Luis Rivera
Llovía de manera copiosa, una tarde de domingo en San José.
Nunca imaginé que ese día presenciaría una muerte. Jugábamos al boliche con mis
amigos del trabajo. Nos asignaron esta semana el turno nocturno, por lo que
decidimos vernos antes, distraernos un poco, para luego comenzar la jornada de
las seis de la tarde hasta el amanecer. Ser especialista en sistemas de control
de servidores que da servicio a todo el continente europeo es un trabajo
extenuante por la diferencia de horarios, pero la paga es buena. Cansada de
jugar —si tirar la bola sin derribar un solo bolo puede considerársele «jugar»—,
me puse mis botas y me acerqué a un gran ventanal que permite ver, en todo su
esplendor, un tramo de la autopista General Cañas desde una elevación
aproximada de seis pisos. Me entretiene sobremanera ver los vehículos navegar a
toda velocidad por la carretera. El rugir de los motores se convierte en una
sinfonía mecánica. Estudio brevemente a las personas en el interior de los
automotores y trato de adivinar qué piensan o conversan. Unos cantan al
manejar, otros mueven sus manos al hablar, algunos aprovechan para hacer
higiene personal y muchos imprudentes utilizan su celular —según ellos— en modo
«disimulado». Y están aquellos que entierran su mirada en el horizonte,
inmersos en pensamientos pasados o futuros. Esos son los más cautivadores.
Al otro lado de la autopista, observo una estación para
autobuses. Tiene un diseño moderno, de acero inoxidable, con varios asientos y
un techo amplio para proteger a los transeúntes del necio invierno
costarricense. Llega a deprimir a cualquiera tanta lluvia. Se encuentran varios
peatones sentados esperando su transporte, anclados en las pantallas de sus
celulares. A través del vidrio, captura mi atención un hombre de mediana
contextura, que se encuentra al costado norte de la estación, recibiendo todo
el impacto de la lluvia. Hay espacio bajo el techo, pero no parece resentir lo
empapado que está. «¿Por qué se está mojando sin necesidad?», me pregunto en
silencio. Su visión se concentra fija en el pavimento mientras sus labios se
mueven de manera sutil, aunque no parece estar conversando con nadie alrededor.
Tiene una barba descuidada, un sombrero de pescador desteñido y un abrigo
desgastado. Anda descalzo, mugriento. Debe de ser un drogadicto o algún
vagabundo. Pasan unos minutos y, de la nada, el desconocido eleva su vista
hacia donde yo me encuentro, y clava sus ojos en mí. Me incomodo de inmediato.
Doy la vuelta y camino nerviosamente en dirección a mi grupo. A mitad del
camino, examino lo ridículo que resulta sentirme intimidada por un cualquiera a
esa distancia y circunstancia. Recapacito y regreso a la ventana, intrigada,
segura de que ya no estará. Me equivoqué. A los cincuenta metros de distancia,
continuaba viendo directo a través del vidrio, siguiéndome con una mirada
penetrante y poderosa. Sus labios no cesaban de moverse, como quien reza en voz
baja. Un escalofrío despierta por mi cuello, bajando como una corriente eléctrica
por mis brazos. Con la piel erizada, sostengo mi vista en él, vacilante sobre
lo que buscaba lograr. Pasan segundos que aparentan ser horas, y percibo cómo
me sudan las manos. Me acomodo el pelo, apretando mi cola varias veces hasta
formar un moño, añorando ventilación para disipar el sudor acumulado en mi
cuello. Sentía cómo el gran salón se volvía miniatura, acorralándome sin
piedad.
De repente, baja su mirada al suelo y lo veo dar un primer
paso en sentido hacia el pavimento. Me confunde aún más cuando prosigue con un
segundo, tercero, cuarto. Pego mi puño sobre el vidrio cuando lo veo bajar de
la acera en dirección perpendicular al recorrido de los carros. Es domingo y el
tráfico está flojo, pero se expone al invadir el carril. Continúa con el sexto,
séptimo, octavo, noveno paso. Los automóviles hacen bramar el claxon y realizan
maniobras evasivas, muy cercanas a colisionar. Golpeo el vidrio, maldiciendo mi
impotencia. El desconocido se encuentra en la mitad del carril central.
Aparenta estar sumergido en un trance, sin la reacción natural del instinto básico
de supervivencia. El caos vial ya lo envuelve. En ese momento, un camión
repartidor de carnes que viene por el carril central, trae a su conductor
distraído en su aparato celular. No se percata de lo que está aconteciendo
hasta muy tarde. Levanta la mirada, y reacciona violentamente con los frenos.
