Luis Rivera
«¡Bienvenidos al Rincón de Edward!»
Así leía un majestuoso rótulo
tallado en madera fina, con barniz en color café oscuro. Había sido un regalo
para Edward de sus amigos en la penúltima navidad. Lo colgó en la entrada de la
terraza, una sencilla construcción que fue improvisando un viejo albañil,
siguiendo la medida de las exigencias peculiares del trío de amigos. Utilizaron
el amplio jardín que tenía la residencia Ramírez. Con base en la pared oeste
del terreno, edificaron una estancia con techo a media agua. Cada una de las
cuatro columnas de madera, sobredimensionadas para el peso que soportaban,
estaban tapizadas de fotos familiares de esa vida que lentamente se le escapaba
de las manos y que rehusaba soltar. Una inmensa parrilla —que utilizaba leña
como combustible, en vista que el sabor del gas en la comida era un «veneno
moderno», según los criterios culinarios de Edward—, coronaba la edificación.
En el centro del cuadrilátero, habían colocado una mesa redonda de seis
posiciones, que servía para la práctica de todos los juegos de azar conocidos
por esa generación, desde el poker y el blackjack, hasta el dominó.
A un costado, colocaron otra de las joyas preciadas del rincón: una rocola clásica.
En ella, cada sábado, se revivían serenatas y baladas de la mitad del siglo
pasado entonadas por Jorge Negrete, Julio Jaramillo y Pedro Infante, entre
muchos otros.
El comité permanente del «rincón» estaba
conformado por Edward, Adolfo y Ramón. Todo inició hace un quinquenio cuando la
esposa de Edward —Silvia—, murió víctima de un agresivo cáncer. Buscando acompañar
al abogado en su inesperada viudez, Adolfo y Ramón comenzaron a llegar
religiosamente los sábados a mediodía, llevando comida preparada y bebidas
espirituosas, para compartir la tarde y aliviar el luto de Edward. De manera
sutil, la ansiada visita sabatina comenzó a mutar en una tradición que fue
requiriendo ajustes logísticos, los cuales cada setentón aportó según su
preferencia. Los tres eran profesionales jubilados, por lo que agradecían
actividades que llenaran sus días y activaran sus intelectos. Adolfo, un
ingeniero retirado, estuvo a cargo de dirigir las obras civiles. Ramón,
comerciante emprendedor, tomó la asignación de localizar —asegurando módicos
precios ajustados a presupuestos de pensionados— toda la mueblería y la afamada
rocola. Edward estuvo a cargo del diseño arquitectónico de la obra, en vista
que era el chef oficial y, como dueño de la casa, procuraba que la nueva
edificación calzara con la que sería su única herencia al morir. Cada semana,
después de inaugurar con un brindis cualquier mejora o avance logrado,
identificaban alguna carencia que generaba una mínima incomodidad, y se ponían
manos a la obra para resolverla. Era un ciclo virtuoso que abrazaban con
entusiasmo.
Quemaba a máxima capacidad el
asador, invadiendo media cuadra con humo blanco y olor a carnes, mientras
Adolfo repartía la baraja. Era un digno espectáculo ver su cara cuando, con un
cigarrillo encendido entre sus delgados labios —que eran resguardados por un
minúsculo bigote blanco—, arrugaba sus frondosas cejas y achicaba la mirada
instintivamente para protegerse los ojos del humo, manteniendo una profunda
concentración en su tarea para que se pudiera iniciar la jugada. Ramón, quien
le recomendaba que usara un cenicero pero siempre era ignorado, servía tragos
para los tres, a causa de haber sido el perdedor de la última partida. Mezclaba
el ron después de haber servido el hielo —todo en cantidades predeterminadas— y,
como quien cata un buen vino, olfateaba su trago antes
de probarlo. Edward terminaba de sacar un trozo de carne del asador, partiéndolo
en bocados pequeños, que serviría de acompañante para la siguiente ronda de póquer.
Se sentó y colocó el plato en el centro de la mesa, bañándolo en una
concentrada vinagreta de especias, que hacía sudar la frente al primer olfato.
