lunes, 21 de octubre de 2013

Valeroso Yupanqui

Víctor Mondragón


En  un nublado día de invierno Sixto y sus compañeros de clase  caminaban por un desnivel de tierra hacia una ribera del río Rímac, no muy lejos divisaron ratas y gallinazos  disputándose restos de animales muertos y devueltos por un río que en invierno tiene poco caudal; Sixto, era delgado, de acento andino al hablar,   raya al medio en un cabello indígena  sometido con gomina.

El más alto de sus compañeros trazó con un palo una línea sobre el suelo,  entre la muchachada Sixto dio un paso al frente, se bajó tímidamente la bragueta de su pantalón, con sus dos manos levantó su miembro viril,  apunto hacia el pico de una botella en el suelo y con un chorro de orines intentó llenarla; a continuación un compañero con cara de matón, más ducho en estas competencias, llenó mayor volumen de orines en otra botella.

-¡Apanado, apanado! – fue la palabra que invadió  el ambiente, rápidamente sus compañeros conformaron  dos filas de lo que solían llamar callejón oscuro, Sixto miró al cielo, respiró profundamente, se dio valor y cubriéndose la cabeza con sus manos se precipitó a  pasar rápidamente entre sus amigos  soportando  una lluvia de manotazos que caía sobre él.

-¡Déjenlo carajo! –gritó un anciano  que al ver lo ocurrido, corrió con un palo  seguido  por su escuálido perro mientras   los agresores se diseminaban entre ladridos y una nube de polvo.

Para Sixto el olor nauseabundo del lugar fue embargado por una pestilencia superior: el olor de la mofa de sus compañeros, lo ocurrido era algo común en  novatadas de escolares con prejuicios tribales.

-Debes aprender a ser  macho, si no abusarán de ti –dijo el anciano.

Caminaron unos metros, había una covacha y a un costado, sobre unos maderos ardientes vieron   una lata vestida de hollín y que fungía de olla.

-¿Qué está cocinando?

-Hoy comeré tallarines con pichones –respondió el anciano.

-¿Y dónde están los pichones?

–En el cielo, la divina providencia me echará una mano –añadió el menesteroso.

Después de un rato, el muchacho  se despidió del anciano y enrumbo hacia  su casa, corría la década de mil novecientos sesenta, el invierno de aquel año fue uno de los más húmedos que se recuerda, el padre de Sixto,  Apolinario,  había conseguido su ansiado traslado laboral a la capital.

-Siéntate a comer –dijo la  madre de Sixto.

-No tengo hambre –contestó el adolescente y se   encerró en su dormitorio.

A escondidas  el muchacho se afanó en cocer un botón de su camisa y en remendar la rodilla de su pantalón de uniforme escolar.

-Nuestro hijo no nos habla, se esconde en su cuarto, todas las semanas se pelea con alguien del colegio, se ha vuelto  desobediente y respondón, debes hablar con él –dijo la madre.

-¡Goool! –gritaron unos alumnos en una cancha a la espalda del colegio Santo Tomás de Aquino, era el día siguiente en el centro de Lima.

-La cagaste otra vez –gritó un compañero de Sixto.

-¡Cholo de m…! -dijo otro.

Bajo una ligera llovizna, en una  cancha  de tierra -lugar donde años después sería Polvos Azules-  Sixto   perdió  el balón y el equipo contrario había   aprovechado para anotar su primer gol.

A cierta distancia contemplaba la escena el padre de Sixto acompañado de Fray Antonio Domingo.

-La integración en un grupo requiere paciencia y comunicación -dijo el  fraile.

-Permítame hablar con esos muchachos –dijo don Apolinario quien creía  entender la razón de que su hijo tuviera una creciente tendencia hacia la introspección. Tras concluir  el partido de fútbol, el fraile ordenó la   formación del alumnado en aquella terrosa cancha de fútbol y  presentó al padre de Sixto.

-Quiero contarles unos hechos que acontecieron en estas calles hace más de cuatro siglos, sucesos poco recordados, enterrados por falta de difusión más que por otras razones, me refiero a la contra ofensiva incaica tres años después de la muerte de Atahualpa: nos repiten que un puñado de españoles conquistó el Tahuantinsuyo sin ahondar en las circunstancias en que aquello ocurrió, la llegada de los europeos fragmentó  cerca de  doscientos reinos nativos  que creyeron ver en los hispanos una liberación de la dominación cuzqueña; sin embargo hubo un grupo que se  rehusó al conformismo y lucho tercamente por más de treintaicinco años, se llamaron los incas de Vilcabamba,  el primero fue Manco Inca, hermano de Huáscar y Atahualpa. En el año mil quinientos treinta y seis sus tropas sitiaron el Cuzco y ordenó a su tío Quizo Yupanqui, hijo menor del gran Túpac Yupanqui, que expulsara a los hispanos  asentados en la Ciudad de los Reyes, hoy conocida como Lima.

