miércoles, 9 de octubre de 2013

Los pájaros

Marcela Royo Lira


           Después de tanto tiempo, recién hoy reconocen la culpa de los pájaros negros. Yo lo intuí desde que vi al primero en lo alto de la higuera, observándonos sin emitir un graznido, pero atento a lo que ocurría abajo.

          ¡Ah!, cuán distinto era antes que llegaran los intrusos. Todos teníamos claro el lugar que ocupábamos en la historia que en ese momento se estaba contando, sabíamos de antemano cuando asomarnos o ser invisibles para no distraer al lector. Don Raimundo, inclinado sobre el escritorio, escribía fascinado; bastaba su señal para que recitáramos nuestros diálogos. 

Pero, esa mañana el trabajo de meses se fue al carajo.

Dicen que le tembló la mano cuando de súbito se le aparecieron, en la hoja en blanco, los pájaros negros transformando la narración en algo totalmente diferente a lo que había planeado.  Si al principio al pobre le pareció hasta simpático el pájaro solitario en el árbol, sin embargo cuando era un centenar  el que correteaba por todos lados en la historia tuvo el impulso de apretar la tecla-borrador, pero un instinto detuvo su ademán. Se puso de pie sin poder explicarse la aparición de los pájaros y abandonó la salita donde suele encerrarse durante horas a escribir. Luego, fue a la cocina y bebió dos vasos llenos de agua con azúcar (con ese remedio casero su madre le paraba en seco las pataletas) tratando de hacerse una idea del nuevo giro que podrían darle al texto.

Antes de volver a la escritura se entretuvo  regando los cardenales de la ventana del escritorio. Se quedó allí un rato, mirando la calle, el perro de los vecinos ladró y un gato corrió por la vereda. A lo lejos, la bocina de los vehículos en la avenida. Cuando volteó, decidido a aceptar a los intrusos, sabía que el cuento ya no era el mismo imaginado. Pausado, meditabundo, anduvo los cuatro pasos hasta el computador y comenzó a escribir. No se detuvo hasta que el furgón escolar, que trae de vuelta a los niños de la casa vecina, indicó las cinco de la tarde.  

       Es una brujería. Cuídate de tus colegas en la Sociedad de Escritores  le soplaron los mal pensados, cuando contó lo sucedido en un almuerzo familiar.

Molesta, porque me pareció que había perdido interés en los personajes de sus cuentos anteriores (aunque secretamente esperábamos intervenir en este nuevo) le dije:

Jugarretas de las teclas, señor. O, bien un ratón travieso y desvelado.

Pero no prestó atención a lo que le decía.

            Y así comenzó esta historia.

Después, sentado ante el computador, esperaba que los pájaros le soplaran cómo continuarla. En ocasiones quise intervenir, no me parecía justo que unos intrusos tuviesen autoridad para opinar en asuntos tan importantes como es un cuento bien narrado, pero me ignoró y como conozco lo temperamentales que son los escritores decidí mantener la distancia.     

            Bueno, dicen que así nacen los mejores cuentos.

            “Esa noche, (así comienza el texto) José Alfonso volvió a su casa contento, cuatro horas más tarde que de costumbre, pero contento. Le llevaba un regalo a Sofía, su mujer. Por eso, a pesar de la hora, entró cerrando con fuerza la puerta.

            Llegué, querida dijo.

             Ella, estaba en la sala tejiendo un chaleco para el décimo sobrino. Levantó la vista y lo miró. Notó la sonrisa de su marido y que algo traía en las manos y que “eso” era la razón de que estuviese contento.

            El hombre extendiendo los brazos lo puso frente a la mujer. Entonces, ella  vio lo que había traído a casa.

            Una pareja de pájaros negros, el plumaje emitía brillos azulados a la luz de la lámpara, de pico rojo y ojos sombríos. Se notaban incómodos dentro de la pequeña jaula. La miraron curiosos y algo aturdidos por el viaje. “Carpinteros Negros”, le dijo el marido que se llamaban. También “Gallos del Monte”, le aseguraría la comadre Rosa. Supo que eran maravillosos en el bosque martillando rítmicamente los troncos y que cuando se hallaban de buen humor  emitían  graznidos que parecían carcajadas, lo que la haría vivir contenta, rodeada de los alegres pájaros. Pero no ocurrió así. (Sofía, es un poquito nerviosa, debo aclararlo desde el principio)”.

            La mañana, en que don Raimundo se durmió sobre el escritorio, José Alfonso se acercó a nosotros, los personajes de otros cuentos, a  confesarnos  que había creído que el regalo le agradaría a su mujer, se le quejó  lo sola que se sentía durante el día. “No tengo ni siquiera un pájaro que me cante”, dijo que fueron sus palabras. Entonces, se le ocurrió ir a la ciudad y comprárselos, pero no cualquiera sino uno que realmente le alegrara las horas. Al verlos, en la tienda, se acordó del “pájaro loco” que lo hizo reír de niño y no lo pensó dos veces. Quedamos sorprendidos de su ingenuidad, conocíamos a Sofía y su carácter quisquilloso, pero no se lo dijimos y cuando don Raimundo lo llamó para continuar escribiendo sólo atinamos a mirar la triste figura que se alejaba.

