lunes, 23 de junio de 2014

Bajo las estrellas

Karina Bendezú


Amanda esperaba que volteara a mirarla y regresara corriendo junto a ella, parada frente al hostal estaba arrepentida de haberlo castigado por tanto tiempo sin dejarse ver. La joven enamorada recordaba la última noche que estuvieron juntos, el beso apasionado y la mágica luz que irradiaron bajo las estrellas.

Amanda, era una menuda niña de ocho años, de tez blanca y cabellos castaños que vivía en el pueblo de Cocachimba, arriba en el cerro, cerca de las nubes. Cocachimba era un lugar maravilloso, rodeado por altas montañas de laderas empinadas cubiertas por un bosque húmedo, el valle estrecho y la altísima catarata, La Chorrera. Los padres de Amanda, Hilton y Gladys Tamayo, esperaban con mucho amor a su segundo hijo, Segundo. Hilton trabajaba como guía en el pueblo y Gladys se encargaba del hostal que administraban brindando alojamiento y comida para sus invitados.

Como todas las mañanas, Gladys bajaba temprano al hostal a preparar el desayuno para todos. El olor a café recién molido llegó hasta la casa de los Tamayo, en el cerro, hasta la habitación de Amanda, despertándola. La niña se cambia y baja velozmente a la hostería de sus padres. 

-¡Buenos días mami, papi! –Amanda saluda a sus padres.

-¡Buen día hijita! ¿Lista para la escuela? –sonríe Gladys.

-¡Sí, mami todo listo!

Amanda ingresa al salón comedor lleno de turistas que tomaban desayuno, les saluda con una sonrisa y se sienta a la mesa: té con leche, ensalada de frutas y pan con queso estaban servidos. Termina de comer y se dirige hacia la puerta donde su papá la esperaba. 

-¿Vamos? –pregunta Hilton.

Padre e hija caminan agarrados de la mano rumbo a la escuela, Gladys desde la puerta, los ve alejarse despidiéndose de ellos con un adiós. Los Tamayo era una familia como otras, feliz, emprendedora, viviendo en un paraíso.

Esa mañana llega al hostal una familia de la capital: el padre, la madre y su único hijo de catorce años, Bruno. La familia Gola era aventurera y quería conocer los alrededores, sobre todo La Chorrera, considerada como la fuente y dadora de vida para los lugareños. En el hostal, toman el servicio de excursión con Hilton y juntos parten por el largo camino de trocha serpenteando los cerros hacia la gran catarata. La familia Gola se abría paso en medio de la tierra, el barro y las piedras, la exuberante vegetación y los extraños y coloridos insectos que habitaban en el amazonas. Luego de dos horas y media de ardua caminata llegaron a los pies de la altísima vertiente, asombrados ante la imponente caída de sus aguas, la familia Gola la inmortaliza tomando cientos de fotografías para el recuerdo.

De regreso, la familia Gola arriba exhausta y hambrienta al hostal. Gladys, atenta a ello, los recibe con una típica y suculenta sopa. La posada de los Tamayo estaba construida de barro, adobe y piedras. Sus amplias paredes se hallaban decoradas con los tapices de la abuela de Amanda, vistiéndolas completamente. 

Sentados a la mesa, Hilton hace llamar a su adorada hija que aún no bajaba a comer. Amanda entra al salón. Los Gola se sorprenden mucho al verla pues era una niña muy bonita tanto así que su belleza resaltaba de entre todos en la habitación. 

Los Gola pararon varias noches en el hostal para recorrer los alrededores de Cocachimba, llegando así a entablar una estrecha amistad con los Tamayo. Luego de varios días, llegó el momento en que tenían que partir. Los Gola se despidieron de Hilton y Gladys y de la pequeña Amanda agradeciendo su hospitalidad y cuidados. Los Gola prometieron regresar pronto a visitarlos.

Transcurrieron años en Cocachimba y la familia Tamayo seguía administrando su preciado hostal. Segundo había crecido y ayudaba a sus padres en la hostería. Amanda, se había convertido en una hermosa mujer de veinte y un años, y así como su abuela, tejía los tapices más lindos y coloridos de la zona, diseñando paisajes, flores y plantas, plasmando  el mundo que la rodeaba. Sus bellos diseños eran pedidos por todos, locales y extranjeros, llevándose no sólo uno, sino hasta dos telares de su colección.

Amanda ocupaba sus días tejiendo, creando decenas de tapices finos y vistosos. Su padre la animaba a salir y a conocer jóvenes pues temía que su hija se quedara solterona. Amanda confiada, le respondía a su padre que no se preocupara, que en el momento menos esperado llegaría el amor. Y sin saberlo, así fue.

Una tarde, Amanda caminó hasta la plaza y se sentó a descansar en la yerba sobre uno de sus tapices. Cada día llegaban al pueblo de Cocachimba decenas de turistas atraídos por La Chorrera y la belleza de sus paisajes. De pronto, Amanda ve entre tantos foráneos a un muchacho que llama particularmente su atención. Lo observa alejarse y sonríe de emoción, sonrojándose. Llevada por sus fantasías, Amanda se recuesta sobre la suave manta y cierra los ojos profundamente. 

De repente, el frío se hizo sentir y Amanda despierta sorprendida al ver lo tarde que era, se había quedado dormida soñando con el joven recién llegado, levanta sus cosas y regresa rápidamente al hostal. 

Hilton ve llegar a su hija que la esperaba ansiosamente. 

-¡Dónde te habías metido!- pregunta Hilton.

-¡Ay, papi! me quedé dormida en la yerba, sobre mi manta, estaba tan lindo el día… –contesta Amanda  omitiendo la verdadera razón.

-¡Mira quién vino a visitarnos después de tantos años! –exclama Hilton.

Su padre entusiasmado la agarra de la mano y la lleva hacia el comedor. De golpe, Amanda se detiene. Era el mismo joven de la plaza sentado en la silla del hostal. El muchacho al verla, queda impactado ante su belleza, se levanta torpemente, se acerca a saludarla y le extiende  su mano.

-Hola Amanda -saluda el joven.

Amanda le queda mirando, inmóvil.

-Eras muy pequeña hija mía –interviene Hilton. ¿Recuerdas a aquella familia tan agradable, los Gola? Pues bien, ¿a quién te recuerda este joven?

Amanda logra recordar, aquel joven era el niño Bruno. Ella, sonríe. El tiempo había pasado, el joven Bruno se había convertido en un hombre muy apuesto, de cabellos castaños y de grandes ojos color miel.

-Hola Bruno –contestó por fin Amanda.

Bruno le extiende su mano nuevamente y enseguida Amanda corresponde el saludo. En ese instante,  el contacto de sus manos agitó sus corazones soltándose rápidamente.

Sentados a la mesa, compartieron la cena mientras Bruno les contaba de su maravillosa vida en la ciudad y sus logros como arquitecto. La noche acaeció y los Tamayo se retiraron a descansar. Amanda permaneció en el salón levantando los trastes mientras su familia se despedía de Bruno. Los dos jóvenes quedaron solos. 

Amanda que escuchó atentamente los relatos de Bruno, le preguntó curiosa.

-¿Bruno, por qué después de tanto tiempo regresas a Cocachimba?

-Este lugar me trae recuerdos maravillosos, pienso instalarme aquí por un tiempo. Deseo construir una casa y quizás quedarme a vivir en ella, quien sabe...

Amanda sentía algo extraño en su tono de voz y se animó a preguntar.

-¿Te sucede algo Bruno? 

Bruno no respondió. Se levantó de la silla y se disculpó con la joven.

-Estoy muy cansado Amanda, he tenido un viaje muy largo, será mejor que vaya a mi habitación.

Bruno, sale del salón pero no sin antes dirigirse a la joven nuevamente.

-Amanda.

-Sí.

-Me gustaría que me acompañaras mañana a recorrer el pueblo.

Amanda asintió con la cabeza. 

La bella joven terminó de acomodar la mesa y se quedó en el comedor pensando en Bruno. Ella presentía algo, se preguntaba por qué un joven exitoso de pronto quería alejarse de todo y vivir aquí, solo, lejos de su familia. 

