Eliana Argote Saavedra
Hay
un recuerdo recurrente en la memoria de Ramiro: Ariana en la entrada del
comedor de la pensión con sus mejillas coloradas, una tímida sonrisa, la mirada
sorprendida y la frescura de sus diecisiete años. Han sido muchos meses de
reflexión en ese lugar alejado de la ciudad, donde solo se escucha el canturrear
de algunas aves en la copa de los árboles que rozan la ventana. Pareciera que su
vida estuviese construida sobre un teclado, piensa, mientras acerca una copa de
vino a la boca y su mirada grisácea se pierde en el horizonte; el sabor intenso
del líquido inunda sus sentidos. Descubrir cada nota, repasar una y otra vez los
sonidos, detenerse a veces, y con el pasar del tiempo sentir que se intensifican,
para confluir luego en la melodía propia. «Así suena mi música ahora, pero ella
puso la nota final».
Les
contaré su historia. ¿El escenario?, el más común del mundo: un parque en una
tarde de otoño, parejas conversando, hojas que caen, bullicio de niños, el gris
eterno del cielo de Lima y ese frío húmedo y salado de la tarde que se pega en
la piel, especialmente cuando se trata de un distrito costero. Ella, una chiquilla
delgada, de cabello lacio cortado en capas y anteojos de contornos marrones y gruesos.
Él, un metro sesenta y cinco, rostro angular, cabello azabache en suaves ondas,
un asomo de bigote ensombreciendo el contorno de la boca, y aspecto juvenil a
pesar del traje formal; pasaba algo apurado soltando el nudo de la corbata, una
jornada larga se reflejaba en su aspecto cansado y el ceño fruncido. Este era
su lugar preferido, el espacio donde se relajaba y descargaba el mal humor para
llegar a casa, a hacerse cargo de su mundo. Jamás había estado en el parque a
esa hora, prefería el silencio que se apostaba en aquel espacio cuando todos
descansaban en sus casas frente al televisor o cenando, mas ese día había
salido temprano intentando huir de sus propios temores.
Uno
que otro escolar cruzaba rezagado y con apuro rumbo a casa. Se tumbó en uno de
los bancos vacíos y dejó que su mirada se extraviara. ¿Cómo afrontaría los
siguientes días?, ¿qué pasaría si se descubría su falta? Había regalado una
caja de pastillas a un amigo que llegó al hospital a atenderse, fue realmente
grato encontrarlo después de tanto tiempo, aun a pesar de su aspecto
deplorable. Se veía ansioso e insistía en su falta de sueño, claro que «conseguirle»
aquellos ansiolíticos fue ponerse en el papel de Dios, cosa que alimentó su ego,
debía reconocerlo; pero no podía imaginar que aquel hecho fuera tan grave, además,
no recibió dinero a cambio, solo hacía un favor a un amigo, no estaba
familiarizado con aquel problema tan común de la manipulación de las medicinas
controladas, cómo iba a estar enterado si apenas tenía una semana en el
hospital. Y para empeorar las cosas, la jefa de enfermeras lo sabía,
precisamente ella que lo recibió de mala gana el día que ingresó al hospital y
que no dudó un segundo en recriminarle que solo estaba allí porque «su papito»
era una eminencia, que él había usurpado el puesto de un médico calificado y
que era una injusticia total.
Exponerse
a que precisamente ella lo viera sustrayendo aquellas medicinas fue como «ponerse
en bandeja». Y para colmo de males, la enfermera que hizo el inventario no solo
notó que faltaba la medicina que él había sustraído, sino que el faltante ascendía
a diez cajas. ¿Cómo saldría de esa? Sabía que la pérdida del trabajo no sería
tan devastadora como tener que aceptar su delito ante el padre, quien siempre
le había exigido excelencia y se la había inculcado con el ejemplo. Intentó
poner la mente en blanco, no le hacía ningún bien estresarse. Así estaba cuando
cruzó delante de él Ariana con su faldita a cuadros y aquellos botines que pedían
a gritos algo de cuidado, no vio que ella lo observaba curiosa, y tampoco, que
al sentarse en el banco contiguo sonrió intentando comprender qué podría estar
sucediéndole a aquel muchacho, para que fuera incapaz de sentir que la fina garúa
se estaba convirtiendo en una lluvia real, no vio el rostro de ella disfrutando
como nunca por tener el cabello empapado y la placidez en sus facciones al sentirse
acompañada aunque él no lo notara.
Ariana
no quería regresar a casa, últimamente buscaba pretextos para llegar tarde, así
no tenía que exponerse a las miradas indiscretas o sonrisas compasivas de los
demás habitantes de la pensión. Sí, estaba sola, su madre había muerto, no
necesitaba que se lo recordaran, tenía apenas diecisiete años, sabía que le
iría bien en la vida, pero encontrarse así de pronto, sin alguien que la espere,
que entienda sus silencios o adivine de qué humor estaba tan solo al verla; lo
que hacía mamá, eso jamás nadie lo haría.
Se
propuso estudiar medicina y obtuvo el ingreso en la primera oportunidad. Estudió
con gran dedicación, adelantando materias y buscando prácticas, llenando todos
los espacios vacíos de su vida. No tenía amigos y jamás estuvo entre sus planes
involucrarse en una relación sentimental, la cercanía afectiva era algo a lo
que le huía instintivamente. Vivía en aquella pensión de estudiantes dirigida
por una señora de edad mediana que había quedado sola luego de que sus hijos se
casaran, la casera le tomó mucho afecto y aunque Ariana se resistió por largo
tiempo a corresponder las atenciones de la señora Camila, terminó por rendirse
y entregarse sin reservas, o al menos eso era lo que ella creía. La verdad, lo
único que hacía era ayudar a la mujer en las labores de la cocina y extender un
poco la sobremesa en su compañía, aunque se limitara a responder con
monosílabos.
Ya
llevaba casi un año en esas condiciones cuando llegó Ramiro, con su estatura
mediana, un bigote escaso y ese don de iluminar los espacios donde se
encontraba, gentil con todos y con un inacabable repertorio de temas para
conversar; era hijo único y la razón por la que había ido a dar a aquella pensión
era que quedaba cerca del hospital donde realizaba sus prácticas y su madre
conocía a la señora Camila, sabía que su «retoño» estaría bien cuidado y
rodeado de jóvenes de su edad con ganas de «devorarse el mundo», como él. Muy
pronto Ramiro se convirtió en el adhesivo que logró unir a muchachos tan
diferentes entre sí; luego de su llegada, comenzaron a estudiar juntos, salir
de vez en cuando o simplemente quedarse en el comedor de la pensión jugando charada.
Todos, excepto Ariana.
Pasaron
un par de días desde su llegada para que coincidieran, y bastó que la joven apareciera
en la puerta del comedor para que la atención de Ramiro se posara en ella;
estaba algo acalorada por la temperatura de la cocina y sujetaba el cabello con
las manos intentando recomponer el moño, los lentes colgaban del cuello de su
overol y algo que había dicho la señora Camila la había hecho sonreír. Cuando volvió
la cabeza y vio a Ramiro mirándola como si el mundo se concentrara en ella, se ruborizó,
pero también se preguntó: «¿Qué hace él aquí?». La sorpresa hizo que se soltara
el cabello que había sido lavado horas antes y que cayó tapándole un ojo. Con
esas palabras habría descrito Ariana lo que ocurrió en ese momento; lo que pasó
ante los ojos de Ramiro, eso era otra cosa, basta con decir que había palabras
como «cascadas» y «soles» en su pensamiento, y que aquel instante transcurrió
en cámara lenta, deteniéndose a perennizar formas y colores.
Casi
de inmediato comenzó el acecho del joven. El resultado sin embargo tomó su
tiempo y requirió la ayuda especializada de doña Camila, quien deseaba fervientemente
que la vida de su «hija adoptada», como llamaba a Ariana, llegara a la
realización, por supuesto, la única vía era el matrimonio «ante los ojos de
Dios». Poco a poco la capa de roca que envolvía a la joven fue agrietándose
ante el asedio de aquel mar poseso, disfrazado de calma que era Ramiro, mas
cedió y Ariana llenó todos los vacíos de su vida con él.
Sin
embargo, así como el conquistador que observa la tierra tomada luego de colocar
su bandera, decide que es hora de ir por otra presa porque no puede resistirse
a la adrenalina del proceso, así Ramiro se alejó, apenado pero seguro de que
todo era parte de la vida, que le había proporcionado a la muchacha una época
de felicidad que lejos de él tal vez no habría conocido.
Habían
pasado ocho años de aquella parte de la vida de Ramiro, se especializó en
cirugía, lo que le permitió un estatus de vida bastante holgado, se casó con
una mujer bellísima y muy fina, pendiente siempre de su aspecto, preocupada a
tal grado que relegó en una de las empleadas la labor de criar a su hija, ella
solo estaba para llenarla de besos «a larga distancia»; adoraba a su pequeña,
prueba de ello eran las fotos que publicaba en sus redes sociales, el problema
radicaba en que la niña no tenía acceso a esos medios y no podía poner «me
gusta», solo tenía cerca a la nana, a quien por supuesto adoraba, lo que facilitaba
las cosas porque entre viaje y viaje, mamá jamás estaba en casa.
Por su
parte, con el paso de los años, Ramiro se volvió bastante hogareño, la pequeña
Silvia lo secuestraba cuando estaba en casa, se prendía de la pierna de su
pantalón mientras arrastraba con la otra mano su muñeca de trapo, regalo de la
nana. Era una familia desordenada pero divertida de dos miembros: Silvia de
tres años y él; todos completamente dependientes de las empleadas de la casa.
Cuando llegaba la esposa todo cambiaba por supuesto: la solemnidad en la mesa,
el correcto uso de los cubiertos, las reglas de etiqueta que no encajaban con la
niñez, mas en medio de todo, cuando ella llegaba la familia se completaba.
Fue
un día de verano mientras llevaba a su hija a la escuela cuando la vida lo hizo
detenerse. Iba distraído haciendo caras que Silvia celebraba mirándolo por el
espejo retrovisor cuando cruzó un perro, no supo de dónde salió y al notarlo, ya
no había tiempo para detenerse. Intentó frenar y con la confusión, olvidó el rompemuelle
que había a unos metros y que era bastante alto. Un golpe en seco lo hizo estremecer,
mas nada comparable a esa sensación de angustia que experimentó cuando vio el
cuerpo pequeño de su niña saliendo disparado por encima del asiento, en
dirección a la luna delantera; duró un segundo apenas que para él fue eterno. Se
estiró todo lo que pudo para atraparla, pero ya era tarde, salió despedida
hacia afuera.
Sería
inútil intentar describir lo que sintió al perder a su hija. Sin la niña, entendió
que su matrimonio no tenía ningún sentido, aunque su esposa lo descubrió antes,
por eso se marchó. Pasaba días enteros sentado frente a la piscina con el vino
derramado sobre su ropa y un olor persistente a tabaco, al comienzo los
empleados lo observaban con pena, sin embargo, al cabo de unas semanas, comenzaron
a acosarlo por sus sueldos impagos; completamente ebrio y eufórico terminó despidiéndolos
a todos mientras les lanzaba lo que tenía a mano. Sus padres se presentaron en
casa con la intención de ayudarlo, también se peleó con ellos y los echó a
empujones. Tampoco atendía a sus pacientes y poco a poco el dinero comenzó a
hacerse escaso. Luego de unos meses, toda la vida que conocía había
desaparecido, pasó hambre, aunque al comienzo lo ignoraba, el banco ejecutó
deudas que ni siquiera sabía que tenía y pronto se vio en medio de la calle.
Así estaba, como un pordiosero cuando vio por segunda vez a Ariana pasar por su
lado sin mirarlo.
Por
mucho tiempo Ramiro se había sentido solo pero aquel día todo cambió, sin darse
cuenta se trasladó a una época donde todo parecía posible. Ella iba a pie, con
un periódico bajo el brazo y un café humeante en la mano. No llevaba anteojos y
su atuendo distaba mucho del que solía usar: vestido ceñido, tacones altos, el
cabello largo y bien cuidado, anteojos discretos. Se había convertido en una
mujer sexy de aire intelectual. Se sentó en una banca y relajó su cuerpo
mientras disfrutaba el sabor amargo de la bebida. Miró a todos lados, un grupo
de niños jugaba alegremente vigilado por sus nanas. Sacó un pañuelo de su
cartera y limpió el respaldar de la banca. Él observaba curioso cómo parecía
acariciar aquel espacio que acababa de limpiar, la vio sonreír y respirar hondo
mientras cerraba los ojos, como si quisiera revivir un recuerdo, luego se
marchó. De pronto se dio cuenta de que él también estaba sonriendo, se acercó a
la banca, había un grabado algo torpe en la madera verde bastante gastada:
otoño 2014.
Por
aquel tiempo, la jovencita parca y encerrada en sí misma, que llegó a la
pensión de doña Camila, había cambiado mucho; aquella misma mañana había
sostenido una discusión con su pareja, un médico casado, veinte años mayor que
ella, porque el viaje que habían planeado se desvanecía ante la enfermedad de
la esposa, lo había amenazado con dejarlo y quedarse con el departamento que fue
registrado a su nombre. El médico estaba perdidamente enamorado de ella, de su
juventud y de aquel aire intelectual del que se despojaba con estudiada
sensualidad junto a las prendas que llevaba, cuando estaban solos. Ella se
había construido un lugar en la vida de aquel hombre con uñas y dientes,
haciendo trampa, sí, la vida también la había engañado a ella y no permitiría
que nadie le arrebate lo que era suyo.
Luego
de la pelea y con la confirmación de que el viaje se postergaría, salió dando
un portazo, decidida a aceptar el encargo de redactar un artículo para la
revista médica, lo hizo para olvidar el mal rato y para vengarse, sabía que el editor
de la revista estaba interesado en ella y Ariana disfrutaba mucho sentirse
deseada, tal vez podría “matar dos pájaros de un tiro”: pasar un buen rato con
el editor y darle un escarmiento a su pareja; solo eso porque no estaba para desperdiciar
el tiempo, no quería arriesgarse a perder a su amante y la seguridad económica
que este le proporcionaba, tan solo por la posibilidad de tener una aventura
sin importancia. Sin duda Ariana había cambiado, pero esa tarde en el parque,
cuando cruzó la pista y vio a unos niños jugando en la simpleza de una tarde
soleada, con la calma de la naturaleza y el sutil aroma del mar, que era una
presencia constante en su vida, sintió nostalgia y recordó a Ramiro.
El
encuentro con Ariana encendió una llama en la vida de Ramiro, citó a su padre,
quien estaba a cargo de la dirección médica en una clínica privada. A pesar de
su aspecto desaliñado y cierto olor agrio desprendiéndose de su cuerpo mal
aseado, el padre no pudo evitar conmoverse ante la mirada esperanzada de su
hijo; lo recibió con los brazos abiertos, le propuso mudarse a la casa paterna
para reponerse y luego de unos meses comenzó a trabajar con él. Su carácter
extrovertido y la seguridad que le daba la presencia del padre hicieron que
todo marchara bien. Al cabo de dos meses, sin embargo, su progenitor sufrió un
derrame y debió retirarse. El apellido del padre, y su forma de ser desenfadada
y alegre, les dieron un peso agregado a sus méritos profesionales, no fue una
sorpresa para nadie que el nuevo director médico lo nombrara su asistente
personal, volcando en él toda la responsabilidad, incluidas las decisiones que
debían tomarse en el área.
