viernes, 30 de noviembre de 2012

Miedo


Susana Arcilla


I
Disfrutábamos Buenos Aires con mi marido. El asistía a un congreso y yo había ido a acompañarlo. Recorrer esa ciudad tan maravillosa era una de mis tareas favoritas por esos días. Era febrero y el calor húmedo tomaba todos los espacios, ahogaba la piel y sofocaba los ánimos. Yo atravesaba mi segundo embarazo, se debían tomar precauciones médicas ya que había perdido el primero en el tercer mes de gestación.
II
Tenían  que darme una inyección cada viernes a fin de evitar una nueva pérdida. Fiel a las indicaciones del ginecólogo fui a una farmacia -cerca del hotel- a comprar el remedio, convencida de que ahí me solucionarían el problema. La empleada me dijo que el enfermero vivía a la vuelta, en un edificio de departamentos, y me dio un  papelito con las indicaciones: calle, número, piso y departamento.

Salí de la farmacia sin pensar y fui directamente al edificio indicado con el remedio en la mano, estaba cursando el tercer mes de embarazo y me sentía muy bien, estaba feliz. No pensaba en nada más que en sacarme el calor del verano de encima y en la atrapante ciudad que me invitaba a caminar y sorprenderme a cada paso: vidrieras, librerías, cines, teatros. Mi cabeza volaba. Llego a la puerta y toco el timbre, piso siete, departamento E. Quería cumplir con el trámite para después tener  todo el día y así encontrar nuevos lugares para visitar.

-¿Quién es? -pregunta una voz grave y masculina desde arriba.

- Necesito darme una inyección -dije con voz baja y vacilante; pensé en decir “soy una paciente” o “soy una clienta” pero los descarté de plano- me mandan de la farmacia de acá a la vuelta.

- Pase -contesta la misma voz y suena el chirrido del portero eléctrico. Abro la puerta pesada de hierro y vidrio. Los edificios antiguos de Buenos Aires son verdaderas reliquias de un pasado de riqueza, que parece que no volverá.

Voy al ascensor, subo y marco el piso siete, se cierran las puertas y yo sin pensar todavía. La madera labrada de la caja que me transportaba hacia arriba era una verdadera exquisitez de tallado. Toco el timbre del departamento y de repente aparece un hombre joven y morocho en bata corta de seda -con diseños búlgaros- en bordó y azul. Parecía que debajo no tenía ropa, se veía su pecho peludo y sus piernas desnudas. Perdí la voz y la compostura relajada que traía en un golpe de vista.

-Pasá, querida -dijo sonriente. ¡¡Ah!! Recién caí en la cuenta de mi situación real. Era tarde para volver atrás pero tampoco podía avanzar. ¿Qué hacer en un caso así? Me temblaban las rodillas y la transpiración empezó a mojarme desde las axilas hacia abajo. Sentí una gota fría que caía en mi cintura ¿Cómo quedaría si me iba? ¿Qué pasaría si me quedaba?

- Permiso -la voz apenas me salía de la garganta, bajé la vista y entré despacito midiendo cada movimiento y pensando a la vez, me agarraba la panza con las dos manos como en un intento precoz de  defensa.

Había un sofá cama -contra la pared del fondo- en medio de una decoración muy cálida: verdes, marrones y amarillos. Se notaba que era un departamento de un hombre solo por las pequeñas dimensiones o me parecía… no sé. Un tono de luz bajo -casi oscuro- daba un marco tétrico a mi cuerpo parado allí mientras mi mente cabalgaba a mil kilómetros por hora preguntándome qué hacía en ese lugar y cómo podría evitar que algo malo me pasara.

-Acostate ahí, querida, boca abajo, que yo me voy a cambiar -me dijo y miró mi estado petrificado. No sé si el miedo se notaría mucho, pero él hizo como que no.

-Tengo un embarazo de riesgo -dije balbuceando mientras miraba por la ventana hacia abajo -se veía un patio interno distante siete pisos que parecía un embudo- y decidiendo que por ahí no me iba a escapar. Observé la puerta, por la que había entrado al departamento como otra opción y la vi cerrada herméticamente. ¿Qué sentido tenía escaparse? Por más que lo quería hacer mis piernas no me respondían y mi decisión estaba empantanada en el miedo. Podía observarlo -en la cocina- ya cambiado con un ambo de enfermero beige clarito, cargando el remedio en la jeringa. Podía mirar, pensar y sufrir al mismo tiempo, tratando de anticiparme a cualquier situación que se produjera, pero inmóvil. Mi mente  desdoblada y mi cuerpo pétreo.

-Esta inyección es mejor darla en la cola -dijo en forma natural y acercándose con la mano en alto. Yo sólo miraba la aguja y las gotitas que caían levemente de la punta.

Era verdad lo que decía, con la diferencia de que en mi ciudad yo conocía a la enfermera que me atendía siempre y ahora me encontraba ante un desconocido -varón- en un piso siete y a solas. Además estábamos en una de las megalópolis más importantes del planeta. Todos estos datos me jugaban en contra. Me acosté boca abajo, me bajé un poquito el pantalón, apenas, él me corrió la bombacha hasta encontrar el mejor lugar para dar el pinchazo intramuscular. Más tensa no podía estar, y se notaba mucho parece.

-Aflojáte -me decía- si no, te va a doler más. Me daba palmaditas repetidas cerca del lugar donde iba a penetrar la aguja, creo que era para tratar de que yo llevara a otro lado mi atención.

-¿De cuánto estás? -me hablaba para distraerme antes del pinchazo.

- Cuatro meses -le mentí porque pensé que ese dato me ayudaría, yo esperaba lo peor y a la vez rezaba en silencio- es mi primer hijo…

-Bueno ya está; son diez pesos, linda -ahora ya podía reparar en su cara y sus facciones; creía que había pasado el peor momento. Si hubiera querido hacer algo malo ya lo habría hecho. Me subí el pantalón y me apuré para salir cuanto antes, después de pagarle.

Bajé en el ascensor con el corazón a mil revoluciones por minuto; no dejaba de pensar por qué no había tomado precauciones, por qué no había pensado antes de subir… ¡Con qué necesidad vivir ese estado de nervios que seguramente le afectaron al bebé! Pero… también hay gente buena en todas partes, después de todo… ¿No? La confusión era grande, tenía la boca seca y el corazón no paraba de galopar.

Caminé sin ningún interés por observar la ciudad, llegué al hotel y vomité, luego me acosté; no se me iba el temor que había sentido allá arriba. Sí, ya había pasado, pero… la adrenalina estaba recorriendo todas las venas de mi cuerpo, y la cabeza no paraba de pensar; iba a tardar para relajarme. Empecé a respirar profundamente en forma pausada para salir de los pensamientos negativos.

Cuando llegó mi marido y me vio tirada en la cama como una piltrafa humana, me miró sorprendido. No era una hora para que yo estuviera reposando, a juzgar por su cara.

-¿Qué te pasa? ¿Todo bien? -me dijo desde el pie de la cama, con sus manos en la cintura, preocupado. El fantasma de la pérdida del bebé anterior nos rondaba a los dos.

-¡No sabés! ¡Qué momento pasé! ¡Por Dios! -empecé a hablar sin parar.

III

-¡Adiós, bonita! ¿Cómo se porta ese bebé? -me gritó el enfermero en la vereda de la farmacia. Apenas respondí, con un gesto leve en mi rostro, me quedé estática.  Iba acompañado por un joven muy apuesto que lo tenía abrazado y a quién el enfermero dio un largo beso en el cuello apenas pensaron que ya no los veía. Dentro de mi asombro intenté comprender qué parte no había visto con claridad, allá arriba, en el departamento… De nuevo mi mente trataba de decodificar toda la situación y mi cuerpo inmóvil. ¿Cómo pude ser tan… tan… tan… tarada?

Hoy, que han pasado veintisiete años ya, al volver a ver la misma farmacia -donde aquella vez compré el remedio- resucité en mi cuerpo y en mi mente toda la experiencia vivida. La adrenalina volvió a hacer su trabajo sucio.

Flor de arándano


Anthony Velarde Arriola




Cumplidos los veinte años, Baltazar decide salir de casa. Conversa con sus padres y estos no se oponen a la idea. Así que sale en busca de una habitación para alquilar. Encuentra varias, va por una y otra. Así pasa dos días hasta encontrar la adecuada, basado en la comodidad y la economía. El inmueble número ochenta y ocho de la calle 9 de Febrero tiene un frontis de dos pisos. Las paredes recién pintadas hieden a óxidos que allanan la garganta de Baltazar. La puerta está abierta así que empieza a gritar por el señor Manuel que figura como propietario. Conversan unos minutos y luego hacen el trato. A la habitación se llega atravesando un callejón pequeño que da a un patio grande y cuadrado, en el hay varias habitaciones ocupadas y sin ocupar y un baño común.

El traslado fue de inmediato, trajo consigo lo necesario. Ese primer día mientras ordena sus cosas, observa por la ventana de su habitación a los demás inquilinos que lavan la ropa. Con ellos hay una mujer joven que ríe con dulzura e ingenuidad. Cuando Baltazar la descubre entre la gente, su corazón se hincha de emoción; su sonrisa y sus movimientos lo cautivan: ella es hermosa y de una figura sensual, de atractivos ojos negros y piel salvajemente blanca. Tendría unos quince años. Cuando sus miradas se cruzan, el rubor llega hasta sus mejillas.