A la mañana siguiente, ambos jóvenes salieron a caminar por el pueblo. Recordaron la primera vez que se conocieron y los juegos que compartieron mientras Bruno, permanecía en el hostal. El pueblo había crecido y a Bruno le dio gusto ver su progreso. Amanda le enseñaba cada rincón de Cocachimba contando sus pequeñas historias, los logros de su gente, cómo cuidaban la tierra y sus frutos y la unión que existía entre sus pobladores. Bruno firme con la idea de vivir allí, rápidamente se contactó con los lugareños y compró un espacio de tierra para construir su vivienda. Poco a poco empezó a levantar su casa, Bruno estaba muy emocionado pero por momentos se le veía triste y abatido. Amanda lo notaba. La pareja de jóvenes pasaba más tiempo junta, llegándose a conocer aun más.

Una noche, Amanda salió a caminar llevando otra de sus mantas, ella solía contemplar las estrellas en el firmamento, así que caminó hasta el pie del valle y extendió el telar sobre su vasto jardín. Las noches en Cocachimba eran frescas, al contrario de sus mañanas y tardes, momento en que Amanda paseaba hasta La Chorrera sin ser vista para sentir las gotas de agua rosear su piel, mojándola, y bañarse luego en la poza formada por las aguas que caían estrepitosamente. 

Sumida en sus pensamientos y contemplando el cielo estrellado, se le acerca Bruno.

-Una linda noche, ¿verdad? –pregunta el joven.

Bruno se queda de pie y levanta la mirada al cielo. 

-¡Este lugar es realmente mágico! –exclama Bruno maravillado.

-Así es. Disfruto vivir aquí, no hay un lugar mejor como Cocachimba –contesta Amanda.

Con permiso de Amanda, Bruno se sienta junto a ella, sobre el tapiz, elogiando la labor de su telar. Ambos jóvenes se quedan en silencio escuchando desde allí el sonido enérgico de  La Chorrera. Amanda aprovecha la ocasión y le cuenta la leyenda que encierra la catarata.

-“Cuenta la leyenda que a los pies de La Chorrera, habita una hermosa mujer mitad humana y mitad pez, con su belleza enamora a los jóvenes que se acercan a verla y se los lleva a su morada para nunca más volver” –termina Amanda.

-¡Yo conozco a esa sirena y estoy embrujado por su belleza! –le dice Bruno sonriendo.

De pronto, las luces del pueblo se apagan pudiendo ver en la oscuridad miles de estrellas. El frío endurece y Bruno le ofrece su abrigo, ella lo acepta, al acercárse, Bruno siente el aroma a flores silvestres emanar del cuerpo de Amanda, en ese instante y por primera vez, ambos se unen con un beso dulce y apasionado, sellando su amor para siempre.

Amanda se despierta enamoradísima recordando el beso de la noche anterior. Se levanta y lo primero que piensa hacer es bajar a ver a Bruno al hostal y contarles a sus padres de su amor por él. Esa misma mañana, una señorita de la ciudad llega al hostal de la familia Tamayo preguntando por Bruno. Hilton hace llamar al joven mientras Segundo la instala en una de las habitaciones. Bruno llega al salón y sorprendido ve a su ex-novia esperándolo. Ambos jóvenes se alejan para conversar en privado.

Amanda llega al hostal preguntando por Bruno, su hermano Segundo la lleva con él. Al entrar al salón, Amanda ve a una señorita elegante besar los labios de su amado. Aturdida y sin entender, la joven sale velozmente de allí. Bruno al verla, corre tras ella, pero Amanda se pierde entre la maleza, por detrás del hostal. Segundo observa la escena y les cuenta lo sucedido a sus padres.

Los padres de Amanda, preocupados por el incidente, hablan con Bruno.

-Todo fue un mal entendido don Hilton y doña Gladys. La señorita que vino a buscarme es mi ex-novia. Yo estoy enamorado de su hija.

Amanda pasó el día encerrada en su casa arriba en la montaña, tejiendo tapices, sin querer ver a Bruno, sin bajar al hostal. No podía borrar de su mente aquel beso de la joven. ¿Por qué Bruno la había engañado sin decirle que estaba comprometido? Confesarle desde un principio la verdad, antes de continuar, antes de ilusionarla, besarla y tomarla en sus brazos. 

Bruno le pide a Segundo que interceda por él contándole a Amanda lo ocurrido, la verdad y que lo perdonara por no contarle su pasado reciente. Aún así, Amanda se negaba a recibirlo.

Los días pasaron sin poder verla, sin hablar con ella. Habiendo agotado todos sus recursos de reconciliación, triste y desolado, Bruno decide regresar a la ciudad, no existía motivo alguno para quedarse más tiempo allí. El joven a su pesar, se despide de los Tamayo y sube al auto que lo llevaría al aeropuerto. 

El chofer enciende el motor. 

Segundo, al saber de la partida de Bruno, sube a darle la noticia a su hermana y a tratar de convencerla que recapacite. Amanda termina de escuchar a su hermano y baja velozmente al hostal en busca de Bruno, pero él ya no está allí. La joven ve un auto alejarse, avanza y grita: ¡Bruno! Amanda se queda de pie bajo la lluvia que empezaba a caer. Bruno escucha su nombre, le pide al chofer parar inmediatamente, baja del auto y corre de regreso.

