miércoles, 5 de abril de 2017

Un niño solo en la playa

Luis Rivera


«Miren: ¡un niño solo en la playa!», decía una señora que caminaba cerca. La entrometida dama se refería a mí. Yo estaba entre dormido y despierto, abrazando firmemente a mi peluche Jerry, fiel compañero inseparable. La arena caliente picaba mis pies. Un sombrerito cubría mi cara, pero la intensidad del sol me hacía sudar abundantemente. Tenía sueño, aun estando en la playa. Mamá había manejado durante la noche y los nervios de la carretera, al ser su pequeño copiloto, me envolvieron en un insomnio vigilante. «Usted es el hombre de la casa, y debe siempre cuidar a su mamá», me repite la abuela cada vez que salimos de viaje. Senda misión para un niño. Vestía mi traje de playa, uno que me regalaron en el último cumpleaños. Es un juego de camisa sin mangas y pantalón corto de color azul celeste. Todo el contorno del ruedo es anaranjado, así como un gran número ocho que cubre todo mi tronco frontal. Era una combinación peculiar entre bañador de mitad de siglo veinte y uniforme de fútbol americano. Nada elegante, pero a mis siete años, tenía cosas más importantes que la moda por las cuales preocuparme. El mar y su rocío salado hacían que me ardieran los ojos. Respirar de manera profunda me provocaba toser, pero mamá afirmaba que ese aire era milagroso y que me curaría el asma. De modo que yo insistía en llenar mis pulmones al máximo cada vez que me acordaba, porque sí me interesaba curarme. Era un jueves, según escuché, por lo que la playa estaba relativamente vacía. Solo se miraban adultos, lastimosamente. El árbol y la cabaña de la Cruz Roja que me dieron sombra durante la mañana, ahora me la negaban y la ofrecían al lado opuesto. No fue únicamente la inoportuna señora la que me despertó, sino también el hambre. Busqué en mi mochila los emparedados que mamá había preparado, y como era día de vacaciones, tenía permiso de tomar gaseosa y comer galletas. A manera de un gran señor, me senté a degustar el almuerzo.

«No estoy solo, señora, mi mamá está nadando en el mar», pensé en responderle a la escandalosa turista, pero avanzó rápido y sin más, perdí interés. Levanté la vista hacia el mar, tratando de ver donde nadaba mamá. Achiqué la mirada. El sol estaba ya enfilado frente a mí, por lo que su reflejo me cegó. Solo lograba ver cabezas que se sumergían con el ritmo de las olas. Volví al ataque en contra de mi sándwich, disfrutando al máximo ese lindo día de playa y mar. Miraba con orgullo la etiqueta en mi mochila nueva, que tenía en letras grandes mi nombre y el de abuela, así como su número de teléfono, por si se perdía y alguien quisiera devolverla. Comencé a construir castillos de arena, determinado en lograr edificar la torre más alta del mundo. No tenía permiso de entrar al mar. Me daba miedo entrar solo, de todos modos. Ya comenzaba a soplar el viento templado y seco de la tarde, cuando salió mamá del agua. Definitivamente era la mujer más linda del mundo. Usaba un traje negro de una pieza, que se ajustaba a su abultada cintura. Traía el pelo revuelto. Sus manos y pies estaban curtidos de haber permanecido tanto tiempo en el agua. Me vio y le sonreí. Me abrazó fuerte, besándome la frente y preguntándome si estaba bien. Podía sentir sus lágrimas rodar por mi mejilla. Debió de ser por tanta alegría. Era un momento mágico, que yo deseaba que nunca terminara. Mamá era toda para mí.

