jueves, 26 de mayo de 2016

El misterio de la mujer de los ruleros

Rita Mabel Figueredo


Elisa está completamente despierta unos minutos antes de que suene el despertador.

No sabe si sigue programando el reloj por costumbre, por terror a dormir demás o porque necesita el estridente anuncio del inicio del día, para entender que aún está viva.

Sale de la cama con movimientos ágiles para sus sesenta y nueve años. Viste ropa de trabajo, zapatos viejos, el delantal manchado de colores confusos. 

Prepara con manos expertas un desayuno suculento y lo toma como todas las mañanas, en la mesa de la cocina. Despacio, disfrutando, con la vista perdida en la ventana abierta.

Una brisa leve le acaricia los cabellos teñidos del mismo color cobre que alguna vez lucieron naturalmente. Su cocina huele a vainilla y caramelo. 

Por unos instantes sucumbe a la nostalgia. Hubiera sido bueno tener hijos, porque ahora, tal vez, tendría nietos. Los traería allí, para mancharlo todo con harina y reír juntos. Claro que después habría que limpiar a fondo. 

Se da cuenta, angustiada, que no puede deshacerse del mandato de orden y pulcritud ni siquiera para soñar. Las noches sin comer, castigada porque las ollas no habían quedado relucientes, vuelven a ella como una ráfaga.

La cocina de su infancia no olía a galletitas, sino a lejía, encierro y trabajo duro. De esos años, guarda una imagen borrosa en la que están mezcladas demasiadas cosas: el agotamiento extremo, los pañales sucios, las caritas mocosas, el vómito y el llanto; un leve olor a salvia y el deseo irrefrenable de escapar.

Pero dejar el campo sin haber terminado la primaria, sin ahorros y sin ayuda, parecía imposible. Hasta que conoció a Roberto Alzamendia.

Un miércoles de marzo, caluroso y húmedo, caminó por el patio, con la olla llena de guiso con aroma a romero para alimentar a los peones contratados para la cosecha. 

Parado a la sombra con los demás, esperaba un joven que ella nunca había visto.

Mientras servía, un sol abrasador le quemaba la piel, colándose incluso entre las hojas del mango. Pero el calor que le subía por los pies calzados con alpargatas, no podía compararse con el ardor intenso, dulce y desconocido que crecía en su interior.

Más tarde, en la oscuridad de la habitación que compartía con cuatro hermanos, permaneció despierta durante varias horas, intranquila y sudorosa, oyendo entrar por la ventana la voz rasposa y sensual del peón, cantando al compás de una guitarra.

Desde la mañana siguiente, dedicó cada minuto libre a rondarlo. El hombre, incrédulo ante el interés de esa niña de cabellos rojos, respondía a sus avances con prudencia.

Elisa era bella, joven y estaba decidida. Roberto no era de hacerse rogar. 

Recostada contra un saco de arpillera que le pinchaba la espalda, Elisa le entregó su virtud, ocultando la desilusión ante lo diferente de esa experiencia de jadeos desenfrenados, dolor lacerante y un poco de sangre, comparada con lo que había imaginado leyendo novelas.

Cuando la cosecha terminó y Roberto se preparó para partir, Elisa lloró, gritó, imploró, hasta conseguir que dijera que podía irse con él. Pero no consiguió que aceptara casarse.

Le resultaba divertido y halagador que la muchacha quisiera acompañarlo, pero su carácter despreocupado y alegre, le impedía pensar en un compromiso definitivo. Los padres de Elisa, católicos fervientes, no salieron siquiera a despedirla.

Elisa sacude los recuerdos y sale al patio. Se arrodilla frente al cantero todavía vacío y mete las manos en la tierra. Disfruta la sensación del barro blando entre los dedos, del olor a rocío, del descubrimiento de los brotes nuevos. En algunos meses, donde ahora parece no haber nada, asomarán coloridas gerberas y crisantemos. Esa posibilidad del milagro siempre la pone de buen humor.

Trabaja en silencio. Quita las malas hierbas, riega, saca hojas secas. 

Agachada sobre las plantas, siente una puñalada aguda en el pecho que la deja sin respiración. Entra a tropezones a la casa, y deja que el agua fría arrastre el dolor y la tierra de su cuerpo cansado. Cuando sale del baño es casi mediodía. 

Parada frente al espejo, ve el reflejo de la puerta cerrada con un candado grande. El cuarto que alguna vez fue de costura parece llamarla.

Con los ruleros puestos y el bolso de compras, baja al mercado. A lo lejos oye los acordes de una guitarra, que vuelven a recordarle a Roberto.

Cuando huyó con él, ella tenía diecisiete y el veintitrés. 

Se resignó a vivir en pecado, pero para disimular, compró un anillo barato que usaba en el anular izquierdo y se presentaba siempre como la esposa.

Ninguno de los dos tenía oficio, pero Elisa asumió que su marido sostendría el hogar, y cambiaría de vida si era necesario. Hasta ese momento, el joven vivía de changas, de lo que ganara en el truco o lo que le dieran en los bares por tocar música. 

