Adrián González
Jadeando y sangrando
de la frente, Renato sigue tirando golpes con desesperación montado sobre su
oponente, quien desfallecido en el piso es ya incapaz de reaccionar. Por fin,
agotado, se levanta con dificultad —la lluvia le escurre de cabeza a pies
provocándole escalofríos—, voltea a su alrededor y se da cuenta de que todos lo
observan, unos con incredulidad, otros con recelo y algunos más con ira
contenida. Está a punto de anochecer y uno a uno, los pendencieros, se
dispersan callados, perdiéndose entre las sombras del parque. La mayoría se
dirige al viejo cine de enfrente —abandonado y lleno de ratas—, donde duermen.
Solo una muchacha permanece a su lado.
—¿Ónde
aprendiste a pelear? —le pregunta ella, en medio del chubasco.
—Pues así, en las
calles, defendiéndome —responde él, aún agitado.
—Ya te ganaste el
respeto de estos vagos, pero el Monje no va a olvidar la madriza que le
pusiste, mejor cuídate —le advierte ella, titiritando de frío.
—¿Por qué le dicen el
Monje? —pregunta Renato, con la cara escurriendo sangre y lluvia.
—No sé, es
retesolitario y callado, su jeta da miedo. Hasta hoy nadie le había dado su
merecido —comenta, dándole unas palmadas en la espalda.
—Y tú, ¿por qué nunca
me habías hablado? —la cuestiona, alzando el brazo con incomodidad para retirar
de su espalda el de ella.
—¡Huy, qué rejego!
Mira, aquí o te avivas o abusan de ti —le explica—, y yo no nací pa’
mártir, cuando llegaste a la pandilla pensé que eras otro idiota del que todos
se aprovecharían —aclara—. Pero, mejor ya vámonos que me estoy helando.
Antes de retirarse,
Renato se acerca al cuerpo del Monje —aún tendido en el suelo—, para arrebatar
de su mano la piedra con la que hirió su frente y lanzarla lo más lejos
posible, entre los árboles —un trueno retumba en el cielo.
—Y…, ese que he
escuchado. ¿Es tu nombre? ¿Aldonza? —pregunta él—. No es que no me guste, es
que nunca lo había oído —le dice, e inicia a caminar con dificultad.
—¡Porque eres un
iletrado e ignorante! —lo recrimina—. Así decía mi padre, que en paz descanse onde
quiera que esté; era maistro de literatura y el zonzo me puso así
adivinando en lo que me convertiría.
—No te entiendo nada…,
mi madre también está muerta —murmura Renato.
—Deja pues, te ayudo
—insiste ella, apoyándolo en su hombro para conducirlo a lo más alejado del
parque.
—¿A dónde me llevas?
—Ya verás. Antes de
que esto fuera un parque, aquí había una subestación que surtía de luz a esta
zona; lo que queda está abandonado —Ambos van empapados de cabeza a pies.
Casi arrastrándose,
llegan hasta un viejo registro eléctrico subterráneo y levantan del piso la
pesada tapa —un hedor a humedad y herrumbre los asalta—, para internarse y así
guarecerse de la lluvia y del frío. Ya adentro, en la oscuridad, acurrucados en
el concreto, ella procede a quitarse la ropa mojada y a tientas inicia a
retirar la de él.
Rozándole la cara con
sus senos, Aldonza aprieta con su playera rota y manchada de sangre, el corte
en la cabeza de Renato para que deje de sangrar, pasando a besar sus demás
heridas: el ojo hinchado, la boca rota, el codo raspado y más allá…, debajo de
su pantalón. Él se integra, toca, besa, abraza y por fin penetra, para luego
caer dormido.
—Pensé que no la
librarías —comenta ella, al tiempo que entran al metro la mañana siguiente—, la
piedra estaba grandotota, otro poco y te carga la bruja.
—Yo nunca había… tú
sabes —revela Renato, cambiando la conversación.
—Sí, me di cuenta,
pero ya aprenderás, además: ¡Estás bueno! ¡Ja, ja, ja! —se burla ella—. En fin,
a lo que venimos: recuerda, yo les rozo las nalgas y tú por detrás les sacas la
cartera o el teléfono.
—No sé si pueda hacerlo
—señala él, pagando dos boletos en taquilla.
