viernes, 30 de diciembre de 2011

La disculpa pendiente

Víctor Mondragón


En una tibia mañana limeña,  Mario se levantó muy temprano con el afán de dirigirse a los Barrios Altos, en la esquina de su casa subió a  un autobús, algo le perturbaba, había perdido la costumbre de convivir con el bullicio de la ciudad;  tras una hora de recorrido se bajó en el paradero  de la Avenida Abancay con el Jirón Ancash,  contempló lo que un día fue el Restaurante Las trece monedas,   apreció  el zaguán de aquella casa colonial del siglo XVIII y se alegró de ver que el inmueble no había caído en el olvido;  recordaba que esas calles  fueron frecuentadas por intelectuales, bohemios y músicos durante la primera mitad del siglo XX, seguidamente enrumbó hacia la Plazuela de la Buena Muerte (1).

El día anterior, Mario acordó almorzar con un par de amigos de  infancia a quienes  no veía hacía diez años, tiempo en que radicó fuera del país. Eran las nueve de la mañana y Mario quería recorrer aquellas calles sin apuro  alguno, tal cual lo  había imaginado a su regreso,  detuvo su pausado andar para comprar  un periódico y tomó asiento en una de las bancas de piedra  de la mencionada plazuela.

Volteaba la mirada y veía como gente de limitados recursos ingresaba al local de atención médica aledaño a la Iglesia de la Buena Muerte, lugar donde   alguna vez él también recibió atención sanitaria. Recordó la hermosa sala capitular de la iglesia  y que tiempo atrás  hubo un campo de fútbol y un convento que al quedar deshabitado fue donado para la construcción del colegio donde él estudió. Tras unos minutos, se puso de pie, miró la esquina de enfrente y apreció la Iglesia de Trinitarias y  a cien metros la imponente Iglesia de Santa Clara, se decía a si mismo que  en la Lima antigua casi habría una iglesia en cada esquina.

Mientras leía su periódico no podía dejar de levantar la mirada y ver los rostros de la gente que por allí transitaba. Al ver pasar unos escolares con rasgos nikkei (2) arribaron a  su mente recuerdos de su infancia, habría tenido unos seis o siete años de edad cuando  conoció a un vecino, unos veinte años mayor que él, de mediana estatura, piernas gruesas como las patas de una mesa de billar, cejas pobladas,  cabello corto,  de cadencia oriental al caminar,   carácter solitario  e hincha acérrimo del club Deportivo Municipal –como muchos del barrio.

Mario recordó que en los años de su infancia se imponía el estereotipo de ser bacán y algunos como su amigo Kenchán,  solían vestir la camisa sin abrochar  incluso en  invierno, era una forma peculiar de amedrentar o de decir nadie se meta conmigo.

Nunca supo el nombre exacto de dicho vecino, él le solía llamar Kenchan; como en todo barrio limeño de la época, era común poner apodos o sobrenombres a las personas, sin embargo era tal el respeto que le  tuvieron   que nadie se atrevió a llamarlo por apelativos. Como  con la mayoría de los  japoneses, al principio le pareció parco y serio pero con el tiempo notó que poseía tanta chispa y picardía como  los criollos de la zona.

Con el correr de los años se hicieron grandes amigos, Kenchan   llevaba una vida muy peculiar, en las noches, indiferente al frío o la garúa, solía permanecer de pie en las esquinas hasta altas horas, engañando a su soledad, inventaba ficciones para poder vivir, por ese motivo se  levantaba casi al medio día y luego se iba a trabajar en  una vidriería hasta las ocho de la noche. Para Mario siempre fue una incógnita el por qué del estilo de vida de Kenchan, recordó que éste realizaba mentalmente operaciones matemáticas con asombrosa precisión. Mario siendo ingeniero nunca lo pudo superar; asimismo, aquel vecino era imbatible en el juego de ajedrez; solía sostener largas partidas simultáneas contra más de un contrincante, al parecer, conforme transcurrían  las horas, su mente alcanzaba mayor lucidez. Conversar de pie en una esquina de la calle era como frotarse con  el bálsamo de la risa y el entretenimiento –por ser gratis quizás-, sea cual fuese el tema,  Kenchan  dedicó allí sus mejores horas -tal vez engañando  a cierta aflicción que le acechaba-, sin embargo,  seducía con el hechizo de sus opiniones acertadas y propias de un perspicaz lector del alma humana. En esas épocas era muy natural ir y regresar caminando entre los Barrios Altos y otros distritos.

