miércoles, 15 de febrero de 2017

Cuando arriban los recuerdos

Rosario Allpas


Habíamos convenido reunirnos el primer sábado de febrero. Todavía faltaba un mes y ya me sentía ansiosa. Diez años sin vernos se habían deslizado raudos como en un tobogán desde que nos graduamos allá por el año 1973. Algunas nos fuimos a trabajar a provincias; mientras otras, la mayoría, se quedaron en Lima.

Escogimos el Chifa Men Wha de Pueblo Libre por su tradicional comida cantonesa y su calidez, la alfombrada escalera vestida de rojo nos recibió. Las ventanas con sus cortinas majestuosas y las típicas lámparas chinas de borlas rojas colgaban del techo hacia las mesas redondas que invitaban a cimentar el concepto de igualdad y a compartir con armonía.

Arribaron casi juntas tres de las más puntuales: Julia, Anita y Lía. Luego llegamos Lupe y yo. Parecíamos cómplices del tiempo, pues, no habíamos cambiado nada. Abrazos y besos abundaron en nuestro saludo; luego ocupamos nuestras sillas. El mozo vino zigzagueando entre las mesas para preguntarnos qué deseábamos beber.

—Una jarra de sangría —pedimos a coro.       
                                 
Mientras el camarero llenaba los vasos con la refrescante bebida de suave olor a madera y manzana, nosotras escogimos qué comer.

—Una docena de wantán frito. —Me adelanté a pedir. Las demás asintieron.

Elegimos tres platos para compartir. Tintineamos los vasos y bebimos. Cinco minutos después nos estaban sirviendo el aperitivo chino acompañado de salsa de tamarindo; el aroma de esta mezcla agridulce cumplía fielmente el objetivo de abrir el apetito.

—¿Qué habrá pasado con Mirna? —manifestó Julia, preocupada—. Dijo que vendría.

—Ya estará viniendo, deja de preocuparte —acotó Anita, mientras probaba el manjar chino.

—Es que acabó con su enamorado. Ustedes saben, no es fácil adaptarse a estar sola de nuevo.

—Cierto y… ¿por qué terminaron? —pregunté curiosa.

—No lo sabemos, espero que nos cuente, si es que viene. Me aseguró que vendría, pues a la otra semana terminan sus vacaciones y se regresa a Iquitos.

Empezamos a hablar un poco de cada cosa, de política, de nuestros trabajos hasta que el recuerdo de los días de escuela surgió de la boca de Lupe:

—¿Se acuerdan de los termómetros calientes?

—Sí…, pero no recuerdo a quién le sucedió eso. Ja, ja, ja.

—Yo sé quién fue, pero no voy a decirles. Se rieron mucho de ella en ese entonces —dijo Julia.

—Yo no me acuerdo —comentó Anita—. No estuvo en mi rotación. ¿Cómo fue?

Julia con total seriedad empezó a referirnos:

—Eran las primeras prácticas que teníamos en el Hospital del Niño, nos mandaron al servicio de medicina. ¿Recuerdan?

—Sí. Tengo en mi mente cuando salíamos de la escuela por la puerta posterior y debíamos atravesar el pabellón seis y siete del hospital, parecíamos palomitas blancas en fila india con el uniforme impoluto y el cabello recogido dentro de la toca —dijo Lupe.

—Cierto. ¡Qué tiempos aquellos! Bueno…, les cuento. Nos repartieron de a tres en el pabellón y nos dieron la lista de seis niños a cada una para tomarles la temperatura —siguió Julia—. Charo y yo, luego que terminamos la labor con nuestros respectivos niños vimos que nuestra compañera se acercaba muy asustada para decirnos: «Todos están con fiebre». «¿Cómo? No puede ser. ¿Cuánto tienen?», le respondimos. «¡Cuarenta y uno, cuarenta y dos grados centígrados!», gritaba de espanto. «Algo anda mal, ¡no puede ser!». La seguimos hasta los niños, los palpamos, pero ninguno parecía acusar fiebre y es lo que le dijimos. Pero ella nos increpó alterada y nos demostró cómo había tomado la temperatura: sacó el termómetro que estaba sumergido en alcohol yodado, lo movió fuerte para bajar el mercurio, hundió el bulbo en el frasco de vaselina para que el medidor se lubrique. Luego, cogiendo al bebé de los tobillos elevó sus dos piernas, colocó el termómetro en el recto, esperó tres minutos y lo retiró. Se dirigió a las llaves del agua y abrió, el chorro limpió el termómetro, cogió la torunda de algodón para secarlo y realizó la lectura: «¡Cuarenta y dos grados centígrados!, ¡les dije que estaba con fiebre!», replicó con seguridad.

