Llegó a tiempo. Escuchó
lo que parecía el ruido de un auto abandonando la escena. Su sexto sentido la guio
directo al montículo de tierra recién removida. Escarbó con desesperación hasta
que se le destrozaron las manos. Lo habían sepultado bajo una vieja magnolia a
la orilla del camino que da hacia el bosque de cipreses. La nieve descendía sobre
la cabaña y las eras que rodeaban la casa se iban vistiendo de un blanco
grisáceo. Un astro fantasmagórico de fines de otoño se reflejaba sonámbulo
sobre las tejas de barro vidriado. La cabaña estaba a dos horas de la gran
ciudad, en una aldea anclada en las estribaciones de la cordillera occidental. Su
fachada de madera y piedra, se divisaba al llegar a la primera curva para
ingresar al pueblo que se extendía a lo largo de la panamericana. Era una aldea
de horticultores, hombres de campo, gente huraña y desconfiada, emparentados en
su mayoría. Era la tierra natal de su esposo.
«¡Está vivo! —insistía
la mujer—, ¡aún está vivo!». Cuando sus manos se toparon con la caja de madera,
estaba a punto de darse por vencida. Era una caja de rejillas, de esas para
transportar frutas. Introdujo sus dedos entre las hendijas y la tiró con fuerza.
Sin éxito. La caja permanecía adherida a la tierra mojada. Tiró de las rejillas
en medio de su angustia, pero el armazón resultó inexplicablemente resistente.
Lo golpeó con sus pies, lo haló con sus manos hasta que al fin cedió. Cuando
sintió el bulto, lo palpó rígido y frío; lo tomó por los sobacos y lo levantó a
pulso.
Era un perro
mediano, una rara mezcla de siberiano con algún caniche por su pelambre
ensortijado y sus ojos blancos. Estaba cubierto de lodo y hojarasca. Sintió que
el alma le volvía al cuerpo cuando lo vio parpadear. «¡Luzbel, Luzbel!», lo
sacudió con fuerza. El animal abrió sus ojos y la contempló con su mirada
nevada, daba la impresión de regresar de un viaje trasmundano. Lo estrechó
contra su pecho para contagiarle calor. Estaban ateridos.
Desenredaba la
lana de su perro con la ayuda de una tijera mientras el nivel de la tina subía
lentamente y los espejos del baño se iban empañando por el vapor. Se percató que
tenía varios cortes en sus manos y en sus muñecas, algunos profundos, aunque ya
no sangraban ni le causaban dolor alguno. Sin duda un vidrio o un clavo punzante
las desgarró en su rescate desesperado, pensó. Limpió sus heridas y les aplicó
vendajes, colocó unas ramas secas de lavanda en una funda de tela y las
sumergió en el agua. Se metió a la tina, allí se quedó largo rato con Luzbel en
su regazo.
No recordaba, tenía
la mente bloqueada, tal vez los calmantes; ni idea de cómo llegó a la cabaña, si
llegó sola o fue su esposo quien la trajo. Nidia, sumergida en la tibieza de la
tina se dejaba estar en ese presente de paz. Esa sensación de seguridad que
hace mucho tiempo no sentía estaba de vuelta y la mujer se regocijó en ella. El
aroma de lavanda —esa fragancia que usaba su padre— la transportaba a su niñez;
rememoró el cosquilleo de su bozo cuando besaba sus mejillas, la fuerza de sus
brazos apretando su cintura. Recordó su mano cálida y fuerte sosteniendo su
mano, ¡cuánto lo añoró, sumergida allí!
