miércoles, 20 de septiembre de 2017

A través de un vidrio

Luis Rivera


Llovía de manera copiosa, una tarde de domingo en San José. Nunca imaginé que ese día presenciaría una muerte. Jugábamos al boliche con mis amigos del trabajo. Nos asignaron esta semana el turno nocturno, por lo que decidimos vernos antes, distraernos un poco, para luego comenzar la jornada de las seis de la tarde hasta el amanecer. Ser especialista en sistemas de control de servidores que da servicio a todo el continente europeo es un trabajo extenuante por la diferencia de horarios, pero la paga es buena. Cansada de jugar —si tirar la bola sin derribar un solo bolo puede considerársele «jugar»—, me puse mis botas y me acerqué a un gran ventanal que permite ver, en todo su esplendor, un tramo de la autopista General Cañas desde una elevación aproximada de seis pisos. Me entretiene sobremanera ver los vehículos navegar a toda velocidad por la carretera. El rugir de los motores se convierte en una sinfonía mecánica. Estudio brevemente a las personas en el interior de los automotores y trato de adivinar qué piensan o conversan. Unos cantan al manejar, otros mueven sus manos al hablar, algunos aprovechan para hacer higiene personal y muchos imprudentes utilizan su celular —según ellos— en modo «disimulado». Y están aquellos que entierran su mirada en el horizonte, inmersos en pensamientos pasados o futuros. Esos son los más cautivadores.

Al otro lado de la autopista, observo una estación para autobuses. Tiene un diseño moderno, de acero inoxidable, con varios asientos y un techo amplio para proteger a los transeúntes del necio invierno costarricense. Llega a deprimir a cualquiera tanta lluvia. Se encuentran varios peatones sentados esperando su transporte, anclados en las pantallas de sus celulares. A través del vidrio, captura mi atención un hombre de mediana contextura, que se encuentra al costado norte de la estación, recibiendo todo el impacto de la lluvia. Hay espacio bajo el techo, pero no parece resentir lo empapado que está. «¿Por qué se está mojando sin necesidad?», me pregunto en silencio. Su visión se concentra fija en el pavimento mientras sus labios se mueven de manera sutil, aunque no parece estar conversando con nadie alrededor. Tiene una barba descuidada, un sombrero de pescador desteñido y un abrigo desgastado. Anda descalzo, mugriento. Debe de ser un drogadicto o algún vagabundo. Pasan unos minutos y, de la nada, el desconocido eleva su vista hacia donde yo me encuentro, y clava sus ojos en mí. Me incomodo de inmediato. Doy la vuelta y camino nerviosamente en dirección a mi grupo. A mitad del camino, examino lo ridículo que resulta sentirme intimidada por un cualquiera a esa distancia y circunstancia. Recapacito y regreso a la ventana, intrigada, segura de que ya no estará. Me equivoqué. A los cincuenta metros de distancia, continuaba viendo directo a través del vidrio, siguiéndome con una mirada penetrante y poderosa. Sus labios no cesaban de moverse, como quien reza en voz baja. Un escalofrío despierta por mi cuello, bajando como una corriente eléctrica por mis brazos. Con la piel erizada, sostengo mi vista en él, vacilante sobre lo que buscaba lograr. Pasan segundos que aparentan ser horas, y percibo cómo me sudan las manos. Me acomodo el pelo, apretando mi cola varias veces hasta formar un moño, añorando ventilación para disipar el sudor acumulado en mi cuello. Sentía cómo el gran salón se volvía miniatura, acorralándome sin piedad.

De repente, baja su mirada al suelo y lo veo dar un primer paso en sentido hacia el pavimento. Me confunde aún más cuando prosigue con un segundo, tercero, cuarto. Pego mi puño sobre el vidrio cuando lo veo bajar de la acera en dirección perpendicular al recorrido de los carros. Es domingo y el tráfico está flojo, pero se expone al invadir el carril. Continúa con el sexto, séptimo, octavo, noveno paso. Los automóviles hacen bramar el claxon y realizan maniobras evasivas, muy cercanas a colisionar. Golpeo el vidrio, maldiciendo mi impotencia. El desconocido se encuentra en la mitad del carril central. Aparenta estar sumergido en un trance, sin la reacción natural del instinto básico de supervivencia. El caos vial ya lo envuelve. En ese momento, un camión repartidor de carnes que viene por el carril central, trae a su conductor distraído en su aparato celular. No se percata de lo que está aconteciendo hasta muy tarde. Levanta la mirada, y reacciona violentamente con los frenos. Pero la inercia que trae es tal que el camión derrapa sobre el pavimento. Su pesada carga hace que el vehículo pierda su centro de gravedad y la cola se abre, invadiendo el primer carril. Caigo de rodillas al ver el impacto. Su cuerpo es catapultado metros adelante, arrancando porciones de su piel y pintando el pavimento gris con un rojo oscuro. Queda tirado cerca de la barrera en la mediana, y un charco de sangre envuelve su cráneo. Bajo la mirada y contengo mi vómito. En minutos, la autopista es clausurada en el sentido norte, y se transfigura la sosegada tarde de domingo en una anarquía vehicular. Las ambulancias tardan siete minutos, complicadas para poder lograr acceso a la ubicación del accidente. A mi alrededor, todos los jugadores y empleados del boliche estaban detenidos observando la escena dantesca. Llegó el momento para irnos a la oficina, y dejar atrás esa turbulenta tarde.

Desperté cerca del mediodía al incesante sonar de mi alarma. Con una pronunciada pereza, lavo mi cara y dientes mientras camino descalza recogiendo ropa y bultos, tratando de adecentar mi apartamento. Abro las cortinas para permitir que la luz natural inunde la habitación. Extiendo la cama y pongo algo de música. Salgo a la cocina a prepararme una taza de café. Mientras se está colando, camino hacia la puerta principal a recoger el periódico, que llega desde la madrugada. Aunque mi generación no es compatible con la prensa escrita, sino la digital, conservo esta tradición familiar después de haber visto por años a mi padre empezar su día leyendo La Nación. Coloco el diario en la pequeña mesa del comedor, y sirvo una taza grande del aromatizante, mi vicio cotidiano. Me siento y recojo las piernas, aspirando el vapor de cafeína que al instante agudiza mis sentidos. Soplo suave para enfriar, y comienzo a recorrer las páginas desinteresadamente con mi mano izquierda. Nada capta mi atención hasta que llego a la sección de «SUCESOS». Leo el titular y escapo de derramar mi café con el susto: «Hombre sobrevive embestida de camión repartidor en autopista General Cañas». «¿Cómo puede ser posible?», me digo a mí misma, con el corazón latiendo a toda velocidad, mientras me concentro en la nota periodística. Informa el diario que un hombre no identificado fue arrollado por un camión, y llevado al Hospital General México, declarado muerto por el equipo de paramédicos durante el trayecto. Sin explicación clínica, al hacer los procedimientos de rutina al ingreso de la sala de emergencia, el hombre volvió en sí. De inmediato se le administraron primeros auxilios y lo llevaron al quirófano, en vista de haber sufrido daños cerebrales y contusiones múltiples. Actualmente lo mantienen en un coma inducido, en la sala de cuidados intensivos, buscando que en su cerebro bajara la inflamación hasta niveles seguros. «La verdad es un milagro moderno», declaró el médico residente responsable. «¡No lo puedo creer, yo vi todo esto y también lo di por muerto a ese hombre, el de la mirada penetrante!», repito a mis adentros con un nudo en la garganta y las manos temblorosas. Perturbada, termino de hojear el periódico en estado casi catatónico. El sonido de mi celular me despabila, y recuerdo que tengo un compromiso con la tía Mónica para media tarde. Corro hacia la ducha dejando mi ropa de dormir en el trayecto, añorando el agua fría para que me quite el nudo de nervios que me quedó en el cuerpo.