No sé por qué habíamos viajado de noche. Se me ocurre que quería llegar temprano a la playa. Me daba miedo la carretera cuando estaba tan oscura, y creo que a mamá también, incluso lloró buena parte del trayecto. Yo no dormí durante el viaje, para ir vigilante acompañándola. Me pedía que le cantara las canciones que estaba aprendiendo en la escuela. Salimos de la casa de abuela poco después de la cena. Mamá me había llevado temprano esa mañana con mi maleta para pasar unas semanas ahí, mientras ella viajaba por trabajo. Llevamos todos mis juguetes y mi ropa para que no me hiciera falta nada. Jugué todo el día con María, la hija de Consuelo, empleada de décadas de la abuela. En la noche, me daban permiso de ver televisión si me comía toda la cena de una sentada. Estaba viendo «El Chavo del Ocho» cuando llegó mamá. Yo seguía de cerca a la Chilindrina jugarle una broma muy divertida a Kiko. Desde hace tiempo había aprendido a no entrometerme en conversaciones de adultos. Además, estaba demasiado chistoso el capítulo. Algún problema tuvo mamá en el trabajo porque llegó enojada. La escuché discutir con la abuela. Lo más seguro es que ella no quería que yo me fuera tan rápido de su casa. ¡Acababa de llegar esa misma mañana! Desde que murió abuelo, soy su mejor compañía. Pero igual mamá subió mis maletas al carro, y nos fuimos. Me extrañó que no se dirigiera a nuestra casa, pero sabía que no era momento de preguntar mucho. Condujo hacia la carretera del Pacífico, rumbo al mar. Agarré con fuerza a mi peluche, mientras mamá hablaba consigo misma, entre lágrimas y golpeteos al timón. «¡Estúpida! ¡Sos una estúpida!», era todo lo que descifraba de su monólogo.

Es increíble cómo procesa la memoria humana. Revisando las gavetas de los armarios de mamá, encontré esa vieja instantánea donde aparecemos juntos ese lejano día en la playa, con mi castillo de arena, la mochila, Jerry, y aquel gran número ocho en mi pecho. Mamá está viendo hacia su izquierda, distraída, y ambos tenemos los ojos achinados porque el sol nos pega de frente. Recuerdo al vendedor de fotografías, que la tomó sin preguntar, obsequiársela a mamá diciéndole: «para que se le alegre ese espíritu roto y caído que se refleja a través de sus ojos, señora». Como jalar de una madeja, ver la foto detonó esta serie de recuerdos. Tiene algo manuscrito en su dorso: «Sebastián y yo, 17/02/83. El día que el mar me habló.» Comienzan a rodar mis lágrimas de nuevo. Sigue demasiado fresca la herida y las emociones están a flor de piel. Hace dos días murió mamá. Ayer la enterramos. Han pasado treinta y siete años desde ese viaje improvisado que hicimos juntos. Fue bello y maravilloso. Algo cambió en ella, drásticamente. A partir de ahí, nunca nos volvimos a separar. Dedicó su vida a mí.

