Joe Monroy Oyola
Bonos para la
reconstrucción
—Aquí viene el
indiecito: Hola mi pana —mencionó uno de los dos morenos apostados en el acceso
al puente, mientras extendía una delgada cadena cerrando el paso de la
plataforma peatonal—. Tú sabes, la economía está chimba. Deja tu peaje.
Aquí te damos la constancia —agregó el que tenía cicatriz en la mejilla derecha
que unía la boca con su oreja.
Eleodoro sacó dos
soles en monedas del bolsillo del pantalón, los entregó.
—¡Fino mi pana!
Sabes que lo hacemos por la reconstrucción de Venezuela.
—¿Por qué no la ayudan trabajando? —respondió
extendiendo su mano derecha—. Ya dame tu papelucho que allá al final del puente
están tus amigos.
—Ponte chévere,
les damos protección, hay muchos delincuentes alrededor. Guarda tu recibo, a
fin de año haremos una rifa. Está con fecha: tres de febrero del año dos mil
veintitrés. Tienes derecho a cruzar hasta la medianoche. Estaremos aquí para
protegerlos —afirmó el hombre de la cicatriz.
—¡Ya dame ese
garabato!
El papelito con
sello azul decía: Donación para Venezuela, hizo seña que lo dejaran pasar.
Eleodoro cruzó el puente. «Qué humillación, ser agredido hasta por delincuentes
extranjeros».
Uchuraccay
Era miércoles
veintiséis de enero del año mil novecientos ochenta y tres, las cuatro con
veinte minutos, por la tarde. Clotilde Sulca ingresa a su casa quitándose el
chal rojo.
—¡Han atrapado a
ocho terroristas en el pueblo! —gritó a la vez que cerraba la puerta—. Los
hombres los están golpeando.
—Mujer, ¿estás
segura de lo que dices?
—Jacinto, yo mismo
los he visto cuando los llevaban —le contestó tomándose la frente—. El vecino
Huamán me dijo que te avisara.
—Eleodoro, quédate
con tu hermanita.
—Sí, Mamá, pero
¿qué quieren esos hombres?
—¡Vamos Clotilde!
—Hijo, esos
hombres quieren arrancarnos de nuestras tierras.
Jacinto tomó un
machete, su esposa el hacha de la cocina.
Corrieron hacia la
plaza. Horas después entraron cabizbajos, sin decir palabra. La madre abrazó a
sus hijos, Jacinto se sentó junto a la cocina de leña. Tenía los dedos de las manos entrelazados y meneaba la cabeza. Fueron
diez los hombres asesinados, solo les encontraron cámaras fotográficas y
grabadoras. ¿Qué hicimos? Los terroristas tomarán represalias pues sabrán que
nuestra acción era contra ellos. Han asesinado a varios dirigentes comunales.
Debemos irnos pronto. Clotilde preguntó cómo harían con la chacra, la casita.
Mujer, le venderemos al compadre Rigoberto. Es quien tiene más dinero en el
pueblo. Iremos a la ciudad de Huanta. Los sinchis mataron a dos hijos del
vecino Gilberto Quispe, los acusaron por una foto borrosa que tenían de unos
facinerosos.
—Clotilde, estás
temblando —susurró abrazando por detrás a su cónyuge—. ¿Qué te pasa?
—Solo déjame lavar
mis platos.
—Mujer, todos los
platos están limpios, ¿por qué lavas tu hacha?
Ella se refugió en
el pecho y brazos de su marido.
No se distinguía
ninguna estrella, ni la luna. A través de las cortinas floreadas de las dos
ventanas de la choza se notaban siluetas en movimiento. La sopa de habas y
papas sería el último alimento que se prepararía en la vivienda. Lo sobrante lo
llevarían para el camino. Era hora de acostarse y Clotilde vio a su hija parada
sobre la mesa de la cocina.
—Mercedes, ¿qué
haces hijita? Es hora de acostarse —indicó mientras la cargaba—. Tienes las
manos mojadas, niña.
Al amanecer, sobre
la colina cercana, apenas se podían apreciar las siluetas de un hombre y mujer
bajos de estatura, dos niños, los enseres y víveres iban sobre una carreta
tirada por una mula; atada al carromato la vaca balanceando sus inmensas ubres,
parecía masticar un chicle gigante.