Baltazar cursa el tercer ciclo en la carrera de Arquitectura; en su tiempo libre dibuja y escribe poesía. Es romántico, de ojos marrones y cejas pobladas. Sale con Valentina, una mujer atractiva, delgada, con un hermoso cabello lacio color ámbar.

La habitación es un rectángulo perpendicular; la puerta se sitúa al centro, por lo tanto la distribución de sus cosas van de la siguiente manera: la cama va al extremo izquierdo de la entrada; sobre la ventana, al costado derecho de la puerta, sitúa los libros. Al lado opuesto, ubica el escritorio. Para la ropa, consigue cuatro ladrillos y un madero, con eso improvisa un armario junto a la cama. Cuando hubo terminado, va por una cerveza para inaugurar la habitación.

Pasado los días Baltazar intenta, en varias ocasiones, saludar a la vecina, pero la timidez lo domina. Ensaya un par de veces cómo iniciar conversación pero ninguna da efecto. Prueba escribir algo pero cómo hacérsela llegar, no hay forma de cambiar su sonrisa por una palabra. Al sexto día ella se le acerca y le dice “hola”, Baltazar no lo cree y responde nervioso: “h…hola”. No se dicen más. Recuerda que tiene que salir en busca de su enamorada. Le dice adiós y se va. Con Valentina todo es distinto, su timidez se extinguió en el año que vienen saliendo; la quiere mucho pero en su pensamiento ahora último no está ella sino la vecina. Van por un helado, luego al cine, se besan, se dicen te amo, pasan las horas, la deja en su casa.

Llegada la hora del almuerzo, Baltazar sale en busca de un restaurante cerca al barrio para pensionarse. Encuentra uno a dos calles que se llama “El Cortijo”, el menú es económico, seis soles. Pide caldo blanco y lomo saltado. Al rato, la ve pasar con su familia. Se levanta de la mesa y va hacia la puerta. Efectivamente es hermosa, la manera como se mueve al caminar, como juega su cabello con el viento. Su madre es de baja estatura, no se viste bien, su rostro la muestra poco afable. Su padre es crespo, del él heredó su hermoso cabello. Usa bigotes canos y camina con las manos en los bolsillos. Tiene dos hermanos: un varón de baja estatura que camina al igual que su padre y una mujercita de diez años. Baltazar paga su menú con un billete de diez soles, recibe el cambio y se va. De vuelta en su vivienda, encuentra a su casero, el señor Manuel, quien lo invita a su casa para conversar. La vivienda que ocupan los dueños se sitúa en el segundo piso. Los dormitorios están a la altura de la fachada, con ventanas hacia la calle; la sala y el comedor, frente al patio, y la cocina sobre el baño de los inquilinos.

-Un café está bien por favor –dijo Baltazar mirando a través de la ventana hacia el patio. Uno de los inquilinos pasa silbando. La conversación se prolonga por una hora, luego se despiden. La vecina aún no había llegado.

Ya en su habitación escribe un poema, luego se echa sobre su cama a pensar, así se queda dormido con las manos sobre la cabeza a modo de almohada. Por la mañana del día siguiente, domingo, escucha dos golpes en su puerta; piensa que es el dueño de casa. Abre una de las alas de la ventana; es la vecina, pero la hermana menor de la chica guapa. La deja entrar. Como toda niña empieza a hacer preguntas, luego de su interrogatorio le dice: “a mi hermana le gustas” y sale corriendo entre risas. Eso lo deja pensando, se permite unos minutos más sobre la cama y luego se levanta, se viste y sale hacia la ducha. Lleva consigo una toalla, jaboncillo y champú. Ella está afuera, sentada sobre las gradas de la puerta de una de las vecinas, quien es su amiga. Ambas lo ven y ríen. Él entra al baño y se encierra. Gira la llave de agua caliente y luego se desnuda. Desde afuera se oye a la hermana menor molestando a la mayor con Baltazar. Se oye también a la vecina tratando de hacerla callar. Hay risas y más risas. Luego un golpe en la puerta, no pasa nada. Cuando sale de la ducha, escucha que ella le dice hola, que tal el baño. Eso lo pone nervioso; responde cortésmente que bien y se encierra en su habitación. Luego de unos prolongados minutos, sale. En la puerta principal está ella, esperándolo.

-Hola, cómo te llamas.

-Baltazar, y tú –cualquiera puede advertir lo nervioso que está, pero poco a poco se va serenando.

-Vanessa con doble “s”. Por favor no hagas caso a mi hermana, está loca.

-Está bien. Vino a mi cuarto por la mañana.

-¡Así!, a qué, que quería.

-Molestarme contigo.

-La voy a matar -Ambos ríen.

-Y a dónde vas ahora –dijo mirándolo con intensidad.

-A casa de mis padres, me pidieron que los visite los domingos.

-Donde viven ellos.

-En Las Gardenias.

Sobrevino un silencio atroz sin saber ambos que decir, finalmente Baltazar, sin articular bien las palabras dijo:

-Bueno Vanessa, este… me tengo que ir.

-Chau, pero no demores en volver.

Se acercan para despedirse y ella le zampa un beso a media boca que le mueve todo su universo. Es una sensación vehemente de amor, de deseo nunca antes experimentado; ni siquiera con Valentina. Esas ganas enloquecidas por vivir intensamente, por amar a todos los seres en el mundo. Esos deseos frenéticos de tenerla a su lado, de estar pegado a su cuerpo y sentir sus latidos tan acelerados como el suyo. Habían pasado diez minutos desde que estuvo con ella y la sensación del beso sigue presente. La mejor forma de no perderla de sus pensamientos es irse caminando hasta la casa de sus padres a la que llega cuarenta minutos después. Su madre se alegra de verlo. Está con ellos hasta las seis de la tarde, luego llama a Valentina para disculparse y se va directo a casa de su mejor amigo, Yaco. Están sentados sobre las gradas que suben al edificio. Conversan. Prenden unos cigarrillos y se ponen a fumar. Baltazar cuenta en detalle las palabras que se dirigieron con la vecina. Yaco también se emociona, le da algunos consejos para acelerar la cosa pero Bato no piensa lo mismo. Cuando llega el momento de contar el medio beso recuerda que Vanessa le ha dicho que no se demore en volver, entonces se despide y corre hasta la calle donde vive. Yaco se queda pensando en un amor así de intenso como él y ella.

Ya en casa, Vanessa barre el patio central. Hay luna y sus pezones resaltan a la luz oblicua. Baltazar la saluda sin temor y se ofrece a barrer por ella. Ella dice que no, que se vaya porque su madre les había visto conversar en la puerta de casa, se molestó y le prohibió que le hablase. Ambos se entristecen. Baltazar, en su cuarto, inserta un disco de Aerosmith. Al rato lo cambia por uno más duro porque Amazing le tiene pensando en ella. Nada es fácil, el amor viene acompañado de agonías, éxtasis como también alegrías y tristezas profundas. Tiene que haber una forma de estar con ella; ya nada le importa: encontrarse a unas calles más abajo, o llevar una relación a escondidas.

Cuando cumple un mes en dicha habitación, el dueño le ofrece hacer un viaje a la propiedad de este. Viajan en una Chevrolet del año sesenta y tres hasta el valle de Urubamba. Pasan un día hermoso fuera de la ciudad. Al regreso traen consigo frutas. Vuelven minutos después de las ocho, se toman otro café en el comedor y luego se despiden. Baltazar escribe una hora y luego avanza con uno de los trabajos de la universidad. Cuando se dispone a apagar la luz, encuentra una nota tirada en el suelo cerca de la puerta, es de Vanessa, la nota dice:

“mi mamá no estará mañana estaré sola con mi hermana tocaré tu puerta a las ocho de la mañana vane”

Esa noche piensa en ella, en su perfección, en su sonrisa. Hará lo posible por estar con la vecina. Cavila entre sus labios, sus ojos, su mirada, su cuerpo. Es la niña dulce de sus sueños. Lo mismo pasa con Vanessa, piensa en él todo el día. Hay algo que le atrae inconmensurablemente, que la confunde, la distrae.
La mañana llega con una intensa garúa. Baltazar prepara la escena para sorprender a Vanessa. Deja sobre el escritorio varios dibujos a lápiz y dos o tres poemas. Tiende su cama y sentado en la cabecera, se pone a leer. A las ocho menos diez golpean su puerta. No demora en abrir. Ahí está ella, de pie bajo la lluvia. Viste una falda con girasoles y un polo corto mojado sobre los hombros y la superficie de los senos, no lleva sujetador. La deja entrar, le alcanza una toalla y ella seca su cabello mirando al suelo; sus labios rojos resaltan bajo el efecto del agua. Qué mujer tan bella y sensual. Que incontenible deseo por tenerla entre sus brazos y morder esos labios gruesos. Ni bien se cierra la puerta de la habitación, un golpe fuerte la vuelve a abrir; es la hermana menor que viene gritando, su madre sube la cuesta. Vanessa mira a Baltazar a los ojos, coge con sus dos manos su terso rostro y lo besa. Ese día no va a la universidad, le gana el deseo de volverla a ver durante el día, pero eso no sucede. Los días que sobrevienen al beso, transcurren difíciles para Baltazar. Él la ve todas las mañanas, ella, por el contrario, lo ignora. Así pasan dos meses. Un día, cuando vuelve de la universidad, encuentra en el callejón a Valentina y Yaco, van de salida; ahí recuerda que la ha olvidado, que no pensó en ella y por consiguiente no la ha buscado. Valentina lo observa molesta. Yaco detrás de ella levanta los hombros sin más remedio, luego se va. Baltazar se excusa con que su madre se puso mal y los trabajos en la universidad. Ella responde que había ido a la casa de sus padres muchas veces y que veía a su madre bastante bien. Tampoco sus padres saben nada de él. Baltazar no supo que decir sólo atinó en hacerla pasar a su cuarto. En la rendija de una de las ventanas de la puerta hay un papel doblado. Él lo coge y una vez adentro lo esconde entre sus libros. Baltazar pide al cielo que no aparezca Vanessa, no puede enterarse que lleva una relación con otra mujer. Tampoco Valentina tiene que saber de la vecina, no se lo perdonaría. Lo mejor que puede hacer es terminar la relación ahora mismo. Valentina es un oponente a sus deseos.

