viernes, 30 de diciembre de 2011

La disculpa pendiente

Víctor Mondragón


En una tibia mañana limeña,  Mario se levantó muy temprano con el afán de dirigirse a los Barrios Altos, en la esquina de su casa subió a  un autobús, algo le perturbaba, había perdido la costumbre de convivir con el bullicio de la ciudad;  tras una hora de recorrido se bajó en el paradero  de la Avenida Abancay con el Jirón Ancash,  contempló lo que un día fue el Restaurante Las trece monedas,   apreció  el zaguán de aquella casa colonial del siglo XVIII y se alegró de ver que el inmueble no había caído en el olvido;  recordaba que esas calles  fueron frecuentadas por intelectuales, bohemios y músicos durante la primera mitad del siglo XX, seguidamente enrumbó hacia la Plazuela de la Buena Muerte (1).

El día anterior, Mario acordó almorzar con un par de amigos de  infancia a quienes  no veía hacía diez años, tiempo en que radicó fuera del país. Eran las nueve de la mañana y Mario quería recorrer aquellas calles sin apuro  alguno, tal cual lo  había imaginado a su regreso,  detuvo su pausado andar para comprar  un periódico y tomó asiento en una de las bancas de piedra  de la mencionada plazuela.

Volteaba la mirada y veía como gente de limitados recursos ingresaba al local de atención médica aledaño a la Iglesia de la Buena Muerte, lugar donde   alguna vez él también recibió atención sanitaria. Recordó la hermosa sala capitular de la iglesia  y que tiempo atrás  hubo un campo de fútbol y un convento que al quedar deshabitado fue donado para la construcción del colegio donde él estudió. Tras unos minutos, se puso de pie, miró la esquina de enfrente y apreció la Iglesia de Trinitarias y  a cien metros la imponente Iglesia de Santa Clara, se decía a si mismo que  en la Lima antigua casi habría una iglesia en cada esquina.

Mientras leía su periódico no podía dejar de levantar la mirada y ver los rostros de la gente que por allí transitaba. Al ver pasar unos escolares con rasgos nikkei (2) arribaron a  su mente recuerdos de su infancia, habría tenido unos seis o siete años de edad cuando  conoció a un vecino, unos veinte años mayor que él, de mediana estatura, piernas gruesas como las patas de una mesa de billar, cejas pobladas,  cabello corto,  de cadencia oriental al caminar,   carácter solitario  e hincha acérrimo del club Deportivo Municipal –como muchos del barrio.

Mario recordó que en los años de su infancia se imponía el estereotipo de ser bacán y algunos como su amigo Kenchán,  solían vestir la camisa sin abrochar  incluso en  invierno, era una forma peculiar de amedrentar o de decir nadie se meta conmigo.

Nunca supo el nombre exacto de dicho vecino, él le solía llamar Kenchan; como en todo barrio limeño de la época, era común poner apodos o sobrenombres a las personas, sin embargo era tal el respeto que le  tuvieron   que nadie se atrevió a llamarlo por apelativos. Como  con la mayoría de los  japoneses, al principio le pareció parco y serio pero con el tiempo notó que poseía tanta chispa y picardía como  los criollos de la zona.

Con el correr de los años se hicieron grandes amigos, Kenchan   llevaba una vida muy peculiar, en las noches, indiferente al frío o la garúa, solía permanecer de pie en las esquinas hasta altas horas, engañando a su soledad, inventaba ficciones para poder vivir, por ese motivo se  levantaba casi al medio día y luego se iba a trabajar en  una vidriería hasta las ocho de la noche. Para Mario siempre fue una incógnita el por qué del estilo de vida de Kenchan, recordó que éste realizaba mentalmente operaciones matemáticas con asombrosa precisión. Mario siendo ingeniero nunca lo pudo superar; asimismo, aquel vecino era imbatible en el juego de ajedrez; solía sostener largas partidas simultáneas contra más de un contrincante, al parecer, conforme transcurrían  las horas, su mente alcanzaba mayor lucidez. Conversar de pie en una esquina de la calle era como frotarse con  el bálsamo de la risa y el entretenimiento –por ser gratis quizás-, sea cual fuese el tema,  Kenchan  dedicó allí sus mejores horas -tal vez engañando  a cierta aflicción que le acechaba-, sin embargo,  seducía con el hechizo de sus opiniones acertadas y propias de un perspicaz lector del alma humana. En esas épocas era muy natural ir y regresar caminando entre los Barrios Altos y otros distritos.

-Caminar platicando es el entretenimiento del pobre –solía decir Kenchan.

Las noches limeñas eran calladas, casi sin transporte público, con calles  amparadas por la deliciosa impunidad  del  alumbrado mezquino,  adornadas  con montículos de basura a la espera de ser recogidos, ambiente propicio para quienes gustan de confundir las madrugadas con el amanecer.

-¿Por qué trasnochas siempre? –le preguntaron a Kenchan.

-Padezco de insomnio y a veces pesadillas, procuro caminar hasta que me sorprenda el alba –contestaba Kenchan.

-Además me ahorro el desayuno –añadía. 

-¿Y así eres feliz? – le preguntaron.

-La felicidad no existe como tal y si alguna vez creemos sentirla, se torna  irrisoriamente breve –contestaba el oriental.

-En nuestros anhelos no entiendo  por qué si la vida nos quita la posibilidad de  algo ¿por qué no nos quita también su deseo? –solía culminar.

Al parecer en su inexorable destino habían colaborado esfuerzos frustrados,  la incertidumbre y  finalmente la resignación. Mario recordó que el oriental solía ir  a pescar los días viernes y regresaba los    domingos con una canasta circular repleta de pescados. Un día al atardecer, Mario escuchó que tocaron su puerta, la abrió y encontró a su amigo japonés con tres chitas grandes y frescas.

-Son para  tu familia –dijo Kenchan.

Mario quiso pagar por los pescados pero el japonés con un ademán se negó, su mirada lo decía todo, era una manifestación de amistad. Mario  frió las chitas y las consumió con una salsa a base de cebolla, limón y ají limo; una delicia para cualquier paladar.

Era ya el mediodía, el aire tóxico de la ciudad era ganado por el olor de comida preparándose   mientras  las calles se poblaban  de escolares, el visitante recordaba que su colegio había quedado a unos sesenta metros de distancia  y aquella plazuela era camino obligado hacia su casa; los años pasaron  pero al igual que antaño veía como algunos escolares se divertían pendenciando por las calles.

Mario se fijó en unas casas abandonadas tratando de ubicar  el restaurante llamado la Buena Muerte, recordó que el local había sido bodega y posteriormente restaurante, su fama se  extendió por la ciudad y sus platos fueron muy mentados. De ese modo recordó que cuando él y su vecino Hiro  ingresaron a la universidad fueron agasajados  por Kenchan; en su mente afloró que el local estuvo ubicado cerca de la esquina con Jirón Paruro, en la Calle de la Penitencia, lugar donde Pinglo falleció. El restaurante se situaba un peldaño debajo del nivel de la calle, era sumamente reducido, un tanto oscuro, parecía un hueco; aquella vez llegaron temprano y se ubicaron  en una esquina.

- Paisa, una negra al polo, choros (4)  y un pejesapo –dijo Kenchan dirigiéndose al  dueño del local.

Presurosamente un muchacho les alcanzó una cerveza negra mientras los comensales se incorporaban y apreciaban con extrañeza los pescados disecados que fungían de adornos en las paredes.