El sol se
levantaba proyectando sus siluetas convertidas en largos espectros oscuros
tratando de aferrarse a sus lares, cosechas, su tierra, a toda una vida.
Durante la caminata de casi una hora, los dos hermanos contemplaban el paisaje:
las plantas de tuna, los sembríos de papa, flores amarillas y rojas sobre la
puna. Un cóndor cruzó sobre ellos proyectando su sombra que recorrió a los
emigrantes. La fría brisa daba un tono rojizo a las mejillas.
Eleodoro le
preguntó a su padre: y nuestras palomas, ¿quién las cuidará? Jacinto le replicó
que ellas eran felices aquí. Papá, nosotros también somos felices acá.
—Mercedes,
hermanita, ¿de dónde sacaste esas flores? —preguntó Eleodoro acariciándole su
cabeza adornada por dos trenzas negras—. Muéstramelas.
—Estaban sobre la
mesa, en el vaso con agua —respondió señalando hacia atrás, mientras sollozaba.
—Mira Jacinto, por
eso anoche tenía sus manos mojadas. Son flores de mashua, desde que éramos
novios me las has regalado.
—Sí, Clotilde, son
como cartuchitos rojos. Te dije que cuando abrieran ellas hablarían de mi amor
por ti.
Era el primer
amago de sonrisa en la familia Sulca desde la tarde del día anterior. A la
vista estaba la casa del compadre Rigoberto.
Fue un negocio
rápido, el pariente pagó en sus posibilidades. Acordaron algunos saldos en
partes, luego subieron a la camioneta del compadre en un viaje de casi dos
horas hasta ciudad de Huanta.
En la obra
Casi cuatro
décadas después, Eleodoro recibía el peso sobre su hombro derecho, el ruido
generado por la mezcladora de cemento raspaba los tímpanos, su pantalón que llegaba
hasta las rodillas estaba empapado; las venas se dilataron y tomó aire.
—¡Dale, Eleodoro!
—vociferó el encargado de la mezcla—. ¡Siguiente!
Con el latón casi
repleto sobre sí caminó por los andamios de madera, el omóplato parecía una
mano que daba soporte y animaba al obrero. Llegó hasta lo que sería el techo
del primer piso y vertió la mezcla cubriendo las hileras de ladrillos
engarzados con varillas de fierro. El turbante, hecho con una camiseta, lo
protegía del sol. La bajada con el depósito vacío resultaba descansada y
rápida.
—¡Vengo! —exclamó
el compañero que subía con su propia carga.
A mediodía tomaron
el descanso para comer. Era sábado, día del pago, la jornada terminaría a las
cuatro de la tarde. Se sentaron en un círculo amplio, algunos en el piso, otros
sobre ladrillos, no faltó quien prefirió usar la arena gruesa para el reposo.
—Dicen que los que
están protestando acá en Lima han bloqueado la salida de los buses en la
avenida Grau, en el mercado de Santa Anita y, al sur, el mercado de Ciudad de
Dios —comentó al tiempo que tiró una cáscara de plátano y se sacó las botas de
trabajo—. Ellos hablan de que hay que cambiar la Constitución. ¿Tú qué dices
Eleodoro? ¿Eleodoro?
—Juan, no tengo
nada que decir.
Se paró y volvió a
observar el desperdicio de la fruta lleno de hormigas y moscas. Caminó hacia
afuera y miró la construcción, los autos estacionados en la acera de enfrente. Dos
jóvenes pasaban corriendo, vestían ropa deportiva. Una mujer muy joven al verlo
cerca de su auto accionó la alarma.
—Siempre callado —masculló
el encargado de la mezcla—. Por eso le llaman el mudo.
—Creo que está
medio loco. No habla de su familia, ni de dónde es —agregó Juan, el más joven
de la obra con solo veinte años—. Para mí que está disimulando y se está
tirando unos gases. Ja, ja, ja.
—Déjenlo
tranquilo, increpó Loayza el capataz, a la vez que se incorporaba, y se le
acercó.
—Los muchachos no
trataron de molestarte, son jóvenes y no pueden saber lo que cada quien ha
pasado. Debe haber sido muy difícil tu vida, imagino que...
—Nadie se puede
imaginar lo que pasamos mi familia, mis paisanos, allá en Uchuraccay.
—Dijiste
¡¿Uchuraccay?!
