Marcos Núñez Núñez
Roberto
era presumido, siempre decía que su mamá lo bañaba con jabón de aroma y por eso
Gaspar, un chico más grande y huesudo, lo burlaba. De ahí surgió ese apodo que
le enjaretó: Camay. Lo que pasó aquella mañana del ocho de junio de mil
novecientos noventa lo recuerdo muy bien, Gaspar se fue sobre Roberto y comenzó
a golpearlo, así nomás animado por una costumbre que tal vez ya tenía. Yo me
sorprendí no porque Gaspar lo tundiera a golpes, sino porque en una de esas Roberto
se levantó y le dio un puñetazo de zurda que hasta a mí me dolió, seco se
escuchó. De allí en adelante nada pudo hacer, porque Gaspar se sobó la quijada
para darle severa tranquiza y dejarlo tirado al pie de una pipa de agua.
En esos tiempos, como siempre, el futbol
estaba de moda. Nunca me gustó ese juego porque a mí me fascinaba, y mucho, el
box. Recuerdo que en la tele sonaba un partido entre Argentina y Camerún, sí,
fastidiaba las calles con el mundial, pero aun así mucha gente fue a ver la
bronca. Allí estaba Roberto bajo la pipa, recostado en la tierra como si fuera
la lona del ring. Su puñetazo me hizo pensar que estaba ante una señal, dile como
quieras, divina, celestial, yo prefiero decirle boxística. Imaginé la de cosas
que haría si adiestrara al muchacho como Dios manda. Las casualidades avisan
cuando menos lo esperas, yo andaba distraído entre las calles Oliva y Troncoso
cuando me acechó la revelación. La gente se había dado gusto con la golpiza y
ni siquiera ayudó a Roberto a levantarse. Tuve que acercarme, pobre chamaco, me
dio lástima ver los chorros de sangre que bajaban de su nariz. Abrí la llave de
la pipa y enjuagué su rostro ensangrentado y suave. Gaspar seguía parado sin
decir palabra, nada más me echó una mirada burlona, luego se dio la vuelta y se
fue corriendo por la calle polvorienta. Yo me incorporé para hablar con él,
pero me contuve, preferí hablar con Roberto.
―Visítame si quieres ―le tiré mi
tarjeta y no vi si la recogió, después de eso me fui. Así empieza la historia
de Roberto Rivas Durán, el mejor boxeador que este país ha tenido. Luego de
muchos años la prensa y la gente común me sigue preguntando sobre su muerte y
yo me he cansado de narrar la misma mentira. Hasta el Ministerio Público me
citó dos veces para rendir declaración, pero no pasamos de un interrogatorio
cualquiera. Al paso del tiempo hasta parece que se desgastó la investigación.
Después supe que el caso estaba cerrado, que no había nada que hacer desde el
punto de vista legal. Sin embargo mi conciencia y los pocos años que me quedan
me hacen referir detalles que no fueron del dominio público.
Al año siguiente, enero de mil
novecientos noventa y uno, Roberto llegó a mi gimnasio. Era una chingadera de
un metro setenta, había crecido un poco más e intentaba dejarse el bigote.
Traía rencor y por eso ganas de aprender.
―Señor, ya vine, quiero boxear ―me
dijo sin mirarme de frente.
―Llámame Rudy o mánager ¿Por qué
lloras?
―Quiero aprender.
―Pues aquí se viene a trabajar duro
y a obedecer mis órdenes ¿Está claro?
―Sí
―¿Sí qué?
―Mánager.
―Así me gusta y ya deja de llorar.
Al parecer su motivo se llamaba
Gaspar, lo intuí. Meses después me contó que habían ido los políticos a su
colonia regalando playeras y dinero con motivo de las elecciones. A la mamá de
Roberto le tocó su parte, se quedó con el billete y dio la playera a su hijo.
Gaspar no resistió las ganas y una tarde, luego de golpearlo y hacerle
humillaciones en un lote baldío, se la quitó. Roberto quería vengarse y por eso
creí que intentaba boxear. Por vergüenza, por odio, quizá por miedo al rechazo,
no me dijo todo lo que sufrió en aquel sucio lugar.
Al paso de los meses aprendió lo
básico. Su virtud, como ya dije, era la zurda y me gustaba su disciplina.