«Sí. Efectivamente», le dijimos, «el termómetro marcó cuarenta y dos, pero nos dimos cuenta de que el agua que utilizaste para limpiarlo era la del grifo del agua caliente. Los niños no están con fiebre. ¡Tú calentaste los termómetros!».

Nos reímos. Sabíamos que todo eso contaba para la experiencia. La letra con sangre entra, como decían nuestras madres y abuelas.

Las bandejas humeantes de arroz chaufa, pollo chi jau kay y chancho con salsa de tamarindo dejadas al medio de la mesa por el camarero desprendían un aroma delicioso, una mezcla de salado, dulce, agrio que invitaban a ser consumidas con satisfacción. Comenzamos a servirnos. De pronto vimos a Mirna a la entrada del restaurante. Lía la llamó.

—¡Hola, amiga! ¿Cómo estás? Tienes que ponerte al día con la comida —dijo Lupe y sirvió la sangría para brindar por el reencuentro.

Mirna era morena, con cara de niña, delgada, de mediana estatura y de fácil sonrisa. Había sido la mejor alumna de la promoción, muy competente como enfermera, dinámica y extrovertida. Chocamos nuestros vasos y probamos el vino frutado, suave, helado.

—¿Cómo vas, Mirna? —preguntó Julia, ávida por saber el estado anímico de la colega después del rompimiento con el novio.

—Bien. Dándole para adelante. Pero, ¿de qué hablaban? Las vi que festejaban sonrientes. ¿Qué chiste me perdí?

—¡Oh!, no. Eran reminiscencias de cuando fuimos cachimbas (*). Je, je. ¿Se acuerdan de las prácticas en Neoplásicas? —dijo Lupe.

—Por supuesto —asentimos todas.

—Yo recuerdo que los médicos eran todos guapos —dijo Anita.

—Sí, pero el hospital era deprimente, sus camas y veladores tenían la pintura gastada, las sábanas y colchas raídas, las sillas de ruedas casi inutilizables; muy poca ropa estaba en buenas condiciones y hasta la indumentaria de los enfermos era escasa y deslucida. Además, la propia enfermedad que padecían los pacientes perfilaba un cuadro desalentador. En las salas de hospitalización había un aire de desconsuelo y desesperanza. No sé si recuerdan que en ese tiempo casi siempre se les decía la verdad acerca del diagnóstico que tenían. No es como hoy, que la palabra «cáncer» es apenas mencionada y es sustituida por las palabras «quiste» o «tumor» y, en cada alusión a estas hay un efecto diferente, un aire de esperanza y de lucha —acotó Mirna.

—Cierto, lo único que permitía sonreír y animar a los pacientes eran los médicos que trabajaban allí. Ellos vestían de blanco, desde los zapatos, las medias, los pantalones, los mandiles y las chaquetas. Se trasladaban níveos por entre las camas de los enfermos, pasillos, escaleras y rincones del hospital y…, eran todos muy apuestos, parecían escogidos, como cuando se selecciona para un concurso de belleza. Entonces..., todas nos enamoramos de ellos —dijo Anita exhalando un suspiro.

—Ja, ja, ja. Era la época en que nosotras con diecisiete o dieciocho años estudiábamos internas, por lo tanto, no veíamos a chicos y muy pocas teníamos enamorado, quizás por eso, ellos nos deslumbraron. —Recordó Lía.

—O fue tal vez la absurda diferencia entre los pacientes y los médicos. Unos, doloridos y sin esperanza y los otros, llenos de vitalidad y hermosura. No lo sé —agregó Lupe.