—¡Bueno, güey! ¿Qué
has aprendido en las calles además de partirte la madre?
—A hacer reír, eso me
gusta —responde, mientras bajan al andén.
—Sí, eso me contaron,
pero ya ´tas grande pa´ seguir de payaso en las esquinas.
¡Órale!, a «trabajar» —concluye ella, internándose en un atiborrado vagón del
tren subterráneo.
Renato la sigue con
fascinación en la mirada, mientras ella se conduce con ligereza hablando sin
parar de una ruta a otra; su bien formado cuerpo y su actitud coqueta hacen que
los hombres la observen, ella les devuelve una sonrisa cínica —perfecto
distractor para sus propósitos—. Así, ambos suben y bajan, una y otra vez,
recorren pasillos y vagones de estación en estación; de vez en cuando se
acurrucan para contar su botín, abandonando las carteras vacías en algún bote
de basura. Al anochecer regresan a su guarida en el parque, no sin antes pagar
su cuota a la pandilla.
—¿No, que no? —se mofa
Aldonza, en tanto cuenta billetes sentada sobre Renato a la luz de una vela,
cuya luz rojiza ilumina tambaleante su hermoso torso desnudo—. ¡Nos va
requetebién! —exclama entre risas.
—Sigue… —murmura
Renato, recostado en la piedra fría y tratando de contener un gemido, mientras
ella agita sus caderas provocando que él se estremezca de placer.
—¡Ja, ja, ja! —suelta
ella una carcajada dejando el dinero a un lado, al tiempo que se estira sobre
él restregándole su pecho en la cara, para alcanzar del rincón una botella de
cerveza y un trozo de jamón.
Renato aprovecha y la
abraza, rodeando su cintura con el brazo izquierdo y sujetando firmemente su
nuca con la mano derecha por debajo del cabello, para incorporarse hasta quedar
sentado frente a frente con ella, que por su parte gira las piernas para atraparlo
con ellas y atraerlo a una penetración aún mayor; ahora ambos, entrelazados,
son uno, solo el sudor se interpone entre sus cuerpos. La cerveza escurre de
los labios de Aldonza, bajando por el cuello hasta su pecho, donde él se
deleita como un recién nacido. Ambos beben, comen y se disfrutan uno al otro,
alternando movimientos compulsivos con sorbos, bocados y risas, al amparo de la
intimidad que les proporciona su sombrío escondite bajo tierra, en lo más
recóndito del parque.
—Vámonos de aquí —propone
Renato, antes de entrar al metro una mañana.
—Sí cierto —responde
Aldonza—, ámonos a las estaciones de más lejos, onde casi no
llegamos. ¡Ahí viene el camión! —señala, apresurándose hacia la esquina de la
avenida.
—No —responde él,
sujetándola del brazo, antes de que ella aborde—. ¡Vámonos de aquí!
—¿De qué hablas,
payasito? —responde ella, zafando su brazo y mirándolo a los ojos con enfado—.
La banda es nuestra familia —le advierte.
—No los necesitamos.
—Te equivocas, animal
—lo insulta—, y hazte pa’cá que te va a apachurrar un carro.
—Busquemos un lugar
para nosotros —propone de nuevo él, regresando a la banqueta—. Un lugar… en
esta vida; quiero decir… —trata de explicar.
—¡Huy! Qué intenso…
¡Ja, ja, ja! —lo interrumpe con ademanes y gestos de burla, en medio del
bullicio del tráfico y los peatones pasando junto a ellos—. Mira, Renato
—aclara, con toda seriedad—, mientras ´temos con la pandilla ´tamos protegidos,
si no, nos las tendríamos que ver con la ley; ellos tienen sus arreglos. Ni tantita
idea tienes de lo que hablo y mejor que ni te enteres, te puedes arrepentir;
así que deja de decir tarugadas.
—Podemos ganarnos la
vida de otra forma.
—Te vuelves a
equivocar —interrumpe secamente—; a buenos pa´ nada, maliantes y
mugrosos huérfanos como nosotros nadie les da chamba; esos vagos a los que
desprecias —te´ visto—, me cacharon cuando no tenía ni onde
caerme muerta, y a ti… —aunque te haya costado unas madrizas—. De aquí nadie
sale cuando se le pega la gana, no la riegues.