Más pronto que tarde compartieron una suculenta fuente de choros a la chalaca,  entre risas y bromas hicieron uso de sus manos para llevarse a la boca las mencionadas conchas. Momentos después, el camarero apareció con una gran fuente que contenía un extrañísimo pescado humeante.

-Ala, es más feo que el hambre –exclamó Hiro.

-Sí pero su aroma es excepcional –replicó Mario.

El compartir se aunó a la amistad, los comensales picotearon de una misma fuente; los cachimbos consumieron el fino y blanco pescado con extrañeza al principio, con curiosidad también,   con sumo agrado después.    

-Esto es pejesapo al vapor, la salsa es a base de tau si (5), solo para conocedores -concluyó Kenchan.

En pocos instantes los amigos extinguieron las blancas y jugosas carnes del pescado; una blanquecina carcasa sobre la fuente quedó como mudo testigo de lo que había sido minutos antes un exquisito pescado.

-Fue para chuparse los dedos –opinó Hiro.

-Hay más todavía – contestó Kenchan mientras levantaba un brazo dando una señal al camarero.

-Cortesía de la casa –dijo el mozo mientras entregaba a los amigos sendas tazas de chilcano muy caliente; cada comensal añadió, según su  gusto,  limón, ají y culantro.

En pocos minutos  el restaurante  se fue  copando de personas, no faltaban quienes de pie esperaban su turno para ocupar una mesa.

-¿Eres japonés? –preguntó Mario.

-Nací en Hawái mientras mis padres venían hacia el Perú pero soy tan peruano como ustedes –contestó el oriental.

Seguía llegando gente al restaurante, Kenchan pagó la cuenta y los  amigos cruzaron la pista y se sentaron en la misma banca donde Mario recordaba todo eso.

-Todos te respetan porque eres profesor de karate ¿no? –preguntó Mario.

-Solo es un hobby para mí –contestó Kenchan.

-¿Cómo es que siendo tan hábil no estudiaste una profesión? –inquirió Hiro.

-Claro que lo quise pero trabajé desde joven y tuve poco tiempo para dedicarlo al estudio, pero ustedes serán algún día profesionales y yo me alegraré mucho  –contestó Kenchan.

Mario había acudido temprano a la mencionada cita con la esperanza de ver  a algún conocido, él sabía que la mayoría de sus amigos  emigraron a otros barrios pero confiaba en que encontraría a alguien; vio a lo lejos a un moreno alto y fornido que se acercaba presuroso, hizo un alto en sus recuerdos y miró que aquel   llevaba una fuente sobre su cabeza; no lo podía creer era el  vendedor de zanguito (7) de su niñez. Habían pasado más de cuarenta años y el tradicional vendedor seguía ofreciendo su único y peculiar producto; el comerciante vestía un polo blanco, los años no  pasaron en vano, una blanca nieve  pintaba su rizado cabello pero mantenía su  sonrisa  dibujada en el rostro.

-Deme con adivinanza –solían pedir sus amigos de infancia; el moreno decía una adivinanza y si el niño acertaba, el zanguito  era gratis.

En la década de mil novecientos ochenta, muchos peruanos nikkei se fueron a trabajar a Japón huyendo de la pobreza y de la falta de oportunidades,  entre ellos marchó Kenchan. A finales de  la década siguiente  regresó al Perú con dinero aunque pasmado de incertidumbre, atribulado por la fatalidad de la existencia de un destino, nuevamente los amigos se encontraron.

-Amigo, ¿por qué no te casaste? –le preguntó Hiro.

-No todos nacemos para el matrimonio, además cada uno tiene un destino que acatar –respondió Kenchan.

-¿Tú crees en eso? –preguntó Hiro que hacía caso omiso a que los estragos de la vida no son iguales para todos.

-Siempre me negué a aceptarlo pero lo que he visto y vivido tuerce mi opinión – contestó Kenchan.

-Nunca nos contaste por qué trabajaste desde joven –indagó  Mario.

-Cuando tuve siete u ocho años estudiaba en un buen colegio particular pero un día todo cambió, el negocio de mi padre fue saqueado por una turba de personas y por muchos años  tuvimos que trabajar para pagar la deuda de un  Tanamoshi (6) contraído para establecer  una relojería –contestó Kenchan.

-¿Por qué no se quejaron a la policía? –preguntó Hiro.

-Qué va, Perú declaró la guerra a Japón, fuimos perseguidos,   tuve que abandonar la escuela y trabajar, nos vimos con Ambrosio (8). ¿Sabes?, comer solo es muy amargo pero no comer es peor –replicó Kenchan mientras consumía cigarrillo tras cigarrillo. .

-Pero hubieran explicado que les robaron –dijo Mario.

-El honor es primero y una deuda impagada es una gran ofensa entre los paisanos, quizás no lo comprendas –replicó Kenchan.

Mario recordó aquella última conversación en una esquina de su barrio, lugar frecuentado con deleite, donde diversos proyectos marchitaron  y otras tantas ideas desfallecieron; sentado en la plazuela reflexionó sobre un país que se jacta de ser residencia de todas las sangres pero que deja  reinar  la mal entendida viveza criolla -esa salsa turbia de sabor  egoísta que disimula en su seno  prejuicios racistas-, en esos instantes arribaron sus amigos nikkei Hiro y Kenyi,  compañeros de escuela, de universidad, ex vecinos y mejores amigos aún. El visitante se incorporó y se dieron fuertes abrazos, parecía que   no habían envejecido, estaban tan igual como treinta años atrás, se llamaron por sus antiguos apodos y sonrieron como en  tiempos pasados, olvidaron por unos instantes que ellos, los de entonces, ya no eran los mismos.

Con los años, Hiro y Kenyi se  desarrollaron como prósperos empresarios y le invitaron al mejor restaurante de la ciudad pero Mario les pidió  quedarse en  Barrios Altos,   caminaron unos metros hacia una cebichería en el jirón Paruro.

-Un par de negras al polo, tamal de pescado (9)   y anticuchos de pescado para empezar –dijo Hiro.

-De fondo nos preparas una chita a lo macho (10),  sudado de pescado  y tacu tacu de mariscos (11) –añadió Kenyi.

El profundo olor de pescados friéndose y el olor a mariscos provocaron la segregación de jugos gástricos entre los amigos, mientras esperaban los platos, recordaron a sus profesores, los intensos partidos de fútbol y el rumbo que cada uno tomó.

Tras unos minutos los amigos recibían  su pedido,  tras agradecer al Altísimo, los ex vecinos empezaron a degustar  aquellos deliciosos platos con algo de  fusión entre la cocina japonesa y la peruana.

-Escuché que el Muni bajó a segunda, me imagino pronto regresará a la primera división de fútbol  –dijo Mario.

-¡Qué va!, más fácil es que clasifiquemos a un mundial de fútbol –contestó Hiro.

Durante la sobremesa Mario quiso indagar acerca de lo ocurrido en la segunda guerra mundial; un  silencio embargó la reunión como si los nikkeis no quisieran hablar de eso.

-Mi padre me contó que el  gobierno  les inmovilizó  cuentas bancarias y confiscó sus propiedades –dijo Mario.

Hiro manifestó que no quería tratar el tema pero Kenyi acotó que no habría algo de malo en hablar  del pasado.

 -Mi padre también me dijo que muchos pusieron sus bienes  a nombre de amigos peruanos que los defraudaron  –añadió Mario.

-Mis tíos fueron deportados a campos de concentración en los Estados Unidos, los acusaron  de ser espías, eran peruanos de nacimiento y tenían esposa o  hijos peruanos –comentó Kenyi.