Pero la inercia que trae es tal que el camión derrapa sobre el pavimento. Su
pesada carga hace que el vehículo pierda su centro de gravedad y la cola se
abre, invadiendo el primer carril. Caigo de rodillas al ver el impacto. Su
cuerpo es catapultado metros adelante, arrancando porciones de su piel y
pintando el pavimento gris con un rojo oscuro. Queda tirado cerca de la barrera
en la mediana, y un charco de sangre envuelve su cráneo. Bajo la mirada y
contengo mi vómito. En minutos, la autopista es clausurada en el sentido norte,
y se transfigura la sosegada tarde de domingo en una anarquía vehicular. Las
ambulancias tardan siete minutos, complicadas para poder lograr acceso a la
ubicación del accidente. A mi alrededor, todos los jugadores y empleados del
boliche estaban detenidos observando la escena dantesca. Llegó el momento para
irnos a la oficina, y dejar atrás esa turbulenta tarde.
Desperté cerca del mediodía al incesante sonar de mi
alarma. Con una pronunciada pereza, lavo mi cara y dientes mientras camino
descalza recogiendo ropa y bultos, tratando de adecentar mi apartamento. Abro
las cortinas para permitir que la luz natural inunde la habitación. Extiendo la
cama y pongo algo de música. Salgo a la cocina a prepararme una taza de café.
Mientras se está colando, camino hacia la puerta principal a recoger el periódico,
que llega desde la madrugada. Aunque mi generación no es compatible con la
prensa escrita, sino la digital, conservo esta tradición familiar después de
haber visto por años a mi padre empezar su día leyendo La Nación. Coloco
el diario en la pequeña mesa del comedor, y sirvo una taza grande del
aromatizante, mi vicio cotidiano. Me siento y recojo las piernas, aspirando el
vapor de cafeína que al instante agudiza mis sentidos. Soplo suave para
enfriar, y comienzo a recorrer las páginas desinteresadamente con mi mano
izquierda. Nada capta mi atención hasta que llego a la sección de «SUCESOS».
Leo el titular y escapo de derramar mi café con el susto: «Hombre sobrevive
embestida de camión repartidor en autopista General Cañas». «¿Cómo puede
ser posible?», me digo a mí misma, con el corazón latiendo a toda velocidad,
mientras me concentro en la nota periodística. Informa el diario que un hombre
no identificado fue arrollado por un camión, y llevado al Hospital General México,
declarado muerto por el equipo de paramédicos durante el trayecto. Sin
explicación clínica, al hacer los procedimientos de rutina al ingreso de la
sala de emergencia, el hombre volvió en sí. De inmediato se le administraron
primeros auxilios y lo llevaron al quirófano, en vista de haber sufrido daños
cerebrales y contusiones múltiples. Actualmente lo mantienen en un coma
inducido, en la sala de cuidados intensivos, buscando que en su cerebro bajara
la inflamación hasta niveles seguros. «La verdad es un milagro moderno», declaró
el médico residente responsable. «¡No lo puedo creer, yo vi todo esto y también
lo di por muerto a ese hombre, el de la mirada penetrante!», repito a mis
adentros con un nudo en la garganta y las manos temblorosas. Perturbada,
termino de hojear el periódico en estado casi catatónico. El sonido de mi
celular me despabila, y recuerdo que tengo un compromiso con la tía Mónica para
media tarde. Corro hacia la ducha dejando mi ropa de dormir en el trayecto, añorando
el agua fría para que me quite el nudo de nervios que me quedó en el cuerpo.
Hago lo que sea por comer bien pero sin cocinar, incluso
aguantarme a la tía Mónica y sus conversaciones profundas. Es la única familia
que tengo en San José, y al quedar sola después de que mis primos se casaron y
se fueron, tiene cariño de sobra para repartir. Ella hacía su merienda mientras
yo desayunaba. Me volvía a preguntar si ya tenía novio, y al recibir la misma
respuesta negativa, repetía el discurso de la importancia de una pareja estable
para mi futuro. Me preguntó sobre mi fin de semana, y le comenté sobre el
incidente de la autopista. Se incomodó un poco, a la tía no le caen bien las
noticias violentas. «Algo especial le falta por hacer a ese señor en este
mundo, para haber sobrevivido semejante desgracia», comentó de manera trivial.
Me resonó esa conclusión. Nos despedimos cordialmente como siempre. Prometí presentarle
al próximo pretendiente, y marcamos el calendario para ir la próxima semana al
teatro.