-Caminar platicando es el entretenimiento del pobre –solía decir Kenchan.

Las noches limeñas eran calladas, casi sin transporte público, con calles  amparadas por la deliciosa impunidad  del  alumbrado mezquino,  adornadas  con montículos de basura a la espera de ser recogidos, ambiente propicio para quienes gustan de confundir las madrugadas con el amanecer.

-¿Por qué trasnochas siempre? –le preguntaron a Kenchan.

-Padezco de insomnio y a veces pesadillas, procuro caminar hasta que me sorprenda el alba –contestaba Kenchan.

-Además me ahorro el desayuno –añadía. 

-¿Y así eres feliz? – le preguntaron.

-La felicidad no existe como tal y si alguna vez creemos sentirla, se torna  irrisoriamente breve –contestaba el oriental.

-En nuestros anhelos no entiendo  por qué si la vida nos quita la posibilidad de  algo ¿por qué no nos quita también su deseo? –solía culminar.

Al parecer en su inexorable destino habían colaborado esfuerzos frustrados,  la incertidumbre y  finalmente la resignación. Mario recordó que el oriental solía ir  a pescar los días viernes y regresaba los    domingos con una canasta circular repleta de pescados. Un día al atardecer, Mario escuchó que tocaron su puerta, la abrió y encontró a su amigo japonés con tres chitas grandes y frescas.

-Son para  tu familia –dijo Kenchan.

Mario quiso pagar por los pescados pero el japonés con un ademán se negó, su mirada lo decía todo, era una manifestación de amistad. Mario  frió las chitas y las consumió con una salsa a base de cebolla, limón y ají limo; una delicia para cualquier paladar.

Era ya el mediodía, el aire tóxico de la ciudad era ganado por el olor de comida preparándose   mientras  las calles se poblaban  de escolares, el visitante recordaba que su colegio había quedado a unos sesenta metros de distancia  y aquella plazuela era camino obligado hacia su casa; los años pasaron  pero al igual que antaño veía como algunos escolares se divertían pendenciando por las calles.

Mario se fijó en unas casas abandonadas tratando de ubicar  el restaurante llamado la Buena Muerte, recordó que el local había sido bodega y posteriormente restaurante, su fama se  extendió por la ciudad y sus platos fueron muy mentados. De ese modo recordó que cuando él y su vecino Hiro  ingresaron a la universidad fueron agasajados  por Kenchan; en su mente afloró que el local estuvo ubicado cerca de la esquina con Jirón Paruro, en la Calle de la Penitencia, lugar donde Pinglo falleció. El restaurante se situaba un peldaño debajo del nivel de la calle, era sumamente reducido, un tanto oscuro, parecía un hueco; aquella vez llegaron temprano y se ubicaron  en una esquina.

- Paisa, una negra al polo, choros (4)  y un pejesapo –dijo Kenchan dirigiéndose al  dueño del local.

Presurosamente un muchacho les alcanzó una cerveza negra mientras los comensales se incorporaban y apreciaban con extrañeza los pescados disecados que fungían de adornos en las paredes.

Más pronto que tarde compartieron una suculenta fuente de choros a la chalaca,  entre risas y bromas hicieron uso de sus manos para llevarse a la boca las mencionadas conchas. Momentos después, el camarero apareció con una gran fuente que contenía un extrañísimo pescado humeante.

-Ala, es más feo que el hambre –exclamó Hiro.

-Sí pero su aroma es excepcional –replicó Mario.

El compartir se aunó a la amistad, los comensales picotearon de una misma fuente; los cachimbos consumieron el fino y blanco pescado con extrañeza al principio, con curiosidad también,   con sumo agrado después.    

-Esto es pejesapo al vapor, la salsa es a base de tau si (5), solo para conocedores -concluyó Kenchan.

En pocos instantes los amigos extinguieron las blancas y jugosas carnes del pescado; una blanquecina carcasa sobre la fuente quedó como mudo testigo de lo que había sido minutos antes un exquisito pescado.

-Fue para chuparse los dedos –opinó Hiro.

-Hay más todavía – contestó Kenchan mientras levantaba un brazo dando una señal al camarero.

-Cortesía de la casa –dijo el mozo mientras entregaba a los amigos sendas tazas de chilcano muy caliente; cada comensal añadió, según su  gusto,  limón, ají y culantro.