miércoles, 18 de junio de 2014

Ojo por ojo, diente por diente

Marco Absalón Haro Sánchez


          1


Aquella mañana de agosto se internó en el bosque un par de muchachos luego de cumplir con su oficio matinal. Iban a seguir con el exterminio de aves torcaces tal como lo tenían por costumbre y al oír el galope de caballos creyeron que recorría por los caminos la acostumbrada tropa de gendarmes; mas como no pasaron de largo les extrañó, se escondieron entre las rocas de las orillas y aguardaron unos minutos. Asomaron sus ojos para ver qué era lo que sucedía: un grupo de hombres se despojaron de sus monturas dejándolas escondidas en una hondonada boscosa y se apostaron detrás de unos enormes troncos.
Mientras que se acercaban arreando varias acémilas cargadas de productos dos jóvenes y su abuelo; pero la comitiva no pudo pasar la travesía porque fue interceptada por los maleantes que con machete en mano, revólveres Smith Wesson y escopetas de distinto calibre los echaban mano.
En medio de la trifulca les dijeron:
–¡Ahora, tú, abuelo imbécil –rugió uno de ellos– quiero que te hagaj el machito, cabrón! ¿Por qué coño matajte a nuestroj padrej? ¡Toma!
–¡Ay, ay… –exclamó el anciano– fue en defensa pro…!
–¡Si se meten con mi abuelo, les parto el alma, cabro… –lo defendía uno de los nietos el momento de ser amedrentados con balazos– ay, ay, ay…!
–¡Tomen, conche tu madrej! –vociferó otro al tiempo que les disparaba.
–¡Ay, ay, ay carevergas, han firmado su sentencia de…! –gritaba el otro nieto al tiempo que sufría la arremetida enemiga.
–¡Son unoj putoj bastardoj –chilló un tercero– porque no noj dejar follar a suj hermanaj...!
–¡Sí, cabronej –escupió otro de los maleantes– ya era hora de que dejaran de vivir, porque a laj buenaj o a laj malaj serán nuestraj mujerej esaj putaj zorraj. Ni suj madrej o tíaj se salvarán de pasar por nuestraj «armaj»…!
–¡Pero máj noj duele –concluyó el que hacía de jefe– que ejte viejo inútil haya matado a nuestroj padrej hace muchoj añoj antej. Prepárense a morir, cabronej de mierda, que llegó la hora de hacer jujticia, conche su madrej!
A cada víctima le dieron un balazo en la pierna o el brazo. Quitaron sus ropas y los colgaron por los pies, atados con cuerdas de nailon a las ramas de los árboles y empezaron a destrozarlos con afilados machetes. Cada criminal seccionaba una parte: uno, las manos –en este primer impacto, tremendos gritos de dolor escapaban de sus gargantas a todo pulmón e intentaban pedir auxilio en vano– otro, las orejas y los dedos de los pies; aquél, volaba de raíz los testículos de cada víctimaPor último se atrevieron a arrancarles el corazón con un filudo puñal, al continuar esta operación propia de maniáticos asesinos dejaron de existir en medio de crueles tormentos y gesticulaciones.
Los tres hombres yertos por fin, mostraban en sus miradas un odio que se les antojaba amenazante a sus verdugos. Uno de ellos por temor o por piedad cerró aquellos párpados terribles.
–Sha lej podemoj echar al río –apuró el que hacía de jefe– sa cumplido la puta venganza. «Ojo por ojo, diente por diente», dice el dicho. En marcha, güebonej, que tenemoj bajtante por hoy.
Cuando desaparecieron del sitio los maleantes salieron de su escondite Pedro González y Juan Miranda, de doce y diez años; quienes grabaron en su retina estas escenas y el primero que era bueno para el dibujo retrató sus rostros en una libreta.
–Ahora, ¿qué vamos a hacer? –inquirió Juan sintiendo que le temblaban las piernas– tengo miedo, mucho miedo...
–Ahora –repuso muy sereno y resuelto Pedro– esperaremos a que éstos se larguen del todo y luego volveremos al rancho; pero primero iremos adonde don Mesías para contarle lo que hemos visto –dijo esto y abrazó a Juan.
Al cabo del tiempo estipulado el par de muchachos siguió la cuenca del río hasta dar con los ranchos que emergían de la maleza selvática, con sus techos de bijao o de zinc, elaborados siempre de dos plantas para protegerse de la humedad y de los bichos del medio ambiente. Sus padres andaban ocupados en varios quehaceres y no se encontraban en casa, lo que hizo que fueran directamente adonde el teniente político y le contasen todo lo que vieron.
En tanto que los victimarios cuya edad oscilaba entre los veintidós y veinticinco se llamaban  Eusebio Frías, alias Flecha Mortal; Genaro Gómez, Caballo Loco; Javier Durán, Apache Rojo; Serbio Macías, Toro; Telmo Ordóñez, Perro Voraz y Alfredo Salinas, Tiburón. Quienes al parecer cobraron venganza por un hecho sangriento de antaño en el que resultaron muertos sus familiares cuando intentaban acabar con la vida de los en otrora comerciantes de ganado y de productos agrícolas, Domingo Díaz y Arsenio Córdoba, quienes se defendieron ante la brutal arremetida de los fallecidos. Ni siquiera la superioridad numérica de los asaltantes pudo contra el destino del par de colonos; aunque uno de ellos dejó de existir hace poco por causas naturales, mientras que el otro pasó a ser la siguiente víctima de estos matones.
Enseguida se rumoreaba la desaparición del anciano Domingo Díaz y sus dos nietos Facundo y Jerónimo, quienes salieron al pueblo La Hormiga para vender sus cosechas por la mañana. Era media tarde y no había ni rastro de ellos. La incertidumbre se apoderó de los familiares y habitantes de la aldea, quienes se estuvieron hasta muy tarde despiertos con la esperanza de verlos llegar, pero no tuvieron noticias de ellos durante toda la noche.
Por la mañana se oyó el galope tendido de caballos por el camino que desembocaba  en la aldea. No menos de tres docenas de jinetes tiraban las riendas de sus monturas para frenar y desmontar frente a la tenencia política de El Guabal. Iban vestidos con uniformes de color crema y terciados a la espalda un Máuser cada uno, ávidos de vomitar fuego por sus cañones. Dos correas de color marrón oscuro cruzaban el pecho y la espalda en forma diagonal. En la correa que rodeaba el cinto llevaban cuatro cajas de balas cada uno; un  revólver Smith Wesson calibre 38, cañón largo, descansaba en su funda al costado izquierdo con facilidad para ser tomado con la mano derecha. Asimismo, dentro de una funda larga de cuero un enorme machete-daga; sus mochilas, gorras y botas ya no tenían nada de particular entre la gente armada de cualquier lugar del mundo.
El teniente de gendarmería ordenó desmontar y habló con su homólogo:
–Buenos días –dejó caer–. El capitán René Vázquez nos ordenó venir aquí por lo de la desaparición de tres moradores del sector.
–Buenos días, teniente –repuso un hombre alto y desgarbado de edad mediana, quien llevaba las riendas de la ley en aquella aldea y respondía al nombre de Mesías Bajaña–. El caso es que asesinaron a sangre fría a un pobre abuelo de la comunidad y a  dos de sus nietos, mientras salían a vender sus productos en La Hormiga. Se sabe del lugar donde fueron salvajemente asesinados por el testimonio vivo de dos chiquitines, uno de ellos retrató seis caras –le mostró– y aseguró que fueron ellos los que dieron muerte a sus parientes.
–¡Vaya... vaya...! –exclamó el teniente Roberto Cárdenas mientras los examinaba– ¿Con que estos son los maniáticos asesinos? Téngalo por seguro que los hallaremos, más temprano que tarde caerán en nuestras manos esos salvajes.
–Varios hombres de la comunidad –añadió don Mesías– se ofrecieron como voluntarios para buscar los cuerpos de los tres fallecidos y se marcharon río abajo para cumplir con su misión, apenas nos enteramos de los hechos.
–Ojalá los encuentren pronto –aprobó el teniente.
–Eso espero yo también –asintió el anfitrión– pero…
 –¿Pero qué? –cortó el oficial mirando de soslayo a su interlocutor.
–Me refiero a los matones –repuso don Mesías un tanto inquieto.
