viernes, 20 de mayo de 2016

El mánager

Marcos Núñez Núñez


Roberto era presumido, siempre decía que su mamá lo bañaba con jabón de aroma y por eso Gaspar, un chico más grande y huesudo, lo burlaba. De ahí surgió ese apodo que le enjaretó: Camay. Lo que pasó aquella mañana del ocho de junio de mil novecientos noventa lo recuerdo muy bien, Gaspar se fue sobre Roberto y comenzó a golpearlo, así nomás animado por una costumbre que tal vez ya tenía. Yo me sorprendí no porque Gaspar lo tundiera a golpes, sino porque en una de esas Roberto se levantó y le dio un puñetazo de zurda que hasta a mí me dolió, seco se escuchó. De allí en adelante nada pudo hacer, porque Gaspar se sobó la quijada para darle severa tranquiza y dejarlo tirado al pie de una pipa de agua.

En esos tiempos, como siempre, el futbol estaba de moda. Nunca me gustó ese juego porque a mí me fascinaba, y mucho, el box. Recuerdo que en la tele sonaba un partido entre Argentina y Camerún, sí, fastidiaba las calles con el mundial, pero aun así mucha gente fue a ver la bronca. Allí estaba Roberto bajo la pipa, recostado en la tierra como si fuera la lona del ring. Su puñetazo me hizo pensar que estaba ante una señal, dile como quieras, divina, celestial, yo prefiero decirle boxística. Imaginé la de cosas que haría si adiestrara al muchacho como Dios manda. Las casualidades avisan cuando menos lo esperas, yo andaba distraído entre las calles Oliva y Troncoso cuando me acechó la revelación. La gente se había dado gusto con la golpiza y ni siquiera ayudó a Roberto a levantarse. Tuve que acercarme, pobre chamaco, me dio lástima ver los chorros de sangre que bajaban de su nariz. Abrí la llave de la pipa y enjuagué su rostro ensangrentado y suave. Gaspar seguía parado sin decir palabra, nada más me echó una mirada burlona, luego se dio la vuelta y se fue corriendo por la calle polvorienta. Yo me incorporé para hablar con él, pero me contuve, preferí hablar con Roberto.

―Visítame si quieres ―le tiré mi tarjeta y no vi si la recogió, después de eso me fui. Así empieza la historia de Roberto Rivas Durán, el mejor boxeador que este país ha tenido. Luego de muchos años la prensa y la gente común me sigue preguntando sobre su muerte y yo me he cansado de narrar la misma mentira. Hasta el Ministerio Público me citó dos veces para rendir declaración, pero no pasamos de un interrogatorio cualquiera. Al paso del tiempo hasta parece que se desgastó la investigación. Después supe que el caso estaba cerrado, que no había nada que hacer desde el punto de vista legal. Sin embargo mi conciencia y los pocos años que me quedan me hacen referir detalles que no fueron del dominio público.

Al año siguiente, enero de mil novecientos noventa y uno, Roberto llegó a mi gimnasio. Era una chingadera de un metro setenta, había crecido un poco más e intentaba dejarse el bigote. Traía rencor y por eso ganas de aprender.

―Señor, ya vine, quiero boxear ―me dijo sin mirarme de frente.

―Llámame Rudy o mánager ¿Por qué lloras?

―Quiero aprender.

―Pues aquí se viene a trabajar duro y a obedecer mis órdenes ¿Está claro?

―Sí

―¿Sí qué?

―Mánager.

―Así me gusta y ya deja de llorar.

Al parecer su motivo se llamaba Gaspar, lo intuí. Meses después me contó que habían ido los políticos a su colonia regalando playeras y dinero con motivo de las elecciones. A la mamá de Roberto le tocó su parte, se quedó con el billete y dio la playera a su hijo. Gaspar no resistió las ganas y una tarde, luego de golpearlo y hacerle humillaciones en un lote baldío, se la quitó. Roberto quería vengarse y por eso creí que intentaba boxear. Por vergüenza, por odio, quizá por miedo al rechazo, no me dijo todo lo que sufrió en aquel sucio lugar.