En pocos minutos  el restaurante  se fue  copando de personas, no faltaban quienes de pie esperaban su turno para ocupar una mesa.

-¿Eres japonés? –preguntó Mario.

-Nací en Hawái mientras mis padres venían hacia el Perú pero soy tan peruano como ustedes –contestó el oriental.

Seguía llegando gente al restaurante, Kenchan pagó la cuenta y los  amigos cruzaron la pista y se sentaron en la misma banca donde Mario recordaba todo eso.

-Todos te respetan porque eres profesor de karate ¿no? –preguntó Mario.

-Solo es un hobby para mí –contestó Kenchan.

-¿Cómo es que siendo tan hábil no estudiaste una profesión? –inquirió Hiro.

-Claro que lo quise pero trabajé desde joven y tuve poco tiempo para dedicarlo al estudio, pero ustedes serán algún día profesionales y yo me alegraré mucho  –contestó Kenchan.

Mario había acudido temprano a la mencionada cita con la esperanza de ver  a algún conocido, él sabía que la mayoría de sus amigos  emigraron a otros barrios pero confiaba en que encontraría a alguien; vio a lo lejos a un moreno alto y fornido que se acercaba presuroso, hizo un alto en sus recuerdos y miró que aquel   llevaba una fuente sobre su cabeza; no lo podía creer era el  vendedor de zanguito (7) de su niñez. Habían pasado más de cuarenta años y el tradicional vendedor seguía ofreciendo su único y peculiar producto; el comerciante vestía un polo blanco, los años no  pasaron en vano, una blanca nieve  pintaba su rizado cabello pero mantenía su  sonrisa  dibujada en el rostro.

-Deme con adivinanza –solían pedir sus amigos de infancia; el moreno decía una adivinanza y si el niño acertaba, el zanguito  era gratis.

En la década de mil novecientos ochenta, muchos peruanos nikkei se fueron a trabajar a Japón huyendo de la pobreza y de la falta de oportunidades,  entre ellos marchó Kenchan. A finales de  la década siguiente  regresó al Perú con dinero aunque pasmado de incertidumbre, atribulado por la fatalidad de la existencia de un destino, nuevamente los amigos se encontraron.

-Amigo, ¿por qué no te casaste? –le preguntó Hiro.

-No todos nacemos para el matrimonio, además cada uno tiene un destino que acatar –respondió Kenchan.

-¿Tú crees en eso? –preguntó Hiro que hacía caso omiso a que los estragos de la vida no son iguales para todos.

-Siempre me negué a aceptarlo pero lo que he visto y vivido tuerce mi opinión – contestó Kenchan.

-Nunca nos contaste por qué trabajaste desde joven –indagó  Mario.

-Cuando tuve siete u ocho años estudiaba en un buen colegio particular pero un día todo cambió, el negocio de mi padre fue saqueado por una turba de personas y por muchos años  tuvimos que trabajar para pagar la deuda de un  Tanamoshi (6) contraído para establecer  una relojería –contestó Kenchan.

-¿Por qué no se quejaron a la policía? –preguntó Hiro.

-Qué va, Perú declaró la guerra a Japón, fuimos perseguidos,   tuve que abandonar la escuela y trabajar, nos vimos con Ambrosio (8). ¿Sabes?, comer solo es muy amargo pero no comer es peor –replicó Kenchan mientras consumía cigarrillo tras cigarrillo. .

-Pero hubieran explicado que les robaron –dijo Mario.

-El honor es primero y una deuda impagada es una gran ofensa entre los paisanos, quizás no lo comprendas –replicó Kenchan.

Mario recordó aquella última conversación en una esquina de su barrio, lugar frecuentado con deleite, donde diversos proyectos marchitaron  y otras tantas ideas desfallecieron; sentado en la plazuela reflexionó sobre un país que se jacta de ser residencia de todas las sangres pero que deja  reinar  la mal entendida viveza criolla -esa salsa turbia de sabor  egoísta que disimula en su seno  prejuicios racistas-, en esos instantes arribaron sus amigos nikkei Hiro y Kenyi,  compañeros de escuela, de universidad, ex vecinos y mejores amigos aún. El visitante se incorporó y se dieron fuertes abrazos, parecía que   no habían envejecido, estaban tan igual como treinta años atrás, se llamaron por sus antiguos apodos y sonrieron como en  tiempos pasados, olvidaron por unos instantes que ellos, los de entonces, ya no eran los mismos.