Hago lo que sea por comer bien pero sin cocinar, incluso aguantarme a la tía Mónica y sus conversaciones profundas. Es la única familia que tengo en San José, y al quedar sola después de que mis primos se casaron y se fueron, tiene cariño de sobra para repartir. Ella hacía su merienda mientras yo desayunaba. Me volvía a preguntar si ya tenía novio, y al recibir la misma respuesta negativa, repetía el discurso de la importancia de una pareja estable para mi futuro. Me preguntó sobre mi fin de semana, y le comenté sobre el incidente de la autopista. Se incomodó un poco, a la tía no le caen bien las noticias violentas. «Algo especial le falta por hacer a ese señor en este mundo, para haber sobrevivido semejante desgracia», comentó de manera trivial. Me resonó esa conclusión. Nos despedimos cordialmente como siempre. Prometí presentarle al próximo pretendiente, y marcamos el calendario para ir la próxima semana al teatro.

En el autobús de camino al trabajo, no podía dejar de pensar en ese hombre y todo el embrollo. No soy religiosa ni creyente, pero me cuesta no reconocer una mano divina en todo esto. «¿Por qué lo tuve que presenciar?», era lo que me fastidiaba. No pudo ser una simple casualidad. Mi mirada vagaba sin dirección a través del vidrio, a medida que avanzaba la ruta. Los audífonos omitían el nocivo ruido de los pasajeros y el motor, reemplazándolo con un jazz intenso con el que concentraba mis pensamientos cuando requería soledad. Fue cuando lo vi a la distancia: el Hospital México. Ahí mismo tomé la decisión, loca como podía parecer.

Al día siguiente, rompí mi rutina y comencé mi día dos horas más temprano. Me duché rápidamente. De manera casi juvenil, me probé varios atuendos. Me maquillé, algo muy poco común en mí, pero quería verme diferente, aún no entendía el porqué. Cepillé mi cabello, omitiendo por hoy mi peinado preferido de cola simple. Dejé mi pelo suelto. Perfumé mi cuello y busto, hasta que me sentía como una dama de revista. Mi tía estaría orgullosa. Tomé mi café, pero no tenía estómago para comer algo. Los nervios me trancaban el sistema digestivo. Dispuse llevar unos chocolates y frutas.  «¿Frutas, Sofía? ¡Sí que eres boba! ¿Qué enfermo come frutas? No importa, lo que vale es el gesto». Las flores me parecían patéticas. «¿Qué haces, Sofía?», me preguntaba una y otra vez. Pero una fuerza subliminal me empujaba. Y por ella, salí hacia el hospital.

Llegué a la sala de recepción, sin saber qué hacer. Me acerqué a la estación de enfermería, y les mostré el recorte de periódico en el que aparecía la noticia. Conocían bien el evento y me remitieron con la doctora a cargo del turno. Me preguntó si yo era familia, en vista que nadie había llegado por él aún. No conocían su nombre y no portaba identificación. Aclaré que no teníamos parentesco, pero que había presenciado el accidente y que me interesaba conocer el estado de salud del paciente, y ayudar en algo, si se pudiera. Recelosa —por ser prohibido de acuerdo al reglamento interno— la doctora me guio hasta un vestidor, donde me pidieron que dejara mis cosas, y me vistieron con una bata desechable y un gorro para el cabello. Procedimos a la sala de cuidados intensivos, y a través de un vidrio, lo vi. Estaba con tubos en su boca y nariz, la cabeza vendada por completo, y el brazo izquierdo inmovilizado por tener una fractura. Sensores y cables invadían su cuerpo. Las partes visibles de su cuerpo estaban plagadas de hematomas ya morados. Nada pudo haberme preparado para ese momento. Agradecí el hecho de no haber desayunado, en vista que la impresión me causó un revuelco estomacal amargo. Comencé a resentir el fuerte olor a desinfectante, sangre y formalina. La iluminación era tenue; el resplandor de pisos y paredes blancos mareaba. Enfermeras iban y venían entre los pacientes, con mascarillas y trajes de cirugía. Me apoyé en el vidrio, cuestionando el porqué me encontraba en esa situación. Tuve que pedir apoyo y salir a tomar aire fresco. En una silla de la sala de espera, me senté a llorar, sin entender muy bien que hacer.

Visité su lecho a diario por las siguientes semanas. Con el pasar de los días, las enfermeras fueron tomando confianza en mí y permitían ciertas libertades. Me colocaba al costado de su cama, y lo observaba por lo que debían ser horas. Leía en voz alta mis libros preferidos, alucinando que lo miraba sonreír cuando yo reía. Le hablaba de mis días, del trabajo, hasta de la tía Mónica. Una tarde, a petición mía, me permitieron afeitarlo. Lo hice con mucha delicadeza, temiendo herirlo. Pero su barba era tan espesa que fue fácil removerla. Al ver su cara lampiña, mi corazón palpitó como nunca antes. Lo acariciaba, y hasta llegué a besar su mejilla. Corté sus uñas, que estaban sucias y descuidadas. Tomaba su mano en la mía, apretando sus dedos para ver si lograba hacer que reaccionara. Mis monólogos con él iban subiendo de tono, sin quererlo. Le conversaba sobre lo que haríamos juntos al recuperarse. Lo llevaría a conocer a la tía Mónica, al museo nacional, incluso al parque central. Me disculpaba por no poder cocinar bien pero le prometía que estaba aprendiendo aceleradamente. Acompañé a las enfermeras varias veces a bañarlo. Me erizaba la piel pasar la esponja por su pecho desnudo, sus piernas, sus brazos. Pero me quebraba el corazón ver cómo iba perdiendo su musculatura, y la prolongada estadía acostado estaba ocasionándole llagas en su espalda. Sufría a su lado, solo de verlo. Pasaron cuarenta y nueve días así, tiempo en el que fue mío, solo mío.

Al día cincuenta, despertó. Yo me encontraba en el trabajo cuando sucedió. La enfermera me llamó de inmediato, y corrí desesperada a su lado. Llegué y me arrodillé al verlo despierto; lloré de alegría. Me puse de pie y lo besé, abrazándolo tiernamente. De repente, me atropelló sin compasión la realidad.