Al paso de los meses aprendió lo básico. Su virtud, como ya dije, era la zurda y me gustaba su disciplina. Decidí no cobrarle e invertir mi tiempo en él porque a veces hay madera que lo merece. Pintaba para ligero en un país de ligeros. El trabajo con él fue arduo, pero fructífero. Tuve que moldear sus movimientos, me irritaba que estuviera agitado a medio round, el chiste de esto es ir de menos a más, no al revés, Camay tenía que aprender a administrarse. Hicimos ejercicios de respiración, quería eliminar ese detalle que le hacía abrir la boca. Su guardia no tenía problemas, la cuidaba muy bien. Me preocupaba que su falta de equilibrio tendiera a dejarlo a merced, en una ocasión se cayó por estar mal parado en el ring, pasamos semanas practicando coreografías que ayudaran a mejorar la trayectoria de sus pies, debían estar firmes a la hora de soltar los madrazos. Procuramos aprovechar su perfil, ya que nos daría ventaja; cuando un peleador pega con la izquierda tiene que poner al frente el pie derecho y habrá de moverse en sentido opuesto, eso descontrola a los oponentes diestros, debíamos afinar estos detalles que después resultaron provechosos. Por momentos Roberto lloraba por mi exigencia, era medio chillón, quería aprender a noquear, como todo aprendiz, pero yo lo apliqué a los rudimentos de la técnica, a enriquecer su repertorio de combinaciones, procurando avanzar poco a poco. Yo quería que, desde abajo, estuviera firme para jalarse como debe ser al momento de soltar el arsenal. Eso debía entenderlo. Así lo procuré con sus compañeros, pero especialmente con él, algo muy positivo presagiaba y me tenía motivado. La paciencia era mía, en todo tiempo insistí para que Roberto se contagiara. En sus prácticas solitarias de pera, de costal, en sus brincos de cuerda, noté que el rencor le humedecía sus ojos, por eso le advertí:

―Camay, esto es un deporte. Si quieres romper bocas en la calle ¡Lárgate!

―Discúlpame, Rudy.

―¡No me engañes! ―le dije― Aprovecharse del boxeo para andar de golpeador en la calle está mal. Muchos que han venido a entrenar los corrí cuando me enteré de cosas que allá afuera hicieron. No busques venganza, no quiero rencores, no salgas a buscar a ese Gaspar, no lo hagas.  Un campeón sólo golpea en el ring ¿Está claro?

―Como usted diga, señor mánager.

―A ver si es cierto.

Con el paso del tiempo Camay se hizo más fuerte, daba gusto verlo. Llegaba conmigo en las mañanas, porque en las tardes ayudaba a su madre en una lonchería. Para 1994 los promotores, al ver que estábamos ante un prodigio se emocionaron. Yo les había dado muchos paleros, se forraron de billetes con boxeadores de baja ralea que en verdad no tenían futuro. Por eso me consintieron cuando les rogué que me dejaran formar a Camay a mi modo. Yo lo quería para otra cosa. Un día lo llamé para decirle:

―Roberto, quiero que vayamos a las olimpiadas. Tenemos que foguearte, ganarás los torneos nacionales, conseguiremos una beca y un padrino que apoye talentos. Luego iremos a los Panamericanos ¿Qué dices?

―Está bien.

―¿Qué tienes? ¿Otra vez llorando? Ya te dije que no quiero dramas de pinche vieja.

―Mi madre, Rudy, está muy mal, ya no tendré a nadie.

―¿En serio?

―Sí.

Al mes ella murió de cáncer. A partir de entonces algo sucedió con Roberto que todavía no alcanzo a entender. Si no lloraba en el ring, llevaba los labios pintados, las uñas con esmalte, o ya de plano apestaba a perfume de mujer. Hacía todo eso como a propósito, como si quisiera ser grotesco. También llevaba al vestidor su jabón Camay y se bañaba con él después de los entrenamientos. La paciencia que le tuve impidió que yo fuera intolerante con esas cosas. Incluso permití que me abrazara y acariciara a su gusto, mientras él no dejara la disciplina yo tenía fe. Sí, poco a poco nos tuvimos confianza y nuestra amistad comenzaba a mezclarse con el trabajo.