Hoy me toca comenzar la dura tarea de vaciar su apartamento. Había empezado con entusiasmo y me entretuve con esta foto. Consumí varios cigarrillos y dos tazas de café mientras revivía ese tiempo. Seguí abriendo gavetas y cajas. Como espuma, recuerdos de mi infancia desbordaban por doquier. Era un torbellino de emociones. De repente, encontré un pequeño diario. Tenía la cubierta de cuero negro, ya desteñida por los años. Lo abrí, y me sorprendió identificar la letra manuscrita de mamá. Era una caligrafía hermosa, casi perfecta, como la de esas tarjetas de boda elegante, que ahora escasamente se encuentran. Me volví a sentar en el sillón individual que tanto disfrutaba al llegar de visita. Encendí un cigarrillo, acomodándome para otra media hora de tiempo perdido en la única tarea que tenía. Será un largo día a este ritmo. Abrí el cuadernillo, y en mis piernas cayó una fotografía. La recogí, y traté de identificarla. Aparecía mamá con un joven caballero, en lo que debió de ser un paseo de campo navideño, en vista que habían muchos pinos, grama, y montañas. Portaban chaquetas livianas, como para un invierno tímido. Sus pantalones eran pegados hasta las rodillas, y luego se abrían en extensas campanas. Mamá usaba zapatos de plataforma altos. Su pelo estaba suelto, revuelto por el viento libre, con una coqueta sonrisa y su cabeza recostada cariñosamente en el hombro de su compañero. En el fondo, un gran San Nicolás junto con un desnutrido ayudante repartían regalos a lo que parecía una interminable fila de niños. No reconocí al hombre, pero el abrazo en el que estaban envueltos revelaba intimidad y ternura. ¡En la mano derecha, mamá sostenía a Jerry! Se me aceleró el pulso, y me comenzó a temblar la mano. Aspiré profundo el humo de mi tabaco, y busqué en el dorso alguna indicación de la fecha o lugar. Leí, en una letra que no reconocí: «Para Vicky, dulce recuerdo de la primera navidad, de lo que serán muchas y muchas. Tuyo, Alonso. Diciembre 1982.» ¿Alonso? No reconocía el nombre ni la persona. Observé con detenimiento la fotografía de nuevo, maldiciendo mi ridícula vanidad de no usar los anteojos para leer que me recetaron hace unos años.  Haciendo mi mejor esfuerzo por enfocar, vagamente asimilé el lugar de la foto con el rancho del licenciado Cruz, el jefe de mamá que más recuerdo. Pasábamos ahí las celebraciones del trabajo del banco. Pero no podía estar seguro. Fue hace muchos años. Desistí de buscar certeza y abrí el cuaderno. Sabía que me tomaría un tiempo considerable leerlo, por lo que me preparé. Limpié el cenicero y abrí un nuevo paquete. Rebusqué por la cocina algo más estimulante que este parco café. Logré encontrar una botella de whisky single malt que yo había llevado en alguna celebración familiar. Tomé un vaso alto, para no tener que recargar muy seguido, me serví un buen trago, y me senté a leer, intrigado.

 15 de abril, 1983

Tuve mi segunda consulta con la psicóloga esta semana. Me exaspero con todo esto pero fue una promesa que le hice al padre Jorge. Hoy hablamos del perdón y de cómo seguir adelante. Estoy envenenada por dentro, o al menos eso me indica la doctora Miriam. Todavía me cuesta creer al límite que llegué, pero de nada sirve recapitular ahora. Lo importante, de nuevo en palabras de la especialista, es cerrar el capítulo y avanzar con uno nuevo. No puedo dejar de llorar al pensar lo que pude haber hecho. Me rebalsa una mezcla explosiva de rabia, traición, y cobardía. Me sube a la boca como vómito, y me queda ese sabor amargo que por más que escupo, sigue ahí. Miriam me recomendó esto, escribir. Nada sana el alma como plasmar su mal en letras. Voy a intentarlo por Sebastián y mi madre.

No he mencionado su nombre hasta hoy, y no pensaba hacerlo nunca más. Alonso ha sido lo mejor y lo peor que le ha pasado a mi vida. ¿Es posible eso? Me resulta difícil aceptarlo, pero mucho de lo que sucedió fue mi culpa. No quise ver las señales, que estaban tan claras como escritas en una pantalla de cine. Creí mi propia realidad de lo que sucedía, algo que entiendo ahora con toda la terapia y reflexión que he tenido, y actué en consecuencia. Dejaré a Dios que lo juzgue a él.