Loayza, el
capataz, al escuchar lo dicho por el uchuraccaíno se apartó de él regresando
con el resto de sus compañeros. Se oía un murmullo.
En el barrio Armonía, Huanta
—Compadre
Rigoberto, ¡¿qué es esto?! —gritó Clotilde mirando los alrededores—. Jacinto,
di algo. Esto es un cerro lleno de polvo, mira esas prostitutas en la esquina,
allí hay un hombre tirado. Está muerto. No, qué asco, está vomitando con una
botella en la mano.
—Cálmate mujer.
Pero compadre, le dimos la escritura de nuestra tierra y la casita. Nos dijo
que nos daba un lote en un terreno urbanizado.
—Mami, ¿qué es una
prostituta? —cuestionó Mercedes sacando medio cuerpo por la ventana de la
camioneta estacionada—. ¿Es una fruta, una flor?
—Compadre,
comadre, por favor, hay que calmarnos —replicó que era un malentendido mientras
secaba su frente con su obeso y lampiño brazo derecho—. Yo les dije «terreno
por urbanizar».
—Hermanita, mamá
señaló una pared con letras donde estaba apoyada esa señorita. Así les dicen
acá a las paredes, ¿verdad mamá?
—Hijita, por
favor, no repitas esa palabra. Nosotras las mujeres no la pronunciamos.
El barrio Armonía
era un conglomerado de chozas de madera, techadas con calaminas, sobre las
laderas de los cerros. No había servicio de agua ni desagüe, tan solo cilindros
por llenar con agua del camión cisterna, y los pozos sépticos, también «por
rellenar». La cal sobre estos atenuaba el hedor.
La familia Sulca
pudo terminar una precaria vivienda. Al doceavo día de llegados Jacinto salió
para la hacienda donde el compadre Rigoberto lo había recomendado.
Al pasar un año,
después del asesinato de ciento cincuenta y tres adultos, perpetrado por
terroristas, los sobrevivientes abandonaron Uchuraccay. Familiares y amistades
de los Sulca se contaban entre las víctimas. Los esposos leían nombres de
parientes, amigos o vecinos, cual homenaje póstumo. Jacinto aulló: ¡nuestra
tierra era de todos, ahora es de nadie!
Por un porvenir mejor
La epidemia de la
hepatitis B que azotó el Perú tocó a Jacinto. El quince de diciembre del año
mil novecientos noventa y cinco, después de la cirrosis que devino como
consecuencia del mal hepático, un proceso de insuficiencia renal; terminó su
agonía de cinco meses.
Eleodoro tenía ya
dieciocho años y trabajaba en la misma hacienda donde lo hacía su padre. Un
sábado, al regresar de la faena, saludó con un beso a su mamá. Puso a un lado
sus portaviandas. Se dejó caer sobre una de las sillas en la cocina. Le pidió a
su madre tomar asiento pues tenía algo que decirle. Ella se quitó el delantal
multicolor, lo puso junto a la tinaja metálica llena de agua, flotaban pedazos
de verduras, el agua encerrada en una elipse delgada de grasa.
Explicaba a su
madre que con lo que él ganaba más lo de su hermana, ayudando en un puesto del
mercadillo, no cubrían las necesidades básicas. Mencionó que en la hacienda
trabajaba también su amigo de la infancia: Percy Huashuayo, quien se iba a ir a
Lima para trabajar, y quería irse con él.
—¡¿Cómo que te vas
a Lima hijo?! Acabamos de sepultar a tu padre y ¿nos vas a dejar solas?
—Madre, estamos en
la miseria —susurró tomándole las manos—. Viejita, no las voy a defraudar, por
favor, confía en mí.
—Pero ¿en qué
trabajarías?, ¿dónde vivirías?, ¿cuándo piensas irte? —preguntaba moviendo la
silla donde estaba sentada, como si domara a un caballo salvaje—. Al menos
quiero saber eso, hijo.
—Mamá, me voy este
lunes. Ya compramos los boletos.
La conversación se
extendió, Eleodoro explicaba que irían a vivir a la casa de la familia de
Percy. Ellos les rentarían un cuarto compartido y trabajarían en la
construcción civil. Mercedes regresó del mercadillo. Madre e hijo la pusieron
al tanto. ¡¿Qué dices hermano?! Después de cenar los tres Mercedes se levantó,
fue hacia el único dormitorio y sacó una mochilita rosada. La tenía desde que
era muy pequeña, allá en Uchuraccay. Al volver a la mesa trajo ente sus manos
un sobre de papel y se lo entregó a su hermano.