—Bueno, Lupita, ¿a qué vino tu pregunta? —interrogó Julia, mientras saboreaba el arroz chaufa y el chancho con tamarindo.

—Es que tengo una anécdota chistosa y, como estamos comiendo…

—¡Cuenta! Somos enfermeras, ya nada nos amilana —aseguró Anita.

—Bien. Era una mañana, muy temprano, cuando nos juntamos con otras alumnas de distintas escuelas de enfermería en el cuidado de los pacientes. De pronto escuchamos el rechinar de las ruedas de los coches y el retintín de los utensilios de cocina que traían el desayuno de los pacientes; el fresco y suave olor a desinfectante de las salas de hospitalización fue transformado por el agradable aroma a leche, avena y panes calientes. Una de las alumnas apareció solícita y fue al encuentro de los carritos ofreciéndose de voluntaria para servir la leche a aquellos que ya bañados aguardaban con ansiedad el alimento mañanero. Repartió el líquido caliente a todos los pacientes, pero ninguno de estos quiso tomarla.

—Ahora recuerdo. Sé de lo que estás hablando. Ja, ja, ja —dijo Mirna, que en ese momento se apresuraba a comer un wantán frito—. Pero, sigue contando.

 —Los pacientes se levantaron, los que podían hacerlo, por supuesto, y se encaminaron al corredor y a voz en cuello pedían su desayuno. Fue tal el alboroto que hizo venir a la nutricionista quien les preguntó sorprendida: «¿Qué pasó?». Y ellos respondieron: «¡No nos han dado la leche!». «Pero, ¿cómo?, si ya pasaron con el coche repartiendo el desayuno». «Sí..., pero no podemos tomarla porque la pusieron en nuestros papagayos (**)», argumentaron molestos, los enfermos.

—Ja, ja, ja. ¿A quién le pasó eso? —preguntó Lía.

—A mí no.

—A mí tampoco.

—Je, je. Felizmente no fue a ninguna compañera nuestra.

—Es que los papagayos en Neoplásicas eran unas jarras que, una vez limpias las colocaban encima de los veladores de los pacientes, no sé por qué hacían aquello —señaló Julia.

—Sí. Quizás era más conveniente colocarlos allí por la inmediatez de su uso —argumentó Lupe—No sé. La dietista tuvo que calmarlos y enviar de nuevo la leche caliente.

—Aparentemente todas las alumnas de enfermería sabíamos qué eran los papagayos, pero nunca hay que darlo por sentado porque siempre habrá una estudiante inocente o despistada que quizá confunda un papagayo con una jarra; además, estando estos encima de la mesa de noche del paciente, ¿qué se podía esperar? —argumentó Lía, que hacía rato no hablaba por comer, y agregó—: Pero a las practicantes nos perdonaban semejantes desatinos. Además, para una persona que desconocía un papagayo era fácil confundirlo con una jarra de aluminio, sobre todo si estaba limpio y brillante. Ja, ja, ja.

—Bien, pero a veces sucede que la equivocación viene del lado del paciente o su acompañante. Les voy a contar algo que sucedió en el Hospital de Iquitos, pero antes brindemos —les dije.

Chocamos nuestras copas y bebimos. Luego llenamos otra vez los platos para seguir con la charla.

—Esto le sucedió al señor Tuanama —Empecé a contarles—. Para él la vida de su esposa era sagrada, por eso, cuando ella le dijo que le habían salido unos granitos por todo el cuerpo y que le producían un tremendo escozor, él se alarmó. Fue en busca de su motocicleta y llevó a su consorte al hospital.

—Esperen un momento, voy a pedir más servilletas al camarero, no quiero perderme la historia —dijo Lupe apresurándose a solicitarlas. El camarero volvió de inmediato con el pedido.