Lo conocí en la primavera del 82, durante los intercambios de personal que realizó el banco para preparar la fusión. Ahora que la analizo, fue una historia insípida. Aunque confieso que estoy extremadamente sesgada. Algo así como una cena espectacular que te ocasionó una indigestión cercana a la muerte. Es imposible que la recuerdes con algún agrado. Pensar en ella ocasiona repulsión en lo más profundo del ser. Esa relación que no me permitía dejar de sonreír y sonrojarme como chiquilla, hoy me produce agruras. Pero existió. Tomó su momento en mi vida, y me transformó. Cómo un huracán, llegó y se fue, dejando a su paso una inmensa huella de dolor y destrucción imborrable. Hay algunos que dicen que el primer hombre en la vida de una mujer se impregna en ella para el resto de la vida. Eso es mentira. El papá de Sebastián, con quien me embaracé a los veinte años, no es más que un difuso recuerdo para mí. Alonso, por lo contrario, se interpuso de primero en mi vida desde el instante que lo conocí. Su relevancia penetró un lugar que ni yo me percataba existía dentro de mi ser.

Bailamos juntos el vals de los amantes. Ese conocido ir y venir de un hombre y una mujer que se conocen, y van cumpliendo cada uno con su parte de la dinámica. Él, un hombre casado. Yo, una madre soltera. La fusión de los bancos dónde laborábamos ocasionó que nos tocara trabajar juntos. Hubo química inmediata que se convirtió en magia inminente. Me cortejó tiernamente, con poco disimulo. Me hechizó la atención a detalles, esa bondadosa caballerosidad, y su radiante masculinidad. Pero como todo lo valioso, venía con un alto precio. Lo rechacé cuando me di cuenta de que era casado. Nos alejamos. Me buscó y confesó que tenía problemas en casa y que no era feliz. Quise creer sin comprobar, temiendo destapar una olla podrida. Cedí a su seducción precipitadamente. Sin saberlo, perdí la cabeza por él. Permití que se desordenaran mis prioridades. Me estorbaba Sebastián en casa porque limitaba mi libertad con Alonso y cada vez más seguido lo dejaba durmiendo donde mamá. Me enloquecí decididamente.
17 de abril, 1983

No pude seguir escribiendo el viernes. Lloré y lloré al plasmar por primera vez lo que voluntariamente permití que sucediera en nuestras vidas. Me habían advertido que necesitaría varias sesiones de desahogo en este diario. Hoy amanecí con fuerzas y ánimos. Espero perduren.

Me comenzó a fastidiar que Alonso se tuviera que ir a su casa cada noche. No me gustó el rumbo que llevábamos. A mitades de noviembre, decidí terminarlo. Aunque moría por dentro, mantendría mi postura y dignidad. Prosiguió el vals... A mediados de diciembre, nos encontramos en la fiesta de fin de año del banco. Yo andaba con mi vestido rojo de gala, tacones punta fina y mi pelo hecho un moño espectacular. Alonso se miraba elegantísimo en su traje negro con corbata a rayas. Después que ambos habíamos tomado un poco más de la cuenta, nos encontramos en la pista de baile y, ¿qué puedo decir? No tardamos mucho en estar en mi casa, devorándonos sin piedad. Entre la desinhibición del licor y la adrenalina del sexo, nos juramos amor eterno. Él me pidió que nos casáramos. Me tomó de sorpresa y quedé muda. Alonso sabía cómo doblegarme.

Su plan era sencillo, pero complejo de ejecutar. Quería irse del país, y casarnos allá. Él suponía que su esposa le quitaría todo lo que tenía si se divorciaba acá. Dejaría que pasaran los dos años que requiere la ley para declarar abandono de hogar, pero estando lejos no podría embargarlo. Yo acepté sin recato. Fue en ese momento cuando soltó la puñalada. El viaje era sin Sebastián. Casi me caigo de la cama al escuchar. ¿Estaba loco? ¿Cómo se le ocurría proponerlo? Recogí las sábanas para cubrir mi desnudez, y le pedí que se marchara. Lentamente me llevó a través de su ruta de pensamiento. Sería por unos años únicamente, hasta que estuviéramos legalmente casados. De otra manera, el estatus migratorio del niño sería muy complicado de manejar. No podríamos ingresarlo a ninguna escuela. Los servicios de guardería eran muy onerosos, y necesitaríamos todos nuestros salarios para la compra de la casa y los vehículos, así como para sobrepasar los primeros meses desempleados. Sigo sin entender cómo acepté. Pero lo hice. Dije que sí.