—¿Y usted quién es? —me dijo, con una voz seca y fría, como el invierno. Trataba sin éxito de sentarse erguido.

—Es cierto, usted no me conoce. Mi nombre es Sofía. Yo, pues, estuve presente el día de su accidente. Y cuando supe que había sobrevivido, vine a visitarlo. —Su mirada se perdió en el fondo de la habitación al mencionar el accidente, y de inmediato enmudeció por completo.

—Es mejor que le dé un poco de tiempo para digerir todo lo sucedido —me sugirió con prudencia la enfermera, que había observado todo el cuadro y supo lo doloroso que su reacción resultaba para mí. Lentamente, di la vuelta y salí de la sala.

Llovía y hacía frío esa noche, pero no lo sentía. Mis lágrimas se confundían con las gotas del cielo. «¡Estúpida! ¿Qué esperabas? Por el amor de Dios, en verdad, ¿qué esperabas, Sofia?», me reclamaba a mí misma mientras me envolvía con los brazos para cubrirme. No pude regresar al trabajo, no podía detener el llanto. Caminé por varias horas, sin dirección ni sentido. Al fin, llegué a casa, temblando y empapada. Sin fuerzas, me quité la ropa, y me metí a la cama, derrotada.

Desperté con sentimientos encontrados: sabía que podría verlo despierto, pero que a él yo no le interesaba. Me cambié, ya sin entusiasmo, y decidí ir al hospital una vez más. Tenía que cerrar este capítulo. Llegué ansiosa, temiendo una reacción de rechazo. Me asomé a su ventana, y a través del vidrio, lo observé detenidamente. Estaba viendo televisión, con una sonrisa dulce en su rostro. Habían retirado todos los instrumentos de su cuerpo, lo que me permitió apreciar su perfil, sus detalles. Era buen mozo, con arrugas de hombre de mediana edad. En su tez morena, quemada del abuso al sol y la intemperie, veía manchas blancas, alguna enfermedad de la piel. Sus ojos eran verde claro, rodeados de arrugas y resguardados por unas largas pestañas. Su pelo revuelto aparentaba ser lacio, aunque se encuentra tan descuidado que solo se pueden apreciar nudos. Su cuello está estirado y flácido, fruto de la desnutrición que debe de sufrir. Todo eso me enamoró durante su coma, mientras fue mío.

Toqué dos veces el marco de la habitación, pidiendo, sin decirlo, permiso para ingresar. Me temblaba el estómago y estaba verdaderamente arrepentida de haber regresado. Ya no había marcha atrás. «¿Qué esperas de él, Sofía?», fue la frase que repetí infinidad de veces en todo el trayecto.

—Pase adelante, Sofía, por favor. Me han comentado las enfermeras que usted ha cuidado de mí todo este tiempo. Quería disculparme por mi reacción de ayer. Usted entenderá que me agarró fuera de base.

Identifiqué un acento suramericano. Su voz era ronca, profunda, como de locutor de radio. Su mirada de aguijón me hizo sentir infantil, tímida y miniatura. Ingresé a la habitación y me senté. Mis manos sudaban y me mordía el labio inferior, inquieta.

—Señor, necesito pedirle un gran favor —dije de repente, sin pensarlo—. ¿Puedo conocer su nombre?

Se rio a carcajadas, tan fuerte que las enfermeras voltearon y señalaron hacer silencio.

—Tiene usted razón, señorita. Mi nombre es Santiago Itriago. Ahora, cuénteme usted, ¿cómo puedo pagarle todo lo que ha hecho por mí? Le debo mi vida, o al menos mi recuperación, me han dicho por acá.

—Cuénteme su historia, Santiago. Quiero saber qué hacía en la autopista ese día.

Hablamos por semanas. Conocí lo bueno y lo malo de Santiago. Se abrió conmigo sin tapujos. Él necesitaba esta catarsis de la pesada carga que traía. Era venezolano, y de la misma manera que miles de sus compatriotas, emigró huyendo de la realidad de su país. Su familia fue favorecida con el gobierno de Chávez, logrando colarse entre los afortunados que manejaron los negocios de suministro al gobierno del socialismo del siglo veintiuno. Pasó rápidamente de un barrio pobre de Caracas a las altas esferas del poder. Creció su patrimonio tanto como su ego. Su esposa, humilde maestra de escuela que conoció en su juventud, se adaptó a la nueva vida, aunque esa nueva vida no se adaptó a ella. Las amistades que venían con la relación política la miraban de menos. Pero Santiago ignoraba esto en favor de seguir bien posicionado en el círculo íntimo alrededor del presidente. Hasta que un día, murió el comandante Chávez. Y con la nueva administración de Nicolás Maduro venían también otras familias queriendo un asiento en la mesa principal. Santiago no supo de qué frente le vendrían las traiciones, pero pronto estaba siendo acusado de corrupción y removido del aparato estatal de compras. Había más invitados que sillas, entonces los que ahora encontraron el favor del oficialismo, buscaron destruir a los anteriores, garantizando afianzar su frágil posición. Giraron orden de captura en contra de Santiago, y sin pensarlo, huyó hacia Colombia, dejando a su esposa e hija atrás. Sabía de muchas familias que se exiliaron en Panamá, y buscó ahí su destino. Esperaría instalarse, para luego enviar por su familia. El estrecho país del canal no fue tan acogedor como lo pintaban, y el emigrante decidió seguir más al norte, a Costa Rica. Ya sin recursos, llegó a San José, donde logró encontrar un trabajo en un lavado de autos, y el dueño le permitía dormir en el taller. Así pudo sostenerse varios meses, mientras ahorraba para traer a su familia.

Fue cuando recibió la llamada. Su socio, Matías Barahona, quien había logrado quedarse en Venezuela a punta de sobornos y chantajes, le dio la noticia. Era la única persona a quien Santiago había confiado un número de celular para mantener contacto, por miedo a represalias fuera de la frontera venezolana. El día anterior, en un supermercado cercano a la casa de Santiago, su esposa e hija estaban haciendo fila para retirar una bolsa solidaria de alimentación. Se hizo un gran tumulto de gente, en vista que la cantidad a repartir fue muy reducida. Y poco a poco comenzaron a calentarse los ánimos, hasta que se armó un asalto violento a la tienda. Llegaron las fuerzas del orden, y, sin discriminar víctimas, abrieron fuego hacia la multitud. Era un mandato presidencial, dar un escarmiento a la población para evitar más amotinamientos. Ahí murieron las mujeres de su vida. Simple, ingrata, sencilla y cruda violencia incitada por el hambre. Tardaron treinta y seis horas para levantar los cuerpos. Algo así como un circo romano. Seis semanas y dos días después de la llamada, Santiago estaba siendo atropellado en la autopista. Su impotencia lo empujó a buscar morir así. Pero algo sobrenatural lo hizo sobrevivir sin quererlo.