Triunfamos en los nacionales y luego de los juegos Panamericanos la afición boxística nos vio en serio. Sin embargo, antes de las olimpiadas el Comité Olímpico Nacional negó dinero para el fogueo. La verdad, ya ni sé qué hace aquella institución. Roberto Rivas, Juan Sepúlveda y Vicente Nieto eran mis cartas más fuertes, ninguno tuvo apoyo a pesar de ser medallistas continentales. Estábamos indignados. Logramos la moderada beca de un banco, no conseguimos el padrino, Roberto decidió vender los bienes que su madre le dejó, menos la casa; los demás buscaron recursos por su lado y nos fuimos a Brasil y a Cuba. El fogueo fue bueno, pero pudo ser mejor.

Antes de la justa olímpica sucedió algo extraño: Una noche Roberto salió de la concentración que teníamos en el gimnasio y regresó hasta las dos de la madrugada. Antes de eso lo notaba inquieto, lloraba a solas, gritaba en el baño o golpeaba la pared. Al otro día lo vi más tranquilo, era como si aquella salida lo hubiera curado. El hecho quedó allí, pero más adelante volvería a la memoria.

Todos ya saben lo que pasó en la Olimpiada. Roberto derrotó en semifinales al cubano Iván Santacruz. En nuestro país la hazaña se difundió como reguero de pólvora porque había asegurado la plata. Lo que pocos saben es que Santacruz, en el segundo round, le había dicho marica a Roberto. Por eso debió arrepentirse, recibió una paliza. Al final de la batalla, Camay vino a la esquina, me abrazó y de repente me besó en la boca. La lluvia de flashes nos enmarcó, fue el momento cumbre que dio un giro absoluto a nuestra historia.

Aquella noche estuve confuso entre el orgullo del triunfo y la vergüenza. Roberto pudo ser mi hijo, pero Dios quiso otra cosa. En medio del festejo lo llamé y le dije.

―Tenemos que hablar, necesito una explicación.

―Nada Rudy, estoy feliz y te amo ―Camay me miró con ternura, la verdad me puse nervioso.

―¿Me amas? ¿Qué quieres decir con eso? Sé bien de tus ondas de maricón, pero no me incluyas ¿Qué no tienes conciencia del escándalo?

―Rudy, te pido perdón, pero no me arrepiento.

―Camay, has confundido las cosas.

―No estoy confundido, estoy enamorado, siempre lo estuve desde el día que me levantaste ensangrentado.

―Esto es absurdo ―expresé. En verdad estaba muy sorprendido. Sin embargo, en la cumbre de mi carrera como entrenador, pensé que debía  hacer algo prudente, por eso le dije—: Bueno, primero gana el oro, después ya veremos.

―Como tú digas.

Con menos sufrimiento Roberto le ganó al chino Gao Xing Li, quizá nuestra rara intimidad le puso alas en los pies. Fue sin duda la mejor pelea de su vida. Vi cómo ponía en práctica la instrucción de cinco años. Las combinaciones de golpe y el juego de cintura fueron la cereza en el pastel, Camay se volvió un maestro en el arte de golpear recibiendo el mínimo de impactos. Por eso ganó la medalla, porque el boxeo olímpico de aquel tiempo se trataba de eso, de conectar más al rival sin que éste anote puntos. Gao Xing Li era el mejor en la división de los ligeros, tenía empuje y técnicamente se había formado para el boxeo amateur. Mi equipo de trabajo, Roberto y yo lo observamos en varias peleas antes y durante las olimpiadas. Le dije a Camay que no se le acercara sin razón, porque Gao Xing era un poco más alto. Planeamos una estrategia que consistió en aprovechar el perfil izquierdo, nuestra intención era sacarlo de balance, desesperarlo. En el primer round perdimos por intentar un ataque. No nos desanimamos, sólo estábamos abajo dos puntos. Le dije a Camay que había llegado el momento decisivo, teníamos que arrebatar a ese chino su propuesta de juego; fingimos que huíamos para no recibir, cuando en verdad queríamos contragolpearlo tal y como él lo estaba haciendo. Gao Xing mordió el anzuelo y Roberto mejoró el marcador. Al final del segundo estábamos empatados a seis. En el tercer raund le dije a Camay que sacara su mejor boxeo. Ambos contendientes necesitaban puntos, así que debían ir al frente. Camay no solo impactó en la careta del chino, sino que lo dejó atolondrado por la serie de golpes que le dio en la zona hepática; todo el mundo vio que hasta un uper de izquierda le conectó en la mandíbula que descontroló al Gao Xing y le bajó la guardia. Roberto brillaba, nadie reparó en sus gritos afeminados, la atención estaba fija en la pelea, en las emociones que arrancaba el marcador con él arriba seis puntos. El público paisano gritaba, mientras menos tiempo faltaba más aumentaba la emoción. Fueron minutos inolvidables.