Al unísono, todos encendieron otro cigarrillo, y comenzaron el juego.
—Usted es mano, abogado. ¿Quiere carta?
—murmuraba tensamente Adolfo, siempre con el cigarrillo entre dientes. Era su
tercera semana de mala racha, algo que estaba dejando de ser gracioso.
—Tranquilo, Inge, hasta aquí le
olfateo la rabia. ¡El que se enoja, pierde! Deme dos cartas, si es tan amable —declamaba
de manera burlesca Edward, guiñando un ojo a su cómplice del día, Ramón.
—No revuelva al Inge —advertía Ramón—,
después quién lo aguanta emperrado que ya no juega. No es culpa de él que se
encontró con dos senseis del póquer.
Todos, con excepción de Adolfo,
rieron a carcajadas. Su sordera estaba manifestándose cada vez más. Incluso, le
recetaron un aparato auxiliar auditivo, el cual no usaba alegando que eran
tramas médicas para sacarle dinero. Continuaron la partida hasta que, como había
sido profetizado, perdió de nuevo el ingeniero.
—¿Qué horas es? —consultaba Edward,
alarmado.
—Faltan tres minutos para las
cuatro de la tarde, Eddie —respondía Ramón. Era la tercera vez en veinte
minutos que Edward preguntaba por la hora. Ambos amigos sabían, por la
explicación que les había dado meses atrás Hilda —la hija mayor del abogado— que
los primeros síntomas del temido alzhéimer eran así: pérdida de la memoria de
corto plazo. Cruzó una mirada con Adolfo de manera sutil, quien regresaba del baño,
asintiendo silenciosamente.
—¡Encienda la radio, Eddie, que ya
comienza el sorteo de lotería y hoy sí la ganamos! —ordenó Adolfo, buscando
disipar el incómodo momento.
Otro de los rituales sabatinos
incluía jugar la lotería. Todos habían sido profesionales muy conservadores en
la plenitud de sus años, cuidando de sus familias y trabajos por sobre todo.
Ahora, en el ocaso de sus días, acordaron tomar más riesgos y saborear esa
adrenalina que solo brindaba competir contra el azar.
—¿Quién tiene el boleto? —preguntaba
exaltado Adolfo.
Pacientemente, Ramón desenvolvía un
pliego de lotería que traía en su bolsa derecha. Tomaba la libreta de
anotaciones y un lapicero, y se colocaba los lentes de lectura mientras
comenzaban los anuncios comerciales previos al sorteo. Todos lo rodearon,
ansiosos como el primer día, aun cuando tenían ciento veintitrés
semanas seguidas sin ganar.
—¡Sírvame otro trago, Inge, que hoy
es el día que nos hacemos millonarios! —exclamó Ramón, mientras preparaba la
tabla donde anotaría los seis números que en segundos dictaría el locutor.
Aprendieron a no confiar en sus propias memorias, por lo que tomaban apuntes
del sorteo para poder comparar en calma contra su billete de juego. El arreglo
al que habían llegado era que cada uno de ellos comparaba un billete por
semana, rotando la asignación. En caso de ganar, repartirían el botín entre los
tres.
«Les deseamos toda la suerte
para hoy, estimados amigos. Recuerden que su contribución al Patronato Nacional
de la Infancia le permite al gobierno sostener todas las obras sociales para el
futuro del país. Los números de la semana son: cuarenta y ocho; ochenta y uno;
sesenta; noventa y cinco; noventa y nueve; y el cero ocho. Repetimos…»,
narraba desganadamente un veterano locutor.
—¿Ganamos? —preguntó Edward, con
genuina esperanza.
—Nada esta vez, pero estuvimos
cerca. Recuerde, don Eddie, a usted le toca el boleto de la próxima semana —dijo
Ramón, mientras recogía vasos y limpiaba ceniceros.
Como era el acuerdo, lo anotó en la
libreta especial que guindaba en el refrigerador. Se despidieron a las cinco
treinta de la tarde. Iban todos con las orejas rojas y los cachetes colorados,
sonriendo de todas las ocurrencias de la jornada.