Roberto tenía un carácter afable. Le gustaba la buena vida, y no podía permanecer quieto en ningún lugar. Le encantaba hacer planes grandiosos, y hablar durante horas de las cosas que compraría cuando por fin ganase la lotería. Hacía amigos en pocas horas y conquistaba por igual a hombres y mujeres con su sonrisa de publicidad. No tenía ninguna intención de cambiar. Así que Elisa tuvo que adaptarse. De todos modos, Roberto trataba de no hacerla enojar; estaba fascinado con tener mujer, le parecía increíble que fuera suya esa dama seria, trabajadora y atenta que encontraba a su lado cada noche.

Peleaban mucho. No se ponían de acuerdo en casi nada. Pero ninguno quería volver a su vida anterior. Elisa porque hubiera sido una vergüenza inaceptable volver a casa de sus padres. Roberto porque estaba acostumbrado a las atenciones constantes de su esposa.

La mayor parte de la vida en común transcurría yendo de un alojamiento precario y húmedo a otro. Elisa trataba de hacerlo acogedor con lo poco que tenía a mano, mientras aguardaba largas horas el retorno de su galán.

El único acuerdo real al que habían llegado era con la cena. 

Ella hacía un esfuerzo para lograr una comida completa utilizando los escasos ingredientes que podían comprarse con lo que aportaba Roberto.

Se arreglaba el pelo con esmero, se ponía su mejor vestido y fingía olvidar la soledad, los momentos de duda, cada vez más frecuentes, en los que se preguntaba si había sido sensato fugarse.

Todo quedaba olvidado cuando Roberto cruzaba la puerta del remolque de turno, como un vendaval risueño, y la alzaba en brazos para decirle lo hermosa que estaba y lo mucho que le gustaba su cabello. Hablaba sin pausa de su día y sus aventuras, reales o imaginarias. 

Elisa casi no notaba que jamás le preguntaba qué había hecho ella.

Hasta que, en uno de los pueblos, Roberto comenzó a faltar a la cena. 

Ponía mil excusas distintas: la recolección de naranjas, el patrón que lo había largado tarde, la necesidad de ayudar a un amigo.

A Elisa no le pasaban desapercibidos el olor a alcohol, la velocidad con que su marido corría a bañarse cuando volvía, ni que el dinero desapareciera más rápido que antes.

Comenzó a extrañar la tierra, la paz del campo, y hasta a sus aborrecidos hermanitos. 

El aburrimiento y la tristeza terminaron por enfermarla.

Durante una de sus cenas, cayó desmayada. El médico al que consultaron dijo que necesitaba descanso y aire fresco, lo que no podía tener si continuaban con esa vida errante.

En el pueblo siguiente, alquilaron una casita de madera con un enorme terreno lleno de yuyos, sin demasiadas pretensiones.

Elisa estaba feliz de tener, por fin, un hogar. En poco tiempo, convirtió en una huerta y un jardín el espacio vacío al fondo de su casa y puso todo su empeño en atender a su marido.

A Roberto la vida sedentaria le sentó fatal. Consiguió un trabajo fijo en la fábrica del pueblo y más o menos al mismo tiempo comenzó a sentirse miserable. Ya no reía ni contaba aventuras durante la comida. Tragaba a toda prisa lo que Elisa preparaba, para ir al bar a reunirse con sus compañeros de copas; hombres rudos y amargados, que preferían, como él, no volver a casa.

Elisa se había reprochado muchas veces la decadencia de su esposo, como si el camino en espiral hacia su muerte, hubiera empezado con ese empleo de nueve a diecisiete.

Entra al mercado por la calle principal, consciente de los murmullos. Sabe que la consideran rara. Nunca conversa con nadie, rehúye las invitaciones, jamás recibe visitas, no tiene parientes, ni mascotas.

La saludan amablemente, y sin embargo, ella puede sentir las miradas de desaprobación.

Lo que no sabe es que discuten constantemente sobre cuál será el motivo para que tenga puestos los ruleros, preparándose para un evento que, al parecer, nunca llega.

¿Un amante? ¿Juego clandestino? ¿Fiestas privadas? Nadie se atreve a preguntar. 

Las veces que alguien lo hizo, ella solo sonrió y siguió guardando su secreto.
Vuelve a pensar en los últimos veinte años, en esa soledad acompañada a la fuerza, que inventó para no desgarrarse de dolor. 

Una de las tantas noches de juerga, Pedro y José, dos de los amigos habituales de parranda de Roberto, llamaron a la puerta. Cuando los vio, con la  cara desencajada y estrujando un trapo lleno de sangre, entendió que algo muy grave había pasado. 

Roberto había salido "solo por una cañita". La cañita terminó siendo botella. Y le siguió una partida de truco.

Las primeras rondas, habían jugado sólo para ver quién pagaba los tragos, pero intervino el negro Cabañas y propuso que apostaran para hacerlo interesante.

Sandro Espósito Cabañas, el negro, era un ex convicto al que la cárcel solo había hecho más ruin y pendenciero, que recorría los bares tratando de elegir borrachos a quien ganarles con trampas a las cartas. Y esa noche eligió a Roberto.

En la última mano, Sandro recibió cartas imposibles y Roberto sospechó.

Empujó la mesa sobre la que estaban las fichas, gritando que lo había engañado.