-Mira Valentina, disculpa por no buscarte todo este tiempo pero…

-¿No querrás terminar conmigo no? Ni se te ocurra eso Bato, dime qué pasa contigo, ¿te olvídate de mí?

-No es eso, sino que…, en serio que la universidad no me da tiempo, tú sabes cómo es Arquitectura, tienes que amanecerte haciendo maquetas, planos.

-Y dónde están las maquetas que estás haciendo, donde están los planos.
Saca un maletín debajo del catre y de él extrajo un rollo de cartulinas y papeles. Estira sobre la cama los planos que tiene guardado y se la muestra. Valentina sorprendida por lo que ve grita:

-A mí no me engañas Baltazar, esos planos te ayudé a hacerlos yo el año pasado. Dónde están los que dices que estás trabajando ahora, dónde están las maquetas. Eres un mentiroso. No sé en lo que estás metido pero yo ya me cansé, me cansé de ti y todas tus mentiras –sus lágrimas, al igual que la lluvia, empezaron a caer- No te quiero ver más, me haces mucho daño.

-Lo siento Vale, discúlpame, te voy a explicar lo que está pasando.

-No, lo siento también, pero yo me voy. Ya no te quiero ver más.

Abre la puerta con brusquedad y sale secándose las lágrimas. Cuando cruza la puerta principal se encuentra con Vanessa que viene mojada, ambas se miran pero ninguna sospecha nada.

Baltazar descuelga una de sus casacas y sale evitando la lluvia hasta la casa de su amigo. Charlan unas horas, no sabe lo que significa que Valentina no lo quiera ver más, habían terminado o ¡qué! Al volver a casa por la noche, recuerda la nota encontrada en la ventana, ansioso la busca esperando una señal de la vecina: “todo va a estar bien” se dice. Pero la nota no era lo que espera, sino un mensaje que Valentina le dejó al no encontrarlo, decía: “Dónde estás Baltazar, búscame cuando leas esta nota. Vale”.

Los días que suceden a ese, busca la forma de encontrarse con Vanessa pero esta lo rehúye, tiene al hermano vigilándola. No pueden decirse nada, tampoco mirarse.

Decide desaparecer unos días. Visita a su familia, luego a su mejor amigo, duerme ahí un par de días, finalmente busca a Valentina para reconciliarse.
Al tercer día de regreso a su habitación, el dueño de casa lo espera exigiendo el alquiler del mes tercero. Intenta olvidarse de lo que parece una ilusión; continua con su vida, sus dibujos y los trabajos de la universidad. Empieza  a fumar y de vez en cuando sale por una cerveza. Los poemas que desde entonces escribe son más aciagos. Llegada la noche, sin tocar ni preguntar nada, entra la hermana de la vecina. Baltazar lo toma como una señal. Deja todo y se dedica a ella. Hablan de cualquier cosa menos de lo que le interesa. Le regala un dibujo: un gato techero mirando la luna. La niña sonríe. Al día siguiente vuelve a la misma hora, coge de la ventana un libro de historietas: “La balada del mar salado del Corto Maltés”. Y se sienta a leer sobre la cama mientras Baltazar dibuja a mano alzada el frontis de una vivienda familiar. Los días que siguen, vuelve por el mismo libro y lee en silencio, así cuatro días. Al quinto día, escoge “Las helvéticas” del mismo autor. Cuando se dispone a leer Baltazar la detiene y le dice:

-Puedes llevarte el libro si me dices qué pasa con tu hermana, por qué no me mira ni me dirige la palabra.

-Porque está vigilada –lo dice sin alejar su atención del libro.

-Entonces todavía piensa en mí, por qué no me envía una nota no sé.

-Yo tampoco lo sé.

-Por favor dile que no puedo estar tranquilo que pienso en ella a cada momento.

-Si me acuerdo todo eso, se lo digo.

Pasa otra semana y no hubo noticias de la vecina, la hermana menor tampoco regresa.

Llega la víspera de la navidad, Baltazar se dispone a bañarse para salir en busca de Valentina, a quince minutos de su casa. Irán por regalos para su familia. Coge una toalla, jaboncillo y champú. A pesar del tiempo de lluvias, hay un sol generoso. Camina en sandalias hasta el baño. Cuelga la ropa sobre uno de los clavos que hacen de perchero. Gira la llave de la ducha y mientras el agua cae un golpe fuerte abre la puerta. Es ella, lleva puesto un vestido que empieza en los hombros y termina a medio muslo. Un sutil escote muestra las nacientes de sus pequeños senos. No se dicen nada, sus cuerpos se desean y sus labios se juntan con brutalidad. Una de las manos de Baltazar desliza uno de los tirantes, luego otro. El vestido cae al suelo. Ambos quedan en interiores. Las manos de ella recorren el cuerpo de él. Él hace lo mismo mientras se besan, su viaje comienza en la espalda, se detiene en la cintura, sube unos centímetros más arriba; cuando la palma de su mano derecha cubre el seno izquierdo ella exhala un gemido. Las manos de ella son más atrevidas: de la espalda viaja hasta el pecho, luego no puede detenerse hasta llegar a la ingle, sus delgados dedos se esconden junto al macizo de Baltazar. En un movimiento violento, las manos de él bajan hasta descansar en el boscoso monte de venus de Vanessa. Los sedientos labios de ella inician otro viaje: baja hasta el cuello, las orejas, el cuello nuevamente, el pecho, los brazos; dibuja con su lengua un corazón en el ombligo, sigue bajando, arranca con sus dientes un par de vellos, se oye un torpe gemido, sigue bajando, desliza hacia abajo la única prenda que él lleva puesta. Se tocan, se desean. Los gritos de la hermana los sacaron de su idilio. Ella se viste y sale del baño. Él entra a la ducha y libera el fuego almacenado.
Cómo es la felicidad, viene de golpe como la ira.

Incluye su nombre en la lista de regalos. Almuerza en casa de Valentina y luego salen en dirección al centro de la ciudad. Las calles aledañas están repletas de vendedores de objetos de navidad y en la plaza de armas se concentra la tradicional venta de santos. Compran algunos regalos y luego van por unos helados. Se prometen amor y otras cosas. Se despiden a las seis y Baltazar vuelve a la calle donde vive. Las labores han terminado en todos los colegios. Las calles se llenan de niños y niñas. Unos improvisan un arco de fútbol con piedras encontradas en el camino. Otros, los más pequeños, revientan cohetes y las mujercitas, saltan en soga. Una de las chicas junto a otras sentadas sobre unas gradas se levanta y camina junto a Baltazar. Le pregunta su nombre y qué es lo que hace. Ella tiene ojos verdes; es baja, delgada, atrevida, compleja; difícil de captar el sentido, difícil de decir quién es; menos guapa de lo que parece. Debe tener la misma edad que Vanessa. Mira al resto de sus amigas luego le pregunta si le gusta su vecina. Él no dice nada, sólo sonríe. ¿Es posible que Vanessa vaya contando que está enamorada de él?, eso le emociona mucho. Por la cuesta ve subir a su atrevida amante. La amiga también la mira y como si pensara en voz alta dice: -ahí viene la fea. Luego besa a Baltazar en los labios para celar a Vanessa, él la aleja con claros signos de desprecio y va tras su amante. Ella entra a su casa y él continua hasta su habitación. La noche la pasa en vela; odia a la mujer que le zampó el beso. No duerme sino a las cinco de la mañana y no despierta hasta las doce. Recuerda que esa es la noche buena. Valentina lo estaría esperando, han quedado en verse. Se ducha en un santiamén, se viste y peina. Coge algunas cosas y sale. En la esquina está Vanessa, quedan en verse a las seis, sus padres irían a comprar los regalos y ella estaría sola. Se despiden con un beso largo y apasionado. Baltazar corre feliz hasta casa de Valentina, almuerza con su familia, luego ven una película que Baltazar no entiende. Su pensamiento está a quince minutos de ahí. Luego caminan hasta donde los padres de él. Su madre le recuerda el viaje que hacen todos los años. En la navidad tienen como costumbre viajar a la propiedad del abuelo hasta el año nuevo. Es una tradición que se respeta desde que es pequeño.

