensa. Preparé toda la ropa y pertenencias de
Sebastián. Él me preguntaba porque llevábamos tantas cosas donde la abuela, y
le mentí que era para que no extrañara ninguno de sus juguetes. Lo dejé muy
temprano en la mañana y partí hacia el aeropuerto. La despedida con mamá fue fría
y apática. No había manera que ella me diera la razón, y yo ya no la esperaba.
El vuelo salía a las tres de la tarde, pero no tenía ningún otro lugar adónde
estar. Habíamos acordado con Alonso que yo llegaba después de la una; aun así me
fui de inmediato. Además, no podía contener la emoción. ¡Quería sorprenderlo!
Llegué y busqué un café. No tenía hambre a causa de los nervios y la realidad
de dejar a Sebastián por tanto tiempo. Pero confiaba que era lo correcto. Subí al
área de salidas, en la segunda planta del aeropuerto. Desde ahí se podía ver
todo el lobby del aeropuerto, a través de paredes de vidrio. Y entonces lo vi
llegar. Fue tal mi susto que se me cayó el café. ¡Alonso venía de la mano con
su esposa! Se besaban en cada momento que podían. Con la vista los seguí en un «via
crucis» masoquista. En la estación de registro de maletas, se besaron
apasionadamente. ¡Hasta lloraron en la puerta de migración! Sin saber qué hacer,
caminé apresuradamente hasta la puerta de embarque. Me senté y traté de
concentrarme en una «Vanidades», todavía incrédula de lo inaudito que acababa
de presenciar.
Con un nudo en la garganta, lo vi acercarse.
Se sorprendió al verme, evidentemente contrariado de mi pequeña sorpresa. Yo
tenía las manos sudadas y heladas, no me respondía la voz. Todo parecía que se
movía en cámara lenta. Llegó y me besó en los labios. No pude reaccionar. Me
abrazó y me comenzó a preguntar por qué me había adelantado. Yo lo miraba
confundida, como quien escucha un discurso en chino. Me preguntó si había
almorzado, diciéndome que venía hambriento de la casa de su mamá, dónde había
pasado la noche. No soporté su cinismo, y me levanté. Con todo lo que tenía en
mí, lo abofetee. Cayó desprevenido, y tomó un tiempo reincorporarse. Comenzó a
preguntarme qué rayos me pasaba cuando volví a golpearlo con todas mis fuerzas.
Ya su boca sangraba y escupía rojo en el piso blanco. Volví a izar la mano,
cuando me cogió el brazo un guardia de seguridad. Solo pude gritarle: «¡sos un
hijo de la gran puta!»
Bajé alegando con todos los oficiales de migración que tenía
una emergencia familiar. Se tardaron un buen rato en devolverme mi equipaje. Me
sentía como una leona enjaulada. Tomé un taxi hacia la casa de mamá. Llegué y
obviamente tuve una fuerte discusión con ella. Pero no era momento de rendir
explicaciones. Necesitaba alejarme de este lugar. Quería dejar de pensar, de
sufrir, de encarar mi realidad. Tomé a Sebastián y nos fuimos en el carro.
Estaba indecisa. Dimos varias vueltas por la ciudad, cuando recordé algo que me
decía papá: «el mar cura todos los males, hija. Incluso los del alma.»
Manejé toda la noche por la vía del Pacífico. Lloraba y
lloraba, enrabiada con lo estúpida que fui. Sebastián estaba asustado. En los
momentos que yo recobraba la cordura, le pedía que me cantara para distraerlo. Él,
muy valiente, me acompañó despierto todo el camino. Llegamos cercano al
amanecer. Dormimos en el carro hasta que el calor húmedo de la mañana nos
despertó. Salimos y buscamos un lugar para desayunar. Yo no comí, pero animé a
Sebastián para que se alimentara bien. Vi una farmacia al frente. En ese
momento fue cuando lo decidí. Crucé la calle y compré un bote de pastillas para
dormir, de las más fuertes. Regresé y le pedí a la mesera seis emparedados para
llevar, así como galletas y refrescos. Tenía que asegurarme que Sebastián no
sufriera hambre. Bajé su mochila de la escuela, y con un marcador grueso,
escribí su nombre y el de mamá, con los teléfonos y dirección de la casa. Tenía
que estar segura de que cuando lo encontraran, les sería sencillo localizar a
la abuela. Saqué los trajes de baño de las maletas y nos cambiamos.
Busqué un lugar cerca de la estación de la Cruz Roja, para
que Sebastián fuera encontrado rápido. Lo senté ahí, y le hice jurarme que no
se metería al mar ni se movería de ese lugar. Le dije que yo iba a nadar un
poco en lo profundo, y que me esperara. Estaba decidida. Él muy feliz me aseguró
que se portaría bien. Lo besé en la frente, en lo que en ese momento me pareció
ser la última vez en mi vida. Me quité mis pocas joyas, ¿para qué las iba a
desperdiciar en el mar? Las dejé en la mochila, y tomé el bote de pastillas.
Caminé lentamente en la arena hacia el mar. Sabía que no debía voltear a ver a
Sebastián, o me acobardaría. Me cubrió la cintura el agua, y seguí caminando a
lo profundo. Había poca gente alrededor. Me sumergí y nadé fuera de la vista de
todos, hasta que avisté una boya en el límite de la zona segura. Me costó llegar
a ella por lo alto de las olas, pero lo logré. Ahí pude sostenerme sin ser
percibida.
Pasaron muchas horas. Hablaba con Dios. Le preguntaba si lo
iba a conocer en persona aún de la forma en que iba a morir. Entendía, por las
enseñanzas religiosas de mi niñez, que los suicidas no llegan al cielo.
Conversaba con papá, contándole que estaba cerca de verle de nuevo. En broma le
decía que no creía que él estuviera en la bóveda celestial con los querubines.
Le conté de Sebastián, de lo amargada que se volvió mamá con la viudez, y hasta
del ingrato de Alonso. Comenzó a caer la tarde, y sabía que llegó el momento.
Por la posición del sol, calculaba que eran las tres o cuatro de la tarde. Abrí
el bote y saqué las treinta pastillas. Con esa cantidad, en minutos estaría
inconsciente y lo demás lo haría el mar. Las coloqué en mi mano derecha,
sosteniéndome con la izquierda de la boya. Cuando procedí a acercar mi mano a
la boca, sucedió. Una ola salpicó y, como una mano divina, arrebató las
pastillas, llevándoselas a lo más profundo. Juro por Sebastián haber escuchado
un rumor del océano decirme: «Tienes por quién vivir. Hazlo.»
La doctora Miriam es atea, por lo que nunca acordó conmigo
que ese fue un acto de Dios. Pero no importa, en esos temas, estamos de acuerdo
en estar en desacuerdo. Mi vida cambió en ese momento, para siempre. Traté de
honrar esa nueva oportunidad que me regalaron. Que Dios me juzgue.
Vacié
mi vaso con un último trago. Me había tomado más de media botella y fumado todo
el paquete. Tenía seca la garganta, no había líquido que me saciara. Sentía oprimido
el pecho, mi cuerpo estaba paralizado mientras mi mente digería lo que acababa
de leer. ¿Tengo derecho a juzgar a mamá? Definitivamente no. Eso se lo dejo a
Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario