jueves, 22 de enero de 2015

La vacona

Bérnal Blanco


En el empedrado General Viejo, nuestra finca era la última al final del camino. El mismo río que hoy bordea el pueblo, en alguna época remota serpenteó el valle entero creando aquel peculiar paisaje pedregoso. Al recorrer el pastizal o los cafetales, aparecen dispersas, por aquí y por allá, piedras de todo tipo. Unas pequeñas, como bolas de fútbol; otras grandes, tanto que por las noches de luna sirven a los chiquillos para jugar escondido. Entre ellas guarda silencio, eternamente, el eco de enredos, penas y alegrías de las familias del pueblo que cobijó nuestra infancia.

Eran días en los que la pérdida de los dientes de leche nos dibujaba portoncillos en la sonrisa. Vivíamos como espíritus libres sólo perturbados por las historias de espantos que contaban los mayores y por el río que, enfurecido por las lluvias, arrastraba animales, piedras y árboles con todo y raíz.

Un lunes, antes del amanecer, las voces de papá y mamá nos despabilaron —como de costumbre— al momento de despedirse. Una cilampa casi imperceptible al oído invitaba a seguir acurrucado bajo las cobijas.

—¿Cómo a qué hora llega el sábado? –preguntó ella, con un dejo de tristeza.

—Después del mediodía –respondió él–. Tengo que hacer unos mandados —agregó, parcamente.

Dábamos inicio a otra semana en la que los días alcanzaban para hacer de todo pero en los que nada de trascendencia —para los mayores— ocurría. Sin embargo, antes de que papá regresara el sábado siguiente un evento inesperado habría de cambiar nuestra rutina.

§

Vivíamos en una casa diminuta —que papá había construido— sembrada en el corazón mismo de la finca. Las tablas usadas en sus cuatro paredes eran toscas y deformes. A falta de cielo raso, el zinc del techo se proponía asarnos vivos bajo el ardiente sol del verano. Montada sobre bases de guachipelín, aquella morada sorteaba la furia del río, con nosotros adentro, desbordado en épocas de temporal. Un solo aposento —en el que sin intimidad alguna compartíamos espacio con las camas, el fogón, la mesa y otros chunches— nos amparaba.

Frente a la casa se extendía el potrero, cercado en pequeñas secciones con alambre de púas. Allí pastaba una docena de vacas lecheras, las crías y un toro semental. El corral, próximo a la casa, era utilizado para atender al ganado enfermo y ordeñar las vacas.

Salvo en contadas excepciones, éramos despertados por mamá a las cuatro de la mañana con la misión de arriar las vacas hacia el corral donde ella las ordeñaba. Durante el día debíamos estar pendientes del ganado surtiéndole de miel diluida en abundante agua. En medio de aquellos quehaceres teníamos muy claro que a una novilla en particular debíamos prestar especial cuidado: «¡Chiquillos, metan a Mariposa al corral!», ordenaba mamá al anochecer. «¡No veo a Mariposa, vayan a ver ‘ónde está!», nos exigía en cualquier momento. ¡Y ay de quien no hiciera caso!

Nosotros tuvimos buena participación en la crianza de Mariposa. Su pelaje sedoso al tacto nos cautivó de inmediato. Durante sus primeros meses de vida le dimos a tomar leche en chupón y la mantuvimos dentro de un albergue bien protegido detrás del corral. Más tarde debimos darle alimento seco. Luego, poco a poco, la llevamos a pastar con el resto de las vacas para que se acostumbrara a estar con ellas.

Papá fue el único miembro de la familia para quien Mariposa pasó, al principio, desapercibida, quizá porque para él aquella no era más que una ternera común y corriente. Sin embargo, Mariposa cambiaba conforme crecía: el marrón de su pelaje se intensificaba; sus ojos saltones tomaban un brillo más intenso aún; sus orejas le daban un aire de inteligencia intrépida y parecían estar siempre atentas a escuchar. Esto despertaba cierto interés en papá.

—Esa novilla parece de buena raza —comentaba, mientras sorbía aguadulce caliente y rascaba su barba, observando la bella estampa de Mariposa desde la ventana.

—Jovino dice qu’es una jersey —decía ella sin prestar la menor atención.

—¿De veras?

En efecto, Mariposa resultó ser una jersey magnífica: fuerte, dócil y sana. Fue parte del pago con el que una vecina, al quedar viuda, canceló a mamá una vieja deuda. Nos entregó la cría poco antes de ser  destetada ante la prisa por deshacerse de cuanta cosa tenía e irse a vivir a la capital. Ella obvió contarnos que la becerra era de buena estirpe.

Por aquel tiempo Mariposa contaría a lo sumo con año y medio pero ya prometía convertirse en una gran productora de leche y en una mamá abnegada.

—Apenas esté más grande l’echamos el toro jersey de los Navarro. Ya me imagino las crías que v’a tener esa novilla —decía papá como hablándole al viento, mientras cruzábamos el río seco, saltando de piedra en piedra, camino a la milpa.

§

Los abuelos vivían cerca, pero suficientemente lejos como para no poder visitarlos con frecuencia. Cuando íbamos a verlos, empezábamos la caminata al amanecer y el sol nos veía llegar a la vieja casona —donde mamá había crecido— a eso de media mañana. Habían tenido muchos hijos pero para entonces la mayoría estaban casados haciendo vida aparte y sólo los tres tíos menores aún vivían con ellos.

Nos querían mucho. El abuelo, viejo flaco y de piel seca, era particularmente alcahuete y nos consentía al extremo. Él mismo esculpió en madera dos hermosos cuchillos que amanecieron bajo nuestras almohadas un veinticinco de diciembre. Con esos juguetes en mano nos convertíamos en papá, en el mismo abuelo o en los peones: cortábamos árboles, matábamos serpientes o peleábamos a machete limpio.

El abuelo era panadero de profesión. Cuando íbamos de visita a su casa, nos escurríamos furtivamente a la panadería donde hacíamos diabluras. Era tal el alboroto que armábamos que poco nos faltaba para meternos dentro del horno de barro y tirarnos boca arriba, sobre los ladrillos, a disfrutar de un tostel preparado por el abuelo.

Algunas veces nos quedábamos a dormir en casa de los abuelos. En esas ocasiones, por la madrugada, la abuela nos preparaba café y nos permitía acompañar al viejo mientras horneaba los productos que luego los tíos, a caballo, salían a repartir por las pulperías. Del viejo horno de barro veíamos nacer, con el alba, pan de leche, bizcotelas, gatos, galletas dulces y pan francés.

Para afinar la masa, el abuelo había comprado un dinamo cuya electricidad hacía girar una rueda, la que a su vez movía el roche. El roche era una especie de manivela —similar a la de las máquinas de moler maíz— que al ser accionada manualmente giraba los bolillos que se encontraban por encima de la mesa de trabajo. Después de haber instalado aquel sistema, el abuelo no requería pedir ayuda a los tíos para mover el roche a mano sino que él podía afinar la masa por sí mismo.

Tristemente, por aquella época el abuelo tuvo que clausurar la panadería. La decisión la tomó debido a que sus ya casi setenta años no le permitían trabajar como antes y los tíos, queriendo dedicarse a cualquier otra profesión, se negaban a heredar el negocio. Fue entonces cuando el dinamo, pieza valiosa y en excelente estado, sobró. Por suerte para el abuelo un aprendiz de mecánico se interesó en comprar aquel artefacto por el que acordaron un precio de setenta y cinco colones. A falta de dinero con el que pagar, el comprador convenció al viejo de recibir una vaca como prenda de pago.

Aun hoy, cuatro décadas después, seguimos sin explicarnos cómo el abuelo, viejo zorro en el mundo de los negocios, aceptó semejante trato.

El animal pronto recibió el apodo de «la Vacona» debido en parte a ser muy alta pero principalmente por fea. La Vacona era de color barcino y su contextura flaca la hacía parecer desnutrida. Su ubre le colgaba de tal manera que las tetas casi rozaban el suelo; bajo el rabo mostraba una especie de protuberancia similar a una horrible llaga cicatrizada. Ver a la Vacona rumiando en el pastizal atraía un solo sentimiento que se clavaba en el estómago del que la miraba: ¡asco!

Las cosas buenas que tenía, como un bumerán, se devolvían en su contra. Era un animal de carácter fuerte y de gran determinación; era ágil y tenía mucha flexibilidad. Todo esto la convertía en una vaca de ímpetu… pero rompedora. Y entre los dueños de ganado es sabido que nadie quiere una vaca que reviente el alambre de púas de las cercas. A la Vacona teníamos que ir a buscarla siempre al pueblo o río abajo, donde se escapaba a rumiar sus penas tras romper las cercas del potrero.

