jueves, 31 de octubre de 2013

Algún día…

Nelly Jácome Villalva


Rita, una muchachita alta, delgada, de tez trigueña, pelo negro, ojos almendrados rodeados de grandes pestañas rizadas, apenas había cumplido quince años, vivía junto a su madre en un barrio periférico de la ciudad, si bien tenía muy pocos recuerdos de su padre, porque las abandonó hace siete años, lo que no olvidaba es esa cicatriz de la frente, ni aquella tarde lluviosa en que retumbó un portazo con el cual aquel hombre selló la discusión y salió para no regresar. Nunca volvieron a conversar sobre ese momento, pero miraba diariamente salir a su madre a buscar el sustento diario, le costaba mucho trabajo conseguir dinero para las cosas de la escuela; los tres hermanitos y ella le ayudaban a trabajar. Algunas ocasiones, Rita sorprendió a su madre llorando a medianoche y rezando por ellos.

-Algún día, -pensaba Rita regularmente -lo voy a encontrar, ¡sí! y le gritaré que le odio.

En el colegio tampoco le iba mejor, las calificaciones reflejaban sus problemas, pero a Rita no le preocupaba, tenía otro asunto en que cavilar. Dios quiere que lo vea –pensó cuando un buen día apareció en el recreo su tía paterna para saber cómo estaban ella y sus hermanos, entonces aprovechó para conseguir información suficiente sobre aquel hombre,  inclusive obtuvo una fotografía actual. Vivía con una mujer mucho más joven, tenía dos hijos, trabajaba en una fábrica de un barrio cercano.  –Este martes, me fugo porque me fugo del cole, lo voy a esperar a la hora del almuerzo para ver qué cara pone -pensaba mientras sonreía maliciosamente.  A pesar de los intentos, como ese día tuvo una clase colectiva en el salón de actos del colegio por lo que estuvieron encerradas algunas horas, no pudo concretar el plan y lo postergó para la semana siguiente.

La profesora de Literatura tomó lista, Rita levantó la mano y enseguida pidió permiso para salir al baño, corrió por los pasillos mientras iba sacándose el mandil, debajo del cual llevaba un saco gris de lana, se escondió en una de las aulas vacías hasta que la inspectora cruzó el patio y aprovechó un descuido del conserje para salir por la puerta principal que se encontraba entreabierta. 

Jadeando llegó Rita a la esquina de la fábrica, justo por el árbol bajo el cual los trabajadores acostumbran descansar, -¡¿dónde está, dónde está el viejo?! -decía nerviosamente, mientras revisaba la foto de hito en hito. De pronto alcanzó a divisarlo caminando hacia donde ella esperaba, un caminar lento le hacía ver más viejo de lo que realmente era, parecía enfermo, se notaba que no le iba nada bien, los pliegues alrededor de los ojos describían sufrimientos profundos. Se acercaba poco a poco, la dura mirada de Rita se atenuaba, hasta que aquel viejo al verla  cambió de gesto y se paró más derecho –Oye lindura, ¿a quién esperas? De pronto surgió una explosión de ira mezclada con resentimiento en el corazón de Rita y ya no sentía más pena por él, renacía a través de sus gritos todo el odio que había acumulado estos años, Galo no supo cómo reaccionar, balbuceaba palabras de perdón, intentaba acercarse, imploraba, la voz ahogada en llanto se iba apagando, un dolor profundo en el brazo le oprimía el corazón y debilitaba sus piernas. Rita ya no lo escuchaba, él ya no sentía.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Noches de bruma

Marcela Royo Lira


Es de noche. Arrastrada por una fuerza que desconozco dejo la cama, me cubro con el abrigo y salgo a la calle. Me encamino hacia la plaza. Mis pasos en la vereda parece que no son míos, es más tengo la sensación que sigo en mi cuarto y duermo. Pero no es un sueño. Lo confirma la brisa en mi piel, el perro de la esquina que se levanta al verme y gruñe. Vivo una escena en apariencia normal, aunque no es lógico que esté en la calle cuando todavía no amanece. Quiero despertar, abrir los ojos, encender la luz del velador, descubrir que allí está el libro de Andrea Jeftanovic que leía antes de dormirme, la libreta y el lápiz donde anoté algunas ideas para el cuento que debo escribir, como tarea, para la próxima clase de literatura.
           
             No hay nadie en la plaza. Ni siquiera los muchachos que a veces se amanecen bebiendo cerveza y drogándose. Busco un escaño. Recién, en este momento,  me doy cuenta que tengo un libro en las manos y los lentes me cuelgan al cuello. Es “Un cuarto propio” de Virginia Woolf. No recuerdo haberlo sacado de la biblioteca estos últimos días. Creo que esta noche nada es normal.

            Inesperadamente, la neblina se deja caer. Densa, húmeda, diferente. Tiene algo de tenebrosa; sin embargo, no tengo miedo. En la otra punta del banco hay una mujer. Y está desnuda. Llega un olor fétido, alguien dijo una vez que es la esencia del mal o bien lo leí, no lo sé; pero está aquí y temo que influirá en mí de alguna manera. Arrastra voces airadas de hombres, palabras soeces, de mal gusto, risotadas que hacen daño. Un niño canta. Miro a la desconocida, parece que no le importa lo que sucede más allá de la niebla. Tampoco a mí me importa o no debería, por lo menos. Entonces, con un atrevimiento que no sé explicarme, leo en voz alta una página al azar. La luz es escasa, recito casi de memoria algunos párrafos, meses atrás había escrito una crónica literaria del texto y lo leí varias veces. Recuerdo que me ayudó un bibliotecario muy cortés y culto. Me invitó una taza de café y confesó que vivía, entre los estantes repletos de libros, una pasión desenfrenada con la mujer de un hombre violento y despiadado, dueño de un restorán de lujo. Cuando notó mi expresión de enfado por romper un secreto de dos, me dijo que algún día me podría servir para escribir una buena historia. Le había confesado mi interés en ser escritora. Es raro, parece que esta misma hediondez que trae la neblina, la olí cuando salí de la biblioteca y crucé cerca de unos hombres que pateaban a otro en el suelo. Me dio miedo y corrí las cuadras que faltaban hasta mi casa. Luego, bajo la ducha tibia estuve refregándome el cuerpo hasta sacarme el hedor.

            Sin decir nada, la mujer se acerca y pone oído a lo que leo. Está tiritando. Cubro su desnudez con mi abrigo. Veo en su rostro y en el cuerpo moretones y  marcas de látigo. La abrazo, ella descansa su cabeza en mi hombro y llora. Nos quedamos así largo rato hasta que dice que debe volver al restorán, en caso contrario su marido, la golpeará insultándola, como acostumbra.