Por más pendiente que está del tiempo, llega media hora después de las seis. El callejón está oscuro, el patio es alumbrado por una luz mortecina. No hay nadie, ni los dueños, ni los inquilinos, nadie, tampoco su amante. Espera unos minutos y luego aparece. Sin mediar palabra se besan en el patio; se besan en la entrada del cuarto de Baltazar, ingresan y cierran la puerta, tropiezan con el catre y terminan encima de la cama, dejan las luces apagadas. Los besos llevan a las caricias, las caricias a la exploración, luego a su desnudez. De pronto ella lo detiene, le susurra al oído y le dice “no uses las manos”. Con los dientes descubre sus senos, luego desliza su falda hacia abajo. Ella se mueve a ritmos exultantes, él continua con la empresa de amarla. Por la ventana atraviesa un débil haz de luz que permite ver a Baltazar sus pechos de niña. Su cuerpo despide un aroma agradable a flor de arándano. Coge con sus dientes uno de los lados de la última prenda y despacio, muy despacio, empieza a quitársela. Luego ella comienza a desvestir al hombre que empieza a amar. No pasa mucho hasta que ambos están completamente desnudos, abrazados el uno al otro en la noche oscura. No hay mejor energía que el deseo y el amor cuando van juntos. Esta es la primera vez de ella, de él también. Todo es nuevo para ambos. Sus piernas se confunden entre las sábanas. Él se mueve, la toma entre sus brazos y rueda despacio por encima del cuerpo delgado y virgen. Con temor y brutalidad. Todo transcurre demasiado lento. Al cabo de unos instantes de amor, se oye un grito: una lágrima de felicidad deja un rastro jamás borrable en el rostro de ella.

Luego de hacer el amor se quedan dormidos, desnudos. Ella de cara a la pared, esbelta, delgada, blanca, encantadora. Afuera se oyen voces. Son los vecinos de al frente. Despiertan, se miran, sonríen. Baltazar acaricia sus pequeños senos, su cuerpo, su vientre. Se visten. Luego se levantan, caminan hasta la puerta. La niña amante mira hacia su casa y comprueba que las luces siguen apagadas. Se despiden con un beso tierno y un te amo. Cuando Baltazar enciende la luz del dormitorio observa las sábanas removidas. Hay máculas de sangre en las manos y la cama; sangre de niña virgen.

A las nueve de la noche sale de su dormitorio con la esperanza de ver a Vanessa y despedirse hasta el siguiente año. Aprovecharía en dejarle su regalo y tenerla entre sus brazos por unos segundos más. Ella no está. Da un beso a su puerta cerrada y se va. Camina hasta su casa donde su familia lo espera y luego parten.

Pasa la navidad, el año nuevo pero no las ganas por volverla a ver. Está muy emocionado. Termina con Valentina para disponerse a estar con Vanessa, a enamorarla más, a conquistar también a sus padres, a todos. Esa semana fuera de la ciudad le da muchas ideas, todas inspiradas en ella. Camino a casa arranca flores de un jardín y camina hasta su barrio. Cuando llega a su calle todo es distinto, el sol baña de anaranjado las calles de la ciudad mientras los niños juegan con sus regalos nuevos. Baltazar también está distinto, este tiene que ser su año, el año de él y de Vanessa, -que bonito nombre- piensa. Los dueños de casa lo esperan con un regalo, se dan el feliz año. La puerta de casa de su futura novia está cerrada. En su habitación se mantiene el fresco aroma desde aquella noche que compartieron el amor. Cada minuto que pasa, cada instante piensa en ella. Da vueltas por el patio esperando una señal. Da vueltas también a la manzana, regresa y nada. No está por ninguna parte. Afuera, en la calle, encuentra a la vecina quien le robó el beso. Esta se le acerca y le da un abrazo deseando un feliz año. Luego sarcásticamente dice:

-Estarás triste porque tu noviecita se fue.

-¡Cómo que se fue!

-Se fue, ayer sacaron sus cosas y se fueron.

-¿Se mudaron de casa?, no puede ser, pero… - Baltazar se aflige. Camina violentamente hasta la puerta donde vive Vanessa, mira a través de la ventana, no se ve nada, limpia con su mano un pequeño espacio sobre el cristal y puede advertir que está vacía, no hay nada, ¡nada! Llama de un grito a los dueños de casa, el señor Manuel baja:

-¿Qué pasa Baltazar?

Excitado dice- Don Manuel adonde se fueron los vecinos.

-No lo sé joven. Me dijeron hace dos meses que se retirarían.

-¡Y no me dijo nada! –luego piensa: Vanessa tampoco me dijo nada- por favor no sabe adónde se mudaron, un indicio, el barrio, no sé.

-Lo siento amigo pero no sé nada, la madre de ella era una mujer intratable.

Indaga por todo el barrio dónde podrían haberse ido pero no consigue averiguar nada. La tristeza lo consume hasta enfermarlo. Pasado el mes se disculpa con los dueños de casa. Los días que vienen trasladan sus cosas con ayuda de Yaco de vuelta a donde sus padres. Nunca más supo de la vecina. Sus besos, su cuerpo, fueron un rastro fantasma de ese amor que lo mantuvo vivo.

martes, 20 de noviembre de 2012

Ángela de Dios


Raúl Mendoza Cánepa


I

Un charco espeso refleja mi rostro partido en la mitad. Mi vieja cicatriz hoy repoblada de sangre. El hombre y el látigo que se repite, que impregna una hilera rojo vivo rojo vivo. Mi herida se puebla, ardor, ardor, temor, infierno o cielo entre dudas, el señor Comisario del Santo Oficio, tan cerca, la tortura y el dolor, dolor, dolor. Aguardo resignada, percibo los chicotazos y el ardor, ardor de la piel.

El dominico me empuja hacia la habitación donde anoche oí gimotear a los espectros. El polvo ha cubierto los surcos de mi cara, el espejo, una vajilla de metal en la que contemplo mi gesto reposado, congelado en el tiempo. Maese, señor fraile, quién me auxilia, mi garganta crepita. Entreabro la puerta que cerré a mi paso. Las luces se trenzan por primera vez en medio del corredizo y abren un prisma entre las columnas del fondo. Sobre las repisas del salón, tan remota la casa vieja, se yerguen las estatuas aún incólumes en mi memoria. Mi habitación en Burruyacú, Tucumán, año de 1655, distantes recuerdos de una niña que me asaltan en la hora postrera, yo, la Ángela de papá. La mayor de todas las estatuillas del corredizo es una Venus cromada de rojo, la más pequeña un Poseidón adormilado, empuñando un tridente. El sillón azul del Virrey.

La casa. En la cocina, sobre un armario destartalado, cuelga una colección de cuchillos de Aragón. Relumbran ante la luz que se precipita sobre los agujeros del techo. En la mesa reposa una cazuela llena de sopa. Las yerbas prestan a la casa un aroma extraño. Atisbo un ramo de culantro en un plato pequeño y varios trozos de cebolla circundando un tomate partido en cuatro. Plato de losa sevillana del XV, madre, si es la guayabarina dulce a esta distancia de infierno. Papá, me rescatarías como lo hiciste tantas veces de las fauces del río. El plato que me ha alcanzado el dominico luce sucio en sus contornos, es la grasa de un guiso rojo amarillento.

Las cosas mal apenas si puedo respirar y reconocer mi cara en el reflejo que se triza y sólo puedo ver un lado como si la mitad de mi semblante desapareciera como si estuviera muriendo de a pocos cuarteada en los fragmentos del vaso y desaparecer fuera el designio de mi Señor que aparece desde el mirador  y que aparecía a mis ojos en un lugar bellísimo donde el mantón divino del cielo se unía al valle minúsculo y donde los cerros a lo lejos herían los ojos con una extraña dureza sí sí padre celeste yo me habitué al rumor del río que ya casi me era imperceptible me confesé y comulgué como no lo hacía desde hacía dos meses y odio a quienes me arrebatan la vida ahora y a los que  me han cargado de esta ignominia es que si confesé fue a fuerza de la tortura del dolor infinito de mis vertebras y mis pulmones cortados inquisidores y escribo en la hora final letras torcidas filudas tinta difusa contraigo los labios mordisqueados por la impaciencia hago a un lado mis hojas Leandro ya casi no recuerdo tu rostro veo mi entrecejo partido en el reflejo de una jarra que deforma mis contornos me observo por última vez en las facciones duras que me abandonan se relajan todos mis actos pronta a ser juzgada y en mi fuero interno el juramento ante las alturas que dije la verdad que es la verdad que reverencio y por la que me juzgan como ilusa bruja maledicente el punto final nos iguala monstruosamente mi rostro tiene tramos desiguales que se sujetan unos a otros es mi visión un amasijo  de formas y colores de ligamentos que se estiran soy ese colgajo ese respiro cortado que se acerca al umbral esa mano despedazada aferrada a una de las vigas de la casa Jesús continúa la plática que comenzaste porque fue verdad y cada palabra que escribí fue verdad y cada revelación fue verdad y cada visión porque apareciste tras la mampara y no fue un sueño vano aunque esta noche no distingo las sombras ni los crucifijos que el espejo pretende ocultar es mi perspectiva bifronte el malestar el fraile que acaricia mi frente con un ungüento extraño un chisguete frío muy frío “Va a sanar” olores, malos olores desde la urdimbre de sabanas húmedas melosas crema para la aspereza de la piel moribunda calidez del útero mamá y fue verdad lo que tracé en mis cuadernos Cristo deslizo la tinta por el papel y dispuesta a morir en batalla pero hoy la arenilla garúa sobre mi cabeza es casi imposible respirar Fray Natalio antes de morir toda la vida corre frente a tus ojos ni siquiera imaginas cómo es la prensa que atenaza tus sienes las bocanadas del aire que se cuela delgadísimo en los intersticios de tu tráquea el polvo denso formando figuras en la intemperie los dedos alfilereteados que pierden progresivamente la textura de las cosas y aparecen frente a ti cada pasaje de la memoria las tazas de té cordobés en las manos de la mamá Ana el rictus de dolor de la Inesita Carranza en sus últimos segundos la luna llena sobre Tucumán asoman infelices los rastros moteados de sombras azules las descomunales y las pequeñas tristezas las que se diseminaron y las que se quedaron en las comisuras del labio para siempre la sonrisa grácil de mi Señor Jesús JESÚS JESÚS...