§

El lunes, tras despedir a papá, transcurrió sin alteraciones y al amanecer del martes fuimos a visitar a los abuelos. Nos encontramos con la noticia de que La Vacona estaba recién llegada y el abuelo se sentía muy angustiado por no tener potrero suficiente donde alimentarla.

—¡Capaz que aquí se me muere la vaca! –dijo el abuelo a mamá–. Déjesela unos días en la finca de ustedes.

—¡Dios libre! —respondió la voz frágil de mamá, nerviosa de aceptar aquella proposición, más aún sin el consentimiento de nuestro padre.

—Sólo unos diitas. Va’ver que yo vendo esa vaca rápido –insistió el viejo–. Yo l’explico a su marido. ¡Hágame el favor!

Las súplicas del abuelo surtieron efecto. Así que los tres –cuatro, contando a la vaca– recorrimos el camino de regreso a la finca, pasando por el pueblo, sin percatarnos que a la vez que arriábamos aquella «cosa» también nacía todo tipo de suspicacias entre los vecinos que nos veían pasar.

Tal como lo había anunciado, papá regresó el sábado después del mediodía. Antes de saludarnos él solía pasar por el potrero reconociendo el ganado. Siempre se detenía —sin que supiésemos por qué— a revisar con sumo cuidado a Mariposa. Le revisaba los dientes, las orejas, las pezuñas. Le acariciaba el lomo de líneas largas y delicadamente rectas mientras la alegría se dibujaba en su rostro. Sin embargo, al continuar y toparse con el adefesio de la Vacona mezclado con el resto del ganado, se puso como los diablos.

—¿¡Qu’está haciendo esta vaca aquí!? –gritó. Y hasta las matas del cafetal agacharon sus hojas.
A mamá le tocó, como era de esperar, pagar los platos rotos.

Fue de esa manera como los problemas entre ellos comenzaron.  Discutían día y noche. Toda conversación terminaba irremediablemente en el infeliz animal. Papá se avergonzaba ante la protesta del peón por tener que cuidar de aquella bestia, razón por la cual también reclamaba a mamá.

Los pleitos no solo subían de tono en el seno matrimonial sino que se extendían. No faltó el fin de semana que nosotros, los chiquillos, también sufriéramos las consecuencias.

—¡Levántesen, carajo! –ordenaba papá a las cuatro de la mañana de un domingo.

Así éramos obligados a madrugar justo cuando se suponía que podíamos dormir un ratito más. Debíamos soportarle su mal genio durante toda la jornada. Parecía que se quitaba la cólera con nosotros. En esos días coleccionamos muchos chilillazos que todavía hoy nos duelen en la espalda.

Las semanas pasaron y en mamá era evidente el abatimiento. En silencio trataba de soportar a papá y no encontraba la forma de presionar al abuelo para que cumpliera, de una vez por todas, su promesa de vender a la Vacona. Para colmo de sus males —y de los nuestros— los pocos vecinos que compraban algo de leche decidieron no hacerlo más.

—No Lupe, m’ijita, hoy no voy a dejar leche.

—¡Pero ’ña Mencha no se preocupe… me la paga después! –suplicaba mamá.

—¡Ay gracias, pero no! ¡Un día d’estos le compro!

Nadie nos lo dijo nunca directo a la cara. Fue por Jovino, el peón, que supimos que los vecinos no querían comprar nuestra leche por temor a que estuviese mezclada con leche de la Vacona.

Nosotros, poco entendidos en asuntos de mayores, percibíamos problemas.

—Tengo uno maduritico. ¡Apañe Adolfo! –gritaba Jovino, mientras lanzaba un jocote desde la rama más alta del árbol.

Mientras el joven peón buscaba los mejores frutos, nosotros cuchicheábamos.

—Juan, mamá ayer pasó llore que llore todo el día.

—Es por culpa de la Vacona.

—¿Ajá?

—¡Sí! Pero ella dice que tiene un plan.

—¿¡Un plan…!?

—¡Pelen el ojo! –nos sorprendía Jovino desde lo alto, lanzándonos jocotes, uno detrás de otro, para que los atrapáramos en el aire.

En efecto, con tal de salir del problema mamá visitó al abuelo y le hizo el ofrecimiento que había venido rumiando días atrás: le propuso cambiar a la Vacona por Mariposa, taco a taco. Ni lerdo ni perezoso el abuelo aceptó el negocio. Ni lerda ni perezosa mamá pidió a un vecino sacrificar de inmediato al mísero animal.