Minutos después, Hiro rompió su silencio.

-Terminada la guerra, por ser indocumentados fueron expulsados de Estados Unidos y el gobierno peruano tampoco los quiso recibir a no ser que tuvieran esposa o hijos peruanos. Muchos se encontraron en un callejón sin salida pues no eran recibidos en el país en que nacieron y finalmente fueron deportados hacia el Japón sin saber siquiera hablar japonés.

Seguidamente añadió:

-Solo algunos pudieron regresar al Perú y doce años después se dio una ley para devolver los bienes y capitales confiscados durante la guerra,  en la práctica dicha ley fue letra muerta y muy pocos pudieron ser resarcidos.

Finalmente concluyó:

-Si bien muchos nikkei lograron sobreponerse y levantarse a base de   sacrificio, hubo algunos que lo perdieron todo incluso la esperanza.

Aquellas palabras hicieron sentir culpa ajena a Mario, abrumado por una reprobación que era casi un remordimiento, al igual que su padre en vida, no encontraba una sola justificación a ese oprobio y vergüenza, lamentó la actitud del pueblo y sus autoridades que poco hicieron por paliar la infamia cometida, permitieron  la trágica erosión de los años al igual que los medios de comunicación,   insensibles a los desenfadados envites de la falsedad, testigos esquivos de un pasado donde hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación.

-Ayer traté de ubicar a Kenchan pero me dijeron que se había mudado  -dijo Mario. Se sintió un silencio en el ambiente, se incorporaron de sus asientos mientras comentaban en voz baja, entre murmullos, mascullando.

-Nuestro amigo en sus últimos días tuvo una creciente tendencia al aislamiento, perdió  el  apetito,  sucumbió a la soledad  y finalmente se suicidó – dijo Hiro.

Aturdido por el deseo de llorar, herido en lo más intimo de su alma, con incurable y oscura melancolía Mario buscó refugio en  un hondo suspiro de resignación. La presencia de sus  amigos mitigaba su dolor.

-¿Cuantos más morirán sin recibir siquiera una disculpa por la infamia cometida? –censuró el visitante imaginando que  aunque el estruendo de la justicia retumbara  ya no podría resarcir a su recordado vecino.

Mientras se despedía de sus amigos, Mario no dejaba de masticar entre dientes sobre  los abusos y la impunidad desmesurada del  pasado, amigos del olvido y de amarguras sin cuento. 






 (1): Plazuela de la Buena Muerte: Pequeña plaza ubicada en los Barrios Altos de Lima, probablemente debiese su nombre al centro de atención médica para gente menesterosa, Santa María de la Buen, la Muerte, fundado por  la Beata Josefina Vannini de la Congregación Hijas de San Camilo  y por el Beato Luis Tezza  de la Orden de San Camilo.

(2). Nikkei: Palabra de origen japonés que significa de ascendencia japonesa. Es muy usada en el vocablo peruano.

(3): Felipe Pinglo Alva: 1899-1936, vecino de los Barrios Altos de Lima considerado el mayor compositor de música criolla del Perú. Falleció en la Calle de la Penitencia, próximo a la Plazuela de la Buena Muerte.

(4) Choro: Mejillón (En Bolivia, Chile y Perú)

(5) Tau si: frejoles negros de soja fermentada.

(6) Tanomoshi: palabra de origen japonés. En el Perú consiste en aportes de dinero fijo por parte de un grupo de participantes. El monto total mensual se entrega  a cada integrante según turno, sorteo o mayor oferta.

 (7). Zanguito: Tradicional dulce limeño, de origen negro; durante la colonia, se prepara a base de harina de maíz, chancaca, manteca, clavo de olor, anís y pasas. Se suele ofertar a los escolares con adivinanzas.

(8) Ambrosio: pasar hambre en leguaje popular peruano.

(9) Tamal de pescado: Tamal donde se reemplaza la harina de maíz por kamaboko (pescado molido).

(10) Chita a lo macho: Chita frita crocante acompañada de una salsa con mariscos. Para  la salsa destaca el sofrito limeño a base de ají panca y mirasol. Se acompaña con rocoto.

(11) Tacu tacu de mariscos: Frijoles canarios cocinados, mezclados con arroz y papada de cerdo, todo frito y acompañado de una salsa con mariscos. En la base destaca el sofrito limeño con ají amarillo.

Mi mejor amiga…

Nora Llanos


He tratado de recordar cuándo vi por primera vez a Joel, pero esa imagen no ha quedado registrada en mi memoria… tal vez porque para los niños las fechas no son importantes y suelen guardar solo los sucesos que marcan profundamente su vida;  conocer a Joel seguramente no fue importante en su momento… compartir su vida, fue una experiencia tristemente enriquecedora.

Fue durante unas vacaciones que nos dimos cuenta que cada vez con más frecuencia, Joel nos miraba desde cierta distancia, a mí y a mis mejores amigas, Marité, Lula y Conchito, jugando a la ronda, a las muñecas o a las “palmaditas”.  Nosotras sabíamos que Joel estaba ahí, pero lo ignorábamos con esos aires de importancia que a veces se dan las niñas:   lo cierto es que también lo observábamos con disimulo y compartíamos nuestras impresiones en medio de risitas, susurros y medias palabras, un poco desconcertadas por el interés que despertábamos en Joel… los otros niños parecían odiarnos y ni pensar que se nos acercaran… pero él era distinto...

-Es Joel, vive por la casa de mi tía Mechita – nos decía Marité  - y solo juega con su perrito, ese crespito que está ahí, siempre lo trae al parque-  Joel no nos era desconocido, probablemente lo habíamos visto en el cine, en misa o en el parque.    Era lindo Joel, alto para sus siete u ocho años, delgado, de ojos grandes y oscuros que siempre mostraban una expresión como de sorpresa.   Tenía el cabello muy negro y suave que le caía sobre la frente, permanentemente alborotado, pero siempre limpio y brillante.

En algún momento Joel pasó a ser Joé y se convirtió en nuestra sombra… un infaltable compañero silencioso, sin voz ni voto, que se limitaba a observarnos con muda atención, sumándose y hasta disfrutando los juegos  de cada día, sin decir una sola palabra.  Nos habíamos acostumbrado a su presencia y cuando faltaba, nos mirábamos preguntándonos en silencio, dónde estaría Joel… de pronto aparecía y tomaba su lugar cerca de nosotras y entonces, sentíamos que estábamos completas.

-Oye, podemos ver a tu perrito, ¿no muerde? – dijo un día,  inesperadamente, Marité, casi sin mirar a Joel. Todas nos volvimos a observarlo, esperando su respuesta. Por fin teníamos la oportunidad de oírlo y tal vez se animara a ser nuestro amigo. 

-Si quieres… -respondió Joel,  dibujando apenas una sonrisa.   Fue suficiente para que nos acercáramos en tropel, rodeándolo y aturdiéndolo con nuestras muestras de contento…

-qué lindo, qué lindo, ¿se llama Duque, no? – mira qué bonito, cómo corre, mira su pelito, qué lindos sus ojitos… y como mueve la colita – tiene sed, hay que darle agüita– hablábamos todas a la vez.  Joé nos miraba con ojitos brillantes de contento. 