II

En los anales de la Inquisición, capítulo tercero, el tradicionalista Don Ricardo Palma se detiene en el muy comentado proceso de Ángela Carranza, una iluminada criolla tucumana radicada en Lima. Se dice que obró milagros y que gozó de gran fama y que, dictadas por Dios, trazó las letras de un grueso cúmulo de páginas. Sus cuadernos místicos fueron quemados en una hoguera por la Inquisición luego de ser acusada de blasfema, ilusa, exhibicionista y hereje. Entre los cargos se subrayaba el de repartir baratijas y reliquias entre los crédulos. Confesa tras dos meses de llevar en la cintura un ajustado cincho y cinco años de penitencia, Ángela fue condenada a prisión perpetua por un Auto de Fe. Encerrada en el convento de Santo Domingo para protegerla de la turba, fue conducida a un calabozo donde habría de morir poco tiempo después. Se conoce de su deceso en 1696 y no hay mayores datos que los que registran algunos historiadores y el compendio de cien folios escrito por el inquisidor en la causa, Francisco Valera, guardado en uno de los anaqueles del Archivo Histórico Nacional de Madrid. En la quinta cuarteta, Valera escribió: "Tuvo engañado al género humano en este reino, sin reservarse Virreyes, Arzobispos, Obispos y Prelados...”.

 Entre las humaredas de cigarro y la densa neblina limeña reviso cada pliego de las crónicas inquisitoriales tratando de precisar el destino exacto de los cuadernos. La neblina cruza por el ventanal y se difumina pronto. Me seco el sudor helado de la frente y me cierro otro botón, siempre en silencio, fijando la mirada en aquellas letras escritas sobre el filo de la muerte. “Del divino amor de mi señor se trazaron estas palabras y de asperezas y rigores, lo juro…”. Por momentos tengo la impresión de ser observado.

Ángela no me persuade en lo absoluto y debió de ser como la Inés de Velasco aquella que, se dice, sobrevolaba la ciudad. Barroquismo extremo, fábula en demasía para un historiador. Por lo demás, la beata que precedió a Ángela parecía haberse inspirado en el Flos Sanctorum. En la denuncia del Santo tribunal se lee: “habiendo tanto número de mujeres que muy de ordinario se suelen arrobar y aún alguna volar en esta ciudad de Lima, que cómo el Santo Oficio de la Inquisición no hacía información y examen, si era negocio divino o embuste suyo o arte del demonio…(Lima, 1625)”.

Leo el último tramo de “Vida virreinal: beatas y putas”, de Arturo Bailetti. El historiador bonaerense asegura haber leído en algún manuscrito dentro de una oscura biblioteca londinense una nota que resume algunas de las páginas teológicas de Ángela Carranza y que da señas de las otras siete mil  aparentemente salvadas por un sacerdote dominico y cuidadosamente escondidas en uno de los pasadizos de las catacumbas del centro histórico de Lima. Se menciona que a fines del siglo XIX, Don Gaspar del Río empaquetó las hojas y las trasladó a Lisboa. Hace un mes, precisamente, entrevisté a un prelado de la Orden dominica, quien me manifestó desconocer del asunto y que la Carranza era una ilusa que mantuvo en el error  a obispos y virreyes. No voy a entrar en detalles de los diálogos siguientes ni de las investigaciones que se sucedieron luego, pero sospecho que no está en mis alcances encontrar el manuscrito ni conocer más que todo lo que ya se había registrado en los libros sobre el proceso y la vida de la beata. 

Tras revisar algunos estudios que dan cuenta de un personaje apresado por la histeria y la desazón, descubrí, en efecto, que en el Diccionario Histórico Biográfico de Manuel de Mendiburu, Ángela es una desquiciada sin mayores luces para interpretar la palabra de Dios ni para elucubrar teorías en torno a la inmaculada concepción. Según su autor, las frases de los cuadernos trasuntan ingenuidad y sencillez por lo que la suya no es una visión iluminada sino la de una beata que siempre aspiró a ser Rosa de Santa María y que, como ella, planificó cada tramo de su existencia para morir en santidad. Los temas en boga durante el siglo XVII, las doctrinas de la fe, debieron ser materia inasible para una mujer que lindaba la necedad. Al decir verdad, Mendiburu especulaba, pues carecía de la documentación suficiente que le permitiera definir el carácter de la beata. Todo no pasó de la única versión asequible, la de un Inquisidor ávido de gloria mundana.

III

 Debo reconocer que tras hojear los cientos de papeles acumulados en mi escritorio me invadió una profunda y bien delineada sensación de derrota. Aquella investigación que durante dos años había preparado meticulosamente entre bibliotecas limeñas y españolas no tenía el rigor para demostrar sin atisbos de duda que las autoridades religiosas de aquel entonces perpetraron una injusticia y que aunque Ángela no era un ser de cualidades superiores, era víctima de algún despecho o malevolencia.

Precisamente, anoche, un hombrecito de tez oscura y con un acento provinciano se presentó en mi casa para interrogarme sobre aquella dama virreinal. Lo conduje hasta mi estudio en la segunda planta. Mientras exhalaba humos y fruncía el ceño, reparé que la suya era una necesidad que superaba el discutible objeto de esbozar una biografía. Había escrito hacía una semana solicitando audiencia. Me ganó la curiosidad.

 - Ángela Carranza fue condenada en un Auto de Fe  ¿Me entiende? -me dijo, repantigándose en el sillón.

- Sí -asentí algo confundido.

- La beata vio a Nicolás Ayllón, un hombre santo y milagrero, en el paraíso -advirtió- con lo que el proceso de beatificación de Ayllón en Roma se detuvo. Han transcurrido 300 años desde entonces.

- La visión de Ángela interrumpió la vista de esta causa ¿Es eso lo que me quiere decir? -pregunté.

-Así es, solo descubrir la buena fe de Ángela nos daría luz verde en el Vaticano.

 El hombre me observaba fijamente, detuvo sus ojos en mis fichas, extendidas sobre la mesa. Miraba todo sin pestañear. Prendí un cigarro, una corriente de aire frío se coló por la ventana de la habitación, tenía la frente empapada de un sudor helado. Le mostré algunas de las páginas copiadas y otras transcritas que solo confirmaban la veracidad de los cargos contra Carranza y la inutilidad de continuar con la indagación. Solo los miles de folios de sus escritos místicos la podrían reivindicar frente a la historia oficial, replicó el sujeto. El texto y cada una de las revelaciones allí contenidas podían dar algunos visos de la profundidad del pensamiento teológico de la beata. Si bien los libros y la abundante investigación histórica no habían llegado más lejos, un estudioso español daba cuenta de la sobrevivencia de los cuadernos de la Carranza sin más fundamento que un diálogo entrelíneas en una de las crónicas perdidas de Don Agustín de Salvatierra.

 - No hay más que eso, señor –musité– y yo soy un investigador bastante riguroso.

- La beatificación de un verdadero santo como Ayllón depende de la existencia de esos escritos -dijo, elevando el tono de voz- mi  misión es elevar a Nicolás Ayllón a los altares.

- Los cuadernos de Ángela fueron quemados por el inquisidor -aduje para dar término a la conversación.

El hombre me miró con firmeza, arqueó las cejas y advirtió: "No lo de todo por finiquitado, señor Mendiola, viajé a Lisboa en el verano e hice muchos trámites para acceder a esos documentos secretos. Tengo un hermano en el archivo de Actas de las Indias españolas en Portugal, él me abrió el camino para acceder a los anaqueles". El sujeto apretó el maletín contra su torso y comenzó a hablar muy despacio. Exhaló una gran bocanada de humo.

 - Es poco probable, amigo, que usted haya adquirido ese material histórico, las crónicas y el testimonio del inquisidor sostienen que fue sometido a las quemas públicas. Incluso en los anales de Rivadeneyra se describe el hecho con absoluta precisión.

- No dé por sentado lo que cuentan las crónicas -rugió con los ojos inyectados- he pasado más de diez años hurgando entre bibliotecas y casas antiguas para tener las miles de hojas que guardo en estos cartapacios.

 El hombre extrajo un paquete muy bien hilado, ribeteado en sus contornos por una cinta platinada.

- ¿Usted ha leído esos cuadernos? –pregunté.

-Sí, en su integridad, estaban guardados en una zona de reserva bibliográfica.  Antes que yo, solo dos hombres han accedido a su lectura. Estos cuadernos revelan que la Inquisición imprimió toda su furia contra una genuina santa - aseveró, mientras limpiaba la caratula con sus dedos.

- Una santa -musité- no está en mis planes darle un giro teológico a mi investigación.

El hombrecito  hizo una pausa mientras escrutaba mis anaqueles– ahora están en sus manos -dijo.

- ¿Pretende que lo lea?

-  Pretendo que escriba. Su pluma es inigualable y sus dotes de historiador imparcial son tales que todos le creerán.

- Si los cargos contra la Carranza eran justos no intervendré –dije.