—Sé que nadie le da
trabajo a gente como nosotros. Por eso he pensado…
—¡No pienses, carajo!
—grita enfadada—. Aquí tenemos onde dormir y un «trabajo» pa´
comer y darnos nuestros gustos; hasta pa´ pagar por los baños públicos.
¿Cada cuándo te bañabas antes? No lo eches a perder, güey.
Ya en el autobús,
Aldonza observa la cara de desconcierto de Renato; pareciera que hay un «no» en
su mente, que en cualquier momento explotará.
Una noche, cuando regresan
de «trabajar» al parque, parece que hay fiesta junto a la fuente; unos bailan
al ritmo de la música que sale de un teléfono robado; otros ríen y beben
tirados en el pasto; algunos más simplemente están, como ausentes, con la
mirada perdida. Renato los observa: entre ellos hay adolescentes, casi niños,
también jóvenes —como él y Aldonza— y otros no tanto; mujeres y hombres que
muestran en sus cuerpos y sus rostros el desgaste del hambre, el frío y las
adicciones; hay quien ostenta tatuajes y le faltan dientes, quien se ha rapado
la cabeza y perforado la cara; son grotescos, repulsivos. Aldonza se
acerca al Monje, le arrebata la botella de ron y algo más de entre sus manos
para tragarlo, voltea a ver a los ojos a Renato, él lo piensa tres segundos y la
imita. Pronto, los dos bailan dentro de la fuente: eufóricos, absurdos,
empapados de agua verdosa y sucia, escupiendo hojas secas entre carcajadas.
Ya fuera de la fuente,
aún intoxicado y sin control, él sigue solo, brincando con ímpetu, girando con
los brazos al aire, aislado de la realidad, yendo y viniendo, hasta que…, tras
lo matorrales, descubre a Aldonza revolcándose desnuda, en grupo, tres pendencieros
hacen —de distintas maneras— uso de ella y de otra chica. Con expresión de no
entender nada, Renato echa a correr con desesperación fuera del parque, sin
rumbo, dando tumbos, cuando…, antes de cruzar la calle, recibe un golpe por la
espalda y cae aturdido; a su lado, el Monje sonríe con una piedra en la mano,
mientras dos policías lo arrastran y meten a la cajuela de su patrulla; ya
adentro, en posición fetal, «viaja» a su infancia y recuerda tirada junto a él,
a su madre prostituta asesinada, con los ojos abiertos y el vientre sangrando;
ambos se miran a los ojos sin poderse mover.
Cuando Renato
despierta, está maniatado por la espalda y sentado en el asiento trasero de la
patrulla, con Aldonza y el Monje a cada lado; al frente, los oficiales de policía;
uno conduce y el otro voltea —pistola en mano—, como para amedrentarlo.
—Te me haces conocido,
muchacho —dice el que le apunta, mientras él guarda silencio.
—Mira, Renato
—comienza a hablar ella—, lo del metro y los camiones, es solo pa’l diario;
has de saber que aquí con los polis hacemos buenas tranzas.
—¿Vender Speed,
como el Monje? —interrumpe él, volteándolo a ver a su lado, mientras este
responde con una mirada estoica.
—¡No seas pendejo! No
vendemos droga, eso lo controlan otros más cabrones que nosotros —aclara ella—;
solo la usamos, ¿o no? —dice burlona.
—¡Piensa, hombre! ¿Qué
abunda en este mundo y vale mucho dinero? —interviene el oficial que conduce,
mirándolo por el espejo retrovisor.
—¡No sé! —grita con
enfado Renato, mirando el arma con que le apunta el otro policía.
—¡Gente, Renato!
—aclara con impaciencia Aldonza—. Gente es lo que sobra, mira las calles, ve
cuánta hay. Si robas, te siguen y vas a dar a la cárcel; si te metes con los
narcos te matan; si secuestras personas, te pagan harto, reteharto dinero.
Renato mira con
incredulidad a los cuatro criminales, asiente con la cabeza y pide
instrucciones: debe robar en el parque a un niño «de buen ver» y esconderlo ahí
mismo, en el viejo registro eléctrico, bajo el suelo; Aldonza obtendrá
información del chico y les llevará alimento cada noche; el Monje vigilará todo
el tiempo; los policías negociarán y cobrarán el rescate. De otro modo, Renato
irá a la cárcel por cualquier delito que le imputen los oficiales y si algo sale
mal, el único implicado —el que robó y tiene al niño— es él.