Cabañas no lo tomó bien. Sacó su cuchillo y le dio un puntazo antes de escapar con el dinero.

Parecía solo un rasguño.

Acomodaron las mesas, lamentaron la plata perdida y festejaron la valentía del amigo.

Siguieron tomando hasta las tres de la mañana, cuando Roberto cayó al piso y no pudieron volver a despertarlo. 

El velorio fue corto pero concurrido. Todos los amigos de farra, mujeres de la vida, y gente del pueblo, pasaron por la casa a dar sus respetos.

La viuda estuvo sin estar, sentada en un rincón, pensando una y otra vez ¿y ahora qué?

La solución se la dio Pedro sin querer, cuando le habló a Roberto, todavía tibio en el cajón.

—¡Ay hermanito! ¡Si pudiéramos conservar tu cuerpo! ¡Para ser seis en el truco nomás! ¡Para no extrañarte tanto!

Elisa llevó aparte a los dos amigos de su esposo y les explicó que le era imposible desprenderse de Roberto, dejarlo solo en ese cementerio impersonal con varios metros de tierra sobre la cabeza. ¡Con lo que Roberto odiaba el encierro! 

Además, no soportaba la idea de cenar sola el resto de sus días.

Entre los tres, con la excusa de una despedida privada, cambiaron el cuerpo por piedras y usaron las habilidades de Pedro para embalsamar presas del monte.

Elisa mira el reloj, ya son las seis y treinta. Es hora de preparar la cena.

Elige un pescado de río con papas y crema, pastel de manzanas para el postre. El menú favorito de Roberto. 

Cuando el pescado está listo, huele a romero fresco y limón. 

Elisa va al dormitorio. Se saca los ruleros, arregla el peinado, viste de fiesta.

Prepara la mesa para dos, el mantel lila, los mejores platos, flores recién cortadas del jardín. 

Abre el candado de la puerta del cuarto de costura. Arrastra la silla de Roberto hasta la mesa servida, y lo acomoda frente a un plato de comida humeante. 

Mientras la mirada vidriosa de su marido permanece fija en algún punto detrás de su cabeza, Elisa le habla del dolor en el pecho cada vez más frecuente, de la preocupación de qué pasará con él cuando ella ya no esté; le cuenta proyectos, problemas, miedos. Roberto, que desde el día de su muerte no faltó jamás a la cita a cenar, escucha paciente. 

lunes, 23 de mayo de 2016

La princesa Zafiro

Frank Oviedo Carmona


Cuenta una leyenda que en un pueblo cerca de la ciudad de Atenas rodeado de montañas de diferentes alturas y en el interior abundantes colinas  con  gran cantidad de árboles frutales como naranjos, olivos, almendras y granadas; en las partes altas, abundantes pinos, robles y castaños; vivía Orión, un joven huérfano, de aproximadamente veintitrés años, piel trigueña, ojos saltones y marrones, cabello negro, contextura atlética. Usaba una túnica por debajo de la rodilla con un cinturón y una alforja donde llevaba agua y su lira. Era el hijo único de una cantante  famosa dotada de una extraordinaria voz.  

Orión nació con el don de la música. Podía alcanzar con su lira dulces notas altas que se escuchaban en toda la ciudad. Decían que al escuchar el sonido de su lira, las bestias se calmaban,  los ríos se amansaban y los habitantes del pueblo realizaban sus labores con mayor esmero y una sonrisa en el rostro.  Su música era una caricia al alma; los árboles parecían desprenderse de sus raíces para bailar; en los días que no había lluvia para la agricultura, Orión  tocaba su lira hasta que comenzara a llover; entonces, los habitantes del pueblo danzaban alrededor de los sembríos en agradecimiento.

Un día, Orión se encontraba sentado en una piedra, mirando la corriente del río, con los hombros caídos, el rostro inclinado a la izquierda y mirando hacia abajo, se sentía triste; al verlo cabizbajo, uno de sus amigos que pasaba por ahí, le preguntó:

–Orión, ¿qué te sucede, estás triste?

–Sí, a veces me siento solo  –le respondió.

–Si has logrado calmar a las bestias, detener el mal tiempo, hacer que llueva con tu música, ¿por qué no preguntas a qué se debe tu soledad? –lo dijo con el rostro preocupado.

Orión sonrió y se fue caminando al ritmo de dulces melodías.

Se introdujo en el bosque cantando y tocando su lira; mientras lo hacía, el cielo comenzó a aclararse y el sol a brillar con mayor intensidad; cada cierto tramo, Orión dejaba de tocar para escuchar de dónde venía un sonido fuerte del viento que soplaba musicalmente; siguió caminando y descubrió un árbol grande rodeado de un inmenso jardín de flores de todos los colores existentes que movía sus hojas al compás de su música. 

De pronto, los pétalos de rosas que estaban esparcidos en la tierra comenzaron a juntarse, dando vueltas y vueltas formando un remolino con los colores del arco iris jamás visto; cuando bajó la velocidad, fue apareciendo una hermosa joven de aproximadamente veintidós años; de cabello largo ondulado y castaño, piel  blanca como una loza, ojos grandes de color verde esmeralda claro; vestía un traje amarillo ámbar de cuello redondo, sin mangas, que caía  hasta su rodilla en diferentes alturas. Orión siguió tocando su lira y mirándola con ternura.