La vida de los jubilados está conformada
de rutinas que se vuelven su razón de vivir. Era martes, día de mercado, y
Edward preparaba meticulosamente cada detalle desde la noche anterior. Sacó su
ropa, pantalón gris y camisa blanca de manga larga, los cuales planchó mientras
escuchaba las noticias de las ocho en la televisión, ya vestido en ropa de
dormir. Se levantó de la cama a las cinco, aunque había despertado desde las
dos de la madrugada, tiempo durante el cual lo invadían los recuerdos y ardían
los remordimientos. Encendió la radio para escuchar las noticias de la primera
hora. No prestaba mucha atención a lo que acontecía, pero lo carcomían el
silencio y la soledad, entonces necesitaba ahogarlos con ruido externo. Preparó
su café, negro y robusto, hirviendo hasta que el aroma inundó toda la casa. Se
duchó, tarareando a Vicente Fernández con «El Rey». Procedió a afeitarse con
cuidado y destreza, usando mucha agua caliente y espuma, con movimientos a
contra piel. Aún utilizaba las navajas metálicas de antaño, negándose a
sacrificar su cara al atropello de una baratija desechable. Acarició su rostro
irritado con aftershave Old Spice, el cual le estaba costando cada día más
encontrar en el supermercado. Aplicó crema fijadora en el escaso cabello para
domarlo. Se colocó su reloj de puño, un automático que había utilizado por los últimos
treinta y cinco años, así como su anillo de bodas. «Si no ando el anillo, me
comen las jovencitas», respondió a sus amigos, cuando en una ocasión
insensiblemente le sugirieron que ya no lo usara.
Procedió a dirigirse al mercado. Se
transportaba en taxi. Tenía prohibido manejar, a raíz del diagnóstico clínico.
Al llegar, saludó a doña Clementina en su cafetería, y procedió a desayunar lo
de siempre. El mercado municipal comenzaba a cobrar vida. Camiones, carretillas,
y canastas transitaban en un caos ordenado. El ambiente mezclaba los olores de
verduras, frutas y granos básicos. Las carnicerías exhibían sus cortes frescos.
Gritos de comerciantes en plena negociación resonaban por doquier. Era un
monstruo de mil cabezas que despertaba. Luego de pagar y dejarle su buena
propina a doña Cleme, se instaló en una banca a leer el periódico, mientras
Joaquín le lustraba los zapatos. Pronto se aburrió de la guerra en Medio
Oriente y de las infidelidades del presidente, así que repasó la lista de
compras que debía realizar. «Me toca comprar la lotería esta semana», meditó tras
reconocer la letra de Ramón.
—Aquí le va el número ganador,
abogado —aseguró la niña Francisca, una señora discapacitada de edad muy
avanzada a quién Edward ayudaba comprándole el boleto de la lotería, siempre
con una propina adicional incluida.
—Así me lo aseguró el mes pasado,
Chica —replicó, tratando de mostrar seriedad—. O me da la suerte, o me cambio
de vendedora.
—No me culpe a mí de sus locuras,
señorito. Eso de comprar boleto para tres jugadores es pura mala suerte. ¡Ya lo
he dicho! Con uno de los tres que esté salado, todos pierden. ¡Déjense de tacañerías
y jueguen como se debe!
Entre risas y más bromas, Edward
guardó el boleto dentro de su libreta de apuntes, y prosiguió con su mañana de
compras.
Volvió el sábado, y el «rincón de
Edward» recobró vida. Era una tarde calurosa con poca brisa y un sol radiante.
Los tres amigos reían alrededor de la mesa, mientras transcurría una partida de
dominó. Hacían una rotación estructurada de los juegos para romper las malas
rachas. Celia Cruz derrochaba su talento con una salsa contagiosa en la rocola,
de esas que obligan a las piernas a seguir el ritmo en automático. Hoy era Ramón
quien sufría los embates en contra de parte del azar. La última innovación en
el proyecto colectivo era un ventilador de techo. Habían abordado el
inconveniente del humo y el calor acumulado. Adolfo gestionó la instalación
durante la semana.
