Leonardo Velasco
George estaba en el automóvil, era una mañana nublada y los
goterones de lluvia se impactaban sin cesar en el parabrisas. El reloj de
pulsera marcaba las cinco treinta y uno, ¿será un puntapié del destino o mera
coincidencia? ¿Cómo era posible que todavía funcionara después del golpe recibido con la cacha de la pistola de
aquel policía, el cual terminó destrozando la carátula? Las calles estaban aún
oscuras y desiertas, la patrulla donde viajaba pintaba de azul y rojo los
edificios modernos de la ciudad mientras el sonido de la sirena era seguido por
el aullido de los perros vigilantes a su paso. George tenía las manos esposadas
en la espalda y en la frente se confundían las gotas de lluvia resbalantes
desde el pelo con la sangre brotando de la herida en la sien. El olor dentro de
la patrulla le parecía insoportable, ese olor a prostituta barata, aunado al de
la adrenalina de un ladrón en fuga, casi lo hacían vomitar. Recargado en el
asiento trasero donde los dedos buscaban orificios en la piel cuarteada bajo
aquellos glúteos y con la mirada fija en el piso comenzó a perderse en sus
pensamientos. Las burlas y amenazas proferidas por la pareja de policías ubicada
al frente chocaban con aquel cristal de la patrulla, este dividía la ley de la
escoria de la ciudad, solo dejando pasar un leve murmullo que George en estado
de trance no llegaba a comprender.
George era un hombre de treinta y cinco años, alto y de piel
trigueña, sus ojos verdes guardaban una mirada profunda, la cual en ciertos
momentos mostraba un deje de depravación cuando se le miraba fijamente, el
observador de esa mirada no la podría sostener sin percibir algo de miedo
corriendo por los huesos, esto lo disimulaba con el pelo corto, el cual le daba
a su semblante un aire de seriedad y refinamiento, era una persona amable, uno
diría de confianza si se le topa en la calle y se conversa un rato con él. Vivía
solo en una pequeña residencia con todos los lujos de una familia adinerada,
bueno eso era antes del asesinato del padre en circunstancias no muy claras
dentro del burdel de Lola la Adelita. Papito, como le decía, era un respetado
hombre de negocios. De su madre sabía muy poco desde el incidente del abandono,
cuando George tenía diez años. Solo una carta anónima cada primavera; esta
incluía la foto de una mujer que
envejecía con el tiempo, sonriendo a la cámara junto a un «Te quiero» escrito
en letra cursiva. Aun así siempre fue para él un recuerdo perfecto, lleno de
pureza y cualidades celestiales. Desde el momento de la muerte del padre la
fortuna heredada la fue despilfarrando en fiestas y viajes, dejando al final a
George, el desempleado por antonomasia, en una situación precaria, y teniendo la
casa como único bien restante buscó rentar el cuarto de huéspedes para sortear las
dificultades monetarias. Desde muy chico siempre fue una persona muy aislada e
introvertida, se refugiaba en lugares oscuros como el sótano o el ático para
jugar con aquellas mascotas, animales cazados por él mismo cuando iba a la casa de campo de los abuelos, el
consentido era Robert el ciempiés, estos vivían en frascos o cajas de zapatos
dependiendo del tamaño, la astucia y la peligrosidad; era menester tener cuidado
con el séquito de víboras de varios tamaños y colores. En la pubertad comenzó a
tener una propensión algo inusual por el sexo, una sinsentido dominante, el deseo
siempre superando a la razón. Más de una vez trató de hacerle el amor a Georgy,
el conejo, o a Paul, el pastor alemán, ya viejo en esos años, no perdía ocasión
alguna para masturbarse con cremas, aceites, aderezos o cualquier cosa que
creyera aumentaría el placer de una forma u otra. Su mayor orgullo era su
colección de revistas y películas pornográficas, le encantaba presumirlas en el
colegio; eso sí, en toda su vida no había tenido la oportunidad de tener una
mujer desnuda y a mano para practicar lo aprendido con John Holmes, si algo dominaba
a la lujuria guerrera era su timidez desenfrenada con el sexo femenino, preferiría
morirse de hambre antes de solicitarle a una camarera un platillo en un
restaurante, por eso siempre buscaba sitios donde por lo menos hubiera un
hombre para atenderlo. Ese obstáculo nunca lo había podido superar.