Decidí no cobrarle e invertir mi tiempo en él porque a veces hay madera que lo
merece. Pintaba para ligero en un país de ligeros. El trabajo con él fue arduo,
pero fructífero. Tuve que moldear sus movimientos, me irritaba que estuviera
agitado a medio round, el chiste de
esto es ir de menos a más, no al revés, Camay tenía que aprender a
administrarse. Hicimos ejercicios de respiración, quería eliminar ese detalle
que le hacía abrir la boca. Su guardia no tenía problemas, la cuidaba muy bien.
Me preocupaba que su falta de equilibrio tendiera a dejarlo a merced, en una
ocasión se cayó por estar mal parado en el ring, pasamos semanas practicando
coreografías que ayudaran a mejorar la trayectoria de sus pies, debían estar
firmes a la hora de soltar los madrazos. Procuramos aprovechar su perfil, ya
que nos daría ventaja; cuando un peleador pega con la izquierda tiene que poner
al frente el pie derecho y habrá de moverse en sentido opuesto, eso descontrola
a los oponentes diestros, debíamos afinar estos detalles que después resultaron
provechosos. Por momentos Roberto lloraba por mi exigencia, era medio chillón, quería
aprender a noquear, como todo aprendiz, pero yo lo apliqué a los rudimentos de
la técnica, a enriquecer su repertorio de combinaciones, procurando avanzar
poco a poco. Yo quería que, desde abajo, estuviera firme para jalarse como debe
ser al momento de soltar el arsenal. Eso debía entenderlo. Así lo procuré con
sus compañeros, pero especialmente con él, algo muy positivo presagiaba y me
tenía motivado. La paciencia era mía, en todo tiempo insistí para que Roberto
se contagiara. En sus prácticas solitarias de pera, de costal, en sus brincos
de cuerda, noté que el rencor le humedecía sus ojos, por eso le advertí:
―Camay, esto es un deporte. Si quieres
romper bocas en la calle ¡Lárgate!
―Discúlpame, Rudy.
―¡No me engañes! ―le dije― Aprovecharse
del boxeo para andar de golpeador en la calle está mal. Muchos que han venido a
entrenar los corrí cuando me enteré de cosas que allá afuera hicieron. No
busques venganza, no quiero rencores, no salgas a buscar a ese Gaspar, no lo
hagas. Un campeón sólo golpea en el ring
¿Está claro?
―Como usted diga, señor mánager.
―A ver si es cierto.
Con el paso del tiempo Camay se hizo
más fuerte, daba gusto verlo. Llegaba conmigo en las mañanas, porque en las
tardes ayudaba a su madre en una lonchería. Para 1994 los promotores, al ver
que estábamos ante un prodigio se emocionaron. Yo les había dado muchos
paleros, se forraron de billetes con boxeadores de baja ralea que en verdad no
tenían futuro. Por eso me consintieron cuando les rogué que me dejaran formar a
Camay a mi modo. Yo lo quería para otra cosa. Un día lo llamé para decirle:
―Roberto, quiero que vayamos a las
olimpiadas. Tenemos que foguearte, ganarás los torneos nacionales,
conseguiremos una beca y un padrino que apoye talentos. Luego iremos a los
Panamericanos ¿Qué dices?
―Está bien.
―¿Qué tienes? ¿Otra vez llorando?
Ya te dije que no quiero dramas de pinche vieja.
―Mi madre, Rudy, está muy mal, ya no
tendré a nadie.
―¿En serio?
―Sí.
Al mes ella murió de cáncer. A
partir de entonces algo sucedió con Roberto que todavía no alcanzo a entender.
Si no lloraba en el ring, llevaba los labios pintados, las uñas con esmalte, o
ya de plano apestaba a perfume de mujer. Hacía todo eso como a propósito, como
si quisiera ser grotesco. También llevaba al vestidor su jabón Camay y se
bañaba con él después de los entrenamientos. La paciencia que le tuve impidió
que yo fuera intolerante con esas cosas. Incluso permití que me abrazara y
acariciara a su gusto, mientras él no dejara la disciplina yo tenía fe. Sí,
poco a poco nos tuvimos confianza y nuestra amistad comenzaba a mezclarse con
el trabajo.
Triunfamos en los nacionales y luego
de los juegos Panamericanos la afición boxística nos vio en serio. Sin embargo,
antes de las olimpiadas el Comité Olímpico Nacional negó dinero para el fogueo.