En un santiamén la bestia fue degollada, aprovechándose muy poco de ella y enterrándose la mayoría. Ni siquiera para carne sirvió la inocente Vacona.

La tarde del sábado siguiente escuchamos un rugido más fuerte que el estruendo del río en noches de temporal. Era papá, encachimbado, que volvía a casa y que recién se enteraba del negocio hecho por mamá. Pese a la cólera no pudo reclamar nada a sabiendas de que ella tenía el derecho de hacer lo que bien quisiera con Mariposa.

Sin embargo el asunto no se quedó allí.

—¿Cuánto le costó la Vacona a mi suegro? –preguntó él a mamá.

—¡Diay no sé! Me parece que setenta y cinco pesos.

Y como alma que lleva el diablo papá se puso en marcha a casa de los abuelos.

El viejo, conocedor de la buena raza de Mariposa, no aceptó el ofrecimiento que papá le hizo, así que ambos se enfrascaron en un largo regateo por la vaca. Por último, el abuelo accedió cuando la oferta llegó a ciento veinticinco pesos. A pesar del mal negocio para papá algo positivo resultó de todo aquello dado que la paz y la calma finalmente encontraron reposo en el seno familiar.

§

Varias semanas después, un amanecer lento de domingo, mamá palmeaba tortillas y un aroma intenso de café recién chorreado nos hacía volver del letargo. De repente, como venido de ultratumba, el eco de un mugido lúgubre se quedó retumbando en la casa. Parecía venir del corral así que fuimos de prisa sabiendo que algo malo pasaba. El estruendo de un golpe seco, como el de un tambor que cae a tierra desde lo alto, nos alarmó más aún mientras corríamos. El día apenas empezaba a clarear.

—¡Hijuemialma! –dijo papá al llegar al corral.

Él recurrió a cuanta pirueta veterinaria conocía. Mamá le ayudaba. Nosotros, invadidos de terror, llorábamos. La movían para un lado y para el otro pero ella no respondía. Sacudía sus patas en espasmos fuertísimos como los de un pez cuando es sacado del agua. Y sus ojos, más saltones que nunca, parecían a punto de estallar en sus cuencas. Su hermosa banda de pelaje claro alrededor del hocico se cubrió de babas y en medio de un bramido melancólico sus luminosas manchas blancas se apagaron para siempre ante nuestros ojos.

—¡Todo esto es por culpa de la condenada Vacona! –decía papá, dejando al descubierto un timbre de voz quebrada que no le habíamos escuchado nunca.

—¡Qué culpa tuvo la Vacona de que Mariposa se hartara el estañón de miel entero! –replicaba mamá, con ojos lluviosos clavados en la panza, indigesta e inflada como un globo, de la novilla.

Jovino llegó más tarde justo a tiempo para ayudar a papá quién, tras la resignación que solo la muerte produce, buscaba afanoso un lugar donde cavar el hueco.


Entonces mamá nos llevó a la casa para evitarnos la pena del entierro. Desde allí escuchamos el rencor de las piedras heridas por las macanas, cediendo espacio poco a poco para finalmente dar cabida a Mariposa bajo el pastizal.


Mariposa:


miércoles, 21 de enero de 2015

El amigo

Dennis Armas Walter


Enrique se hallaba cómodamente tirado en su cama viendo televisión. Le dio un vistazo a su reloj: eran las 8:16 de la noche.

¿Pero dónde se habrá metido este paquidermo? —se preguntó pensando en su amigo Dennis.

Dennis y Enrique habían quedado en ir esa noche al luminoso distrito de Miraflores para tomarse unas cervezas. Planeaban ir a la Taberna de Mario, la cual no estaba precisamente en la zona moderna e iluminada de aquel distrito, sino en medio de las oscuras y derruidas casonas antiguas. No era un lugar al que fueran muchas mujeres, pues era una cantina de antaño, plagada de borrachos viejos, fotos de calatas, incomodas bancas y un urinal sin puerta situado al fondo, justo en frente de una mesa; el baño de damas se había convertido en depósito de cajas y botellas.  El olor a cerveza lo inundaba todo. Hasta las cucarachas caminaban en zigzag tambaleándose de un lado a otro.

Pero Dennis se estaba tardando demasiado. Se supone que estaría a las 7:00 de la noche en la casa de Enrique para que de ahí ambos partieran juntos a la cantina.

De pronto sonó el teléfono.

—Aló —contestó Enrique. 