Al emerger de sus
recuerdos, levantó al perro y lo sacó de la tina frotándolo con una toalla. Lo
llevó a su cama besándolo en la frente y en las orejas. Lo metió bajo las
mantas. Repetía mentalmente las palabras de su psiquiatra: «Eche a andar sus
ideas en pos de imágenes gratas, las sensaciones positivas seguirán detrás». Bajo
las sábanas, imaginó las manos del esposo como las manos del padre: fuertes y
seguras. Las visualizó nítidas, con esa firmeza y sabiduría con la que operaban
sobre los animales dolientes. Las mismas
manos de las que se enamoró cuando empezó a asistirlo en el quirófano. Y fue
más lejos aún, las llevó a su vientre y las deslizó hacia su bragadura para
sentir como le dolía el amor por ese hombre, y por instantes lo sintió profundo,
lo sintió real. «De seguro regresó donde Ariana. La navidad la pasará con sus
hijos», pensaba. Esa bipolaridad de emociones, ese vagar entre la luz y las
sombras es lo que más le agotaba. Sin embargo, esta vez se percató de que ya no
sentía ese rencor en el pecho como antes al escuchar o pronunciar el nombre de
la «ex» de su esposo.
Se sacudió los
recuerdos y buscó refugio en los ojos de su perro, pero Luzbel tenía una mirada
ausente, vacía. Tras la blancura cautivante de sus irises, Nidia no logró encontrar
esa tierna compasión que le llenaba de paz. A través de ellos, ahora vislumbraba
la oquedad de su pequeña alma y le invadió una profunda pena por su perro, entonces
tuvo la certeza de que sus soledades ya no eran una sola soledad compartida. Lo
apretó fuerte contra su pecho para consolarlo, luego lo cubrió con la manta y
dejó la cama decidida a entrar en acción antes de que la fatalidad terminara de
consumirla.
Afuera, la nevada
se hacía más intensa. Buscó leña en el depósito. Las reservas se habían agotado,
tendría que ir al bosque detrás de la cabaña. Cuando abrió la puerta, una
ráfaga de viento helado se coló dentro de la casa alborotando los papeles
olvidados sobre las mesas y las flores secas de los jarrones; se arremolinó en
el centro de la sala danzando por un instante sobre la alfombra llena de polvo,
para luego filtrarse por las hendijas de las ventanas, bajo los travesaños de
las puertas y avanzar deslizándose por las paredes hasta impregnarse en las losas
de la cocina. Luego…, solo se detuvo sobre los cristales frisados de las fotografías.
En el umbral, se
quedó paralizada mirando la tiniebla. No era el frío lo que la detuvo,
extrañamente la mujer no sentía frío, era la noche inmensa y abierta como las
fauces de algún animal siniestro. Regresó al cuarto, no se había percatado en
qué momento cayó la noche. Levantó las mantas para acurrucarse junto a su perro.
¡La cama estaba vacía…! Las sábanas blancas le parecieron un paraje nevado y
yerto. «¡Luzbel, Luzbel!, ¡perro del demonio!, ¿dónde te has metido?». Lo buscó
bajo la cama, bajo las mesas, removió los muebles, escudriñó la casa, se había
esfumado.
Alumbrada con la
luz de un quinqué se aventuró en el corazón de la noche. Lo llamó con ternura: «perrito,
perrito», luego gritó su nombre a los cuatro vientos…, nada; era como si lo
hubiesen devorado las tinieblas. «Luzbel, querido, no me abandones ahora. “Santo
ángel de…” “Santo…”»; quería recordar la oración al ángel de la guarda, pero su
memoria estaba anegada por el miedo, la tristeza y la desolación. Avanzó hasta
el pueblo gritando su nombre, golpeó las puertas de los vecinos más cercanos
buscando información, nadie atendió a su llamado, la aldea estaba sumida en las
tinieblas, ni una luz en las ventanas. Ya de regreso, cuando pasó bajo la vieja
magnolia descubrió dos faros diminutos que resplandecían sobre el túmulo de
tierra removida. Sintió un latigazo de electricidad en su columna…, eran los
ojos del perro que reflejaban la luz mortecina del quinqué. «¡Perro malo! ¿Qué
haces aquí? ¡Me vas a matar de un susto!». Luzbel, que la miraba compungido,
comenzó a temblar cuando vio que la mujer se acercaba.
Lo llevó a casa y lo
volvió a bañar. Esa fue una noche muy extraña, Nidia no pegó los ojos, temía
dormirse y se mantenía en sobresaltos; tenía la impresión de que Luzbel no
respiraba en los instantes en que, vencida por el sueño, se quedaba dormida.