Gracias a nosotros el país volvió a ganar medallas en boxeo. Nieto y Sepúlveda tenían su bronce y Roberto el oro. Fue el mérito de un equipo que se puso a trabajar y creyó en sí mismo. Lo sabía la prensa, lo sabía el gobierno, lo sabía la afición. En pleno festejo el presidente de la república intentó hablar con Roberto, pero él no quiso tomar la llamada por congruencia al nulo apoyo que dio su gobierno al deporte. En vez de hablar con él, ondeó la bandera nacional, se puso el sombrero tradicional, cantó el himno y lloró con todos al morder su medalla. Desde aquel día fue el personaje de la década. Cuando bajó del podio, seguramente conmovido por el encanto de la victoria, me acerqué para decirle que también lo amaba, que a partir de entonces lo apoyaría en todo, entonces nos abrazamos. Era el momento más feliz de Roberto y no iba a dañarlo. Mientras vivió yo lo amé porque eso le dije; él había cumplido conmigo y yo debía cumplirle. Me dolió perder mi dignidad de esposo, de padre, mas yo estaba en deuda. Lo hice por el otro prestigio, el que esperé por treinta años, ser un mánager histórico, ganador olímpico. Hoy no puedo negarlo, toda esa noche lloré en brazos de Roberto mi gloria de campeón, mi paso a la inmortalidad. Festejamos solos con música de la banda Queen y su canción We are de champions, que la cantamos no sé cuantas veces a coro y con la copa en la mano.

En julio de mil novecientos noventa y siete, luego de la expresión pública de nuestro deseo de casarnos, aumentó el escándalo, el acoso de la prensa había iniciado la guerra. Nosotros resistimos sin bajar la guardia, fuimos el orgullo y la vergüenza del país. La gente nos aclamaba en el ring, pero nos escupía en las calles los que odiaban el boxeo. Todo gracias al poder que hablaba desde la prensa y desde el sector más conservador. Sus paparazzis nos filmaron de la mano, abrazados en El Paseo de la Reforma o tomando té en el Centro Histórico; lograron infiltrar una cámara en nuestro gimnasio, pero la descubrimos y la destruimos con placer. Ante la demanda judicial que nos impuso el reportero, dueño de la cámara, defendimos nuestro derecho a la privacidad. La prensa, ante la humillación de su batalla perdida, nos difamó a tal grado que mucha gente nos gritó cualquier clase de insultos.

Los promotores de box vieron el escándalo como un negocio. Dijeron con voz de profetas que esos mismos que nos apedreaban pagarían por vernos en el ring. Nos programaron una pelea en Nevada y otra en Los Ángeles, las cuales resolvimos con nocaut. Al año tuvimos la pelea por el título mundial. El americano Richard Floyd Werther andaba invicto y, como ya era por todos conocido, se consideraba el mejor libra por libra. Durante el duelo el público advirtió que Roberto lloraba, muchos pensaron que de impotencia, pero la verdad es que estaba muy enojado. Finalmente el combate acabó como Dios manda, en el noveno Camay arrinconó a Floyd en su propia esquina, le propinó un zurdazo a la mandíbula y lo despachó igual como hizo contra Gao Xing. En el barullo del ring, las cámaras anhelaban otra escena gay, con beso de nosotros incluido, pero las dejamos con las ganas. Los reporteros buscaron la manera de entrevistar a Roberto, se le amontonaron con flashes, micrófonos y toda clase de preguntas incisivas. Cuando él tuvo oportunidad, se escabulló brincando las cuatro cuerdas y se fue trotando al vestidor. Cuando vimos los noticieros nos reímos al ver la manera tan ágil que tuvo Camay para librarse, era todo un atleta.