Pasamos el resto de diciembre de luna de miel. Fuimos a la celebración navideña del trabajo, y Alonso le compró un peluche a Sebastián. Le nombramos Jerry, en honor al ratón escurridizo de las caricaturas. Fijamos fecha para el viaje: dieciséis de febrero del próximo año. Tuve innumerables discusiones con mamá. Renuncié al banco, con mucha nostalgia pero confiada en el futuro. Esa semana fue intensa. Preparé toda la ropa y pertenencias de Sebastián. Él me preguntaba porque llevábamos tantas cosas donde la abuela, y le mentí que era para que no extrañara ninguno de sus juguetes. Lo dejé muy temprano en la mañana y partí hacia el aeropuerto. La despedida con mamá fue fría y apática. No había manera que ella me diera la razón, y yo ya no la esperaba. El vuelo salía a las tres de la tarde, pero no tenía ningún otro lugar adónde estar. Habíamos acordado con Alonso que yo llegaba después de la una; aun así me fui de inmediato. Además, no podía contener la emoción. ¡Quería sorprenderlo! Llegué y busqué un café. No tenía hambre a causa de los nervios y la realidad de dejar a Sebastián por tanto tiempo. Pero confiaba que era lo correcto. Subí al área de salidas, en la segunda planta del aeropuerto. Desde ahí se podía ver todo el lobby del aeropuerto, a través de paredes de vidrio. Y entonces lo vi llegar. Fue tal mi susto que se me cayó el café. ¡Alonso venía de la mano con su esposa! Se besaban en cada momento que podían. Con la vista los seguí en un «via crucis» masoquista. En la estación de registro de maletas, se besaron apasionadamente. ¡Hasta lloraron en la puerta de migración! Sin saber qué hacer, caminé apresuradamente hasta la puerta de embarque. Me senté y traté de concentrarme en una «Vanidades», todavía incrédula de lo inaudito que acababa de presenciar.

 Con un nudo en la garganta, lo vi acercarse. Se sorprendió al verme, evidentemente contrariado de mi pequeña sorpresa. Yo tenía las manos sudadas y heladas, no me respondía la voz. Todo parecía que se movía en cámara lenta. Llegó y me besó en los labios. No pude reaccionar. Me abrazó y me comenzó a preguntar por qué me había adelantado. Yo lo miraba confundida, como quien escucha un discurso en chino. Me preguntó si había almorzado, diciéndome que venía hambriento de la casa de su mamá, dónde había pasado la noche. No soporté su cinismo, y me levanté. Con todo lo que tenía en mí, lo abofetee. Cayó desprevenido, y tomó un tiempo reincorporarse. Comenzó a preguntarme qué rayos me pasaba cuando volví a golpearlo con todas mis fuerzas. Ya su boca sangraba y escupía rojo en el piso blanco. Volví a izar la mano, cuando me cogió el brazo un guardia de seguridad. Solo pude gritarle: «¡sos un hijo de la gran puta!»

Bajé alegando con todos los oficiales de migración que tenía una emergencia familiar. Se tardaron un buen rato en devolverme mi equipaje. Me sentía como una leona enjaulada. Tomé un taxi hacia la casa de mamá. Llegué y obviamente tuve una fuerte discusión con ella. Pero no era momento de rendir explicaciones. Necesitaba alejarme de este lugar. Quería dejar de pensar, de sufrir, de encarar mi realidad. Tomé a Sebastián y nos fuimos en el carro. Estaba indecisa. Dimos varias vueltas por la ciudad, cuando recordé algo que me decía papá: «el mar cura todos los males, hija. Incluso los del alma.»