-El propio inquisidor Valera nos dio algunas luces sobre la injusticia de los cargos- advirtió- Él dijo lo siguiente: “lo que más horrible fue era lo que ocultaba al pueblo y solo manifestado a sus confesores. Que lo aspirase una mujer, sin luces como un hombre para leer la santa voluntad del creador”. El hombre se contuvo y siguió leyendo: “Esto es, sus copiosos escritos en materias teológicas; en quince años escribió quince libros, compuestos de quinientos y cuarenta y tres cuadernos, con más de siete mil y quinientas fojas, cuyo asunto principal, decía, se encaminaba a que por sus escritos había de declarar la Santa Sede Apostólica por de fe, el misterio de la Concepción purísima de Nuestra Señora, y que para este fin la había Dios elegido singularmente, constituyéndola maestra y doctora de los doctores. Inquisidor Valera. 1694”

-Me encargaré de interpretar su texto sin darle a Valera vela alguna en este entierro – aclaré – pero aún no tengo claro qué es lo que pretende de mí.

-En aquel tiempo - insistió - toda mujer estaba sometida al silencio. Quizás haya leído sobre el caso de Mari Sánchez, de 1579 a quien su cura párroco denunció por desobediencia. El sujeto desenrolló un pliego de papel y acomodó sus anteojos para leer una pieza muy antigua: “ni quería obedecer ni reconocía perlado, diciendo que á solo Dios se debía la obediencia, y otros muchos errores”. ... -Mari había sido demasiado insolente para treparse al púlpito y rebatir al cura- insistió.

- Revisaré los textos de Ángela por el puro goce histórico de hacerlo, yo mismo me pasé muchos años indagando por ellos y usted asoma en mi estudio con esta discutible revelación. No me ha dicho aún su nombre...

- Volveré en un año – musitó mientras exhalaba los humos del cigarro.

Antes que pronunciara otra palabra, el extraño tomó sus cosas y se despidió rápidamente con un mohín.

IV

Hojeé los primeros documentos, reparando en las ligerezas del lenguaje dentro del introito. Descubrí que, en efecto, Ángela, como cualquier mujer de la colonia, estaba desprovista de una cultura que le permitiera entender a cabalidad el lenguaje de los grandes teólogos. La letra era menuda y corrida, como corresponde a la época. Se percibía en ella el nervio con el que fueron trazados los párrafos. Un detalle que llamó mi atención es que en el quinto cuaderno, las notas iban adquiriendo nuevas grafías, la letra se tornaba en desmesurada y el texto era invadido por un extraño desorden. Alguien adhirió a destiempo las últimas cinco páginas de ese cuaderno, por lo que me costó acceder a su lectura. Lo sorprendente es que Ángela se tornaba desde entonces en una gran prestidigitadora de la palabra. Anoté al margen: “Ensaya palabras no escritas en los cuadernos anteriores y la sintaxis se vuelve más elaborada y culterana. La impresión es que no fue Ángela quien, desde este tramo, trazó las frases de ese documento”. Lo más sobrecogedor era la narración de la beata acerca de un posible mundo del futuro: “pedes in terra ad sidera visus”. La mística logró descifrar algunos pasajes oscuros de los tiempos postreros y los nombres de los últimos diez papas. La exactitud era desgarradora.

Me temblaban las manos. Tenía la frente empapada. Una corriente de aire helado golpeaba mi nuca y me contuve. Sabía que los tramos siguientes eran la hechura de un ser fantasmal, de un espíritu que superaba los límites de la mujer, la voz de Dios en métricas y signos, un dictado divino que me sobrecogía. Una de aquellas noches una pesadilla me turbó, el hombrecito extraño sobrevolaba la casa y se detuvo en la azotea, sigilosamente descendió hasta la primera planta para atisbar en mi estudio. Tenía aún aquel rictus extraño. Cejijunto y de rostro apretado, visiblemente nervioso, me apuntaba con un arma. Una sombra densa se deslizó por el corredizo. El hombrecito tenía los ojos anegados y el pescuezo entumecido, tenía dificultad para articular palabras. Era el ejecutor que venía por mí, presa de un incomprensible designio. Debo confesar que abandoné la redacción del libro y la lectura de los textos por veinte días.

Cuando las imágenes del mal sueño se diluyeron persistí. Tecleé cinco páginas y tramé la estructura de los nuevos capítulos. “La luz del entendimiento solo provista a los minúsculos personajes de una obra que concebí con extrema atención”. En algunas frases, Ángela parecía ser dominada por otra voz, como si un narrador puntilloso dominara su pluma y le ordenara escribir sucesivamente lo que habría de venir. Deslicé mis dedos por dos páginas consecutivas sin leer una sola palabra, presa del temor.

Era una atmósfera de humo. Los ojos parecían salírseme de las cuencas. Leía impávido, prendido de mi habano, tratando de distinguir el misterioso giro lingüístico y las extrañas cacofonías. Saqué otro cigarro del saco, lo prendí y luego de una pitada eché el humo como una chimenea.

Debo admitir que en algunos segmentos me era particularmente difícil interpretar y revelar algunos de los razonamientos teológicos. La altura de los pensamientos, para el Inquisidor Valera, debió ser demoledora. Los virreyes quedaban mal parados y las autoridades eclesiásticas aparecían negadas para dilucidar de las letras la genuina palabra pronunciada por el mismísimo Dios.

En otro sueño, que me distanció por algunos días de la lectura de los textos, moría, pero, a la vez, era testigo de mis funerales. Las chimeneas de las fábricas, muy cerca al camposanto, vertían sus humos oscuros, densos. Mi hijo observaba, perplejo, el féretro ocre. El cementerio parecía en esa hora un juego de matices. Un rumor irrumpió la marcha.

-¡Muerte a la ciencia! -dijo el enterrador secándose el rostro con un pañuelo -¿Qué significado tenía?

Nunca antes había reparado en mi destino inexorable ni en la rigidez de una congregación mortuoria. “Su cuerpo se habrá de corromper, aquí acaba todo, Agustín Mendiola. In Fine”, advirtió.

Cuando me repuse varios días después retomé la lectura de los cuadernos. Ángela fue desmesuradamente crítica con las costumbres de su tiempo y se encaramó como un adalid de la libre interpretación. En uno de los cuadernos descubrí que no hizo industria de sus reliquias, como usualmente se dice, que vivió en el rigor de continuos ejercicios espirituales. Quienes la visitaban llevaban consigo objetos que la Carranza solía bendecir. Velas, prendas, candelabros, aros, todo aquello que la beata tuvo a bien tocar fue devuelto al Tribunal y almacenado como prueba sustentatoria de la acusación.

“La Doña de Almenara me buscó en la hora que los espejos se cierran y las brumas deshacen la luz. Ella odiaba las velas porque odiaba de estas noches y, sin embargo, trajo consigo un cirio de la Santísima Cruz. Le advertí que yo, Ángela Carranza, soy solo una sierva del Señor y que apenas me cabe abrazar los cachivaches y darles mi bendición sin que exista en el objeto mayor atributo que el que el santísimo le da. Solo os doy mis parabienes, todo a quienes portan estas cosas con esperanza de cielo y gratitud. Me han traído telas y quesos, algunas vajillas y me he resistido a conceder mi bendición porque soy no más que una turbada esclava de Jesús y solo a él le corresponde la bendición de las almas y de las cosas. Os lo repetiré y lo repetiré. Todos se apretujan en torno a esta mísera que no se afana en los bienes terrenales y muchos son los que creen que en aquellas baratijas que restriegan a la mala por mi cuerpo hay una dote mágica. No es así, Señor mío. En ocasiones me han asaltado para apropiarse de lo que me corresponde, he perdido unos vasos manchegos, la espadaína de los Carranza de Tucumán, una correa encuerada de arreglos moros. Todo se lo han llevado, no les he reclamado un justo precio y yo os imploro ahora que no abrumen a esta humilde sierva…”. 

Avancé sigilosamente algunos folios. Uno de los párrafos había sido subrayado con una tinta liliácea. Calculé, por la intensidad del matiz y por la rugosidad del consolidado del color sobre el papel que aquella línea databa del siglo XIX.

“No os lo he aclarado, pero sábeme de cierto que yo, Ángela Carranza, no dispenso mi tiempo entre mancebos ni demonios. Fábula de Doña Manuela, que es su marido quien frecuenta mi casa y lo he resistido y la carne se me inflama en esta pasión inverosímil. Dios me aparte del pecado, pues no hay lugar para el amor carnal y la entrega misericordiosa a mi Señor, pero no soy más que una mujer, crispada en mi mal hechura, sin magia”. En el Compendium Maleficarum del Padre Guazzo, conforme constato en “Inquisiciones Peruanas” de Fernando Iwasaki, se lee todo un capítulo dedicado a los comercios carnales con espíritus súcubos e íncubos y se explica en el documento cómo Satanás puede tornarse en hombre y animal para copular en sueños con brujas, ilusas, perversos y mujeres. Ángela, precisamente, fue acusada de súcubo y como tal recibió ciento cinco azotes. En el expediente de Valera se lee: “…En otra ocasión, comunicándole una persona las tentaciones de carne que padecía, le dijo: yo también las padezco; sábete que muchas veces estando durmiendo, sueño que estoy con un hombre en grandes gustos, complaciéndome en ellos”.


V

Fray Natalio Sifuentes o Fray Nata, como ella le solía decir, era un hombre maduro, regordete, dado a la disciplina monástica. Había llegado a la habitación de la beata para advertirle que los inquisidores irían por ella, que la orden había sido rubricada a media mañana.

-Ángela, os mando callar de estas cosas, que el mundo no está preparado sino para hacer líos con las mujeres de esta cristiana villa. Solo a mí dirige tus palabras, que nadie entiende bien que una mujer lea las escrituras y la haga de Doctora de la divina palabra.