Era
octubre cuando se instaló un comité de auditoría en la clínica, al cabo de dos
meses y en medio de la algarabía de las fiestas navideñas, con ritmos de
villancicos y el olor penetrante de chocolate que llegaba desde la cafetería,
se exponía ante los directivos de la clínica el resultado de la revisión. Se
determinó entre otras cosas que se estaba comprando y suministrando medicina vencida
a los pacientes. Se acusó al doctor Ramiro Cáceres y al gerente de logística
Edmundo Barrios, de estar confabulados con ayuda de personal de la clínica. Se
les exigió su renuncia, agregando en el grupo al director médico y al gerente
administrativo por su falta de control.
La
investigación que hiciera Ariana en la época del segundo encuentro con Ramiro,
le sirvió para despertar un interés genuino en esa área, tanto así que renunció
a la vida de comodidades al lado de su amante, aceptó un rompimiento conciliado
y se dedicó por entero a la investigación y a la cátedra universitaria. Habían
pasado cuatro años cuando se topó con información que daba luces respecto a la
existencia de una red corrupta de altos funcionarios del sector salud que había
llenado los almacenes de los hospitales, de productos vencidos en algunos
casos, y en otros, de medicina que había sido dada de baja por sus efectos
secundarios nocivos.
Como
en todas las grandes cosas, la madeja se rompe por el hilo más delgado, el
primer eslabón en esa cadena era el doctor Ramiro Cáceres, aunque parecía claro
que había alguien más fuerte detrás, alguien con el poder suficiente para
torcer voluntades, Ramiro solo era el rostro visible ya que cualquier denuncia
recaería sobre él por sus antecedentes en el caso de sustracción de medicinas de
la clínica ABC. Al leer aquel nombre, el pecho comenzó a palpitarle fuertemente
y sus dedos volaron sobre el teclado, aquel nombre era común, pero había
demasiadas coincidencias, cuando por fin tuvo la fotografía en la pantalla,
quedó anonadada: «¿Él?».
¿Debía
renunciar a aquella investigación que sería como un disparador en su incipiente
carrera por aquel hombre que la dejó?, ¿acaso él merecía eso de ella? «Tengo
que saberlo todo», se dijo. Ya no sentía nada por él, ¿o sí?, apenas hacía unos
años había acariciado el recuerdo de la época en que lo conoció. Buscó toda la
información que pudo sobre Ramiro, la ira inicial fue cediendo a medida que se
enteraba de cuanto había vivido. Al final quedó consternada y con sentimiento
de culpa por tener la posibilidad de hundirlo, la información que existía
respecto a la corrupción era concluyente, él iría a la cárcel a menos que ella
entregara la información que tenía y que podría demostrar que Ramiro solo era
parte de esa organización, todo dependía de ella.
Lo
citó en el parque. Esta vez ambos se miraron de frente, allí estaba él con su
cabello ondeado, salpicado de hilos grises y las facciones endurecidas, lucía
taciturno e inseguro. Allí estaba ella sin los anteojos de marcos gruesos, con
el cabello largo y bien cuidado. Se miraron como lo hacen dos extraños. Era una
tarde de otoño con una ligera garúa cayendo de lado. A esa hora, el parque
estaba vacío excepto por ellos. A lo lejos se escuchaba el mar estrellándose
contra la roca. La noche llegó y las luces de los faroles se encendieron
mientras ellos se alejaban en direcciones opuestas.
Dos
semanas después de aquel encuentro, la fotografía de Ramiro aparecía en las
portadas de los principales diarios de Lima. «La doctora y catedrática Ariana
López Revilla, pone al descubierto una red de corrupción en el sector salud. El
doctor Ramiro Cáceres, hijo del afamado doctor Rodrigo Cáceres Zapata es
acusado de ser una de las cabezas de esta red… actualmente se encuentra prófugo».