Conversamos mucho tiempo, mientras sus heridas sanaban y su cuerpo se fortalecía. Hasta que llegó el día que le dieron de alta. Sabía que sería la última vez que nos veríamos. Aprendí a conocer y a valorar a aquel ser humano, pero también a reconocer sus defectos y debilidades. Mis sentimientos iniciales de niña ilusionada fueron aplastados por esa tonelada de plomo que se llama realidad. Pero llegué a tenerle cariño. Preparé un regalo para él. Había vendido mi motocicleta para poder comprarlo, pero estaba convencida de que esa era la razón por la cual el universo me tuvo frente a ese vidrio aquel lluvioso domingo de junio. Antes de irme, hice mi última pregunta.

—Santiago, ¿por qué fue tan cobarde de huir solo sin su familia? ¿Por qué decidió quitarse la vida antes de luchar por su país? —Lo vi intensamente a los ojos, y solo encontré miedo—. No me conteste, no es para mí la respuesta.

Le entregué la cartuchera de regalo, le di un beso en la mejilla, y me retiré. A través del vidrio, sin que él me viera, observé cómo la abrió y sacó primero la tarjeta, leyéndola despacio: «Lo que sea que decida hacer después de hoy, hágalo bien. Todo mi cariño, Sofía.»

Dentro de la cartuchera había un pasaje de avión con destino hacia Caracas, y un frasco de vidrio que contenía cianuro…

martes, 19 de septiembre de 2017

La primera ilusión

Horacio Vargas Murga


Samuel se levantó del sillón y se acercó a la ventana. Una muchacha de cabello castaño y mirada risueña pasaba montada en su bicicleta. Se quedó observándola hasta que su imagen desapareció por completo.

A partir de aquel momento la volvería a ver todos los días por la tarde, a eso de las cinco. La esperaría detrás de la ventana, impaciente por tenerla ante sus ojos. En otras oportunidades optaría por salir a la calle para contemplarla con más calma. Se sentaría sobre un muro colindante con otra casa y desde allí sus ojos la perseguirían por donde ella fuera, hasta que se perdiera de su alcance.

Cómo olvidar aquella misa del domingo veintiséis de octubre, fecha en que la capilla de la urbanización cumplía un año de creada. Ella estaba hermosa, elegante, con aquel conjunto azul. Un perfume delicioso se desplegaba acompañando su caminar. La mirabas de reojo, suspirabas sin más no poder. Un sabor dulce inundaba tu boca. Después de la misa, hubo una recepción en la casa de la señora Vilma, para la celebración del aniversario. Trajeron un coro de otra iglesia para que deleitara a los concurrentes. Ella escuchaba atenta y emocionada, parecía un ángel. Tú la contemplabas embebido de encanto.

Yo acostumbraba a leer las lecturas bíblicas los domingos en la misa, era ya conocido por todas las personas y tenía una cierta vinculación con las labores de la iglesia. A mediados de abril se abrió la inscripción para la catequesis, destinada a la preparación de niños y jóvenes que querían hacer la primera comunión. Era la primera vez que se realizaba esta labor en la urbanización. No mostré ningún interés por la apertura de la catequesis, ya había hecho mi primera comunión en otra iglesia hace dos años atrás, pero otros muchachos, incluso mayores que yo, que ya habían realizado la primera comunión se inscribieron.

Los catequistas ubicaron a sus alumnos en las primeras dos bancas de la capilla durante la misa. Me vi obligado a sentarme en otro lugar diferente al que acostumbraba. Fue entonces que pude distinguir a aquella chica que solía ver todos los domingos. Me pesó no haberme inscrito, hubiese sido una gran oportunidad para conocerla, pero la catequesis ya tenía una semana de comenzada. Sin embargo, mi madre me insistió para que me inscribiera.

Samuel, tú siempre participas con las lecturas en la misa, ¿por qué no te inscribes?

Es que ya pasó la inscripción.

Pero yo he hablado con la señora Vilma, ella me ha dicho que todavía pueden inscribirse.

Bueno, si es así.

Entonces, ¿converso con ella para que te incluya en la lista?

Está bien, mamá.

Las reuniones iban a ser los sábados a las tres de la tarde, en la misma capilla. Samuel se preparó de antemano para su primera clase. Forró su Biblia y su nuevo cuaderno con Vinifán transparente. Mojó su cabello con abundante agua y se peinó con sumo cuidado, como nunca antes lo había hecho. «¿Por qué estoy haciendo esto?, ¿no soy acaso un buen cristiano?». Se miró al espejo y se encontró con el mismo rostro blanco, redondo y asustado, de todos los días. «Dios sabe que no hago nada malo» se dijo a sí mismo mientras cogía sus cosas y salía para asistir a su primera clase.

Fue el primero en llegar, la puerta estaba cerrada. Se había adelantado diez minutos. Era mejor así, nunca soportaba llegar tarde. Poco después apareció la catequista, junto a dos niños. Samuel la saludó con cortesía. Ella respondió al saludo con una graciosa sonrisa, mostrando los dientes postizos. Abrió la puerta y fueron ingresando uno a uno.

Todos la siguieron hacia una pequeña habitación que se encontraba a la mano derecha, al inicio de la capilla. Entraron, acomodaron las bancas de madera junto a la pared, aún no pintada, ni tarrajeada y tomaron asiento en espera de las primeras palabras de la señorita catequista.

Buenas tardes, mi nombre es Esperanza Rodríguez, un grupo de ustedes estará a mi cargo, los otros serán distribuidos con Mónica, Isabel y Jorge. Quisiera conocerlos, así que cada uno me dirá su nombre.

Y así cada alumno fue mencionando su nombre, mientras ella apuntaba.

Ahora vamos a repasar algunas cosas que ustedes deben saber.

Fue así que a medida que hablaba iba haciendo preguntas acerca de Dios, la creación, los apóstoles, la Biblia y otros temas religiosos. Samuel, siempre solícito a responder, levantaba la mano y contestaba con suma elocuencia, de la misma forma como lo hacía en el colegio, era ya una costumbre en él. Contestó casi todas las preguntas. Esperanza lo felicitó poniéndolo de ejemplo ante los demás. Samuel se sintió muy contento por su brillante inicio, pero le preocupaba mucho la ausencia de aquella chica, de la cual estaba ilusionado. «¿Por qué tardará tanto?».

Cada vez fueron sumándose nuevos alumnos, hasta que ella apareció. Samuel sintió una extraña sensación en el pecho. «Me puse intranquilo, no sabía qué hacer. Me palpitaba el corazón, me sudaban las manos. Opté por agachar la cabeza y disimular».

Sus nombres preguntó la catequista.

Samuel, puso mucha atención.

Claudia Jiménez respondió con fina voz, parecida a la de una niña. «Es tan delicada. Qué ojos más tiernos. No lo puedo creer, está frente a mí, pronto me hablará. Creo que voy a estallar en gozo».

La clase duró hasta las seis de la tarde, hora en que llegó Jorge, quien siempre instalaba el micrófono para la misa. Él era ingeniero electrónico y su vocación religiosa hizo que asumiera el papel de catequista. La misa se llevaría a cabo a las seis y treinta de la tarde, debido a que el día domingo se realizarían las elecciones presidenciales en todo el país.