-Descuide Fray Nata. Solo a su merced irán mis confesiones – dijo la beata.

- Ni a la Manuelita Fernández de Córdova, deberéis contar, sé de buena fuente que andabais auxiliándola en unos versos de amor  prohibido –farfulló el fraile.

- Fueron, en apariencia, unas cartas de amor para un poeta del Madrid, Epístola de Manuela a Sigisfredo, la titulamos. Amor imposible, extrañísimo y de estos reinos. Pero no, mi Fra, es la palabra de una mujer que canta su paciente y prohibida admiración por un escritor, hoy en Montilla y que es la imagen terrena del Cristo crucificado. No más.

- Mal hadado gesto, mi Ángela, la Doña es una mujer casada – dijo el religioso, sorbiendo del té- además no os fieis de ella.

-Ni tanto, además la paciencia la coronó con la indiferencia de este señor.

Ángela tomó una daga y se la mostró a su confesor. “Estas cosas me traen, Fray Natalio, cuentas, rosarios, medallas, campanitas y hasta algunas piedras y armas. Me las traen para bendición y yo las resisto y la Manuela guarda algunas baratijas en el almacén de los garetes solo para contemplarlas, esa es la razón por la que le he prohibido buscarme y me traen libros para que les lea, pese al índice que rige y nos impide leer. He pasado de reveses para dictarle a Doña Manuela el Perfecto Cristiano de Juan de Critana y con esa joya de las letras castellanas el Libro de las santas confesiones de Ángela de Baradino del 1500 y antes aún que el equino español doblegara al hermano indio”.

La Carranza asomó por el balcón. Por uno de los agujeros de la estructura de madera observó el carruaje verde que venía por ella. Sospechaba que al llegar la noche, aquellos hombrecitos encapuchados irrumpirían en la casa. El hábito agustino no los contendría. El Inquisidor había dado señas durante los últimos meses de haber ultimado los planes para vengar todas las afrentas de la beata a su creador. “Ella había tenido la desvergüenza de sostener una y otra vez que viajó a Roma con Jesucristo para visitar al Papa y que sobrevoló el purgatorio en búsqueda de almas generosas. Hace unos días afirmó en la plaza que se bañó en las aguas del Jordán”. Para Valera, Ángela había consumado todos los crímenes contenidos en las sagradas prohibiciones. Desde el carruaje verde un comisario del Tribunal atisbaba sigilosamente. Un dominico apuntó con su pluma: “Vende su cuerpo como reliquia”. Testimonio de Doña Manuela Fernández de Córdova: “Conservo de la Ángela Carranza algunas reliquias, uñas, dientes, sudor y cabello. Tengo por oferta un pañuelo empapado de sangre. Además lee, guarda textos non sanctos y disfruta de su lectura”.

- Debes someterte o fugar muy lejos, hermana. El Santo Oficio ya viene por ti – dijo Fray Natalio.

- Me entregaré, no tengo culpa alguna ante mi Señor. Si habré de seguir el Gólgota, lo haré de pie, Fra – dijo Ángela, secándose el sudor – son ellos los privados de fe, es la letra la que mata, hermano Natalio, no el espíritu.

Tenía el recuerdo aún fresco del día aquel en que la Manuela cortó sus uñas y sus pelos casi por la fuerza, “que una santa no debe tenerlos en demasía”. Fue por aquella vez que el Sigisfredo Nuñez, poeta madrileño, rechazó el amor de la Fernández de Córdova. Escribió entonces: “Mi adorable dama, lamento excusarme, pero sus frases alambicadas no me tocan”.

En el carruaje, Lorenzo, el dominico mayor, siguió leyendo algunos de los cargos: “Ángela Carranza se ha desviado de todos los propósitos de la santidad. Prescinde de toda orientación de las autoridades eclesiásticas y vive holgadamente de los ingresos de su industria de velas y pañuelos”.

- Te acusan, hermana, de tener por riqueza todo este mobiliario y las lámparas de Doré y las alquipurnias de plata- dijo el fraile – esos hombres leen los cargos ahora, cuando culminen vendrán por ti.

- Conozco los cargos, Fra –dijo ella– nada de lo que ves es de esta sierva pobre. La Manuela es quien tiene por propiedad cada objeto y estos muros y el balcón y los jardines. Se me dio como un hospicio temporal. En la huerta es que vivo y me lio a mi Señor y me desvivo entre plegarias e indulgencias.

El inquisidor Monteagudo reposó su vista en el balcón, corrigió algunas tildes y anudó algunas frases: “Es una posesa y hay señas de tal condición. Su abstinencia fue ninguna y ninguno su recato, porque come, bebe y se regala como fina señora de la villa. Cocina para los que visitan el caserón de Merced, pescado, abundante carne, huevos, conserva de frutas, almendras azucaradas, hierbas aromatizadas y guindones secos. Merienda por la tarde y por la noche. No hay vistas de sacrificio ni de imitación de Cristo. Cuando lleva el cilicio prescinde del ayuno y los días de azote no usa el cilicio ni ayuna. No es el sacrificio total que se espera de una beata”.

-Están prontos a subir, Ángela, debéis prepararte –advirtió el fraile.

- Mi alma resistirá, hermano, que ya he pagado con mi sangre y me he fortalecido con el chicote. He dado todo a los pobres, mis hijos amados, de estas cadenas me librará mi Señor, que todo lo conoce. Sabedlo, digno mío. Tengo en el cuarto de la cocina, algunas piezas, aves de corral para los Quispe y los Azola, son muy pobres y no saben sostenerse. Procúrales este alimento.

-Así será, hermana –dijo el fraile, mientras observaba los movimientos de los dominicos desde los orificios del balcón.

El inquisidor Morales de Mejía tomó el pliego esta vez y lo abrió ante sus ojos azorados. “Se orinaba en la calle, la plaza o donde quiera. Levantaba demasiado las faldas y se da testimonio de su desnudez cuando en el sismo que asoló la capital en la noche de los reyes, invadió estas calles sin la ropa de dormir. Se le acusa de bañarse en sitios públicos o en casas grandes. Los criados de Doña Manuela Fernández de Córdova aseguran haberla visto y tiene la temeridad de hacer gala de su cuerpo y de culpar a otros por verla sin desviar la mirada”.

- Oremos para que en estos años de encierro por venir, el Señor os de fortaleza en la prueba –dijo el fraile atisbando a los inquisidores.

- El Señor me la ha dado para resistir todas las tentaciones del demonio –replicó ella– me arrebataron mis prendas a la fuerza en la santísima semana. El criado Antonio, de la señora Manuela, lo guardó todo en un cofre. Ella me odia desde la epístola a Sigisfredo. Pero me precio de vestir el hábito de San Agustín y de vivir en la piedad. El cuerpo solo es una vasija deforme, mi Fra.

VI

Me hice a un lado. De espaldas al cadáver, frente a la ventana, observé Lima. Masas compactas de sombra me impedían ver la plaza a esa hora. Volví el rostro hacia Ángela. No podía dar crédito a lo que veía. Su rostro amoratado, cubierto por un ramaje de venas. Las imágenes se arremolinaron en mi mente, no creía que ese era el fin. Avancé unos pasos para tomar mi cruz y blandirla frente a ella.

Me senté en su viejo escarfeo a esperar a los comisarios del Santo Oficio. Valera venía en camino. Sabía que eran puntuales y que no tardarían en llegar para certificar la muerte de la mujer. Hace diez años, cuando Ángela divina me confesó de sus diálogos con nuestro señor me convencí que detrás de ese rostro aporcelanado y la celestía de esos ojos profundos había una santa. Yo era su Fraile y me confiaba sus palabras. Valera me mira con firmeza y se detiene ante mí. Tiene el entrecejo apretado, la bilis matiza su rubor, tiene el rictus melancólico de quien carga una pena muy antigua.

El fraile confesor se siente acorralado por una verdad que solo él conoce y que se niega a admitir. Me observa temeroso, me conoce como el malévolo inquisidor de esta ciudad. Su perfil, capturado por la luz, da señas de una gran desolación.

Es ella, inquisidor. Asoma a tu memoria el tul azulino y las montañas del Sasaipata. Confiesa Valera, ese puerto te trae ahora reminiscencias de algunos versos de nuestra Carranza, que recitabas a escondidas y que aún pronuncias muy despacito para que nadie te escuche. Su rostro, al final, ya no era el de ella, era el de una dama curvada por el dolor del chicotazo y demolida por tus odios. Sorbiste del té de azucenas frente a mí. Acariciaste durante algunos minutos el marco dorado que le daba prestancia a un retrato de Ángela pintado por Sebastián de Garmendia. Te fascinaba su piel glacial llena de cremas y la forma tan extraña como gesticulaba aún de muerta. 

“...habiéndose quitado toda la ropa, se andaba de unas partes a otras como Eva en el paraíso antes del pecado, y así a los temblores salía como Dios la crió y en pelo, a vista de los demás”.

Reparaste, Fra que la celebrada “tucumana”, amante del hidalgo Leandro Fernández de Córdova, quien desposó a la Manuela, era Ángela. La Manuela la odiaba, pero le obsesionaba el rostro amelocotando de la Señora Carranza. Adoraba el supremo candor de esa mujer que solo entonces  y con su marido no conoció de límites. Fuiste tú, fraile, quien leíste las primeras líneas de una bien hilvanada carta de la Carranza al Leandro tal.