            Cuando la niebla desaparece, vuelvo a casa.

Ahora sé por qué fui a la plaza cuando todavía era noche. Me indigna una mujer ultrajada, sometida a vejámenes por un sádico. No sé en qué parte de la ciudad queda el restorán que nombró, París está muy lejos para que sea cierto como había insinuado: se halla frente a la Torre Eiffel, fueron sus palabras. Quizás los golpes la trastornaron, pienso, mientras preparo el desayuno para mi familia.

A la madrugada del día siguiente, voy otra vez a la plaza. La bruma me recibe en la puerta de calle, arrastrando olores a comida descompuesta, a carne nauseabunda. Me tapo nariz y boca y corro. Ella está allí. Viste un traje elegante, de rojo encendido y sombrero negro, con un tul que le cubre el rostro. Es atractiva, de porte distinguido.  Apenas me ve, me cuenta de su amante bibliotecario con quien vive un amor desenfrenado. No me gusta que dependa de los hombres, la mujer es capaz de valerse por sí misma, le digo con fastidio y la incito a dejarlos a ambos. Que busque un modo de ser independiente.

─¿Es usted, feminista? ─dice, arrugando la nariz.

─¿Yo?  No, no lo creo… bueno, quizás  ─titubeo, pensando en Virginia Woolf.  

Continúo leyendo parte del libro que había comenzado anoche. De vez en cuando me detengo y recalco que lo importante no es ser mujer sino sentirse como tal, con dignidad, orgullosa. Contra ataca, dice: ustedes viven envenenándose unos a otros, algunos endulzan el veneno en palabras dulces. Su mundo, de creyentes que se golpean el pecho, de misas diarias e hipocresía no es mejor, insiste y me mira con sus ojos claros. Me traspone. Reconozco que hay algo de cierto en ello, cuando juzgamos a los otros olvidamos que también pecamos. Luego de un silencio incómodo, le confieso que me gusta leer y escribir, hasta le leo uno de mis cuentos y la invito a que también lo haga. Quizás es interesante lo que puedas contarnos sobre esa otra orilla de la ciudad, le digo. Me dice su nombre: Fernanda.

Durante semanas, nos citamos en la plaza a la hora en que los demás duermen. Un día no volvió.  

Esta mañana recibo una invitación especial,  insisten en la importancia de mi asistencia al evento.

Cuando llego el salón está lleno de poetas, escritores y periodistas, incluso cámaras de la televisión. El público a mi alrededor cuchichea como abejorro en un día de sol ardiente. No logro entender lo que dicen. Un niño de rizos rubios entona con una bella voz áreas de óperas. En un rincón, una mesa llena de libros. Leo el título: “La otra orilla”. Una imagen fugaz me advierte, la desecho con brusco ademán.  

Se hace silencio. Entra una mujer alta y delgada, elegante en su traje  de rojo encendido y un coqueto sombrero negro con velo. Comienza, diciendo:

“Advierto que la historia que les voy a contar tiene imágenes fuertes. Vengo de un mundo sádico, de una crudeza de la que muchos sentirán repulsión y rechazo. Toda ciudad tiene su lado oscuro, refugio de la maldad. Quienes lo conocen no pueden olvidar el olor del mal. Allí, me  desmoronaba poco a poco hasta que alguien me indujo a recoger mis pedazos.   

Los menos leerán mi novela hasta el final, quienes lo hagan sabrán que en noches de bruma, en una plaza de un barrio cualquiera, en un país cuyo nombre no importa, una mujer me leyó “El cuarto propio” de Virginia Woolf. Mientras le escuchaba, por un instante, me sentí al otro lado del que vivía. Limpia, con sueños y que contaba con la fuerza para cumplirlos.

En casa, recogí mis cosas y me eché a volar.

¡Construiría mi cuarto propio!”.

-¡Fernanda!  -grito, sin poder contenerme.

Los demás asistentes, molestos, me hacen callar y sentarme. Ella mira en mi dirección, no sonríe, cuando sus ojos claros se posan en los míos sellan mis labios.                                                                     

lunes, 28 de octubre de 2013

Enlazador de almas

Karina Bendezú


Sí que habían transcurrido los años, Pablo era ya un anciano que andaba muy despacio por el patio conversando con los niños más pequeños, eso sí, siempre derrochando amabilidad y generosidad. Manolo, sentado en el banco no muy lejos de allí, observaba a su amigo el conserje con mucho cariño, recordando el primer día que se conocieron y cómo fue que llegó a parar al orfanato Buenaventura. Un repentino flashback y las lágrimas empezaron a correr por el rostro del ahora adulto Manolo.

Sentado sobre el sardinel de la calle y tiritando de frío muy cerca de la costa, Manolo, con tan sólo ocho años de edad, se agarraba fuertemente la barriga, abrazándola, le dolía el estómago. Manolo tenía varios días sin comer. Sí, no le había quedado de otra, tuvo que huir de la casa de su tía, una tirana, una bruja malvada que lo maltrataba y le obligaba a realizar los quehaceres y mandados de la casa, todos los días de la semana, sin descanso, gritándole y pegándole, habrase visto no más, qué mujer tan cruel.

A la edad de siete años, la infancia de Manolo se había tornado muy difícil. Al morir su madre de cáncer, el niño lloró mucho su pérdida y a pesar de que vivía con su padre, se sentía muy solo en el mundo. Toribio, así se llamaba su papá, no le quería, no se ocupaba de Manolo, prácticamente ni lo registraba. Al año del fallecimiento de la madre de Manolo, Toribio decidió llevarlo a vivir con su cuñada. Y ese mismo día por la mañana, padre e hijo se dirigieron rumbo a la casa de la tía Herminia. Al salir, Toribio llevaba una pequeña valija con las pertenencias de Manolo, el pequeño niño no entendía lo que pasaba.
Con mucha insistencia, Toribio tocó el timbre de la casa de Herminia, quien abrió la puerta quedándose sorprendida al ver a Toribio y al pequeño niño al lado de una valija.

-¿Qué estás tramando Toribio? –preguntó Herminia frunciendo el ceño.

-Hola Herminia, te dejo a tu ahijado. Se llama Manolo. Ponlo a trabajar y a estudiar que yo no puedo con mi vida y mucho menos con la de él, algo de ayuda te dará para la casa –le dijo Toribio.

Toribio dio media vuelta y se fue, sin darle tiempo a Herminia a que pronunciar alguna palabra, partió sin despedirse de su hijo. Manolo al escuchar lo que su padre decía y con la cara llena de lágrimas, recordaba que la hermana de su mamá no era una buena persona. Parado frente a la puerta y tieso como una estatua, no podía moverse, no quería entrar.