Los alumnos desalojaron la habitación y se trasladaron al templo para escuchar la misa. Samuel, como siempre, leería la primera lectura. Esta vez era más importante que nunca, Claudia quizás se fijaría en él. Haría el máximo de los esfuerzos por dar la mejor entonación y pronunciación. Intentaría de esta manera despertar por lo menos admiración en ella.

Son las cinco, la esperas, intranquilo. Ella pasará en cualquier momento. Tu respiración se acelera, sudas a medias, tus ojos no descansan de hurgar por los rincones más distantes de la calle. Ahora podrás saludarla, sonreírle, conversar un momento. ¿Cuántos años tendrá? Doce, igual que tú. No, parece que tiene más. Quizás pase apurada, quizás no te vea. Qué martirio es este de esperar y esperar. Aprietas los dientes, tu intranquilidad aumenta, ella está demorando más de lo acostumbrado.

Las clases continuaron sábado a sábado. Samuel se hizo de amigos, entre ellos Lucho, (sobrino del catequista), Miguel, Eduardo, Walter y César (los dos últimos hermanos de Claudia). Claudia apenas le dirigía la palabra. Samuel siempre estaba a la espera de acercarse a ella, quien se mostraba algo indiferente y faltaba con mucha frecuencia. Todo esto impedía que se estableciera una amistad entre ambos.

Con sus amigos no podía llevarse mejor, solían reunirse en los momentos libres para jugar un partido de fulbito. Lucho era el que más le simpatizaba. Bajito, de graciosa sonrisa, acostumbraba a hacer bromas e intercambiar opiniones sobre los más diversos temas. Estimaba a Miguel, un muchacho moreno y también bajito, a quien se le veía solitario y triste, sus ojos permanecían siempre semihúmedos. Un sábado se le acercó a Samuel y empezó a hablarle en confidencia.

No sé qué voy a hacer, mis padres se quieren divorciar. Ayer los escuché discutir, solo faltó que se golpearan.

Ambos se quedaron en silencio un instante.

Samuel, una vez cuando tenía diez años, tuve relaciones sexuales con una mujer, yo era todavía un mongo. Ella me llevó con engaños a su habitación. Nunca se lo conté a nadie.

Samuel no comprendió qué tenía que ver esta confidencia con la anterior, pero le afligió la tristeza de su amigo.

Eduardo por el contrario se caracterizaba por ser un muchacho de los que antes se podía llamar «avispado». A los trece años era todo un «Don Juan», visitador asiduo de discotecas. Siempre venía bien vestido con polos y pantalones de último modelo, finas zapatillas y exceso de perfume. Llamaba aparte a Samuel y le contaba sobre sus fiestas y conquistas. Era característico en él un aire de superioridad. Solía hacer gala de su estilo de enamorar y de sus gustos por discotecas y mujeres. Cada fin de semana conocía una chica nueva.

Mira, Samuel, a mí nunca me había resultado difícil hacer el coito, ¿sabes qué es eso no?

Sí, claro contestó Samuel, por no quedar mal, en realidad no sabía lo que era.

Bueno, esta me daba tantas vueltas, pero al final le comprendí el juego.

Samuel no entendía lo que escuchaba, pero igual lo miraba atento y deslumbrado.

Siempre sospeché que había algo entre Eduardo y Claudia. Los vi juntos antes que empezara la catequesis, pero en las clases hablaban poco. Cierta vez, cuando bajé del microbús, vi a Eduardo saludarla con un efusivo beso en la mejilla. A ella le brillaron los ojos. Me sentí muy mal durante varios días, perdí el apetito, mis noches eran eternos insomnios, pero lo pensé bien y no me pareció una prueba contundente de una relación amorosa, sin embargo, nunca pude liberarme de mis dudas.

Samuel tenía algunos confidentes en el colegio. Ellos estaban enterados de su interés por Claudia. Se reunían durante los recreos en un rincón del salón de clase y Samuel comenzaba con sus relatos en voz baja. En una de esas tantas conversaciones, Gonzalo, un moreno alto y mayor por tres años que Samuel, escuchó de casualidad la conversación.

Claudia Jiménez, yo la conozco, también a toda su familia.

A partir de ese día, Samuel tenía un confidente más, quizás un aliado importante para conquistar a Claudia. Gonzalo contó todo lo que sabía de Claudia y su familia. Todos los días era común verlos caminar de un lado a otro, durante los recreos. Esto permitió que Samuel se sintiera mucho más seguro, más decidido.

Mira, Samuel, tú tienes que mandarte, ponte más mosca, cuñao. Debes bajar esa barriga, sal a correr dos kilómetros todas las mañanas, usa otro tipo de ropa, vistes como un viejo. Para conquistar a una hembrita tienes que decirle: «Cómo me gusta tu pechito sin tetas, tu culito sin raya». Un día de estos, te la llevas a un rincón y le caes compadre, le caes.

Las ideas de Gonzalo lo turbaron un poco. No eran nada de su gusto. Empezó a desconfiar de su amistad. Sin embargo, pensó que era necesario seguir contando con él. No quedaba otra. Nadie más que él podía ayudarlo de alguna forma.

Falta solo un mes y termina el año y hasta ahora no he podido hacerme amigo de Claudia. Ella apenas me habla, ni siquiera me mira, no puedo soportarlo más, esta situación tiene que cambiar. Debo hacer algo para que ella se fije en mí, ¿pero qué?, ¿qué podría hacer? ¡Diablos! Soy un bueno para nada.

Gonzalo se puso impaciente, insistía a cada rato que ya era el momento, que había pasado mucho tiempo.

Sí, cuñao, ahora o nunca.

Pero, si casi no hablo con ella.

Mira, Samuel, mañana le digo todo a Claudia y solucionamos el asunto, ya me estás asando.

Tú estás loco, Gonzalo.

A la franca, Samuel, yo lo hago, si no te dejas de huevadas y le caes.

No fastidies, hombre, no me vas a decir lo que tengo qué hacer.

En una oportunidad, Gonzalo le pidió a Samuel como préstamo una cierta cantidad de dinero. Gonzalo tenía fama de no pagar deudas en el colegio. Samuel lo sabía muy bien y no accedió al principio, pero luego, ante tanta insistencia y recordando sus momentos de confidencia, decidió hacer el préstamo.

Gracias, cuñao, este favor te lo voy a pagar muy bien, acuérdate.

No tienes de qué, para eso están los amigos.

Te debo una. Haré de todo para que Claudia caiga a tus pies.

Dios te oiga, negrito.

¡Qué hermosa está! La miras con deleite, lleva una vincha roja muy llamativa. ¡Pasó apurada, no te vio! No te preocupes, algún día se detendrá, te regalará una eterna sonrisa y caminarán juntos, conversando como dos buenos amigos. Algún día, muy pronto, ¿o quizás nunca? Estás atento, la impaciencia te invade, puede volver a pasar en cualquier momento.