El general inca organizó su fuerza en dos grupos, uno controlaba los accesos a la ciudad del Cuzco y con el otro se dirigió hacia la nación huanca para reprimirla por haberse aliado con  los españoles. Avisado por indios amigos, Pizarro envió cuatro  expediciones de auxilio al Cuzco; caballos y armas de fuego poco pudieron y los europeos terminaron masacrados en  los valles interandinos, las tropas incaicas buscaban el lugar e instante propicio para mostrar que también sabían guerrear. Muchos reinos andinos, indiferentes a la pretensión cuzqueña,  confiaban en una tímida opresión barnizada de alianza con los hispanos; el fuerte régimen de control y planificación cuzqueña había dado paso a las reivindicaciones regionales que no vislumbraban que aquellos pocos  europeos pronto se transformarían en docenas de miles. Tras aniquilar una guarnición española aliada con naturales huancas, Quizo Yupanqui desaprovechó un valioso  mes reclutando tropas, apresó al cacique huanca Guacra Paucar y obligó a centenares de lugareños a unirse a su causa –dijo el padre de Sixto que  denotaba tono provinciano, mostraba ademanes y acento de maestro de escuela mientras  los muchachos lo examinaban con sus  miradas.

-¿Realmente la lucha en Lima fue de un puñado de españoles contra miles de indios? –preguntó Fray Antonio.

-Muchas veces la verdad es la primera víctima de una guerra, en la difusión de lo ocurrido han colaborado la resignación y la indiferencia, si bien en Lima habían unos quinientos hispanos, éstos contaban con miles de naturales aliados; los días previos al sitio de Lima fueron de tira y afloja entre los cuzqueños y los pueblos del Chinchaysuyo que se negaban a seguir pagando tributo a los quechuas, las negociaciones se tradujeron a un asunto político de -dame que te doy- donde los peninsulares aprovecharon para desnivelar la balanza con una sutil inclinación hacia sus intereses.

Por esos días, aborígenes yungas acudían a Lima quejándose de que indios serranos se acercaban reclutando por la fuerza a los naturales y  saqueaban los tambos y almacenes a su paso. El curaca de lo que es hoy Magdalena, Cristóbal Wakay, refirió que Pizarro convoco a los curacas vecinos de Lima y les ofreció privilegios  camuflados de solidaridad, por su parte, la imposición  de los cuzqueños hizo volver en su contra a los pobladores de Lurigancho, Surco, Pachacamac, Chilca, Collique y Huarochirí que tomaron partido por los hispanos no por servilismo sino por oposición a los quechuas. Marka Yuto, noble orejón impuesto a dedo por Pizarro persuadió a parte de los curacas de Huarochirí, la instrucción era de oposición a los incas o de neutralidad en el peor de los casos – contestó don Apolinario. 

-Tropas de la nación huanca también defendieron Lima tal como cientos de jatunsausinos comandados por  Luna Willka, noble de Jauja, otros tantos hanan-huancas comandados por el curaca  Apo Alaya Chuquillanqui y  al final cientos de lurinhuancas  que se escaparían de Quizo Yupanqui  junto con su cacique Guacra Paucar. Durante ese mes de julio, la ciudad de Los Reyes se apertrechó de alimentos, elevaron los muros que rodeaban la ciudad y enviaron a las mujeres,  niños y riquezas a resguardarse en los buques anclados en el puerto del Callao –narró el padre de Sixto.

Un testigo presencial de los hechos,  Juan Tanta Xulca,  refirió que Mama Kuntur Guacho, suegra de Pizarro había enviado con el curaca Korima un contingente de cuatro mil indios y en los primeros días de agosto ella misma se presentó ante  Pizarro con mil soldados y bastimentos. Las huestes peninsulares fueron  apoyadas  también por indios    yanaconas, indios Nicaragua y negros guineos. Otros aliados de los hispanos, los indios de Maranga, Magdalena y Piti piti defendían el camino que unía Lima y el puerto del Callao –añadió el maestro quien seguidamente condujo a los alumnos hacia la ribera del río Rímac.