Pasaron las horas, los días y los meses, un año y Manolo no tenía noticias de su padre, definitivamente se había olvidado de él. Manolo vivía muy cansado, trabajaba mucho y hacía días que no iba a la escuela. De tantas labores que realizaba, Manolo terminaba el día exhausto. Por las mañanas, Herminia lo zamarreaba y le gritaba tildándole de holgazán, obligándolo a trabajar desde muy temprano.

-¡Levántate bueno para nada, son las seis de la mañana y tienes muchas cosas por hacer! ¡Vamos y date prisa! –le gritaba Herminia.

Sí que era una pesadilla vivir con esa mujer. En esos momentos y más que nunca, Manolo extrañaba terriblemente a su madre.

Demasiados males para un niño tan pequeño. Manolo no aguantaba más el maltrato de su horrible tía y durante varios meses pensó escaparse e irse muy lejos de allí. Y llegó ese día. Una medianoche, Manolo agarró panes y frutas y las metió en su mochila, se abrigó lo más que pudo y a las doce en punto de la noche, cuando su tía estaba profundamente dormida, ya que escuchaba sus fuertes ronquidos, salió de la casa en puntas de pie. Manolo abrió la puerta de la calle y huyó velozmente, corriendo sin parar.

Sin aliento, Manolo llegó a la playa, se subió a un bote anclado en la orilla del mar y se recostó quedándose profundamente dormido. Al día siguiente al despertar, la brisa movía sus finos cabellos. Manolo tenía hambre. Abrió la mochila y comió algo de lo que había llevado. Durante el día, se dedicó a pasear por la playa y jugar a la pelota con algunos niños que vivían por la zona. Llegó la noche y otra vez a dormir en el bote. Pasaron los días y ya no tenía nada para comer. Manolo pedía alimentos, monedas, lo que fuera, pero sólo le daban céntimos que no alcanzaban para calmar su penuria, la gente lo mandaba de regreso a su casa, con sus padres, si supieran...

A la mañana siguiente, Manolo decidió caminar un poco más lejos y ver qué encontraba por otros lares. Luego de veinte kilómetros de caminata, Manolo llegó a un pequeño pueblo y recorrió sus calles. Cansado, desolado y hambriento, se detuvo frente a un portón antiguo de color verde que le trajo su atención. Levantó la mirada y en lo alto, leyó un letrero que decía: “Bienvenidos al Orfanato Buenaventura”. Manolo escuchó risas que provenían del interior y como el portón estaba entreabierto, ingresó para ver de qué se trataba. Le sorprendió ver la inmensa casona colonial de dos pisos y de grandes ventanales. En el patio, un hermoso jardín, niños por doquier jugando a la pelota, divirtiéndose, jugando a las escondidas, riéndose, charlando y leyendo, en fin, muchos niños de todas las edades que al parecer disfrutaban estar allí. De repente, sin darse cuenta, se le acercó un señor alto y barrigón que muy amablemente lo saludó.

-¡Hola jovencito! ¿Estás perdido? ¿Te puedo ayudar en algo? –le preguntó el hombre.

-¿Tiene algo de comer señor? –fue lo primero que se le ocurrió decir a Manolo.

-¡Claro que sí!, vamos al comedor, allí tenemos mucha comida.

El señor y Manolo ingresaron a un gran salón comedor, con muchas bancas como para cientos de personas. Sentado en un rincón, Manolo esperaba al buen hombre con algo de comida para poder saciar al fin su hambre. A los pocos minutos, el señor llegó con un plato de sopa. Manolo agarró la cuchara y sin parar y a toda prisa se comió y bebió la suculenta sopa llena de verduras y carne sin dejar ningún resto en ella.

-¡Pero caramba que apetito tiene este jovencito! Creo que no nos hemos presentado aún, me llamo Pablo y soy el conserje del orfanato Buenaventura, lugar donde te encuentras.

Dime, ¿cómo te llamas y qué haces por aquí?, y tus padres ¿dónde están? –preguntó el buen conserje.

Manolo se quedó pensando unos segundos qué respuesta le daría a Pablo. Son muchas preguntas que me hace este hombre. Si mi madre murió, de mi padre no sé nada y mi tía Herminia, mejor ni recordarla, mejor decir que no tengo familia. Pero al ver la mirada dulce del conserje y lo gentil que había sido con él al brindarle un plato de comida, decidió contarle su historia, desde el fallecimiento de su madre hasta cómo fue que llegó a Buenaventura.

Al día siguiente muy acurrucado entre las sábanas blancas, sobre un re confortable colchón, Manolo despertó enceguecido por los primeros rayos del sol que se colaban por la ranura de la vieja ventana. Manolo compartía la habitación con dieciséis niños más. Un dormitorio de paredes blancas con catres enfilados un al lado del otro. Algunos de los niños ya se habían levantado muy temprano dejando sus camas tendidas, el resto dormía o estaba recostado en la cama al igual que él.

-¡Levántate que nos han servido el desayuno y debemos asistir a horario! –le dijo uno de los niños del orfanato.

-Está bien, voy contigo –le contestó Manolo al mismo tiempo que se incorporaba de la cama para alistarse.

Don Pablo, le había dado unos pijamas para que pudiera dormir por la noche y sobre su cama le había colocado un uniforme bien planchado y doblado para que se lo pusiera al día siguiente: un polo y unos pantalones cortos, ¡ah!, y unas zapatillas azules y medias debajo del catre. Ya en el comedor, estaban todos los niños y niñas sentados en una mesa larga enfrente de un grupo de adultos. Los adultos eran: la rectora del orfanato sentada en el centro, cuatro profesores y don Pablo. La señora rectora se puso de pie y todos los niños y niñas hicieron silencio.

-Buenos días a todos, como verán, tenemos un nuevo integrante en nuestra familia, su nombre es Manolo y llegó ayer para quedarse con nosotros –dijo la señora.

Todos los niños le aplaudieron con mucha alegría. Manolo, se sintió muy sorprendido al ver el entusiasmo de los niños que lo ovacionaban. Y pensar que recién llegaba al orfanato. Los días siguientes pasaron rápidamente y Manolo iba creciendo y cultivándose en los estudios y en la vida personal compartiendo con sus nuevos compañeros y hermanos, los niños del orfanato Buenaventura.

El domingo era un día muy especial para los que vivían en Buenaventura, ya que venían organizaciones no gubernamentales a brindar talleres educativos, artísticos y creativos a los niños. Manolo estaba muy entusiasmado de asistir a los talleres. Había un taller de música donde les enseñaban a tocar muchos instrumentos, como la flauta dulce, el cajón, la guitarra, el violín y el piano. Manolo, prefería tocar la flauta, por el sonido melodioso que emitía. Había talleres de danza y de artes plásticas. Para los más grandes, talleres de planes, así se llamaban, les enseñaban a desarrollar proyectos ecológicos y proyectos de carácter social. Los voluntarios de la organización venían muy temprano a dictar sus clases y los niños y niñas hacían cola para anotarse en las distintas actividades que les ofrecían.

