sábado, 30 de mayo de 2015

Crítica literaria: Caballos en la niebla, novela de Juan Carlos Moya

César Chávez Aguilar



El retorno de la idea acerca de la esencia de la Naturaleza al pensamiento occidental viene de la mano con el Romanticismo, quien en contraposición al racionalismo preponderante de la Ilustración, plantea su negación a «dominar a la naturaleza», como defendían los iluministas, sino más bien lograr una comunión con ella. Rafael Argullol afirma que esta relación más que religiosa o científica tiene que ver con su sentido mágico, con lo enigmático; al escritor romántico le fascinaba la naturaleza tanto como le inquietaba. Recordemos las caminatas de Wordsworth por los campos ingleses («Sea cual sea su misión, no hallará la leve brisa/ gratitud mayor que esta mía, escapado al fin/ de la gran ciudad en que, insatisfecho/ languideciera…»), o los llamados «años de peregrinaje» de Liszt por los bosques de Suiza e Italia buscando inspiración, o el panteísmo de Hölderlin afirmando «…y el espíritu de la Naturaleza, el que viene de las lejanías,/ el dios se nos muestra de nuevo, pausadamente entre nubes doradas». Todos ajenos a la vulgar realidad de las ciudades industriales y burguesas que estaban en pleno apogeo.

Al leer la novela de Juan Carlos Moya Caballos en la niebla (Seix Barral, 2014) podríamos vernos tentados a identificar completamente el pensamiento romántico con la actitud del protagonista, Lucas; él también huye de la ciudad, del contacto social, busca algo que no encuentra en la urbe. La diferencia –diferencia que es una marca de la modernidad, sucesora y a la vez destructora del espíritu romántico– es que en la huida de este personaje hacia la naturaleza, no halla la armonía, la calma, el sosiego; el bosque andino no se constituye como un refugio contra la crueldad de la sociedad sino más bien, como lo irá experimentando el personaje, será un doloroso enfrentamiento con su soledad, un encararse a sí mismo. La naturaleza que, a través de los elegantes trazos de la prosa de Moya se representa, se mira como un escenario en cierta manera ideal para el pensamiento, por medio de la mirada y del sentir de Lucas se configura en un cuestionador espejo con el que debe enfrentarse.

La primera parte de la novela nos deja ver a Lucas, quien junto a su entrañable perro Apache, intenta reconciliarse consigo mismo en un escenario natural, apacible en su incierta promesa; con habilidad Moya recrea las sensaciones que despierta el bosque: el movimiento de los animales, el sonido de riachuelos, los olores y sonidos de los árboles, el silencio nacido de la ausencia de civilización como una música de fondo en este paisaje. La naturaleza es parte de su presente existencia, el pasado es un recuerdo más bien difuso o incómodo en último lugar. La muerte de su padre es el recuerdo más presente y vívido, pero es un recuerdo de dolor, no de gozo, las memorias felices no existen para él, por eso es tan fácil desprenderse de su pasado e internarse en el bosque en una búsqueda tan indeterminada como inútil.

La otra línea de la novela nos presenta a tres personajes: Loco, Abel y León, quienes arman un desquiciado viaje de pillaje, violencia y muerte. Lo notable de esta sección es el cambio de ritmo narrativo respecto a la sección anterior. Mientras el devenir de Lucas es pausado, lento, reflexivo, visualmente detenido, el de la triada salvaje es rápido, dialógico, de indetenible cadencia. Estos dos ritmos se emparejan y contagian consiguiendo un final intenso y muy bien calibrado.

La correcta caracterización de los personajes, muy bien definidos y dibujados, hace que uno de los efectos de ubicarlos en un bosque sea más radical: cada uno de ellos tiene sus señas y rasgos particulares, y aún así, la naturaleza los va a nivelar. Mientras que la ciudad marca diferencias sociales, económicas, culturales, la naturaleza iguala a estos personajes, infunde su fuerza y somete a sus personalidades, impone su rasero, su llamado instintivo, nadie queda salvo de una marca, de una mancha. Así, Lucas, que se asquea de que el Árabe le haya robado a Mankell todo lo que pudo –personaje este que está refugiado en el bosque por alguna vergonzosa falta– matará a dos personas, quienes, a su vez, han asesinado a otros en su peregrinación sanguinaria. En un juego simbólico con el que Moya finaliza la novela, Lucas, luego de su batalla, ve la que tienen un lobo y una yegua por la vida de un potrillo, nadie es inocente, nadie es culpable; la naturaleza, esa compañera habitual de todos ellos, se los traga en plena igualdad.

Algunos de los actos que presenciamos en la novela, tanto de los animales como de las personas son violentos, pero la violencia no es un tema accesorio, casual; la violencia es el bosque en sí, es el estado natural de los seres que lo penetran o habitan, las reacciones de los personajes tienen algo de las conductas del lobo y de la yegua, pero en ellos al no poder obedecer de manera natural a ese «llamado de la selva», como diría London, ese llamado del bosque diría yo, ya sea por su nivel de conciencia, sea por los últimos resquicios de un sentido humanitario, su conflicto se ahonda y se expresa con fuerza y violencia desmedida. Tal vez ese sin sentido que ronda a Lucas solo es mediatizado en los demás personajes en los actos despiadados que les vemos ejecutar.

Otro elemento que Juan Carlos Moya trabaja de manera profunda es el dolor. La vida lleva aparejado el dolor. Lucas asume la tragedia del suicidio de su padre como una impronta de la que no puede o no quiere desprenderse, tan es así que él mismo piensa en suicidarse; queda la sensación que si bien el dolor físico es insoportable es el dolor psíquico, ese sentido de orfandad que lo marca, la causa real de la búsqueda de la aniquilación. La enfermedad lo somete, lo desgasta, lo torna débil, pero cuando tiene que cobrar venganza se fortalece su energía, la enfermedad no lo imposibilita en el ejercicio divino de la venganza; su cuerpo volverá a desfallecer seguramente, pero su alma ha quedado transformada tanto es así que no sabemos si volverá a pensar en suicidarse o empezará un viaje sin retorno guiado por un nuevo sentido de vitalidad, o de simple reconocimiento que la vida está más allá, que la vida se abre paso ante el dolor, la muerte, la enfermedad.

Podría parecer anacrónica la elección de un escenario rural para una novela en estos tiempos, pero como ya la historia de la literatura nos ha dejado ver, no es en dónde se actúe o se desarrollen las vidas lo que importa sino cómo lo hacen; sería descabellado decir que el ambiente no nos marca, no es así, pero las conductas humanas se desbocarán aquí o allá, en la ciudad o en campo, en la urbe o en el bosque. En la novela de Moya, Lucas cuando habita en la ciudad, ya es un ser torturado, y esa condición no cambia por variar de escenario, es más bien ahí donde se profundiza su desamparo y su extravío existencial. 