—¿Es usted Enrique Vargas? —preguntó una voz desconocida.

—Sí, soy yo, ¿quién habla?

—¿Usted es amigo de un tal Dennis?

—Sí, yo soy su amigo —dijo Enrique bajándole el volumen al televisor— ¿quién habla?

—Bueno, su amigo Dennis está muerto.

—¡¿Qué?! —exclamó asombrado.

—Dije que su amigo Dennis está muerto. Antes de morir me pidió que lo llamara para informarle que ya no podrá ir a la cantina. Él me dio el número telefónico de usted.

Enrique se rascó la cabeza e hizo una mueca con los labios.

—De manera que Dennis se murió —repuso convencido de que todo era una broma de su obeso amigo.

—Sí —contestó la voz del teléfono.

—¿Y dónde está el cadáver? 

—Está aquí en el parque, desparramado en el suelo.

—¿Cuál parque?

—El parque de la Alborada.

Eso quedaba justo a la espalda de la casa de Enrique.

Gordo de mierda, ¿por qué simplemente no me dices para encontrarnos en la calle en vez de salirme con esta broma de que te has muerto? —pensó Enrique.

—Bueno, yo ya cumplí con avisarle —dijo la voz  por el auricular.

—Sí, gracias —respondió Enrique— yo en este momento salgo para agarrar a patadas a ese cadáver panzón.

Hubo una pausa en el teléfono.

—Usted no quería a su amigo, ¿verdad? —preguntó el desconocido.

—Sí, claro que lo quería, pero vea usted, nosotros habíamos quedado en salir a emborracharnos esta noche y justo ahora se le antoja morirse a este panzón obeso. Se podría haber muerto mañana o el lunes, pero se le ocurre hacerlo hoy. ¿No le parece una falta de consideración?

Tras otra pausa la voz desconocida añadió:

—Eh… bueno, yo no creo que él haya elegido morirse…

—Sí, este gordo es así, con tal de no cumplir es capaz de todo.

—Mmm… como sea, en todo caso aquí se lo dejo tirado en el parque para que venga y haga lo que quiera con él, pero le aconsejo que no lo patee sino que llame a la policía.

—Está bien, está bien, gracias.

Enrique colgó el teléfono, se puso su casaca y salió de su casa rumbo al parque.

Mientras caminaba a paso ligero por la vereda pensaba: Ojalá que este cerdo pueda ir a la taberna, nunca fui solo, pero si ha de ser así, bueno, qué se va hacer…

Enrique empezó a cruzar el parque por un camino asfaltado. Iba mirando hacia todos lados, pero no podía distinguir a nadie. A lo lejos podía ver la avenida Velasco Aztete con sus autos estancados en el tránsito. Los postes de alumbrado público iluminaban el lugar con una luz blanca poco intensa, y de vez en cuando se oía el silbado de algún guardián aburrido.

De pronto Enrique vio un enorme bulto tendido sobre el césped. Se acercó corriendo y apenas pudo dar crédito a sus ojos: ¡Era cierto! Su compañero de juerga yacía tendido boca arriba, solitario e inerte junto a unos arbustos. Estaba apenas iluminado por un poste cercano. No se movía. No respiraba. Nada. Sólo se hallaba ahí tumbado con los brazos y piernas muy abiertos. Definitivamente se encontraba sin vida. No había sido ninguna broma: Dennis se había muerto camino a la casa de Enrique. 

No podía haber pasado mucho tiempo desde el momento de la muerte, pero sin embargo los problemas gastrointestinales del obeso amigo Dennis estaban haciendo que su cadáver se empezara a hinchar como un globo. Su colon irritable, junto con su falsa preñez, más las cuatro empanadas que de seguro se había empujado, estaban generando más gas de lo que el músculo y la piel pueden soportar.

Enrique sólo podía ver pasmado cómo la cara y el vientre del cadáver se hinchaban cada vez más y más, hasta alcanzar el doble de su volumen. Temiendo una explosión, se apresuró a meter la mano en el bolsillo de su amigo muerto para sustraerle la billetera, tomó el dinero y se lo guardó. 

Hay que ser prácticos, en el infierno Dennis no va a necesitar dinero —pensó. 

Después Enrique corrió unos quince metros y se protegió detrás de un árbol. Asomó la cara para ver lo que pasaba. 

El cuerpo no dejaba de hincharse. Se infló hasta llegar a un límite explosivo. El nerviosismo se apoderó de Enrique, un nerviosismo expectante como el que siente un niño que espera frente a un cohetón chisporroteante.

