Rosario Allpas
Habíamos
convenido reunirnos el primer sábado de febrero. Todavía faltaba un mes y ya me
sentía ansiosa. Diez años sin vernos se habían deslizado raudos como en un
tobogán desde que nos graduamos allá por el año 1973. Algunas nos fuimos a
trabajar a provincias; mientras otras, la mayoría, se quedaron en Lima.
Escogimos
el Chifa Men Wha de Pueblo Libre por su tradicional comida cantonesa y su calidez,
la alfombrada escalera vestida de rojo nos recibió. Las ventanas con sus
cortinas majestuosas y las típicas lámparas chinas de borlas rojas colgaban del
techo hacia las mesas redondas que invitaban a cimentar el concepto de igualdad
y a compartir con armonía.
Arribaron
casi juntas tres de las más puntuales: Julia, Anita y Lía. Luego llegamos Lupe
y yo. Parecíamos cómplices del tiempo, pues, no habíamos cambiado nada. Abrazos
y besos abundaron en nuestro saludo; luego ocupamos nuestras sillas. El mozo
vino zigzagueando entre las mesas para preguntarnos qué deseábamos beber.
—Una
jarra de sangría —pedimos a
coro.
Mientras
el camarero llenaba los vasos con la refrescante bebida de suave olor a madera
y manzana, nosotras escogimos qué comer.
—Una
docena de wantán frito. —Me adelanté
a pedir. Las demás asintieron.
Elegimos
tres platos para compartir. Tintineamos los vasos y bebimos. Cinco minutos
después nos estaban sirviendo el aperitivo chino acompañado de salsa de
tamarindo; el aroma de esta mezcla agridulce cumplía fielmente el objetivo de
abrir el apetito.
—¿Qué
habrá pasado con Mirna? —manifestó Julia, preocupada—. Dijo que vendría.
—Ya
estará viniendo, deja de preocuparte —acotó Anita, mientras probaba el manjar
chino.
—Es
que acabó con su enamorado. Ustedes saben, no es fácil adaptarse a estar sola
de nuevo.
—Cierto
y… ¿por qué terminaron? —pregunté curiosa.
—No
lo sabemos, espero que nos cuente, si es que viene. Me aseguró que vendría,
pues a la otra semana terminan sus vacaciones y se regresa a Iquitos.
Empezamos
a hablar un poco de cada cosa, de política, de nuestros trabajos hasta que el
recuerdo de los días de escuela surgió de la boca de Lupe:
—¿Se
acuerdan de los termómetros calientes?
—Sí…,
pero no recuerdo a quién le sucedió eso. Ja, ja, ja.
—Yo
sé quién fue, pero no voy a decirles. Se rieron mucho de ella en ese entonces
—dijo Julia.
—Yo
no me acuerdo —comentó Anita—. No estuvo en mi rotación. ¿Cómo fue?
Julia
con total seriedad empezó a referirnos:
—Eran
las primeras prácticas que teníamos en el Hospital del Niño, nos mandaron al
servicio de medicina. ¿Recuerdan?
—Sí.
Tengo en mi mente cuando salíamos de la escuela por la puerta posterior y debíamos
atravesar el pabellón seis y siete del hospital, parecíamos palomitas blancas
en fila india con el uniforme impoluto y el cabello recogido dentro de la toca
—dijo Lupe.
—Cierto.
¡Qué tiempos aquellos! Bueno…, les cuento. Nos repartieron de a tres en el
pabellón y nos dieron la lista de seis niños a cada una para tomarles la
temperatura —siguió Julia—. Charo y yo, luego que terminamos la labor con nuestros
respectivos niños vimos que nuestra compañera se acercaba muy asustada para decirnos:
«Todos están con fiebre». «¿Cómo? No puede ser. ¿Cuánto tienen?», le
respondimos. «¡Cuarenta y uno, cuarenta y dos grados centígrados!», gritaba de
espanto. «Algo anda mal, ¡no puede ser!». La seguimos hasta los niños, los palpamos,
pero ninguno parecía acusar fiebre y es lo que le dijimos. Pero ella nos
increpó alterada y nos demostró cómo había tomado la temperatura: sacó el
termómetro que estaba sumergido en alcohol yodado, lo movió fuerte para bajar
el mercurio, hundió el bulbo en el frasco de vaselina para que el medidor se
lubrique. Luego, cogiendo al bebé de los tobillos elevó sus dos piernas, colocó
el termómetro en el recto, esperó tres minutos y lo retiró. Se dirigió a las
llaves del agua y abrió, el chorro limpió el termómetro, cogió la torunda de
algodón para secarlo y realizó la lectura: «¡Cuarenta y dos grados
centígrados!, ¡les dije que estaba con fiebre!», replicó con seguridad.
«Sí.
Efectivamente», le dijimos, «el termómetro marcó cuarenta y dos, pero nos dimos
cuenta de que el agua que utilizaste para limpiarlo era la del grifo del agua
caliente. Los niños no están con fiebre. ¡Tú calentaste los termómetros!».
Nos
reímos. Sabíamos que todo eso contaba para la experiencia. La letra con sangre entra, como decían nuestras madres y abuelas.
Las
bandejas humeantes de arroz chaufa, pollo chi
jau kay y chancho con salsa de tamarindo dejadas al medio de la mesa por el
camarero desprendían un aroma delicioso, una mezcla de salado, dulce, agrio que
invitaban a ser consumidas con satisfacción. Comenzamos a servirnos. De pronto
vimos a Mirna a la entrada del restaurante. Lía la llamó.
—¡Hola,
amiga! ¿Cómo estás? Tienes que ponerte al día con la comida —dijo Lupe y sirvió
la sangría para brindar por el reencuentro.
Mirna
era morena, con cara de niña, delgada, de mediana estatura y de fácil sonrisa.
Había sido la mejor alumna de la promoción, muy competente como enfermera,
dinámica y extrovertida. Chocamos nuestros vasos y probamos el vino frutado, suave,
helado.
—¿Cómo
vas, Mirna? —preguntó Julia, ávida por saber el estado anímico de la colega
después del rompimiento con el novio.
—Bien.
Dándole para adelante. Pero, ¿de qué hablaban? Las vi que festejaban
sonrientes. ¿Qué chiste me perdí?
—¡Oh!,
no. Eran reminiscencias de cuando fuimos cachimbas
(*). Je, je. ¿Se acuerdan de las prácticas en Neoplásicas? —dijo Lupe.
—Por
supuesto —asentimos todas.
—Yo
recuerdo que los médicos eran todos guapos —dijo Anita.
—Sí,
pero el hospital era deprimente, sus camas y veladores tenían la pintura gastada,
las sábanas y colchas raídas, las sillas de ruedas casi inutilizables; muy poca
ropa estaba en buenas condiciones y hasta la indumentaria de los enfermos era
escasa y deslucida. Además, la propia enfermedad que padecían los pacientes perfilaba
un cuadro desalentador. En las salas de hospitalización había un aire de
desconsuelo y desesperanza. No sé si recuerdan que en ese tiempo casi siempre
se les decía la verdad acerca del diagnóstico que tenían. No es como hoy, que
la palabra «cáncer» es apenas mencionada y es sustituida por las palabras «quiste»
o «tumor» y, en cada alusión a estas hay un efecto diferente, un aire de
esperanza y de lucha —acotó Mirna.
—Cierto,
lo único que permitía sonreír y animar a los pacientes eran los médicos que
trabajaban allí. Ellos vestían de blanco, desde los zapatos, las medias, los
pantalones, los mandiles y las chaquetas. Se trasladaban níveos por entre las
camas de los enfermos, pasillos, escaleras y rincones del hospital y…, eran
todos muy apuestos, parecían escogidos, como cuando se selecciona para un
concurso de belleza. Entonces..., todas nos enamoramos de ellos —dijo Anita
exhalando un suspiro.
—Ja,
ja, ja. Era la época en que nosotras con diecisiete o dieciocho años
estudiábamos internas, por lo tanto, no veíamos a chicos y muy pocas teníamos
enamorado, quizás por eso, ellos nos deslumbraron. —Recordó Lía.
—O
fue tal vez la absurda diferencia entre los pacientes y los médicos. Unos, doloridos
y sin esperanza y los otros, llenos de vitalidad y hermosura. No lo sé —agregó Lupe.
—Bueno,
Lupita, ¿a qué vino tu pregunta? —interrogó Julia, mientras saboreaba el arroz
chaufa y el chancho con tamarindo.