Con los años, Hiro y Kenyi se  desarrollaron como prósperos empresarios y le invitaron al mejor restaurante de la ciudad pero Mario les pidió  quedarse en  Barrios Altos,   caminaron unos metros hacia una cebichería en el jirón Paruro.

-Un par de negras al polo, tamal de pescado (9)   y anticuchos de pescado para empezar –dijo Hiro.

-De fondo nos preparas una chita a lo macho (10),  sudado de pescado  y tacu tacu de mariscos (11) –añadió Kenyi.

El profundo olor de pescados friéndose y el olor a mariscos provocaron la segregación de jugos gástricos entre los amigos, mientras esperaban los platos, recordaron a sus profesores, los intensos partidos de fútbol y el rumbo que cada uno tomó.

Tras unos minutos los amigos recibían  su pedido,  tras agradecer al Altísimo, los ex vecinos empezaron a degustar  aquellos deliciosos platos con algo de  fusión entre la cocina japonesa y la peruana.

-Escuché que el Muni bajó a segunda, me imagino pronto regresará a la primera división de fútbol  –dijo Mario.

-¡Qué va!, más fácil es que clasifiquemos a un mundial de fútbol –contestó Hiro.

Durante la sobremesa Mario quiso indagar acerca de lo ocurrido en la segunda guerra mundial; un  silencio embargó la reunión como si los nikkeis no quisieran hablar de eso.

-Mi padre me contó que el  gobierno  les inmovilizó  cuentas bancarias y confiscó sus propiedades –dijo Mario.

Hiro manifestó que no quería tratar el tema pero Kenyi acotó que no habría algo de malo en hablar  del pasado.

 -Mi padre también me dijo que muchos pusieron sus bienes  a nombre de amigos peruanos que los defraudaron  –añadió Mario.

-Mis tíos fueron deportados a campos de concentración en los Estados Unidos, los acusaron  de ser espías, eran peruanos de nacimiento y tenían esposa o  hijos peruanos –comentó Kenyi.

Minutos después, Hiro rompió su silencio.

-Terminada la guerra, por ser indocumentados fueron expulsados de Estados Unidos y el gobierno peruano tampoco los quiso recibir a no ser que tuvieran esposa o hijos peruanos. Muchos se encontraron en un callejón sin salida pues no eran recibidos en el país en que nacieron y finalmente fueron deportados hacia el Japón sin saber siquiera hablar japonés.

Seguidamente añadió:

-Solo algunos pudieron regresar al Perú y doce años después se dio una ley para devolver los bienes y capitales confiscados durante la guerra,  en la práctica dicha ley fue letra muerta y muy pocos pudieron ser resarcidos.

Finalmente concluyó:

-Si bien muchos nikkei lograron sobreponerse y levantarse a base de   sacrificio, hubo algunos que lo perdieron todo incluso la esperanza.

Aquellas palabras hicieron sentir culpa ajena a Mario, abrumado por una reprobación que era casi un remordimiento, al igual que su padre en vida, no encontraba una sola justificación a ese oprobio y vergüenza, lamentó la actitud del pueblo y sus autoridades que poco hicieron por paliar la infamia cometida, permitieron  la trágica erosión de los años al igual que los medios de comunicación,   insensibles a los desenfadados envites de la falsedad, testigos esquivos de un pasado donde hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación.

-Ayer traté de ubicar a Kenchan pero me dijeron que se había mudado  -dijo Mario. Se sintió un silencio en el ambiente, se incorporaron de sus asientos mientras comentaban en voz baja, entre murmullos, mascullando.

-Nuestro amigo en sus últimos días tuvo una creciente tendencia al aislamiento, perdió  el  apetito,  sucumbió a la soledad  y finalmente se suicidó – dijo Hiro.

Aturdido por el deseo de llorar, herido en lo más intimo de su alma, con incurable y oscura melancolía Mario buscó refugio en  un hondo suspiro de resignación. La presencia de sus  amigos mitigaba su dolor.

-¿Cuantos más morirán sin recibir siquiera una disculpa por la infamia cometida? –censuró el visitante imaginando que  aunque el estruendo de la justicia retumbara  ya no podría resarcir a su recordado vecino.

Mientras se despedía de sus amigos, Mario no dejaba de masticar entre dientes sobre  los abusos y la impunidad desmesurada del  pasado, amigos del olvido y de amarguras sin cuento. 