Cubierto bajo las mantas, acurrucado en el regazo de su «madre», el animal no
terminaba de abrigarse. Esa noche se sucedieron, en una procesión indiscernible,
una extraña mezcla de sensaciones, sueños y recuerdos. Su cuerpo ingrávido viajó
a la deriva en un limbo vacío mientras duró el duermevela. Ni grillos, ni
búhos, ni el aullido lejano de los lobos, rompieron ese silencio abisal.
La mañana, que
siguió a esa noche tan extraña, fue particularmente fría. Una luz grisácea un
tanto sucia se filtraba por las cortinas. Nidia permaneció largo rato en la
cama buscándole una salida a su situación. Barajó un sin número de explicaciones
para los sucesos de la noche anterior ¿Quién pudo dañar a Luzbel?, ¡es tan
manso como un cordero! ¿Quizá querían dañarla a ella a través de su perro…?,
eso le pareció más plausible. Pero ¿quién pudo hacerlo? Pensó en algunos
residentes que no la miraban con buenos ojos. Al fin y al cabo, ella era la
intrusa en esa sociedad tan cerrada, y la intrusa en el primer matrimonio de su
esposo. Quizá fueron sus hijastros, siempre le parecieron unos adolescentes
rebeldes; pero, ¿crueles, a ese punto? Sabía que no la aceptaban en el mundo de
su padre, empero, ¿a Luzbel?, estaba segura que los chicos lo querían; además,
hace tiempo que no se les ha visto por la aldea.
Nidia se puso
paranoica, sospechó del esposo; últimamente lo sentía distante y en sus crisis
depresivas llegó a pensar que la quería fuera de su vida. Luzbel dormía tan
profundamente que la mujer tuvo que moverlo para cerciorarse que estaba vivo. El
perro levantó la cabeza y la quedó mirando con extrañeza. «Tu “padre” nos
quiere, ¿verdad?», le dijo con ese tono con el que se les habla a los niños. «Es
estricto con nosotros, pero nos quiere», pensó. Miró el reloj: eran cerca de
las doce. Le pareció raro que su esposo no hubiera llamado; a lo mejor estaban
enojados, ya no lo recordaba, el diazepam la sedaba al punto de no saber en qué
día de la semana se encontraba.
Desde la cama hizo
algunas llamadas sin éxito, quizá la fuerte nevada de la noche provocó algún accidente
que interrumpió las líneas de teléfono. Se cubrió con un abrigo y avanzó hacia
el pueblo en busca de un teléfono. La blancura lo aplastaba todo, tuvo la
sensación que la aldea se hundía bajo el peso de la nieve. Algunos comercios
estaban abiertos, pero nadie los atendía. La mayoría de las casas estaban
engalanadas con la navidad, pero no había luces encendidas ni sonaban
villancicos. El bar estaba cerrado, como todos los lunes. «Debe ser lunes»,
pensó. Después de dar una vuelta por el parque central regresó a casa siguiendo
la balaustrada que da hacia el río. A través de la ventana vio un comedor con
los platos servidos. Llamó… silencio. Tuvo la sensación de que todo el pueblo
huyó de repente.
A su regreso se
hizo con algo de madera para la chimenea. Con la casa abrigada permitió que
Luzbel anduviera tras sus pasos de habitación en habitación. Le encantaba el
olor que emanaba su manto sedoso, aunque esta vez que lo apretó contra su
rostro, Luzbel tenía ese olorcito rancio y picante, con esa dulzura un tanto
repugnante que le caracteriza a la materia orgánica descompuesta. «Te he bañado
a conciencia, pero… ¿cómo?, ¿dónde te fuiste a revolcar?». No quería volver a
bañarlo por tercera vez, así que, subió a la alcoba matrimonial por un frasco
de perfume y la encontró cerrada. Con el perro detrás a modo de «rabo», buscó
en los estantes, revolvió los veladores, revisó la cartera y el abrigo que
había usado en esos días, las llaves estaban perdidas. Había que forzar la
chapa, pero lo dejó para más adelante cuando terminara de hacer lo urgente —de
todas formas, solo usaba esa habitación las veces que estaba con su esposo—,
quizá las encontraría en el lugar menos esperado.