“Escondida entre mis hojas de hilo te extraño, Leandro. Diría que te adivino más que verte, esta distancia de mi mundo te hace a veces inasible. Pero sé que todo sigue igual, en mi corazón nada ha cambiado, aunque tú mundo tenga otras lunas siempre entre mi viento de niña seguiré soñando.... Tú en lo tuyo, con esa obsesión de decapitar tus memorias. Sí,  no hay puertas entreabiertas para este juego”.

Sí, pero tú la amabas, Valera, tú más que nadie y en secreto, tú más que el Fernández de Córdova, burlado por su Manuela a las finales con un poeta español. Y la contemplabas en esa jaula y morías por ella, mientras Ángela se deshacía por aquel cordobés. Presa, procesada del Santo Oficio, ilusa y descaminada, 402.“De esa blancura, de esas piernas de contornos pronunciados, de esas flamas inverosímiles que en los ojos destilan el profundo y endiablado azul, de ese tallo que se pronuncia y se alinea en perfección suprema solo puede brotar la tentación y del pecado de la lujuria libéranos, Señor, que ella, Ángela Carranza de Seminario es la hija de Satanás”. Sentencia del Tribunal, agosto de 1694, previo al Auto de Fe. Inquisidor Valera..

Hace ya varios días que no podía caminar, rengueaba. Le quebraron la pierna a golpes. Aún percibes las impresiones de los puños en su rostro. La despertaron muy temprano, un chorro helado la empujó violentamente hasta el muro. Jadeando y con la garganta cerrada se desmoronó. La llevaron hacia un salón oscuro. Con un garrote esta vez, le dieron duro en el lomo. Observas su rostro yerto ahora que se te anegan los ojos y clamas perdón. Valera has sobrepasado el linde de la culpa.

La noche relumbraba en los arbustos y la aguardabas, Fra, como aguardabas las cartas de Carranza, las cinco que le hiciste llegar a Leandro, sigilosamente, eludiendo la vigilancia de la Doña Manuela.

“Extraño la casa y cada una de sus habitaciones, a Natividad, el jardín y la barricada de mierda de caballo. Sangré por las fosas nasales, por la comisura de mis labios. Me partieron la boca. Total, he perdido cuatro dientes. Nada volverá a ser lo mismo y ya no resisto, los obsequiaré con la confesión que pretenden de mi boca, Leandro. Me rompieron una costilla y, con la respiración cortada, me introdujeron en un cuarto repleto de charcos y telarañas. Por primera vez sentí la muerte cerca”.

Ella, con las manos entumecidas tomó el rostro de Leandro, así ocurrieron las cosas, Valera,  y, sin mayor apuro, le besó en los labios. Tú los observaste. Los gemidos de Ángela eran como un remolino de murmullos extraños alrededor de un leño quemándose. Los podías oír desde lejos en el fragor de la pasión. La cuerina del retapizado sillón crujía mientras ella y el hidalgo se retorcían entre las sombras de la habitación con los cuerpos alumbrados por el sudor. Comprendiste entonces que era el momento preciso de su muerte.

“Y se le acusa de enseñar sin pudor el grueso muslamen, los abultados glúteos y sus buenos y delicados pechos. Protuberantes senos blancos y la geografía de unos labios que inducen a pecado. Vista del cuerpo confirmada en revisión ocular antecedente al potro y el cincho. Valera- 1694. Novena audiencia -cargo décimo cuarto del Auto de Fe”.

VII

Ha transcurrido un año desde la visita de aquel extraño sujeto de los cartapacios marrones He delineado los dos capítulos restantes de la investigación. El penúltimo acápite es definitorio e inusitado.

En el cuaderno XII, Ángela llega a un paraje imaginario, describe el rostro del redentor resurrecto en uno de las explanadas cercanas al santo sepulcro. Descarga todos sus arrebatos místicos y desde entonces sus palabras se tornan en incomprensibles, tanto que solo un docto de Roma podría interpretar las elucubraciones teológicas que prescinden de toda consideración para este lector lego cuya filosofía nunca llega a rebasar la profundidad de la Carranza. En el último tomo, cuyo lomo registra una frase en latín que no consigo leer por los manchones impregnados en la tela, la beata admite pecado, “luxuria brevis y engaño mal avenido”. Expía en duras pruebas su arrepentimiento. "Fefellit amicus".

Se puede conocer al detalle lo que Ángela vivió en el último tramo de su existencia. En el Auto de Fe de 1694 fue condenada a desfilar por las calles de una neblinosa Lima “en forma de penitente, vela verde en las manos y soga a la garganta”. Impedida de escribir, no obstante, trazó secretamente las líneas de su última visión.

“Aparecí en un auto público como penitente y lo hice cuando el cincho me ahogaba y la vida se me iba toda en cada exhalación. Debí confesar con falsedades. Me golpearon en las vértebras y lo hicieron hasta que escupí sangre. Aparecí con vergüenza ante ese gentío que antes me aclamaba o me arrancaba el pelambre por un milagro. Aparecí, digo, sin la coroza para abjurar de vehementi. Desde allí me recluyeron a perpetuidad en esta celda en que vivo recogida y sin hábito de beata desde hace dos años. En la proximidad de la muerte, un hermano, me alcanzó esta pluma y lo que serán los últimos folios de este testimonio y revelación que obra ya en manos de un dominico. La exégesis completa será escrita por un sabio doctor y  servirá para rescatar del olvido el trámite de canonización de un santo que lo era y cuyo crimen fue ser descubierto por estos ojos beatos en los jardines altísimos de mi divino amor. La fama póstuma del historiador y de su tratado sobre esta sierva de la providencia habrá de servir para alentar el trámite del Nuncio Apostólico y del purpurado de Roma. Mi canonización correrá, desde allí,  a cuenta de Dios magnífico”.

Es todo lo que tengo que escribir y leer, casi a tientas y sin entender la causa de este singular designio. Mientras tanto percibo un perfil que la luz captura en la calle de enfrente. Viene por mí. Es mi ejecutor o la sombra de mi miedo, las advertencias de una profecía que debe cumplirse y que me desgarra, que me impide culminar el decimotercer capítulo de esta investigación. Abandono la ruma de papeles en blanco, el último pasaje, cierro el cuaderno In Fine de Ángela y dejo pendientes las páginas que hoy, por última vez, me tocaban escribir. Era el tramo final de este enigma, el más sorprendente y arrobador. “Conozco las claves de lo que habrá de venir, pero estoy impedido de anunciarlas”, dijo el comendador de Sevilla Gonzalo Rioja al viejo Hidalgo de Castilla, que plasmó en una página solo el primer fragmento del compendio de la profecía mayor antes de morir y que un historiador peruano a ultramar habría de descifrar y completar algunos siglos después. Guardo cuidadosa y definitivamente mis apuntes. Escucho los pasos de aquel hombre extraño que desde ayer, un año después de su perturbadora visita, me vigila sigilosamente desde la arboleda. Percibo su presencia casa vez más cercana, son como taconazos sobre piedras huecas, está cerca, pronto se detiene. Una densa niebla se escurre por los intersticios de las puertas, una tenue y extraña bruma discurre por el vaho de las ventanas para luego difuminarse. Un silencio absoluto invade la habitación. 

VIII

El extraño sujeto empuñó el arma, frunció el ceño y aceleró el paso. Mendiola sintió un sudor frío, una corriente de aire helado que lo descuartizaba como un cuchillo. No podía respirar.  Escondido detrás de un estante, examinó a través de uno de los espacios huecos los ojos negrísimos de su ejecutor, el resplandor de su arma. No podía explicarse la razón precisa por la que aquel hombre habría de asesinarlo.

-       Estas notas, las páginas de su estudio tan prolijo habrán de servirme. Seré yo, por tanto, y no usted, el autor de todas aquellas líneas. Lamento tener que darle fin, señor. No es un asunto personal.

Al primer disparo una ráfaga de luz cruzó el lomo de uno de los libros como un espectro. Era el último pliegue de imágenes que aparecía a sus ojos. Un punzón le perforaba la garganta.

Me he pasado la vida tapando los agujeros en los zócalos y la vida transcurre en todas partes en este nivel donde la vida se me cuela la herida poblada y el terror que me produce morir morir y después de todo ella tenía razón ya que no es el dios Shikoló de los alhelíes naranjas sino un padre celeste y de dimensiones descomunales arriba ella era al decir verdad una santa y la suprema verdad de sus letras quedará en estos ojos que se desmenuzan en un cuerpo deleznable en vía al infierno aterrador tantas historias transcurrieron en este patio amores que se quedaron truncos mi centro de gravedad lo único que me ata a la tierra las apariencias cuando el divino amor es lo que más importa es que somos cometas que se deshacen en el aire en el aire que se me trepa hasta la comisura y apenas pasa por un agujero de la boca ese jarro azul lo conservo como un signo sí un signo que es como un lienzo de Miguel Ángel esa premura y me asalta la muerte y lo único que queda es la casa en el albor de la mañana las rocallosas de la ribera sobre el Mantaro el rostro de Cristo crucificado cuento tarde las sólidas columnas de humo que se levantan desde el múltiple jirón adyacente atrapado entre los barrotes que comunican desde ahora un mundo con el otro y repaso la fisonomía de los transeúntes que van y vienen por el pasadizo mi padre mamá la ita Alicia y su rosario de cuentas verdes que hoy adquiere un nuevo significado y ese hombre que irrumpió hace un año me quedo tieso lúgubre me arqueo sobre la explanada de la mesa fatigado con los puños apoyados en una esquina debajo de la madera astillada por mi peso abrumado por los ojos gráciles y descomunales de mi Señor.