Por unos segundos hubo un silencio y la joven se acercó caminando lentamente, Orión siguió tocando con más fuerza, sorprendido de lo que estaba viendo.

–Zafiro, soy Zafiro, princesa de este bosque, el sonido tan hermoso de tu música me ha transportado a esta tierra de humanos para estar a tu lado –lo dijo lentamente ya que no pronunciaba bien el español.

Orión se quedó mirándola con los ojos más abiertos de lo habitual y con una sonrisa.  Dejó de tocar y se acercó lentamente.

–Mi música se ha escuchado en todos los rincones de este pueblo, pero nunca creí que me trajera a la mujer más bella de este mundo. Ahora entiendo la soledad que sentía, era porque me faltaba una compañera con quien compartir mi vida.

Él la tomó de la mano y se dirigió al pueblo para llevarla a conocerlo.

Durante varias semanas ellos andaban el mayor tiempo de los días juntos; a veces Orión se recostaba en una roca cerca de un río para cantarle, otras veces, comían frutos que ella le acercaba a su boca. Orión le explicaba cómo era la vida humana, mientras que Zafiro le enseñaba la variedad de flores del lugar; decía que algunas de ellas destilaban un veneno que a los segundos te causaba la muerte y que había otras que podían hacerte dormir.

A Zafiro le preocupaba que el bosque se hubiera quedado sin su princesa, ya que ella se encargaba de mantener la armonía de las flores.

Todos estaban felices de ver a Orión contento con su compañera.

Una noche en que la luna iluminaba en todo su esplendor, Orión, que estaba dándole dulces miradas a Zafiro, la tomó de la mano, se arrodilló diciéndole que la amaba y que deseaba pasar el resto de su vida con ella. Le pidió que sea su esposa. Ella emocionada aceptó. Él se puso de pie y se abrazaron.  

A las primeras horas del día reunieron a todo el pueblo y anunciaron su boda.

Ellos se alegraron de la noticia e hicieron  preparativos para la fiesta que más adelante se realizó con grandes  banquetes y  manjares deliciosos.

Zafiro ayudaba en la cosecha y les enseñaba a las mujeres nuevas técnicas de sembrado para que los frutos sean más sabrosos y grandes. Orión siempre estaba cerca de ella cantando y tocando su lira, como si temiera dejarla sola ya que ella solía mirar las flores con nostalgia.

Después de la jornada se retiraban y se sentaban al borde del río jugando con el agua, Zafiro le decía que era feliz con él pero que a veces extrañaba el bosque.

Una tarde gris Orión se quedó dormido recostado en una piedra, Zafiro, que estaba a su lado sintió curiosidad de ver cómo estaban sus flores del bosque. Así que se fue caminando lentamente para que él no la sintiera.

La princesa caminó, corrió  y cantó  alegremente, luego se detuvo a mirar una hermosa flor violeta, que abría y cerraba sus pétalos. Olvidó que se había convertido en humana y que la flor podía ser venenosa; se acercó a olfatearla; de pronto, brotó un vapor que fue inhalado por ella. Cayó de golpe al suelo y comenzó a faltarle el aire. Llamó a Orión para que la auxilie, pero su voz era débil y casi imperceptible.

Cuando él despertó, en vista que no estaba su amada, se fue corriendo asustado a buscarla.

Corrió y corrió hasta que la encontró tendida en la tierra.

–Zafiro, ¿qué te ha sucedido? ¡Háblame por favor! ¡Dime algo! ¡Zafiro responde!
Orión no entendía lo que estaba pasando, comenzó a cantar dulces melodías acompañado por su lira, mirando si Zafiro despertaba.

Pero ya era tarde, no se daba cuenta que sus ojos estaban vacíos y no reaccionaba ante su música. Pero él  insistía.

–Háblame por favor, no me dejes, no soportaré vivir sin ti, ahora que empecé una nueva vida a tu lado, no me abandones, eres todo para mí; Zafiro despierta, despierta por favor  –Orión estaba con el rostro empapado de lágrimas.

No había nada que hacer, la princesa estaba muerta.

Uno de sus amigos que estaba cerca de Orión, le dijo que él podía recuperarla, que mediante su música convenciera a Hades, dios de los muertos.

Orión se quedó mirando a su amigo, levantó sus brazos hacia arriba, alzó la mirada y dijo:

–Dios de los muertos; donde quiera que estés, te pido a través de mi música que me oigas y me permitas ir al inframundo. Se puso a tocar altas y tristes melodías.

Hades no podía escuchar a los vivos, la música le permitió hacerlo y decide escucharlo.

Así es como Orión, siguiendo el camino de las sombras trazado por Hades, desciende al mundo de los muertos cantando y tocando por senderos  largos de piedras flotantes rodeadas de agua, un clima gris y frío; al final encontró una escalera que parecía interminable de piedra sin baranda, ahí se encontraba el castillo cuidado por un perro guardián que al escuchar su música, cruzó sus  patas,  recostó su cabeza y lo dejo pasar.