Aquella tarde oscureció más temprano que otros días. Mi madre decía que el ambiente estaba turbio, viscoso. Para colmo, empezó a hacer frío. Yo me encontraba en ese momento haciendo la tarea del curso de Lenguaje para el día siguiente, cuando mi padre me llamó acalorado.

Oye, Samuel, afuera está tu amigo, el negro ese con pinta de maleante, que viene a quitarte el tiempo. Dile que estás ocupado y lárgalo.

La noticia me sorprendió. Gonzalo no me había dicho que vendría a buscarme. No tenía la menor idea del porqué de su visita. Confundido salí de la casa. Al girar la mirada después de cerrar la puerta, mi sorpresa fue enorme. Gonzalo estaba frente a mí y a su lado César, el hermano de Claudia.

Samuel, te presento un amigo, se llama César dijo Gonzalo con suma ironía.

Alcé la mirada y pude distinguir a unos pocos metros a Claudia, apoyada sobre un auto rojo, en actitud de espera, pero mirando a otra parte. No lo podía creer.

Un momento, ya regreso respondí y entré nervioso a la casa.

No volví a salir. Ellos se quedaron esperando cerca de una hora, hasta que se cansaron y se fueron. Aquel día no pude dormir, me sentía intranquilo, la desesperación me atormentaba martillándome la cabeza. No podía aceptar lo ocurrido. Era una situación ridícula e injusta. Me preocupaba lo que pensaría Claudia de ahora en adelante. No sería capaz de mirarla a la cara. Sin duda se burlaría de mí.

Al día siguiente, Gonzalo recriminó con dureza a Samuel.

Eres un mongo, cobarde, huevón y cojudo, te llevo a la hembrita a tu casa y tú te escondes. ¡Qué maricón eres!

No seas idiota, Gonzalo, cómo iba a aceptar el trato que me proponías, decírselo delante de ustedes, dónde se ha visto una declaración con testigos.

Eres un mal agradecido, compadre, yo te la puse fácil. Ahora resígnate porque esta había sido tu oportunidad y ya no te queda otra.

Las clases en la catequesis continuaron. Claudia, cada vez que miraba a Samuel, contenía la risa. En ocasiones llamaba a sus amigas a un lado y murmuraban un buen rato. En la calle, cuando se cruzaban, lo miraba de la misma forma, pero con disimulo. Samuel se daba cuenta de que era objeto de burla y esto le dolía mucho.

La perdiste Samuel, la perdiste. Ella lo sabe todo y piensa que eres un tonto. No sabes qué hacer. Te pasas horas y horas encerrado en el baño, maldiciendo tu mala suerte, mordiendo tu lengua con desgano, odiando tu aspecto físico en el espejo. La rabia se apodera de ti. Quieres destrozar al mundo. Claudia, pronuncias su nombre en forma lenta, con amargura. Claudia, deletreas su nombre conteniendo las lágrimas. Un sabor amargo inunda tu boca. Eres tan idiota.


Las clases en la catequesis habían llegado a su fin. Se reiniciarían en abril del siguiente año. Samuel creyó conveniente no asistir más, se sentía muy deprimido. De vez en cuando, miraba de lejos a sus amigos, siempre estaban todos, solo faltaba él. Dejó de asistir los domingos a misa. Su voz, ya no se escuchó más en las lecturas bíblicas. Cierto día, recordando a Claudia, se colocó detrás de la ventana para verla pasar con su bicicleta, como antes, a las cinco de la tarde. Pero ella no apareció ese día y no volvería a aparecer nunca más.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Cita

Rita Mabel Figueredo


Consulté la dirección una vez más en mi teléfono celular. Era un buen barrio. Me bajé del taxi y sonreí complacida. La fachada sugería un local de categoría y me alegró pensar que tal vez Patricia tuviera razón.

Era temprano. Me gusta llegar primero, ubicarme, tomar posesión del espacio.

Se ingresaba por una puerta doble de vidrio y madera a un recibidor iluminado con lámparas amarillas. Mis ojos tardaron unos minutos en acostumbrarse a la penumbra. Detrás del mostrador de entrada se extendía un salón grande; ambientado con colores pastel. Solo había dos mesas ocupadas.

Me anuncié y un hombre de baja estatura, entrado en carnes y con cara de profundo aburrimiento, me mostró el camino hasta mi mesa. El sujeto había hecho una reserva. Un punto adicional a su favor.

Mis pasos se perdían en la mullida tela de la alfombra. El mozo corrió la silla para que me sentara y yo, cada vez más confiada, me dispuse a esperar.

El encuentro lo habían organizado Patricia y Carlos. Están decididos a emparejarme con alguien. Desde que iniciaron su vida en común, se portan como el ejemplo perfecto del amor y quieren que todos disfruten de las mieles de la vida en pareja. Estuve a punto de volver a negarme (como las anteriores cuatro veces), pero estamos en otoño. 

El frío, la muerte de mi gato, el final de mi novela favorita —Juan Esteban no se casó con Amelia—, me bajaron las defensas y terminé accediendo. Además creo que ya es tiempo. 

Los últimos dos años me negué sistemáticamente a volver al ritual obsoleto de la conquista. Lo decidí una mañana cualquiera, no recuerdo exactamente por qué, solo me sentí hastiada y quise parar. Desde entonces vivo tranquila en mi departamento de un ambiente, disfrutando de mi soledad. Cada vez que el cuerpo necesita un poco de acción, llamo a Pedro. Siempre está dispuesto. Ninguno de los dos tiene pareja estable y somos amigos hace demasiado como para necesitar explicaciones o rodeos. 

Pedí un vodka con limón, en las rocas. Inconscientemente, comencé a juguetear con el vaso, tratando de hacerme una imagen de mi cita.

Patricia me aclaró que no lo conoce demasiado, pero tiene las mejores referencias. Es primo de un amigo de Carlos; contador, dueño de una empresa, divorciado. Recalcó varias veces que tenía una muy buena posición económica, que era un hombre serio y que anhelaba una relación estable. 

Me descubro pensando en Pedro. Mala idea. No tengo que sacar a Pedro del dormitorio. No es bueno para ninguno de los dos. El acuerdo tácito al que llegamos es que no hablamos de nosotros. ¿Qué le parecería saber que estoy comenzando a salir de nuevo? 

Buscando algo con qué entretenerme, empecé a mirar alrededor con más atención. Todo el restaurante tenía un aire de haber conocido tiempos mejores.
Las sillas tapizadas estaban un poco decoloradas por el uso, la alfombra que me había parecido suave y mullida, se hundía más en algunas partes. El mozo que se acercó con mi vaso transpiraba con profusión, su camisa amarillenta, el moño grasiento y el aire de hartazgo, me hicieron caer en la cuenta de que el sitio no era de primera categoría, sino un espacio que podría haberlo sido alguna vez, hace mucho.

En ese momento por la puerta vidriada entra un hombre de unos cincuenta años, calvicie incipiente y un abdomen que la camisa amplia no llega a ocultar. Mira nervioso en rededor, como buscando a alguien. 

