jueves, 6 de julio de 2017

La pandilla

Adrián González


Jadeando y sangrando de la frente, Renato sigue tirando golpes con desesperación montado sobre su oponente, quien desfallecido en el piso es ya incapaz de reaccionar. Por fin, agotado, se levanta con dificultad —la lluvia le escurre de cabeza a pies provocándole escalofríos—, voltea a su alrededor y se da cuenta de que todos lo observan, unos con incredulidad, otros con recelo y algunos más con ira contenida. Está a punto de anochecer y uno a uno, los pendencieros, se dispersan callados, perdiéndose entre las sombras del parque. La mayoría se dirige al viejo cine de enfrente —abandonado y lleno de ratas—, donde duermen. Solo una muchacha permanece a su lado.

—¿Ónde aprendiste a pelear? —le pregunta ella, en medio del chubasco.

—Pues así, en las calles, defendiéndome —responde él, aún agitado.

—Ya te ganaste el respeto de estos vagos, pero el Monje no va a olvidar la madriza que le pusiste, mejor cuídate —le advierte ella, titiritando de frío.

—¿Por qué le dicen el Monje? —pregunta Renato, con la cara escurriendo sangre y lluvia.

—No sé, es retesolitario y callado, su jeta da miedo. Hasta hoy nadie le había dado su merecido —comenta, dándole unas palmadas en la espalda.

—Y tú, ¿por qué nunca me habías hablado? —la cuestiona, alzando el brazo con incomodidad para retirar de su espalda el de ella.

—¡Huy, qué rejego! Mira, aquí o te avivas o abusan de ti —le explica—, y yo no nací pa’ mártir, cuando llegaste a la pandilla pensé que eras otro idiota del que todos se aprovecharían —aclara—. Pero, mejor ya vámonos que me estoy helando.

Antes de retirarse, Renato se acerca al cuerpo del Monje —aún tendido en el suelo—, para arrebatar de su mano la piedra con la que hirió su frente y lanzarla lo más lejos posible, entre los árboles —un trueno retumba en el cielo.

—Y…, ese que he escuchado. ¿Es tu nombre? ¿Aldonza? —pregunta él—. No es que no me guste, es que nunca lo había oído —le dice, e inicia a caminar con dificultad.

—¡Porque eres un iletrado e ignorante! —lo recrimina—. Así decía mi padre, que en paz descanse onde quiera que esté; era maistro de literatura y el zonzo me puso así adivinando en lo que me convertiría.

—No te entiendo nada…, mi madre también está muerta —murmura Renato.

—Deja pues, te ayudo —insiste ella, apoyándolo en su hombro para conducirlo a lo más alejado del parque.

—¿A dónde me llevas?

—Ya verás. Antes de que esto fuera un parque, aquí había una subestación que surtía de luz a esta zona; lo que queda está abandonado —Ambos van empapados de cabeza a pies.

Casi arrastrándose, llegan hasta un viejo registro eléctrico subterráneo y levantan del piso la pesada tapa —un hedor a humedad y herrumbre los asalta—, para internarse y así guarecerse de la lluvia y del frío. Ya adentro, en la oscuridad, acurrucados en el concreto, ella procede a quitarse la ropa mojada y a tientas inicia a retirar la de él.

Rozándole la cara con sus senos, Aldonza aprieta con su playera rota y manchada de sangre, el corte en la cabeza de Renato para que deje de sangrar, pasando a besar sus demás heridas: el ojo hinchado, la boca rota, el codo raspado y más allá…, debajo de su pantalón. Él se integra, toca, besa, abraza y por fin penetra, para luego caer dormido.

—Pensé que no la librarías —comenta ella, al tiempo que entran al metro la mañana siguiente—, la piedra estaba grandotota, otro poco y te carga la bruja.

—Yo nunca había… tú sabes —revela Renato, cambiando la conversación.

—Sí, me di cuenta, pero ya aprenderás, además: ¡Estás bueno! ¡Ja, ja, ja! —se burla ella—. En fin, a lo que venimos: recuerda, yo les rozo las nalgas y tú por detrás les sacas la cartera o el teléfono.

—No sé si pueda hacerlo —señala él, pagando dos boletos en taquilla.