Orión siguió, caminó unos metros y vio al rey de los muertos en un trono; a su derecha estaba sentada su esposa llamada Petra.

–¿Quién eres? –pregunto Hades.

–Soy Orión, príncipe de un pequeño pueblo. He venido para que me devuelvas a la princesa Zafiro, ella no debió morir, fue un accidente.

–Y, ¿por qué tendría que hacer eso? Mi trabajo es no dejar que las almas vuelvan a la tierra.

Orión comenzó a tocar su lira, Hades no se inmutó sino bostezó.

–A mí no me vas a convencer con tu musiquita, porque todo lo que nace debe morir, la muerte no se conmueve y es eterna.

–Y también los muertos deben tener la oportunidad de revivir –dijo Orión.

Continuó tocando su lira y esta vez la música llegó al corazón de la esposa  hasta derramar lágrimas, ella recordó su vida en la tierra.

–No puedo concederte ese deseo –dijo.

Petra se levantó del asiento y se puso delante del rey.

–Esposo mío, te ruego,  imploro que la dejes marchar, son jóvenes, él es útil en la tierra, todo el pueblo depende del maravilloso don de su música.

El rey de los muertos aceptó hacerlo por su esposa, bajo una condición.

–Ella subirá a tierra detrás de ti. Por ningún motivo debes voltear, tampoco hablar, ni usar tu lira, pase lo que pase, hasta que llegues a la cima y veas el sol. Si no cumples lo que te indico, la perderás para siempre –dijo el rey.

Petra se acercó a Orión.

–Ten cuidado el rey hará lo imposible para que voltees y Zafiro se quede en el Hades.

Emprendió el camino largo de gradas, rodeado por cerros de color gris y un vapor que salía de las profundidades de la tierra, emanando un fuerte calor. Al final se veía una luz pequeña.

Orión quería escuchar aunque sea un suspiro, una palabra que le dijera que Zafiro estaba detrás de él, pero nada ocurría, todo era silencio; se angustiaba de escuchar solo el sonido de sus zapatos.

Se le apareció el perro guardián sonriendo.

–No me digas que le has creído al rey que tu esposa está detrás de ti, que tonto eres.

Orión se detuvo y comenzó a voltear lentamente para ver a su esposa, se repitió así mismo, ¡no miraré! ¡No lo haré! Y siguió subiendo.

El perro insistió una y otra vez ya que era mandado por Hades.

Siguió subiendo y subiendo, preguntándose si Zafiro seguía detrás de él.

Tropezó y no se detuvo, continuó su camino, trató de voltear, pero no lo hizo hasta que llegó a la cima, donde sentía el cálido sol; esta vez tenía miedo que no estuviera Zafiro.

Cuando llegó, ella estaba sonriendo detrás de él.

–¡Mi amado esposo! Estoy aquí, ¡viva!

Se abrazaron tan fuerte que parecían una sola persona.

Orión se puso a tocar alegres melodías y se dirigieron rumbo al pueblo donde fueron recibidos con aplausos por todos los habitantes.

Zafiro habló con las flores y les prometió  que siempre cuidaría de ellas en compañía de Orión.

Tuvieron dos hermosos hijos y fueron felices.

Vainilla

Camilo Gil Ostria 


“Los celos, cuando son furiosos,
 producen más crímenes que el
 interés y la ambición.”
Voltaire


¡Ay Pedro!, me encanta estar contigo

Exclamó Marta entre besos empedernidos.

El cuarto tenía una ventana gigante que lo reflejaba todo, casi como un espejo; su suelo estaba compuesto por largas tablas de madera, a las que les faltaba brillo por el pasar del tiempo. Ya se podía ver la sed de Pedro por el fruto prohibido, desvistiéndose lo más rápido posible, ansiando el cuello de Marta para besarlo, buscando cierres y botones con sus manos, deseando el desnudo, imaginándolo, casi sintiéndolo. Los ruidos que profería Pedro al hacerlo eran a veces muy fuertes, Marta debía pellizcarlo para que se calle, ya que sus dos hijas –de tres y cuatro años– dormían en el cuarto de al lado. Sin embargo sus pellizcos parecían avivar el fuego pasional.

A mí igual me encanta, Martita

Empezó diciendo el amante.

Ella era conocida en todo el barrio, no solo como una gran cocinera o una cariñosa mujer, sino por ser en extremo hermosa para sus treinta años, lastimosamente era fácil de conseguir. Pedro, en cambio, tenía unos cincuenta años, poco había hecho de su vida: gran amigo de Luis. Al fin y al cabo no es muy difícil enamorar a alguien que odia a su cónyuge.

Pero apúrate, antes de que llegue tu esposo

El sonido de unas llaves entrar en la cerradura de la puerta principal.

Silencio.

Listo, estamos arruinados

Marta susurró, mirando con los ojos abiertos cual huevos a Pedro. Empezó a vestirse, con la misma rapidez que la desvistió. Éste hizo lo propio, pues ambos sabían que cuando Luis se enojaba, parecía un toro que mataba a todo lo que estaba a su paso.

Putas llaves, ¿por qué nunca puedo abrir mi puerta?, seguramente Martita se olvidó de aceitarla de nuevo. ¡Ah!, por fin se abre.