—Es
que tengo una anécdota chistosa y, como estamos comiendo…
—¡Cuenta!
Somos enfermeras, ya nada nos amilana —aseguró Anita.
—Bien.
Era una mañana, muy temprano, cuando nos juntamos con otras alumnas de
distintas escuelas de enfermería en el cuidado de los pacientes. De pronto
escuchamos el rechinar de las ruedas de los coches y el retintín de los
utensilios de cocina que traían el desayuno de los pacientes; el fresco y suave
olor a desinfectante de las salas de hospitalización fue transformado por el
agradable aroma a leche, avena y panes calientes. Una de las alumnas apareció
solícita y fue al encuentro de los carritos ofreciéndose de voluntaria para
servir la leche a aquellos que ya bañados aguardaban con ansiedad el alimento
mañanero. Repartió el líquido caliente a todos los pacientes, pero ninguno de
estos quiso tomarla.
—Ahora
recuerdo. Sé de lo que estás hablando. Ja, ja, ja —dijo Mirna, que en ese
momento se apresuraba a comer un wantán frito—.
Pero, sigue contando.
—Los
pacientes se levantaron, los que podían hacerlo, por supuesto, y se encaminaron
al corredor y a voz en cuello pedían su desayuno. Fue tal el alboroto que hizo
venir a la nutricionista quien les preguntó sorprendida: «¿Qué pasó?». Y ellos
respondieron: «¡No nos han dado la leche!». «Pero, ¿cómo?, si ya pasaron con el
coche repartiendo el desayuno». «Sí..., pero no podemos tomarla porque la
pusieron en nuestros papagayos (**)», argumentaron molestos, los enfermos.
—Ja,
ja, ja. ¿A quién le pasó eso? —preguntó Lía.
—A
mí no.
—A
mí tampoco.
—Je,
je. Felizmente no fue a ninguna compañera nuestra.
—Es
que los papagayos en Neoplásicas eran unas jarras que, una vez limpias las
colocaban encima de los veladores de los pacientes, no sé por qué hacían
aquello —señaló Julia.
—Sí.
Quizás era más conveniente colocarlos allí por la inmediatez de su uso —argumentó
Lupe—No sé. La dietista tuvo que calmarlos y enviar de nuevo la leche caliente.
—Aparentemente
todas las alumnas de enfermería sabíamos qué eran los papagayos, pero nunca hay
que darlo por sentado porque siempre habrá una estudiante inocente o despistada
que quizá confunda un papagayo con una jarra; además, estando estos encima de
la mesa de noche del paciente, ¿qué se podía esperar? —argumentó Lía, que hacía
rato no hablaba por comer, y agregó—: Pero a las practicantes nos perdonaban
semejantes desatinos. Además, para una persona que desconocía un papagayo era
fácil confundirlo con una jarra de aluminio, sobre todo si estaba limpio y
brillante. Ja, ja, ja.
—Bien,
pero a veces sucede que la equivocación viene del lado del paciente o su
acompañante. Les voy a contar algo que sucedió en el Hospital de Iquitos, pero
antes brindemos —les dije.
Chocamos
nuestras copas y bebimos. Luego llenamos otra vez los platos para seguir con la
charla.
—Esto
le sucedió al señor Tuanama —Empecé a contarles—. Para él la vida de su esposa
era sagrada, por eso, cuando ella le dijo que le habían salido unos granitos por
todo el cuerpo y que le producían un tremendo escozor, él se alarmó. Fue en
busca de su motocicleta y llevó a su consorte al hospital.
—Esperen
un momento, voy a pedir más servilletas al camarero, no quiero perderme la
historia —dijo Lupe apresurándose a solicitarlas. El camarero volvió de
inmediato con el pedido.