—Ahora hasta siento frío —bromeaba
Ramón, tratando de desviar la atención de su calamitosa tarde—. Se le pasó la
mano con las revoluciones de esta turbina, Inge.
—El día que no tengan quejas, será el
día del último juicio —respondió Adolfo, haciendo el esfuerzo por parecer serio
e irritado.
Edward secaba su frente con su pañuelo,
habiendo pasado un par de horas asando el almuerzo para sus amigos. Anotaba en
su libreta comprar más carne y leña para el próximo fin de semana.
—¿Qué hora es? —consultaba mientras
caminaba hacia el baño.
—Hora del sorteo, don Eddie. Présteme
el boleto que hoy nos hacemos millonarios —respondió Ramón, encendiendo el
radio transmisor y tomando libreta en mano.
«Les deseamos toda la suerte
para hoy, estimados amigos. Recuerden que su contribución al Patronato Nacional
de la Infancia le permite al gobierno sostener todas las obras sociales para el
futuro del país. Los números de la semana son: veintisiete; treinta y seis;
catorce; cuarenta y cinco; cincuenta y cuatro; y ochenta. Repetimos…»
—¿Ganamos, Ramón?
—Permítame, abogado, que estoy
comparando. Veintisiete… Catorce… Ochenta…Treinta y seis… Cuarenta y cinco… Cincuenta
y cuatro… ¡No puede ser! Voy de nuevo: Veintisiete. Veintisiete… Catorce.
Catorce… Treinta y seis. ¡Treinta y seis! ¡Cuarenta y cinco! ¡Cuarenta y cinco!
¡CINCUENTA Y CUATRO! ¡LE PEGAMOS, JODIDO!
Ambos miraban a Ramón incrédulos.
Lo vieron tirar la libreta al aire y saltar como un chiquillo. Adolfo corrió a
buscar sus anteojos a su bolso, y las manos le temblaban tanto que los dejó caer
dos veces. Recogió del suelo la libreta de apuntes, y se sentó tomando el
boleto en mano. Su pierna derecha temblaba nerviosamente.
—Don Eddie, ayúdeme aquí que no
puedo dejar que este viejito nos tome el pelo. Revisemos, venga.
Edward tomó asiento y comenzó a
dictar números del boleto. Su voz vacilaba al ver el gesto afirmativo de Adolfo
a medida que confirmaba cada cifra. A sus espaldas, Ramón no dejaba de bailar.
Dictó el último dígito y Adolfo removió sus gafas.
—Caballeros: ¡somos millonarios! ¡Hemos
pegado el premio mayor! —dijo solemnemente el ingeniero retirado, con su mano
derecha pegada a su corazón.
Los tres caballeros se fundieron en
un abrazo; Adolfo soltaba lágrimas y risas. A Edward le faltaba el aire, a tal
punto que tuvo que sentarse.
—¡Respire profundo, don Eddie! ¡No
se nos vaya a morir ahora que valemos cinco millones de dólares!
—¡Es que no lo puedo creer, Ramón! ¡Nunca
he ganado nada en mi vida! ¿Cómo le fuimos a pegar a la lotería?
La onda sísmica de emociones provocó
que los septuagenarios brindaran como que no hubiera mañana. Planificaron irse
en un crucero, o tal vez comprar un yate. Pagarían un chofer para don Eddie, no
podía seguir viajando en taxi el nuevo millonario del barrio. Acordaron que
mejor los tres tendrían chofer, obviamente con un carro nuevo para cada uno. Reían
al pensar que ahora sí se tendrían que cuidar de las jovencitas. ¡Serían
irresistibles, aunque sea solo para hacerlas viudas adineradas! Aseguraban que
no les ajustaría la vida para gastarse esa plata, por lo que debían apurarse
con esos planes. Departieron hasta altas horas de la noche, embriagados en
euforia. Se acostaron esa noche, pero durmieron poco. Soñaban en esa nueva vida
que hoy habían recibido.
