viernes, 10 de febrero de 2017

El ayudante

Marcos Núñez


Miguel Talavera quería matarse y lo tenía todo listo. Yo nomás me preguntaba qué bicho le picó. Tenía casa bonita, era dueño de una tienda de artesanías y como poeta había ganado tres premios nacionales. Nada mal. Uno de sus libros, Los triunfadores, hasta lo andaban vendiendo en inglés y quién sabe en qué otros idiomas. Mi patrón me lo regaló con muchos libros más de su biblioteca y yo lo admiraba; parecía estar bien, pero quería morirse. Por eso me llamó y cuando llegué a verlo ni imaginaba sus intenciones.

―Concho, ¿quieres ganarte mil pesos? ―me dijo sonriente. Se veía como siempre, con su pantalón de mezclilla, zapatos boleados, camisa de manga larga. Su cabello blanco lo tenía peinado, se veía bien don Miguel.

―Usted nomás diga qué tengo que hacer.

―Enterrarme, porque me voy a morir.

Cuando me lo dijo me quedé con la boca abierta.

―¿Cómo está eso, patrón? ―le dije―, usted se ve fuerte. Me está bromeando.

―Estoy hablando en serio.

―¿Lo van a matar?

―No me van a matar, yo me voy a morir.

―Lo siento, don Miguel, pero entonces por qué dice que se va a morir. ¿Soñó con la muerte?

―Así es, sueño con la muerte.

―Bueno, soñar con ella es mal augurio.

―Lo que quiero decir es que he decidido morir. Ya tengo todo listo. Pasa a la casa.

Miguel Talavera tenía treinta años en Jojutla, donde fue profesor de la secundaria Benito Juárez. Hace tiempo me contó que ahorró cien mil pesos para adquirir su local ubicado cerca de la estación de autobuses y allí puso una tienda de discos. Cinco años después, a las afueras del pueblo, compró un terreno donde construyó una casa pequeña, de modelo rústico y con jardín. Todo su trabajo de albañilería y carpintería lo hice yo y desde entonces nos volvimos amigos, pero nunca dejé de llamarlo patrón. Era imposible creer que quisiera morirse, por eso entré deprisa a la casa, para ver cómo estaba la situación. No había desorden, los muebles delataban limpieza, la alfombra negra no tenía polvo, el interior olía a madera, la mesa de la sala estaba vacía y la luz de las ventanas entraba iluminando un día normal. No parecía ser el lugar de un hombre atormentado. Aun así me inquietó pensar que había enloquecido a causa de su soledad, mas no dije nada por temor a ser despedido antes de tiempo.

―La verdad, Concho, no hay mucho que decir, simplemente me moriré y ya ―dijo don Miguel como si hubiera escuchado mis pensamientos.

―No puede ser, don Miguel, nadie se muere así nomás, siempre hay un motivo. Yo sé que tal vez moriré de una caída, de un accidente de trabajo o de algún cáncer de pulmón, por tanto fumar. Usted, Dios no lo quiera, si tiene que morirse pues ha de ser por algo, de alguna enfermedad, de algún asesinato o de algún accidente. Siendo sincero, en balde han sido sus estudios, su trabajo, sus libros, parece que no sabe de estas cosas de la muerte.

―Yo lo tengo muy claro, Concho. Antes que nada, saca del refrigerador dos cervecitas, vamos a tomarlas mientras conversamos.

En seguida me dirigí a la cocina y abrí el refrigerador. Como siempre, don Miguel Talavera estaba muy bien surtido, había carnes, verduras, agua fría, queso fresco, litros de leche, un refresco de dos litros a la mitad y tres canastillas de cerveza Victoria. Todo se veía fresco y el refrigerador olía bien. Fue en ese momento que medité su situación: «Este don Miguel tiene de todo y aun así quiere morirse. Eso puede ser, él quiere morirse y si dice que ya lo tiene todo listo es porque se quitará la vida», pensé.

―¡Don Miguel! No me diga que es algo que estoy pensando ―dije al volver a la sala.

―No sé lo que estás pensando ―respondió mientras ponía un disco de Caifanes en el reproductor ubicado en el librero, junto al televisor, para mí no fue casualidad que pusiera la canción Mátenme porque me muero.

―Usted se va a quitar la vida.

―En efecto. Como tú dices: Has dado en el clavo ―dijo sonriente mientras subía un poco el volumen a su estéreo.