Al abrirlo
encontró dos flores extendidas, secas, que habían transferido gran parte del
color rojo en ambas caras internas del envoltorio.
—Hermano, estas
son las flores que tomé de nuestra cocina, aquel día cuando huimos.
—Lo recuerdo. No
creí que las hubieras guardado —agregó recibiéndolas—. Son flores de mashua.
—Te doy una, nos
quedamos nosotras con la otra. Hermanito, no te olvides de nosotras.
—Jamás las
abandonaré, ni olvidaré nuestro Uchuraccay. Algún día volveremos todos juntos.
El lunes siguiente
Eleodoro y Percy partían a las ocho y treinta minutos, un viaje de casi doce
horas. Doña Clotilde y Mercedes agitaban las manos, enviaban besos, la familia
Huashuayo hacía lo propio con Percy. Los dos jóvenes volvían a emigrar. La
puerta del ómnibus se cerraba y en el radio del vehículo se oía un huayno a
todo volumen, el aroma proveniente de los choclos que vendía la ambulante en la
estación llenaba el vehículo de transporte. Mientras Percy destapaba una
botella de gaseosa, Eleodoro miraba a sus amores hacerse más pequeñas,
diminutas, invisibles.
En la gran capital
Después de
instalarse descansaron toda la noche. Al día siguiente, a las cinco de la
mañana, don Carlos, tío de Percy, luego de invitarles a tomar desayuno, los
llevó a la obra donde trabajaba como albañil.
Laboraban con ahínco. Percy colocaba con
destreza los ladrillos, Eleodoro aprendió cómo amarrar los fierros de los
encofrados y también llenaba los techos. Terminando el primer mes de trabajo
pudieron por fin abrir su cuenta de ahorros en el Banco de la Nación.
—¿Qué estás
haciendo? —objetó mirando por detrás de su hombro—. Sonso, recién tienes un mes
y ya vas a mandar dinero. No seas bruto, hombre.
—Mi viejita y mi
hermana lo necesitan. Tengo planes. Les voy a enviar cada mes mi pago de una
semana. Allá es un buen dinero. Ellas no saben cuánto gano.
—¿Qué planes
tienes?
—Ese no es tu
asunto Percy. Al rato me acompañas a una cabina para llamar a mi mamá.
—Sí, porque si
llamabas de casa de los tíos te iban a cobrar el doble. Ja, ja, ja.
Llegaban cartas
extensas de Mercedes para su hermano. Él contestaba unas cortas líneas. A veces
por teléfono: hermano, mamá se enfermó. En esos casos hacía un giro
extraordinario.
Conforme pasaba
cada año siempre encontraba una justificación por la que no podía ir a Huanta:
estaba enfermo, no le daban vacaciones, se accidentaba algún trabajador y le
suspendían el permiso. No estuvo para la boda de su hermana, ni cuando su madre
padeció una disentería aguda. Había aprendido a depositar sus cheques de pago
por cajero automático. Nunca cargaba dinero en efectivo, solo en cada tercera
semana cuando hacía sus compras de alimentos en un mercado cercano al
asentamiento humano donde construyó su casita propia con la ayuda de
Percy.
Un domingo llegó
Percy a visitarlo, trayendo consigo un empaque de seis cervezas.
—Hola solterón. ¿Cuándo
te harás de una esposa? ¿Cuál es tu problema con las mujeres? No duras con
ellas más de unos meses. Eres más feo que el hambre, pero siempre tienes una
enamorada.
—La verdad que no
sabría decirte la razón. Yo me lo he preguntado siempre, ¿por qué no me enamoro
de verdad? Pero dime, ¿qué pasó con tu esposa y mis dos ahijados que hoy no
vinieron?
—Están visitando a
sus familiares, Zulema es muy apegada a ellos. Y mis hijos, con sus primos.
Percy comentó una
información importante acerca de Uchuraccay. ¡Han regresado quince familias,
desde el dos mil catorce! Hablan de que hasta este año llegaron más paisanos.
Claro que lo sé Percy, desde hace nueve años, pero deben organizarse bien. Pues,
con la aparición de algunas columnas terroristas, podrían ser atacados otra
vez. Comentaban en los noticieros de la situación volátil del país. Pero amigo,
¿piensas volver?, yo, ni muerto, Eleodoro.