Una vez llevado a cabo
el secuestro, a la tercera noche, casi de madrugada, Renato levanta con sigilo
la tapa del registro, deja al niño amordazado, con los ojos vendados y
encintado de pies y manos, para lanzarse a correr hacia las sombras, entre los
árboles, perseguido a toda prisa por el Monje. En la oscuridad, se escucha un
golpe seco al unísono con el crujido de un cráneo; Aldonza llega corriendo por
detrás y ve un cuerpo tirado con sangre brotando de la cabeza a pequeños
chorros intermitentes.
—¡Lo mataste! —grita
ella, pisando sin querer el charco que se está formando rápidamente.
—No lo sé —responde
Renato, mirando al Monje tirado boca abajo y dejando caer de su mano una
piedra.
—¡Vete ya, corre! —le
vuelve a gritar.
—El niño… —reacciona
él, volteando hacia atrás.
Sin decir nada,
Aldonza echa a correr despavorida por el chico, con Renato siguiéndola de
cerca. Una vez que lo sacan del escondite, aún atado y con los ojos vendados,
lo abandonan en la entrada del tren subterráneo. «Pronto, antes del amanecer,
al abrir sus puertas, alguien lo rescatará», se dicen uno al otro. Ambos se
miran a los ojos, saben que nunca podrán volverse a ver, ni regresar a «vivir»
al parque. «Eres rudo, cabrón», le dice ella y lo besa por unos segundos.
Corren de nuevo, sin detenerse, pero ahora en direcciones opuestas.
Pasa el tiempo y un
sábado por la noche, mientras camina vagando por las calles del centro de la
ciudad, Aldonza se detiene cuando al pasar por una tienda de electrodomésticos,
ve a un par de indigentes —una mujer gorda y un viejo borracho—, mirando con
atención y entusiasmo una pelea de box en la televisión tras los aparadores; la
mujer tira golpes al aire emocionada y el viejo pela los ojos mientras grita
eufórico.
«¡Señoras y señores!»,
se escucha con fuerza el grito del comentarista de televisión. «Estamos por
iniciar el sexto asalto de esta pelea pactada a diez, en la ruta de ascenso por
el campeonato de peso gallo», advierte. «Les recordamos que nuestro país ha
dado al mundo grandes campeones en esta división», señala, en tanto imágenes
publicitarias se deslizan en la parte inferior de la pantalla. «Vistiendo
calzoncillo blanco, el Zurdo Camacho, peleador experimentado, se enfrenta al
novato, Renato, el Rudo, como apodan a este muchacho que viste calzoncillo
negro».
Mientras tanto en la
arena, saboreando la sangre de sus golpes y respirando con dificultad, Renato,
exhausto y aturdido, sentado con las piernas extendidas sobre un banco en su
esquina, hace un esfuerzo por concentrarse y escuchar las instrucciones de su
mánager. «¡Levanta la guardia!», le grita. «¿Oíste?», insiste, sujetando su
barbilla para que lo mire a los ojos mientras inclina una botella de agua en su
boca, procediendo a hacer sangrar la herida en la ceja para bajar la
inflamación, cubriéndola inmediatamente de vaselina. «¡Pon atención!, tu mejor
golpe es el gancho al hígado, trata de conectarlo tal como lo practicamos».
Suena la campana y el
público en la arena estalla en gritos. Renato se levanta con dificultad, las
piernas le tiemblan mientras avanza al centro del cuadrilátero con los codos
pegados a las costillas y los guantes cubriendo ambos lados de su cara. La
pelea reinicia: de inmediato, el Zurdo Camacho lo recibe con una avalancha de
golpes que lo hace retroceder hasta ponerlo de espaldas contra las cuerdas;
pronto, la sangre vuelve a brotar de su ceja cubriéndole el ojo e impidiéndole
ver. «El Rudo es puro corazón, ha aguantado todo lo que le ha lanzado el Zurdo,
incluido el cabezazo con el que le abrió la ceja en el tercer asalto», señala
el comentarista con elocuencia.
Ante la metralla de
golpes que le propina su oponente, Renato rebota una y otra vez en las cuerdas,
moviendo su cintura en todas direcciones para evadir sin éxito los golpes.