—¡Bueno, güey! ¿Qué has aprendido en las calles además de partirte la madre?

—A hacer reír, eso me gusta —responde, mientras bajan al andén.

—Sí, eso me contaron, pero ya ´tas grande pa´ seguir de payaso en las esquinas. ¡Órale!, a «trabajar» —concluye ella, internándose en un atiborrado vagón del tren subterráneo.

Renato la sigue con fascinación en la mirada, mientras ella se conduce con ligereza hablando sin parar de una ruta a otra; su bien formado cuerpo y su actitud coqueta hacen que los hombres la observen, ella les devuelve una sonrisa cínica —perfecto distractor para sus propósitos—. Así, ambos suben y bajan, una y otra vez, recorren pasillos y vagones de estación en estación; de vez en cuando se acurrucan para contar su botín, abandonando las carteras vacías en algún bote de basura. Al anochecer regresan a su guarida en el parque, no sin antes pagar su cuota a la pandilla.

—¿No, que no? —se mofa Aldonza, en tanto cuenta billetes sentada sobre Renato a la luz de una vela, cuya luz rojiza ilumina tambaleante su hermoso torso desnudo—. ¡Nos va requetebién! —exclama entre risas.

—Sigue… —murmura Renato, recostado en la piedra fría y tratando de contener un gemido, mientras ella agita sus caderas provocando que él se estremezca de placer.

—¡Ja, ja, ja! —suelta ella una carcajada dejando el dinero a un lado, al tiempo que se estira sobre él restregándole su pecho en la cara, para alcanzar del rincón una botella de cerveza y un trozo de jamón.

Renato aprovecha y la abraza, rodeando su cintura con el brazo izquierdo y sujetando firmemente su nuca con la mano derecha por debajo del cabello, para incorporarse hasta quedar sentado frente a frente con ella, que por su parte gira las piernas para atraparlo con ellas y atraerlo a una penetración aún mayor; ahora ambos, entrelazados, son uno, solo el sudor se interpone entre sus cuerpos. La cerveza escurre de los labios de Aldonza, bajando por el cuello hasta su pecho, donde él se deleita como un recién nacido. Ambos beben, comen y se disfrutan uno al otro, alternando movimientos compulsivos con sorbos, bocados y risas, al amparo de la intimidad que les proporciona su sombrío escondite bajo tierra, en lo más recóndito del parque.

—Vámonos de aquí —propone Renato, antes de entrar al metro una mañana.

—Sí cierto —responde Aldonza—, ámonos a las estaciones de más lejos, onde casi no llegamos. ¡Ahí viene el camión! —señala, apresurándose hacia la esquina de la avenida.

—No —responde él, sujetándola del brazo, antes de que ella aborde—. ¡Vámonos de aquí!

—¿De qué hablas, payasito? —responde ella, zafando su brazo y mirándolo a los ojos con enfado—. La banda es nuestra familia —le advierte.

—No los necesitamos.

—Te equivocas, animal —lo insulta—, y hazte pa’cá que te va a apachurrar un carro.

—Busquemos un lugar para nosotros —propone de nuevo él, regresando a la banqueta—. Un lugar… en esta vida; quiero decir… —trata de explicar.

—¡Huy! Qué intenso… ¡Ja, ja, ja! —lo interrumpe con ademanes y gestos de burla, en medio del bullicio del tráfico y los peatones pasando junto a ellos—. Mira, Renato —aclara, con toda seriedad—, mientras ´temos con la pandilla ´tamos protegidos, si no, nos las tendríamos que ver con la ley; ellos tienen sus arreglos. Ni tantita idea tienes de lo que hablo y mejor que ni te enteres, te puedes arrepentir; así que deja de decir tarugadas.

—Podemos ganarnos la vida de otra forma.

—Te vuelves a equivocar —interrumpe secamente—; a buenos pa´ nada, maliantes y mugrosos huérfanos como nosotros nadie les da chamba; esos vagos a los que desprecias —te´ visto—, me cacharon cuando no tenía ni onde caerme muerta, y a ti… —aunque te haya costado unas madrizas—. De aquí nadie sale cuando se le pega la gana, no la riegues.