Nidia y Luzbel eran
el uno para el otro. A él lo encontraron una mañana lluviosa en la puerta de la
fundación, debía tener una semana y días pues sus párpados estaban aún sellados.
Lo habían dejado en una caja de zapatos a merced de la buena voluntad de los
rescatistas. Cuando ella visitó la fundación, tras una corta convalecencia a causa
de su primer aborto, lo encontró debatiéndose entre la vida y la muerte; lo
llevó a la cabaña para atenderlo en su consulta. Se dedicó a alimentarlo hasta
seis veces al día con una sonda. Masajeó su pancita usando un algodón humedecido
con la misma frecuencia para que elimine sus excrementos y lo hizo dormir en su
regazo. Cuando abrió los párpados por vez primera: las pupilas zarcas del
pequeño florecieron como una margarita. La joven doctora se enamoró de su
mirada hipnótica y tomó la decisión unilateral de integrarlo a su hogar,
rompiendo la regla que acordaron con su esposo: ¡No animales en la casa! Ya
suficiente tenían con atender un centenar de ellos en la fundación.
La vida nunca
estuvo a la altura de sus deseos. Cuando estudiaba en la facultad de
veterinaria se enamoró de su maestro y vivió un romance tormentoso con este
hombre que ya tenía una familia. Cuando al fin su profesor se divorció y
pudieron casarse creyó haber conseguido la felicidad, pero sus momentos de
ventura no superaron el primer trimestre de un embarazo ectópico. Nidia siguió
intentándolo, sin embargo, luego de dos abortos más, toda su voluntad se vino
abajo y en su mundo se instaló el espectro de la depresión. No soportaba la
ciudad, quería huir de los problemas; por ello, cuando él se divorció de Ariana
para casarse con ella. La joven doctora influyó en la decisión de preferir la
cabaña a la casa de la ciudad. Una casa grande necesitaba de un animalito
—aprovechó—: «Aunque sea para que haga bulla».
La vida en el
pueblo le ilusionó al principio, y aunque él no renunció a su magisterio en la
universidad, ni a la dirección de la clínica de la fundación, ella no tuvo
problema en ponerse al frente de la pequeña consulta que montaron en la cabaña.
Pronto se daría cuenta de que su proyecto no tenía futuro. Los aldeanos no la
aceptaron del todo, su fama de destruye hogares la volvía ingrata a los ojos de
la gente y la consulta se abría y cerraba de forma intermitente según cómo los
avatares golpeaban la puerta de la joven doctora.
La tarde la
pasaron en los arreglos de la casa, en la noche se dedicaron a adornarla con
motivos navideños. Luces intermitentes parpadeaban en todas las ventanas y un
árbol del tamaño de una persona promedio brillaba a un lado de la chimenea. Luzbel
se había instalado debajo, entre las cajas vacías que, forradas con papel de colores,
simulaban los regalos de este año. Para Nidia la navidad era la fiesta más
importante, y aunque estos últimos años la había olvidado a causa de sus
abortos y sus depresiones. En esta ocasión se propuso retomar los rituales de
su infancia. Fue la única hija de una madre frágil que pasaba la mitad del año
enferma y la otra mitad presa de enfermedades imaginarias. Antes de la
separación de sus progenitores, la casa se llenaba con la parentela de su padre
que era numerosa y de espíritu festivo. Luego de la separación, sus navidades se
volvieron solitarias y, aun así, la niña las esperaba ilusionada.
Esa noche se
entretuvo tejiendo unas prendas navideñas para Luzbel. Al día siguiente, martes,
según ella, el día que correspondía con la Nochebuena —lo decía un viejo
calendario que pendía de la pared—, Nidia se sentía optimista, había
sobrevivido a la tentación de hacerse daño por falta de sus antidepresivos.