A partir de ese día, Joé nos esperaba en el parque, en aquel lugar bajo el árbol grande donde había una banca de madera y fierro, a la que llamábamos “la casa”, sobre la que armábamos una especie de tiendita para las muñecas y todos los demás juguetes propios de niñas, que llevábamos a todas partes.  Allí permanecía Joel con nosotras hasta que nos íbamos… callado, observándolo todo sin tocar nada, como si le estuviera prohibido, pero evidentemente disfrutando de algún modo, de nuestros juegos a ser mamás, comadres, dueñas de tiendecitas imaginarias o de vecinas bulliciosas, así como de nuestros afanes para vestir a las muñecas, compitiendo por quien tenía el vestido o el peinado más lindo y compartiendo invisibles tacitas de té y bizcochos inexistentes

-¿Con quién juegas en el parque, nena? –preguntó mi madre un día…

-Con Marité, Conchito y Lula, mami…

-¿Alguien más? –pregunta con esa voz que ponen las madres cuando ya saben la respuesta y entonces ya no vale la pena mentir o callar.

-ah!, a veces también va Joel… pero él no juega, va con su perrito y solamente nos mira cómo jugamos,  lindo su perrito, se llama Duque y es juguetón, no muerde.

- ¿Y es bueno ese Joel?...  -¿se porta bien?

-Sí mami, es bueno, pero siempre está triste, no tiene amigos, a veces jugamos con la pelota y él siempre gana porque es alto y tiene fuerza.

-Un día de éstos te acompaño al parque y así conozco al tal Joel, ¿qué te parece?

-Si quieres…

Fiel a su promesa, o advertencia, mi madre aparecía de vez en cuando por el parque, llevándonos alguna fruta o golosina. Joé se retraía y permanecía callado, aunque contestaba respetuosamente las preguntas que le hacía…

-¿y cómo te fue en el colegio Joel?

-Bien, señora… saqué el segundo puesto.

-¡qué bueno Joel!... ¿tienes hermanas?

-No, no tengo hermanas, solo tengo un hermano que es mayor que yo. Juega futbol.

-No conozco a tu mamá, ¿está en la casa?

-No, no vive con nosotros. 

Ese primer verano que compartimos con Joel,  fue un gran verano… él sabía cómo atrapar sapitos en el río y cómo hacer sonajas con chapas,  no tenía miedo de treparse a los árboles y sabía montar la bici mejor que nadie… y le gustaban los perritos y el mar.  Sabía muchos cuentos y cuando los contaba, nos quedábamos calladitas escuchándolo. Eran cuentos de hadas, de libélulas, de gigantes, de reyes y princesas, de ogros, duendes y madrastras.  Pronto descubrimos que tras ese rostro serio,  había un delicioso compañero, juguetón, tierno y protector. Joel se había convertido en parte indispensable de nuestra vida de niñas y aunque éramos muy pequeñas para conocer los misterios y la complejidad del alma humana, intuíamos un algo extraño, misterioso, que no sabíamos poner ni en pensamientos ni en palabras. 

Terminado el verano,  se acababan también los paseos al parque, las muñecas, la tiendita, los sapitos y la bici… era hora de empezar a estudiar. 

-Ya me voy –me dijo una tarde y me dio un papelito con un dibujo de una flor en donde había escrito, “tú eres mi mejor amiga”.

-Tú también,  tú también eres mi mejor amiga- respondí en voz alta, un poco dudosa pero emocionada y a él se le iluminó la cara.

Dos veranos más disfrutamos de un mundo mágico de juegos, cuentos y mutua compañía… pero en algún momento empecé a notar que los chicos no querían a Joel.  Nadie lo invitaba a jugar con los carros y los trompos o la pelota… más bien lo miraban con burla y murmuraban o lo remedaban –Joel, Joeli, Joelia-  y eso nos causaba, especialmente a mí, pena y resentimiento.  ¿Porqué eran tan malos?... si es bueno y estudioso y además es el que mejor patina... poco a poco me fui dando cuenta que Joel no era igual a todos los chicos; nunca estaba con ellos, sin embargo daba la impresión de observarlos con cierto temor y melancolía.

Fue entonces que en mi mente empezó a tomar forma el concepto, hasta ese momento inexistente, de hombre-mujer… ni hombre-ni mujer. Ya la curiosidad me había atrapado y cuando mi madre conversaba con la mamá de alguna de mis amigas, procuraba estar atenta para coger alguna frase que aclarara mis dudas... amanerado… medio raro… delicado… mariquita…  no lo dejan salir… su papá le pega y su hermano también, dicen que para ver si lo curan.  Estas palabras no hacían sino confundir aún más mis pensamientos y me provocaban angustia y aflicción. ¿Estaría enfermo Joel?... -a lo mejor está loquito.

Qué lento parecía transcurrir el año escolar, pero algo estaba cambiando con los chicos… ya no parecían odiarnos tanto y revoloteaban en nuestro entorno haciéndose los tontos… lo más extraño es que a nosotras las niñas, esa especie de flirteo inocente, nos empezaba a resultar divertido. Tal vez este nuevo verano tendríamos dos o más chicos en el grupo… quizás hasta Martín, el que había llegado recién,  se animara a jugar con nosotros… ¡Lindo Martín, aunque un poco pesado!… tal vez Martín y Joel serían buenos amigos, pensaba yo y pasaríamos un verano realmente grandioso.

Llegó el verano… y los chicos se mostraban cada vez más interesados en compartir con nosotras, pero no llegó Joel.   Cuánto lo extrañaba… ya no se le veía en misa ni en la matiné, ni siquiera en el catecismo.  Un día lo vimos aparecer por una de las calles del parque, había crecido mucho, seguía viéndose muy delgado, más seguro, deslizándose velozmente con asombroso equilibrio sobre sus patines de cuatro ruedas… nos vio y por un momento pareció que vendría hasta nosotras, pero solo nos saludó con un leve gesto.  -¿qué pasa Joé?, decía para mis adentros, sintiendo un nudo en la garganta… -yo soy tu mejor amiga, ¿recuerdas?-  Estaba cambiado, habían desparecido la mirada tierna y la sonrisa juguetona… parecía haber encontrado algo que le daba seguridad y hasta una cierta arrogancia… 

Poco después nos mudamos a otra ciudad y dejé de ver a Joel.  De vez en cuando alguien me contaba que Joé andaba en malas compañías… que ya nada se podía hacer… que había dejado los estudios, que no hacía nada… que estaba perdido… y entonces yo recordaba con pesar, aquellos años de candor e inocencia, en los que fui su mejor amiga.

Un verano, paseando por la playa, de pronto vi a Joel… no podía dejar de observarlo, con la esperanza de encontrarnos y conversar un rato… estaba cubierto apenas por una pequeña trusa de baño de color negro, dejando al descubierto una figura sorprendentemente esbelta, de largas y torneadas piernas, absolutamente libres de vello,  caderas estrechas y un tórax fuerte pero a la vez proporcionado a su figura delgada… parecía que había crecido solo en estatura, conservando los rasgos físicos de niño, ¿ó niña? … me recordaba a esos ángeles que estaban en la Iglesia, muy frágiles para ser hombres  y no lo suficiente para ser mujeres.  Joé llevaba los cabellos largos, sueltos al viento y un solitario arete adornando el rostro adolescente, prematuramente endurecido… caminaba descalzo sobre la arena, con cierta gracia, mirando hacia el horizonte… solo…. ausente… quizás ocultando su esencia en un cuerpo que no era el suyo…. tal vez desafiando al mundo con su armoniosa  y singular presencia.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Tragedia