—Sé que nadie le da trabajo a gente como nosotros. Por eso he pensado…

—¡No pienses, carajo! —grita enfadada—. Aquí tenemos onde dormir y un «trabajo» pa´ comer y darnos nuestros gustos; hasta pa´ pagar por los baños públicos. ¿Cada cuándo te bañabas antes? No lo eches a perder, güey.

Ya en el autobús, Aldonza observa la cara de desconcierto de Renato; pareciera que hay un «no» en su mente, que en cualquier momento explotará.

Una noche, cuando regresan de «trabajar» al parque, parece que hay fiesta junto a la fuente; unos bailan al ritmo de la música que sale de un teléfono robado; otros ríen y beben tirados en el pasto; algunos más simplemente están, como ausentes, con la mirada perdida. Renato los observa: entre ellos hay adolescentes, casi niños, también jóvenes —como él y Aldonza— y otros no tanto; mujeres y hombres que muestran en sus cuerpos y sus rostros el desgaste del hambre, el frío y las adicciones; hay quien ostenta tatuajes y le faltan dientes, quien se ha rapado la cabeza y perforado la cara; son grotescos, repulsivos. Aldonza se acerca al Monje, le arrebata la botella de ron y algo más de entre sus manos para tragarlo, voltea a ver a los ojos a Renato, él lo piensa tres segundos y la imita. Pronto, los dos bailan dentro de la fuente: eufóricos, absurdos, empapados de agua verdosa y sucia, escupiendo hojas secas entre carcajadas.

Ya fuera de la fuente, aún intoxicado y sin control, él sigue solo, brincando con ímpetu, girando con los brazos al aire, aislado de la realidad, yendo y viniendo, hasta que…, tras lo matorrales, descubre a Aldonza revolcándose desnuda, en grupo, tres pendencieros hacen —de distintas maneras— uso de ella y de otra chica. Con expresión de no entender nada, Renato echa a correr con desesperación fuera del parque, sin rumbo, dando tumbos, cuando…, antes de cruzar la calle, recibe un golpe por la espalda y cae aturdido; a su lado, el Monje sonríe con una piedra en la mano, mientras dos policías lo arrastran y meten a la cajuela de su patrulla; ya adentro, en posición fetal, «viaja» a su infancia y recuerda tirada junto a él, a su madre prostituta asesinada, con los ojos abiertos y el vientre sangrando; ambos se miran a los ojos sin poderse mover.

Cuando Renato despierta, está maniatado por la espalda y sentado en el asiento trasero de la patrulla, con Aldonza y el Monje a cada lado; al frente, los oficiales de policía; uno conduce y el otro voltea —pistola en mano—, como para amedrentarlo.

—Te me haces conocido, muchacho —dice el que le apunta, mientras él guarda silencio.

—Mira, Renato —comienza a hablar ella—, lo del metro y los camiones, es solo pa’l diario; has de saber que aquí con los polis hacemos buenas tranzas.

—¿Vender Speed, como el Monje? —interrumpe él, volteándolo a ver a su lado, mientras este responde con una mirada estoica.

—¡No seas pendejo! No vendemos droga, eso lo controlan otros más cabrones que nosotros —aclara ella—; solo la usamos, ¿o no? —dice burlona.

—¡Piensa, hombre! ¿Qué abunda en este mundo y vale mucho dinero? —interviene el oficial que conduce, mirándolo por el espejo retrovisor.

—¡No sé! —grita con enfado Renato, mirando el arma con que le apunta el otro policía.

—¡Gente, Renato! —aclara con impaciencia Aldonza—. Gente es lo que sobra, mira las calles, ve cuánta hay. Si robas, te siguen y vas a dar a la cárcel; si te metes con los narcos te matan; si secuestras personas, te pagan harto, reteharto dinero.

Renato mira con incredulidad a los cuatro criminales, asiente con la cabeza y pide instrucciones: debe robar en el parque a un niño «de buen ver» y esconderlo ahí mismo, en el viejo registro eléctrico, bajo el suelo; Aldonza obtendrá información del chico y les llevará alimento cada noche; el Monje vigilará todo el tiempo; los policías negociarán y cobrarán el rescate. De otro modo, Renato irá a la cárcel por cualquier delito que le imputen los oficiales y si algo sale mal, el único implicado —el que robó y tiene al niño— es él.