No había testigos en ese momento, pero pronto todos los vecinos saldrían pensando que algún grifo explotó o que el terrorismo había regresado. Pero ocurrió que la naturaleza es sabía. Por algo existen las válvulas de escape. El orificio anal del cuerpo finalmente se abrió. El chorro de gas escapó con tal fuerza por el culo del cadáver que rompió los pantalones e hizo que el cuerpo empezara a acelerar hacia donde se encontraba Enrique. El obeso cohete humano alcanzó una velocidad de cuarenta kilómetros por hora en menos de dos segundos, emitiendo un ruido parecido al que hace una manguera  para inflar llantas, pero muchísimo más potente.

Lo último que vio Enrique fue a su amigo Dennis serpenteando por el suelo como un enrome globo que se infla y se suelta. 

Finalmente el muerto se estrelló de cabeza contra el mismo árbol que le había servido de protección al pobre de Enrique, quien saltó aterrorizado, dio una voltereta en el suelo y corrió como alma que lleva el diablo mientras gritaba: ¡Gordo miserable! ¡Esta debe ser tu venganza!

El globo Dennis terminó su recorrido con una ráfaga de pedos que sonaron como una balacera. Enrique, buscando protección, se había metido en un barril metálico utilizado para echar maleza y ahora asomaba tímidamente los ojos para cerciorarse de que todo haya concluido. 

Los vecinos alarmados empezaron a salir:

—¿Qué pasa? ¿Qué es ese escándalo?

—¡Nos atacan!

—¡Llamen a la policía!

—¿Y este qué se cree?  ¿El Chavo de 8? —dijo un vecino mirando a Enrique aun dentro del barril.

Enrique salió de su escondite y se acercó al cadáver junto con los demás vecinos. El breve viaje del cuerpo había dejado el ambiente lleno de un olor fétido a cerveza rancia y empanada podrida. Muchos vecinos se tapaban la nariz con la mano. Los que no traían pañuelo se sacaron las medias y se las pusieron sobre la nariz y boca. Algunos regresaban corriendo a sus casas espantados por el olor; otros no aguantaban más y empezaban a vomitar sobre el que estuviera a su costado. A medida que el olor putrefacto se esparcía, los perros comenzaron a cometer suicidio tirándose de sus respectivas azoteas en medio de apagados aullidos, mientras que una lluvia de pájaros muertos caía de los árboles. 

El fallecido seguía impávido, tirado en el suelo, aunque pareciera que ahora reflejaba una ligera sonrisa en el rostro.

—¿¡Pero, qué porquería es esta!? —preguntó un vecino que sujetaba unas medias pezuñentas  sobre su nariz.

—Es mi amigo, Dennis —dijo Enrique.

—Bueno, hay que llamar a alguien —exclamó otro vecino.

Minutos después llegó una camioneta de la policía, la cual pidió por radio una ambulancia para que se llevara el cuerpo. Desgraciadamente se había celebrado una fiesta de graduación en el colegio Von Humboldt, y debido al confeti, los niños ricos tenían comezón en el cuello, por lo que todas las ambulancias del distrito estaban en el Humboldt y no había ninguna disponible para levantar el hipopotamesco cadáver.

—¿¡Carajo, y ahora qué hacemos con este chancho!? —preguntó uno de los policías.

—¡Ya sé!, tenemos otra opción —dijo su compañero— se me ocurre a quién podemos llamar.

Unos veinte minutos después se apareció rugiendo el camión de basura solicitado. Los vecinos le hicieron señas al conductor para que se estacione cerca del cadáver.

—¡Pero, no puede ser! —protestó el buen Enrique— Cómo van a echar a la basura a mi amigo Dennis… está bien que en su vida haya sido un borracho, vago, mediocre y miserable, pero no se merece esto.

—No se preocupe señor —le dijo un agente— este camión viene del distrito de la  Molina, es basura de lujo; ni el colchón de mi abuela está hecho con basura de esta calidad —terminó la frase con melancolía.

—Bueno… está bien, pero ¿A dónde se lo van a llevar?, tengo que avisar a su familia.

—Se lo llevarán a la Morgue Central de Lima, allí su familia puede sacar un ticket, pagar cinco soles y llevárselo. 

Entre todos, policías y vecinos, levantaron el pesado cuerpo y lo arrojaron a la parte trasera del camión. Se le salió un último pedo al caer sobre los desperdicios.