Me vine a vivir con él en esta casa que era de su madre. Sin resistir a las ofertas los vecinos vendieron sus lotes, de esta manera la arreglamos, la ampliamos para vivir felices cinco años. En el patio del fondo fincamos nuestro gimnasio donde urdimos las defensas que ganamos. Pasado el tiempo, la gloria apenas apaciguó el escándalo. Algún paparazzi todavía nos siguió, pero nosotros supimos cuidarnos. Con algunos problemas vinieron las defensas contra Mateo Giardinelli de Italia y Luciano Pavone de Argentina, a quienes Roberto venció con dificultades, el italiano incluso le abrió la ceja izquierda y no paró de sangrar durante aquella pelea. Sus logros como peleador lo estaban convirtiendo en uno de los mejores deportistas de la historia nacional, lo sabíamos. No niego que mucha gente nos seguía por nuestros logros deportivos, sólo nos inquietaba que los medios de comunicación hicieran lo contrario, porque les interesaban las notas de revuelo y de morbo homosexual.

Como protesta, el día veintiocho de junio del año dos mil, Roberto me llevó a una manifestación por las libertades de género gay, lésbico, bisexual y transexual. Nosotros aún seguíamos con la idea de casarnos y salimos a marchar por nuestro derecho. Nos importó poco lo que dijeran los noticieros. De hecho, sus reporteros fueron un gran grupo que iba detrás de nosotros para sacarnos una entrevista, parecían no entender que nuestro movimiento en parte se lo dedicábamos a ellos al ser, involuntariamente, medios para promover la discriminación. Ahí estaban, ilusos, siguiéndonos con preguntas incisivas, pidiéndonos a Roberto y a mí que nos besáramos para la foto. Nada consiguieron. En todo momento los manifestantes nos protegieron y logramos volver a casa. Fue en ese relajo cuando conocí a Sara Rubio, escritora de la revista El encordado; su mirada azul y su altivez de mujer madura me cautivaron. Desde entonces nació un mutuo interés. Sin la formalidad de una entrevista conversamos temas amenos por largo rato. Roberto pareció presentir algo y al volver a la casa tuvimos una larga discusión de celos. Le insulté y amenacé con salirme. No fue así, porque ya venían las peleas pactadas contra el puertorriqueño Hilario Camacho y el alemán Franz Shultz. Roberto debió aceptar, aunque no muy convencido, mi amistad con ella. Una vez que defendimos el título con el primero y arrebatamos su título al segundo, dialogamos sobre nuestro futuro. Ya era el año dos mil tres.

―Rudy, quiero retirarme, ya no promuevas otro encuentro, se acabó ―me dijo.

―¿Pero por qué?

―No tiene caso, mucha gente no viene a ver mis peleas, viene a ver otra cosa, tú ya sabes a lo que me refiero. Es en vano lo que hacemos.

―Pero muchos sí vienen a verte porque te quieren como deportista. El boxeo es todo lo que tenemos, no podemos dejarlo así. Es lo que nos une, aún tienes mucho que dar, te lo digo como tu mánager.

―Lo sé, pero ya no aguanto las calumnias de los medios. Quiero irme del país y tú vendrás conmigo.

―¿Es tu decisión?

―Sí, mañana iremos a la nueva marcha gay, desde allí anunciaré mi retiro ¿Qué dices?

―Como que no estoy de acuerdo y veo que ahora tú mandas. Eso no está bien, ya no encaja. Sólo ten en cuenta que dejé todo por ti, el antiguo gimnasio, los aprendices, mi familia.

―Por eso te lo estoy pidiendo, para que seamos felices tú y yo. Nos iremos lejos, haremos vida juntos.

―Por favor, Camay, piensa bien las cosas.

―¡Está decidido! ¡Se acabó! ¡No quiero pinches dramas!