La verdad, ya ni sé qué hace aquella institución. Roberto Rivas, Juan Sepúlveda
y Vicente Nieto eran mis cartas más fuertes, ninguno tuvo apoyo a pesar de ser
medallistas continentales. Estábamos indignados. Logramos la moderada beca de
un banco, no conseguimos el padrino, Roberto decidió vender los bienes que su
madre le dejó, menos la casa; los demás buscaron recursos por su lado y nos
fuimos a Brasil y a Cuba. El fogueo fue bueno, pero pudo ser mejor.
Antes de la justa olímpica sucedió
algo extraño: Una noche Roberto salió de la concentración que teníamos en el
gimnasio y regresó hasta las dos de la madrugada. Antes de eso lo notaba
inquieto, lloraba a solas, gritaba en el baño o golpeaba la pared. Al otro día
lo vi más tranquilo, era como si aquella salida lo hubiera curado. El hecho
quedó allí, pero más adelante volvería a la memoria.
Todos ya saben lo que pasó en la
Olimpiada. Roberto derrotó en semifinales al cubano Iván Santacruz. En nuestro
país la hazaña se difundió como reguero de pólvora porque había asegurado la
plata. Lo que pocos saben es que Santacruz, en el segundo round, le había dicho marica a Roberto. Por eso debió arrepentirse,
recibió una paliza. Al final de la batalla, Camay vino a la esquina, me abrazó
y de repente me besó en la boca. La lluvia de flashes nos enmarcó, fue el
momento cumbre que dio un giro absoluto a nuestra historia.
Aquella noche estuve confuso entre
el orgullo del triunfo y la vergüenza. Roberto pudo ser mi hijo, pero Dios
quiso otra cosa. En medio del festejo lo llamé y le dije.
―Tenemos que hablar, necesito una
explicación.
―Nada Rudy, estoy feliz y te amo ―Camay
me miró con ternura, la verdad me puse nervioso.
―¿Me amas? ¿Qué quieres decir con
eso? Sé bien de tus ondas de maricón, pero no me incluyas ¿Qué no tienes
conciencia del escándalo?
―Rudy, te pido perdón, pero no me
arrepiento.
―Camay, has confundido las cosas.
―No estoy confundido, estoy enamorado, siempre
lo estuve desde el día que me levantaste ensangrentado.
―Esto es absurdo ―expresé. En verdad estaba
muy sorprendido. Sin embargo, en la cumbre de mi carrera como entrenador, pensé
que debía hacer algo prudente, por eso
le dije—: Bueno, primero gana el oro, después ya veremos.
―Como tú digas.
Con menos sufrimiento Roberto le ganó al
chino Gao Xing Li, quizá nuestra rara intimidad le puso alas en los pies. Fue
sin duda la mejor pelea de su vida. Vi cómo ponía en práctica la instrucción de
cinco años. Las combinaciones de golpe y el juego de cintura fueron la cereza
en el pastel, Camay se volvió un maestro en el arte de golpear recibiendo el
mínimo de impactos. Por eso ganó la medalla, porque el boxeo olímpico de aquel
tiempo se trataba de eso, de conectar más al rival sin que éste anote puntos.
Gao Xing Li era el mejor en la división de los ligeros, tenía empuje y
técnicamente se había formado para el boxeo amateur. Mi equipo de trabajo,
Roberto y yo lo observamos en varias peleas antes y durante las olimpiadas. Le
dije a Camay que no se le acercara sin razón, porque Gao Xing era un poco más
alto. Planeamos una estrategia que consistió en aprovechar el perfil izquierdo,
nuestra intención era sacarlo de balance, desesperarlo. En el primer round perdimos por intentar un ataque.
No nos desanimamos, sólo estábamos abajo dos puntos. Le dije a Camay que había
llegado el momento decisivo, teníamos que arrebatar a ese chino su propuesta de
juego; fingimos que huíamos para no recibir, cuando en verdad queríamos
contragolpearlo tal y como él lo estaba haciendo. Gao Xing mordió el anzuelo y
Roberto mejoró el marcador. Al final del segundo estábamos empatados a seis. En
el tercer raund le dije a Camay que sacara su mejor boxeo. Ambos contendientes
necesitaban puntos, así que debían ir al frente. Camay no solo impactó en la
careta del chino, sino que lo dejó atolondrado por la serie de golpes que le
dio en la zona hepática; todo el mundo vio que hasta un uper de izquierda le conectó en la mandíbula que descontroló al Gao
Xing y le bajó la guardia. Roberto brillaba, nadie reparó en sus gritos
afeminados, la atención estaba fija en la pelea, en las emociones que arrancaba
el marcador con él arriba seis puntos. El público paisano gritaba, mientras
menos tiempo faltaba más aumentaba la emoción. Fueron minutos inolvidables.