De cierta manera, y para volver al inicio, miro a Lucas como la configuración de un héroe trágico, como lo veían los románticos, enfrentando al mundo y sus reglas; el problema radica en que este personaje, Lucas, es hijo de la contemporaneidad, los principios que animaron a Byron, Shelley, entre otros, ya son solo polvo y recuerdo. El mundo actual nos somete a la indefinición y a la duda, la incertidumbre es la regla, por eso sentimos más su desamparo, pero aún así me lo puedo imaginar repitiendo, luego de mirar a los caballos salir de la niebla, lo que Hölderlin le hace decir a uno de sus personajes: «¿Es que en la muerte se me enciende, al fin la vida?».

viernes, 29 de mayo de 2015

Amor

Cristina Navarrete 


En esta época del año la ciudad se despierta sumida en una pesada neblina, a la que una ligera y permanente llovizna acompaña durante todo el día, mojando las estrechas calles y aceras. Una marea de personas vestidas con largas gabardinas, gorros térmicos, botas y coloridos paraguas se desplaza apuradamente para llegar a su destino.

Amelia, como casi siempre en invierno, se levanta muy tarde, se mete a la ducha, y abre el agua caliente para descongelar todas las articulaciones de su cuerpo, mientras piensa en sus planes del día.  Cuando está vistiéndose no puede evitar mirar a través de la ventana, ve a la gente corriendo sin sentido, la garúa que moja los cristales y una gran nube negra a lo lejos, que anuncia que ésta se convertirá pronto en una fuerte tormenta. Busca ropa aún más abrigada de la elegida inicialmente.

—Este año el frío está insoportable, quisiera que siempre fuera verano —pensaba mientras limpiaba su nariz, y continuaba vistiéndose.

Al salir, se miró por última vez en el espejo colgado junto a la puerta de calle. A pesar de su belleza, notó claramente sus profundas ojeras y los pómulos cada vez más pronunciados. Su delgadez era notoria, ni siquiera el grueso abrigo turquesa de tela polar o la colorida y voluminosa bufanda de lana ocultaban la notable pérdida de peso. Aunque han pasado los años, aún no logra superar el inmenso dolor de haber perdido a su madre de manera tan súbita e inexplicable.

Salió corriendo igual que todos los demás y se volvió parte de esa imponente corriente humana que iba camino a la estación del autobús.

—¡Amelia, espera! —gritó una voz a lo lejos.

En medio de la multitud, distinguió un rostro familiar y sonriente, que no veía hace mucho tiempo. Ella se abrió paso entre los paraguas, las prisas y los rostros sin nombre.

—¡Han pasado tantos años! Debiste avisarme que llegabas, hubiera preparado algo especial —le decía mientras lo abrazaba como si quisiera fundirse en su pecho.

—¡Te he extrañado tanto! Ya no recordaba lo hermosa y dulce que eres —dijo mientras la tomaba de la mano y empezaban a caminar alejándose de la multitud.

Amelia, faltó a trabajar ese día. A pesar de la lluvia y la crudeza del clima, ya no sentía frío, el dolor de su inmensa soledad se desvanecía mientras caminaban juntos.

Llegaron a una pequeña cafetería muy acogedora y rústica, los colores tierra de su decoración, la tenue iluminación y el intenso aroma de café pasado con una mezcla de fragancias, emitidas por los frutos dulces y ácidos de una gran variedad de postres, además de la calidez del ambiente, la hacían el sitio perfecto para el tan esperado reencuentro.

—¡Ay Marco, Marco! Me has hecho tanta falta, tengo millones de cosas que contarte —decía Amelia, tocando el  tibio y varonil rostro del joven— no te he visto desde el funeral de mamá.

—Sí, lo sé. Lo siento hermanita querida, perder a mamá, fue muy duro y no supe cómo afrontarlo, mi única salida a tanto dolor fue mi mochila, la distancia y mucha soledad.

—Eso ya es pasado, lo importante es que estás aquí, y espero que para quedarte.

Marco, un espíritu nómada y soñador, no respondió a la implícita pregunta de Amelia sobre la duración de su estancia y empezó a contarle animadamente sobre sus aventuras, viajes, nuevas amistades y amores, mientras le mostraba increíbles fotografías que hacían más vívidas las historias;  ella sin decir una palabra tomaba lentamente su café, actividad que se veía interrumpida por una tos seca y constante que la dejaba sin respiración por momentos.

—¿Estás bien? —preguntó Marco mirándola fijamente a los ojos.

—Sí, claro, no te inquietes… un simple resfriado combinado con mis alergias, ya me conoces, mi cuerpo y yo odiamos el invierno —dijo sonriendo despreocupadamente.

Aunque él continuó con su relato, no se quedó muy satisfecho con la explicación de su hermana, pues a pesar de la distancia y el tiempo, la notaba claramente desmejorada y muy delgada, no era ni la sombra de la chica ágil y llena de vida que recordaba.

Ya anochecía, y los dos caminantes emprendieron el regreso a casa de Amelia.

Esa mañana, Amelia se despertó a tiempo y con una energía que no tenía hace meses. Se sentía como nueva. Saltó de la cama, se metió a la ducha, se vistió rápidamente. Un delicioso olor a desayuno hecho en casa, leche recién hervida, huevos revueltos y tocino,  la llevó casi flotando hasta la cocina, mientras los olores se hacían más fuertes y la trasladaban a las memorias de su infancia, a una gran cocina adornada por los hermosos colores de las frutas frescas y perfumada por la fragancia del pan recién horneado, una época feliz, llena de alegrías y momentos compartidos, con una familia entusiasta y unida de la que ahora solo quedaban los recuerdos y su hermano, a quién amaba con todo el corazón.

—¡Sorpresa! Al puro estilo de mamá, espero que lo disfrutes —le dijo sirviéndole un enorme vaso con jugo de naranjas frescas, que Amelia tomo casi sin respirar.

—Cuanta falta le hacía a esta casa, un toque de hogar —suspiro, anhelando que Marco jamás se fuera, y hasta pensó que su amor era todo lo que necesitaba para arreglar su abatido corazón.

En estas circunstancias, decidió tomar las tan esperadas vacaciones que había postergado durante tres años. Así pasaron los días, llenos de diversión, memorias felices y paseos interminables. Ella fotografiaba todo, como buscando inmortalizar cada minuto que pasaba junto al único ser en este mundo que la extrañaría.

Esa noche empacaban entusiasmados, pues a la mañana siguiente debían salir muy temprano para el aeropuerto, irían a Antigua, a pasar algunos días descansando bajo el sol.

Aunque Amelia procuraba disimular, la tos se había hecho más frecuente, esa noche se sentía especialmente fatigada, sus pies estaban inflamados y tenía un extraño dolor en el pecho.

—Creo que me he esforzado demasiado estos días —pensó— no dejaré que nada arruine este viaje.

—¡Nena! La merienda está lista, apúrate que se enfría —gritó Marco alegremente, mientras servía un humeante espagueti a la boloñesa.

Pasaron varios minutos y no hubo respuesta. —¡Amelia! A comer, no te hagas la graciosa —nadie respondió.

Marco sintió que su corazón le dio un vuelco dentro del pecho, se dirigió a la habitación de su hermana apresuradamente, al llegar a la puerta se detuvo, como dudando giró la cerradura lentamente y la abrió de golpe.