En ocasiones, Manolo pensaba mucho en su madre y recordaba lo dulce y buena que había sido con él. También pensaba en su padre y en su tía y cómo logró escapar de esa horrible pesadilla. Sentado en el banco del salón, se alegraba tanto de haber encontrado el orfanato Buenaventura y conocer a don Pablo, quién lo alimentó y le abrió las puertas del lugar. No se imaginó nunca que al llegar allí, cambiaría por completo su vida.

Manolo pasaba las tardes en el patio del jardín tocando la flauta dulce. Bajo la sombra del viejo ombú, Manolo interpretaba las canciones que iba aprendiendo en el taller. Cada día se perfeccionaba más, los niños del orfanato se agrupaban para verlo y escucharlo tocar, le pedían que tocara nuevas canciones y juntos bailaban al compás de la música, zapateando hasta levantar polvo del suelo. Era tal la alegría que irradiaba Manolo, que hasta él mismo bailaba al tiempo que tocaba su flauta. A esta fiesta, se sumaban sus tres mejores amigos: Marco, Max y Felicia, con sus respectivos instrumentos: Felicia con la pandereta, Marco tocaba el cajón y Max la guitarra. Así transcurría la vida de Manolo en el orfanato Buenaventura, enlazando almas al ritmo de su música. Manolo sentía que Buenaventura, era su nueva casa y los que vivían allí eran su nueva familia y no deseaba irse a ningún otro lugar.

Al pasar los años, Manolo creció y al cumplir quince, se había convertido en un buenmozo adolescente, inteligente y amante de la música. Manolo realizaba una actividad nueva, colaboraba con las organizaciones no gubernamentales en los talleres de enseñanza para los más pequeños. Había aprendido mucho desde entonces, los niños y niñas le querían mucho porque le conocían y por la confianza que trasmitía al enseñarles, guiándolos a alcanzar sus propios sueños.

Llegaron días arduos para Manolo, de mucho estudio y concentración, ya no solía tocar la flauta todos los días, ahora estaba preparando su ingreso a la universidad del estado, quería estudiar ciencias de la administración y como era difícil su ingreso, debía capacitarse. Manolo quería ver realizado su más preciado sueño, llegar a dirigir su propia organización y poniéndole el mayor de los esfuerzos sabía que lo lograría.

Pasaron los años y muchas cosas sucedieron, como la repentina muerte de Toribio, el padre de Manolo. Toribio murió en un accidente de tránsito, él estaba borracho y en ese penoso estado cruzó la calle con el semáforo en rojo, siendo arrollado por un colectivo que iba a gran velocidad. Un día, por la tarde, la rectora del orfanato llamó a Manolo a la dirección. Pablo se encontraba allí. Él fue el encargado de entregarle el comunicado que emitió el Hospital Central, confirmando el fallecimiento de Toribio. Manolo leyó el documento sin emitir ningún comentario. Manolo se apenaba mucho del tipo de vida que había elegido su padre y el desenlace que había sufrido.

Al cumplir la mayoría de edad, Manolo sabía que tenía que partir de Buenaventura, esta vez, ubicado en una buena familia que velaría por su bienestar y su formación. Sus nuevos padres, le ofrecían a Manolo amor y muchos cuidados. Al saber de la partida de Manolo, los niños del orfanato le organizaron una fiesta sorpresa para su despedida. Se llevaron a cabo todos los preparativos correspondientes: la torta decorada, el bufet y el arreglo del salón comedor con guirnaldas de colores y con un gran cartel que decía: “Hasta siempre Manolo, te queremos”.

Llegada la noche y después de la cena, los niños le pidieron a Manolo que los deleitara una vez más con el sonido de su flauta dulce. Corrieron las mesas del comedor y todos los niños y niñas, jóvenes y adultos pasaron al centro del salón a zapatear y a bailar al compás de la música. Para sorpresa de Manolo, sus amigos Marco, Max y Felicia llegaron al convite. Los tres amigos vivían con otras familias, pero al saber de la despedida que se organizaba para Manolo, decidieron participar y no perderse el momento. Sus amigos habían llevado sus instrumentos musicales y como en los viejos tiempos, animaron la fiesta y se quedaron hasta el amanecer.

Los niños del orfanato recibían las cartas que Manolo enviaba y que eran leídas por Pablo. Allí les contaba sobre sus avances y estudios en la Universidad. Sí, había ingresado en el primer puesto en la carrera de ciencias de la administración. Manolo les contaba de sus viajes de estudio y lo mucho que aprendía en cada ciudad que visitaba. Con el tiempo, llegó a recibirse con honores y a formar una bella familia.

De regreso al presente, Manolo seca sus lágrimas y saca su vieja flauta y empieza a tocar una contagiosa canción. Pablo, que andaba por ahí, comienza a bailar. Los niños al escuchar la canción y al darse cuenta de la presencia de Manolo lo rodean iniciando el zapateo. Mientras todos se divierten acompañados de un colorido arcoíris como marco, Manolo piensa en cómo su vida había cambiado y la maravillosa familia que formó en Buenaventura, sumándose ahora su bella esposa Ana y su nena recién nacida Luz. Manolo se encargaría de la nueva administración de Buenaventura, promoviendo el cuidado de los niños huérfanos, olvidados y maltratados por sus familias llevándoles un poco de paz a sus almas y un motivo más para seguir creciendo y ver realizados sus más preciados sueños. 

lunes, 21 de octubre de 2013

Valeroso Yupanqui

Víctor Mondragón


En  un nublado día de invierno Sixto y sus compañeros de clase  caminaban por un desnivel de tierra hacia una ribera del río Rímac, no muy lejos divisaron ratas y gallinazos  disputándose restos de animales muertos y devueltos por un río que en invierno tiene poco caudal; Sixto, era delgado, de acento andino al hablar,   raya al medio en un cabello indígena  sometido con gomina.

El más alto de sus compañeros trazó con un palo una línea sobre el suelo,  entre la muchachada Sixto dio un paso al frente, se bajó tímidamente la bragueta de su pantalón, con sus dos manos levantó su miembro viril,  apunto hacia el pico de una botella en el suelo y con un chorro de orines intentó llenarla; a continuación un compañero con cara de matón, más ducho en estas competencias, llenó mayor volumen de orines en otra botella.