En el autobús de camino al trabajo, no podía dejar de
pensar en ese hombre y todo el embrollo. No soy religiosa ni creyente, pero me
cuesta no reconocer una mano divina en todo esto. «¿Por qué lo tuve que
presenciar?», era lo que me fastidiaba. No pudo ser una simple casualidad. Mi
mirada vagaba sin dirección a través del vidrio, a medida que avanzaba la ruta.
Los audífonos omitían el nocivo ruido de los pasajeros y el motor, reemplazándolo
con un jazz intenso con el que concentraba mis pensamientos cuando requería
soledad. Fue cuando lo vi a la distancia: el Hospital México. Ahí mismo tomé la
decisión, loca como podía parecer.
Al día siguiente, rompí mi rutina y comencé mi día dos
horas más temprano. Me duché rápidamente. De manera casi juvenil, me probé varios
atuendos. Me maquillé, algo muy poco común en mí, pero quería verme diferente,
aún no entendía el porqué. Cepillé mi cabello, omitiendo por hoy mi peinado
preferido de cola simple. Dejé mi pelo suelto. Perfumé mi cuello y busto, hasta
que me sentía como una dama de revista. Mi tía estaría orgullosa. Tomé mi café,
pero no tenía estómago para comer algo. Los nervios me trancaban el sistema
digestivo. Dispuse llevar unos chocolates y frutas. «¿Frutas, Sofía? ¡Sí que eres boba! ¿Qué enfermo
come frutas? No importa, lo que vale es el gesto». Las flores me parecían patéticas.
«¿Qué haces, Sofía?», me preguntaba una y otra vez. Pero una fuerza subliminal
me empujaba. Y por ella, salí hacia el hospital.
Llegué a la sala de recepción, sin saber qué hacer. Me
acerqué a la estación de enfermería, y les mostré el recorte de periódico en el
que aparecía la noticia. Conocían bien el evento y me remitieron con la doctora
a cargo del turno. Me preguntó si yo era familia, en vista que nadie había
llegado por él aún. No conocían su nombre y no portaba identificación. Aclaré que
no teníamos parentesco, pero que había presenciado el accidente y que me
interesaba conocer el estado de salud del paciente, y ayudar en algo, si se
pudiera. Recelosa —por ser prohibido de acuerdo al reglamento interno— la
doctora me guio hasta un vestidor, donde me pidieron que dejara mis cosas, y me
vistieron con una bata desechable y un gorro para el cabello. Procedimos a la
sala de cuidados intensivos, y a través de un vidrio, lo vi. Estaba con tubos
en su boca y nariz, la cabeza vendada por completo, y el brazo izquierdo
inmovilizado por tener una fractura. Sensores y cables invadían su cuerpo. Las
partes visibles de su cuerpo estaban plagadas de hematomas ya morados. Nada
pudo haberme preparado para ese momento. Agradecí el hecho de no haber
desayunado, en vista que la impresión me causó un revuelco estomacal amargo.
Comencé a resentir el fuerte olor a desinfectante, sangre y formalina. La
iluminación era tenue; el resplandor de pisos y paredes blancos mareaba.
Enfermeras iban y venían entre los pacientes, con mascarillas y trajes de cirugía.
Me apoyé en el vidrio, cuestionando el porqué me encontraba en esa situación.
Tuve que pedir apoyo y salir a tomar aire fresco. En una silla de la sala de
espera, me senté a llorar, sin entender muy bien que hacer.
Visité su lecho a diario por las siguientes semanas. Con el
pasar de los días, las enfermeras fueron tomando confianza en mí y permitían
ciertas libertades. Me colocaba al costado de su cama, y lo observaba por lo
que debían ser horas. Leía en voz alta mis libros preferidos, alucinando que lo
miraba sonreír cuando yo reía. Le hablaba de mis días, del trabajo, hasta de la
tía Mónica. Una tarde, a petición mía, me permitieron afeitarlo. Lo hice con
mucha delicadeza, temiendo herirlo. Pero su barba era tan espesa que fue fácil
removerla. Al ver su cara lampiña, mi corazón palpitó como nunca antes. Lo
acariciaba, y hasta llegué a besar su mejilla. Corté sus uñas, que estaban
sucias y descuidadas. Tomaba su mano en la mía, apretando sus dedos para ver si
lograba hacer que reaccionara. Mis monólogos con él iban subiendo de tono, sin
quererlo. Le conversaba sobre lo que haríamos juntos al recuperarse. Lo llevaría
a conocer a la tía Mónica, al museo nacional, incluso al parque central. Me
disculpaba por no poder cocinar bien pero le prometía que estaba aprendiendo
aceleradamente. Acompañé a las enfermeras varias veces a bañarlo. Me erizaba la
piel pasar la esponja por su pecho desnudo, sus piernas, sus brazos. Pero me
quebraba el corazón ver cómo iba perdiendo su musculatura, y la prolongada
estadía acostado estaba ocasionándole llagas en su espalda. Sufría a su lado,
solo de verlo. Pasaron cuarenta y nueve días así, tiempo en el que fue mío,
solo mío.