—¡Amelia! ¡Hermosa despierta por favor! —gritaba mientras la levantaba del piso, donde yacía como dormida.

La ambulancia llegó pocos minutos más tarde. Ella seguía inconsciente, y aún con la mascarilla de oxígeno y todas las agujas que ahora traspasaban su piel, se veía pacífica y bella, Marco sentía una angustia indescriptible, ella era la única familia que le quedaba. Subió al vehículo junto a su hermana y se marcharon del lugar.

Durante todo el camino no pudo dejar de mirarla, se preguntaba qué pudo haber pasado, qué es lo que con tanto celo le había ocultado.

—¡Lo sabía! Eso no era una simple gripe, ¿por qué no confiaste en mí? —susurraba Marco mientras las lágrimas rodaban sin control por sus mejillas.

Los paramédicos la bajaron inmediatamente, y desaparecieron tras una gran puerta blanca de vaivén cuyos cristales no permitían mirar al otro lado. Mientras tanto, su hermano resolvía los ya conocidos trámites burocráticos del sistema de salud, aunque solo quería correr junto a su ser amado.

—¿Algún familiar de Amelia Kafkis? —preguntó una dulce voz que hizo que el angustiado joven se levantará automáticamente de su lugar.

Una mujer alta, de rostro redondo, con un largo y ondulado cabello rojizo, buscaba apuradamente, con sus profundos ojos azules a la persona indicada, sosteniendo una de esas tablitas apoya - manos donde los hospitales colocan la información de sus pacientes. Marco se acercó sin decir una palabra, y la miró fijamente.

—Amelia, ha sido muy fuerte, ha estado encabezando la lista de espera pero no hemos conseguido un donante compatible…

—¿Donante? —interrumpió Marco agitadamente— no sé de qué me está hablando.

—Ah… no lo sabía, lo siento —dijo la doctora desconcertada— Amelia sufre de insuficiencia cardíaca, probablemente congénita, y empezó a presentar los síntomas hace tres años aproximadamente, creemos que uno de los factores desencadenantes fue la extrema tensión que sufrió a raíz de la muerte de su madre.

Él la miraba atónito, sin lograr articular ni una sola palabra, solamente pensaba en su abandono, ¿cómo pudo huir de esa manera? Si no se hubiera marchado, a lo mejor todo sería diferente.

La mano de la mujer en su hombro interrumpió sus pensamientos.

—Lo siento, ahora solo podemos esperar. No le voy a mentir, ella está muy débil.

Marco aún en silencio, la miró nuevamente, y en un tono casi suplicante dijo:

—Por favor déjeme verla, sé que podrá oírme, quiero acompañarla, soy lo único que tiene.

La facultativa, lo miró, y en sus ojos se notaba una profunda ternura, después de pensarlo, asintió con la cabeza, y lo guió hacia el ala de terapia intensiva.

Marco, permaneció sentado junto a la cama de su hermana, durante una semana sin tener ninguna respuesta a sus continuos relatos sobre sus memorias y viajes; aunque hacía cortos recesos para lavarse, ir al baño o comer algo ligero, procuraba permanecer atento a cualquier reacción y separarse de ella lo menos posible.

—No me digas que ya te olvidaste de aquella tarde que jugando en el jardín de la Quinta de los abuelos encontramos a esos pajarillos recién nacidos junto al cuerpo de su madre, la pobre había muerto a manos de ese odioso gato de la vecina, de cómo los escondimos en el armario y de la cara de mamá cuando los descubrió —relataba Marco sin soltar la mano de su hermana— Ojalá el tiempo se hubiera detenido en esos días, cuando éramos inocentes, felices y contábamos con la protección y el cuidado de mamá y los abuelitos.

Finalmente, exhausto por la falta de sueño y el dolor se quedó dormido junto a ella, cuando una suave caricia en su cabello lo despertó.

—¡Hermosa! Sabía que no me ibas a dejar solito —dijo alegremente, y una gran sonrisa se dibujó en su rostro— ¿Por qué no me dijiste lo que te pasaba?

—No quería asustarte, sabía que con lo de mamá habías tenido suficiente. Además, no había mucho que pudieras hacer y no iba a echar a perder tu sueño de viajar y captar la belleza del mundo con tu cámara. No hablemos del pasado, ahora debemos discutir el presente, tú presente —susurró Amelia respirando con dificultad.

—¡No digas tonterías! Ya verás que pronto conseguimos a un donante perfecto e iremos corriendo a tomar ese avión destino: Antigua.

Ella sonrió dulcemente asintiendo con la cabeza, acarició su rostro con suavidad y ternura.

—Ahora debes ir a descansar, por mí y por ti, todo va a estar bien, yo también quiero dormir un poco.

Marco cumplió los deseos de su hermana a regañadientes, cuando iba saliendo se encontró nuevamente con la doctora que tan dedicadamente había acompañado a sus hermana en esta travesía, y se había convertido en su entrañable amiga.

—No te preocupes, yo me quedo acompañándola en tu ausencia, descansa y vuelve mañana. Soy Gabriela —le dijo, mientras Marco apuntaba en un papelito su número celular y se lo entregaba.

—Muchas gracias por tu ayuda. Llámame si se presenta cualquier emergencia —respondió esbozando una ligera sonrisa.

Al llegar a casa de su hermana, sintió un espeluznante y frío silencio. Ya se estaba quedando dormido, cuando el timbre de su celular lo despertó, era un número desconocido, se levantó exaltado y se demoró en contestar, como si esa demora retrasará la noticia que tenía tanto miedo de recibir.

Escuchó sin decir una palabra, al cerrar el teléfono su rostro estaba desfigurado, el dolor y la rabia se podían leer en sus ojos. Tomó su vieja chaqueta marrón, y salió corriendo rumbo al hospital.

Entró violentamente al cuarto donde descansaba su hermana, Gabriela sostenía su mano con delicadeza, pues no se había despegado de ella desde que Marco se retiró a descansar.  El rosto de Amelia se veía más bello que nunca, la paz que emanaba era mágica, sobrehumana. Sin decir una palabra lo miró y él se acercó rápidamente.

—Estas semanas han sido la mejor parte de mi vida, el mejor recuerdo, ¡te amo!, vive intensamente, sin remordimientos ni rencores —musitó en su oído, y una última exhalación se llevó su espíritu.


Marco cayó al piso de rodillas, Gabriela lo abrazó en silencio y el ambiente se inundó de insoportable dolor.

jueves, 28 de mayo de 2015

Veneno

Caty Sánchez


Mendigo Castigo supo lo que es la angustia en el pecho por el seco golpe en el frío piso cerámico cuando Fender se desplomó por los fuertes mareos que sentía desde ayer.

–¡Algo ha comido ese pulgoso! –gritó mamá desde la lavandería mientras  limpiaba y desinfectaba el rastro de heces líquidas zigzagueantes que Fender  había dejado.