Además, Luzbel estaba muy «mono» con su nuevo look. Intentó salir al
pueblo, pero la nevada de la noche anterior lo hacía imposible. El paisaje era de
una blancura impoluta, se habían borrado todos los contrastes. Tuvo la
sensación de que la cabaña flotaba sobre un estrato de nubes que se perdía en
el horizonte. Levantó la mirada y lo encontró en el mismo lugar, el mismo sol
fantasmagórico estaba allí, mirándola lánguido, como el ojo de algún dios
pagano que le escrutaba el corazón.
Sintió pavor a lo
absurdo de existir en ese mundo vacío y tuvo la certeza de que toda la
parafernalia navideña era solamente una forma de colmar su soledad. Entonces
gritó el nombre de su esposo: «…» el silencio era rotundo y se llenó de miedo. Corrió
al teléfono y lo volvió a llamar, no importaba la distancia, ni los problemas
que los mantenían separados. El timbre entrecortado de la operadora resonaba lejano.
Cuando se activó la contestadora le dejó un mensaje: «Amor, no soporto esta
distancia, ni esta soledad. Ahora entiendo que no son indispensables los hijos.
Aún puede brillar la navidad en nuestras vidas. Dejemos lo malo atrás».
Esperanzada en que
su mensaje surtiera el efecto deseado, decidió poner a punto todo para la cena
de la noche. En la cocina, tomó una funda de pienso que estaba sobre el
refrigerador y llenó el comedero del perro. Le echó agua fresca al bebedero,
pero Luzbel, ignorando su desayuno, se dedicó a perseguirla por los pasillos. Estaba
segura de que él vendría, nunca se resistió a una invitación suya, menos en una
ocasión como esta. Mientras se ocupaba
en sus quehaceres, le dio por recrear las escenas de una posible reconciliación.
Luzbel se acomodó en su cesto de mimbre para observar cómo Nidia lavaba y
secaba la cristalería.
Ahora pulía una
charola de metal. La puso frente a su rostro para humedecer con su aliento una
mancha persistente. La frotó una vez más y la acercó a sus ojos para comprobar su
efecto. De pronto, el rostro de la mujer fue tomando forma en la superficie
reflectante del metal. Estaba desencajado, con unas ojeras profundas; la porcelana
de su tez, antes reluciente, tenía el color de los olivos y la textura
acartonada de la piel envejecida. Por un momento, la impresión detuvo su
diálogo interno…, le bastó un instante a su razón para convencerle que solo era
el efecto del espejo improvisado.
Más tarde, sonreía
frente al tocador contemplando las proporciones perfectas de su rostro y el
rosa pálido que emanaba de su tez. Arregló sus rizos castaños con los dedos y
se pellizcó las mejillas. Sus ojos color miel se encendieron con una chispa de
picardía y se mordió el labio inferior con sus dientes de pedrería. «¿Cómo luzco
ahora?», preguntó a su perro. Luzbel la contemplaba con ojos compasivos y le
respondía con gemidos. «Ya sé, estás con hambre». Fueron de vuelta a la cocina.
Se fijó en el comedero, el perro no lo había tocado. «Ya sé, ya sé, estás
cansado de esas “pepas” secas». Abrió una lata de comida y lo puso en un plato
de loza. Volvió a mirar el reloj, iban a ser las doce; su frente se frunció con
una mueca de extrañeza, ¿era una coincidencia que haya mirado el reloj dos
veces a la misma hora? «Bueno —se dijo—, es mediodía. Si recibió mi mensaje debe
estar por llegar». Bajo el chorro tibio de la ducha, sintió crecer esa
sensación en el vientre, ese vacío angustioso de la espera, esa ansiedad que
ponía su piel trémula, permaneció así hasta que la serenidad retornó a su
cuerpo.
Otra vez frente al espejo pasó por el ritual
del maquillaje, mientras inconscientemente añoraba el ruido de un auto o el
timbre del teléfono. La tarde caía y su angustia aumentaba minuto a minuto, no
quería pensar en la fatalidad que le había perseguido desde la infancia y se
refugió en los recuerdos luminosos de los álbumes familiares reviviendo rostros
alegres y juveniles. Releyó una por una las cartas de su noviazgo para llenarse
de esperanzas, pero al final… se sintió como un buzo sumergiéndose en los
abismos de su vida desgraciada y percibió la asfixia de su existencia; solo los
ojos compasivos de Luzbel brillaron por un instante como un faro en la
superficie. Conforme caía la tarde y no había señales del esposo, Nidia comenzó
a tocar fondo.