Voy a matar a Patricia, con razón no hubo descripción física.

Suspiro y, ante lo inevitable, levanto la mano, haciéndole señas para que se acerque. Tampoco voy a quedar como una maleducada, puede que tenga una conversación interesante. 

—Hola soy Gabriel. ¿Claudia? —dice mientras acerca peligrosamente su cara a la mía.

—Sí, soy Claudia, mucho gusto. —Intento frenarlo estirando la mano, en un claro gesto de imponer distancia, pero no lo consigo. Toma mi mano y me atrae hacia él, logrando que trastabille, para estamparme dos besos sonoros y húmedos. Uno por mejilla.

—¡Encantadísimo! ¡Sos más linda de lo que me dijeron!¡Y qué buenas lolas!

No hago caso del piropo ordinario. Y trato de no ser demasiado obvia cuando me limpio con el borde de la manga la cara con rastros del saludo.

—¿Qué tomás? ¿Vodka? —Huele mi vaso—. ¡Se te va subir a la cabeza si no comes nada! Vení pidamos algo—dice agarrándome de la mano.

No atino a contestar, así que toma la carta, mira la columna de los precios, y se decide por una ensalada de dos ingredientes. «Para compartir», le aclara al mozo cuando este se acerca a tomar el pedido.

Me quedo muda de asombro. No solo habla sin parar y me toca sin permiso, sino que pide por mí. Huele bien. Su único punto a favor hasta el momento.

Mientras esperamos que traigan la comida, comenzamos la charla intrascendente de las primeras citas. ¿De dónde sos? ¿A qué te dedicas? ¿Tenés hijos? ¿Cuántos? (esta la agregué hace algunos años, antes no me parecía que fuera necesario). ¿Cuándo es tu cumpleaños? (la del signo del zodíaco espanta a algunos y el cumpleaños suple la información). Contesta todo dando innumerables detalles. Así me entero de que vive solo, que no le gustan los gatos, que su empresa de contabilidad tiene los mejores clientes de la ciudad, que compra la verdura suelta. No me da espacio para contarle absolutamente nada de mí. Llega un punto en que, aburrida de la constante cháchara, lo único en lo que puedo pensar, es en cuánto será el tiempo mínimo imprescindible para inventar una excusa e irme a casa.

Diez minutos después llega la comida. La ensalada es apenas un par de lechugas con tres rodajas de tomate. 

—¿Te parece si pedimos algo más? —sugiero al ver que se sirve casi todo el contenido de la fuente.

—Como quieras, igual cada uno paga lo suyo, ¿eh? Yo te doy para la mitad de la ensalada, sin drama.

Hasta ahí, más allá de la irritación que me produce su actitud, no hay demasiados problemas, pero luego sonríe, sin dejar un solo segundo de parlotear. De pronto, todas las razones por las que había dejado las citas, vuelven a mí. Entre sus dientes, que asoman amarillentos entre palabra y palabra, se ven pedazos de lechuga a medio masticar, hecha una masa informe y verduzca. No sé de qué habla, solo puedo mirarlo fijamente, horrorizada. La calva de su frente parece brillar con más fuerza. El esfuerzo de taparla con los pocos pelos que le quedan resulta inútil.

¡Por Dios! ¡Qué aburrido es! Será una buena historia para charlar con Pedro. Podría llamarlo ahora, tal vez no hizo planes. Estaría en casa en unas horas y podría sacarme esta sensación desagradable del cuerpo.

De pronto me doy cuenta de que llevo un buen rato sin escucharlo. 

Parece que me hizo una pregunta, porque sonríe y me mira, expectante.
Como no respondo, comienza a excusarse.

—Bueno, pero si no querés no pasa nada. Yo decía nomás como Patricia me explicó que vos hace rato que no... me entendés, ¿no? Y bueno, fea no sos… No estaría mal. Para ponernos un poco a punto. ¿Qué decís? ¿Vamos?

Solamente le digo que me siento mal, que me voy a casa. Ni siquiera es una excusa, es cierto, estoy enferma de asco. Desde una distancia que solo a medida que se agranda, me tranquiliza, lo escucho diciendo que no me ofenda, que si no me parece bien en la primera cita, por él está bien, que ya será en la segunda. No quiero cerrar los ojos por miedo a imaginármelo, recostado sobre mí con su risa babosa y sus dientes amarillentos. Seguramente tardaré unos cuantos meses en borrar de mi lastimado cerebro la imagen del bolo alimenticio a punto de ser tragado dando vueltas en su boca. 

Voy a matar a Patricia.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Reputación

Miguel Ángel Salabarría Cervera


Casi todos los habitantes nos conocíamos. Unos decían «es una ciudad pequeña», otros opinaban «que era un pueblo grande», pero todos estábamos de acuerdo en que podía ser una u otro y sabíamos lo que hacía cada quien y a qué clase social pertenecía.

Desde siempre la vida transcurrió de esta manera en San Francisco ―comentaban los ancianos que tomaban el fresco de la tarde en el parque principal estaban enterados de todas las historias ocurridas en las familias de cualquier clase social, así como de sus deslices y ocultas relaciones en que ya no importaban el linaje de quienes entraban en idilios subrepticios más allá de su condición civil y religiosa—; la vida se deslizaba sin que el lugar perdiera su sabor provinciano por ser pequeño, gentes que se conocían, marcadas diferencias sociales, costumbres y tradiciones remotas.

Era yo un joven próximo a los dieciocho años, mi paso era frecuente por un crucero que en una de sus esquinas resaltaba una casa por sus paredes forradas de losetas y con  tejas rojas en el techo, ambas españolas como su diseño arquitectónico colonial; en ella habitaban unos esposos que cruzaban las cuatro décadas de edad con su hija como de veinte años; llamaban la atención por el porte de los señores, pero predominaban la elegancia y hermosura de la señora, que hacía voltear a verla tanto a hombres como a mujeres de diferentes edades.
Decidí averiguar quiénes eran esos señores, para ello una tarde fui al parque principal de San Francisco me senté en una banca donde estaban dos señores de edad avanzada, entablé plática con ellos sobre temas intrascendentes, hasta que les pregunté si conocían a unos esposos que vivían en el crucero cuya casa era colonial de estilo español.

Uno de ellos sonrió y me dijo:

—Sí, joven sé a cuál casa se refiere y conozco la historia de esos señores.

Mi curiosidad fue en aumento ante su respuesta, por lo que pregunté:

—¿Me la podría contar?

Los dos ancianos intercambiaron sonrisas y miradas, uno de ellos sacó su pipa, la encendió con parsimonia, mientras el otro prendía un cigarro dando una fuerte bocanada.

—¿Por qué el interés, acaso te llama demasiada atención la señora?

No pude menos que sonreír, sin dejar de mostrarme turbado… al fin recuperé la ecuanimidad y dije:

―¿Me la contará?

—Sí —respondió lacónico, luego se explayó—. Prepárate a escuchar una historia que sacudió a toda la sociedad de San Francisco, unos se admiraron, otros se escandalizaron y los menos aceptaron el hecho consumado, ya sabes cada quien da su opinión según sus criterios o su moralidad… en fin.