Eran las nueve de la mañana del
domingo cuando Edward escuchó llaves que abrían la puerta principal. Le dolía
la cabeza de la resaca, y pensó que debía de ser una artimaña de su mente en
castigo por el abuso a la que la sometió anoche. Pero mucho para su pesar, no
era una alucinación. Solo dos personas más poseían llaves a su casa: la
empleada y su hija mayor, Hilda. Ninguna de las dos era bienvenida hoy.
—¡Hoy sí huele a trapiche este
cuarto, papá! —refunfuñaba Hilda, mientras abría las cortinas y ventanas para
ventilar la habitación.
—Buenos días, hija. No recuerdo
haberla invitado el día de hoy. ¿A qué se debe la grata sorpresa?
—No necesito invitación, papá. Lo
que necesito es que no tome tanto. Vengo a hacerle desayuno para que
platiquemos.
—¿Desayuno? Debe de ser una plática
seria porque no recuerdo la última vez que usted me acompañó a comer un
domingo.
—Salga de la cama y haga lo que
hace en su baño. Yo iré preparando el café.
Edward llegó al comedor envuelto en
su bata. Hilda estaba entretenida arreglando las travesuras recientes de los
tres ancianos. Tomó su café, tratando de disimular el dolor de cabeza con el
fin de no dar más material combustible para el alegato de su primogénita. Al
fin se sentaron ambos en la mesa, con jugo y tostadas regadas con mermelada.
—Papá, tenemos que hablar.
—Pensé que el momento nunca llegaría
—exhalaba con ironía Edward, visiblemente incómodo—. Cuénteme para qué soy
bueno.
—Me llamó hoy a primera hora Clara,
la nuera de Adolfo. Me dijo una locura que ustedes ganaron la lotería, la del
premio mayor. ¿Es cierto eso? —exclamó sin recato Hilda.
—No es locura, hijita —respondió Edward—,
hemos pegado el grande.
—¡No puedo creer que usted no me
haya llamado al saberlo! ¿Cómo puede ser tan egoísta?
—Vaya despacio, mi niña, yo hago
las cosas a mi manera. Nos dimos cuenta ayer, y aún estoy celebrándolo con mis
amigos. ¿Algún inconveniente?
—Usted siempre haciendo las cosas
difíciles. Eso me dijo Clara, que le preocupa que usted pueda hacer una
tontera. Mejor deme el boleto para guardarlo. Recuerde lo que dijo el doctor,
que por su enfermedad usted ya no es confiable con las cosas importantes.
—Si a eso vino, ¡váyase de
inmediato mejor! Nadie me va a ordenar cómo manejarme. ¡La única que podía
hacerlo murió hace cinco años! —Se levantó y regresó a su habitación, cerrando
la puerta con un fuerte golpe. Hilda sabía que había sido un error precipitado
mencionar el alzhéimer, pero no encontró otra alternativa. Lo dejó ahí,
conociendo lo terco que podía ser su papá.
El siguiente sábado, el «rincón de
Edward» estaba inusualmente concurrido. Las familias de Edward y Adolfo
llegaron a almorzar, algo sin precedente. De manera arbitraria, Hilda tomó posesión
de la cocina y el asador. Por decreto de segunda generación, prohibieron el
alcohol y el cigarrillo por el día, para no dar mal ejemplo a los niños. El hijo de Adolfo, Roberto, llevó a sus hijos
y sobrinos. La colonización infantil capturó la rocola como rehén, secuestrada
y enmudecida. Tenían sus propios parlantes, de tamaño minúsculo pero de una
potencia sonora ensordecedora. Justin Bieber, Selena Gomez y Kate Perry
animaban la tarde. Dos de los niños capturaron la baraja de naipes, y en poco
tiempo tenían el suelo alfombrado con cartas. El dominó estaba siendo utilizado
para construir castillos en la grama. A los pequeños les pareció divertido
derribar los castillos a patadas, entonces pronto se tenían piezas en todo el
patio. También derramaron refresco en la mesa central, estropeando el fino
fieltro especial para el juego del naipe. Ramón observaba en silencio cómo su
rincón era destrozado por los infantes.