–¿Qué pasa con esos bastardos? –inquirió el teniente, impaciente– suelte de una vez lo que hay o lo que piensa.
–Lo que pasa es que… –soltó por fin– si éstos forman parte de los tipos que quisieron asesinar antaño a los comerciantes Domingo Díaz y Arsenio Córdoba y no lo consiguieron, sino más bien fueron muertos por éstos, será un poco difícil que se los ponga en cintura porque intuyo que este nuevo derramamiento de sangre responde a una vendetta personal.
–Ya –replicó Roberto– pero para eso está la ley. ¿No me diga que los teme, usted que es toda una autoridad?
–Hum –dejó caer don Mesías– temor es poco, teniente. Pavor siento el solo hecho de nombrarlos. Pero claro, si tuviera hombres a mi disposición como usted los tiene sería otra cosa. Estoy seguro que igualaría fuerzas o quizá sería superior a ellos y los exterminaría de la faz de la Tierra.
–Verdad –asintió el oficial de gendarmería– para eso estamos aquí, don Mesías. Para hacer que brille la justicia. Ojalá podamos dar con esos bandoleros.
Hubo un corto silencio que indicaba aprobación y agregó el oficial:
–Quiero ver a los muchachos que han sido testigos de este triple homicidio.
–Les mandaré llamar enseguida –ofreció don Mesías.
En menos de media hora se acercaban los muchachos acompañados de sus padres y un ayudante.
–Hola, soy Roberto Cárdenas, oficial de gendarmería –se presentó el teniente– pueden decirme Roberto. Estamos aquí para que nos muestren el sitio donde fueron asesinados el abuelo con sus nietos. ¿Podemos acercarnos en este momento?
–Perdone, teniente –dejó caer Arnulfo, padre de Pedro, a nombre de los demás– ¿no le parece que son escenas demasiado fuertes que no deberían volver a describir nuestros muchachos, no ve que apenas son unos niños?
–Claro que son escenas fuertes –replicó el teniente– pero no hay mejor manera de investigar si no se logra reconstruir los hechos y para ello nos toca volver al lugar exacto donde se llevó a cabo el derramamiento de sangre.
–Está bien –asintió Felicia, madre de Juan– pero me imagino que nos dejará acompañar en todo momento a nuestro hijos.
–Así es, señora –atajó el teniente y se dirigió a los niños– ¿entonces ahora vamos al sitio, muchachos?
–Sí, señor –ofreció Pedro con voz segura e inquirió–. ¿Le gusta los dibujos que hice de sus caras?
–Muy bien, muchacho –aprobó el oficial en tanto caminaban al sitio de la masacre– están excelentes; pero queremos ver el lugar exacto del asesinato.
–Bueno –repuso Pedro sin inmutarse.
Mientras la madre de Juan lo abrazó al ver que se ponía nervioso y le dijo:
–Juan, no temas que no les va a pasar nada.
–¿Estás con miedo, muchacho? –inquirió el teniente Roberto– no les va a suceder ninguna cosa mala. Aunque sabemos que están asustados por lo que vieron ayer en la mañana; pero ahora van en nuestra compañía, nadie puede causarles el menor daño.
–Ya pero –soltó Juan mirando de reojo a su primo– esos dibujos no están tan bonitos como cuando dibujaste la cara de don Corba.
–¿Quién es don Corba? –sopesó el teniente.
–Don Córdoba quiso decir Juan –atajó Pedro con viveza.
–Así lo llama –terció la madre– desde que tenía cuatro añitos.
–¿Quién es don Córdoba entonces? –inquirió el oficial un tanto impaciente.
–Su nombre completo es –corroboró don Mesías– Arsenio Córdoba, que en paz descanse, fue el gran amigo del abuelo Domingo Díaz que cuando tuvieron la emboscada se defendieron tan bien y mataron a sus enemigos en defensa propia, tal como quedó estipulado ante la ley. Por eso los parientes de los occisos siempre buscaban la manera de desquitarse hasta que llegó este día macabro.
Juan se acercó a Pedro y le tomó de la mano mientras el oficial soltó:
–¿Qué historia, no? O sea que eso viene de tiempos atrás.
Hubo un ligero silencio y añadió el oficial:
–¿Estamos cerca del sitio?
–Sí, teniente –dejó caer don Mesías– es en la hondonada que tiene al frente.
–Este…, mi teniente –soltó el sargento Segovia– yo creo que debemos acercarnos allí con mucho tiento, no sea que estén planeando una emboscada ya que a lo mejor son algunos esos güebones.
–Tiene razón, sargento –asintió el oficial– no había pensado en eso. Ordene estar precavidos por si acaso.
Enseguida se acercó a la pequeña tropa e instruyó convenientemente que mientras un grupo reducido de gendarmes analizaría el lugar de la masacre los demás guardarían sus espaldas a considerable distancia. Todos asintieron con un «sí, mi sargento» y se cuadraron haciendo sonar sus botas.
Llegados al sitio solo pudieron ver huellas de sangre empañada en los tallos de los árboles.
–¡Cáspita! –gruñó el teniente Roberto– éstos no dejaron huella clara de sus crímenes. Actúan como profesionales duchos en la materia. A ver, muchacho –se dirigió a Pedro– relátame lo que viste.
Pedro contó con lujo de detalles lo que sucedió la víspera.
Terminado el relato, gruesas lágrimas surcaban los rostros de los muchachos y el oficial les consoló con una palmada mientras sus padres los abrazaban.
–Es increíble –dijo el teniente Roberto– que no hayan dejado el mínimo rastro esas víboras asesinas. Esperen un minuto que voy a hacer aguas.
Dicho esto el teniente se apartó del grupo para cumplir sus necesidades, mientras tanto sus ojos no paraban de otear los alrededores. De pronto le llamó la atención una pelota oscura de tamaño mediano, la misma que descansaba sobre la superficie de un tronco tirado de lado en medio del bosque. Enseguida se acercó a ver lo que era.
–Aquí parece que hay algo –anunció a los demás–, acérquense para ver de qué se trata.
Se anticipó Roberto y vio que era una cantimplora de color verde oliva. La tomó entre sus manos y la examinó.
–Tenga cuidado, teniente –le advirtieron a una el sargento y don Mesías– puede ser alguna trampa.
–Está llena –dejó caer el oficial–. Parece que éstos la olvidaron…
–O la dejaron a propósito –interrumpió el sargento Segovia– como sebo.
–A ver –prosiguió el teniente– vamos a ver qué coño contiene para que pese tanto.
Dio la vuelta la tapa rosca ante la expectativa del grupo. Cuando la abrió completamente, todos esperaban ver líquido vital en su interior. Roberto la vació lentamente sobre un pedazo de cuero que extrajo de la silla de montar y no caía nada. Le dio de golpecitos para ablandar el contenido y hacerlo caer. De pronto se desmoronó un terrón de pasta blanca. Todos estaban estupefactos al contemplar semejante hallazgo. Mientras el teniente Roberto tomó una muestra con el puñal y la saboreó.
–¡Claro pues! ¡Puf, puf! –exclamó preso de corajes mientras daba fuertes escupitajos– ¡Qué otra cosa podía ser! ¡Malditos bastardos! ¡Esto es cocaína pura!
En ese momento algo empezó a enroscarse desde los pies de Arnulfo y avanzó hasta su corazón haciéndolo latir con mayor vigor; pero cuando llegó a su rostro lo volvió lívido y nadie más que Felicia se dio cuenta de lo que le pasaba, ya que por traficar con la diosa blanca mataron a su marido hacía un par de años. Su cuñado también trabajó para unos productores y distribuidores ilegales. Aunque en ese tiempo no trabajaban para ningún narcotraficante pero tenían un pie dentro de la sepultura, ya que cualquier momento podrían acabar con ellos.
–Joder –corroboró el sargento Segovia– estos güebones tienen la concha de tomarla como agua ¿no?
–Y más que eso, sargento –aprobó don Mesías– trafican con esa vaina y según parece son capaces de hacer lo que fuera para procurársela.
–Sí, don Mesías –corroboró el sargento Segovia– ésa es la punta del ovillo que la vamos a desenredar hasta dar con esos hijos de mala madre que el diablo cargue con ellos.
Retornaron a la aldea y los gendarmes se sentían decepcionados por no haber encontrado ningún otro indicio del triple asesinato; aunque sí se enteraron con quienes tenían que habérselas desde el descubrimiento de la cantimplora.