De pronto se hizo la
noche, fuera de la cabaña el tiempo se dilataba hasta el infinito. Las luces
navideñas le parecieron luciérnagas que pugnaban por huir de sus celdas de
cristal. Ya no lo pudo esperar más, ya no lo quiso esperar; solo buscaba liberarse
de esa presión en la garganta, de esa angustia que le apretaba el pecho. «Podría
ser la última depresión», pensó. Aún a sabiendas que todo lo que tuvo fue una
fantasía construida por su voluntad, sintió pena por aquello que pudo haber sido.
Siempre estuvo a un paso de la felicidad, a veces incluso la saboreo un poco —le
supo al agua de mar, que mientras más la bebes la sed aumenta. Intentó
diciplinar sus pensamientos y no encontraba razones que le infundieran la
fuerza necesaria; a lo mejor, nada tenía sentido, para nadie. ¿Por qué habría
de tener sentido para ella?, ¿qué la hacía diferente entre todos los demás
seres absurdos? Pensó en su madre: llena de certezas, aún en sus últimos momentos
convencida del regreso de su padre. Pensó en su padre: rodando mundo en busca
de la pareja ideal, dilapidando su fortuna y su salud. Pensó en su esposo:
dividido entre el amor a sus hijos y el amor hacia ella; al final, lo apostó
todo por ella y terminó con las manos vacías.
Conforme se
sumergía en la oquedad de la noche, sus preocupaciones mudaron, ahora comenzó a
pensar en una navaja, en una cuerda, en una viga. Más de una vez creyó que su
mejor salida sería una sobredosis de pastillas, ¡y justo ahora no las tenía! Luego
de meditarlo por un momento una idea brilló en su mente. «¡Claro!», se dijo,
siempre estuvo a su alcance y no lo había pensado antes. Se dirigió a su
consultorio y contempló por largo rato los frascos de medicamentos. Ya no la
apretaba esa angustia en el pecho, realmente se sentía liviana desde que aceptó
la decisión final. Estaba flotando, levantó los brazos y los agitó cual unas
alas. Supo entonces que era el momento de volar. Tomó la ketamina de la sección
de anestésicos y una ampolla con cloruro de potasio.
Un gemido en el último
momento le recordó que no estaba sola. Luzbel la miraba angustiado y apoyaba
sus patitas delanteras sobre la cintura de Nidia. Los ojos de la mujer se
llenaron de lágrimas. ¿Por qué no podía solo abrir esa «puerta» y simplemente
huir? «¡Luzbel!, ¡Luzbel!», no debía dejarlo expuesto a los caprichos del mundo.
Era una circunstancia con la que no había contado por estar obsesionada con su
última decisión. Son estos los momentos cuando la cordura parece locura y la
locura se convierte en cordura. Lo abrazó fuerte contra su pecho y platicó con él
un buen rato. Luego lo puso sobre la mesa y cargó una jeringa con el anestésico,
después rompió la ampolla del potasio y succionó su contenido con una jeringa
de mayor volumen, un líquido transparente se arremolinaba en el interior del
instrumento. Nidia lloraba desconsolada durante el proceso. Todo estaba
dispuesto, la doctora ligó el antebrazo de su perro con un guante de goma hasta
que la safena quedó protuberante, luego la pinchó con la primera jeringuilla, soltó
la ligadura de su antebrazo y empujó el émbolo despacio; Luzbel lamía las
mejillas húmedas de su «madre» mientras gemía ajeno a su destino. Unos
instantes después cayó vencido. Cuando el sueño del perro se volvió profundo,
Nidia introdujo el contenido de la segunda jeringuilla en su torrente
sanguíneo. El animal se estiró lentamente, intentó respirar un par de veces
mientras sus ojos zarcos se iban volviendo negros conforme se le dilataban las
pupilas.