-¡Apanado, apanado! – fue la palabra que invadió  el ambiente, rápidamente sus compañeros conformaron  dos filas de lo que solían llamar callejón oscuro, Sixto miró al cielo, respiró profundamente, se dio valor y cubriéndose la cabeza con sus manos se precipitó a  pasar rápidamente entre sus amigos  soportando  una lluvia de manotazos que caía sobre él.

-¡Déjenlo carajo! –gritó un anciano  que al ver lo ocurrido, corrió con un palo  seguido  por su escuálido perro mientras   los agresores se diseminaban entre ladridos y una nube de polvo.

Para Sixto el olor nauseabundo del lugar fue embargado por una pestilencia superior: el olor de la mofa de sus compañeros, lo ocurrido era algo común en  novatadas de escolares con prejuicios tribales.

-Debes aprender a ser  macho, si no abusarán de ti –dijo el anciano.

Caminaron unos metros, había una covacha y a un costado, sobre unos maderos ardientes vieron   una lata vestida de hollín y que fungía de olla.

-¿Qué está cocinando?

-Hoy comeré tallarines con pichones –respondió el anciano.

-¿Y dónde están los pichones?

–En el cielo, la divina providencia me echará una mano –añadió el menesteroso.

Después de un rato, el muchacho  se despidió del anciano y enrumbo hacia  su casa, corría la década de mil novecientos sesenta, el invierno de aquel año fue uno de los más húmedos que se recuerda, el padre de Sixto,  Apolinario,  había conseguido su ansiado traslado laboral a la capital.

-Siéntate a comer –dijo la  madre de Sixto.

-No tengo hambre –contestó el adolescente y se   encerró en su dormitorio.

A escondidas  el muchacho se afanó en cocer un botón de su camisa y en remendar la rodilla de su pantalón de uniforme escolar.

-Nuestro hijo no nos habla, se esconde en su cuarto, todas las semanas se pelea con alguien del colegio, se ha vuelto  desobediente y respondón, debes hablar con él –dijo la madre.

-¡Goool! –gritaron unos alumnos en una cancha a la espalda del colegio Santo Tomás de Aquino, era el día siguiente en el centro de Lima.

-La cagaste otra vez –gritó un compañero de Sixto.

-¡Cholo de m…! -dijo otro.

Bajo una ligera llovizna, en una  cancha  de tierra -lugar donde años después sería Polvos Azules-  Sixto   perdió  el balón y el equipo contrario había   aprovechado para anotar su primer gol.

A cierta distancia contemplaba la escena el padre de Sixto acompañado de Fray Antonio Domingo.

-La integración en un grupo requiere paciencia y comunicación -dijo el  fraile.

-Permítame hablar con esos muchachos –dijo don Apolinario quien creía  entender la razón de que su hijo tuviera una creciente tendencia hacia la introspección. Tras concluir  el partido de fútbol, el fraile ordenó la   formación del alumnado en aquella terrosa cancha de fútbol y  presentó al padre de Sixto.

-Quiero contarles unos hechos que acontecieron en estas calles hace más de cuatro siglos, sucesos poco recordados, enterrados por falta de difusión más que por otras razones, me refiero a la contra ofensiva incaica tres años después de la muerte de Atahualpa: nos repiten que un puñado de españoles conquistó el Tahuantinsuyo sin ahondar en las circunstancias en que aquello ocurrió, la llegada de los europeos fragmentó  cerca de  doscientos reinos nativos  que creyeron ver en los hispanos una liberación de la dominación cuzqueña; sin embargo hubo un grupo que se  rehusó al conformismo y lucho tercamente por más de treintaicinco años, se llamaron los incas de Vilcabamba,  el primero fue Manco Inca, hermano de Huáscar y Atahualpa. En el año mil quinientos treinta y seis sus tropas sitiaron el Cuzco y ordenó a su tío Quizo Yupanqui, hijo menor del gran Túpac Yupanqui, que expulsara a los hispanos  asentados en la Ciudad de los Reyes, hoy conocida como Lima.

El general inca organizó su fuerza en dos grupos, uno controlaba los accesos a la ciudad del Cuzco y con el otro se dirigió hacia la nación huanca para reprimirla por haberse aliado con  los españoles. Avisado por indios amigos, Pizarro envió cuatro  expediciones de auxilio al Cuzco; caballos y armas de fuego poco pudieron y los europeos terminaron masacrados en  los valles interandinos, las tropas incaicas buscaban el lugar e instante propicio para mostrar que también sabían guerrear. Muchos reinos andinos, indiferentes a la pretensión cuzqueña,  confiaban en una tímida opresión barnizada de alianza con los hispanos; el fuerte régimen de control y planificación cuzqueña había dado paso a las reivindicaciones regionales que no vislumbraban que aquellos pocos  europeos pronto se transformarían en docenas de miles. Tras aniquilar una guarnición española aliada con naturales huancas, Quizo Yupanqui desaprovechó un valioso  mes reclutando tropas, apresó al cacique huanca Guacra Paucar y obligó a centenares de lugareños a unirse a su causa –dijo el padre de Sixto que  denotaba tono provinciano, mostraba ademanes y acento de maestro de escuela mientras  los muchachos lo examinaban con sus  miradas.

-¿Realmente la lucha en Lima fue de un puñado de españoles contra miles de indios? –preguntó Fray Antonio.

-Muchas veces la verdad es la primera víctima de una guerra, en la difusión de lo ocurrido han colaborado la resignación y la indiferencia, si bien en Lima habían unos quinientos hispanos, éstos contaban con miles de naturales aliados; los días previos al sitio de Lima fueron de tira y afloja entre los cuzqueños y los pueblos del Chinchaysuyo que se negaban a seguir pagando tributo a los quechuas, las negociaciones se tradujeron a un asunto político de -dame que te doy- donde los peninsulares aprovecharon para desnivelar la balanza con una sutil inclinación hacia sus intereses.

Por esos días, aborígenes yungas acudían a Lima quejándose de que indios serranos se acercaban reclutando por la fuerza a los naturales y  saqueaban los tambos y almacenes a su paso. El curaca de lo que es hoy Magdalena, Cristóbal Wakay, refirió que Pizarro convoco a los curacas vecinos de Lima y les ofreció privilegios  camuflados de solidaridad, por su parte, la imposición  de los cuzqueños hizo volver en su contra a los pobladores de Lurigancho, Surco, Pachacamac, Chilca, Collique y Huarochirí que tomaron partido por los hispanos no por servilismo sino por oposición a los quechuas. Marka Yuto, noble orejón impuesto a dedo por Pizarro persuadió a parte de los curacas de Huarochirí, la instrucción era de oposición a los incas o de neutralidad en el peor de los casos – contestó don Apolinario. 