 (1): Plazuela de la Buena Muerte: Pequeña plaza ubicada en los Barrios Altos de Lima, probablemente debiese su nombre al centro de atención médica para gente menesterosa, Santa María de la Buen, la Muerte, fundado por  la Beata Josefina Vannini de la Congregación Hijas de San Camilo  y por el Beato Luis Tezza  de la Orden de San Camilo.

(2). Nikkei: Palabra de origen japonés que significa de ascendencia japonesa. Es muy usada en el vocablo peruano.

(3): Felipe Pinglo Alva: 1899-1936, vecino de los Barrios Altos de Lima considerado el mayor compositor de música criolla del Perú. Falleció en la Calle de la Penitencia, próximo a la Plazuela de la Buena Muerte.

(4) Choro: Mejillón (En Bolivia, Chile y Perú)

(5) Tau si: frejoles negros de soja fermentada.

(6) Tanomoshi: palabra de origen japonés. En el Perú consiste en aportes de dinero fijo por parte de un grupo de participantes. El monto total mensual se entrega  a cada integrante según turno, sorteo o mayor oferta.

 (7). Zanguito: Tradicional dulce limeño, de origen negro; durante la colonia, se prepara a base de harina de maíz, chancaca, manteca, clavo de olor, anís y pasas. Se suele ofertar a los escolares con adivinanzas.

(8) Ambrosio: pasar hambre en leguaje popular peruano.

(9) Tamal de pescado: Tamal donde se reemplaza la harina de maíz por kamaboko (pescado molido).

(10) Chita a lo macho: Chita frita crocante acompañada de una salsa con mariscos. Para  la salsa destaca el sofrito limeño a base de ají panca y mirasol. Se acompaña con rocoto.

(11) Tacu tacu de mariscos: Frijoles canarios cocinados, mezclados con arroz y papada de cerdo, todo frito y acompañado de una salsa con mariscos. En la base destaca el sofrito limeño con ají amarillo.

5 comentarios:

  1. Víctor:
    Interesante trama que revela la realidad de una época pasada y un escenario en que combina de manera fluída el temperamento de los nikkei,
    que fueron desarraigados de su propia tierra:
    el Perú, por una guerra a la que llos eran ajenos. Nostalgia de espacios urbanos,
    ambientes tradicionales que se están ya perdiendo en una Lima que crece de manera explosiva y caótica. FELICITACIONES!!

    Cordialmente,

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    1. Hola señor incógnito.
      (¿eres Abelardo Ku?
      Gracias por tus apreciaciones.
      Lamentablemente tiene mucho de verdad lo narrado. Tengo entendido que en los campos de conentración USA, quien más aportó en número fue PERU (más que todos los demas países juntos, qué verguenza!)
      Las bases de este relato me las contó mi padre desde muy pequeño. El tenía muchos amigos nikkei y se sentía verguenza ajena pues vio los saqueos contra sus negocios y otros abusos.
      Saludos,

      VICTOR MONDRAGON

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  2. Excelente tema, felicitaciones estimado Victorio
    El recorrido por las calles de Barrios Altos es muy interesante, pero le falta "algo" para seguir mejor la pista, quizas una mezcla de lugares de interes no solo del pasado sino también del presente
    El manejo de los tiempos y las idas y vueltas presente-pasado-presente es magica pero muy dificil de dominar, seguramente con practica lo lograras, me ha costado trabajo ir y venir, pero la historia merecia releer algunos parrafos para no perderla
    Nuevamente felicitaciones y un fuerte abrazo

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    1. Victor,
      Que tal vena literaria, estoy sorprendido!
      Me acuerdo cuando leí la novela de tu padre con Jorge Río y fungíamos de críticos literario, casi nos bota de tu casa.
      Me ha traído nostalgia.
      Felicitaciones!

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  3. Hola señor anónimo.
    Por tu escritura deduzco que eres D. Tang Kou ¿? qué gusto que hayas leido este cuento. Recordarás a nuestro común amigo Kenchan, la última vez que lo ví quedé con Chicho para encontrarnos y cenar juntos. Lamentablemente no asistí por atender malas juntas y cuando un día pregunté por el ya se había suicidado. La nostalgia es natural después de haber pasado tanto tiempo "haciendo hora" en las esquinas, tan solo platicando. Efectivamente en nuestra última conversación tratamos el tema del destino. No se que vió en Japón. Nuestro común amigo P. Moricone se quedó en tierras niponas creo.
    Saludos,

    VICTOR MONDRAGON

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