La verdad, al verlo tan seguro, sentí un vacío en el vientre.

―Pero por qué, don Miguel, usted tiene mucha vida por delante, apenas va a cumplir sesenta, supongo.

―Voy a cumplir cincuenta y nueve, Concho, te llevo diez.

―Ahí está, patrón. La verdad no veo por dónde quiera matarse.

―¡Salud!

―¡Salud! A ver, dígame, por qué se quiere quitar la vida.

―Deja mostrarte que ya lo tengo todo listo. Pasemos a mi despacho.

Miguel Talavera pasó por su escritorio y yo lo seguí, abrió el cajón, sacó la pistola calibre 45 y me la mostró.

―Mira, con esta me quiero disparar. Me la voy a poner en la boca y jalaré el gatillo.

―Neta, patrón, que no puedo creer lo que me está diciendo, esto es demasiado. A ver, dígame, por favor, por qué lo quiere hacer. Es increíble.

―¿Por qué es increíble? ¿Qué es lo increíble? No hay nada nuevo en que un hombre quiera quitarse la vida, está en todo su derecho. Así como hay derecho a la vida, también debe haber derecho a la muerte.

―Don Miguel, morir está bien, pero quitarse la vida es suicidio, un delito.

―¿Un delito? ¿Y me van a meter a la cárcel? ¡Ja! No me hagas reír. Pues que me metan muerto al bote.

―No se burle, morirse es cosa seria, pero matarse lo es más.

―Sí, tienes razón. A ver, ¿qué te parece el juguetito? Míralo, esta cosa pesada me va a quitar un peso de encima.

―Pues sí está chingón, brilla de lujo, ¿cómo lo consiguió?

―¿Ves la cacha dorada? Tiene un águila devorando la serpiente, como en la bandera. Me la vendió José Juan, el Potro Leyva.

―¡A su! Se la compró a los narcos.

―Sí, pero con el Potro no tengo negocios de nada, solo el de esta arma. Fue mi alumno hace veinte años, me vino a saludar y le pedí que me la consiguiera. Al otro día me la trajo y me la quería regalar, pero le dije que me la vendiera.

―¿Y sabe para qué la compró?

―Le dije que iba a matar a uno que me la debe desde hace veinte años y que fue mi alumno ―don Miguel se rio.

―¿Y se la creyó?

―Nomás nos dio risa porque estábamos bromeando. Ya la fui a calar al monte, este aparato del demonio dispara bonito, ni sacude la mano y suena como un cohete de feria.

Yo seguía sin creer que don Miguel Talavera hablara así nomás, como sin nada, sobre lo que estaba por hacer. Debía estar por lo menos angustiado, cansado de vivir en una actitud desesperante. Por el contrario me enseñaba el arma con tal desparpajo como si se tratara de un juguete nuevo y de hecho de este modo lo había nombrado “juguetito”. Fue ahí cuando me convencí de que había enloquecido y que debía hacer algo. Por más que se diga que existe el derecho a morir, lo cierto, según lo he visto en televisión, es más importante el derecho a la vida.

―Don Miguel, me asusta su actitud.

―Ah, no te preocupes, amigo, te soy sincero, este es un momento especial para mí. Así como nacer es algo hermoso para compartir con los seres queridos, pues morir también lo es.

―Algo parecido estaba pensando. Sinceramente no estoy de acuerdo.

―Tienes que estarlo, Concho, porque me harás el favor de enterrarme. Por favor, destapa otras cervezas y vamos al jardín.

Cuando fui a la cocina, pensé que don Miguel Talavera era delgado y que no sería difícil impedir que se quite la vida. Al mismo tiempo quise creer que todo era una estúpida broma, como muchas que me había hecho. Cierto, ninguna tan pesada como esta. La verdad estaba confundido y lo estaba más al escuchar Mátenme porque me muero de los Caifanes, una canción que se repetía una y otra vez, era la única canción del disco y eso me intrigó. Al salir al jardín mi sorpresa fue mayor.

―Concho, mira, este es mi ataúd, ¿qué te parece?

Esta vez sentí escalofrío, no supe qué decir.

―Anda güey, dime qué te parece ―dijo y me miró sonriente.

―¿Le digo la verdad?

―Sé sincero, porque te estoy invitando las chelas.

―Escalofriante.

―Puede ser, ya está empezando el frío, marzo aún tiene sus vientos frescos. Anda dime qué te parece.

―Le estoy diciendo lo que siento, su ataúd me da escalofríos.