Fuimos a la nueva manifestación, Roberto quiso verse grotesco adrede, se pintó de rojo los labios bajo su grueso bigote, se puso los guantes, llevó el pantaloncillo que vistió en su pelea por la medalla de oro, se puso una capa con la palabra “Amor” y gritó, durante cuatro horas, al frente de todos. Se dijo que nunca había ido tanta gente. La verdad es que muchos, sin tener algo qué demandar, fueron a la marcha con la intención de apoyar a Camay; los hombres se vistieron de mujeres, las mujeres se vistieron de hombres, Roberto cantó a capela I want to break free de Queen y aquello fue una fiesta de libertad, música y glamour. Al poco rato Roberto me dijo: “llama a tu amiga, quiero entregarle esto”. Era un papel en el que anunciaba su retiro del boxeo, le estaba dando la primicia. El acto me pareció simbólico, me hizo pensar que en él había un mensaje oculto en el que Roberto parecía decirnos, a Sara y a mí, que al final se impondría su voluntad. Esa misma noche el mundo se enteró por internet y se armó nuevamente el escándalo. Al otro día los encabezados mostraron su desacuerdo. Los analistas deportivos de la televisión querían que se quedara. Los programas de espectáculos decían que Roberto ya no aguantaba el maltrato de su cutis. La cuestión fue que no le dimos gusto a nadie ni con el retiro. La decisión había sido tomada, Roberto se veía satisfecho, pero yo me molesté porque estaba en desacuerdo, yo quería seguir en el ring, consideraba que teníamos cuerda para rato. A la vez tenía dudas sobre nuestra relación íntima, Roberto se había vuelto posesivo, autoritario, ya no estaba a gusto, quizá nunca lo estuve plenamente; me sentía mejor con Sara, me agradaba en muchos sentidos, me hizo descubrir que disfruto más el sexo con una mujer que con un hombre. Camay, tal vez intuyendo lo que sentía, resolvió nuestro futuro poniendo como excusa el acoso de la prensa. Las cosas se estaban complicando y me vi en la necesidad de urdir mis planes.

En aquel ocho de diciembre del dos mil cuatro, Roberto, Sara y yo fuimos al cine, pasamos desapercibidos por el Paseo de la Reforma y en 5 de mayo tomamos café. A ella la despedimos como a las nueve, pues le había propuesto a Roberto caminar a casa, todo en memoria de los viejos tiempos. Él, con sonrisa y abrazo, dijo que adelante. Nos fuimos en metro, luego abordamos un colectivo, después nos bajamos para andar a pie. En el sur de la ciudad había llovizna, pero en vez de aguarnos la fiesta, nos divirtió, fue nuestra última escena romántica. Al cruzar por la esquina entre Oliva y Troncoso, nos salió al paso un viejo conocido: Gaspar.

―¡Vaya! Mi estimado Camay, es un gustazo verte por aquí. Tenías olvidados a los amigos ¿Qué tal, Rudy? ¿Cómo te va? ―Gaspar se veía más flaco, medio calvo, seguramente se drogaba mucho.

―¡Rudy, no le hagas caso, vámonos!

―¿A dónde vas, muñeca? Tu y yo tenemos muchos recuerdos ¿Ya olvidaste lo del lote baldío? ¿Acaso no gemías de placer? Además, tú luego viniste a romper mi nariz. Ya sabías boxear, aquí el mánager te enseñó muy bien.

―¡Rudy, vámonos! Gaspar miente ―Roberto me empujó la espalda para hacerme avanzar más rápido. Yo me detuve. Suspiré, mi decisión también había sido tomada, lo hice por orgullo, no iba a dejar que al final de todo Camay saliera con más poder que yo. Lo que pasó aquella noche lo dispuse porque me convenía. Quería volver al pasado sin olvidar la dicha del presente. En esa esquina había iniciado mi aventura y pensé que ahí debía terminar, por eso lo miré de frente para decirle:

―Eres tú el que miente, lo has hecho a lo largo de este tiempo. Es de lo primero que te pedí. Hace mucho que lo sé todo, antes de las olimpiadas saliste a buscar a Gaspar, transgrediste lo que te había prohibido ¿Por qué no hice nada? Te lo diré: Eran treinta años de espera por mi gloria olímpica, en todo este tiempo fue lo único importante para mí. Hoy que ya no me sirves me despido. No puedo negar que te quise, te ame, pero te volviste posesivo y eso me desanimó. Sara me ha hecho ver las cosas y aún puedo rehacer mi vida aunque ya esté medio viejo. En una semana volaremos a España. Por si no lo sabías, Gaspar es un boxeador que se quedó fuera de mi gimnasio por ser un agresor callejero, desde entonces ha sido mi cazador de talentos. Camay, me hiciste un favor y yo te lo pagué con otro. Ahora, estés o no de acuerdo, estamos a mano. Gaspar, ahí te lo dejo, yo me largo.

Camay bajó despacio la cabeza al ver que Gaspar sacaba su revólver, sabía lo que vendría, no dijo nada ni siquiera se volvió a mover, allí estaba como triste y sólo alcancé a escucharle un sollozo leve. De esa forma, en la penumbra de aquella esquina suburbana y mientras yo me iba, retumbó una descarga.

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