Una vez llevado a cabo el secuestro, a la tercera noche, casi de madrugada, Renato levanta con sigilo la tapa del registro, deja al niño amordazado, con los ojos vendados y encintado de pies y manos, para lanzarse a correr hacia las sombras, entre los árboles, perseguido a toda prisa por el Monje. En la oscuridad, se escucha un golpe seco al unísono con el crujido de un cráneo; Aldonza llega corriendo por detrás y ve un cuerpo tirado con sangre brotando de la cabeza a pequeños chorros intermitentes.

—¡Lo mataste! —grita ella, pisando sin querer el charco que se está formando rápidamente.

—No lo sé —responde Renato, mirando al Monje tirado boca abajo y dejando caer de su mano una piedra.

—¡Vete ya, corre! —le vuelve a gritar.

—El niño… —reacciona él, volteando hacia atrás.

Sin decir nada, Aldonza echa a correr despavorida por el chico, con Renato siguiéndola de cerca. Una vez que lo sacan del escondite, aún atado y con los ojos vendados, lo abandonan en la entrada del tren subterráneo. «Pronto, antes del amanecer, al abrir sus puertas, alguien lo rescatará», se dicen uno al otro. Ambos se miran a los ojos, saben que nunca podrán volverse a ver, ni regresar a «vivir» al parque. «Eres rudo, cabrón», le dice ella y lo besa por unos segundos. Corren de nuevo, sin detenerse, pero ahora en direcciones opuestas.

Pasa el tiempo y un sábado por la noche, mientras camina vagando por las calles del centro de la ciudad, Aldonza se detiene cuando al pasar por una tienda de electrodomésticos, ve a un par de indigentes —una mujer gorda y un viejo borracho—, mirando con atención y entusiasmo una pelea de box en la televisión tras los aparadores; la mujer tira golpes al aire emocionada y el viejo pela los ojos mientras grita eufórico.

«¡Señoras y señores!», se escucha con fuerza el grito del comentarista de televisión. «Estamos por iniciar el sexto asalto de esta pelea pactada a diez, en la ruta de ascenso por el campeonato de peso gallo», advierte. «Les recordamos que nuestro país ha dado al mundo grandes campeones en esta división», señala, en tanto imágenes publicitarias se deslizan en la parte inferior de la pantalla. «Vistiendo calzoncillo blanco, el Zurdo Camacho, peleador experimentado, se enfrenta al novato, Renato, el Rudo, como apodan a este muchacho que viste calzoncillo negro».

Mientras tanto en la arena, saboreando la sangre de sus golpes y respirando con dificultad, Renato, exhausto y aturdido, sentado con las piernas extendidas sobre un banco en su esquina, hace un esfuerzo por concentrarse y escuchar las instrucciones de su mánager. «¡Levanta la guardia!», le grita. «¿Oíste?», insiste, sujetando su barbilla para que lo mire a los ojos mientras inclina una botella de agua en su boca, procediendo a hacer sangrar la herida en la ceja para bajar la inflamación, cubriéndola inmediatamente de vaselina. «¡Pon atención!, tu mejor golpe es el gancho al hígado, trata de conectarlo tal como lo practicamos».

Suena la campana y el público en la arena estalla en gritos. Renato se levanta con dificultad, las piernas le tiemblan mientras avanza al centro del cuadrilátero con los codos pegados a las costillas y los guantes cubriendo ambos lados de su cara. La pelea reinicia: de inmediato, el Zurdo Camacho lo recibe con una avalancha de golpes que lo hace retroceder hasta ponerlo de espaldas contra las cuerdas; pronto, la sangre vuelve a brotar de su ceja cubriéndole el ojo e impidiéndole ver. «El Rudo es puro corazón, ha aguantado todo lo que le ha lanzado el Zurdo, incluido el cabezazo con el que le abrió la ceja en el tercer asalto», señala el comentarista con elocuencia.