Gilmar Borja Valdez


¡¡¡Brummmmm!!! se escuchó cual estallido de una voladura en algún nivel  dentro de los socavones de la Compañía minera Animón  eran 6:45 de la mañana del jueves 23 de abril del 98, el ruido fue tan fuerte que retumbo en todo el campamento.
–Ahura ¿Que habrá sido? –se dijo para sus adentros Meche, mientras un mal presentimiento se apoderaba de su corazón.
–Ya se jodio, puta mare –se exaltó Ivan, dejando su taza de café mientras salía corriendo del comedor staff  para abordar la camioneta donde le esperaba Elías su chofer.
De todos los barrios salían curiosos  para ver lo qué había sucedido, bajaron del Alto Perú,  de Miramar, del portátil; les siguieron  los de Cajamarca, de Buenos Aires,  de Animón, de todos lados corrían hasta el lugar donde se escuchó el aterrador sonido; la gente se amontono en la carretera, se aglomeraron  frente al colegio y la escuela, con horror pudieron divisar que al borde de la laguna  a solo pocos metros de la orilla se habría un agujero que succionaba el agua con un fuerte sonido como si cayera en un hueco interminable chupando el aire sin dejar escapar nada a su paso.
– ¿Que ha sido ese sonido jefe?, –pregunto Elías mientras pisaba el acelerador para llegar lo más rápido hasta la oficina de minas.
– No lo sé –respondió Ivan, en su cabeza se decía una y otra vez ojalá que no sea lo que estoy pensando, no puede ser que la laguna haya cedido  si eso pasara  las galerías, chimeneas todo en el interior de la mina se inundaría amenazando la vida de los que están trabajando.
La tarde caía dibujando en los cerros un paisaje lleno de tristeza para el campamento minero de Animón; el cielo se fue tiñendo lentamente de un leve color naranja hasta volverse un rojo intenso.  Iván, supervisor de seguridad  recién llegado discutía con Milton jefe de seguridad de la compañía: En el nivel 540 hay filtración de agua, ya sé que es una galería abandona pero sospecho que esto proviene de la laguna, tenemos que hacer algo, sellar el socavón o disminuir el nivel de la laguna; según informes ha subido más de 60 centímetros de su cauce normal.
– ¡¡¡Iván tranquilízate!!! –grito Milton, golpeando fuertemente el escritorio– tenemos un programa que cumplir la producción es primero ya lo entenderás con el tiempo, nadie se morirá por unas gotas de agua.
–Producción, producción siempre es igual, que hay de la gente, de sus familias, si algo pasa esto quedará en tú conciencia; –Iván dio un portazo y salió pensativo; de esto ya  habían pasado quince días
El agua continuaba ingresando, cada minuto era desesperante, la abertura seguía creciendo.
 – ¡Tenemos que tapar el hueco! –gritó una voz entre la multitud.
Tiraron piedras, palos, todo lo que encontraban en los alrededores, todo esfuerzo de nada servía, el hueco seguía creciendo succionando todo con más fuerza. El cielo gris contemplaba triste la dramática escena que se estaba escribiendo en las diferentes familias de los 30 mineros que ingresaron a trabajar en el turno de noche del día anterior.
 La superintendencia llamó a una reunión de emergencia a todas las áreas, el nerviosismo hacia presa de los presentes, ingenieros, jefes de guardia, personal de confianza. 
– ¡Hay que elaborar el plan de rescate!, ¡necesitamos los planos de las labores afectadas! –casi gritaba Ivan en medio del bullicio–, también la relación de la personas que están atrapadas y su posible ubicación. El jefe de seguridad estaba mudo sintiéndose culpable ante los hechos.
–Necesitamos los detalles  para los informes,  ¡avisen al sindicato!,  llamen a todos los trabajadores que estén disponibles, también a los de contrata – Milton hablaba tembloroso, no quería perder un solo instante.

Días atrás, la tarde del sábado a orillas de la laguna  lavaban ropa Julia y Meche conversando:
–Ve, otra vez. Todos estos días mi coca está amargando, hasta he cambiado la tienda de donde siempre compro pensando que  ese era el problema, de la tienda del tío Vargas me fui a la verdulería que está frente al mercantil  pero nada; huaaaa, sigue amargando esta coquita, ni la cal lo cambia su sabor. Esto ya me parece raro, algo malo va a pasar aquí.
–No seas ave de mal agüero vecina. Aunque  mi hijito el gringo  ayer me dijo: mamá, mamá el jueves por la tarde saliendo del colegio hemos visto a un zorro que estaba rondando la laguna, oliendo, oliendo alzaba su cabeza mirando a todos lados, que hablas mocoso abras visto un perro le dije no le hice caso.
–Jajaja, un zorro dices, si aquí nu hay.
Meche al enterarse de lo ocurrido recién pudo entender el porqué de esa sensación y las señales que estuvieron sucediéndose uno tras otro en los días previos a esta gran tragedia. El pique Montenegro y el pique esperanza  están interconectadas por diferentes niveles que se encuentran debajo de la laguna.
Las aguas de Naticocha al caer con tal fuerza en los socavones arrastraban las cimbras, los cuadros de madera que se usaban para el sostenimiento de las labores mineras; a su paso las aguas inundaban las chimeneas, accesos, galerías formando una mezcla de lodo, piedras, maderas,  ni el aire se libraba, los gases de las labores abandonadas se combinaban con el aire ventilado produciendo un ambiente mortal por todo lado.
Pasaban las horas, las cuadrillas de rescate ingresaron por Montenegro, otros por Esperanza, de los 30 trabajadores uno a uno fueron llegando  algunos tardaban más en salir; asustados, cansados se abrazaban en la superficie dando gracias a Dios, a sus compañeros pero los que se encontraban en los niveles más profundos no subían haciendo un total de 6 los faltantes. 
Los trabajos de rescate y limpieza continuaron por varios meses hasta que el 23 de Octubre de 1998 en dirección al pique Esperanza encontraron a cuatro obreros, tres de ellos sentados, uno tirado sin rasgos de haber padecido ahogamiento o hambre, todos parecían estar sentados chacchando su coca cuando la muerte disfrazada de gas los alcanzo. Por el lado del pique Montenegro encontraron a otro de ellos  sentado esperando la jaula para salir a la superficie, al último de ellos nunca lo encontraron probablemente es el único de los 6 al que alcanzo el agua y lo dejo sepultado en alguna chimenea bajo toneladas  de lodo y mineral.  

Belinda

Nora Muñoz Fonseca

Era una noche de finales de enero, el calor estaba en su apogeo, pero felizmente no había el clásico sopor que caracteriza esta cálida estación, por el contrario una suave brisa parecía acompañar el apacible momento que se estaba compartiendo entre amigos tan queridos, que después de mucho tiempo habían venido del extranjero a visitar a la familia.  La quietud de la hora, ese silencio que se torna imprescindible para servir de fondo a una velada amical se dejaba sentir en el ambiente de camaradería que se anhelaba compartir.