Manejé toda la noche por la vía del Pacífico. Lloraba y lloraba, enrabiada con lo estúpida que fui. Sebastián estaba asustado. En los momentos que yo recobraba la cordura, le pedía que me cantara para distraerlo. Él, muy valiente, me acompañó despierto todo el camino. Llegamos cercano al amanecer. Dormimos en el carro hasta que el calor húmedo de la mañana nos despertó. Salimos y buscamos un lugar para desayunar. Yo no comí, pero animé a Sebastián para que se alimentara bien. Vi una farmacia al frente. En ese momento fue cuando lo decidí. Crucé la calle y compré un bote de pastillas para dormir, de las más fuertes. Regresé y le pedí a la mesera seis emparedados para llevar, así como galletas y refrescos. Tenía que asegurarme que Sebastián no sufriera hambre. Bajé su mochila de la escuela, y con un marcador grueso, escribí su nombre y el de mamá, con los teléfonos y dirección de la casa. Tenía que estar segura de que cuando lo encontraran, les sería sencillo localizar a la abuela. Saqué los trajes de baño de las maletas y nos cambiamos.

Busqué un lugar cerca de la estación de la Cruz Roja, para que Sebastián fuera encontrado rápido. Lo senté ahí, y le hice jurarme que no se metería al mar ni se movería de ese lugar. Le dije que yo iba a nadar un poco en lo profundo, y que me esperara. Estaba decidida. Él muy feliz me aseguró que se portaría bien. Lo besé en la frente, en lo que en ese momento me pareció ser la última vez en mi vida. Me quité mis pocas joyas, ¿para qué las iba a desperdiciar en el mar? Las dejé en la mochila, y tomé el bote de pastillas. Caminé lentamente en la arena hacia el mar. Sabía que no debía voltear a ver a Sebastián, o me acobardaría. Me cubrió la cintura el agua, y seguí caminando a lo profundo. Había poca gente alrededor. Me sumergí y nadé fuera de la vista de todos, hasta que avisté una boya en el límite de la zona segura. Me costó llegar a ella por lo alto de las olas, pero lo logré. Ahí pude sostenerme sin ser percibida.

Pasaron muchas horas. Hablaba con Dios. Le preguntaba si lo iba a conocer en persona aún de la forma en que iba a morir. Entendía, por las enseñanzas religiosas de mi niñez, que los suicidas no llegan al cielo. Conversaba con papá, contándole que estaba cerca de verle de nuevo. En broma le decía que no creía que él estuviera en la bóveda celestial con los querubines. Le conté de Sebastián, de lo amargada que se volvió mamá con la viudez, y hasta del ingrato de Alonso. Comenzó a caer la tarde, y sabía que llegó el momento. Por la posición del sol, calculaba que eran las tres o cuatro de la tarde. Abrí el bote y saqué las treinta pastillas. Con esa cantidad, en minutos estaría inconsciente y lo demás lo haría el mar. Las coloqué en mi mano derecha, sosteniéndome con la izquierda de la boya. Cuando procedí a acercar mi mano a la boca, sucedió. Una ola salpicó y, como una mano divina, arrebató las pastillas, llevándoselas a lo más profundo. Juro por Sebastián haber escuchado un rumor del océano decirme: «Tienes por quién vivir. Hazlo.»

La doctora Miriam es atea, por lo que nunca acordó conmigo que ese fue un acto de Dios. Pero no importa, en esos temas, estamos de acuerdo en estar en desacuerdo. Mi vida cambió en ese momento, para siempre. Traté de honrar esa nueva oportunidad que me regalaron. Que Dios me juzgue.


Vacié mi vaso con un último trago. Me había tomado más de media botella y fumado todo el paquete. Tenía seca la garganta, no había líquido que me saciara. Sentía oprimido el pecho, mi cuerpo estaba paralizado mientras mi mente digería lo que acababa de leer. ¿Tengo derecho a juzgar a mamá? Definitivamente no. Eso se lo dejo a Dios. 

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