Ante la metralla de golpes que le propina su oponente, Renato rebota una y otra vez en las cuerdas, moviendo su cintura en todas direcciones para evadir sin éxito los golpes. «¡Esto es una paliza, señores!», se escucha en la televisión. «¡Observamos del otro lado del ring, al mánager del Rudo alzar el brazo con la toalla en la mano y está a punto de lanzarla para detener la pelea!», grita el comentarista —el público enardecido se pone de pie. Renato tiene la mirada perdida, algo pasa por su mente cuando un uppercut a la mandíbula seguido de un volado de zurda que revienta en su oreja derecha lo trae a la realidad; parece que va a caer, los gritos de la gente se acrecientan, el siguiente golpe por recibir es el jab de derecha, «¡Ahora…!», gritan desde su esquina con desesperación.

La cámara hace un close up a Renato que enconchado y casi sentado en la segunda cuerda, desliza ligeramente su pie izquierdo hacia afuera —sin anunciarlo demasiado—, para apoyarse en él, moviendo el hombro derecho hacia adelante y agachando la cabeza —como aprovechando el vuelo del golpe que acaba de recibir—, creando de manera oculta el espacio para lanzar con todas sus fuerzas, casi de perfil a su oponente, el guante izquierdo con el puño en posición vertical en forma de gancho ascendente a la zona hepática, en tanto el Zurdo ha tirado el jab que ha pasado rozando la cabeza de Renato y tiene extendido completamente su brazo derecho, exponiendo su costado y potenciando el impacto brutal del golpe. «¡Ah!», se escucha en la arena al público entero exclamar de asombro. 

Incapaz de sostenerse sobre su pierna derecha, el Zurdo Camacho cae aparatosamente sobre su costado, con el brazo y la pierna encogidos, su cabeza rebota en la lona al caer y ahora se mantiene tirado en posición fetal retorciéndose del dolor. «¡Está cayendo a la lona, señores, el Zurdo Camacho ha caído víctima del golpe más doloroso y difícil de conectar en el boxeo!», grita con pasión el comentarista en la televisión. «¡Un perfecto gancho al hígado lo está dejando fuera de combate!». El estruendo de la gente en la arena es ensordecedor, el público está de pie, hay miradas de incredulidad, vasos de cerveza vuelan por los aires. Los menesterosos gritan alegres y se empujan uno al otro afuera de los aparadores de la tienda en plena calle, sin importarles las miradas de la gente que pasa junto a ellos.

Como volviendo a la realidad, Renato ve la señal indicando que se aleje e inicia la cuenta de protección. «¡…tres, cuatro, cinco…! El referee está contando, señores. La arena entera está contando», se escucha en la televisión. Renato con cara de confusión y respirando por la boca, se ha vuelto a recargar en las cuerdas. «¡…ocho!», gritan todos. «¡El Zurdo Camacho se ha puesto de pie!», exclama con incredulidad el comentarista. Se le ve tambalearse sobre una pierna… —suena la campana. «¡Ha sonado la campana! ¡Lo ha salvado la campana!», vocifera nuevamente entusiasmado el comentarista. «¡Qué raund acabamos de presenciar, señoras y señores!, y vamos por el séptimo, veremos si ambos contendientes son capaces de ponerse de pie». El Rudo no encuentra su esquina, está agotado y aturdido por los golpes, mientras que el Zurdo es asistido para caminar. En el televisor se observan recuadros de los mejores momentos de la pelea en cámara lenta, alternados con el recorrido alrededor del cuadrilátero, de una guapa edecán que ostenta una marca de cerveza en el pecho y sostiene un número siete sobre su cabeza.

Sin despegar la vista de la pantalla, tras los ventanales de la tienda, Aldonza —mirando estupefacta a Renato—, es sorprendida y sometida violentamente en el piso por un par de policías que la esposan por la espalda, ante el asombro del par de mendigos, que huyen tropezando torpemente y con expresión de pavor en sus rostros —ella los observa alejarse con la cara atrapada entre el suelo y una rodilla.


Una vez en la patrulla, desde el asiento trasero, estira el cuello volteando hacia el televisor a través de la ventanilla, buscando a Renato, en tanto el vehículo arranca de forma estrepitosa con la torreta encendida.

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