Con un esfuerzo más allá de sus instintos de preservación, se había levantado para salir de su casita de madera y una pata la vez, caminó debajo de la ropa recién tendida en esos delgadísimos  y chuecos alambres amarrados de pared a pared cuyas sombras  a veces le invitan a jugar. Dejó atrás el olor a detergente que siempre le hace estornudar y esta vez no se entretuvo con el tacho de la basura que está al costado de la puerta que conecta la lavandería con la cocina. Avanzó tropezándose con las  patas de las sillas del comedor de diario y se detuvo frente a la sala que  insistía en dar giros. La suavidad de la gran alfombra que estaba debajo de los muebles en la que tantas veces había marcado su territorio cuando nadie estaba en casa, le rogaba que se entregue a ella, que con tanta confidencialidad había callado cada travesura biológica embarrada entre sus tejidos.  En medio de esa breve seducción, no pudo evitar que el hiriente brillo del sol cruce la cortina que estaba deshilachada aquí y allá por cada vez que se había subido al mueble para asomarse por la ventana y ladrarle con todas sus fuerzas a esos que de lejos huelen mal. Recital que siempre era interrumpido por los escobazos y maldiciones histéricas de la mejor calidad femenina que le deseaban el peor de los finales por resaltar con sus ladridos la vergüenza de tener un perro loco en la cuadra.  A punto de ceder a la comodidad de la alfombra,  el humor de su amo surcaba a raudales y en silencio el pequeño pasadizo que  aproxima sala y dormitorios, haciendo que su nariz gire a la izquierda  donde estaba el dueño de su fidelidad, durmiendo profundo como siempre  cuando se pierde en una de esas amanecidas que solicitan una  vigilia canina, en la que hay que estar  recostado al lado de la puerta azul que da a la calle hasta que faltando algunas cuadras para que llegue,  lo percibe. Le menea la cola alegremente desvelada y  lo sigue hasta su cuarto, prepara sus oídos para soportar la torpeza con la que  acomoda las guitarras y aunque el ritual varia de cuando en vez, el sonido del colchón entre aliviado y presionado al recibir como sorpresa a un cuerpo trasnochador, es la señal para volver por el pasadizo a la cocina, y de ahí a la lavandería donde es necesario hacer una pausa para tomar  valor y apresurar el paso para sortear  el frío de la ropa colgada que pálidamente ilumina el senderito hasta la casita de madera.

 Con las arcadas obstruyendo su olfato se dirigió a la entreabierta puerta que dejaba escapar  el olor de quien le ama, pero no la cruzó porque sus fuerzas anunciaron el hasta aquí no más.

 –¡Ya era hora de que ese perro pague por andar ensuciándome la casa!

Al no recibir respuesta a las amenazas  contra la vida del perro  cuando  trata de sacudir en algo la escurridiza responsabilidad de su hijo, mamá se preocupó. Ellos no perdían la oportunidad  para aderezarse  la mañana discutiendo por espontaneas  tonterías en cualquier lugar de la casa.  Mamá prefería el cuarto de Mendigo porque allí estaban todas las evidencias que necesitaba para inculparlo: la cama sin tender desde hace varios meses, las ventanas llenas de calcomanías y polvo, el rock que suena y suena enmudeciendo los llantos y reproches de la novela de la tarde, las guitarras recostadas sobre la pared al lado de la puerta del closet vacío porque el suelo del cuarto está tapizado con  ropa limpia y sucia que este músico astuto deja  caer cuando el cansancio de vivir sus fábulas en la vida real lo derriba.

Este cuadro revuelve el corazón de mamá como una caldera hirviendo con ingredientes amargos y sabrosos de su pasado,  inflamándola para dar inicio a  la tradición de  recordarle a su hijo  el  porqué de su nombre: Mendigo, porque eso era  tu padre, un mendigo de la calle y me engañó cuando le extendí  la mano; Castigo para que yo nunca me olvide de que los errores se pagan eternamente ¡Así que para errores una vez y para pagar, una eternidad!

Mientras aún vociferaba, sus siniestras y delicadas pisadas se acercaron hasta detenerse detrás  del lomo  del jadeante perro.

–Oye, este animal se va a morir ¿Qué vas a hacer?

–¡No sé mamá! ¡Él es mi amigo! ¡Yo lo amo!  –achina los ojos  y las lágrimas aparecen mientras se inclina para frotar su barriga.

–¿Amas? Tú amas todo lo que se te cruza en el camino. Amas como un loco furioso y después se te olvida dejando todo tirado como segurito que ya quieres hacer con el perro ahorita ¿Ya estás pensando cómo hacerte el loco no? Para que yo me enchufe este asunto y tú, como tu padre, el desastre ese, haciéndote el indefenso hasta que yo lo solucione. A ver pues, ¿Por qué no le dices a la mugrosita de tu novia que te ayude con este perro moribundo?

En el pequeño jardín escondido que todos tenemos en el alma, donde se mantienen vivas las mentiras con las que nos engañaron  los que nos rompen vez tras vez  el corazón,  mamá está orgullosa de que Mendigo sea aún más hermoso que su padre: no tan alto como para parecer un fenómeno de circo, con los brazos bien formados, esos que son dados por la naturaleza, sin esfuerzo, el cabello castaño oscuro y suave con armoniosas ondas grandes, cejas pobladas y varoniles ¡Y la barba! Cuando la navaja no ha pasado por sus mejillas rudas, una sombra tosca y elegante las envuelve de un no sé qué interesante que la hechiza y ablanda. Y ahí es cuando comete el error de hacerse cargo de cada tarea de la vida que debiera enfrentar  el  muchacho ¡Pero la preciosa cara de mi hijo cambia a la de un idiota cuando esta chiquita, esta culebrita de terrales se aparece! Mi Mendigo hace honor a su nombre y empieza a estirar la mano para que le corresponda. Es que todavía estoy pagando ese error ¿Hasta cuándo Dios?

–No es mi novia todavía. Tampoco es mugrosa mamá, ya te he dicho– le contesta como suplicando– está aprendiendo a estar entre nosotros, a vivir diferente.

–Esa es como tu padre. Una lobita. A esas yo las huelo de lejos. Lo bueno es que a ti no te puede quitar nada porque no tú tienes nada, todo es mío ¡Encárgate de ese perro ahorita!

Mendigo se vistió con los jeans y la camiseta negra que olían al cigarro del concierto de la amanecida. El que mamá mencionara a Patricia le recordó que con ella se siente como el enfermo del suelo, agonizando, pero de amor frente a esos ojos pardos indiferentes  ¡Así! Así me ve morir de amor por ella, como tú Fender, pero no reacciona. Me dice que la deje en paz ¡Pero yo la amo Fender! ¡La amo con todo mi corazón! Ella me está matando, así como tú te estás muriendo así estoy yo, todo el tiempo desde ese hermoso día que casi la mato con la bicicleta.

 Se vestía combinando el apuro de salvar a su adolorido amigo  con el letargo de un amor no correspondido. ¿Ella te invitó algo ayer, no? Te dio unas galletitas creo ¿Te habrá envenenado? No sé si preguntarle ¿Y qué tal si me equivoco y después ya no quiere verme más? ¡Es que te odia porque siempre le ladras! Eres un espeso también tú ¿Por qué le ladras tanto?