—Pues bien, allí estaban el señor Tuanama y su esposa, esperando al médico en el servicio de emergencia. Eran las cinco de la tarde y el galeno de guardia se encontraba prácticamente solo lidiando con los pacientes que aguardaban turno. En el estar había una enfermera que trataba de ordenar la llegada de estos y evaluar la urgencia de cada uno de ellos, además de atender el ambiente de inyectables y curaciones. Una técnica de enfermería le ayudaba. El señor Tuanama trajinaba el pasillo nervioso, mientras que su esposa, rascándose la cara, los brazos, las piernas esperaba impaciente. Sabía que su caso no era tan urgente como aquel que recién llegaba con la cara ensangrentada, a quien hicieron pasar al tópico para que se quitara la sangre con agua y jabón y así ver la gravedad de su herida. O como la mujer embarazada que se empequeñecía de dolor por las contracciones uterinas y que había que evaluarla pronto, para que pase a sala de partos si no querían ser partícipes de un alumbramiento allí mismo. Pero el señor Tuanama estaba preocupado por su esposa, y cada vez que la veía ella le exigía que reclamara atención. Y él insistía, protestaba con ahínco, hasta que, al fin, el médico atendió a su solicitud. Lo enviaron a farmacia para la compra de la ampolla milagrosa, esta iba a resolver de inmediato su tortura. Tortura que había hecho suya por la demora en la atención de su esposa. De vuelta al servicio de emergencia, ahora debía aguardar a la enfermera para la aplicación del tratamiento. Pero ella, en esos momentos estaba ocupada.

—Los servicios de emergencia son así —dijo Mirna—. Todos.

—El señor Tuanama iba y venía por el pasadizo con la ampolla en la mano y la preocupación en el rostro. De pronto, avistó a una enfermera que se aproximaba y le pidió por favor le aplicara la inyección. Ella solícita, al ver la desesperación del hombre, le aceptó: «Bien, deme la receta y el inyectable». Él se los dio afanoso. La enfermera le dijo: «Dese la vuelta y bájese un lado del pantalón», a lo cual el señor Tuanama obedeció sin demora.

—¡No vas a decir que le aplicaron a él la inyección! —preguntó Anita con cara de no creer tal situación.

—Déjame decirte que sí. El señor Tuanama gritó: «¡Ay!». Luego se quedó tranquilo, más bien, estupefacto. Mientras que la enfermera se fue con beneplácito a su servicio segura de haber hecho una buena acción. Ella no era del servicio de emergencia, si no de medicina.

—Y… ¿la esposa?

—La esposa del señor Tuanama le exigió a su marido: «¿A qué hora me van a poner la bendita inyección? ¡Maldita boa!».

—Ese acento charapa te salió bien, ¿eh?

—Recuerda que trabajé cinco años en Iquitos. Estos no pasaron en vano, algo queda —dije yo y agregué—. El señor Tuanama adolorido aún, le dijo a su esposa: «La enfermera se equivocó y la inyección me la puso a mí». «¿¡Y cómo te dejaste poner!?», gritó ella.

Los demás pacientes que estaban en emergencia esbozaron una sonrisa, que se fue convirtiendo en una sonora carcajada porque se dieron cuenta de la situación, mientras la esposa seguía rascándose el cuerpo, abatida; el señor Tuanama no sabía qué hacer por el bochorno.

—Ja, ja, ja. Menos mal que solo fue un antialérgico.

—El señor Tuanama tuvo gran parte de culpa y la esposa que lo apuraba; todo confluyó para terminar así. Ja, ja, ja. 

—Y tú, Mirna, ¿tienes alguna anécdota?

—Tengo muchas, pero les contaré la más reciente.

Pedimos otra jarra de sangría y ordenamos los postres, que enseguida vinieron, cambiando el aroma de salado a dulce. Luego inquirimos a nuestra compañera que nos cuente su historia.

—Ustedes saben que la anemia en los niños de la selva bordea lo sorprendente e inusual. Tener una hemoglobina (***) de dos gramos por decilitro es realmente extraordinario.

—¿Dos gramos? ¡Es bastante bajo!

—Sí. Bastante. Tal es así que los médicos y enfermeras de reciente llegada se asombraban ante tal hecho, pues en Lima los niños con anemia severa que orillan por los cinco o seis gramos, se ven sumamente pálidos, desganados y sin fuerza. En cambio, los niños en Iquitos, si bien anuncian palidez extrema, no están pasivos, juegan dentro del hospital y hasta pueden correr limitadamente. Otros desarrollan manías, como comerse las uñas o comer tierra, a veces hurgan en las paredes buscando animalitos, quizás para comerlos. 

