Susana Arcilla
I
Disfrutábamos
Buenos Aires con mi marido. El asistía a un congreso y yo había ido a
acompañarlo. Recorrer esa ciudad tan maravillosa era una de mis tareas
favoritas por esos días. Era febrero y el calor húmedo tomaba todos los espacios,
ahogaba la piel y sofocaba los ánimos. Yo atravesaba mi segundo embarazo, se
debían tomar precauciones médicas ya que había perdido el primero en el tercer
mes de gestación.
II
Tenían
que darme una inyección cada viernes a
fin de evitar una nueva pérdida. Fiel a las indicaciones del ginecólogo fui a
una farmacia -cerca del hotel- a comprar el remedio, convencida de que ahí me
solucionarían el problema. La empleada me dijo que el enfermero vivía a la
vuelta, en un edificio de departamentos, y me dio un papelito con las indicaciones: calle, número,
piso y departamento.
Salí de la farmacia sin pensar y fui
directamente al edificio indicado con el remedio en la mano, estaba cursando el
tercer mes de embarazo y me sentía muy bien, estaba feliz. No pensaba en nada
más que en sacarme el calor del verano de encima y en la atrapante ciudad que
me invitaba a caminar y sorprenderme a cada paso: vidrieras, librerías, cines,
teatros. Mi cabeza volaba. Llego a la puerta y toco el timbre, piso siete,
departamento E. Quería cumplir con el trámite para después tener todo el día y así encontrar nuevos lugares
para visitar.
-¿Quién es? -pregunta una voz grave y
masculina desde arriba.
- Necesito darme una inyección -dije con
voz baja y vacilante; pensé en decir “soy una paciente” o “soy una clienta”
pero los descarté de plano- me mandan de la farmacia de acá a la vuelta.
- Pase -contesta la misma voz y suena el
chirrido del portero eléctrico. Abro la puerta pesada de hierro y vidrio. Los
edificios antiguos de Buenos Aires son verdaderas reliquias de un pasado de
riqueza, que parece que no volverá.
Voy al ascensor, subo y marco el piso
siete, se cierran las puertas y yo sin pensar todavía. La madera labrada de la
caja que me transportaba hacia arriba era una verdadera exquisitez de tallado.
Toco el timbre del departamento y de repente aparece un hombre joven y morocho
en bata corta de seda -con diseños búlgaros- en bordó y azul. Parecía que
debajo no tenía ropa, se veía su pecho peludo y sus piernas desnudas. Perdí la
voz y la compostura relajada que traía en un golpe de vista.
-Pasá, querida -dijo sonriente. ¡¡Ah!!
Recién caí en la cuenta de mi situación real. Era tarde para volver atrás pero
tampoco podía avanzar. ¿Qué hacer en un caso así? Me temblaban las rodillas y
la transpiración empezó a mojarme desde las axilas hacia abajo. Sentí una gota
fría que caía en mi cintura ¿Cómo quedaría si me iba? ¿Qué pasaría si me
quedaba?
- Permiso -la voz apenas me salía de la
garganta, bajé la vista y entré despacito midiendo cada movimiento y pensando a
la vez, me agarraba la panza con las dos manos como en un intento precoz
de defensa.
Había un sofá cama -contra la pared del
fondo- en medio de una decoración muy cálida: verdes, marrones y amarillos. Se
notaba que era un departamento de un hombre solo por las pequeñas dimensiones o
me parecía… no sé. Un tono de luz bajo -casi oscuro- daba un marco tétrico a mi
cuerpo parado allí mientras mi mente cabalgaba a mil kilómetros por hora
preguntándome qué hacía en ese lugar y cómo podría evitar que algo malo me
pasara.
-Acostate ahí, querida, boca abajo, que
yo me voy a cambiar -me dijo y miró mi estado petrificado. No sé si el miedo se
notaría mucho, pero él hizo como que no.
-Tengo un embarazo de riesgo -dije
balbuceando mientras miraba por la ventana hacia abajo -se veía un patio
interno distante siete pisos que parecía un embudo- y decidiendo que por ahí no
me iba a escapar. Observé la puerta, por la que había entrado al departamento
como otra opción y la vi cerrada herméticamente. ¿Qué sentido tenía escaparse?