Al llegar a la veterinaria,  el débil can temblaba del dolor en los tatuados brazos de su amo. No podía hacer su acto de rebelión que acompaña la desparasitación a la que debe someterse cada tres meses, requisito indispensable para  seguir viviendo en casa. La última vez rompió los vidrios de los estantes donde estaban las jaulas de los hamsters porque entre ladridos, desobediencias y fieros movimientos se enredó con las correas que están a la venta cuando con su hocico jaló una para que cualquier alma bondadosa allí presente se ofrezca a darle un paseo.  Pero esta vez, al tratar de pasar el examen de rigor, no pudo sostenerse de pie en la balanza, así que no lo llevaron a la salita turquesa decorada con dibujos de perritos y gatos felices  de todas las razas y colores, sino a un cuarto de mayólicas blancas y franjas grises lleno de amontonadas jaulas en las que silenciosamente esperaban otros desafortunados  que la medicina los auxilie.  Al entrar gruñó como un suave saludo y entendimiento del común temor.

–¿Qué ha comido este amiguito? –preguntó el veterinario con una voz de compasión.

–Sus galletas creo. No sé. Mi mamá ve eso de que coma.

–Trate de averiguar qué comió. Haremos todo lo posible para que el perrito se ponga bien, pero no aseguramos nada. Es necesario saber si es una indigestión o si comió algo con veneno. Este amiguito es de raza mixta,  ellos son más resistentes a este tipo de percances.

–¡No le diga eso por favor! Él cree que es labrador.

 Conteniendo el llanto con dificultad, Mendigo salió de la veterinaria y se apoyó sobre la pared al lado de la puerta.  No sabía que era lo que más le ajustaba las tripas; que Fender esté muriendo o la posibilidad de que su adorado tormento lo haya envenenado.

¡Una loca! ¡Eso es! Astuta como una serpiente y mala. Mala porque por momentos es tan buena que todo alrededor de ella se vuelve un paraíso y mala, porque me doy la vuelta y envenena a mi perro. Con el pretexto de tener un pasado que solo se lo ha contado  al siquiatra porque nadie tiene la mente tan fuerte para entenderlo y que por eso su corazón no puede recibir ni dar cariño, se da el lujo de hacer estas cosas ¡Entonces yo también me la doy de loco con la niñez atrofiada y me pongo a degollar pollos en medio de las tocadas y los vendo al día siguiente en el mercado! ¡No pues!  Es una culebra enroscada en un traje de oveja ¿Por qué no pienso así cuando la tengo cerca? Me tiene loco ¡Para colmo miente!  Nunca sé cuándo está diciendo la verdad.

–Hola.

–Hola ¿Qué pasa? –Patricia contesta el celular con esa dulce voz cortante que la vuelve apetecible.

–Fender está enfermo y el veterinario me dice que necesita saber qué comió ayer –con un tono tembleque y profundo trata de no incomodarla–  cuando estabas en mi casa ensayando ayer vi que le diste algo ¿Qué era?

–Veneno.

¡Esas eran las cosas que lo traían loco! Sus respuestas a secas servidas con genialidad y un  toque oscuro  que pocos cerebros saben digerir.  Quería tenerla cerca para abrazarla y besarla por  esa respuesta y a la vez dar un grito desesperado por el envenenamiento del  pobre perrito. Tratando de seguir su ritmo, con la misma voz  ecuánime y equilibrada que ella usó, Mendigo pregunta:

–¿Y qué marca era el veneno?

–Marca: Veneno para perros.

–Por favor –empezaba a quebrarse–  necesito saber el nombre del veneno para que el veterinario pueda hacer algo.

–¡Uy! Lamento no poder ayudarte. Si el perrito hasta aquí llega, iré a verte. Avísame si necesitas ayuda para  buscar dónde enterrarlo.

Mendigo soñaba despierto con abrazarla y reposar su cabeza en la de ella ¡Todo lo que había hecho para tenerla cerca! Desde invitarla a ensayar en su casa y dejar que ella y su banda utilicen sus sagradas guitarras hasta prestarle a su mamá el jardín  para una actividad pro fondos para las clases de inglés de su hijo menor, donde hubo música de la peor y participantes sacados de esa realidad que los dueños de casa siempre quieren ignorar.

¿En qué momento me volvió loco esta chica? ¿Qué quiere de mí? ¡Ya me está gustando la idea de que se muera el perro para tener una  excusa para que venga a verme y me abrace por el pésame!

–Ok. Yo te aviso cualquier novedad que tenga –contestó Mendigo con tristeza. No por  su moribundo compañero, sino por él mismo y sus rasgos sicópatas.

Frustrado y confundido,  vuelve a la veterinaria:

–Pregunté. No tengo respuesta, no sé qué habrá comido.

–Su amiguito está mal –el veterinario dijo con lástima mirando a Fender, que respiraba cada vez más lento sobre la fría y plateada mesa de cuidados intensivos.

Llorando con un estilo firme y tierno,  se tapaba la boca con el puño izquierdo  y con la mano derecha en el bolsillo del jean, apretaba con fuerza el celular, como quien quiere llamar de nuevo a  Patricia para rogarle por última vez que le diga la marca del veneno o para decirle que puede venir a la casa porque Fender murió. Pensó por un momento preguntarle a mamá sobre lo que el perro había comido un día antes, pero una especie de angustia eléctrica le quemaba el esternón  porque la respuesta de mamá aclararía todas las dudas y sería posible que se salve la mascota agonizante, pero Patricia no vendría a verlo porque no se celebraría ningún velorio. Asustado por la frialdad de sus deseos hacia Fender y su ansias descomunales para poder llamar a Patricia y contarle del deceso del perro,  se imaginaba recibiéndola en casa y disfrutando de su consuelo. Entonces con el corazón a oscuras prefirió no preguntar a mamá sobre la comida de Fender. Lo  había asesinado  en su corazón por pasar unos minutos con Patricia.

–Cuénteme algo especial que recuerde de este amiguito –le pidió el veterinario acariciando  el pelaje  áspero de tono caramelo de la fiel mascota mientras trataba de buscar el mejor momento para hacer la sugerencia de  la eutanasia canina.

–Somos veganos – dijo Mendigo con una pequeña sonrisa de lado y con mucho orgullo tratando de que su voz no interrumpa el torpe compás de la débil respiración del casi difunto– Yo decidí ser vegano antes que él, pero hace unos días me comunicó su decisión compartiendo conmigo una ensalada.

–Los perros son carnívoros joven –el veterinario aclaró.

–Yo sé que sí, pero Fender  y los tomates se llevaron muy bien.  Y nos comimos las uvas de mi mamá de postre –Mendigo sonrío por el recuerdo de esa tarde cuando mamá quiso botarlos de la casa porque sus uvas habían desaparecido.

–¡Joven, usted ha envenenado al perro!  –exclamó el veterinario– ¡Tomates y uvas: veneno para perros! –dijo un poco alborotado buscando las medicinas e inyecciones  que salvarían a Fender.

De repente un vacío invadió sus entrañas por el miedo a la reacción de Patricia por haberla acusado de envenenar a Fender, ¡Sólo la loca Patricia podía ocasionar esto! ¡Que una buena noticia sea una exquisita mixtura de alegría y frustración! ¿Y ahora?