La pausa fue aprovechada por los muchachos para pendenciar, al escuchar el murmullo del agua no faltaron quienes cogieron piedras y las arrojaron al río probando su puntería sino asustando a algún gallinazo que revoloteaba por la ribera, otros pretendían coger con sus manos los pececillos del río mientras otros lo intentaban cruzar  caminando sobre piedras grandes, no faltaron quienes se mojaron los pies en el intento. Don Antonio, perspicaz lector del alma  adolescente sabía  perfectamente hasta donde darles margen de libertad.

-El papá de Sixto habla como serrano –comentó un alumno.

-Sí, son cholitos –respondió otro.

-Pero no visten como pacharacos –dijo un condiscípulo en tono burlón.

-¿Qué nos querrá decir este señor? –dijo otro alumno con la curiosidad natural con que cuestionan los adolescentes, los muchachos mantenían una expectación contenida por el recelo y el desconcierto.

Don Apolinario conocía los límites entre la travesura, el desatino, la mofa y la idiotez, comprendió que tales  actitudes no eran tanto de burla  como de prejuicio; pidió a los alumnos divisar la cruz sobre el cerro San Cristóbal,  rocoso, gris, empinado sin vegetación,    como la mayoría de  cerros que se ven desde el centro de Lima,  luego les indujo a apreciar el fuerte desnivel que hay entre una y otra orilla del río Rímac, -el hoy palacio de gobierno tiene una defensa natural  -comentó e inmediatamente retomó su narración. 

-Se estima que las tropas incaicas bordearían unos diez  mil efectivos,  gran parte de ellos mujeres y gente de abastecimiento, llegaron  a Lima por tres frentes: uno por el sur,  Cieneguilla,  conformado por naturales huancas, angaraes, yauyos y chahuirco, otro por el camino de Quives, dirigido por Illa Túpac,  conformado por aborígenes tarmas, huánucos, atabillos y huaylas y el tercer grupo conformado por quechuas, por la quebrada del río Rímac, comandado por Quizo quien  pronto tomo posesión del cerro San Cristóbal y derribó la cruz de su cima; al día siguiente otros cerros cercanos se llenaron de indios procedentes de los Atavillos, se desconoce por qué razón las tropas que llegaron por Cieneguilla se retrasaron unos días en llegar, se especula la doble intencionalidad  de algunas etnias, esto fue determinante pues un ataque por dos flancos hubiese sido definitorio.

-¿Cómo fueron las batallas? –preguntaron unos curiosos alumnos.

-Tras unas escaramuzas en Ate, las luchas principales se dieron entre el dieciséis y el veintiséis de agosto, una vez cumplidos los ritos del plenilunio las tropas incaicas cruzaron el río Rímac y se ubicaron donde  hoy es Barrios Altos, como buen estratega Quizo había ordenado ganar los terrenos en declive y evitar  los llanos, se parapetaron en lo que es hoy el barrio de Santa Ana  en unos edificios ruinosos del cacique del valle Gonzalo Taulishusco y desde allí salían escuadrones que se turnaban en la pelea, los peninsulares por su parte realizaban cargas de caballería con retrocesos, nuevas cargas y relevos de sus aliados,  pese a ello, terminaban refugiándose dentro de los cercos de la ciudad – contestó don Apolinario.

Tras lo escuchado, los alumnos retornaron a las calles de la ciudad, en la primera cuadra del jirón Ancash, Fray Antonio les pidió que apreciaran las  casonas coloniales y republicanas de la zona, altos portones y balcones de fina caoba parecían retar el paso del tiempo,  seguidamente caminaron hacia  la plazuela de la iglesia de San Francisco, los muchachos hicieron una señal de la cruz más de memoria que por respeto,  elevaron sus miradas, las cúspides de las amarillas torres  de la iglesia se desvanecían por la fuerte neblina de aquella mañana, los techos aledaños dejaban ver  gallinazos  velando por desperdicios y  en la explanada, docenas de palomas buscaban alimento; a continuación los jóvenes se acercaron a unos vendedores ambulantes que se afanaban en ofrecer sus productos, sonrieron a medias, juntaron las pocas monedas que disponían y compraron  chicha morada y turrones; entre bocado y bocado comentaban lo escuchado.