En ese momento se acercaron los voluntarios que buscaban los cuerpos de los finados y anunciaron que aún no los encontraban, que seguirían hasta dar con ellos.

Acto seguido la pequeña tropa hizo el camino de regreso llevando consigo como único botín sendos retratos de los seis criminales y el recipiente con cocaína.


2


Alguien pasó la voz a la Policía que unos jóvenes forasteros se dedicaban por entero al negocio de diferentes productos en la zona y que más de una vez ofrecieron gramos de diosa blanca entre sus mercancías. Aparte del consumo y distribución de tabacos de marihuana, cuyo hábito querían implantar a toda costa en la juventud de la comarca. Pero el diablo se les durmió, ya que uno de esos días se llevó a cabo una redada policial en la que cayeron con las manos en la masa y eran interrogados por los elementos uniformados de la provincia.
–¿De qué parte de la costa ecuatoriana dizque son ustedes? –interrogó el capitán Aurelio Moscoso, comandante del destacamento.
–Nosotroj somoj de Guashaquil –mintió Flecha Mortal– ¿por?
–Porque no parecen ser ecuatorianos –arguyó el oficial–. Será mejor que nos suelten lo que hay si no quieren que les obliguemos a hacerlo –puntualizó con severidad a sabiendas de que todo maleante que está en manos de la justicia, al principio nunca dice la verdad–. Sargento Enríquez lleve a éstos a los patios de «canto» –ordenó a su subalterno– ojalá ahí se les ablande la lengua como es debido.
–Ejpere... ejpere... –suplicó Serbio Macías– vamoj a decirlej la verdá; pero no  noj lleven a ninguna parte... –mientras las miradas de los demás compinches le devoraban por querer sacar los cueros al sol y sincerarse ante los polis, llevado por la cobardía– por favor...
–Sargento –atajó el capitán al tiempo que le guiñaba un ojo– aguarde unos minutillos que éstos sí quieren hablar con nosotros.
 –Sho y mij amigoj … –soltó aparentando nerviosismo– somoj de Colombia: el paisa Eusebio… ej de  Popashán, el compa Genaro de Medeyín, Javier y sho somoj de Bogotá –los demás se  tranquilizaron porque mintió–. Máj verdá que ésa no hay.
El capitán Aurelio Moscoso no se conformó con ese veredicto porque sabía que le habían mentido, ya que los gestos de los demás permanecieron inmóviles y parecían tranquilos.
–¿Algo máj, mi jefecito? –prosiguió Serbio.
–Sí –soltó el oficial al mando– sargento Enríquez lleve a éstos al patio de «canto», ahora –ordenó.
Se miraron las caras los cuatro y estaban desconcertados, no entendían el porqué a pesar de haberles dicho que eran de «ciertos» lugares de Colombia los enviaban a hacerlos «cantar». Sin embargo, al verse perdidos se dejaron llevar simulando una vez más inocencia. Llegados a los patios traseros del destacamento les ordenaron quitarse la ropa hasta quedarse en calzoncillos. Cuando lo hicieron, se podía apreciar las cicatrices que llevaban en el cuerpo aparte de los rostros. El sargento Enríquez hizo pasar uno por uno y tomó nota de todo cuanto veía.
–Sargento –dijo el capitán– venga un momento.
En privado le recomendó lo siguiente mientras los reos eran vigilados por gendarmes fuertemente armados.
–Empiece con algo sencillo –ordenó el oficial– y según le vaya haciendo falta agregue otros castigos: «apriete las tuercas» con cuidado no sea que alguno se nos muera y tengamos que sepultarle para que nadie supiera de él. Tengo la impresión de que estos cuatro forman parte de los seis que la Policía colombiana busca desde hace unos meses. Ellos nos han hecho llegar unos bosquejos de sus rostros. Estoy comparando uno por uno y me parecen coincidir; pero primero hay que investigarles a esos güebones y sacarles toda la información a respecto. No olvide, vamos por lo más sencillo primero. ¿De acuerdo?
–Sí, señor –asintió el sargento– ahora mismo voy a hacerles «cantar» y si por acaso alguno se nos llega a morir: solo tenemos que montar un operativo de búsqueda diciendo que se ha escapado, mientras que este ya estará gozando de mejor vida.
–Eso ya lo sé que se puede hacer –repuso el capitán, impaciente– como es bastante normal en estos casos: aparentar que se han escapado o hacer que parezca muerte accidental o natural. Haga lo que le ordeno, sargento.
–Muy bien, mi capitán –soltó llevando la mano a la visera y partió tras la orden.
De inmediato les hicieron poner en trípode –posición que se logra apoyando la coronilla en el suelo, las piernas estiradas y con las manos a la espalda– y les dejaron unos minutos que parecían horas. Empezaron a cansarse y apoyaban la rodilla a intervalos, ahí es cuando el sargento sacó su látigo.
–¡Levanten la rodilla, cabrones –rugió– así no es el ejercicio...!
¡Zas! ¡Zas! ¡Zas...! Retumbaba el látigo sobre los cuerpos debilitados por la mala posición. Trataban de evitar los golpes procurando mantener la posición inicial pero era inútil que aguantasen algo.
–A ver, pajaritos –dijo el sargento– ¿de dónde son y por qué llevan semejantes marcas en el cuerpo y en la cara?
–Sha le dijimoj, mi sargento. ¡Ay...! –gimió Serbio el menos valiente de ellos.
¡Zas! ¡Zas! ¡Zas...! Volvía el látigo a retumbar en el aire y a caer sobre las humanidades de quienes se obstinaban en engañar a la policía.
Los minutos parecían eternos para este cuarteto de reos que no gustaban de «cantar» como era debido, primero empezaron a desplomarse.
–Ya que no quieren decirnos nada a las buenas –dedujo el clase– hoy vamos a cambiar de técnica.
Les llevaron a una sala donde había bancos metálicos clavados en el piso, los cuales llevaban correas para sujetar las muñecas y los tobillos. Les hicieron sentar habiéndoles quitado previamente las esposas, les rodearon con las correas y empezaron a poner cargas eléctricas de bajo voltaje a intervalos de cinco segundos, de diez, de quince... Detrás del cristal que los separaba observaban los uniformados cómo se estremecían los cuerpos de los reos en cada descarga. Sin embargo, se volvieron tan tercos que no querían decir ni media palabra. Solo Serbio quiso más de una vez decir la verdad.