–¿Y? ¿Murió el perrito? –Patricia preguntó con tanta ternura que Mendigo sintió miedo y atracción a la vez.

–¿Puedes venir? –le pidió suavemente.

–Esta vez no.  Lo siento. Tengo unos loritos que envenenar hoy –delicadas chispas de sarcasmo acompañaron su respuesta.

–Perdóname por acusarte –avergonzado, suplicó tímidamente.

–Tranquilo. Cuando estás desesperado  y se necesita una respuesta, cualquier hipótesis se asoma. No te preocupes, nos pasa a todos. Hablamos luego. Un besito.

Se despidió con tanta serenidad que Mendigo pudo dormir esa noche con la tranquilidad de haber sido perdonado.


En su escasa bondad,  Patricia le regaló una noche de paz  porque ya había sido difícil tener a su mascota al borde de la muerte ese día. Pero cinco meses de una torturada ausencia  le enseñarían a Mendigo que Patricia se parece a mamá: para error  una vez  y para hacer que lo pague, una eternidad.  

jueves, 21 de mayo de 2015

Vecinos

Margarita Moreno


Carmen siente un recio golpe en la cabeza, destellos de luz distorsionan su visión, por impulso se escuda la nuca entre las manos, le escurre sangre entre los dedos, aturdida se tambalea e intenta apoyarse en algún mueble cayendo torpemente al piso; todo vira a su entorno, un dolor agudo punza sus sienes, está desorientada,  no recuerda qué sucedió, ni sabe dónde se encuentra.

Unos meses antes,  cuando ella y su esposo vuelven de una cena, los asombra el centelleo de dos torretas que giran al final de la calle. 

―¡Ramiro, es la policía! ¿Qué habrá pasado?

―No lo sé querida, vamos a preguntar. ―dice, al tiempo que se encaminan al sitio.

Al llegar ven a Edmundo y  Alice Montiel,  los amables vecinos del número 75,  a Niven Soto del 56, residente extraño y conflictivo, a otros afincados y algunos curiosos con los que han cruzado el saludo,  sin conocerlos.

―¡Buena noche a todos!, ―Saluda Ramiro. Disculpe oficial ¿Siguen las pandillitas robando sanitarios y tubos de cobre?

―No señor, esta vez es algo más serio, no es obra de raterillos de poca monta. Yo soy el teniente Roy Páez y estoy a cargo de la investigación. ¿Ustedes son avecindados?

―Soy Ramiro Galván y ella es mi esposa Carmen, vivimos en el número 78. ¿Qué pasó ahora?

―¡Nos robaron!  ―dijo hipando Julia Ruíz (casa 104) ―se llevaron mis muebles, aparatos eléctricos, pantallas, laptop,  todo lo sacaron en un camión de mudanzas y… ¡Nadie vio nada! ¡No puedo creerlo!

Señores Galván ustedes, ¿vieron algo o a alguien sospechoso hoy? ―inquirió Páez.

―¡No oficial! ¡Nunca ven nada! ―Interrumpió Niven, ―ellos salen temprano y no vuelven hasta muy tarde, dejan al estúpido perro ladrando todo el maldito día y…

―Usted es quien ha informado de los robos anteriores, ¿verdad?

―Sí, teniente, estoy en alerta permanente, me levanto al alba y veo lo que nadie ve. Salgo diario a caminar con mis perros; desde que mi madre murió son mi única familia,  siempre llego primero al lugar del ilícito  y notifico de inmediato.  ―Afirma orgulloso.

―¿Hoy también? ―preguntó Ramiro irónico.

―¡Sí,  lo hice! Yo descubrí la puerta abierta y lo denuncié, por eso están todos aquí o ¿no?

―¡Mira, qué oportuno!

―¡Oye!, no me gusta lo que estás insinuando. Lo que pasa es que madrugo, no soy haragán ni me quedo en cama hasta tarde.

―Muchos saltamos de la cama amaneciendo, ¿Qué tanto podrías tener de ventaja? ¿De qué hora estás hablando?

―Tres, cuatro de la mañana a medio sereno, recibo las bendiciones de mi dios, la energía del universo, alineo mis chakras, equilibro mi centro. A esa hora,  bien podría trotar desnudo y nadie se daría cuenta.

―¡Bueno! ¡Nadie querría! ―dijo Montiel chanceando, con la mirada filosa de Niven encima. ―¡Vamos hombre! no lo tomes a mal, todos estamos atemorizados y reconocemos que estás pendiente del vecindario, especialmente nosotros que solo venimos los fines de semana, imposible protegernos a distancia.

―¡Bueno, señores! Creo que ya estamos divagando, ¡Por favor! vuelvan a sus casas, tomen precauciones y recuerden, “la ocasión hace al ladrón”. Si notan algo sospechoso, lo que sea, no vacilen en llamar.  ―finalizó el teniente.

El primero en retirarse es Soto, a prudente distancia lo siguen Alice y Carmen muy alarmadas por la situación y tras ellas sus esposos hablan de lo sucedido:

—¿Sabes Ed? A mí este tipo me parece muy sospechoso, saluda uniendo sus manos en el pecho, baja la cabeza y recita “Namasté”; habla de Dios, el universo, la bondad y sin embargo, no es negociable contradecirlo, se pone “loco” usa un léxico terrible, es soez y muy vengativo. Creo que los rayones en la pintura de mi auto y otras “travesuras” tienen su firma. ¿Casualmente llega primero al lugar del robo?  Igual él es el ladrón o informa a los atracadores todo lo que hacemos, parece espiarnos siempre. No trabaja que yo sepa.  

—No Ramiro, no lo creo, mira, es un hombre solitario y muy atormentado, recién murió su madre, está jubilado. Ciertamente no resulta fácil tratarlo pero, es buen hombre. Hablo con él siempre que puedo y sí, en verdad vigila en las madrugadas, yo mismo lo he acompañado un par de veces; me armó con un palo de beisbol y recorrimos todo el fraccionamiento. Se trata de un bravucón amargado, más digno de compasión que de cuidado, créeme.

—Tal vez tengas razón, pero, algo me dice que no es tan inocente de todos estos delitos. No sé, será que esto nos tiene a todos muy nerviosos.

A la mañana siguiente, los muros de algunas viviendas amanecen garabateados con pintura negra, Niven es el primero en notarlo, luego advierte a los vecinos que han sido marcados como próximas víctimas y los convoca a una reunión en las canchas de básquet bol para esa misma tarde.

En la asamblea, les presenta un plan de guardia ciudadana, con un grupo de amigos ex policías, quienes harían rondas en todo el suburbio, las veinticuatro horas del día,  durante los trescientos sesenta y cinco días del año. Esto desde luego, con el pago de trescientos pesos mensuales por cada vivienda, por concepto de sueldos y supervisión.

—¿Por qué contratar seguridad a un particular? Cuando el módulo de policía está a menos de seiscientos metros. Lo que tenemos que hacer es una solicitud formal de vigilancia, exponiendo nuestro caso y signada por todos nosotros. —Cuestiona Armando Villa (casa 65).