«¡Esto es una paliza, señores!», se escucha en la televisión. «¡Observamos del
otro lado del ring, al mánager del Rudo alzar el brazo con la toalla en
la mano y está a punto de lanzarla para detener la pelea!», grita el
comentarista —el público enardecido se pone de pie. Renato tiene la mirada
perdida, algo pasa por su mente cuando un uppercut a la mandíbula
seguido de un volado de zurda que revienta en su oreja derecha lo trae a la
realidad; parece que va a caer, los gritos de la gente se acrecientan, el
siguiente golpe por recibir es el jab de derecha, «¡Ahora…!», gritan
desde su esquina con desesperación.
La cámara hace un close
up a Renato que enconchado y casi sentado en la segunda cuerda, desliza
ligeramente su pie izquierdo hacia afuera —sin anunciarlo demasiado—, para
apoyarse en él, moviendo el hombro derecho hacia adelante y agachando la cabeza
—como aprovechando el vuelo del golpe que acaba de recibir—, creando de manera
oculta el espacio para lanzar con todas sus fuerzas, casi de perfil a su
oponente, el guante izquierdo con el puño en posición vertical en forma de
gancho ascendente a la zona hepática, en tanto el Zurdo ha tirado el jab
que ha pasado rozando la cabeza de Renato y tiene extendido completamente su
brazo derecho, exponiendo su costado y potenciando el impacto brutal del golpe.
«¡Ah!», se escucha en la arena al público entero exclamar de asombro.
Incapaz de sostenerse
sobre su pierna derecha, el Zurdo Camacho cae aparatosamente sobre su costado,
con el brazo y la pierna encogidos, su cabeza rebota en la lona al caer y ahora
se mantiene tirado en posición fetal retorciéndose del dolor. «¡Está cayendo a
la lona, señores, el Zurdo Camacho ha caído víctima del golpe más doloroso y
difícil de conectar en el boxeo!», grita con pasión el comentarista en la
televisión. «¡Un perfecto gancho al hígado lo está dejando fuera de combate!».
El estruendo de la gente en la arena es ensordecedor, el público está de pie,
hay miradas de incredulidad, vasos de cerveza vuelan por los aires. Los
menesterosos gritan alegres y se empujan uno al otro afuera de los aparadores
de la tienda en plena calle, sin importarles las miradas de la gente que pasa
junto a ellos.
Como volviendo a la
realidad, Renato ve la señal indicando que se aleje e inicia la cuenta de
protección. «¡…tres, cuatro, cinco…! El referee está contando, señores.
La arena entera está contando», se escucha en la televisión. Renato con
cara de confusión y respirando por la boca, se ha vuelto a recargar en las
cuerdas. «¡…ocho!», gritan todos. «¡El Zurdo Camacho se ha puesto de pie!»,
exclama con incredulidad el comentarista. Se le ve tambalearse sobre una
pierna… —suena la campana. «¡Ha sonado la campana! ¡Lo ha salvado la campana!»,
vocifera nuevamente entusiasmado el comentarista. «¡Qué raund acabamos
de presenciar, señoras y señores!, y vamos por el séptimo, veremos si ambos
contendientes son capaces de ponerse de pie». El Rudo no encuentra su esquina,
está agotado y aturdido por los golpes, mientras que el Zurdo es asistido para
caminar. En el televisor se observan recuadros de los mejores momentos de la
pelea en cámara lenta, alternados con el recorrido alrededor del cuadrilátero,
de una guapa edecán que ostenta una marca de cerveza en el pecho y sostiene un
número siete sobre su cabeza.
Sin despegar la vista
de la pantalla, tras los ventanales de la tienda, Aldonza —mirando estupefacta
a Renato—, es sorprendida y sometida violentamente en el piso por un par de
policías que la esposan por la espalda, ante el asombro del par de mendigos,
que huyen tropezando torpemente y con expresión de pavor en sus rostros —ella
los observa alejarse con la cara atrapada entre el suelo y una rodilla.
Una vez en la
patrulla, desde el asiento trasero, estira el cuello volteando hacia el
televisor a través de la ventanilla, buscando a Renato, en tanto el vehículo
arranca de forma estrepitosa con la torreta encendida.
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