3


Telmo Ordóñez y Alfredo Salinas al enterarse que sus  compinches estaban detenidos en Zamora, Ecuador, pensaron en pasar la voz a los jefes de los carteles de la droga e iba a pedir auxilio para ellos. Cruzaron la frontera del sudeste colombiano, sabían que allí tendrían contacto con los miembros del cartel de Cali. Se apearon de la guagua que les llevó hasta Poza Honda y enseguida buscaron la vivienda de uno de ellos. La hallaron y llamaron del zaguán:
–Plátano... –dijo Perro Voraz con voz segura.
–...pintón –repuso el que salió a ver de quién se trataba–. Entren.
–Hemoj venido aquí –dejó caer Telmo– porque tenemoj problemaj. A nuejtroj compaj de «labor» lej han detenido en Ecuador, en la provincia de Zamora Chinchipe. Queremoj que noj echen una mano para liberarloj antej de que canten lo quihay.
–¿Por qué se supone que les han agarrado, cabrones? –gruñó Marcado– algo fuera de lo común y corriente habrán hecho para que estén presos los muy ladinos. ¡Cuántas veces les advertimos los de la cúpula encabezada por el que tienen al frente y el jefe Escudero: que no se metieran en tonterías, que evitaran ser llevados ante la justicia. Aparentando hacer cosas buenas! ¿Y ahora quieren que les liberemos a fuerza de arriesgar nuestro peyejo? Tendré que telefonear al jefe para que él decida en este caso.
–Creímoj –terció Alfredo– que era nuejtro deber avisarlej para evitar que loj tomboj tuvieran acceso a la información sobre loj movimientoj internoj del Cartel...
–Eso ya veo –ironizó Marcado, el que hacía de jefe de la cúpula del  sector– que ahora si hushen como perros con el rabo entre las piernas y piden clemencia como Magdalenas. Aguanten ahí sentados, cabrones, vosh a telefonear al jefe.
Mientras Marcado y el Látigo fueron a cumplir con su objetivo, los visitantes tomaron asiento nerviosamente y uno de ellos tomó el periódico que yacía sobre la mesita del centro de la sala. En grandes titulares decía: «CUATRO SUJETOS SOSPECHOSOS ESTÁN SIENDO INVESTIGADOS POR LA POLICÍA ECUATORIANA...» Enseguida le pasó la prensa a Alfredo. Cuando terminó de leer, se miraron mutuamente las caras; pero nadie dijo ni media palabra.
–Tenemos este inconveniente –soltó Marcado por teléfono– jefe Escudero. Cuatro de los nuestros han caído en manos de la Policía ecuatoriana. Esta noticia la publicaron el lunes shaora hemos cerciorado de que efectivamente son los reos miembros de nuestras filas. Dos de esos cabrones están aquí y nos lo aseguran.
–¡Joder! –vociferó un hombre de mediana edad y de complexión fofa– ¡Ningún hijoputa quiere trabajar como es debido! ¡Que se vashan todos al infierno! ¡Tarea de mamarrachos, mal nacidos! ¡Devoradores de las bodegas de víveres…!
Luego de un corto silencio añadió:
–Decidan en reunión qué coño hacer –ordenó la voz en el auricular–: libertarlos a toda costa o eliminarles para evitar a que suelten la lengua. Lo que sea más seguro, hay que impedir que los tombos den con nuestra organización. Manda inmediatamente un grupo de hombres que al menos sean la tercera parte del regimiento donde se hayan esos imbéciles. El momento menos esperado y cuando lo tengan todo bajo control asáltenlo, si no busquen la manera de silenciarlos para siempre a todos esos güebones inútiles. A los dos que están con ustedes les meten en el grupo de rescate y mientras existan posibilidades de liberación los tienen con ustedes, pero si por el contrario...
–...les matamos también a eyos –interrumpió Marcado.
–¡Exacto! –asintió Escudero– no los dejen vivos a esos desgraciados porque nos pueden denunciar igual o peor que los cabrones que están presos; cuando salga la comisión ve tú con eyos y controla que todo salga bien. Deja en Poza Honda a tu segundo, a Látigo.
–Haremos todo cuanto nos ordena, jefe Escudero –ofreció Marcado.
–Eso es todo. Me tienen informado sobre los pasos que van dando –concluyó el jefe.
–De acuerdo, señor.
Enseguida se materializaron en la puerta y por el semblante que traían, los visitantes no tuvieron buenos augurios acerca de la respuesta de dicho jefe Escudero. Marcado tomó la palabra para decirles:
–Esta tarde saldremos una comisión al lugar donde están los maricones ésos, ustedes de suman al grupo de rescate, güebones. El trashecto es sumamente largo y penoso si tenemos que cruzar la frontera oriental shadentrarnos en territorio ecuatoriano. Calculo que al menos será de dos días con sus noches.
–¿Qué rato noj reuniremoj para largarnoj? –inquirió Telmo.
–A las ocho de la noche en la cantina Las delicias, nos reuniremos un grupo shen otro sitio los demás. Bueno, en cuanto a ustedes dos tienen que ir adonde les indiqué. ¿De acuerdo? –secundó el Látigo– hasta mientras tóquense las pelotas en algún lugar.
–Eso mero haremoj –soltaron sin saber que estaban en la boca del lobo.
Salieron de allí y se dirigieron a una fonda de la localidad para saciar el hambre que tenían. Ya era medio día, ni siquiera habían desayunado.
Pero al quedarse solos los de la cúpula comentaban lo siguiente:
–Estos son unos borricos –murmuró Látigo– creen que no estamos enterados de las fechorías que andan cometiendo por aquí, hijoputas.
–El jefe Escudero, al desconocer los motivos por los cuales están presos –esgrimió Marcado– ha ordenado libertarlos; o en último de los casos matarles. Pero si supiera lo que han cometido estos güebones no hubiera decidido libertarlos, sino matarles de inmediato para que no «canten».
–¿Qué hacemos entonces –se interesó Látigo– les salvamos o qué?
–Para mi juicio, mejor es que les matemos –sentenció– sha que es impracticable el dejarles con vida sha merced de los tombos ecuatorianos porque corre riesgo nuestra organización; como tú no ignoras Látigo, no se puede obedecer ciegamente las órdenes del jefe Escudero por varias razones: una porque él puede ser detenido en cualquier instante o muerto en las balaceras con los milicos, los policías o en los enfrentamientos esporádicos con los de las FARC o los del ELN; dos, porque él está en el centro del país y no da abasto para enterarse de lo que sucede en la periferia; tres, las órdenes que él da por teléfono no son del todo fiables, porque pueden ser interferidas. Sho te propongo de antemano a ti, Látigo, y les propondré a los de la cúpula que yevamos el gobierno de la organización en este lado del país, enviarles a los seis a golpear las puertas de San Pedro y solucionado el problema. Se joda quién coño se joda, carajo.
–Me parece bien  –repuso Látigo– como esto será sometido a votación entre los cinco, cuenta desde sha con mi voto.
–Bien –ordenó Marcado–, cítales a los chicos a una reunión urgente a las tres.
–De acuerdo, ¿en qué lugar?
–En el restaurante Flor de loto.
Pasadas las tres se reunieron los cinco de la cúpula:
–Tenemos que resolver un asunto muy importante –dejó caer Marcado– hay cuatro de los nuestros que están presos en cárceles ecuatorianas. Están  siendo investigados por el último asesinato que hubo cerca de aquí –carraspeó y chupó el cigarro que llevaba.
–También –prosiguió– pasé la voz al jefe Escudero. Él me dijo que lo resolviéramos nosotros y veamos qué coño hacer para impedir que cantaran las andanzas de esta organización: si es que les liberamos de las manos de los tombos ecuatorianos o les damos el pase directo a los quintos infiernos. Mas sho les pongo a consideración lo siguiente: Al ser nosotros quienes hacemos y deshacemos lo que conviene o no en este sector nos toca decidir si les liberamos o les matamos.
–Si no hay manera de libertarlos –dedujeron a una los cuatro de la cúpula– que se los mate.
–Bien –opinó  Robert Rodríguez– entonces, hemos quedado como al principio: que si no se les puede libertar que se les mate. Hoy salgo a dirigir las operaciones de «limpieza» personalmente. Látigo, quedas a cargo de la jefatura de la cúpula. Acompáñame tú Depredador, salimos a las nueve de la noche a reunirnos con los demás hombres que nos acompañarán en la odisea.