—Podríamos cooperar con veinte pesos cada uno, como estímulo para los patrulleros que hagan los rondines. Ochenta pesos mensuales, es más razonable que trescientos.―Sugiere Jorge Lugo (casa 84).

―Cierto, además las patrullas cuentan con radio comunicación directa a centrales de emergencia y tienen la facultad de usar armas y  efectuar  detenciones. ―Opina Ramiro.

―¡De ninguna manera! ¡Eso jamás! ¡No contribuiré para sobornos!  ―Grita Niven. ―No estoy de acuerdo, prefiero pagar a los custodios que conozco y puedo controlar.

― ¿Tú los vas a controlar? ―pregunta Armando.

―¡Por supuesto!, yo me encargaré de colectar las mensualidades de cada colono,  para integrar salarios, pagarlos y exigir que mi grupo realice su trabajo.

―¿Su grupo? y ¿Qué pasa si se accidentan o los lastiman? ¿Quién va a pagar por sus servicios médicos? ¿Quién va a responder ante las autoridades si ellos,  hieren o matan a algún maleante? ―plantea Carmen.

―Es verdad, nos meteríamos en serios problemas, terminaríamos con una demanda y saldría peor el “remedio que la enfermedad”. ―Admite el señor Lugo (casa 84).

―¡Por Dios! Puedo inscribirlos en el Seguro Popular y asunto arreglado, yo mismo los llevaré al servicio médico, tengo vehículo. ¿No se dan cuenta? Tenemos que defendernos nosotros mismos, las autoridades nunca nos ayudarán, esos cabrones no tienen madre ―bufa iracundo.

―Pues nos guste o no, nuestro deber es avisar a las autoridades, si no nos hacen caso insistiremos, hay que redactar un pliego petitorio al ayuntamiento, recurrir a la prensa o las televisoras. Opciones sin alejarnos de la ley hay muchas. ―declara Carmen.

―Mira “chaparrita”…

―¡Carmen! Es mi nombre.

―¡Perdón! Carmen entonces… esos hijos de pu…

―¡Suficiente,  modere su vocabulario!

―¡Uh! Ofrezco un disculpa, es que me encabrono tanto que no puedo contenerme y…

―¡Pues debería! Hay niños y damas aquí. Si estamos pidiendo respeto, hay que comenzar por respetarnos a nosotros mismos.

―¡Calma amigos! La situación ya es bastante crítica.  Pelear no nos lleva a ningún lado,  busquemos una solución, vamos a estar unidos.  ―Apela conciliador Galván.

―¡Por favor!, mi esposo está muy enfermo, hago un gran esfuerzo en venir hasta aquí para ponernos de acuerdo, les ruego nos concentremos en lo más importante. ―solicita impaciente Romina Torres (casa 73).

― ¡Qué ciegos están!, no entienden nada… mejor me voy o “reviento”,  cuando se den cuenta que mi propuesta es la mejor, me avisan. Mientras, compren “alarmitas” chillonas, ármense con palos y piedras, escriban cartas a “Santa Claus” o esperen milagros. Las rapacerías seguirán y ¿quién sabe? “Dios no lo quiera” hasta habrá “muertito”. ―vaticina al retirarse.

Confortados lo ven alejarse y continúan con la reunión. Al final, aprueban conseguir precios de alarmas vecinales, entregar un pliego petitorio al municipio y acuerdan reunirse la semana siguiente a la misma hora.

Una mañana a eso de las ocho cincuenta, una pareja camina del brazo por la acera, un auto pasa aprisa sobre la avenida, ellos saludan a la conductora que sonríe amablemente, se trata de Andrea Díaz (casas 92 y 94) está llevando a sus hijos al colegio. La pareja detiene su paso en el jardín del número 99 para besarse, luego caminan hacia la finca espían por una ventana y confirman que la casa está sola, echan a correr hacia atrás del inmueble, trepan hábilmente por el muro hasta la azotea, desprenden un domo y entran, ya en el interior violentan la chapa principal; él, localiza una maleta de lona en un armario y empieza a llenarla con objetos de valor, ella hace guardia apoyada en el resquicio de la puerta. A las nueve con diez minutos, ve regresar el auto que pasó antes, ahora transita despacio, el sol le cae a plomo en el parabrisas, en ese instante, ella echa correr a la vía con los brazos en alto pidiendo ayuda, Andrea impresionada reduce la velocidad, estaciona y baja del carro.

―¿Qué te sucede?  ―le pregunta.

―Mi esposo tuvo un ataque epiléptico, ¡Ayúdame por favor! soy Celia tu nueva vecina… de hecho, nos saludaste esta mañana al pasar en tu auto.

―Sí…  te recuerdo,  te he visto antes con Alice… Tranquila, vamos a ayudarlo. 

―¡Mil gracias! ―dice Celia, mientras se apresura a entrar a la vivienda, Andrea la sigue de cerca y en cuanto cruza el acceso,  un golpe impacta su cabeza dejándola inconsciente. La muchacha sale de nuevo y comprueba que la calle está vacía, no hay testigos de esta infamia; su cómplice sella la boca inerme con cinta adhesiva, le atan manos y pies, inyectan un narcótico en su cuello, la lían con el tapete del recibidor, recogen las llaves del auto que escaparon a sus dedos, al punto salen y ocultan a la víctima en la cajuela, finalmente abordan el transporte y escapan. ―Me reconoció. ―Rezonga ella. ―Él, aprieta los labios y conduce en silencio.

Esa tarde,  Carlos Díaz notifica a la policía la desaparición de su esposa, ella no volvió por sus hijos al colegio, tampoco visitó a familiares o amigos, ni está en casa. Presiente que algo muy grave le ha sucedido. La policía se niega a levantar un reporte de persona desaparecida antes de setenta y dos horas del hecho. Díaz desesperado ofrece una importante recompensa y la búsqueda comienza “ipso facto”. Por la noche, un grupo de oficiales examina cuidadosamente la casa de los Díaz e interrogan aleatoriamente a los vecinos.

Soto declara: ―Yo estaba regando mi jardín y vi a la señora Díaz conduciendo su carro, me saludó al pasar y yo seguí en lo mío, se estacionó enfrente de su casa y entró, más tarde salió con un hombre, subieron al auto y  se fueron tan rápido que olvidaron cerrar la puerta.

―¡Que buena vista amigo! Hay de menos doscientos metros de distancia desde su jardín y a esa hora con el sol de frente, es difícil distinguir bien.  Y la casa de donde salió la pareja es la número 99, la inquilina está en el hospital, ¿qué dice de esto señor? ―señala el teniente Páez.

―Yo digo que Andreita tiene un amante y huyó con él.  ―dice burlón.

―¿Está  afirmando, que la señora Díaz se fugó con un enamorado?

―Él soltó una risotada. ―No hombre,  es un chiste.

―¿Le parece que estamos para chacotas?

―¡No, no, no!, yo no sé si se escapó, yo nomás vigilo y alerto por si algo está pasando.

―Bueno, ya que es un “vigilante”,  le voy a agradecer que me informe a mí directamente, si ve algo sospechoso o si nota algún posible delito a punto de ocurrir.