Esa noche la amistad de tantísimos años se hacía evidente y a Belinda le encantaba que la visitaran porque su vida transcurría últimamente en una monotonía sin sentido.  Siempre lo mismo, cuando llegaba la noche venía con ella el terrible cansancio que día tras día se traducía en pereza a esas horas, presentándose el mismo ritual con las sinceras expectativas de aprovechar ese tiempo e invertirlo en algo productivo, más al final las mismas respuestas cerraban la noche y las propuestas se quedaban en el aire, aguardando el siguiente día con el firme propósito de materializarlas. Un sabor a derrota, a culpabilidad por no tener la suficiente fuerza de voluntad de vencer el sueño o la camuflada depresión que estaba arraigándose fuertemente en Belinda y que ella interpretaba equivocadamente como falta de motivación, auto culpándose por no cumplir las tareas que ella misma se había propuesto realizar.  “Mañana lo haré” terminaba diciéndose a sí misma y para darle validez a esta afirmación lo anotaba en su libreta enumerando lo prioritario. ¡Cuántas cosas por hacer había en esa libreta!  Belinda tenía la costumbre de trasladar sus pensamientos y sus metas en papel escrito y solía enumerar cada cosa que estaba en su mente realizar.  Era una manera de descargar sus ideas y de dejar de pensar en ellas porque el anotarlas le daban cierta seguridad de que no olvidaría alguna.  Así no era difícil encontrar en agendas pasadas largas listas de objetivos planteados por ella.  En eso Belinda era muy organizada y se veía claramente como había tachados muchos de sus propósitos escritos como un indicativo de que ya los había cumplido.  Ahora Belinda con un trabajo que cubría sus necesidades elementales ya pensaba que al haber superado los sesenta años de vida bien podría legítimamente disfrutarlos dedicándose a desarrollar ciertos talentos que potencialmente tenía y que la vida misma tan esclavizante que había llevado, le había impedido proyectar, sin embargo se sentía agotada y sin mucho ánimo para planificar sus legítimos proyectos que quedaban en su mente, lo cual igualmente la frustraba en demasía.

Sentados alrededor de la mesa del comedor, los comensales invitados -padre e hijo-, que habían llegado de Venezuela a visitar a su vieja amiga, acompañados de la anfitriona y de Josué, hijo de Belinda, disfrutaban de la sabrosa comida que ella había preparado.  Se impregnó en el ambiente el aroma tan exquisito del rico asado que hacía las delicias de los hijos.  Puesta la mesa y decorada con las tentadoras tajadas de la carne humeante recién preparada, el infaltable arroz con choclito desprendía un olorcito que invitaba a sentarse más rápido que inmediatamente a degustar la comida.   La mesa estaba servida, ensaladas y panes crocantes completaban el sencillo agasajo. Un vino tinto seco asentaría la comida presentada sobre el blanco mantel.  Aparentemente esta velada tenía todos los ingredientes para desarrollarse con alegría y camaradería, celebrando una larguísima amistad.

Pero en el corazón de Belinda había un presentimiento nada grato, que le impedía estar tranquila, el teléfono había estado sonando repetidas veces, su yerno Gino insistía en preguntar si ya había llegado Josué sin darle mayores detalles, ella percibía una agitación en la voz del yerno que él aparentemente no quería dar a traslucir. Gino acostumbraba a hablar poco y a preocupar mucho.  Belinda lo quería como si fuera su propio hijo y comprendía igualmente el drama tan álgido que vivía al haberse casado con Winnie, la hermosa hija de Belinda, bella como un ángel, pero igualmente tan maquiavélica en su actuar.  De esa unión había salido el tesoro más grande de la familia, Aron que contaba con primorosos siete añitos.

Una nueva llamada turbó la tranquilidad de la cena.  Nuevamente Gino preguntaba por Josué, quien interrumpió el placer en el cual estaba sumido saboreando la comida, para contestar la llamada.  Informando someramente el motivo de la misma, comunicó que tendría que recoger a Gino y al pequeño Aron en unos quince minutos, para trasladarlos a algún sitio específico, por lo que se apresuró a terminar la comida.  Nadie preguntó algo más al respecto, pero cuando Belinda escuchó mencionar a Aron, su alma se estremeció, Aron era lo más maravilloso que Belinda tenía, ese nieto era un niño encantador que parecía un querubín y que ella adoraba.  Ese niño se sentaba al piano y ella le enseñaba a tocar, le encantaba leer y ella le compraba los cuentos, le gustaba pintar y ella lo iniciaba en el arte.  Parecía que Aron era su alma gemela.  Belinda disfrutaba inmensamente cuando podía tenerlo en casa, preparándole sus alimentos preferidos, hasta coincidían en los gustos para las comidas.  Abuela y nieto se llevaban a las mil maravillas.

Belinda comenzó a evocar toda la penosa situación que en los últimos meses la había sumido en una preocupación constante y en medio de la cena, tales pensamientos comenzaron a rodar por su mente como una película.  Una rabia contenida se mezclaba con el dolor de estómago que la tensión le producía en ese momento.  Conociendo el actuar delictivo de su hija Winnie, a quien solo le interesaba su propio bienestar arrasando y arremetiendo contra quien se le pusiera en el camino y osara impedir sus propósitos, la angustiada Belinda recordaba como Winnie desatendía al niño por lo que la abuela se desvivía por él, Belinda era la que acudía al colegio a recibir la libreta, ella iba a la actuación de clausura, ella lo llevaba al médico y se daba tiempo para estar con el niño continuamente. ¡Cuánta preocupación era para Belinda conocer las asperezas y continuas peleas que tenía la hija con el yerno!  Todo esto la hacia revivir episodios pasados donde la violencia imperaba en la familia, fruto del actuar de un marido desequilibrado que solía disparar dentro de la casa para imponer su machismo. Aterrada de que se repitiera la película en versión femenina, Belinda sufría viendo al niño en medio de tanta violencia.  Ella procuraba apartar al niño de ese marco tan deplorable y la hija poco caso le hacía cuando la madre le aconsejaba no ser tan agresiva y sobretodo no permitir que el niño sufriera viendo tantas peleas y gritos.  Belinda veía con horror como la madre maltrataba al niño y sufría inmensamente por esa criatura.  Los fines de semana aprovechaba para traerlo a su casa logrando que Aron tuviera momentos alegres y se sintiera libre de tanta presión.  El niño jugaba y sentía el gran amor de su abuela y de sus tíos convirtiéndose así en el centro de atención de la familia.

Habían transcurridos nueve meses desde que Gino, aprovechando la ausencia del país de la madre y la no ubicación de su hijo, pues no había sido informado al respecto, obtuvo el apoyo de la Policía y ante la desaparición del niño, un operativo muy bien montado, logró encontrar a la criatura y rescatarlo del poder del abuelo materno, declarado paranoico y cómplice absoluto de la hija en sus desequilibrados proyectos.  A partir de esa fecha continuos episodios, falsos dictámenes de corruptos jueces y compra de conciencias fueron el pan de cada día que Winnie empleaba para desbaratar todo lo legítimamente logrado y vaya los buenos resultados que obtenía: su belleza y la corrupción imperante eran los elementos indispensables para tales fines. 

Winnie estaba respaldaba por un novio sumamente adinerado que secundaba sus propósitos sin importar lo que el niño realmente anhelaba y que muy bien había manifestado ante la fiscal de la Dirección de Personas Desaparecidas: ”no quiero ir con mi mamá porque me maltrata y mi abuelo me da con la correa“.  Era de suponerse que Winnie no se iba a quedar de brazos cruzados y Gino se vio invadido por un sinfín de juicios que ella le inició.  La vida no le alcanzaría para finalizarlos.  Abogada como era, bella y con un gran talento histriónico hacía aparecer lo bueno por malo y viceversa. Las lágrimas no eran difíciles de salir a través de sus largas y sedosas pestañas que adornaban sus bellos ojos, que bajaban la mirada con un aire de inocencia impactando en los incautos que caían rendidos ante la aparente fragilidad que ella bien sabía fingir.  Su lisa cabellera, al estilo Cleopatra, enmarcaba un suave y fino rostro, su sonrisa tan angelical y su porte de reina le servían a Winnie de carta de presentación, nadie –en su sano juicio- podría a primera vista dudar de la veracidad de sus quejas y sinsabores, hasta los curas la comprendían y apoyaban, por lo que ella estaba acostumbrada a hacer y deshacer de las vidas de las personas y quien no aceptaba y suscribía sus planes era declarado su enemigo mortal.