Solo dentro del compartimento para delincuentes seguía George casi
inmóvil, las frases sueltas y las ideas particionadas por el subconsciente,
entraban y salían de su mente como recovecos de un laberinto, que la parte
consciente debería ir articulando para darle sentido a lo sucedido desde la
primera renta del cuarto de huéspedes al señor Tompson. ¿Cómo pudo haber
desencadenado todo en este punto?, al principio era un negocio tan lucrativo y saciante
de sus deseos, desde los más bajos hasta los más altruistas, ¿por qué si hacia
feliz a los desahuciados del sexo era considerado un criminal tan temido? En
ese momento los pensamientos comenzaron a configurarse en un orden cronológico,
todo comenzó aquella tarde hace algunos meses.
El señor Tompson era un hombre de aproximadamente setenta años,
vivía en el edificio de la esquina, de piel ya flácida que lo acompañaba a
todas partes. George lo recordaba caminando frente a su jardín por las mañanas
del brazo de su esposa, de la cual nunca supo el nombre; a primera vista
parecía un hombre feliz. Esa tarde George estaba sentado en las escaleras del
pórtico de su casa que daban a la calle, Andrew nombre de pila del señor
Tompson se le acercó, esta vez iba solo, cuando estuvo lo suficientemente cerca
y con una voz grave pero temblorosa le dijo:
⸺He oído que renta un cuarto, ¿es verdad?
⸺Sí es cierto. Lo rento por semana o por mes, tiene baño propio y
vista a la calle, está amueblado con una cama matrimonial, un ropero y un
escritorio, el precio lo trato personalmente con el interesado. ¿Es para algún
familiar?
⸺No, es para mí ⸺En ese momento la cara de Andrew perdió su color y
las manos le comenzaron a temblar, tomando aire prosiguió⸺. El problema es mi
necesidad de rentarlo solo por unas horas, además requiero su completa
discreción.
⸺Y es para usted solo, o también lo ocuparía su esposa.
Andrew secándose el sudor de la frente con un pequeño pañuelo
blanco sacado de la bolsa del pantalón prosiguió:
⸺Esa es la cuestión, va a haber otra persona pero no es mi esposa,
es una mujer con la que he querido estar a solas por algún tiempo y no he
encontrado el lugar propicio, un lugar privado, que nos permita hacer cosas no posibles en
público⸺ pronunciado esto, el semblante de Andrew se suavizó y la calma volvió
a su ser, lo dicho, dicho está.
⸺Entiendo, se lo voy a rentar si desea en cincuenta dólares la hora,
ya sé, dirá, «es un precio muy alto», pero créame, lo vale. Como usted sabe es
una de las casas más lujosas de la zona y no hace mucho fue remodelada por mi
padre, justo antes de morir, será como estar en un palacio. Además será tratado
como un rey, así podrá deslumbrar a su
conquista, porque supongo yo es su conquista. Todo estará dispuesto en el
momento que cruce por el umbral del cuarto, es más si no resulta completamente
complacido solo me pagará la mitad. Solo hay un pequeño inconveniente: el
cuarto no tiene puerta, la mandé a arreglar; usted sabe cómo se hincha la
madera con la humedad.
Estas palabras bastaron para que regresara el nerviosismo a la cara
de Andrew, sonrojándolo como nunca antes, las manos comenzaron a temblarle de
nuevo y en ese momento quiso decir algo, su voz se ahogó en la garganta, esto
le sirvió para meditar unos minutos qué respuesta debía dar, mientras George al
ver su reacción trató de calmarlo:
⸺No se preocupe, el cuarto da a un hall privado, dos
ventanas con vista al jardín hay ahí, estas ventanas tienen unas cortinas que
al cerrarse no dejan pasar la luz exterior y el hall queda completamente
oscuro, eso permitirá su completa privacidad.