-Lo que están consumiendo es producto de la fusión hispana con los ameri-indios –comentó fray Antonio Domingo.

En esos momentos Sixto reconoció al anciano menesteroso del día anterior, llevaba una caja con dos palomas, éste le sonrió y le dijo:

-Es la divina providencia…

-Siga contando –pidieron unos alumnos.

-El clima en esos días era sumamente húmedo y pródigo en garúas y neblinas, propicio para la proliferación de virus y bacterias que enfermaron a gran parte de las huestes incaicas poco acostumbradas a estar frente al mar. Al tercer día la osadía e intrepidez de los hispanos los llevó a intentar tomar por asalto el cerro San Cristóbal, es decir pasar de atacados a atacantes, confeccionaron tablones para cubrirse  de  hondas y saetas,  avanzaron sorpresivamente de noche pero su caballería en terreno inclinado era ineficaz, tuvieron que replegarse prontamente –narró el profesor de historia.

A continuación pidió que un alumno leyera unas citas, el más pequeño de la clase asintió de buena gana y recibió un libro:

-Al amanecer del sexto día de asedio, Quizo Yupanqui comprendió que enfrentaba una situación que reclamaba grandeza, mandó llamar a sus capitanes y los arengó: “Yo quiero entrar hoy en el pueblo y matar a todos los españoles que están en él, y tomaremos sus mujeres con quien nosotros nos casaremos y haremos generación…Los que fueren conmigo han de ir con esta condición, que si yo muriese mueran todos, e si yo huyere que huyan todos.”
   
Los quechuas repitieron su grito de guerra: a la mar barbudos, a la mar…

A continuación,  don Antonio y el padre de Sixto condujeron a los alumnos hacia la esquina de los hoy jirones Junín y Lampa, a cien metros de la casa del marqués Pizarro, en el centro de Lima, los muchachos se ubicaron en un pasaje aledaño mientras eran   iluminados por la narración de don Apolinario.

-Quizo Yupanqui cruzó en andas el río Rímac y  alentó a sus tropas, tras sucesivos avances de sus escuadrones tomaron posesión del barrio de Santa Ana y desde allí fueron avanzando hacia el damero  de Pizarro. Las cargas de caballería y los relevos de sus aliados mataron muchos naturales pero no pudieron detener la invasión que abría numerosos frentes,  los cuzqueños consiguieron abrir boquetes en los cercos de los hoy jirones Amazonas, Ancash y Junín mientras que la caballería hispana se multiplicaba para atender los diversos frentes de batalla. Los incaicos  treparon a los techos de las casas desde donde los honderos y flecheros avanzaron casa por casa, cientos de defensores naturales fueron cediendo metro a metro las primeras calles del damero hasta parapetarse a doscientos metros de la casa del marqués Pizarro, la toma de la ciudad era cuestión de tiempo.  La lucha se hizo cruel con grandes pérdidas en ambos bandos, las horas pasaban y los brazos pedían ya descanso. Quizo Yupanqui rodeado de sus mejores efectivos  ingresó por el hoy jirón Junín, tras cruentos minutos de lucha y sobre docenas de cadáveres, bajó de sus andas,  acompañado de su guardia personal encabezó valerosa y temerariamente  la primera línea de ataque hasta alcanzar esta esquina donde estamos; sorpresivamente fue impactado por un arcabuz y seguidamente fue arremetido por cargas simultáneas de caballería, una por el hoy jirón Junín y dos por el jirón Lampa, desde sentidos opuestos.

¡Fue una trampa!, los sitiados habían fingido un retroceso incluso con la pérdida de naturales  que fueron abandonados a su suerte, el objetivo había sido atraer al orejón para arremeterlo desde tres frentes. Los lanceros se precipitaron sobre un objetivo común: Quizo Yupanqui.  Pedro Martín de Sicilia asestó una certera lanzada en el pecho del noble general; docenas de orejones cuzqueños murieron tratando de defender el cuerpo de su líder, tal como juraron,  sus sangres se derramaron en esta   esquina y murieron como  prometieron, ocurrió un jueves a media tarde.

Sixto no pudo contener  la inquietud de preguntar:

-¿Y qué paso después?  