Belinda recordaba todo esto y una profunda tristeza le invadía el corazón.  Después del rescate de Aron, Gino tuvo que esconderse junto con el niño hasta que la justicia resolviera e hiciera valer sus derechos como padre, pues ante tanta corruptela ya había salido un habeas corpus a favor de la madre a quien autorizaban tener al niño nuevamente, desconociendo un juicio de tenencia que Gino había iniciado y que legalmente era ya un requisito importante para que ningún habeas corpus procediera. 

La violencia no se hizo esperar: padre e hijo fueron descubiertos al poco tiempo y arrasados sin misericordia por policías de la comisaría del sector donde se encontraban apartados, aquel refugio era un espléndido lugar que los había acogido con su serena naturaleza, llena de verdor constituyendo un ambiente inmejorable para el descanso tan necesario para ambos y que comisario y policías invadieron prepotentemente.  Aron, en ese tiempo no podía asistir al colegio por razones obvias, pues podía ser descubierto por la madre.  En tal operativo de suma violencia, a pesar del habeas corpus que dictaminaba la entrega del niño por parte del padre a la madre, Aron no quiso irse con ella, la cual se vio obligada a constituir un acta de conciliación para que el niño estuviera una semana con cada uno de ellos (padre y madre).  En términos legales, sabido es que cualquier acta de conciliación invalida cualquier juicio previo y esto era muy conveniente para Winnie pues ya se había iniciado por parte de Gino un juicio de tenencia.  Pero la situación tan angustiante y desesperante de Aron impulsaron a Gino a aceptar cualquier acuerdo con tal de acabar con esa agonía que los estaba llevando cerca de las tres de la madrugada a no encontrar una solución. 

La primera semana Aron la pasó con su padre y cuando le tocaba el turno a la madre, la criatura puso tal resistencia negándose a ir con ella y armando tal escándalo que la madre tuvo que aceptar la situación e ir de allí en adelante a visitarlo, cosa que estuvo haciendo con tal maquinación que hasta se daba el lujo de grabar situaciones que ella misma inventaba de tal manera que tranquilamente podían aparecer en tales grabaciones escenas que con un buen montaje la hacían aparecer a ella como una madre tirada en el suelo gritando: “no me pegues, desgraciado” o cosas por el estilo. 

Ella supo aprovechar al máximo tal condescendencia de Gino de permitirle ver a su hijo para hacer de estos momentos episodios prefabricados que más tarde podría utilizar para la consecución de sus siniestros fines, los cuales siempre apuntaron al logro de bienes económicos.  Esa era la razón que movía todo su actuar y para ello no escatimaba emplear lo que estuviera a su alcance, inclusive a su hijo, sin medir las consecuencias de sus actos. La hija en todo este tiempo se había empeñado en empapelar, denunciar y difamar a su propia madre, a su hermano Josué y obviamente a su marido, convirtiendo injusta e innecesariamente la vida de todos en un drama sin sentido.    Se diría que Winnie empleaba su vida en urdir situaciones y planear estrategias para dañar a quienes no le mostraran su incondicional apoyo en el logro de sus objetivos y era tal su odio y el veneno que destilaba que se atrevía a decir con total convicción que el día más feliz de su vida sería el día que su madre muriera.

Dos meses más tarde, la Corte Suprema aceptó la apelación de Gino y el habeas corpus quedó sin efecto.  Eso era un logro, pero no el definitivo, había que esperar lo que se ventilaría en el juicio de tenencia.  Sabido es que en estas salas frías y lúgubres, más frías e indolentes pueden ser las decisiones que los jueces y fiscales hagan, por lo general ellos dan la ultima palabra y en el ínterin quienes manejan la situación son los secretarios que no pocas veces son comprados por suculentas coimas.  Y qué decir de la mayoría de abogados que alientan, respaldan y avalan la injusticia sin honrar el juramento que hicieran al recibirse como letrados que orientarían sus vidas a defender solo las causas justas.  Entrar a estos despachos y ser testigo de la desfachatez con la que cambian sentencias, con la que se mofan de la verdad, es restar paz al alma.

Belinda volvió a la realidad y se apresuró a servir el postre, a las justas había podido prestar atención a las conversaciones sobre la política en Venezuela y los acontecimientos nacionales que habían sido algunos temas durante la velada.  Ella estaba en otra sintonía.  Josué se apresuró a salir en busca del cuñado y del sobrino y dejó el postre pues el tiempo apremiaba.  Belinda sentía una inquietud que le impedía disfrutar en ese momento de nada, solo tenía en su mente el descifrar qué es lo que tanto la inquietaba, a qué obedecían las insistentes llamadas de Gino y un presagio horrible pasó por su cabeza.  Hubiera querido no tener preocupación alguna ese día para poder pensar y estar preparada para cualquier eventualidad, conociendo lo impredecible del actuar de su desequilibrada hija.

Habiendo transcurrido alrededor de quince minutos de la salida de Josué, el teléfono sonó. Belinda alzó el auricular.  Al otro lado de la línea una sombría voz dijo escuetamente: “acaban de llevarse a Aron… Winnie con ayuda de policías se lo han llevado a la fuerza”.  La voz era del abogado de la familia.

Todo estaba consumado.  Una aparente inmovilidad, un no saber qué hacer de la impotencia paralizó cualquier acción en ese momento.  Era como si la vida se hubiera estacionado e injustamente había que aceptar que la maldad prevalecía. 

Belinda era consciente que Winnie desplegaría lo que estuviera a su alcance para que de aquí en adelante, de la forma más ruin y despiadada, la familia se viera impedida de seguir viendo al niño. Una llamada telefónica de Josué informando de la situación imperante en ese momento hizo que la impotencia, el desaliento, la ira y todos los sentimientos encontrados empujaran de súbito, como un resorte, a Belinda hacia la comisaría donde habían llevado enmaro cado y golpeado a Gino.

Los invitados estaban atónitos, no llegaban a comprender la gravedad de los hechos, pero se pusieron rápidamente a disposición para acompañar a Belinda a la comisaría  Recién allí pudieron enterarse de cómo se había llevado a cabo el siniestro operativo: Winnie posiblemente había interceptado las llamadas telefónicas pues sabía exactamente que Gino descendería a determinada hora por la parte posterior del edificio con Aron para ser recogidos por Josué y trasladados a una playa del Sur donde iban a pasar el fin de semana.  La razón por la cual se irían al filo de la medianoche era porque Gino estaba consciente que ante la decisión del máximo organismo dirimente: el famoso Tribunal Constitucional, al cual había apelado Winnie habiendo logrado de forma irrevocable una orden para que le fuera entregado al niño, nada podría ya hacer para revocar esa sentencia que resultaba ser inapelable.  Sin embargo, todavía no le había llegado oficialmente la orden a Gino y quería pasar ese fin de semana con su hijo, explicarle lo que iba a venir y sobretodo, tener ratos de tranquilidad para meditar sobre la posibilidad de entregar al niño mediante un Juzgado de Familia que acreditara las buenas condiciones en que se presentaba a la criatura y a su vez, Aron pudiera manifestar su inconformidad y el no deseo de irse con su madre, lo cual estaba haciendo contra su propia voluntad. 