Era una práctica
de rutina, lo había hecho una docena de veces a lo largo de su profesión. En
cuestión de minutos el bueno de Luzbel quedó fulminado. Mientras realizaba el
procedimiento con su perro, entendió que ese método no servía para su propósito
de quitarse la vida, porque necesitaba de alguien más para que bombeara el
potasio letal cuando ella cayera noqueada por el anestésico. La mujer buscó un
cartón o algún recipiente para el cuerpo de su amigo, pero solo encontró una
caja de madera en la que venían las frutas para la cocina y la usó como un
féretro. Después, lo sepultó bajo la vieja magnolia a la orilla del camino que
da hacia el bosque de cipreses.
Con Luzbel enterrado,
subió a la alcoba principal armada con un mazo de cocina para romper el pomo de
la puerta. Tenía la esperanza de encontrar en ella un frasco de pastillas. Cruzaba
el pasillo y estaba a punto de llegar cuando creyó escuchar una voz dentro de
la habitación. Se detuvo, vio una luz tenue que se filtraba por debajo de la
puerta. Se acercó en puntillas y pegó su oído contra la madera. Un quejido
provino del interior, luego todo quedó en silencio. Giró despacio la perilla,
para su sorpresa, la puerta cedió sin resistencia. El cuarto estaba en penumbra
iluminado oblicuamente por una luz que procedía del baño. En la cama tendida, había
un sobre con una carta dentro. Pasó sin hacer ruido. Tomó la carta y la leyó.
Era una carta de
despedida redactada de su puño y letra, con rasgos góticos en las consonantes. Conforme
la iba desentrañando, los recuerdos de sus últimos momentos flotaban como los
restos de un naufragio en la superficie de su mente. Cuando la terminó, el
puzle estaba completo. Supo en un instante que su existencia no era más que un
bucle de conciencia atrapado en un limbo sin tiempo. Se dirigió al cuarto de
baño, ya no buscó las pastillas, pues tenía la certeza que no las encontraría. Minutos
después de que la mujer entrara al baño, el reloj marcaba las doce campanadas.
Era como si el aparato hubiese resucitado.
Un día después, la
noche de un veinticinco de diciembre, un auto gris que arribaba por la
panamericana tomó la curva para ingresar al pueblo. Lo primero que divisó el
doctor Fernández fue la cabaña de madera y piedra con su cubierta de tejas
vidriadas. Sus amplios ventanales parpadeaban al ritmo de la navidad. Más allá,
el pueblo brillaba en su totalidad, las luces navideñas se extendían por la blanca
explanada a lo largo del río y al fondo comenzaban a ascender por las colinas
hasta las casas más lejanas. ¡La natividad estaba en su esplendor!, el doctor
estacionó el auto y entró en la casa cargado de regalos. «¡Nidia, Nidia!», la
llamó por su nombre. Nadie contestó, solo esa musiquita cansina de la navidad
saturaba el ambiente. La buscó en el cuarto de huéspedes donde ella solía posar,
luego subió a la alcoba principal. La puerta estaba cerrada desde dentro. Sacó
la llave de uno de sus bolsillos y la abrió. En la cama, impecablemente tendida,
reposaba la carta dentro del sobre lacrado.
«Nidia, ¿estas
allí?», preguntó en voz baja, mientras se dirigía al baño que mantenía la luz
encendida. Cuando abrió la puerta se estremeció: el líquido en la tina estaba a
tope, el espejo de agua teñido de sangre, recortaba el contorno de sus senos a
nivel de los pezones. Su cuerpo, con la cabeza inclinada hacia atrás, parecía
haber alcanzado al fin la paz. Se acercó al cadáver y tocó sus hombros, estaban
rígidos. Respiró profundo para no perder la cordura. La tomó por las axilas y la
sacó de la tina. Desnuda y desvalida, la mujer se tendió como un molusco fuera
de su valva. Sus brazos, expuestos a la luz, dejaban ver los tajos profundos en
sus muñecas.
Unos días antes de la navidad siguiente, y de todas las navidades subsecuentes, la mujer se despertaba de un sueño profundo y salía en busca de su perro. Sabía que Luzbel reposaba bajo la vieja magnolia, lo sabía: porque lo veía en sus sueños.