Gracias a nosotros el país volvió a
ganar medallas en boxeo. Nieto y Sepúlveda tenían su bronce y Roberto el oro.
Fue el mérito de un equipo que se puso a trabajar y creyó en sí mismo. Lo sabía
la prensa, lo sabía el gobierno, lo sabía la afición. En pleno festejo el
presidente de la república intentó hablar con Roberto, pero él no quiso tomar
la llamada por congruencia al nulo apoyo que dio su gobierno al deporte. En vez
de hablar con él, ondeó la bandera nacional, se puso el sombrero tradicional,
cantó el himno y lloró con todos al morder su medalla. Desde aquel día fue el
personaje de la década. Cuando bajó del podio, seguramente conmovido por el
encanto de la victoria, me acerqué para decirle que también lo amaba, que a
partir de entonces lo apoyaría en todo, entonces nos abrazamos. Era el momento
más feliz de Roberto y no iba a dañarlo. Mientras vivió yo lo amé porque eso le
dije; él había cumplido conmigo y yo debía cumplirle. Me dolió perder mi
dignidad de esposo, de padre, mas yo estaba en deuda. Lo hice por el otro
prestigio, el que esperé por treinta años, ser un mánager histórico, ganador
olímpico. Hoy no puedo negarlo, toda esa noche lloré en brazos de Roberto mi
gloria de campeón, mi paso a la inmortalidad. Festejamos solos con música de la
banda Queen y su canción We are de
champions, que la cantamos no sé cuantas veces a coro y con la copa en la
mano.
En julio de mil novecientos noventa y
siete, luego de la expresión pública de nuestro deseo de casarnos, aumentó el
escándalo, el acoso de la prensa había iniciado la guerra. Nosotros resistimos
sin bajar la guardia, fuimos el orgullo y la vergüenza del país. La gente nos aclamaba
en el ring, pero nos escupía en las calles los que odiaban el boxeo. Todo
gracias al poder que hablaba desde la prensa y desde el sector más conservador.
Sus paparazzis nos filmaron de la mano, abrazados en El Paseo de la Reforma o
tomando té en el Centro Histórico; lograron infiltrar una cámara en nuestro
gimnasio, pero la descubrimos y la destruimos con placer. Ante la demanda
judicial que nos impuso el reportero, dueño de la cámara, defendimos nuestro
derecho a la privacidad. La prensa, ante la humillación de su batalla perdida,
nos difamó a tal grado que mucha gente nos gritó cualquier clase de insultos.
Los promotores de box vieron el
escándalo como un negocio. Dijeron con voz de profetas que esos mismos que nos
apedreaban pagarían por vernos en el ring. Nos programaron una pelea en Nevada
y otra en Los Ángeles, las cuales resolvimos con nocaut. Al año tuvimos la
pelea por el título mundial. El americano Richard Floyd Werther andaba invicto
y, como ya era por todos conocido, se consideraba el mejor libra por libra.
Durante el duelo el público advirtió que Roberto lloraba, muchos pensaron que
de impotencia, pero la verdad es que estaba muy enojado. Finalmente el combate
acabó como Dios manda, en el noveno Camay arrinconó a Floyd en su propia
esquina, le propinó un zurdazo a la mandíbula y lo despachó igual como hizo
contra Gao Xing. En el barullo del ring, las cámaras anhelaban otra escena gay,
con beso de nosotros incluido, pero las dejamos con las ganas. Los reporteros
buscaron la manera de entrevistar a Roberto, se le amontonaron con flashes,
micrófonos y toda clase de preguntas incisivas. Cuando él tuvo oportunidad, se
escabulló brincando las cuatro cuerdas y se fue trotando al vestidor. Cuando
vimos los noticieros nos reímos al ver la manera tan ágil que tuvo Camay para
librarse, era todo un atleta.
