Julián Cervantes Cadena
La situación se
salió de control, Stephan quería simplemente hablar con el señor Gorlami,
esperaba solucionar todo solo entrando en su oficina a pedir una ampliación
para pagar el crédito que solicitó, ganando un poco de tiempo para conseguir el
dinero, la gran depresión iniciada años atrás no levantaba y el negocio se
venía a pique.
Stephan debía saber
que con personas como “La Famiglia” Gorlami
era muy difícil llegar a un acuerdo económico, prestamistas que no tenían
reparo para exigir su dinero, siempre se daban sus maneras de cobrarlo.
Todo fue un
accidente, quien diría que Stephan, un joven que a duras penas llegaba al metro
sesenta y cincuenta y cinco kilos de peso, podría arrebatarle el revólver a
Dominic, el matón del señor Gorlami, con tanta facilidad y disparar a diestra y
siniestra para salvar su vida.
El gordo y pesado cuerpo
sin vida de Antonio Gorlami, conocido como “Il
Cassetto”, yacía en el sillón de cuero café, detrás del gran escritorio
donde se sentaba todas las mañanas a hacer sus “negocios”. El olor a pólvora
llenaba la oscura oficina alumbrada por una pequeña lámpara de luz amarilla,
que no servía ni para iluminar un velador, mucho menos una oficina ubicada en
el sótano de un restaurante. El cuerpo de Dominic, el calvo siciliano al cual
nadie le conocía la voz, quedó sentado en el piso con las piernas estiradas y
la espalda arrimada al librero, con su sangre esparcida por el piso de madera,
mientras sus pesadas manos cubrían el agujero dejado por la bala en su vientre.
Las manos le
temblaban a Stephan, su respiración era agitada y sus negros ojos estaban más
grandes que de costumbre. Miraba a todos lados con expresión de miedo mientras
el humo de la Colt calibre treinta y ocho se extendía por el lugar creando una
tenue niebla. Un ruido vino desde la puerta, Stephan como si fuera un
habilidoso matón volteó dispuesto a disparar a quien entrara por ahí. Pasaron
unos segundos pero parecían horas, el
sudor le caía por la frente, pero nadie entró a la oficina. Stephan decidió que
era hora de marcharse, no sin antes llevarse la hoja donde la mafia tenía su
nombre, la arrancó del libro de contabilidad, soltó el revolver, agarró su
abrigo y salió del lugar tratando de no llamar la atención.
Cuando llegó a su
pequeño taller supo que debía salir corriendo de ahí, esconderse, todos los
miembros de La Famiglia lo perseguirían hasta matarlo, Antonio Gorlami no era
solamente el encargado de las finanzas, también era el primo del Don, la
vendetta sería sangrienta y dolorosa.
Mientras empacaba
para escapar hacia el oeste del país cayó en cuenta de que nadie tenía porqué
sospechar de él, era menudito, tímido e insignificante; si le contaba a la
gente que él solo desarmó a un armatoste de casi dos metros, le disparó con
total efectividad y además mató a sangre fría a uno de los más poderosos
gangsters de toda la ciudad, se reirían en su cara. Gente más temeraria, otras
familias e incluso miembros de su propia organización se verían muy
beneficiados por la muerte de Antonio Gorlami.
Stephan dejó la
pequeña maleta de cuero en la que estaba guardando sus cosas y se disponía a abrir
su diminuto taller como si nada hubiera pasado, pero era una oportunidad para
borrarse de la lista de cobros de “La Famiglia”, nadie se preocuparía de un
insignificante sastre, cuando se estaba por desatar una guerra. No había nada
que lo atara a un préstamo con la mafia, era su oportunidad para empezar de
nuevo.
Sentado en el
pequeño banco de madera donde solía hacer trajes para los señores trabajadores
del sector, miraba la hoja manchada de sangre en la que estaba su nombre, los
pagos ya realizados y los faltantes, junto al nombre de unas treinta personas
más que le debían cantidades absurdas de dinero a la mafia, esto reafirmaba su
teoría, había gente de la cual sospechar mucho antes que él. Guardó la hoja en
el bolsillo de su traje y continuó con su vida, abrió su taller y empezó a
trabajar en un encargo que debía entregar esa tarde de invierno.
La mañana terminó
más rápido de lo esperado, el hambre ya hacía su llamado desde el estómago de
Stephan. Terminó la última punzada de la chaqueta marrón que tenía en sus manos
y salió del local hacia la carnicería para buscar un pequeño filete para asar.
Al llegar al
ensangrentado establecimiento, el olor a sangre le recordó lo sucedido esa
misma mañana, su cabeza nunca iba a dejar de pensar en eso, claro matar a dos
personas no es cosa de todos los días. El rebullicio tradicional del barrio
italiano se convirtió en un caos en ese momento. Por la calle principal del
vecindario, la policía pasaba apurada en dirección al restaurante Venezia, cuyo
propietario era Antonio Gurlami. La acción policiaca llamó la atención de todos
los que estaban esperando ser atendidos, por el hombre del blanco delantal
embadurnado de rojo escarlata, la carnicería se desocupó y Stephan, pese a
intuir lo que sucedía, acompañó a la masa de gente.
La policía bloqueaba
la entrada del lugar, al estar adosado a los edificios vecinos, no era nada
difícil, una pequeña puerta de entrada por la que cabía una sola persona y dos
únicos ventanales a los lados, por donde los curiosos intentaban ver lo que
pasaba en el oscuro interior. Los rumores no se hacían esperar. “Ajuste de
cuentas” se escuchaba en el aire, “guerra entre las familias”, “le estaba
robando plata a Don Gorlami” Como suponía Stephan, nadie sospecharía de él.