—¡Adiós  a ti también! —le contestó Enrique.

—¡Un momento! —chilló un vecino— Ya que el camión está aquí que también se lleve nuestra basura.

Todos los vecinos estuvieron de acuerdo y echaron sus bolsas de basura sobre el cadáver de Dennis.

—Pobre gordo cochino —se lamentó Enrique— se va de este mundo tal y como vivió: rodeado de pura mierda.

Finalmente el camión arrancó con rumbo a la morgue. Todos celebraron la partida. 

El enorme y fétido vehículo dobló por la avenida Benavides y avanzó unas cuantas cuadras en medio del tráfico. El ayudante del chofer era un muchacho medio retrasado de veintidós años que viajaba casi colgado de una pequeña escalera en la parte trasera del camión, él era el encargado de recoger las bolsas de basura que iban encontrando por la calle. 

De pronto sonó el celular del chofer, este lo extrajo del bolsillo de su camisa y contestó:

—¡Alú! 

—¡Compare! —le gritó una voz por el teléfono— vinti ahorita, rapidito nomá, tu mujier te tá sacando la vuilta . ¡Se la etá tirando el huevón de Floripondio! Sí. Los acabu de agüeitar por la ventana. ¡Apura! 

El camionero, enardecido por la infidelidad de su esposa, pisó a fondo el acelerador y giró violentamente el timón para doblar en U, pero no reparó en un auto Tico que en ese instante cruzaba la avenida en sentido opuesto. El pobre autito salió disparado por el impacto dando vueltas sobre sus cuatro ruedas como un patín al que se le mete una patada. 

Enseguida se armó otro escándalo. Llegó la policía y una camioneta de la prensa que coincidentemente pasaba por ahí. El chofer que causó el accidente fue detenido de inmediato y subido a una patrulla, pese a que constantemente suplicaba que lo dejaran irse para matar a su mujer. 

El camión de basura del detenido quedó parado bloqueando toda la avenida y la cacofonía de bocinas no se hizo esperar.

Uno de los policías se acercó al ayudante del chofer y le ordenó:

—¡Usted! ¡Póngase al volante y saque este camión de aquí enseguida!

El ayudante puso cara de imberbe y se quedó mirando al policía.

—¿Acaso no me escuchaste? —replicó el oficial— ¡Súbete al camión y sácalo de aquí!

—Pero no tengo licencia de conducir —replicó tímidamente el muchacho.

—No importa, es una emergencia, súbete nomás y saca el camión de aquí.

El ayudante obedeció. Ahora el camión empezaba nuevamente a avanzar, pero debido a que el joven tarado no conocía la morgue central, no tuvo mejor idea que continuar el recorrido que ya le era familiar, así es que condujo hasta el vertedero municipal, donde poderosas prensas hidráulicas empujaron todo el contenido de la tolva hacia un foso, formando una breve, pero bonita catarata de mierda maloliente. 

Inevitablemente el cuerpo del amigo Dennis estuvo en medio de esa catarata, y terminó sepultado junto con otras ciento veinte toneladas de basura.  

Mientras tanto en la taberna…

Enrique se metía la bomba de su vida en nombre de su fallecido amigo Dennis… con el dinero de este.

—¡Mario! —gritaba con voz de borracho— ¡Hey Mario! ¡Dame otra cerveza para tener valor!

El viejo cantinero de cabellos blancos se acercó donde Enrique con una botella de cerveza en la mano, la puso sobre la mesa, la destapó e inmediatamente se dio la vuelta para marcharse. Enrique lo tomó del brazo. 

—¿Qué te pasa, Mario? ¿No me vas a preguntar para qué necesito valor?

Mario alzó los ojos al techo y preguntó cansadamente:

—¿Para qué necesitas valor?

—¿Te acuerdas de mi amigo Dennis? —preguntó Enrique gimoteando.

—¿Quién? ¿Ese elefante marino que viene contigo todos los viernes?

—No le digas así al pobre de Dennis, que se acaba de morir.

—Lógico, lógico.

—¡No te estoy bromeando! —exclamó Enrique borracho y furibundo— De verdad se acaba de morir… y lo peor es que lo echaron a la basura como si fuera un perro muerto, ¡snif!, pero antes nos pedorreo a todos, ¡snif! Y ahora yo tengo que llamar a su madre para contarle lo sucedido, ¡snif!, para eso necesito valor.