Me vine a vivir con él en esta casa
que era de su madre. Sin resistir a las ofertas los vecinos vendieron sus lotes,
de esta manera la arreglamos, la ampliamos para vivir felices cinco años. En el
patio del fondo fincamos nuestro gimnasio donde urdimos las defensas que
ganamos. Pasado el tiempo, la gloria apenas apaciguó el escándalo. Algún paparazzi
todavía nos siguió, pero nosotros supimos cuidarnos. Con algunos problemas
vinieron las defensas contra Mateo Giardinelli de Italia y Luciano Pavone de
Argentina, a quienes Roberto venció con dificultades, el italiano incluso le
abrió la ceja izquierda y no paró de sangrar durante aquella pelea. Sus logros
como peleador lo estaban convirtiendo en uno de los mejores deportistas de la
historia nacional, lo sabíamos. No niego que mucha gente nos seguía por
nuestros logros deportivos, sólo nos inquietaba que los medios de comunicación
hicieran lo contrario, porque les interesaban las notas de revuelo y de morbo
homosexual.
Como protesta, el día veintiocho de
junio del año dos mil, Roberto me llevó a una manifestación por las libertades
de género gay, lésbico, bisexual y transexual. Nosotros aún seguíamos con la
idea de casarnos y salimos a marchar por nuestro derecho. Nos importó poco lo
que dijeran los noticieros. De hecho, sus reporteros fueron un gran grupo que
iba detrás de nosotros para sacarnos una entrevista, parecían no entender que
nuestro movimiento en parte se lo dedicábamos a ellos al ser,
involuntariamente, medios para promover la discriminación. Ahí estaban, ilusos,
siguiéndonos con preguntas incisivas, pidiéndonos a Roberto y a mí que nos
besáramos para la foto. Nada consiguieron. En todo momento los manifestantes
nos protegieron y logramos volver a casa. Fue en ese relajo cuando conocí a
Sara Rubio, escritora de la revista El
encordado; su mirada azul y su altivez de mujer madura me cautivaron. Desde
entonces nació un mutuo interés. Sin la formalidad de una entrevista
conversamos temas amenos por largo rato. Roberto pareció presentir algo y al
volver a la casa tuvimos una larga discusión de celos. Le insulté y amenacé con
salirme. No fue así, porque ya venían las peleas pactadas contra el
puertorriqueño Hilario Camacho y el alemán Franz Shultz. Roberto debió aceptar,
aunque no muy convencido, mi amistad con ella. Una vez que defendimos el título
con el primero y arrebatamos su título al segundo, dialogamos sobre nuestro
futuro. Ya era el año dos mil tres.
―Rudy, quiero retirarme, ya no
promuevas otro encuentro, se acabó ―me dijo.
―¿Pero por qué?
―No tiene caso, mucha gente no viene
a ver mis peleas, viene a ver otra cosa, tú ya sabes a lo que me refiero. Es en
vano lo que hacemos.
―Pero muchos sí vienen a verte
porque te quieren como deportista. El boxeo es todo lo que tenemos, no podemos
dejarlo así. Es lo que nos une, aún tienes mucho que dar, te lo digo como tu
mánager.
―Lo sé, pero ya no aguanto las
calumnias de los medios. Quiero irme del país y tú vendrás conmigo.
―¿Es tu decisión?
―Sí, mañana iremos a la nueva marcha
gay, desde allí anunciaré mi retiro ¿Qué dices?
―Como que no estoy de acuerdo y veo
que ahora tú mandas. Eso no está bien, ya no encaja. Sólo ten en cuenta que
dejé todo por ti, el antiguo gimnasio, los aprendices, mi familia.
―Por eso te lo estoy pidiendo, para que
seamos felices tú y yo. Nos iremos lejos, haremos vida juntos.
―Por favor, Camay, piensa bien las
cosas.
―¡Está decidido! ¡Se acabó! ¡No
quiero pinches dramas!
Fuimos a la nueva manifestación,
Roberto quiso verse grotesco adrede, se pintó de rojo los labios bajo su grueso
bigote, se puso los guantes, llevó el pantaloncillo que vistió en su pelea por
la medalla de oro, se puso una capa con la palabra “Amor” y gritó, durante
cuatro horas, al frente de todos. Se dijo que nunca había ido tanta gente. La
verdad es que muchos, sin tener algo qué demandar, fueron a la marcha con la
intención de apoyar a Camay; los hombres se vistieron de mujeres, las mujeres
se vistieron de hombres, Roberto cantó a capela I want to break free de Queen y aquello fue una fiesta de libertad,
música y glamour. Al poco rato
Roberto me dijo: “llama a tu amiga, quiero entregarle esto”. Era un papel en el
que anunciaba su retiro del boxeo, le estaba dando la primicia. El acto me
pareció simbólico, me hizo pensar que en él había un mensaje oculto en el que
Roberto parecía decirnos, a Sara y a mí, que al final se impondría su voluntad.