4


Los reos tenían visitas solo los domingos. Un día de aquellos llegó una viejecita a visitar a Eusebio Frías, aduciendo que era su tía-abuela que vivía en Chimbuza –ciudad cercana a Zamora– quien estuvo con él en la sala, le llevó algunas cositas de comer; aunque los guardas revisaron la cesta que portaba la anciana, no pudieron ver que había una hoja doblada debajo del mantel. La misma que fue entregada en manos de Flecha  Mortal, el momento menos esperado. Se marchó la mujer que había sido pagada por Marcado para que entregase la carta a Eusebio. Éste sin ser visto por ningún guarda ocultó el documento dentro del calzoncillo y cuando salió al váter leyó su contenido: «Prepárense a escapar de este destacamento policial por orden expresa del jefe Escudero. El viernes próximo que es la primera de junio vamos a rescatarles con vida. Depende de ustedes para que la operación sea un éxito. No muevan un puto dedo hasta la medianoche». 
Al caer el ocaso del día citado no menos de dos docenas de figuras fuertemente armadas desmontaban a orillas del Zamora, agazapados en la oscuridad que empezaba a manifestarse. Descansaban las fatigas del viaje sentados sobre troncos y piedras de las orillas. El fuego de los cigarros que fumaban parecían cocuyos que circundaban las caras de los integrantes de la banda, quienes hablaban en voz baja para no alertar a alguno que pasara por el camino; aunque estaban bastante apartados del mismo.
–Aquí nos quedaremos hasta las once de la noche –ordenó Marcado hablando siempre en voz baja– luego nos acercaremos lo que más podamos para estar preparados para el golpe.
Esto dijo porque estaba informado de que en aquel pequeño regimiento no había más de sesenta policías, debido a ello había escogido a dos docenas de los más secuaces y pendencieros de sus filas.
Se acercó a Perro Voraz y a Tiburón para ordenarles:
–El momento que demos el golpe, ustedes dos van en la manada de a cuatro que entraremos por el mismo flanco, mientras los demás irán por los otros del mismo modo. Al final silenciaremos a los guardias de la prevención. Si alguno cae prisionero, cualquiera de nosotros está autorizado en darle el tiro de gracia para que no hable jamás: no olviden que el tiro debe ser en la cabeza o el corazón para evitar así dejarlo herido.
En el cuartel de policía todo se llevaba a cabo con aparente normalidad, los reos antes de la merienda se habían duchado como lo hacían todos los días luego ocuparon las sillas del comedor y vaciaron lo platos que les puso delante un camarero. Sin que nadie lo notase, éste entregó debajo del plato un papel a Flecha Mortal. Él lo cogió con harto  disimulo, lo ocultó y lo leyó cuando fue a hacer uso de la letrina. El papel rezaba lo siguiente: «Ya estamos preparados para el golpe, no olviden lo que les recomendé de comienzo. A las doce entramos». Cuando acabó de leer suspiró aliviado pensando que tal vez podría volver a ver a su madre y a su novia que quedaron en Pasto, Colombia. Enseguida hizo señas a los demás que se alegraron con harto disimulo.
Dadas las doce campanadas en el reloj de la prevención, los uniformados que estaban allí miraron con desgano la hora y siguieron leyendo la prensa del día. Mientras que el ronda tomó el Máuser y salió a hacer su recorrido. Pero no pudo ver que los guardias colocados en las esquinas del cuartel y a cincuenta metros en los lados habían sido sometidos por los maleantes porque fue interceptado por Marcado; quien le dio un fuerte culatazo con su revólver y le mandó soñar, mientras dos de sus compañeros le ataron de pies y manos y lo amordazaron. Lo propio pasó con el guardia que bajó de la garita al notar ruidos extraños. Al de la prevención dejaron sin tocarle. Todo fue con rapidez increíble, tomaron las llaves del cinto del ronda y abrieron el pabellón donde se hallaban presos sus compañeros. Fue tanto el silencio que nadie, ni los que dormían en las demás celdas oyeron el golpe.
Enseguida llegaron al sitio donde tenían sus caballos y se marcharon con rumbo desconocido, sin haber tenido que gastar una sola bala. El guardia de la prevención, al ver que no venían el ronda ni el que salió detrás, telefoneó a los que estaban en las garitas; mas como no recibió respuesta alguna, alertó a la tropa del destacamento cuando disparó dos veces seguidas su fusil al aire. En ese instante se volvió un rebullicio: unos corrían para acá, otros allá, aquéllos acullá; sin recordar en qué puestos debían estar en casos de emergencia. Se iban vistiendo o acabándose de vestir mientras corrían con los Máuser en sus manos o terciados a la espalda.
El capitán Aurelio Moscoso y su inmediato subalterno el teniente Rubén Astudillo fueron los primeros en pisar la prevención para informarse de lo que estaba sucediendo.
–Teniente –ordenó el capitán– controle desde aquí al personal uniformado en este zafarrancho, mientras yo acudo a ver qué diantres ha ocurrido en las demás instalaciones del destacamento.
El teniente ordenó cubrir los puestos en las garitas y colocarse en sus lugares. En tanto que el oficial al mando en persona, acompañado de varios hombres, se acercó al pabellón carcelario del recinto. Cuando llegó allí halló a los guardias que lo vigilaban atados y amordazados.
–¡Cáspita! –gruñó con fuerza– ¿Qué coño ha pasado aquí?
Desataron a los guardias y les quitaron las mordazas para saber lo que en realidad ocurría. Apenas pudieron se pusieron de pie y se cuadraron ante su autoridad:
–Buenas noches, mi capitán –carraspearon al unísono.
–¿Pueden decirme, ustedes, ¡qué cojones acaba de pasar aquí!? –refunfuñó el oficial.
–Ignoramos, mi señor –dijo uno– porque nos durmieron los atacantes. No sabemos cómo coño entraron aquí; pero lo cierto es que cuando recobramos el sentido fue cuando oímos el alboroto del zafarrancho.
–¡Estúpidos, mil veces estúpidos...! –gritó el capitán– ¿No ven que se llevaron al cuarteto de colombianos y los demás no oirían nada?
–Habrá que averiguar, mi capitán –ofreció un cabo–. Tal vez ellos estén al tanto de lo que ha ocurrido, señor.
–Estoy seguro que tampoco vieron nada –repuso el oficial al mando– si hubieran visto u oído algo, ¿no cree que hubieran hecho la bulla para que a ellos también les liberen, ca-bi-to a-ni-ña-do? –ironizó en forma burlesca acercando su rostro al clase que, aunque simuló serenidad, sintió poblarse de sangre el rostro.
Sin pérdida de tiempo fueron por las garitas desatando a sus colegas y averiguando si sabían algo; pero nada se pudo saber, porque todos habían sido golpeados por la espalda en la cabeza y cuando volvieron en sí se hallaban atados y amordazados.
Enseguida el capitán Aurelio Moscoso ordenó al teniente Rubén Astudillo que prepare de inmediato un operativo de búsqueda.
–Sargento Enríquez –gruñó a la vez el teniente– ¡ordene a cuarenta hombres aparte de usted y yo para salir detrás de estos malditos esbirros!
–Enseguida, señor –dijo golpeando sus tacos y se dio prisa.
–¡Los quiero bien armados y equipados cual si fuésemos de maniobras! –subrayó el oficial.
–Enseguida, señor –gruñó el aludido antes de desaparecer.
Eran las dos de la madrugada al salir; pero los fugitivos habían adelantado mucho, llevaban varias horas de diferencia con sus perseguidores. Sin embargo, no pararon hasta hallarse completamente a salvo. Habían corrido tanto que cuando amanecía se hallaban en Chimbuza, a unos treinta km al noroeste; mas no entraron al pueblo, sino que ocuparon una casa abandonada para descansar un poco y luego avanzar hacia Gualaquiza.
El teniente Rubén Astudillo y el sargento Enríquez, no tuvieron mayor remedio que regresar a la unidad policial, encabezando la pequeña tropa. Ni siquiera hallaron la mínima pista de los fugitivos y creyeron que era en vano seguir sin tener el menor indicio de dónde irían.
Casi al atardecer entró la tropa en el destacamento policial sin tener ningún resultado que satisfaga y el capitán Aurelio Moscoso debió dar parte a sus  superiores acerca de sus movimientos infructuosos. Estuvo a punto de ser relevado del mando de la unidad, debido al fracaso de sus pesquisas; pero no lo fue porque era yerno del Comandante General de Policía de la región.