-Tropas de la nación huanca también defendieron Lima tal como cientos de jatunsausinos comandados por  Luna Willka, noble de Jauja, otros tantos hanan-huancas comandados por el curaca  Apo Alaya Chuquillanqui y  al final cientos de lurinhuancas  que se escaparían de Quizo Yupanqui  junto con su cacique Guacra Paucar. Durante ese mes de julio, la ciudad de Los Reyes se apertrechó de alimentos, elevaron los muros que rodeaban la ciudad y enviaron a las mujeres,  niños y riquezas a resguardarse en los buques anclados en el puerto del Callao –narró el padre de Sixto.

Un testigo presencial de los hechos,  Juan Tanta Xulca,  refirió que Mama Kuntur Guacho, suegra de Pizarro había enviado con el curaca Korima un contingente de cuatro mil indios y en los primeros días de agosto ella misma se presentó ante  Pizarro con mil soldados y bastimentos. Las huestes peninsulares fueron  apoyadas  también por indios    yanaconas, indios Nicaragua y negros guineos. Otros aliados de los hispanos, los indios de Maranga, Magdalena y Piti piti defendían el camino que unía Lima y el puerto del Callao –añadió el maestro quien seguidamente condujo a los alumnos hacia la ribera del río Rímac.

La pausa fue aprovechada por los muchachos para pendenciar, al escuchar el murmullo del agua no faltaron quienes cogieron piedras y las arrojaron al río probando su puntería sino asustando a algún gallinazo que revoloteaba por la ribera, otros pretendían coger con sus manos los pececillos del río mientras otros lo intentaban cruzar  caminando sobre piedras grandes, no faltaron quienes se mojaron los pies en el intento. Don Antonio, perspicaz lector del alma  adolescente sabía  perfectamente hasta donde darles margen de libertad.

-El papá de Sixto habla como serrano –comentó un alumno.

-Sí, son cholitos –respondió otro.

-Pero no visten como pacharacos –dijo un condiscípulo en tono burlón.

-¿Qué nos querrá decir este señor? –dijo otro alumno con la curiosidad natural con que cuestionan los adolescentes, los muchachos mantenían una expectación contenida por el recelo y el desconcierto.

Don Apolinario conocía los límites entre la travesura, el desatino, la mofa y la idiotez, comprendió que tales  actitudes no eran tanto de burla  como de prejuicio; pidió a los alumnos divisar la cruz sobre el cerro San Cristóbal,  rocoso, gris, empinado sin vegetación,    como la mayoría de  cerros que se ven desde el centro de Lima,  luego les indujo a apreciar el fuerte desnivel que hay entre una y otra orilla del río Rímac, -el hoy palacio de gobierno tiene una defensa natural  -comentó e inmediatamente retomó su narración. 

-Se estima que las tropas incaicas bordearían unos diez  mil efectivos,  gran parte de ellos mujeres y gente de abastecimiento, llegaron  a Lima por tres frentes: uno por el sur,  Cieneguilla,  conformado por naturales huancas, angaraes, yauyos y chahuirco, otro por el camino de Quives, dirigido por Illa Túpac,  conformado por aborígenes tarmas, huánucos, atabillos y huaylas y el tercer grupo conformado por quechuas, por la quebrada del río Rímac, comandado por Quizo quien  pronto tomo posesión del cerro San Cristóbal y derribó la cruz de su cima; al día siguiente otros cerros cercanos se llenaron de indios procedentes de los Atavillos, se desconoce por qué razón las tropas que llegaron por Cieneguilla se retrasaron unos días en llegar, se especula la doble intencionalidad  de algunas etnias, esto fue determinante pues un ataque por dos flancos hubiese sido definitorio.

-¿Cómo fueron las batallas? –preguntaron unos curiosos alumnos.

-Tras unas escaramuzas en Ate, las luchas principales se dieron entre el dieciséis y el veintiséis de agosto, una vez cumplidos los ritos del plenilunio las tropas incaicas cruzaron el río Rímac y se ubicaron donde  hoy es Barrios Altos, como buen estratega Quizo había ordenado ganar los terrenos en declive y evitar  los llanos, se parapetaron en lo que es hoy el barrio de Santa Ana  en unos edificios ruinosos del cacique del valle Gonzalo Taulishusco y desde allí salían escuadrones que se turnaban en la pelea, los peninsulares por su parte realizaban cargas de caballería con retrocesos, nuevas cargas y relevos de sus aliados,  pese a ello, terminaban refugiándose dentro de los cercos de la ciudad – contestó don Apolinario.

Tras lo escuchado, los alumnos retornaron a las calles de la ciudad, en la primera cuadra del jirón Ancash, Fray Antonio les pidió que apreciaran las  casonas coloniales y republicanas de la zona, altos portones y balcones de fina caoba parecían retar el paso del tiempo,  seguidamente caminaron hacia  la plazuela de la iglesia de San Francisco, los muchachos hicieron una señal de la cruz más de memoria que por respeto,  elevaron sus miradas, las cúspides de las amarillas torres  de la iglesia se desvanecían por la fuerte neblina de aquella mañana, los techos aledaños dejaban ver  gallinazos  velando por desperdicios y  en la explanada, docenas de palomas buscaban alimento; a continuación los jóvenes se acercaron a unos vendedores ambulantes que se afanaban en ofrecer sus productos, sonrieron a medias, juntaron las pocas monedas que disponían y compraron  chicha morada y turrones; entre bocado y bocado comentaban lo escuchado.

-Lo que están consumiendo es producto de la fusión hispana con los ameri-indios –comentó fray Antonio Domingo.

En esos momentos Sixto reconoció al anciano menesteroso del día anterior, llevaba una caja con dos palomas, éste le sonrió y le dijo:

-Es la divina providencia…

-Siga contando –pidieron unos alumnos.

-El clima en esos días era sumamente húmedo y pródigo en garúas y neblinas, propicio para la proliferación de virus y bacterias que enfermaron a gran parte de las huestes incaicas poco acostumbradas a estar frente al mar. Al tercer día la osadía e intrepidez de los hispanos los llevó a intentar tomar por asalto el cerro San Cristóbal, es decir pasar de atacados a atacantes, confeccionaron tablones para cubrirse  de  hondas y saetas,  avanzaron sorpresivamente de noche pero su caballería en terreno inclinado era ineficaz, tuvieron que replegarse prontamente –narró el profesor de historia.