Al día cincuenta, despertó. Yo me encontraba en el trabajo
cuando sucedió. La enfermera me llamó de inmediato, y corrí desesperada a su
lado. Llegué y me arrodillé al verlo despierto; lloré de alegría. Me puse de
pie y lo besé, abrazándolo tiernamente. De repente, me atropelló sin compasión
la realidad.
—¿Y usted quién es? —me dijo, con una voz seca y fría, como
el invierno. Trataba sin éxito de sentarse erguido.
—Es cierto, usted no me conoce. Mi nombre es Sofía. Yo,
pues, estuve presente el día de su accidente. Y cuando supe que había sobrevivido,
vine a visitarlo. —Su mirada se perdió en el fondo de la habitación al
mencionar el accidente, y de inmediato enmudeció por completo.
—Es mejor que le dé un poco de tiempo para digerir todo lo
sucedido —me sugirió con prudencia la enfermera, que había observado todo el
cuadro y supo lo doloroso que su reacción resultaba para mí. Lentamente, di la
vuelta y salí de la sala.
Llovía y hacía frío esa noche, pero no lo sentía. Mis lágrimas
se confundían con las gotas del cielo. «¡Estúpida! ¿Qué esperabas? Por el amor
de Dios, en verdad, ¿qué esperabas, Sofia?», me reclamaba a mí misma mientras
me envolvía con los brazos para cubrirme. No pude regresar al trabajo, no podía
detener el llanto. Caminé por varias horas, sin dirección ni sentido. Al fin, llegué
a casa, temblando y empapada. Sin fuerzas, me quité la ropa, y me metí a la
cama, derrotada.
Desperté con sentimientos encontrados: sabía que podría
verlo despierto, pero que a él yo no le interesaba. Me cambié, ya sin
entusiasmo, y decidí ir al hospital una vez más. Tenía que cerrar este capítulo.
Llegué ansiosa, temiendo una reacción de rechazo. Me asomé a su ventana, y a
través del vidrio, lo observé detenidamente. Estaba viendo televisión, con una
sonrisa dulce en su rostro. Habían retirado todos los instrumentos de su
cuerpo, lo que me permitió apreciar su perfil, sus detalles. Era buen mozo, con
arrugas de hombre de mediana edad. En su tez morena, quemada del abuso al sol y
la intemperie, veía manchas blancas, alguna enfermedad de la piel. Sus ojos
eran verde claro, rodeados de arrugas y resguardados por unas largas pestañas.
Su pelo revuelto aparentaba ser lacio, aunque se encuentra tan descuidado que
solo se pueden apreciar nudos. Su cuello está estirado y flácido, fruto de la
desnutrición que debe de sufrir. Todo eso me enamoró durante su coma, mientras
fue mío.
Toqué dos veces el marco de la habitación, pidiendo, sin
decirlo, permiso para ingresar. Me temblaba el estómago y estaba verdaderamente
arrepentida de haber regresado. Ya no había marcha atrás. «¿Qué esperas de él,
Sofía?», fue la frase que repetí infinidad de veces en todo el trayecto.
—Pase adelante, Sofía, por favor. Me han comentado las
enfermeras que usted ha cuidado de mí todo este tiempo. Quería disculparme por
mi reacción de ayer. Usted entenderá que me agarró fuera de base.
Identifiqué un acento suramericano. Su voz era ronca,
profunda, como de locutor de radio. Su mirada de aguijón me hizo sentir
infantil, tímida y miniatura. Ingresé a la habitación y me senté. Mis manos sudaban
y me mordía el labio inferior, inquieta.
—Señor, necesito pedirle un gran favor —dije de repente,
sin pensarlo—. ¿Puedo conocer su nombre?
Se rio a carcajadas, tan fuerte que las enfermeras
voltearon y señalaron hacer silencio.
—Tiene usted razón, señorita. Mi nombre es Santiago
Itriago. Ahora, cuénteme usted, ¿cómo puedo pagarle todo lo que ha hecho por mí?
Le debo mi vida, o al menos mi recuperación, me han dicho por acá.
—Cuénteme su historia, Santiago. Quiero saber qué hacía en
la autopista ese día.