—¿Quién cumple años hoy, que
tenemos casa llena? —preguntaba Ramón a Adolfo.
—Ojalá eso fuera. No puedo quitarme
a mi nuera de encima desde que se enteró del premio mayor. Han llegado a cenar
todas las noches desde el domingo. Roberto es como la mamá, sumiso y poco
conflictivo. Pero la verdad, se encontró con una peligrosa tigresa. La observo
y sus ojos delatan ambición. Me da hasta miedo por mi hijo.
—¿Y le estará pasando lo mismo a
don Eddie con su hija? Yo a Hilda no la veía desde el velorio de la mamá.
—¡Cuando se huele el dinero, todo
se transforma, Ramón! ¡Hasta parece que nos quieren y les interesa nuestra
vejez!
Fue una tarde que transcurrió lenta
y tensa. La fingida amabilidad entre generaciones era evidente y patética.
Nadie mencionó el tema del premio. Todos partieron apresuradamente a las cinco,
prometiendo que lo volverían a repetir el próximo sábado.
El martes por la noche, como ya
estaba siendo costumbre, cenaban en casa de Adolfo con su hijo y nuera. Platicaban
trivialidades mientras Clara le pidió a Roberto que recogiera la mesa. Cuando
pudo quedar sola con su suegro, lo abordó sin rodeos.
—El viernes tenemos que ir a
recoger el premio, Adolfo. Creo conveniente que don Eddie le entregue el boleto
a usted, me preocupa que ese señor ya no sabe ni dónde pone sus placas.
—¿«Tenemos», Clara? No sabía que
usted también ganó la lotería. Hasta donde yo recuerdo, el único ganador acá soy
yo. Y por favor, no vuelva a referirse sobre mi amigo de esa manera.
—Usted sabe que lo hacemos por
acompañarlo. Para eso es la familia, ¿verdad? Voy a ver un poco de televisión
con Roberto antes de irnos, no lo atraso para que pueda irse a acostar.
Llegó Adolfo a su cuarto,
inevitablemente molesto. «¡Qué descaro de mujer!» Se acostó, entristecido del
tipo de esposa que escogió su hijo. Observó en su mesa de noche el auxiliar
auditivo que nunca utilizaba. «Con este aparato, usted podrá escuchar a las
hormigas reír, ingeniero», le había confirmado el doctor. Colocó el dispositivo
en su oído derecho, y en efecto la calidad de sonido superó su expectativa.
Caminó hacia el pasillo, y al solo salir de su puerta, pudo escuchar la
conversación entre los esposos en su sala.
—Mira, Roberto, ya te lo dije, tu
papá cree que se va a quedar con todo ese dinero. ¡Está loco el pobre viejo!
Vos sabes cómo estamos de deudas y que no podemos seguir viviendo en esa
pocilga a la que me llevaste. Así que vaya viendo usted qué va a hacer con su «tata».
—Clara, ¿cómo crees que le voy a
quitar a mi papá el premio, después de todo lo que nos ha dado? Es su dinero y
si nos quiere compartir, bienvenido.
—Igual de loco que tu papá,
Roberto. ¿Qué nos ha dado tu papá? Te voy a contestar: ¡muy poco! No es
suficiente. No me casé con vos para ser una pobretona. Así que, o lo compones,
o te quedas solito.
Adolfo retrocedió a su cuarto. Había
escuchado suficiente.
El viernes por la mañana, Hilda
llegó a casa de Edward a las nueve. Estaba nerviosa, ya que toda la semana
Clara estuvo acosando hasta el hastío sobre asegurar que todo saliera bien. Su
papá estaba aún en el baño, así que se puso a preparar el desayuno. Al fin salió,
y procedieron a comer.
—Papá, hoy tenemos que ir a
reclamar el premio, ¿recuerda?
—Es imposible que lo olvide con su
persistente insistencia, hija.