—Ya me imaginaba que ese condenado se había muerto. Después de lo de esta tarde… —dijo Mario dándose la vuelta para irse.

Enrique lo volvió a tomar del brazo enseguida.

—¡Un momento, Mario! ¿Qué has querido decir con eso?

El viejo cantinero de cabellos canos se quedó mirando a Enrique con los párpados entrecerrados por el sueño. De pronto un cliente al fondo de la cantina dijo:

—¡Mario, una cervecita más aquí!

Enrique se paró furioso y le gritó al cliente:

—¡ESPERATE, BORRACHO MEDIOCRE!

El sujeto se quedó desconcertado.

—Dime, Mario —continuó Enrique— ¿qué pasó en la tarde?

Mario refunfuñó y se sentó frente a Enrique.

—Tu amigo Dennis estuvo aquí esta tarde.

—¿Vino aquí en la tarde? Pero si nosotros habíamos quedado para venir juntos en la noche.

—Pues parece que tu amigo no se pudo esperar, vino en la tarde y se tomó dos cervezas y cuatro sanguches de gato atropellado.

—¡Pasu madre! —exclamó Enrique llevándose la palma a la frente— ¡Ese gordo glotón! 

—Seguro comer y beber tanto lo mató —dijo Mario sacando el labio inferior.

—Y encima con esa porquería…, discúlpame Mario, esa porquería de sánguches que tú haces.

El cantinero se encogió de hombros.

—Cuando mis clientes están bien borrachos no sienten el sabor del gato atropellado —dijo Mario bajando la voz lo más que pudo.

Enrique se lo quedó mirando con asombro por unos segundos, finalmente le preguntó:

—Mario… ¿de qué están hechos los sánguches que vendes?

El cantinero puso cara de desconcierto.

—Pues de gatos y perros atropellados que encuentro en la pista.

—¡¿Qué?! —gritó Enrique.

—Pensé que lo sabías.

—¡¿Cómo yo iba a saber eso?!

—Tú y tu amigo siempre decían que mis sánguches eran de gato atropellado.

—¡Lo decíamos de broma, jamás pensamos que fuese verdad!

—Ay chucha.

—¡Eso es lo que le hizo daño a Dennis! ¡Mario! ¡Tú lo has matado!

—No…yo no… —replicó el cantinero un poco asustado.

—¡Mario! ¡Por comer tus sánguches de porquería Dennis está ahora en la basura!

—Yo no le dije que comiera tanto —replicó el cantinero.

—¡No es por la cantidad, es porque tus sánguches están hechos de gatos y perros muertos que encuentras en la pista! ¡Esos panes deben de estar llenos de pulgas!

Los demás borrachos pararon la oreja.

—¿Qué cosa? —exclamó un ebrio.

—¿Gato muerto? —dijo otro.

—¡¿Esto está hecho de perro atropellado?! —gritó uno más escupiendo un trozo de sánguche.

Mario volteaba a ver a sus clientes. Luego se volvió a Enrique.

—Enrique, ¡me estás cagando, me estás cagando!

—Mario, ¡vas a ir a la cárcel!

—¡No! ¡Yo no he hecho nada! ¡Soy inocente! ¡Él comió demasiado! Y… y…

En ese momento Mario dejó de gritar. Se apretó el pecho con ambas manos y cayó sobre la mesa.

—¡Mario! ¡Mario! —le gritaba Enrique mientras lo agitaba.

Pero Mario no se movía. Todos los borrachos curiosos se pararon y rodearon la mesa de Enrique.

—¡Mario!

—¡Está muerto! —exclamó un ebrio.

—Seguramente se comió uno de sus sánguches —dijo otro.

Enrique miró al techo agarrándose la cabeza y grito:

—¡Nooooo! ¡Primero mi amigo y ahora mi cantinero! ¡Noooo! ¡Qué día más maldito! ¡Borrachos, ni se les ocurra morirse a ninguno de ustedes! ¡Noooo!




Mientras tanto en los infiernos…

Dennis se hallaba sentado en un escritorio dentro de un cubículo de oficina. Vestía un incómodo terno con camisa, corbata y zapatos lustrosos. Frente a él estaba la pantalla de una computadora sin acceso a Internet. A su derecha había un teléfono que no dejaba de sonar y a su izquierda una voz por un nextel no terminaba de pedir reportes diarios de facturación y contabilidad. Y para colmo de males cada día era lunes.


Dennis pensó “¡¿Dónde está el fuego y el azufre, POR FAVOR?!”