Enterada de todo esto, sabe Dios por que medios, Winnie había logrado sacar una fotocopia de la orden de entrega del niño, sobornando a la secretaria del juzgado competente, igualmente había contratado a seis policías judiciales que se habían coludido para realizar el desafortunado operativo. A ella no le convenía que el niño declarara tal como era la intención de su padre, por lo que decidió adelantarse y llevar a cabo toda esta maniobra que consistió en esperar pacientemente que padre e hijo bajaran de su departamento para arremeter contra ellos.  La consigna era llevarse a Aron pero era muy difícil desprender al niño que se encontraba fuertemente agarrado de su padre, cual una lapa.  La despiadada Winnie, disfrazada con una peluca rubia, queriendo pasar de incógnita, logró que los energúmenos contratados por ella tiraran a su marido al suelo, con Aron pegado al pecho de Gino.  Winnie, viéndolo indefenso con las manos atadas en la espalda, aprovechó para, delante de su hijo, golpear y patearle la cabeza a Gino, ¡qué placer tan regocijante sentiría esta mujer sin alma satisfaciendo su absurda venganza…!  es de imaginarse como saborearía su triunfo, mientras Josué se desgañitaba gritando a todo pulmón: “Auxilio, llamen a la policía, están secuestrando a mi sobrino”, una moto de Serenazgo ya estaba apostada pues algún vecino había solicitado ayuda.  Sin embargo la confusión reinaba pues los delincuentes vestidos con chaleco de policía judicial presentaban la copia de la sentencia que aún no se había oficializado pero que para el caso bien pudo haber confundido al Serenazgo o a quien intentara intervenir, y es así como arremetieron contra Josué lanzándolo contra la moto golpeándolo sin piedad.  Josué seguía gritando, los vecinos intervenían con sus voces de protesta ante los gritos de Aron de no querer irse con la enigmática mujer de la peluca rubia, quien al darse cuenta que Josué estaba filmando con su celular toda esta intervención, cual cabecilla de la operación ordenó con furia a los policías quitarle el celular a Josué.  Y al acorralarlo y pretender a la fuerza doblegarlo y arrancharle el teléfono, el tío de Aron atinó a lanzar por el aire su celular que afortunadamente cayó en las manos de una de las vecinas, que al ser requerida para la entrega del mismo, se negó rotundamente a acceder a tal prepotencia y con mucha firmeza lo puso a buen recaudo.    A los policías fiscales les importó un comino el desequilibrio de la madre y el peligro que corría el niño, quien en todo momento gritaba desesperado que no quería irse con ella, nuevamente  la corrupción pudo más y estos malos elementos actuaron impunemente sin mediar siquiera una orden oficial para ello.

Padre e hijo, tirados ambos en el suelo, no significaron un óbice para que la maquiavélica Winnie, astutamente, decidiera jalarle de los cabellos a Aron, pues sabía que instintivamente se agarraría la cabecita del dolor que le produciría tal jaloneo y con esta acción tendría que soltarse de su padre, cosa que efectivamente sucedió, con lo cual uno de los maleantes aprovechó para alzarlo como un paquete y tirarlo a una camioneta station wagon que estaba esperando por él.  Una vez más la desequilibrada mujer había logrado lo que siniestramente se había propuesto y trepándose a otra camioneta emprendió junto con la que llevaba a Aron raudo despegue surcando las avenidas a gran velocidad. 

Josué, al ver que se llevaban a su sobrino, se apresura a seguir a las dos camionetas, y aprovechando el semáforo en rojo en una avenida y la cercanía de un policía le solicita ayuda, indicando que se trata de un secuestro.  Es así como la camioneta donde se encontraba Aron es interceptada, pero luego de una breve conversación inaudible para Josué, éste se da con la sorpresa que de acusador pasa a ser acusado y recibe como respuesta: “Ya, avanza nomás que están haciendo su trabajo”.  La indignación de Josué es indescriptible, el conductor de la camioneta donde se encuentra Aron, baja de la misma y en un acto prepotente y con apoyo del policía arrancha del carro la llave del encendido con lo cual Josué queda en medio de la pista sin poder mover el carro.  Y no solamente se lleva las llaves sino un sobre producto del pago de las clases que Josué ha dictado esa semana y que le fueron abonadas ese día. ¡Que impotencia!

Después de tres meses Gino logra ver a su hijo, pues Winnie hasta ese momento había hecho caso omiso a los dictámenes que le exigían mostrar al niño a su padre. A Belinda todo esto le dejaba una sensación de amargura.  Si bien ella no podía ver tampoco al niño bajo circunstancia alguna, le dolía que su yerno solo pudiera visitarlo escasamente unos momentos algunos días de la semana y siempre bajo la vigilancia y presencia de la madre.  A la abuela le dolía que el yerno tuviera que soportar la indiferencia de su propio hijo Aron, quien solo prodigaba frases cariñosas a la madre con quien desarrollaba un diálogo fluido y exageradamente amoroso, mientras que al padre escasamente le hablaba, lo que se traducía claramente en no desear mucho su presencia.   Para Belinda era clarísimo que al niño lo estaban bombardeando con sentencias en contra del padre para intentar una aversión hacia él, lo que aparentemente se estaba logrando.  Esta conducta adoptada por la madre se conoce como “alienación parental”.

Han transcurrido diez meses de tal acontecimiento, muchas cosas habría que narrar pero ya quedan como repetitivas porque lo que realmente cuenta en esta historia es la flagrante corrupción, la indolencia de las autoridades que hacen caso omiso a pruebas valederas que sustentan tanto atropello e infamia, ¿qué es lo que sacamos en conclusión?  Cada quien puede pensar libremente, pero lo que constituye una triste realidad es que la justicia brilla por su ausencia, que si bien Belinda lucha en la medida de sus alcances para que se haga valer las tantas veces requerida pesquisa psiquiátrica a Winnie, ésta se da maña y logra salir del lance no presentándose cuando debe hacerlo y logrando que aparezcan informes médicos legales contrarios a su realidad.  En el fondo lo que Belinda desea es recuperar a su hija en la madre que siempre tendría que ser y lograr que su nieto tenga una saludable relación con Winnie, rescatar a su hija para integrarla nuevamente al entorno familiar… pero sana.

Todo este acontecimiento ha costado a Belinda su salud y trata de superar la pena llenando los espacios libres con actividades que no la dejen pensar en el pequeño, ahora ya de ocho años, que había sido siempre su adoración y por quien ella llegaría al sacrificio.  ¡Como le había cambiado la vida!  La gran pregunta que bulle en su cerebro es: “¿qué será de Aron más tarde?” Ruega diariamente a Dios que lo proteja, que no se contamine de la insania de la madre.

Comienza a caer el día nuevamente, todavía el tiempo es productivo.  Muchas tareas se encuentran aún por hacer, pero que esperen…, total las cosas pendientes no se van a molestar.  Belinda prefiere quedarse sentada, cerrar los ojos aunque no sea momento todavía de irse a dormir, pero el televisor está prendido, las noticias la adormecen y cabecea sentada en el comedor, después de servirse una comida frugal, en este momento no tiene ganas ni de levantar los platos de la mesa y medio sonámbula se apresta a acostarse, lo que significa un olvidarse de todo, mañana será otro día, ruega a Dios no amanecer con la sensación que muchas veces la invade, de no querer despertar.