Por más que lo quería hacer mis piernas no me respondían y mi decisión estaba
empantanada en el miedo. Podía observarlo -en la cocina- ya cambiado con un
ambo de enfermero beige clarito, cargando el remedio en la jeringa. Podía
mirar, pensar y sufrir al mismo tiempo, tratando de anticiparme a cualquier
situación que se produjera, pero inmóvil. Mi mente desdoblada y mi cuerpo pétreo.
-Esta inyección es mejor darla en la
cola -dijo en forma natural y acercándose con la mano en alto. Yo sólo miraba
la aguja y las gotitas que caían levemente de la punta.
Era verdad lo que decía, con la
diferencia de que en mi ciudad yo conocía a la enfermera que me atendía siempre
y ahora me encontraba ante un desconocido -varón- en un piso siete y a solas. Además
estábamos en una de las megalópolis más importantes del planeta. Todos estos
datos me jugaban en contra. Me acosté boca abajo, me bajé un poquito el
pantalón, apenas, él me corrió la bombacha hasta encontrar el mejor lugar para dar
el pinchazo intramuscular. Más tensa no podía estar, y se notaba mucho parece.
-Aflojáte -me decía- si no, te va a
doler más. Me daba palmaditas repetidas cerca del lugar donde iba a penetrar la
aguja, creo que era para tratar de que yo llevara a otro lado mi atención.
-¿De cuánto estás? -me hablaba para
distraerme antes del pinchazo.
- Cuatro meses -le mentí porque pensé
que ese dato me ayudaría, yo esperaba lo peor y a la vez rezaba en silencio- es
mi primer hijo…
-Bueno ya está; son diez pesos, linda -ahora
ya podía reparar en su cara y sus facciones; creía que había pasado el peor
momento. Si hubiera querido hacer algo malo ya lo habría hecho. Me subí el
pantalón y me apuré para salir cuanto antes, después de pagarle.
Bajé en el ascensor con el corazón a mil
revoluciones por minuto; no dejaba de pensar por qué no había tomado
precauciones, por qué no había pensado antes de subir… ¡Con qué necesidad vivir
ese estado de nervios que seguramente le afectaron al bebé! Pero… también hay
gente buena en todas partes, después de todo… ¿No? La confusión era grande,
tenía la boca seca y el corazón no paraba de galopar.
Caminé sin ningún interés por observar
la ciudad, llegué al hotel y vomité, luego me acosté; no se me iba el temor que
había sentido allá arriba. Sí, ya había pasado, pero… la adrenalina estaba
recorriendo todas las venas de mi cuerpo, y la cabeza no paraba de pensar; iba
a tardar para relajarme. Empecé a respirar profundamente en forma pausada para
salir de los pensamientos negativos.
Cuando llegó mi marido y me vio tirada
en la cama como una piltrafa humana, me miró sorprendido. No era una hora para
que yo estuviera reposando, a juzgar por su cara.
-¿Qué te pasa? ¿Todo bien? -me dijo
desde el pie de la cama, con sus manos en la cintura, preocupado. El fantasma
de la pérdida del bebé anterior nos rondaba a los dos.
-¡No sabés! ¡Qué momento pasé! ¡Por
Dios! -empecé a hablar sin parar.
III
-¡Adiós,
bonita! ¿Cómo se porta ese bebé? -me gritó el enfermero en la vereda de la
farmacia. Apenas respondí, con un gesto leve en mi rostro, me quedé
estática. Iba acompañado por un joven muy apuesto que lo tenía
abrazado y a quién el enfermero dio un largo beso en el cuello apenas
pensaron que ya no los veía. Dentro de mi asombro
intenté comprender qué parte no había visto con claridad, allá arriba, en el
departamento… De nuevo mi mente trataba de decodificar toda la situación y mi
cuerpo inmóvil. ¿Cómo pude ser tan… tan… tan… tarada?
Hoy, que han pasado veintisiete años ya,
al volver a ver la misma farmacia -donde aquella vez compré el remedio-
resucité en mi cuerpo y en mi mente toda la experiencia vivida. La adrenalina
volvió a hacer su trabajo sucio.
Excelente. Cómo una historia tan sencilla puede llegar a cautivar tanto.
ResponderEliminarFelicidades.
Anthony Velarde Arriola
gracias Anthony...
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