-Aquel atardecer fue muy triste, tras contar sus pérdidas los capitanes  Illa Túpac y Puyo Vilca  renovaron su juramento ante los líderes de los escuadrones incaicos. Al amanecer del siguiente día recibieron noticia de deserciones huancas, huarochiríes y de otras etnias, el cacique Guacra Paucar y sus lurin-huancas se escaparon y se unieron a los hispanos, aun así los quechuas lucharon  dos días más en  tercos intentos por tomar la ciudad pero fueron infructuosos pues un sitio de tal naturaleza requería ventaja  numérica y  las cifras de los  contrincantes estaban equilibradas. Illa Túpac y Puyo Vilca sabían que era época de siembra y que sus tropas, más que soldados eran agricultores y que si no sembraban sus familias padecerían hambre, también fueron alertados de que se aproximaban fuerzas hispanas de auxilio por tierra y mar. Los capitanes incas decidieron replegarse a Jauja para castigar por su defección a los huancas, tarmas y chinchaycochas, llevaron a la sierra el cuerpo herido de su general Quizo quien  agonizante no dejaba de infundirles ánimo, suplicando fuerzas  a Dios para seguir luchando pero finalmente  expiró frente al lago Chinchaycocha –narró don Apolinario.

Iba a ser la una de la tarde, bajo una persistente llovizna los alumnos se encaminaron de regreso a su colegio y se detuvieron en la pequeña plazuela ubicada a un costado de la casa de Pizarro, hoy Palacio de gobierno, los  muchachos rodearon instintivamente  la estatua del conquistador extremeño que se lucía montando sobre un caballo andante.

-¿Los monumentos son solo para los vencedores? –preguntó uno de los alumnos.

-Les he narrado estos sucesos pues pasados cuatro siglos nuestro pueblo sigue buscando su identidad, erigimos monumentos a los vencedores y  nos negamos a reconocernos con los vencidos. El sacrificio de Quizo Yupanqui y de muchos otros puede terminar evolucionando hacia un estado más crítico: el olvido;  el noble orejón murió defendiendo lo suyo y los incas  terminaron aislados y luchando solos contra  sus hermanos de sangre –dijo el padre de Sixto, los jóvenes levantaron la mirada hacia el conquistador con  un desconcierto que más parecía un remordimiento.

Aquel relato caló en la razón y en el sentimiento de los alumnos,  vestidos aún con camisetas depositarias de arduos sudores procedieron a cuchichear sobre lo escuchado. Don Apolinario fijó una mirada severa y cambio de tono:
-A ustedes les parece rara la forma en que hablamos mi hijo  y yo, somos andinos,  tenemos el apellido Yupanqui y estamos orgullosos de nuestra sangre.

Los compañeros de aula quedamos  suspendidos en el remanso deslumbrante que hallamos al otro lado de la verdad, no esperábamos que nuestro condiscípulo tuviera a su favor un apellido tan ilustre, unos se acercaron tímidamente,  otros más efusivos le dimos palmadas en el hombro cuando no una mano, sino un abrazo.

Minutos después pasamos frente a  la iglesia de Santo Domingo, de regreso al campo de fútbol  miramos nuevamente el cerro San Cristóbal, don Apolinario repasó unas citas que  duermen acurrucadas casi a la sombra del olvido.

-Consta en los registros que el veintiocho de setiembre de aquel año el curaca Alanquiya de Pachacamac hizo probanza de su apoyo en la recuperación del peñón del cerro San Cristóbal, por su parte el marqués  Pizarro agradeció a  Guacra Paucar, hatum curaca  lurinhuanca y le llamó ”buen indio”, años después, éste viajó a España y en recompensa a sus acciones obtuvo escudo de armas y una cedula real que prohibía latifundios y encomenderos en tierras huancas. Semanas después del sitio llegaron a Lima refuerzos españoles desde Puerto Viejo, Guayaquil, Quito y Chachapoyas, el catorce de setiembre el  Pizarro repuso la cruz en la cima del cerro San Cristóbal.


El padre de Sixto nos  narró todo eso con la ilusión de que llegara a las nuevas  generaciones y que no lo tocara el olvido, en aquellos años nuestras vidas eran lentas, lo narrado hoy se diluye en la bruma de mis recuerdos, han pasado  cincuenta años de aquella mañana, con el tiempo Sixto se convirtió en mi mejor amigo. Ayer caminé por esas calles de Lima y vi un monumento al curaca Taulishusco, encontré avenidas y plazas alusivas a personajes de  guerras menos honorables y sentí desconcierto porque muy pocos recuerdan  el nombre del precursor de la liberación americana, el valeroso orejón  Quizo Yupanqui. 

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