Pensaba Luis en el frío de la noche.

¡Hola!

Grito a toda la casa, veo las luces del cuarto prendidas, talvez Marta me esperó… Pero es raro que no responda a mi saludo, mejor voy a ver qué pasa.
¡¿Qué le vamos a decir?!

Susurré nerviosa. Pedro era todo un idiota, no quería saltar por la ventana, no era tan alta como él decía. Estoy segura de que hubiera sobrevivido a la caída y no hubiese sido nada tan grave como que Luis lo haya encontrado...

Dile que soy tu amigo, que vine solo a saludar

¡Ah! Perfecto, como si no se conocieran… además eso explica perfectamente que estemos en mi perfecto cuarto, perfectamente despeinados y tú con una perfecta erección que se nota a metros

Decía Marta mientras caminaba nerviosamente de un lado del cuarto al otro, sabiendo que la muerte se acercaba para uno de sus tantos amantes:

¡Perfecto!

Mis dos bebés están durmiendo, siempre tan lindas. O talvez Marta se durmió con las luces encendidas, mejor entrar en silencio, así evito despertar a mi linda esposa o a mis hijitas.

La puerta se sentía áspera a las manos de Luis, esa madera y ese penetrante olor a vainilla; dulce como las muchas tortas que Marta gustaba preparar. Al abrirla solo se escuchó un grito:

¡¿Qué mierda haces aquí con mi mujer?! ¡Rata endemoniada!

Luis se adentró en el cuarto mientras gritaba diferentes disparates, se acercó a su ropero, sacó un hacha, la misma que ya había cortado tantas cabezas como para volverse famosa, gritó con enojo antes de abalanzarse a matar:

¡Ahora vas a ver!

Pedro intentó huir, sabía que con Luis no había posibilidades de defenderse. Luis al segundo lo alcanzó. Las últimas palabras del perseguido fueron:

Todo es culpa de Marta

Ella solo miraba desde una esquina, acostumbrada a su esposo enojadizo y ante la violencia que venía con él.

Luis enterró el cadáver en su sótano, algunos días apestaba, pero Marta lo camuflaba con vainilla, a los meses el olor desapareció. Resulta peculiar que la policía jamás quiso entrar en la casa de Luis, decían que decenas de cadáveres estaban enterrados en el sótano, pero ellos sabían que él era poderoso, casi tanto como el mismo alcalde. La situación entre Luis y Marta se volvió cortante, cada vez que a él se le antojaba, le tiraba un golpe o le hacía pequeños cortes en diferentes lugares de su cuerpo:

Así aprenderás a respetarme…

Decía con una sonrisa perspicaz en los labios.

Hasta que un día Luis encontró nuevamente a su esposa con otro hombre. En esa ocasión no solo lo mató a él. Marta sufrió igual castigo, sus últimas palabras fueron:

Me llevaré a mis hijas conmigo

A lo que Luis respondió:

Sobre mi cadáver

Ella murió de pie. Su cabeza rodó por las escaleras; todo un trabajo fue para Luis limpiar, pero nadie dijo nada sabían de sus contactos, y él le dijo, a una que otra persona de las que buscaban los pasteles de su esposa, que había escapado con un amante a tierras lejanas.

Las niñas –Viviana e Isabel– no supieron que pasó con su madre y como su padre era cariñoso con ellas, no hicieron mayor escándalo. Sabían cómo eran las cosas en una familia como la suya; preguntar, indagar, sospechar no hubiese sido nada positivo para ellas.

El miedo fue más grande que el amor.

Crecieron, siempre sonriendo, aunque un tanto débiles de carácter, perpetuamente la una con la otra, sin separarse nunca ni aunque sus vidas dependieran de ello. Iban a menudo a jugar al parque, les gustaba bailar. Su padre les dio un piano, para que aprendan a tocarlo juntas. Poco a poco dominaron las escalas.

Con el tiempo reinaron el instrumento, cada vez bailaban más; gustaban del vals, gozaban girando en círculos y viendo cómo el mundo se detenía a contemplarlas porque ellas giraban mucho más rápido. Disfrutaban hacerlo incluso cuando llegaron a sus veinte y veintiún años. Damas que salieron del colegio,  no pudieron entrar a la universidad por el machismo de la época, se quedaban en casa: arreglaban los cuartos, barrían e incluso encontraron un viejo libro de recetas, que su madre utilizaba para hornear tortas.

La casa ya no tenía el olor penetrante a vainilla, pero de vez en cuando las chicas preparaban una torta y el olor pasaba delicadamente por toda la casa para, al día siguiente, desaparecer.

Luis iba a trabajar todo el día, llegaba a cenar con sus hijas, y aunque éstas ya eran mayores, él igual jugaba con ellas: reían como locos todas las noches. Un día, Luis estaba echado en su cama, al frente de él las dos bailaban agarradas de las manos y dando rápidas circunferencias. Cada vez eran más y más vertiginosas. Él era muy estricto, pero le gustaba verlas felices: no las dejaba salir casi nunca, pero les traía regalos de vez en cuando; no permitía que tengan si quiera algo parecido a una pareja, pero les daba todo el amor que creía necesario.