Los días pasaron y
la vida de Stephan transcurría con naturalidad, pero el barrio estaba en
zozobra, todos veían una tormenta de plomo en el horizonte, la Famiglia no se
quedaría de brazos cruzados al enterarse de la muerte de uno de sus miembros
más antiguos e importantes.
La mañana del siete
de noviembre de mil novecientos treinta y nueve apareció el primer cadáver, Salvatore
Falcone, un asesor del representante político del pueblo italoamericano fue
encontrado asesinado en su despacho. “Varios disparos de escopeta y armas de
corto calibre cegaron la vida del joven político” informaba la prensa. Su
esposa y su pequeña hija de tan solo cinco años también fueron encontradas sin
vida esa mañana.
Llegó la segunda
matanza, habían pasado algunas semanas, el veinte de diciembre las víctimas fueron
Carlo Chiesa, un empresario que estaba a punto de perder su compañía por
deudas, y su familia, murieron calcinados en una explosión presuntamente accidental, pero nadie lo creía. Por lo visto una
cruda y negra navidad se avecinaba.
Llegó el nuevo año y
con él, la siguiente matanza. Durante ese año fueron ocho matanzas, todas sistemáticamente
planeadas y ejecutadas a la perfección. Todos en el barrio y en la ciudad podían
sentir el miedo en el ambiente, se sabía que todo era parte de la venganza por
la muerte del Il Cassetto, pero nadie
tenía ni la más mínima idea por qué la mafia había escogido esas víctimas. Para
Stephan el patrón era claro, la hoja arrancada del libro de contabilidad tenía el
orden exacto de cada uno de los golpes perpetuados por la mafia, al parecer El Don, tenía una copia de la hoja
contable, transformándola en una lista de la muerte y el nombre de Stephan
estaba por llegar.
Las noches eran
largas, quién puede dormir cuando su nombre está entre los objetivos de un
grupo de matones, la paranoia era constante, caminar por la calle era un
riesgo, pero al estar encerrado en el pequeño taller lo garantizado era
convertirse en un blanco fácil de localizar. Los meses pasaban, las muertes se
incrementaban y según la lista, faltaban dos personas para que el nombre de
Stephan sea el próximo.
Ya eran veinte
matanzas organizadas por la cosa nostra, el número fatídico era el veinte y
dos, la orden para matar a Stephan podría tomar unas pocas semanas, o tal vez
solo unos días. El ocho de diciembre del cuarenta y uno, Stephan se sentía
acorralado, su cercana sentencia de muerte no lo dejaba en paz. “Guerra. El
país es atacado por los japoneses y el presidente Roseevelt llama a las tropas”
decían las noticias de ese día. Stephan vio en ese terrible titular de un
periódico la salida a sus problemas.
Esa misma tarde, Stephan se encontraba ya enlistado en el
ejército, pasaron pocos días para ser llamado y llevado al frente de batalla,
cuando abordó el barco que lo llevaba a cruzar el Atlántico de regreso al
continente de sus abuelos, fue el único momento en el cual se sintió tranquilo,
pese a saber que la guerra probablemente lo mataría, las posibilidades de
sobrevivir eran ínfimamente mayores.
La guerra hizo crueles,
sangrientos y oscuros, los siguientes meses de Stephan. Largas caminatas
recorriendo pueblos destruidos, cadáveres que decoraban sombríos paisajes, el
miedo de ser atacados por sorpresa en cualquier momento seguía siendo una buena
idea para salir de una muerte segura a manos de matones despiadados, al fin y
al cabo en el hostil ambiente europeo, con un poco de suerte se podía escapar.
El pelotón de
Stephan con el pasar de los meses fue disminuyendo en cantidad de miembros, él
por su parte cada día se sentía más seguro en el frente de batalla, se estaba
acostumbrando a su nuevo estilo de vida, al parecer la habilidad con las armas
demostrada el día que mató a Antonio Gorlami era algo innato en él, ya llevaba
varias bajas contadas a su haber.
Sentado limpiando su
fusil Stephan observaba el momento en que llegaba un nuevo grupo de reclutas al
pelotón –Pobres infelices, no saben en lo que se meten, esta maldita guerra les
va a marcar la vida. –dijo Stephan, a sus actuales compañeros, con la misma
seguridad que tendría un veterano de mil batallas. En eso se acercó un oficial
acompañado de un recluta.
–Soldado, usted se
va a encargar de cuidarle el culo a este niñito hasta que se haga un hombre de
verdad –dijo el capitán –sí lo matan, yo lo mato a usted.
–Sí mi capitán –respondió
Stephan mientras le daba una mirada despectiva al chico, evidentemente mucho
más joven que él.
–¿De qué parte
vienes niñito? –preguntó Stephan para romper el hielo.
–Nueva York –respondió
el joven que pese a ser más alto que Stephan, demostraba su miedo a cada
movimiento.
–Qué bueno, por lo
menos ya tenemos algo en común, así las cosas van a ser más llevaderas, pero
por tu cara… tus rasgos… veo que tu familia no es de ahí.
–Mis padres son
italianos señor –dijo el joven demostrando respeto en cada una de las ocasiones
que se dirigía a Stephan.
–Cada vez me vas a
caer mejor. Bueno niño ¿Cómo te llamas?
–Gorlami señor –le
dijo el novato con mucho orgullo.
La respuesta lo
desconcertó, Stephan se quedó frío. –Y tú nombre ¿Cuál es?
–Antonio, cómo mi
difunto padre.
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