Esa misma noche el mundo se enteró por internet y se armó nuevamente el
escándalo. Al otro día los encabezados mostraron su desacuerdo. Los analistas
deportivos de la televisión querían que se quedara. Los programas de
espectáculos decían que Roberto ya no aguantaba el maltrato de su cutis. La
cuestión fue que no le dimos gusto a nadie ni con el retiro. La decisión había
sido tomada, Roberto se veía satisfecho, pero yo me molesté porque estaba en
desacuerdo, yo quería seguir en el ring, consideraba que teníamos cuerda para
rato. A la vez tenía dudas sobre nuestra relación íntima, Roberto se había
vuelto posesivo, autoritario, ya no estaba a gusto, quizá nunca lo estuve
plenamente; me sentía mejor con Sara, me agradaba en muchos sentidos, me hizo
descubrir que disfruto más el sexo con una mujer que con un hombre. Camay, tal
vez intuyendo lo que sentía, resolvió nuestro futuro poniendo como excusa el
acoso de la prensa. Las cosas se estaban complicando y me vi en la necesidad de
urdir mis planes.
En aquel ocho de diciembre del dos
mil cuatro, Roberto, Sara y yo fuimos al cine, pasamos desapercibidos por el
Paseo de la Reforma y en 5 de mayo tomamos café. A ella la despedimos como a
las nueve, pues le había propuesto a Roberto caminar a casa, todo en memoria de
los viejos tiempos. Él, con sonrisa y abrazo, dijo que adelante. Nos fuimos en metro,
luego abordamos un colectivo, después nos bajamos para andar a pie. En el sur
de la ciudad había llovizna, pero en vez de aguarnos la fiesta, nos divirtió,
fue nuestra última escena romántica. Al cruzar por la esquina entre Oliva y
Troncoso, nos salió al paso un viejo conocido: Gaspar.
―¡Vaya! Mi estimado Camay, es un
gustazo verte por aquí. Tenías olvidados a los amigos ¿Qué tal, Rudy? ¿Cómo te
va? ―Gaspar se veía más flaco, medio calvo, seguramente se drogaba mucho.
―¡Rudy, no le hagas caso, vámonos!
―¿A dónde vas, muñeca? Tu y yo
tenemos muchos recuerdos ¿Ya olvidaste lo del lote baldío? ¿Acaso no gemías de
placer? Además, tú luego viniste a romper mi nariz. Ya sabías boxear, aquí el
mánager te enseñó muy bien.
―¡Rudy, vámonos! Gaspar miente ―Roberto
me empujó la espalda para hacerme avanzar más rápido. Yo me detuve. Suspiré, mi
decisión también había sido tomada, lo hice por orgullo, no iba a dejar que al
final de todo Camay saliera con más poder que yo. Lo que pasó aquella noche lo
dispuse porque me convenía. Quería volver al pasado sin olvidar la dicha del
presente. En esa esquina había iniciado mi aventura y pensé que ahí debía
terminar, por eso lo miré de frente para decirle:
―Eres tú el que miente, lo has hecho
a lo largo de este tiempo. Es de lo primero que te pedí. Hace mucho que lo sé
todo, antes de las olimpiadas saliste a buscar a Gaspar, transgrediste lo que
te había prohibido ¿Por qué no hice nada? Te lo diré: Eran treinta años de
espera por mi gloria olímpica, en todo este tiempo fue lo único importante para
mí. Hoy que ya no me sirves me despido. No puedo negar que te quise, te ame,
pero te volviste posesivo y eso me desanimó. Sara me ha hecho ver las cosas y
aún puedo rehacer mi vida aunque ya esté medio viejo. En una semana volaremos a
España. Por si no lo sabías, Gaspar es un boxeador que se quedó fuera de mi
gimnasio por ser un agresor callejero, desde entonces ha sido mi cazador de
talentos. Camay, me hiciste un favor y yo te lo pagué con otro. Ahora, estés o
no de acuerdo, estamos a mano. Gaspar, ahí te lo dejo, yo me largo.
Camay bajó despacio la cabeza al ver
que Gaspar sacaba su revólver, sabía lo que vendría, no dijo nada ni siquiera
se volvió a mover, allí estaba como triste y sólo alcancé a escucharle un
sollozo leve. De esa forma, en la penumbra de aquella esquina suburbana y
mientras yo me iba, retumbó una descarga.
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