―No seas cobarde, Concho. Si fuiste raso no tienes por qué sentir miedo. Si a esas vamos pensaré que mentiste, que ni fuiste soldado, ni estuviste en Chiapas.

―Créame, don Miguel, ver el ataúd me convenció de que usted está hablando en serio, usted sí quiere quitarse la vida.

―Por supuesto que me quiero morir. Ahora sí, dime ya, qué te parece.

―Pues se ve nuevo, lisito, huele a nuevo, por dentro se ve muy cómodo.

―Hasta ganas dan de morirse, ¿no? ―Don Miguel se rio—. Como para echarse una descansada hasta el fin del mundo.

―Pues si usted lo dice…

―Lo compré en la Funeraria López de Cuernavaca. Llevé la camioneta para taparlo, ya sabes cómo es la gente de argüendera. A luego hubiera venido a ver quién era el muertito.

―Don Miguel, quiero decirle una cosa, como amigos.

―A ver.

―No se mate, no vale la pena.

―Sí vale y mucho.

―¿Por qué don Miguel? ¿Está usted loco? No le falta nada.

―No se diga más, Concho, mañana me muero y tú me vas a enterrar.

―Se me hace que se lo impido.

―No lo harás.

Desde hace rato vi que había una soga colgada en un árbol de naranjo, la bajé y en un movimiento rápido sujeté a don Miguel. Lo amarré de pies, manos y lo sujeté a otro naranjo que estaba en el centro del jardín. Don Miguel opuso resistencia, pero yo supe contenerlo con fuerza.

―Aquí se quedará hasta que se le quiten esas ideas.

―¡Suéltame, desgraciado! Hijo de puta, no lo puedes impedir, es mi destino.

―¡Váyase al carajo, patrón, le estoy salvando la vida!

―La vida se acabó para mí, desde hace un mes.

―Cualquiera que sea el motivo, no tiene por qué hacer una barbaridad. Lo que a usted le pasa es que se le ha botado la cuica.

―Suéltame, infeliz, qué sabes de mis cosas. Verdad que si me suelto, varios de los tiros serán para ti.

Al escuchar esto, regresé al despacho. Abrí el cajón y guardé la pistola en la caja de mis herramientas. Cuando volví al jardín, don Miguel hablaba en voz alta, sudaba al forcejear con la cuerda.

―Anda hijo de puta, mira cómo pagas. Eso no es lealtad.

―Patrón, comprenda que está haciendo una tontería. Estoy en lo correcto.

―¿Qué es lo correcto? Indio ignorante, ni sabes distinguir.

―Esta vez yo sí tengo razón y usted está idiotizado ―le dije mientras sentía lástima.

―El idiota lo serás tú, pinche zapoteco, ni sabes hablar tu cochino idioma.

―Si cree que insultándome lo soltaré, se equivoca. Será hasta que se le salga el demonio.

―Vete al infierno tú y toda tu familia, suéltame, porque si yo lo hago, te zampo tres tiros en la cabeza, desgraciado.

―Está usted bien amarrado. Seré albañil, carpintero y muy indio como usted dice, pero no soy tonto.

―No eres tonto, eres un pendejo.

―Basta, ahí se me queda, hasta mañana. Ahí lo dejo pa’ que piense las cosas.

Don Miguel se quedó amarrado al pie de su naranjo. No tenía manera de zafarse. Lo vi de nuevo con lástima y me encaminé a la salida. Al momento de recoger mis cosas tuve dudas, pensé que sería mejor quedarme por cualquier cosa. Vi que nadie pasaba por las calles polvorientas de Jojutla y que nadie le ayudaría si hiciera una tontería. En ese rato recordé que don Miguel era alguien especial, no sólo era mi patrón, era mi amigo aunque no me contaba sus cosas. Seguí preguntándome por qué se quería matar, qué había pasado hace un mes que lo hizo trabajar en su muerte. Al volver cerré la puerta y me dirigí a su despacho, mientras la canción de Caifanes seguía sonando. Me asomé por la ventana y vi que don Miguel forcejeaba en vano. Abrí el cajón donde estaba el arma y comencé a revisar. Tenía fajos de billetes, recibos, facturas y entre todos esos papeles que sonaban secos encontré un sobre blanco. Se me hizo curioso, porque adentro había una fotografía en blanco y negro que se trasparentaba. Lo abrí y no pensé que allí estuviera la respuesta a mis preguntas. Era la imagen de una mujer joven, de cabello ondulado, ojos claros que alcanzaban a distinguirse, tenía ropa de antigua moda y sonreía feliz. Vi el reverso de la foto y decía: «Lucrecia, 1975». En el mismo sobre había un papel que se veía nuevo. Desde afuera don Miguel me gritaba: «¿Qué haces hijo de puta?». Sin pensarlo vi que se trataba de una carta donde se decía que la tal Lucrecia había muerto en Guadalajara y que había sido enterrada por sus familiares. El remitente era Reynaldo San Juan, quien decía ser su amigo. Al guardar el papel comprendí que mi patrón había perdido algo con la muerte de esa mujer, quizá una hermana, una amiga, un amor secreto o una amante en adulterio. A ciencia cierta no lo sabía, pero entendí por qué estaba solo y quería matarse. Volví al jardín con un nudo en la garganta.