5


Al cabo de una década de aquello casi todos olvidaron aquel incidente que cobró las vidas de agricultor y nietos, excepto sus familiares. Juan y Pedro contaban con veinte y veintidós años, respectivamente; eran dos mozos apuestos y fornidos. La total diferencia entre los asesinos y estos muchachos radicaba en el sentido de la justicia, mientras que los primeros habían sembrado el camino con sangre inocente hasta ser privados de su libertad; los segundos, estaban siempre dispuestos a socorrer a los desvalidos, a los menesterosos y huérfanos o viudas sin dejar por eso de ser unos trabajadores formales que se ganaban el pan del día con honradez y modestia. Aunque sus padres les dejaron en la orfandad cuando apenas entraron en la adolescencia, jamás se desviaron por caminos torcidos gracias a la educación impartida por parientes cercanos y maestros.
Aún conservaba Pedro la media docena de carboncillos. «Algún día caerán en nuestras manos y se hará justicia, se enderezará lo torcido y se resarcirá lo roto», pensaba.
Contrataron al par de jóvenes como guardias en unas camaroneras que rodeaban al centro carcelario estatal donde purgaban condena los asesinos del abuelo con sus nietos, el cual era bañado por una inmensa bahía del Amazonas. El mérito a su encarcelamiento y condena se debió a la ayuda prestada por el ejército ecuatoriano, especialmente a la unidad llamada Demonios de la selva, quienes eran comandos nativos adiestrados en la dureza selvática de la región tanto como en el arte de la guerra. La impericia de antaño en los hombres del capitán Aurelio Moscoso hizo que finalmente fuera relevado del cargo algunos años después, cuando ya había ascendido a teniente coronel. Sobre todo porque su suegro dejó de ser Comandante General de Policía de Zamora y entró al servicio pasivo.
–Más temprano que tarde, éstos caerán bajo la justicia que la impondremos nosotros –profetizó Pedro al tiempo que apretaba sus mandíbulas con fuerza–. Ojo por ojo, diente por diente.
–¿Cómo crees que vamos a hacer que paguen con la misma moneda, Pedro –protestó Juan– si están vigilados las veinticuatro horas?
–¡Psch! –chasqueó la lengua Pedro– por eso mismo estamos aquí, querido primo, el día menos pensado y la hora menos imaginada vengaremos su muerte.
–Ya, ñaño, pero cómo coño nos acercamos a ellos para darles su merecido –insistió Juan–. No basta que purgaran condena porque cualquier día pueden fugarse o qué sé yo. Igual eso no resucita a nuestros seres queridos; aunque se los cobre tormento por tormento o vida por vida. ¡Malditos granujas y…!
–De pronto alguien puede acabar con ellos –interrumpió Pedro frunciendo su entrecejo– por ejemplo uno que entre a donde están éstos y los vaya eliminando uno por uno…
–¡Eureka –exclamó Juan– lo tengo! Ese alguien somos nosotros ¿verdad, ñaño?
–Eso es –asintió Pedro con firmeza– nadie más que nosotros para acabar con esa gangrena para la sociedad. Te prometo que no vivirán para contarlo, infelices.
Días más adelante eran trasladados dos nuevos reos, los cuales entrarían en el mismo centro carcelario donde purgaban condena los seis del caso. Iban acompañados por guardas fuertemente armados. Cuando se dio el cambio del avión a la avioneta que los trasladaría en el último tramo algo ocurrió en los retretes que utilizaron éstos, quienes minutos antes arguyeron que se orinaban en los pantalones si no los dejaban usar y ante esta situación fueron permitidos. En eso también se dio un relevo de la escolta y se despidió la primera, mientras que en un abrir y cerrar de ojos alguien mandó soñar a los reos que usaban la letrina y los escondió debidamente. Enseguida les quitaron la ropa, se vistieron como ellos y aparecieron en la puerta donde les aguardaba la nueva escolta. Los reos aunque llevaban el mismo uniforme sus rostros eran otros, pero eso no lo notaron los guardas que se los llevaron para que cumplieran condena.
Una vez dentro los nuevos reos condenados por homicidio, quienes no eran otros que Pedro y Juan, identificaron a los seis facinerosos que acabaron con la vida de sus parientes y buscaban la oportunidad de echarles el guante.
A los ojos de Pedro y Juan éstos parecían menos vigorosos ya que el tiempo había hecho mella en sus humanidades; aunque sus cicatrices jamás se borraron dándoles un aire más temerario y pendenciero.
Un día en el comedor se dio el primer roce:
–Tú –gruñó Flecha Mortal contra Juan– ¿qué coño me miraj?
Juan no respondió y siguió comiendo.
–¡Oye –volvió el reo– a ti te digo, conche tu madre! ¡No te hagaj el pendejo!
Pedro lo miraba de reojo mientras una mano armada de una navaja caía sobre la humanidad de Juan. Entonces Pedro de un salto evitó que el arma le hiciera el menor daño y empezó una lucha sin cuartel en la que Caballo Loco recibió heridas de gravedad, quien fue trasladado a urgencias tanto como Flecha Mortal aunque sus heridas no eran del todo graves pero necesitaban de cura. No pudieron hacer nada para salvar la vida del primero que agonizó en unas horas, porque recibió un corte profundo en la vena carótida. Mientras que el segundo quedaba en observación.
La policía que intervino cuando hubo la reyerta atestiguó a favor de Pedro, quien jamás había causado problemas en el centro carcelario. Del mismo modo, los camareros y otros dieron el testimonio de quién tuvo la culpa y se justificó que este homicidio fue por defensa propia.
A la semana de aquello amaneció muerto Flecha Mortal y nadie daba razón de su fallecimiento; aunque una hipótesis revelaba que murió por sobredosis de cocaína, ya que se encontró un par de jeringas usadas debajo de su camilla. Ante esta situación el alcaide iba a tomar cartas en el asunto, presionado por Paco Escudero que desde el exterior movía los hilos a su antojo.
Mientras que los jóvenes injustamente juzgados como asesinos, quienes eran trasladados a la cárcel para que purgaran condena cuando despertaron amodorrados y entontecidos se pusieron a buen recaudo. No dudaban que a «alguien» le interesaba que fueran ellos y no los propios matones quienes debían ser encarcelados. Enseguida se pusieron en contacto con las autoridades de mayor rango político e institucional. Tuvieron gran interés en lavar su imagen ante la sociedad y demostrar que ellos eran inocentes a carta cabal. Respondían a los nombres de Ernesto Guerra y Antonio García, de veinte a veintitrés años. Empezaron a mover los resortes desde todos los ámbitos posibles para lograr que se hiciera justicia contra los malvados y no continuaran riéndose como hasta ese día, gracias a su «padrino» de apellido Escudero. Tampoco dudaban del indómito valor del par de congéneres que los suplantaron en la identidad cuando eran trasladados a la cárcel y confiaban en que su finalidad sería fructífera. Enseguida se pusieron en marcha para que todo se aclarara antes de que fuera demasiado tarde.
Entre tanto en la cárcel, su alcaide moría por la pasión a las antiguas tradiciones de los países anglosajones en lo que a luchas cuerpo a cuerpo se refiere, esto es el duelo de caballeros medievales. Al ser testigo de la formación de dos grupos rivales entre sí en el centro carcelario que lo dirigía, un día armó a uno de cada bando para participar en este duelo. Del más numeroso y pendenciero salió Apache Rojo que tenía como consigna acabar con la vida de su rival, mientras que del grupo menor fue elegido Juan Miranda. Esta lucha era en el fondo una a muerte, aunque solo parecía una simple medición de fuerzas pero no lo era por las intenciones del primero.
Empezó el torneo ante las miradas de decenas de caras que iban y venían según los movimientos de los rivales, cuyos ojos estaban casi ocultos detrás de las enmohecidas armaduras. Tronó un pistoletazo y corrieron los guerreros acercándose peligrosamente al punto de encuentro. Cada uno llevaba su adarga en ristre lista para ser clavada en la humanidad de su rival. Cruzaron el primer encuentro sin apenas haberse rosado en sus flancos y cargaron en una nueva arremetida. Apache Rojo daba la impresión de que iba a ser el triunfador en esta lucha por aparentar ser más fiero que Juan Miranda, aunque el resultado final estaba por verse. De nuevo estaban cerca el uno del otro y uno de ellos se elevó todo lo que pudo en la silla para atacar con mayor precisión a su rival. Se dio el encuentro y uno rodó por los suelos atravesado el cuello con el acero fulmíneo. Aplaudió este triunfo el grupo reducido de reos, mientras Juan se acercaba para desmontar; pero quien no se conformó fue el alcaide que enseguida ordenó que enviaran a otro «caballero» para medirse con el triunfador de la primera carrera y así fue. Iba a darse el segundo duelo del día entre el vencedor contra un nuevo contrincante, mientras Pedro se moría de rabia al ver tanta injusticia y quería participar él en vez de su primo que aunque parecía estar del todo bien no lo estaba, ya que tenía una herida en el hombro y sangraba, pero no mostraba dolor ni cobardía. Era todo un guerrero medieval listo para el nuevo combate a muerte.
Esta vez armaron al Toro de parte del bando mayor de reclusos porque era tan pendenciero como el primero que pasó a mejor vida en el lance que acabamos de ser testigos. Iban a salir de nuevo a encontrarse a muerte el par de caballeros cuando el alcaide que estaba dolido por el fin del primero por ser uno de sus «ahijados», puesto que él y el famoso Escudero tenían alguna relación secreta, a hurtadillas dio instrucciones al Toro.
Tronó el pistoletazo de salida y los caballeros corrían a su encuentro imprimiendo en sus monturas toda la velocidad que podían. Se cruzaron sin ningún problema, pero Toro en lugar de dar la vuelta para continuar con el torneo corrió detrás del pabellón carcelario. Al ver esto Juan lo siguió y cuando estuvo cerca del caballero fugitivo le salieron al encuentro cuatro jinetes armados como ellos, quienes lo atacaron derribándolo por tierra. En esto Pedro que notó la extrañeza del torneo corrió lo que pudo, vio en el suelo a su primo y lo auxilió. Llevaba heridas de consideración, la más importante un lancerazo que entró por la axila y salió por debajo del hombro en la espalda. Con la ayuda del grupo menor de reos condujeron a Juan al policlínico del centro carcelario.
El alcaide por su parte llevaba la consigna de acabar como sea con la vida del par de jóvenes. Pedro no ignoraba sus intenciones y no se separaba ni un instante de Juan que estaba en observación médica. Al cabo de una semana a medianoche hubo un corte de luz y nada se podía ver a simple vista, pero Pedro que tenía bien desarrollada la visión podía distinguir más que cualquiera en medio de la oscuridad. Le pareció ver tres sombras abandonar la valla que comunicaba con el exterior y ocultarse rápidamente por temor a ser descubiertas. Al tiempo que percibió cuatro bultos que se movían a ras del suelo muy cerca de ellos, los que parecían llevar algo brillante entre sus manos. No entendía el porqué de entrar tres por un lado y cuatro por otro pero se puso en guardia poniendo a Juan a buen recaudo. En este orden de cosas, Juan parecía dormir sin enterarse de nada mientras éstos se le acercaban reptando y estaban cada vez más cerca de él. Empezaron a enderezarse junto a la camilla de Juan y como lobos que atacan a su víctima se lanzaron sobre él. Clavaron una y otra vez sus puñales; pero al ver que no brotaba sangre ni se quejaba notaron que fueron engañados: habían perforado una y otra vez un conjunto de almohadas que daban la apariencia de un enfermo. Acto seguido quisieron huir pero unas manos invisibles que parecían tenazas rodearon sus cuellos con cuerdas hasta matarles por asfixia.
–Ojo por ojo, diente por diente –murmuró Pedro junto a tres poderosos guerreros, quienes le hicieron señas que no dijera nada mientras soltaban los cuerpos inertes de sus enemigos.
Los que le ayudaron en la tarea fueron tres Demonios de la selva que se infiltraron para colaborar con este par de jóvenes y desaparecieron sin dejar rastro.
Al siguiente día se hallaron los cadáveres, tres de los cuales eran conocidos como Toro, Perro Voraz y Tiburón. Nadie supo cómo se llevaron a cabo estos homicidios, aunque parecían tener cierta relación con el enfermo Juan Miranda. Era del todo impensable que Pedro solo hubiera acabado a la vez con cuatro individuos armados de cuchillos. Sin embargo, así se dieron los hechos. Estaba claro que alguien le echó una mano para este último ajusticiamiento, pero se ignoraba su procedencia.
Ese mismo día llegó una comisión de parte de las autoridades policiales y militares de la región, quien depuso al alcaide por tener relaciones «comerciales» con el mafioso Paco Escudero, jefe del Cartel de Cali y prófugo de la justicia de Estados Unidos de América.
La muerte última de los cuatro se justificó como venganzas personales entre reos, al ser los fallecidos pendencieros en sumo grado se determinó que cavaron su propia tumba y no merecían vivir porque eran un peligro para los internos.
Mientras que el mandamás del centro carcelario fue condenado a equis años y destinado a la misma prisión donde fue su alcaide. Del mismo modo se juzgó y condenó a los verdaderos responsables de las muertes por la cual habían sido juzgados injustamente los jóvenes Ernesto Guerra y Antonio García, a quienes les suplantaron Pedro González y Juan Miranda para poder estar cerca de los asesinos de sus familiares. Finalmente salieron por la puerta grande este par de jóvenes y se marcharon a Colombia. No sin antes haber recibido un justo homenaje por haber actuado siempre del lado de la justicia y cuando atravesaron la calle de honor, devolvieron con una sonrisa perceptible solo a tres valientes soldados que les guiñaron un ojo.