Desde el mes de julio del año pasado, mi madre
junto con mi hermana, su marido y mi sobrinita ya están allá. Mercedes quedó
embarazada a los treinta y cinco años. Mi sobrinita es una niña con retraso
mental. Explicó que les adjudicaron un terreno cercano a donde vivían antes. Ya
les envié para que terminen de construir una casa fuerte y segura. Falta poco,
amigo. En diciembre, después del aguinaldo, renunciaré. Con lo que me liquide
nuestra compañía, la venta de esta casita, más el resto de mi dinero del banco
compraremos: carneros, algunas vacas, semillas y un pequeño tractor. Trabajaré
junto con mi cuñado y Mercedes. Mi mamita disfrutará de su vejez. Y, yo, espero
morir de viejo, pero en mi tierra. También llevaremos los restos de papá; ya mi
hermana inició las gestiones en Huanta.
—Mira Eleodoro,
nunca tomas, pero si esta vez me aceptas las cervezas, te perdono ja, ja, ja,
—Ay, caray, tú sí
que sabes manipular. ¡Está bien, salud! ¡Por Uchuraccay!
—¡Claro, salud por
Uchuraccay!
Tan cerca y tan
lejos
Los amigos
terminaron las seis cervezas y fueron por más a un kiosco de la misma cuadra.
Eleodoro puso música ayacuchana, y zapatearon como para quebrar el piso. Percy
propuso ir por unos pollos a la brasa. La idea fue secundada. El restaurante
estaba cerca, tan solo cruzar el puente y caminar tres cuadras. Iban cantando
huaynos, pero al llegar al puente vieron a los malandros extranjeros.
El cruce con la
muerte
—Espera Percy,
esos que están junto al puente peatonal son venezolanos y cobran cupo para
dejar pasar. ¿Tienes cuatro soles? Solo cargo un billete de diez —dijo a la vez
que le ponía el dorso de su mano derecha sobre el pecho—. Mejor que nos
regresemos a mi casa, aún podemos evitarlos.
—No vamos a dejar
de comer pollo, ni a pagar nada —contestó apurando el paso hacia el puente—.
¡Permiso compadres! Les dijo a los delincuentes.
—Oye, indiecito,
dile a este gallo que no sea ladilla, tú eres nuestro cliente. Tranquilos nomás
—amenazó mientras mostraba un cuchillo—. Son cuatro soles.
—Tampoco tienen
que amenazar por cuatro soles —reprochó Eleodoro mirando al otro moreno, el más
bajo y delgado—. Guarden sus cuchillos.
—¡Nada les vamos a
dar, este es nuestro país, rateros! —gritó Percy.
Los dos uchuraccaínos
trataron de contener el ataque usando sus correas. Percy desapareció del
panorama; Eleodoro, con un golpe tumbó al de la cicatriz, cuando quiso voltear
hacia su retaguardia, sintió como si un inmenso peso, equivalente a muchas
latas llenas de concreto, cayera sobre él. Intentó inhalar una bocanada de
aire, solo escuchó un segundo sonido, como cuando su madre empujaba la ropa
dentro del agua del lavatorio, luego un tercero que provenía desde su
vientre.
Le patearon el
rostro mas no sintió dolor. Empezó a ver su propio cuerpo caído; con un
cuchillo clavado en el abdomen; oyó voces distanciándose, su pantalón ensangrentado
con los bolsillos rebuscados, una burbuja sanguinolenta se formaba entre sus
labios. Veía lejano su cuerpo y el de Percy en el piso; las nubes tocaban su
espalda.
«¡Estoy muriendo,
mi cuerpo quedó junto al puente, veo esa inmensa mancha roja allá abajo! Tengo
que llegar a mi pueblo, no pueden enterrarme aquí debo ver a mi madre, tal vez
nunca sepan de mí. Quizá se llevaron mis documentos, no sabrán quién soy».
Eleodoro clamaba,
ya no podía llorar, pero rogaba. El movimiento de su ser se tornó horizontal.
En un tiempo indeterminado fue reconociendo cerros, la cordillera, su puna. El
anhelo de llegar a su lar estaba cumplido. Sentía que él empezaba a desaparecer
al igual que el panorama. Suplicaba por ver una última vez a su familia, la
casa. Estiraba los brazos y descendía. Notó que un ser alado detrás de él lo
ayudaba. Pudo ver el hogar, su familia estaba afuera. La niña con la manito
izquierda a modo de visera lo miraba de lejos y saludaba con la diestra.