Tompson con una voz nerviosa contestó:
⸺Necesito hacer los preparativos, todo debe estar solucionado para
el viernes después de las siete de la tarde, a esa hora llegaré disfrazado con
una gabardina café y un sombrero de felpa azul marino, de mi brazo irá una
mujer de setenta y nueve años con una bolsa de mano color vino, tocaremos dos
veces en la puerta de su departamento y sin decir una palabra nos mostrará el
camino a la habitación.
⸺Es un trato.
Llegó el día viernes, por la mañana limpié el cuarto lo mejor posible,
la cama tendida con unas sábanas de terciopelo azul le daban al lugar un aire
de distinción, el buró y el escritorio de madera de pino claro se encontraban
recién pulidos y el piso lucía un tapete con motivos árabes en colores grises,
la luz entraba por la ventana y calentaba el lugar, en el baño las toallas
recién lavadas y colgadas de los percheros. Antes de salir a comprar una
botella de vino y dos copas prendí un incienso para eliminar el olor a encierro
y perfumarlo con un toque de pasión y deseo, cerré al salir para encerrar el
olor y fui al supermercado. Ya de regreso, entré en la habitación y coloqué
sobre la mesa de noche una botella de vino tinto californiano y unas copas de
cristal, estas aparentaban una delicadeza inexistente, como si hubieran costado
diez veces más de lo pagado por ellas, cerré las cortinas de la ventana y me
fui a la sala a esperar la hora indicada.
Cuando el reloj de pared marcó las siete y quince se oyeron dos golpes
secos en la puerta principal, apagué el cigarro a medio consumir y abrí la
puerta lentamente, ante mí se encontraba Andrew, tardé algunos segundos en
reconocerlo, su cara casi cubierta por completo por un sombrero azul irradiaba
una felicidad insospechada para una persona de tanta edad; me sonrió, depositó
cien dólares en mi mano y con una voz segura y fuerte me pidió le indicara el
camino a la habitación en renta. La acompañante era un poco más baja que él y
caminaba con dificultad, llevaba puesta un cuerpo con una pequeña joroba
mirando al cielo, su cara aunque arrugada a más no poder mostraba una felicidad
casi comparable con carmesí se acentuaba en cada sonrisa. Los conduje al cuarto
y abrí la puerta, un olor exquisito comenzó a inundar nuestros pulmones, Andrew
y su acompañante me sonrieron por última vez al pasar a mi lado mientras
caminaban a la cama donde se sentaron frente a frente. Yo ahí parado en el
quicio de la puerta veía el movimiento de sus labios al hablar, solo alcanzaba
a escuchar un casi silencioso ir y venir de palabras sin poder estructurar las
frases resultantes. Así me perdí en el hall, escondido en la oscuridad contrastante
a la poca luz de la lámpara de noche en la habitación y a aquella entrante
desde el jardín por la ventana. Me quedé observando, en mi posición invisible a
los inquilinos.
Sin dar tiempo a que el reloj siguiera su marcha en vano,
comenzaron a besarse apasionadamente, Andrew, con la mano recorriendo
lentamente la cara de su Afrodita, y ella a con las manos buscando algún botón
de la camisa de su Apolo. Mientras aquellos cuerpos comenzaban a quitarse las
cadenas de los ropajes callejeros en ese momento ya innecesarios, yo fui hasta
el comedor por una silla y la dispuse en el centro del hall de cara al cuarto,
donde me senté a observar cómo se amaban dos cuerpos casi putrefactos gimiendo
de deseo y excitación. Mi mirada atónita ante aquel espectáculo, los besos
buscando los cuerpos, las manos buscando los sexos, todavía se podía vislumbrar
en ellos a dos adolescentes perdiéndose en la cama por primera vez. Hace mucho
tiempo, no sé cuánto, no oía las voces que responden a lo sublime del acto
sexual, esas voces imposibles de callar hacían mi excitación creciente, fue entonces
cuando el clímax hizo su aparición, dos voces confundidas anunciaban el momento
del orgasmo, en mi pantalón una mancha húmeda hizo presencia, toda mi vergüenza
se concentró en mi faz. Viendo esas dos siluetas exhaustas descansando bajo las
sábanas, tomé mi silla y la devolví al comedor, hui encerrándome en mi cuarto, dejando
solo prendida la luz del hall para que los amantes pudieran regresar a su
pesada realidad después de haber tocado un pedazo del paraíso.