En silencio esperaba que el señor dejara por unos instantes de fumar su pipa, para que iniciara la historia. Al cabo de unos minutos lo hizo, regodeándose de la situación y dio inicio:

—Roberto Zuluaga tenía veinte años cuando fue a estudiar a la capital del país su carrera de Ingeniería, dejó aquí a su novia a la que le prometió que al concluirla se casaría con ella, él volvía cada período vacacional a renovar su relación amorosa. —Aspiró su pipa, después de unos segundos exhaló el humo y continuó—: Como ambos eran de la alta sociedad, sus familias y amistades veían con buenos ojos este noviazgo, porque era como un cuento de hadas.

Lo interrumpí para preguntarle:

—¿Entonces, se casó con su novia de juventud?

Me respondió el señor:

—Espera que no termino, viene la parte interesante, en donde sale lo humano de las historias de amor y es cuando «el diablo mete la cola». —Sonrieron ambas personas mayores—. Ya concluido sus estudios Roberto regresó con toda pompa —prosiguió el señor de la pipa su relato:

—Sus amistades le hicieron muchos festejos, a los que asistía siempre acompañado de su novia; una noche después que él concluía la visita a su prometida, los amigos cercanos le esperaban en la esquina para proponerle que fueran a festejar al flamante ingeniero a la «zona roja» —interrumpió su relato para fumar su pipa y continuó—. Al principio se negó pero acabó aceptando la invitación, le dijeron que tendría el privilegio de escoger a la chica que le gustara, además no pagaría nada esa noche. Lo llevaron al cabaret más elegante donde se encontraban las más bellas jóvenes, el amigo que lo invitara parecía ser muy conocido en esos lares, llegó hablando fuerte, para que todos lo escucharan y llamara la atención de los asistentes, casi todos voltearon a ver al ingeniero, pero las chicas con más interés.

Continuaba el señor ya sin que le preguntara, mientras su rostro expresaba picardía al narrar la historia.

—Se sentaron en la mesa principal e inmediatamente acudían varias meretrices a ofrecer sus servicios, ninguna era del agrado de Roberto; el amigo que llevaba la voz le dijo: «¡Vamos hombre, olvida a tu novia, ella te cree dormido!» En ese momento el festejado vio a una damisela que entraba, le llamó la atención por el porte elegante, la exquisitez de su fina persona, la blonda cabellera que contrastaba con sus ojos negros y la hermosura que emanaba; ella volteó al sentir la mirada del joven y le sonrió, él se sentía aturdido al verla. Sus amigos al darse cuenta de la situación, rieron mofándose por su comportamiento: «¡Qué pronto se olvidó de la noviecita santa»!

Reanudó el señor su relato:

—Era verdad, Roberto quedó prendado de la belleza de la joven, que fue invitada a sentarse al lado de él; entre copas de licor platicaron toda la noche hasta el amanecer, mientras sus amigos esperaban con malicia el momento que ambos se retiraran a la intimidad, sin embargo esto no sucedía; pasadas unas horas el amigo que realizara la invitación le dijo: «Vámonos, ya pagué la cuenta, me has desilusionado». Él se despidió amablemente de Renata y se retiró, siendo seguido por esos ojos negros y un profundo suspiro.

Al día siguiente, Roberto despertó con la imagen de la joven y el recuerdo de la plática sostenida, desarrolló sus actividades cotidianas, realizó la visita a su novia, de la que se despidió puntualmente a las nueve de la noche, para encaminar su vehículo al sitio de la noche anterior, al llegar, Renata, quien lo esperaba en una discreta mesa, le ofreció una copa como bienvenida él la aceptó y compartieron toda la noche, hasta que Roberto se despidió cariñosamente, mientras ella lo miraba con ilusión.

Las visitas de Roberto a Renata se dieron todas las noches, hasta que en una de ellas, él no regresó a dormir a su casa, para amanecer ambos en la cama de ella algo que se volvió frecuente; no faltó quien viera las constantes visitas de Roberto a ese lugar, pronto llegó a los oídos de sus amigos, que lo buscaron para platicar y decirle que actuaba mal, no debería de olvidar que él era un profesionista además una persona de la alta sociedad y ella era solo un pasatiempo por ser una prostituta.

Pero él no entendía razones, estaba enamorado de Renata y era ampliamente correspondido, estaba dispuesto a jugarse su futuro por ella —sonrió el señor y reanudó su plática—, sus amigos le dijeron que si seguía por ese camino, la sociedad lo rechazaría, pero Roberto continuaba firme en sus sentimientos.

Cuentan que al ingeniero lo corrieron de la casa de su novia… bueno eso dicen sus amigos —acotó.

Una noche al llegar a la casa su novia, el padre de ella lo llamó a la biblioteca para hablarle, él supuso la razón de la plática, sin embargo mantenía la ecuanimidad —fumó el señor su pipa como para recordar lo que había escuchado y prosiguió—, con voz enérgica le dijo: «¡Eres un escándalo en la sociedad, estás manchando mi buen nombre con tu sucia actitud, exijo una explicación y una enmienda en este momento!» Roberto no se inmutó, con voz firme le respondió: «Es verdad lo que se dice». Como respuesta recibió: «¡Largo de esta casa que la mancillas!». Roberto, se retiraba al pasar por la sala vio a su novia que lloraba, alcanzando a decirle: «Perdóname, no quise hacerte daño, es algo inexplicable».

Como reguero de pólvora corrió esta noticia por la ciudad de San Francisco, vertiéndose opiniones distintas y otras encontradas, sin embargo era un hecho consumado que Roberto tenía una relación con Renata sin importarle su propia familia, mucho menos la sociedad en la que era ampliamente conocido además  pertenecía a clubes, asociaciones civiles y de beneficencia.

El colmo llegó cuando Roberto y Renata decidieron contraer nupcias, ceremonia que se celebró sin la presencia de los familiares de él, solo escasos amigos y gran cantidad de amigas de ella.

Roberto la llevó a vivir a la casa colonial de la que me preguntas —recalcó el señor de la pipa—, en la que todavía viven.

—Ella aún conserva su elegancia y hermosura como el rechazo social a ambos, pero son felices… así es la vida —comentó.

La noche ya caía cuando me puse de pie, le di las gracias por el tiempo que me dedicó como por la interesante historia que me narró.

Ya me retiraba cuando me dijo:

—Te diré la anécdota más famosa de ellos —me expresó como colofón.

Un día fue invitado Roberto al baile anual de diciembre en el Casino porque era socio, asistió acompañado de su esposa, resaltando la belleza y personalidad de Renata, inmediatamente se desparramaron los cuchicheos, principalmente de las damas, una de ellas que ocupa la mesa de honor se puso de pie y le dijo a él:

—¡Ella no puede entrar! ¡Porque es de reputación dudosa!

Roberto, le reviró:

—¡Ella es una puta! ¡Las de reputación dudosa son ustedes! ¡Vámonos, Renata!