―Don Miguel ―le dije serio.

―Ahí vienes, imbécil, suéltame, ¿qué viste?

―Empiezo a entender por qué se quiere morir, acabo de ver la foto de una mujer y una carta. Créame que lo siento. Debió de querer mucho a esa persona.

―Entonces suéltame.

―Siento mucho su tristeza, trato de comprenderlo ―dije mientras lo desataba.

―Entonces me harás el favor.

―La verdad no quiero, pero si recurrió a mí es porque me considera su amigo y eso me halaga, patrón. Sólo por usted haré lo que pide.

―Gracias, Concho. La vida no vale nada. Esa mujer era el amor de mi vida. La quise como tú no tienes idea. Hace cuarenta años tuvimos un romance, era hermosa y asediada por muchos hombres. Un día su actual esposo apareció y Lucrecia comenzó a engañarme con él hasta que me despidió definitivamente el cuatro de junio de 1975, justo cuando yo le propuse matrimonio, lo recuerdo bien. Prefirió casarse con el otro y yo decidí no hacerlo con nadie si no era con ella. Así son mis decisiones, dirás tú, drásticas, pero así soy yo. Le mandé cartas durante todos estos años, contándole cómo estaba, diciéndole que yo siempre estaría disponible para ella, mas nunca recibí respuesta. En ocasiones mi amigo Reynaldo San Juan me escribía algunas cosas y así supe que Lucrecia tenía dos hijas y que aparentaba ser feliz. En mi habitación tengo los sobres cerrados, porque ella en todo momento los devolvió al cartero, en total son cuatrocientos ochenta, casi a diario los cuento. Al final, la carta que recibí fue de hace un mes, solo para decirme que ella había muerto. Entonces acabó mi razón de vivir. Hoy quiero morirme y no habrá nadie que le dé marcha atrás, ni siquiera Dios, quien me dio libertad para hacer lo que quiera. Mientras Lucrecia vivía, yo era feliz sabiendo que estaba bien. Ahora que murió ya no tengo nada qué hacer. Que sea de una vez y no mañana.

―Quisiera contradecirlo, don Miguel, pero veo que es inútil, usted tiene sus motivos y voy a respetarlos. Dígame lo que debo hacer.

Mi patrón miraba hacia el suelo y yo continuaba con mi nudo en la garganta. No pude contener el llanto y don Miguel tampoco, así que nos dimos un abrazo.

―Cuando muera, quiero que me entierres con la fotografía de Lucrecia y que sea aquí en el jardín. Estoy ansioso de que ya todo acabe. Puedes pasarme el arma, por favor, tú sabes dónde está.

―Aquí lo tengo entre mis herramientas, patrón ―le pasé el «juguetito» que en mis manos lo sentí frío, como si presintiera que pronto haría su trabajo.

Entonces don Miguel se paró frente al naranjo y puso el cañón en su boca, no se veía nervioso, parecía haber meditado acerca de este momento, y mientras yo sentía que mi respiración se aceleraba, hizo fuego. El arma sonó en verdad como un cohete de feria; mi patrón lo soltó y ahí cayó con el rostro reventado. Al verlo no pude contenerme, el nudo de mi garganta se desamarró al sentir mi profundo respeto por él. Un rato después hice todo lo que pidió. Cuando apagué la música di por concluido mi servicio, ya era de noche. Luego entré por última vez al despacho, abrí el cajón, tomé los mil pesos que me prometió y salí. Desde entonces, a la fecha, quiero pensar que don Miguel descansa en paz en su jardín.

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