Ese fue el inicio de mi negocio, rentar el elegante y acogedor
cuarto por hora, eso sí, solo a personas cuya edad pudiera prever la existencia
de nietos, hombres y mujeres testigos de los barcos de vapor y conocedores de
las estufas de carbón. Siempre observando cómo se aman en la privacidad,
huyendo de la realidad, con tantos parentescos y lazos que les prohíben
revelarse ante las reglas sociales, definidas aún antes de su nacimiento. Al
principio, pocas eran las personas solicitantes de este servicio, pero poco a
poco derivado de charlas de dominó y confesiones de estéticas mis clientes fueron
aumentando. Diferentes hombres con las mismas mujeres, diferentes mujeres con
los mismos hombres. Antes de esto me hubiera sido imposible imaginar que los
encuentros fortuitos entre personas con tantos inviernos encima pudieran
siquiera equiparar aquellos entre jóvenes o adultos.
Solo existía un punto coincidente en estos encuentros, mi mirada
como único testigo en tercera persona y la discreción siempre profesada a mis
parroquianos. Todo esto confluía en el espacio y el tiempo dando como resultado
momentos difíciles de olvidar; era yo un caballero con lo necesario preparado y
en el lugar donde cada cosa debe estar justo antes que la pareja en turno diera
los dos golpes secos en aquella madera hueca.
Así pasaron los meses, siempre el cuarto ocupado, desde que el
reloj marcaba el principio del día, hasta el ingreso de la luna en el
firmamento anunciando la hora de volver a la misma realidad, arrastrada desde
hace más de diez lustros con la misma pareja. Eran de seis a siete visitas
diarias, entre ellas el consiguiente acomodo de la habitación para la próxima aventura,
la silla siempre colocada en el mismo lugar era testigo de cómo la piel, no
importando su estado, puede pegarse a otra similar, anunciando el inicio de
otro rito en el número treinta y nueve de la avenida Constituyentes en el
centro de la ciudad.
Debo confesar que no todos los encuentros presenciados eran iguales,
cada uno me despertaba emociones y sensaciones distintas, unos me excitaban con
toda su fuerza, como si fuera yo el intruso haciendo el amor con alguno de los
recuerdos de las mujeres amadas; otras veces la ternura me invadía y llegaba a
ver en los amantes juegos de niños siempre fascinantes, entre pelotas y baleros,
entre charcos y riachuelos, ver en ellos la inocencia de ser pillado al robar
por primera vez un dulce de la tienda de la esquina; otras tantas el
sentimiento era de asco, no sé la razón, si fueran los días, el calor o mi
sentido del humor, pero en aquellas ocasiones me parecía estar viendo dos
cerdos haciendo el amor en el chiquero de cualquier rastro, con las carnes
flácidas y caídas listas para tocar el suelo separándose del cuerpo madre, y
así, convertirse en un animal con vida propia, arrastrándose por el suelo hasta
perderse bajo la puerta del baño. Cada testimonio enfrentado era una
experiencia nueva, esta añadía a mi ser un nuevo significado e iba conformando
la persona que ahora soy.
Todo transcurría en armonía, la paga nunca faltaba y la mayoría de
las veces era merecedor de una muy buena propina que los clientes dejaban al
salir en la mesita de noche, billetes o monedas recabadas solo hasta el momento
de arreglar el cuarto para las siguientes visitas, esto debido a la decisión
tomada cuando Andrew cruzó por la puerta la primera vez, esa decisión
transformada en regla me obligaba a una vez consumado el rito yo me iría a mis
aposentos para no ver cómo los amantes en turno se marchaban. Era un negocio
del cual no podía pedir más, el dinero comenzó a sobrarme, mi cuenta de banco aumentaba
día a día su balance, mis deseos carnales eran bien saciados, por fin lo había
conseguido, después de tanto luchar tenía el negocio perfecto.