La pesadilla empezó:

En uno de esos rápidos círculos, Viviana vio, en el reflejo de la ventana, a una mujer. Parada a pocos centímetros de su padre, mirándola fijamente. Su cara estaba totalmente morada, casi verduzca, llena de golpes. Llevaba un vestido blanco, que seguramente estaba de moda hace treinta años.

Viviana, soltó a su hermana, quien cayó de espaldas. Ambas gritaron: una por puro terror, la otra por la caída. Su padre, horrorizado ante la situación, gritó:

¡Silencio! Expliquen qué acaba de pasar

La tonta de mi hermana me dejó caer…

Empezó diciendo Isabel, pero luego miró a su hermana: su cara pálida demostraba que en verdad estaba asustada. Lo peor es que miraba fijamente a un solo lugar, a la puerta del dormitorio donde hace pocos minutos estaba un fantasma. Isabel miró hacia el mismo lugar pero no había nada.

¿Viviana?

Preguntó Luis, se levantó y aplaudió unas cuantas veces cerca de su cara para hacerla reaccionar, luego la zarandeó: la chica recién tomó conciencia.

¿Na-adi-die má-ás la vio?

Preguntó Viviana tartamudeando, sin desviar su mirada, que seguía fija en el lugar donde una mujer había estado hace minutos.

¿Ver a quién?

Mencionó Isabel confundida, mientras Luis sacaba su hacha.

Yo me encargo

Bajó corriendo las gradas listo para matar.

A-a-a una mu-mujer, era horrible…

Luis volvió a subir, apenas entró al cuarto, preguntó:

¿Por qué apesta a vainilla?

Al día siguiente Viviana estaba más tímida que antes, poco hablaba y parecía paranoica, miedosa, mirando a cada esquina antes de decir unas palabras o de dar unos cuantos pasos. Isabel se preocupaba por ella, intentaba hacerla reír, saltar, tocar el piano. Todo menos bailar. Cada vez que Isabel lo intentaba Viviana la soltaba horrorizada y decía que la mujer aparecía siempre que bailaban. Cuando esa tarde Isabel quiso hacer pasteles, Viviana le dijo:

¡No!, los pa-pa-pasteles huelen a ella...

En la noche ambas se despidieron de su padre y se fueron a su cuarto, al otro lado del pasillo. Sus camas eran pequeñas, pero ellas las unían para dormir juntas y poder moverse más. A veces se pateaban, o golpeaban, pero amaban dormir así.

Yo ya estaba casi dormida, pero de pronto mi hermana empezó a moverse. Abrí mis ojos: vi a una mujer echada justo al frente de mí, al principio pensé que era Isabel, pero eso me hizo pensar en que alguien también estaba echada a mis espaldas.

La de al frente mío se dio la vuelta y era efectivamente Isabel. Pensé que estaba alucinando: no había nadie detrás. Entonces –solo para verificar mi anterior pensamiento– me di la vuelta y ahí yacía la mujer...

No grité, no quería despertar a mi hermana y a decir verdad también estaba congelada, era como que algo dentro de mí no me permitía gritar. Solo pude decir:

¿Quién eres?

Una sola respuesta; fría y con olor a vainilla:

Tu madre

Gritos. Viviana estaba gritando. Isabel se levantó de un salto, vio cómo su hermana gritaba echada, al lado suyo, una mujer riendo.
Mierda…

Susurró Isabel, asustada ante tanto barullo y la intromisión de una extraña. Su hermana, junto a esa mujer, salió volando. Isabel se paró de golpe, las persiguió; estaban a punto de llegar a las escaleras cuando Isabel alcanzó la mano de Viviana. La agarró con fuerza, pero el espectro era mucho más enérgico. Aunque aun así el movimiento se retrasó. Fueron bajando las gradas poco a poco. Isabel empezó a gritar a su padre por ayuda, éste empezó a alistarse: el ruido de sus movimientos llegaba hasta las escaleras. Estaban a punto de llegar al salón donde estaba el piano. Entonces la hermana menor dijo:
Isabel… es nuestra madre…

Su tono fue decidido, hace mucho que no sonaba así.

La revelación fue tan dura para ella, que soltó a su hermana y junto al espectro se estrelló contra la puerta que llevaba al sótano, ésta siempre estaba cerrada con un pequeño candado dorado y era de madera sólida, pero ellas desaparecieron como si no hubiera habido nada para detenerlas.

Fue como si hubieran atravesado la puerta, convirtiéndose en nada. Trayendo el silencio, llevándose el caos, al menos de momento…

Luis bajó corriendo e Isabel gritó:

¡En el sótano!

Él no tuvo paciencia como para traer la llave del candado: lo hizo volar de un hachazo, descendió rápidamente las escaleras y prendió las luces. Ella no se atrevió a bajar. No había nadie, ni nada, estaba vacío, tal y como la última vez que bajó a enterrar a alguien.

Buscó por horas, pero debía superarlo, su hija había desaparecido. Isabel lloraba incansablemente. Luis derramó unas cuantas lágrimas, cosa que ni siquiera hizo cuando mató a Marta.