―Sí ¡Claro! Ahora resulta que yo debo hacer su tarea y usted recibe su sueldo, ¿no? Mejor, que cada quien “se rasque con sus propias uñas” ―dice antes de irse.

El teniente y sus agentes, vuelven a interrogar a uno por uno a los residentes,  Ramiro Galván y  Edmundo Montiel, tienen más preguntas que respuestas.

―¿Alguna noticia del caso de Andrea teniente? ―pregunta Ed.

―Lamentablemente todavía no, en un principio sospechábamos del esposo, pero la desaparición de la señora Díaz rebasa nuestros temores; parece obra de un organizado grupo criminal, interesado en este sector de la ciudad. Aún no hemos conseguido ningún rastro, pero los encontraremos, denlo por hecho.

―La realidad teniente es que ahora los pillos ya no son improvisados, están mejor equipados que ustedes, se han preparado, tienen una gran industria de delitos, estamos a merced de gente educada, acaudalada, herederos de delincuentes de antaño, asisten a la universidad con nuestros hijos o son profesionistas como usted o yo, se desplazan tranquilos en la sociedad,  puede ser cualquier ciudadano, ya no podemos, ni debemos confiar en nadie. Es francamente espeluznante. Temo que mi viejo bate, ya no será suficiente ―expone Edmundo.

―Tienes razón vecino, esto es horrible, no lo había visto de ese modo, lo mejor será tener cuidado y tomar todas las previsiones. Tal vez hasta compre un arma. ―dice preocupado.

―Lo conveniente señores es confiar en nosotros, no pretendan hacer justicia por mano propia, jamás resulta bien. Sean precavidos, observen, denuncien. Cualquier detalle puede ser importante. Tengan la certeza de que seguiremos trabajando hasta resolver este caso.

Tres días después, se localiza el cadáver de la señora Díaz. El informe pericial de la autopsia revela sus extremidades atadas con cintilla plástica, la zona antero lateral del cuello presenta dos heridas profundas por instrumento cortante de poco espesor (navaja o bisturí) que escindieron parcialmente vías aéreas de la región superior de la laringe. El diagnóstico diferencial, determina que fue degollada, el punto de iniciación de la herida con trayectoria oblicua derecha a izquierda, hace inferir que el asesino es zurdo o ambidiestro; asimismo, se encuentran cortadas ligeras en hombros, mejillas y parte media de la barbilla. El cuerpo de la occisa estaba oculto en el interior de su propio auto, disimulado en un angostillo umbroso, justo en los divisorios del fraccionamiento. El teniente Paéz está encrespado,  se siente como un perfecto imbécil. ―¡Todo el tiempo estuvieron tan cerca, jamás salieron del rumbo, la secuestraron y mataron prácticamente en “mis narices”! ―se reprocha a sí mismo. Lo asombroso del caso, es que no hay rastros que permitan evidenciar algún indicio; el lugar del crimen fue aseado meticulosamente. Finalmente, él no tiene más remedio que llevar la inexorable noticia al esposo. 

―Siento mucho su pérdida señor Díaz ―murmura el oficial bajando la cabeza.

―¿Por qué matarla teniente? ¡Yo pagué el rescate! ¿Por qué?

―Desgraciadamente amigo mío, su esposa debe haberlos visto o los conocía y eso le costó la vida. ¡Le prometo que voy a dar con esos miserables y recibirán un castigo ejemplar!

―¡Cállese! ¡No creo en sus versiones oficiales! ¡No prometa lo que no sabe cumplir! ―le grita entre sollozos.

En la siguiente junta, los colonos, pactan colocar una alarma vecinal con sirena de 160 decibeles y luz estroboscópica; la carta para el municipio se firma por todos los presentes, se notifica que la policía ya está haciendo rondas en todo el vecindario y acuerdan reunirse puntualmente la semana siguiente.   
Carmen, sale de la reunión charlando con Alice y Ed quien le pregunta:

―¿No pudo venir Ramiro?  Me gustaría comentar algunas ideas con él. 

―Está de viaje, llegará en cualquier momento, seguro podrán conversar.

―¡Claro! La semana pasada me platicó que viajaría para cerrar la venta de un terreno. ¡Felicidades! Con más razón quiero que vea las medidas de seguridad que he puesto en casa, podría interesarle, nunca sobran las precauciones, sobre todo ahora que sabemos el gran riesgo que corremos todos.

―Querido,  podemos mostrarle ahora y luego que le comente a su esposo cuando vuelva ―sugiere Alice al momento que llegan afuera de su edificio.

―Buena idea mi amor, ¡Ya estamos aquí!, ¡Vamos vecina acompáñanos por favor!, me adelanto para abrir e irte explicando.

Ella dudó un momento,  pero no quiso ser descortés y los siguió. La reja de la entrada lucía un diseño muy elaborado que permitía ver parte de la fachada, los remates superiores semejaban manojos de afiladas navajas,  el marco de la puerta principal tenía una especie de refuerzo metálico alrededor, velado con pintura del mismo color que la pared.

―¿Colocaron una placa de metal rodeando todo el marco? ―pregunta.

―Sí, la intención es que resulte imposible abrir la chapa desde el exterior, pasa por favor, ―la invita, mientras gira los siete tiempos en el picaporte de la puerta. ―Como podrás observar, colocamos herrería de protección interior en ventanas y puertas,  el patio trasero, está protegido por una jaula de aluminio anodizado que solo tiene acceso por  una escotilla, imposible entrar o salir. ¿Qué te ha parecido?  Carmen siente que un escalofrío angustiante le escurre por la columna vertebral, pero se domina y responde:

―¡Dios mío amigos! ¡Estoy asombrada!,  literal,  han construido un “búnker”, una “casa de seguridad” ¿no? Disculpen, no quiero ser impertinente pero, con franqueza pienso que han sacrificado en un buen porcentaje la iluminación. 

―Tienes razón,  la inseguridad  nos ha vuelto paranoicos. Mi esposo insistió en proteger los domos por dentro con vitroblock, el resto lo cegó con cemento, ciertamente quedó muy oscuro, pero,  a prueba de transgresores. ―Aclara al tiempo que un claxon suena en la calle.

―¡Es Ramiro! ¡Regresó! voy a buscarlo para que hablen con él ―dice con emoción en la voz.

―¡Perfecto! Vamos, tiene que darnos su opinión ―propone Alice.

―Vuelvo enseguida ―murmura acercándose a la salida.

―Oye, espera un segundo amiga, antes tengo que abrir porque aquí todo tiene “truco” ―advierte amable la señora Montiel. Carmen sonríe, pero, se siente incómoda, el lugar es asfixiante, la luz mortecina, ella  comienza a sentir claustrofobia, desea salir corriendo para abrazar a su marido. Disimula su ansiedad y fija su atención en la sofisticada cerradura que resulta tan complicada para abrir; a su espalda,  Ed en silencio toma un bate apoyado en un muro, lo eleva lentamente y con ímpetu de un rayo libera su iniquidad en el parietal derecho de la señora Galván.