Hablamos por semanas. Conocí lo bueno y lo malo de
Santiago. Se abrió conmigo sin tapujos. Él necesitaba esta catarsis de la
pesada carga que traía. Era venezolano, y de la misma manera que miles de sus
compatriotas, emigró huyendo de la realidad de su país. Su familia fue
favorecida con el gobierno de Chávez, logrando colarse entre los afortunados
que manejaron los negocios de suministro al gobierno del socialismo del siglo
veintiuno. Pasó rápidamente de un barrio pobre de Caracas a las altas esferas
del poder. Creció su patrimonio tanto como su ego. Su esposa, humilde maestra
de escuela que conoció en su juventud, se adaptó a la nueva vida, aunque esa
nueva vida no se adaptó a ella. Las amistades que venían con la relación política
la miraban de menos. Pero Santiago ignoraba esto en favor de seguir bien
posicionado en el círculo íntimo alrededor del presidente. Hasta que un día,
murió el comandante Chávez. Y con la nueva administración de Nicolás Maduro venían
también otras familias queriendo un asiento en la mesa principal. Santiago no
supo de qué frente le vendrían las traiciones, pero pronto estaba siendo
acusado de corrupción y removido del aparato estatal de compras. Había más
invitados que sillas, entonces los que ahora encontraron el favor del
oficialismo, buscaron destruir a los anteriores, garantizando afianzar su frágil
posición. Giraron orden de captura en contra de Santiago, y sin pensarlo, huyó hacia
Colombia, dejando a su esposa e hija atrás. Sabía de muchas familias que se
exiliaron en Panamá, y buscó ahí su destino. Esperaría instalarse, para luego
enviar por su familia. El estrecho país del canal no fue tan acogedor como lo
pintaban, y el emigrante decidió seguir más al norte, a Costa Rica. Ya sin
recursos, llegó a San José, donde logró encontrar un trabajo en un lavado de
autos, y el dueño le permitía dormir en el taller. Así pudo sostenerse varios
meses, mientras ahorraba para traer a su familia.
Fue cuando recibió la llamada. Su socio, Matías Barahona,
quien había logrado quedarse en Venezuela a punta de sobornos y chantajes, le
dio la noticia. Era la única persona a quien Santiago había confiado un número
de celular para mantener contacto, por miedo a represalias fuera de la frontera
venezolana. El día anterior, en un supermercado cercano a la casa de Santiago,
su esposa e hija estaban haciendo fila para retirar una bolsa solidaria de
alimentación. Se hizo un gran tumulto de gente, en vista que la cantidad a
repartir fue muy reducida. Y poco a poco comenzaron a calentarse los ánimos,
hasta que se armó un asalto violento a la tienda. Llegaron las fuerzas del
orden, y, sin discriminar víctimas, abrieron fuego hacia la multitud. Era un
mandato presidencial, dar un escarmiento a la población para evitar más
amotinamientos. Ahí murieron las mujeres de su vida. Simple, ingrata, sencilla
y cruda violencia incitada por el hambre. Tardaron treinta y seis horas para
levantar los cuerpos. Algo así como un circo romano. Seis semanas y dos días
después de la llamada, Santiago estaba siendo atropellado en la autopista. Su
impotencia lo empujó a buscar morir así. Pero algo sobrenatural lo hizo
sobrevivir sin quererlo.
Conversamos mucho tiempo, mientras sus heridas sanaban y su
cuerpo se fortalecía. Hasta que llegó el día que le dieron de alta. Sabía que
sería la última vez que nos veríamos. Aprendí a conocer y a valorar a aquel ser
humano, pero también a reconocer sus defectos y debilidades. Mis sentimientos
iniciales de niña ilusionada fueron aplastados por esa tonelada de plomo que se
llama realidad. Pero llegué a tenerle cariño. Preparé un regalo para él. Había
vendido mi motocicleta para poder comprarlo, pero estaba convencida de que esa
era la razón por la cual el universo me tuvo frente a ese vidrio aquel lluvioso
domingo de junio. Antes de irme, hice mi última pregunta.
—Santiago, ¿por qué fue tan cobarde de huir solo
sin su familia? ¿Por qué decidió quitarse la vida antes de luchar por su país? —Lo
vi intensamente a los ojos, y solo encontré miedo—. No me conteste, no es para
mí la respuesta.
Le entregué la cartuchera de regalo, le di un beso en la
mejilla, y me retiré. A través del vidrio, sin que él me viera, observé cómo la
abrió y sacó primero la tarjeta, leyéndola despacio: «Lo que sea que decida
hacer después de hoy, hágalo bien. Todo mi cariño, Sofía.»
Dentro de la cartuchera había un pasaje de avión con
destino hacia Caracas, y un frasco de vidrio que contenía cianuro…