Eleodoro abrió los
ojos y jaló una bocanada de aire.
—¡Está vivo!
¡Regresó! —gritó el médico poniéndole un gran paño de gasa sobre el corte del
vientre—. Las heridas en su espalda no son tan graves, pero ha perdido mucha
sangre. Debe ir al hospital, en esta posta médica no podemos hacer más por él.
¡Aquí llega la ambulancia!
Escuchó ese acento
extranjero, tuvo temor pues supo que era un dejo venezolano.
Fue el cóndor, fue
un ángel
Casimiro amarraba un costal de papas junto a
Mercedes, doña Clotilde acariciaba a su nieta. Estaban sentados afuera de la
casa. Entonces, la niña gritó.
¡Abuelita, mira
ese inmenso pájaro! Clotilde le decía riéndose, que no había nada. La niña
insistió, sí, es muy grande. Deja tranquila a tu abuelita. ¡Mamá, míralo!,
insistió la niña. Mercedes detuvo su faena, el sol le daba directo a los ojos;
quiso observar en la dirección que señalaba su hija.
—Madre, por favor, lleva adentro a Rosita, el
calor le está haciendo daño.
—Venga mi
nietecita. No he visto ningún cóndor desde que llegamos —bromeó Clotilde
entrando con Rosita a la casa—. Así que alas inmensas. Ja, ja, ja.
—¡Abuelita, allí
está!
— Ya Rosita, sí,
sí, ya lo vimos todos. Ja, ja, ja. Vamos para darte una agüita de menta con
valeriana.
Mercedes se reía
al lado de su esposo, de pronto se quedó callada, inmóvil. Y gritó: ¡El cóndor!
¡Eleodoro, mi hermano! Y corrió a la casa. Encontró su celular. Marcó repetidas
veces sin obtener respuesta alguna. Entró una llamada, el código era de Lima...
En el cementerio
Rosita colocaba un
ramo de flores en la tumba. Casimiro tenía sus manos frente a sí sobre una silla. Estaba cerca de su esposa Mercedes, quien
abrazaba a su madre.
—Era un buen
hombre, trabajador, amaba a su familia. Él quería que cuando muriese fuera
enterrado aquí en Uchuraccay. Al menos estará cerca de los que amaba —lloriqueó
Clotilde—. Ese era Jacinto, mi esposo. Lo pudimos traer desde Huanta. Gracias a
ti, Eleodoro, hijo mío.
—Mamá, era el
deseo de mi padre. Pero lo hicimos juntos con mi hermana, hasta fue a Lima a
recogerme del hospital. Qué pena, Percy falleció.
Los hermanos
hundieron las dos flores disecadas entre la tierra que cubría la tumba.
Clotilde celebró:
ves, Mercedes, fue la Pachamama; envió al cóndor por tu hermano. Ella le replicó;
no mamá todo ello es parte de la creación, eso lo hizo Dios. Casimiro empujaba
la silla de ruedas de Eleodoro. Mercedes le sugería a su mamá que leerían el
libro de Génesis.
¡Uchuraccay vive!
Un sábado mientras
la familia Sulca realizaban su jornada agrícola sonó una campana del lado
oriente, luego otras también repicaron. Los altoparlantes de la plaza
reproducían el sonido de la sirena. Casimiro y Mercedes tomaron una escopeta y
un revolver.
—Después de
cuarenta años vuelven los terroristas. ¡Esta vez no huiremos! —arengó Eleodoro
apoyándose en un bastón y cargando un fusil—. Pongan a mamá y la niña en el
cobertizo. Yo defenderé desde nuestra puerta.
—¡Vamos mujer!
—gritó Casimiro.
Los residentes
presurosos iban hacia el lado oriental en motocicletas, conduciendo camionetas,
a caballo o corriendo. Portaba cada uno, alguna arma.
Las huestes subversivas
llegaron a la primera casa. Estaban con sus armas rastrilladas, mas de forma
sorpresiva, del muro que rodeaba la estratégica edificación, asomaron los pobladores
que disparaban y gritaban tras cada percusión: ¡¡¡Uchuraccay!!!