—Solo quiero ayudar. A usted todo
le incomoda ahora de viejo —dijo Hilda, tratando de tragarse su inmensa
ansiedad. Terminaron de desayunar en silencio. Procedió a su cuarto Edward, a
terminar de arreglarse.
—Papá, son las diez de la mañana. ¿Ya
está listo? Tenemos que salir en media hora si queremos asegurar llegar
temprano por el tráfico.
—Hija, ¿usted agarró el boleto? No
lo encuentro en mi carpeta.
—¿Cómo que no lo encuentra, papá? ¡No
bromee con eso, por favor! —exclamó Hilda, dirigiéndose a toda prisa al cuarto
de Edward.
Registraron todas las gavetas, las
cajas, y los armarios. Sacaron todos los sacos de vestir donde a veces Edward
escondía cosas de valor. Revisaron los pantalones y zapatos. Se arrodilló Hilda
para repasar por debajo de la cama. Levantaron colchones y vaciaron cajones.
Comenzó a imperar la desesperación.
A las diez y media llegaron Adolfo,
Ramón y Clara, como lo habían acordado. Al ver la escena, de inmediato Clara se
puso a gritar.
—Pero, ¿qué pasó? ¿Dónde está el
boleto? ¡Esto es una pesadilla! ¡Suegro, ayúdele a Hilda a buscar! Don Eddie,
por favor díganos adónde guardó el boleto. ¡Se lo ruego!
—Yo lo dejé acá, Clara, en mi
gaveta. ¡Alguien debió tomarlo!
La casa estaba totalmente
desordenada, como que hubiera pasado un tornado. Tiraban al suelo libros y
gavetas, perdiendo la paciencia y el decoro.
—Don Eddie, por última vez, por
favor díganos, ¿dónde escondió el boleto? —acercándose hacia él.
—Deje de cuestionar a mi padre,
Clara. Usted sabe que su enfermedad le afecta gravemente.
—¡Me cansé de ser amable, viejo
idiota! —gritó Clara en la cara de Edward—. ¡Usted ha arruinado nuestras vidas!
Levantó la mano y dio una fuerte
bofetada que provocó que Edward cayera al suelo. Adolfo tomó por la espalda a
su nuera y la sacó de la casa, con muchas mordidas en sus brazos. Tuvo que
recibir varios puñetazos y demasiados improperios para meterla al carro y
retirarse. Hilda ayudó a su padre a levantarse, limpiándole la sangre que tenía
en su labio roto.
—Lo siento, papá. Nunca pensé que
Clara se comportara así. Por favor, déjeme limpiarle la herida y olvidemos esto
de una buena vez.
Ramón, siempre servicial y
prudente, procedió de manera sigilosa a recoger el desorden provocado por la búsqueda
del boleto, compadeciendo en lo que se había convertido la vida de sus amigos.
No volvieron a llegar las familias
al «rincón de Edward». Adolfo nunca volvió a tener a su hijo y nuera en casa
para cenar. Hilda no volvió a preparar desayunos para Edward. Quedaron más
solos que nunca.
Varios meses después, estaban los
tres caballeros degustando una sopa de mariscos con cerveza en el «rincón»,
cuando Ramón extrajo tres sobres de su chaqueta. Los repartió a sus colegas,
los cuales lo tomaron extrañados.
—El día que ocurrió el pleito en su
casa, don Eddie, me quedé limpiando y recogiendo el reguero que le dejaron.
Conociendo sus hábitos, encontré su libreta de apuntes del mercado. Ahí había
usted guardado el boleto. Tomé la libertad de esconder el boleto durante todo este
tiempo, esperando que bajara la marea. En privado, cobré el premio y cada uno
tiene frente a ustedes un tercio en cheques certificados. También, un pasaje
para irnos a conocer ese crucero que decidimos el día que ganamos. Después de
todo lo que han pasado, se merecen una vacación.
Los tres ancianos elevaron sus
copas a brindar, con una sonrisa cómplice mientras se miraban entre sí. De
inmediato, el «rincón de Edward» se llenó de carcajadas y sueños.