            “A Sofía, el encierro en que los vio la puso de mal humor”, tecleó el escritor.  “Amurrada fue a la cocina y le preparó un pan amasado con queso de cabra. Delante de ellos no quiso servir la cazuela de pollo que había preparado con tanto esmero.  Luego, se fueron a dormir y ella, apenas puso la cabeza en la almohada, le dio la espalda. Los pájaros, como si comprendieran la tensa situación provocada, permanecieron sin emitir un ruido toda la noche.

            En los días siguientes, a pesar de lo incómodos que se notaban, continuaron en la jaula, sin emitir un graznido. Bien alimentados y con agua fresca tres veces al día, porque Sofía a pesar de ser difícil de tratar, es misericordiosa. A veces los espiaba con disimulo para saber si eran tan entretenidos como decían, pero los pájaros permanecieron en obstinado silencio. Y harta de ser observada por ojos que no pestañean, tomó la costumbre de salir temprano en las mañanas y no volver hasta la hora de la cena en que preparaba un rápido refrigerio, lavaba las tazas y se iban a dormir sin contarse, como antes, los acontecimientos del día.

       Una tarde, José Alfonso volvió temprano a casa. Hastiado del malentendido con Sofía quiso sorprenderla con una docena de pasteles. Cuando novios iban al salón de té “Doña Inés”, después del cine. Pero su mujer no estaba. Abrió una cerveza y salió a sentarse a la sombra de la higuera, quizás a esta hora pudiese oír el graznido, tipo carcajada, pensó.  ¡Horror!, la jaula vacía y con la puerta abierta estaba tirada entre las corontas de choclos que  picoteaban las gallinas”.

            Qué discusión describió don Raimundo esa noche en el matrimonio (es un genio para los diálogos, sobre todo si la gente está un poco alterada). En un momento  quise intervenir y calmar los ánimos (soy amante de la armonía en el hogar) pero el escritor en un brusco ademán casi me “borra” sin tomar en cuenta que soy quien narra.

            “Al día siguiente”, prosiguió tecleando entusiasmado por el giro  de la historia, “Sofía, como de costumbre, se levantó temprano  y fue a la cocina a preparar el desayuno. Su grito hizo cacarear al gallo que creyó que se había quedado dormido.  Y los perros aullaron pensando que temblaba.

        ¡Una familia completa (con sobrinos, abuelos y bisnietos) de carpinteros negros le esperaban! Todos con sus ojos redondos y las patas agarradas a los respaldos de las sillas, a los mangos de sartenes y ollas,  hasta un pequeñuelo despistado sentado en el pito de la tetera. A lo único que atinó la pobre mujer, antes de ir en busca de su marido y sacarlo a empujones de entre las sábanas, fue abrir la puerta e invitarlos a salir (con la amabilidad que le enseñó su madre, a los ocho años, cuando había echado de la casa al padre, cansada de sus borracheras).

¡Dos veces horror!  En la higuera, cientos de pájaros la miraron con las ansias de un cariño que ella no quiso reconocer.

Te felicito, José Alfonso. Invitaste a una pareja, sin pensar en el familión que tenían detrás espetó al pobre hombre, que sin despertar del todo, la miró creyendo que su compadre Juan les había caído de visita sin aviso, como en años anteriores. De seguro  continuó iracunda, les dijeron que la casa es grande y abundante la comida.

Cuando los pájaros ensuciaron la alfombra, destruyeron los muebles y  picotearon el sofá, incluso el colchón matrimonial, José Alfonso pensó que quizás no había sido buena  idea  comprar aquel regalo. Que pudo ser mejor ir en busca del fonógrafo y los discos de Carlos Gardel a casa de la tía Eloísa, en Valparaíso, y pedírselos como herencia.   Avergonzado, sin atreverse a encarar a Sofía, sacó la maleta y comenzó a llenarla de ropa.

Vaya, hombre. Esto sí que tiene gracia  dijo la mujer cuando le vio. ¿Y qué hago yo? ¿Sentarme y almorzar con ellos?  E, inexplicable en su manera de ser, lanzó una carcajada parecida a la del pájaro loco en las películas.

Fue la señal. Los pájaros que no habían emitido un sonido se pusieron a cacarear desaforados. Sofía, asustada e histérica quiso dejar de reír, pero mientras más trataba de frenar la risa más reía. Los carpinteros la coreaban contentos y más de alguno hasta se puso a bailar, porque creyó que estaban de fiesta. Hasta que José Alfonso, fuera de sí, la cogió de un brazo, la subió en la camioneta y se alejaron del lugar.

Y pensar que cuando niña amaba el trino de los mirlos que llegaban al terminar el verano. Anidaban en las acacias del jardín la oyó suspirar, mientras el vehículo corría veloz por la carretera.

El pobre hombre rompió a llorar”.

Don Raimundo satisfecho tecleó el punto final,  imprimió las hojas y con ellas en el portafolio partió a la tertulia de los días jueves, en la Sociedad de Escritores.  No olvidó la garrafa de vino tinto que había comprado esa mañana, porque es costumbre entre colegas, cuando se lee un buen cuento,  celebrarlo como se debe.                        

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