Él trepó las escaleras, derrotado. Apenas llegó al salón, Isabel cayó de rodillas en llanto. Golpeó el abdomen de su padre, gritando:

¿¡Por qué nuestra madre hace esto!?

Porque yo la asesiné

Silencio.

Un año después tanto el padre como la hija habían olvidado, en parte, la noche en la que Viviana desapareció. Estaban bastante tranquilos, Isabel hacía de ama de casa, aunque también salía bastante a menudo. Luis seguía trabajando pero volvía todas las noches sin falta.

Él ya había cambiado su actitud, pues ya no se enojaba fácilmente, pocas veces mataba a alguien; su carácter fogoso era imposible de cambiar, ya desde antes de casado era conocido como un salvaje de mucho dinero y con los contactos adecuados. Un día volvió a casa, sintió ese penetrante olor a vainilla que lo sacaba de quicio, ya estaba corriendo a la cocina a pegarle a Isabel por preparar tortas que él le había dicho expresamente no haga, cuando de pronto, sintió que algo caía por las escaleras…

Ton, ton, ton.

Como una especie de pelota, pero más pesada.

Ton, ton, ton.

A más o menos mitad de la bajada, Luis pudo ver qué era en realidad: una cabeza, que dejaba un chorro de sangre al caer. Luego miró directamente a los ojos de Luis, era la cabeza de su difunta esposa. En la cual se dibujó una sonrisa.

Hola amorcito, he venido por tu cadáver

Luis se dejó llevar por su instinto, pateó la cara de Marta, pero ésta solo salió disparada mientras reía. Posteriormente se la escucharía gritar:

¡Me llevaré a mi hija!

Isabel empezó a descender las escaleras.

Mi padre estaba totalmente asustado, yo no entendía por qué, un olor a vainilla me molestó intensamente, le dije:

Papi, ¿qué pasó?

Al verme, mi padre despertó de su trance. Miró a todo su alrededor, como buscando algo.

Nada hijita, ¿hiciste de nuevo los pasteles que te dije que no hagas?

No…

¡Ah…! Seguro es la vecina, siempre intentando hacer pasteles de vainilla, como los que solía hacer tú…

Apenas dijo la siguiente palabra, desde el piano empezó a sonar la canción favorita de Isabel, “Inocencia” de Burgmüller.

Madre…

Isabel lanzó un grito al aire.

La música rápidamente se detuvo.

¿Qué fue eso?

Preguntó Isabel, mientras el miedo empezaba a poseerla, junto con la locura y la rabia.

Nada hijita, seguramente el viento…

Er-e-res un p-pési-i-mo me-ntiroso

Tartamudeó.

Es mi madre, ¿no?

Sabes que jamás creí en los fantasmas

Hasta ahora…

Sigo sin cre…

Su hacha bajó volando desde el cuarto justo en el momento en el que él completaba su frase, degollándolo. Isabel se quedó perpleja por un momento, viendo las manos de su madre agarrando el arma manchada de sangre, luego estas desaparecían y el objeto caía al suelo. Isabel gritó para salir corriendo de la casa.

Buscó la ayuda de sus vecinos, llamó a todas las personas posibles. Ellos se hicieron cargo del entierro de Luis.

Aproximadamente un año después, talvez un poco menos: Isabel se mudó a una casa cerca del lago, donde nadie podía seguirla, ni siquiera un fantasma –o al menos eso creía– ella ya vivía feliz, intentaba olvidar todo, estar en paz con ella misma. Solo se llevó una cosa de su anterior casa, una foto de Viviana, en la que se la mostraba con un hermoso vestido blanco y el marco de madera negra que rodeaba la imagen, le daba un toque dulce. Viviana siempre fue a la que Isabel más extrañó.

Su nueva casita era perfecta para ella: una pequeña cocina con un piso de cerámica azul y un cuartito con una única cama donde ella dormía; de vez en cuando traía a algún hombre para que le hiciera compañía.

Muchas noches las pasaba bailando, o tocando el piano, a veces bajo el efecto del alcohol o con un cigarro al alcance de la mano. Se había comprado un piano vertical, de madera reluciente y de un sonido armonioso. Incluso consiguió un perro, que ladraba cada vez que alguien desconocido entraba en casa.

Esa noche el perro empezó a ladrar…

Isabel, miró por su ventana. Al no ver a nadie ignoró el ladrido. Para dejar de pensar en él, agarró la foto de Viviana y se puso a bailar con ella, siempre girando en círculos, como un reloj en perfecta sintonía con el mundo, tal cual lo hacía en los viejos tiempos, aquellos en los que su hermana estaba para acompañarla. Cuando llegó a una velocidad rápida un penetrante olor a vainilla la molestó y el piano empezó a tocar su canción favorita…

Todas las luces se apagaron al mismo tiempo, no hubo ni un solo sonido.

Las luces se volvieron a prender y solo se escuchó como la fotografía caía al suelo, rebotaba levemente dos veces para caer definitivamente en la tercera ocasión.

La familia se reunía otra vez, al fin completa, todos sonreíamos.

El sonido del ladrido de un perro llegaba a través de la distancia.

Ahora estamos en un mejor lugar

Un lugar en el que tenemos que amar


El olor a vainilla es nuestro favorito