—Pues
bien, allí estaban el señor Tuanama y su esposa, esperando al médico en el
servicio de emergencia. Eran las cinco de la tarde y el galeno de guardia se
encontraba prácticamente solo lidiando con los pacientes que aguardaban turno. En
el estar había una enfermera que trataba de ordenar la llegada de estos y
evaluar la urgencia de cada uno de ellos, además de atender el ambiente de
inyectables y curaciones. Una técnica de enfermería le ayudaba. El señor
Tuanama trajinaba el pasillo nervioso, mientras que su esposa, rascándose la
cara, los brazos, las piernas esperaba impaciente. Sabía que su caso no era tan
urgente como aquel que recién llegaba con la cara ensangrentada, a quien
hicieron pasar al tópico para que se quitara la sangre con agua y jabón y así
ver la gravedad de su herida. O como la mujer embarazada que se empequeñecía de
dolor por las contracciones uterinas y que había que evaluarla pronto, para que
pase a sala de partos si no querían ser partícipes de un alumbramiento allí
mismo. Pero el señor Tuanama estaba preocupado por su esposa, y cada vez que la
veía ella le exigía que reclamara atención. Y él insistía, protestaba con
ahínco, hasta que, al fin, el médico atendió a su solicitud. Lo enviaron a
farmacia para la compra de la ampolla milagrosa, esta iba a resolver de
inmediato su tortura. Tortura que había hecho suya por la demora en la atención
de su esposa. De vuelta al servicio de emergencia, ahora debía aguardar a la
enfermera para la aplicación del tratamiento. Pero ella, en esos momentos estaba
ocupada.
—Los
servicios de emergencia son así —dijo Mirna—. Todos.
—El
señor Tuanama iba y venía por el pasadizo con la ampolla en la mano y la
preocupación en el rostro. De pronto, avistó a una enfermera que se aproximaba
y le pidió por favor le aplicara la inyección. Ella solícita, al ver la
desesperación del hombre, le aceptó: «Bien, deme la receta y el inyectable». Él
se los dio afanoso. La enfermera le dijo: «Dese la vuelta y bájese un lado del
pantalón», a lo cual el señor Tuanama obedeció sin demora.
—¡No
vas a decir que le aplicaron a él la inyección! —preguntó Anita con cara de no
creer tal situación.
—Déjame
decirte que sí. El señor Tuanama gritó: «¡Ay!». Luego se quedó tranquilo, más
bien, estupefacto. Mientras que la enfermera se fue con beneplácito a su
servicio segura de haber hecho una buena acción. Ella no era del servicio de
emergencia, si no de medicina.
—Y…
¿la esposa?
—La
esposa del señor Tuanama le exigió a su marido: «¿A qué hora me van a poner la
bendita inyección? ¡Maldita boa!».
—Ese
acento charapa te salió bien, ¿eh?
—Recuerda
que trabajé cinco años en Iquitos. Estos no pasaron en vano, algo queda —dije
yo y agregué—. El señor Tuanama adolorido aún, le dijo a su esposa: «La
enfermera se equivocó y la inyección me la puso a mí». «¿¡Y cómo te dejaste
poner!?», gritó ella.
Los
demás pacientes que estaban en emergencia esbozaron una sonrisa, que se fue
convirtiendo en una sonora carcajada porque se dieron cuenta de la situación,
mientras la esposa seguía rascándose el cuerpo, abatida; el señor Tuanama no
sabía qué hacer por el bochorno.
—Ja,
ja, ja. Menos mal que solo fue un antialérgico.
—El
señor Tuanama tuvo gran parte de culpa y la esposa que lo apuraba; todo
confluyó para terminar así. Ja, ja, ja.
—Y
tú, Mirna, ¿tienes alguna anécdota?
—Tengo
muchas, pero les contaré la más reciente.
Pedimos
otra jarra de sangría y ordenamos los postres, que enseguida vinieron,
cambiando el aroma de salado a dulce. Luego inquirimos a nuestra compañera que
nos cuente su historia.
—Ustedes
saben que la anemia en los niños de la selva bordea lo sorprendente e inusual.
Tener una hemoglobina (***) de dos gramos por decilitro es realmente
extraordinario.
—¿Dos
gramos? ¡Es bastante bajo!
—Sí.
Bastante. Tal es así que los médicos y enfermeras de reciente llegada se
asombraban ante tal hecho, pues en Lima los niños con anemia severa que orillan
por los cinco o seis gramos, se ven sumamente pálidos, desganados y sin fuerza.
En cambio, los niños en Iquitos, si bien anuncian palidez extrema, no están
pasivos, juegan dentro del hospital y hasta pueden correr limitadamente. Otros desarrollan
manías, como comerse las uñas o comer tierra, a veces hurgan en las paredes
buscando animalitos, quizás para comerlos.
—¡Pobres
criaturas! —se compadeció Lía.
—Había
una niña de seis años de edad, en particular, le decíamos Draculita. Se hacía
heridas intencionalmente para luego chuparse la sangre. Cuando peleaba con
algún niño de la sala de pediatría, en su desesperación por ganar la batalla lo
mordía y al hacerlo, obtenía placer al absorber la sangre de su oponente.
—¡Increíble!
—De
ahí el apodo, ¿eh?
—Sí.
Nosotros, los que trabajamos en pediatría, muchas veces dimos sangre para niños;
cuando se necesitaban hacer transfusiones directas de veinte o treinta
centímetros cúbicos, el personal del hospital se compadecía de estas
infortunadas criaturas y poníamos a disposición nuestros brazos para que nos extrajeran
la necesaria y así aliviar la necesidad de estos pequeños anémicos.
—Sí.
Yo lo hice —dijo Julia— en la sala de emergencias del Hospital del Niño sucedía
con frecuencia.
—Yo
también doné —dijo Lía.
—Bien —continuó Mirna—, un apuesto teniente del ejército peruano, ufanándose de ser deportista
y estar en óptimo estado de salud se ofreció de voluntario compadeciéndose de
la niña. ¡Cómo no iba a estar preparado para esas lides! Solo doscientos
cincuenta centímetros cúbicos de sangre le iban a sacar. Informado de la
cantidad, él muy orondo y sacando pecho dijo estar de acuerdo. Llegó puntual a
la mañana siguiente. Mi amiga le había dicho que después de la transfusión
sanguínea le esperaba un rico desayuno con plátano y cecina fritos, su plato
preferido. Se le notaba nervioso, aunque trataba de disimularlo. Se echó en la
camilla, le pusieron el torniquete, la aguja entró con facilidad y pinchó la
vena, inmediatamente salió sangre y él al ver el fluido, lanzó un grito ahogado
y se desmayó. No se terminó de realizar la transfusión porque cuando despertó
estaba tan pálido como la niña anémica, la cual iba a ser su eventual
receptora.
—Ja,
ja, ja. —Rio Anita, quien se atoró con la comida.
La
explosión de risas de todas hizo que los demás comensales nos miraran. Hasta
las cortinas rojas de los privados se abrieron para vernos reír.
—¿Y?
Mirna, ¿qué pasó después? —quiso saber Anita recuperada del atoro.
—Cuando
me lo contaron, pues yo no estuve allí por estar trabajando, no lo podía creer.
Se cerró el capítulo para él de ser donante y también para mí.
—¿Para
ti? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Julia.
—Pues
él era mi novio. Después de la experiencia desapareció por los pasillos del
hospital como el viento que no deja huella.
Quedamos
en silencio, sin poder emitir alguna palabra de consuelo.
—¿Y…,
no supiste más de él? —preguntó Julia al fin.
—No,
nunca más. Quedó desacreditado para siempre con la gente del hospital. Pero, si
no fue capaz de reconocer sus limitaciones, cuales fueran, y revertirlas con
aplomo y gran sentido del humor; entonces, para mí, no debe de tener
importancia. ¿No creen? —dijo Mirna con entereza y luego añadió—: ¡Salud!
—¡Salud! —repetimos
todas.
Chocamos
nuestras copas una vez más. Habíamos terminado nuestra cena y nuestra charla
por esta vez.
______________________________________________________________________________
(*)
Cachimba (o): Nuevo ingresante a la universidad o escuela superior.
(**)
Papagayo es una botella con asa, puede ser de vidrio o aluminio que es utilizada
para que el hombre evacúe su orina.
(***)
Hemoglobina (Hb, Hgb) es una proteína en los glóbulos rojos que transporta
oxígeno. Un examen sanguíneo determinará qué tanta hemoglobina tiene uno en la
sangre. Los resultados normales varían, pero en general son: Hombre: de 13.8 a
17.2 g/dL. Mujer: de 12.1 a 15.1 g/dL. Niños de 6 a 59 meses: de 11 g/dL a más.
Niños de 5 a 11 años: de 11.5 g/dL a más.
Anemia
grave: menos de 7 g/dL.
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