Las cosas cambiaron la semana pasada, en un día aparentemente como
cualquier otro, el tiempo había pasado sin contratiempos, la hora de cerrar ya
había llegado, al oír la última pareja abandonando el cuarto, lo limpié como
todas las noches, cené una concha con un vaso de leche y me fui a dormir, esa
noche estaba más cansado de lo usual, no tardé mucho tiempo en caer rendido,
como es costumbre cuando estoy tan cansado esa noche no soñé, no tuve
pesadillas ni sueños placenteros. En la madrugada dos golpes me despertaron
súbitamente. Miré mi reloj, eran las cinco treinta y uno de la madrugada. «No
puede ser, a estas horas nadie viene, debo haberlo imaginado». Dos nuevos
golpes me persuadieron de no estar soñando. Me levanté, me puse mi bata y fui a
la entrada. Contrariamente a la costumbre no abrí de inmediato y pregunté:
⸺¿Quién es, qué quiere a estas horas?
Una voz tímida, por mi experiencia auditiva de un señor rondando
los ochenta años, contestó:
⸺Queremos rentar el cuarto, sé que es tarde pero en verdad lo
necesitamos.
⸺No son horas, vengan mañana y los atiendo con mucho gusto, en
verdad no puedo.
La voz replicó de nuevo:
⸺Se lo suplico, es nuestra única oportunidad de estar juntos, se
lo ruego, le pago triple ⸺algo incomprensible tenía esa voz en el tono, me hizo
recapacitar y pensar, en verdad esas dos almas necesitaban hacer el amor esa
misma noche en esa misma cama.
Abrí, sin darles tiempo a mirarme a la cara me volteé en tono de
desaprobación, con una voz de hartazgo, no frecuente en mí, hablé mientras
caminaba a mi cuarto ⸺Bueno pásenle, es el cuarto del fondo, y perdón por no
ser cortés pero tengo mucho sueño, cuando terminen solo salgan sin hacer ruido,
ah y dejen el dinero en la mesa de noche.
Ya de nuevo en mi cama comencé a dormirme, cuando estaba a punto de
desprenderme de la realidad unos gemidos, como nunca había oído comenzaron a
penetrar mi cerebro, me fueron separando del sueño, yo que tanta experiencia
tenía nunca había oído unos gritos tan penetrantes expulsando desde lo más
hondo de un cuerpo tanta pasión y euforia, nunca había sentido tanta excitación
con dos viejos haciendo el amor. No me pude contener y con el sexo ya tieso me
dirigí hacia la habitación en renta. Lo visto todavía no sé cómo explicarlo, lo
sentido en ese momento me hace temblar incontrolablemente, mis lágrimas brotar
y una tristeza absoluta invadir mi ser, solo pienso en morir y en no volver a
tener consciencia de nada, quizá en vivir como un loco mendigando en las
calles, solo viviendo al día sin causa o efecto, sin razón. La cara de mi madre
asomaba de una espalda llena de manchas con vellos canosos cubriendo los omoplatos
y las piernas abrazando unas nalgas caídas por el tiempo, su cara, aún recuerdo
gemía de éxtasis mientras mi mano frotaba duramente aquel animal entre mis
piernas. En ese momento todo se volvió oscuro, caí desmayado, el siguiente
recuerdo es verme sentado en la silla de siempre con mi pistola calibre
cuarenta y cinco todavía con el cañón caliente frente a dos cuerpos inmóviles
mojando de sangre el tapete con motivos árabes.
⸺Hemos llegado a la comisaría ⸺se oyó una voz mientras dos policías
bajaban a George de la patrulla a empujones, después caminando, uno delante de
él trataba de dispersar a los medios de comunicación ansiosos por conseguir la
mejor nota, era la noticia del año. Así, entraron poco a poco a la comisaría,
George entre dos gendarmes, mientras se oían a lo lejos las preguntas de los
reporteros.
⸺¿Cuánto tiempo duró encerrado con los cuerpos?
⸺Qué nos dice en relación a que lo encontraron desnudo sentado en
una silla con la mirada perdida y el revólver en la mano. Cuántas veces disparó.
⸺Es cierto lo del prostíbulo que manejaba, era proxeneta de
mujeres de la tercera edad.
⸺Qué nos puede decir de la contraseña, DOS GOLPES SECOS EN LA
PUERTA.
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