A continuación pidió que un alumno leyera unas citas, el más pequeño de la clase asintió de buena gana y recibió un libro:

-Al amanecer del sexto día de asedio, Quizo Yupanqui comprendió que enfrentaba una situación que reclamaba grandeza, mandó llamar a sus capitanes y los arengó: “Yo quiero entrar hoy en el pueblo y matar a todos los españoles que están en él, y tomaremos sus mujeres con quien nosotros nos casaremos y haremos generación…Los que fueren conmigo han de ir con esta condición, que si yo muriese mueran todos, e si yo huyere que huyan todos.”
   
Los quechuas repitieron su grito de guerra: a la mar barbudos, a la mar…

A continuación,  don Antonio y el padre de Sixto condujeron a los alumnos hacia la esquina de los hoy jirones Junín y Lampa, a cien metros de la casa del marqués Pizarro, en el centro de Lima, los muchachos se ubicaron en un pasaje aledaño mientras eran   iluminados por la narración de don Apolinario.

-Quizo Yupanqui cruzó en andas el río Rímac y  alentó a sus tropas, tras sucesivos avances de sus escuadrones tomaron posesión del barrio de Santa Ana y desde allí fueron avanzando hacia el damero  de Pizarro. Las cargas de caballería y los relevos de sus aliados mataron muchos naturales pero no pudieron detener la invasión que abría numerosos frentes,  los cuzqueños consiguieron abrir boquetes en los cercos de los hoy jirones Amazonas, Ancash y Junín mientras que la caballería hispana se multiplicaba para atender los diversos frentes de batalla. Los incaicos  treparon a los techos de las casas desde donde los honderos y flecheros avanzaron casa por casa, cientos de defensores naturales fueron cediendo metro a metro las primeras calles del damero hasta parapetarse a doscientos metros de la casa del marqués Pizarro, la toma de la ciudad era cuestión de tiempo.  La lucha se hizo cruel con grandes pérdidas en ambos bandos, las horas pasaban y los brazos pedían ya descanso. Quizo Yupanqui rodeado de sus mejores efectivos  ingresó por el hoy jirón Junín, tras cruentos minutos de lucha y sobre docenas de cadáveres, bajó de sus andas,  acompañado de su guardia personal encabezó valerosa y temerariamente  la primera línea de ataque hasta alcanzar esta esquina donde estamos; sorpresivamente fue impactado por un arcabuz y seguidamente fue arremetido por cargas simultáneas de caballería, una por el hoy jirón Junín y dos por el jirón Lampa, desde sentidos opuestos.

¡Fue una trampa!, los sitiados habían fingido un retroceso incluso con la pérdida de naturales  que fueron abandonados a su suerte, el objetivo había sido atraer al orejón para arremeterlo desde tres frentes. Los lanceros se precipitaron sobre un objetivo común: Quizo Yupanqui.  Pedro Martín de Sicilia asestó una certera lanzada en el pecho del noble general; docenas de orejones cuzqueños murieron tratando de defender el cuerpo de su líder, tal como juraron,  sus sangres se derramaron en esta   esquina y murieron como  prometieron, ocurrió un jueves a media tarde.

Sixto no pudo contener  la inquietud de preguntar:

-¿Y qué paso después?  

-Aquel atardecer fue muy triste, tras contar sus pérdidas los capitanes  Illa Túpac y Puyo Vilca  renovaron su juramento ante los líderes de los escuadrones incaicos. Al amanecer del siguiente día recibieron noticia de deserciones huancas, huarochiríes y de otras etnias, el cacique Guacra Paucar y sus lurin-huancas se escaparon y se unieron a los hispanos, aun así los quechuas lucharon  dos días más en  tercos intentos por tomar la ciudad pero fueron infructuosos pues un sitio de tal naturaleza requería ventaja  numérica y  las cifras de los  contrincantes estaban equilibradas. Illa Túpac y Puyo Vilca sabían que era época de siembra y que sus tropas, más que soldados eran agricultores y que si no sembraban sus familias padecerían hambre, también fueron alertados de que se aproximaban fuerzas hispanas de auxilio por tierra y mar. Los capitanes incas decidieron replegarse a Jauja para castigar por su defección a los huancas, tarmas y chinchaycochas, llevaron a la sierra el cuerpo herido de su general Quizo quien  agonizante no dejaba de infundirles ánimo, suplicando fuerzas  a Dios para seguir luchando pero finalmente  expiró frente al lago Chinchaycocha –narró don Apolinario.

Iba a ser la una de la tarde, bajo una persistente llovizna los alumnos se encaminaron de regreso a su colegio y se detuvieron en la pequeña plazuela ubicada a un costado de la casa de Pizarro, hoy Palacio de gobierno, los  muchachos rodearon instintivamente  la estatua del conquistador extremeño que se lucía montando sobre un caballo andante.

-¿Los monumentos son solo para los vencedores? –preguntó uno de los alumnos.

-Les he narrado estos sucesos pues pasados cuatro siglos nuestro pueblo sigue buscando su identidad, erigimos monumentos a los vencedores y  nos negamos a reconocernos con los vencidos. El sacrificio de Quizo Yupanqui y de muchos otros puede terminar evolucionando hacia un estado más crítico: el olvido;  el noble orejón murió defendiendo lo suyo y los incas  terminaron aislados y luchando solos contra  sus hermanos de sangre –dijo el padre de Sixto, los jóvenes levantaron la mirada hacia el conquistador con  un desconcierto que más parecía un remordimiento.

Aquel relato caló en la razón y en el sentimiento de los alumnos,  vestidos aún con camisetas depositarias de arduos sudores procedieron a cuchichear sobre lo escuchado. Don Apolinario fijó una mirada severa y cambio de tono:
-A ustedes les parece rara la forma en que hablamos mi hijo  y yo, somos andinos,  tenemos el apellido Yupanqui y estamos orgullosos de nuestra sangre.

Los compañeros de aula quedamos  suspendidos en el remanso deslumbrante que hallamos al otro lado de la verdad, no esperábamos que nuestro condiscípulo tuviera a su favor un apellido tan ilustre, unos se acercaron tímidamente,  otros más efusivos le dimos palmadas en el hombro cuando no una mano, sino un abrazo.

Minutos después pasamos frente a  la iglesia de Santo Domingo, de regreso al campo de fútbol  miramos nuevamente el cerro San Cristóbal, don Apolinario repasó unas citas que  duermen acurrucadas casi a la sombra del olvido.

-Consta en los registros que el veintiocho de setiembre de aquel año el curaca Alanquiya de Pachacamac hizo probanza de su apoyo en la recuperación del peñón del cerro San Cristóbal, por su parte el marqués  Pizarro agradeció a  Guacra Paucar, hatum curaca  lurinhuanca y le llamó ”buen indio”, años después, éste viajó a España y en recompensa a sus acciones obtuvo escudo de armas y una cedula real que prohibía latifundios y encomenderos en tierras huancas. Semanas después del sitio llegaron a Lima refuerzos españoles desde Puerto Viejo, Guayaquil, Quito y Chachapoyas, el catorce de setiembre el  Pizarro repuso la cruz en la cima del cerro San Cristóbal.