—¡Pobres criaturas! —se compadeció Lía.

—Había una niña de seis años de edad, en particular, le decíamos Draculita. Se hacía heridas intencionalmente para luego chuparse la sangre. Cuando peleaba con algún niño de la sala de pediatría, en su desesperación por ganar la batalla lo mordía y al hacerlo, obtenía placer al absorber la sangre de su oponente.

—¡Increíble!

—De ahí el apodo, ¿eh?

—Sí. Nosotros, los que trabajamos en pediatría, muchas veces dimos sangre para niños; cuando se necesitaban hacer transfusiones directas de veinte o treinta centímetros cúbicos, el personal del hospital se compadecía de estas infortunadas criaturas y poníamos a disposición nuestros brazos para que nos extrajeran la necesaria y así aliviar la necesidad de estos pequeños anémicos.

—Sí. Yo lo hice —dijo Julia— en la sala de emergencias del Hospital del Niño sucedía con frecuencia.

—Yo también doné —dijo Lía.

—Bien —continuó Mirna—, un apuesto teniente del ejército peruano, ufanándose de ser deportista y estar en óptimo estado de salud se ofreció de voluntario compadeciéndose de la niña. ¡Cómo no iba a estar preparado para esas lides! Solo doscientos cincuenta centímetros cúbicos de sangre le iban a sacar. Informado de la cantidad, él muy orondo y sacando pecho dijo estar de acuerdo. Llegó puntual a la mañana siguiente. Mi amiga le había dicho que después de la transfusión sanguínea le esperaba un rico desayuno con plátano y cecina fritos, su plato preferido. Se le notaba nervioso, aunque trataba de disimularlo. Se echó en la camilla, le pusieron el torniquete, la aguja entró con facilidad y pinchó la vena, inmediatamente salió sangre y él al ver el fluido, lanzó un grito ahogado y se desmayó. No se terminó de realizar la transfusión porque cuando despertó estaba tan pálido como la niña anémica, la cual iba a ser su eventual receptora.

—Ja, ja, ja. —Rio Anita, quien se atoró con la comida.

La explosión de risas de todas hizo que los demás comensales nos miraran. Hasta las cortinas rojas de los privados se abrieron para vernos reír.

—¿Y? Mirna, ¿qué pasó después? —quiso saber Anita recuperada del atoro.

—Cuando me lo contaron, pues yo no estuve allí por estar trabajando, no lo podía creer. Se cerró el capítulo para él de ser donante y también para mí.

—¿Para ti? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Julia.

—Pues él era mi novio. Después de la experiencia desapareció por los pasillos del hospital como el viento que no deja huella.

Quedamos en silencio, sin poder emitir alguna palabra de consuelo.

—¿Y…, no supiste más de él? —preguntó Julia al fin.

—No, nunca más. Quedó desacreditado para siempre con la gente del hospital. Pero, si no fue capaz de reconocer sus limitaciones, cuales fueran, y revertirlas con aplomo y gran sentido del humor; entonces, para mí, no debe de tener importancia. ¿No creen? —dijo Mirna con entereza y luego añadió—: ¡Salud!

—¡Salud! —repetimos todas.

Chocamos nuestras copas una vez más. Habíamos terminado nuestra cena y nuestra charla por esta vez.





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(*) Cachimba (o): Nuevo ingresante a la universidad o escuela superior.
(**) Papagayo es una botella con asa, puede ser de vidrio o aluminio que es utilizada para que el hombre evacúe su orina.
(***) Hemoglobina (Hb, Hgb) es una proteína en los glóbulos rojos que transporta oxígeno. Un examen sanguíneo determinará qué tanta hemoglobina tiene uno en la sangre. Los resultados normales varían, pero en general son: Hombre: de 13.8 a 17.2 g/dL. Mujer: de 12.1 a 15.1 g/dL. Niños de 6 a 59 meses: de 11 g/dL a más. Niños de 5 a 11 años: de 11.5 g/dL a más.

Anemia grave: menos de 7 g/dL.

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