El padre de Sixto nos  narró todo eso con la ilusión de que llegara a las nuevas  generaciones y que no lo tocara el olvido, en aquellos años nuestras vidas eran lentas, lo narrado hoy se diluye en la bruma de mis recuerdos, han pasado  cincuenta años de aquella mañana, con el tiempo Sixto se convirtió en mi mejor amigo. Ayer caminé por esas calles de Lima y vi un monumento al curaca Taulishusco, encontré avenidas y plazas alusivas a personajes de  guerras menos honorables y sentí desconcierto porque muy pocos recuerdan  el nombre del precursor de la liberación americana, el valeroso orejón  Quizo Yupanqui. 

viernes, 11 de octubre de 2013

La despedida

Sonia Manrique Collado


─Parece que no entiendes –dice la mujer joven a su acompañante quien la toma de la mano cariñosamente.
─No, Elenita –responde él sonriendo-. Te entiendo perfectamente, has sufrido mucho por culpa de ese hombre y ahora desconfías de todos.
─Bueno, eso también es cierto –dice ella tratando de evitar su mirada. ¿Cómo explicarle que nada tiene que ver su desengaño amoroso del pasado con el presente?

Ella y él están sentados en una mesa de un pequeño restaurante. Mientras conversan, miran a las personas que pasan por el lugar, unos acompañados, otros solos. La mujer joven tiene los ojos desencantados.

─He tratado de explicarte hace tiempo, pero no quieres comprender –vuelve a decir ella.
─Te digo que todo saldrá bien –dice él resueltamente-. Lo que más quiero es tener una familia contigo, tener dos hijos.
─Dos hijos –repite ella vagamente.
─Dos hijos, a menos que quieras más –sonríe él.

En las otras mesas están varias parejas conversando, hay mucha luz, todos parecen felices. Se escuchan las voces y risas de afuera, los planes. La Navidad está cerca y el ambiente es festivo. Sólo la mujer joven siente una tremenda carga de la cual está decidida a librarse hoy. Hoy es el día.

─No sé si me guste tener hijos –dice ella finalmente.
─Te gustará, Elenita –responde él en el acto-. Toda mujer ha nacido con el instinto maternal.
─Ése es el problema, todos creen saber lo que nosotras queremos –reflexiona ella.

Lleva saliendo con Javier cuatro meses. Sale con él todos los sábados sin fallar. Le agrada su puntualidad y su aparente compromiso. Casi el hombre perfecto.

─¿Y si nos fuéramos a los Estados Unidos? Tengo amigos que se han ido, ahora están ganando bien.
─Estados Unidos –repite ella sin sonreír-. Para eso se necesita visa.
─La podemos conseguir, Elenita –dice él-. Todo es posible si uno quiere.
─Ajá, si uno quiere –dice ella- ahí está la clave.

Desde que empezaron a salir, Javier y Elena van a los lugares que están cerca de la plaza principal de la ciudad. Ahí hay diferentes sitios para comer, tomar café y helados. Desde el lugar donde están ahora se puede ver la catedral, alta y majestuosa. Personas entran y salen constantemente. “A todos les gusta la catedral”, piensa ella.

─¿En qué piensas, Elenita?- la interrumpe la voz de Javier.
─Nada –dice ella- miraba la catedral.
─De repente nos casamos ahí –vuelve a sonreír él.

Ella no sonríe, es hora de hablar y no sabe cómo hacerlo. El día anterior había conversado con su mejor amiga y sólo recibió reproches. “¿Por qué aceptaste salir con él si no te gustaba?” la criticó duramente. Mejor habría sido no haber tocado el tema, de todas maneras, nadie comprende.

─Ya que hablas de eso –lo mira fijamente-, tengo que decirte algo.

Él la mira interrogante pero trata de sonreír. La toma de la mano, ella la retira. Un hombre y una mujer salen del lugar abrazados.

─He tratado de decirte en todas las formas pero parece que no quieres entender.
─¿Qué es lo que tengo que entender, Elenita?
─Que yo no quiero tener hijos, ni casarme, ni nada –dice ella de golpe.

Él no reacciona por un momento, ¿qué estará pensando? Ella se siente la peor persona del mundo y sólo quiere desaparecer.

─Bueno, no es que no quiera –trata de decir suavemente-, pero por mis problemas de salud tener hijos se me haría muy difícil.
─Pero si ya hablamos de eso –dice él aliviado-. Hay tratamientos.
─No los hay –dice ella recuperando la dureza -. O tal vez existen pero sólo para los que tienen plata. No me gusta estar soñando, lo que importa es la realidad.

Javier no responde esta vez. Sus ojos se dirigen hacia el café, luego mira a los lados. Elena ve el abatimiento en su mirada y eso lo hace parecer incluso más delgado y más viejo. Él tiene poco más de cuarenta años pero algunas arrugas le dan un aire de envejecimiento prematuro. “¿Por qué tendrá esas arrugas debajo de los ojos?” se pregunta ella y por un momento siente pena.

─Ha sido mi culpa por no hablar directamente desde el principio. Bueno, en realidad quise hacerlo pero parece que tú no querías entender.
─Sin hijos para qué sirve la vida –dice él con amargura.
─Por eso te digo la verdad, Javier. Para que busques otra persona, alguien que quiera lo mismo que tú.

Elena siente alivio al decir esas palabras. Las últimas semanas su carga se había hecho insoportable. Ya es hora de irse.

─¿Vamos? Ya van a cerrar –sugiere y toma su bolso.
─Sí, vamos nomás –asiente él.

Salen del restaurante y empiezan a caminar en silencio. Es sábado por la noche y hay mucha actividad, chicos y chicas jóvenes conversan, ríen o gritan. Los vendedores de la calle ofrecen tamales, pasteles, bolsas negras, pilas.

Cuando llegan al paradero de buses, la mujer joven trata de sonreír.

─Disculpa –dice a media voz-. Creo que te hice perder el tiempo.

Él mueve la cabeza tristemente. Le pone una mano en el hombro, como amigo.

─De todas maneras lo voy a pensar, Elenita –dice débilmente-. Siempre he soñado tener hijos pero voy a ver.
─Bueno, ya me voy –susurra ella. Se despiden con un beso.

Elena toma el bus, se sienta y le hace adiós con la mano. Javier responde de igual manera y se aleja cojeando, luce vencido. “Qué tremenda irresponsabilidad de su madre que no lo hizo vacunar”, piensa ella. Sus ojos se ven molestos.