miércoles, 26 de abril de 2023

Reseña: «El otoño del patriarca», de Gabriel García Márquez

Bastante se ha escrito sobre la obra de Gabriel García Márquez, sin embargo, El otoño del patriarca es una de sus novelas menos comentadas. Y existe una buena razón para ello.

Hay mucho que podemos aprender de esta obra.

La historia narra el surgimiento, apogeo y caída de un dictador latinoamericano. Se lo denomina genéricamente el Patriarca, y viene a ser una suma de las características de muchos de los lamentables sátrapas que ha sufrido nuestro continente. 

En esta novela, por un lado, Gabo hace un uso magistral de diversas técnicas narrativas y entre ellas destaca la construcción de la atmósfera. 

Entendemos por atmósfera un escenario en sintonía con los personajes que, mediante asociación de ideas con experiencias pasadas del lector (vivencias, lecturas, películas), lleva a este a compartir el sentir de los personajes. 

Muestra de ello es la casa presidencial, la cual vemos evolucionar junto con el protagonista: Lujosa y ordenada en un momento, desordenada en otro, con signos cada vez mayores de deterioro y abandono, hasta el gran final en que, al morir el protagonista, la casa es tomada por asalto por aves carroñeras que penetran rompiendo las ventanas. 

Pero como dijimos, hay una razón para que esta obra no tuviese el éxito de crítica y lectores que han tenido otras de las obras de Gabo pues, si somos objetivos, es preciso reconocer que fue, hasta cierto punto, un experimento fallido. 

En esta obra Gabo hace algo que nunca hizo antes y nunca volvería a hacer. De hecho, ningún otro escritor, hasta donde sé, lo ha querido intentar. Me refiero a escribir una historia con oraciones larguísimas, que se extienden sin encontrar un punto seguido que las limite a lo largo de decenas de páginas. Y, por si esto fuera poco, los párrafos no tienen mejor suerte: solo hay cinco puntos y aparte en todo el libro. 

Por supuesto, todo escritor tiene derecho a experimentar, como lo hizo Gabo en esta obra. Cuando un experimento resulta bien, el mismo escritor lo repite y otros muchos lo imitan; en cambio, cuando ni el propio inventor vuelve a utilizar un recurso y nadie desea imitarlo, hay que reconocer que el experimento no fue exitoso. 

Pero también de los errores se aprende. Hoy en día se recomienda que, para facilitar la lectura y mantener la atención del lector, los párrafos de una obra literaria no excedan las diez líneas y se denomina reprobatoriamente «sábana» a los párrafos más largos. Así mismo se sugiere que una oración no se extienda más allá de tres líneas. 

En resumen, hay tres importantes lecciones que aprender de esta novela de García Márquez: Cómo construir atmósferas, como no escribir párrafos (evitar que tengan más de diez líneas), y cómo no escribir oraciones (evitar que tengan más de tres líneas).

jueves, 20 de abril de 2023

El candidato

Patricio Durán


Roberto Estrada disfrutaba de su vida personal y profesional gracias a su matrimonio por conveniencia con Rita Moreno, hija de un reconocido político formado en la vieja guardia conservadora. Él frisaba los treinta años; ella, cinco años menor, pertenecía a la alta sociedad: adinerada, culta, refinada; alérgica a los excesos, discreta e inteligente. Él sentía atracción por Rita ya que su elegancia y donaire lo seducían, pero su verdadero amor era María José Brito, una muchacha de escasos recursos a quien conoció en la niñez. Se encontraba atrapado entre dos amores: el de Rita glamuroso y prometedor, y el de María José, tierno y sublime, pero condenado a la mediocridad. Roberto, siguiendo sus instintos de sobrevivencia, se casó con Rita para avanzar en su carrera política y ascender socialmente, dejando a María José embarazada.

Roberto provenía de una familia humilde y numerosa, con muchas carencias, donde el sueldo del padre apenas alcanzaba para una alimentación mediana de toda su prole, estaba cansado de vivir entre estrecheces, por lo que en el fondo de su alma deseaba salir de la pobreza y convertirse en miembro de esa sociedad brillante que conoció por su trato con la familia de Rita: personas afortunadas, ilustradas, elegantes. Quería pertenecer como socio a todo club social o deportivo e institución que le diera cabida. Se dedicó con gran perseverancia al estudio para adquirir la cultura, la formación y los conocimientos que le ayuden a convertirse en una persona exitosa. Conoció al padre de Rita en la Universidad Central, él era profesor de la facultad de Jurisprudencia, dictaba clases de Filosofía del Derecho en el octavo nivel. Roberto se granjeó su simpatía y admiración por lo que obtuvo el cargo de ayudante de cátedra y persona de confianza, para al final convertirse en su yerno.

El poder que le otorgó su suegro lo llevó a presidir la Dirección Regional del Partido «CERO, CERO CORRUPCIONES». Se convirtió en una de las grandes figuras de la política, a pesar de que nunca ganó elecciones, solo una muy polémica y cuestionada cuando fue candidato a edil y corrieron rumores de que sobornó a las autoridades de control electoral. Más tarde estuvo involucrado en una presunta trama de corrupción en el nombramiento de cargos y contratos públicos en empresas del Gobierno Municipal.

Roberto contrajo nupcias con Rita, pero no abandonó su oficio de macho conquistador y castigador, no porque fuera físicamente atractivo, sino porque el dinero y el poder político son un eficaz afrodisíaco que abre puertas y piernas. Mucha gente se le pega a quien tiene poder, no porque en verdad le estiman, sino por la posición privilegiada que ocupa y sirve a sus intereses. Esto, Roberto lo sabía muy bien, por eso sacaba ventaja de las habilidades de otras personas para alcanzar sus propios resultados y era muy sagaz para tratar con la gente. Era hábil para competir, le gustaba llegar a la cima y quedarse ahí.

Roberto consiguió lo que se había propuesto: llegar a formar parte de la alta sociedad al contraer matrimonio con Rita, pero, pese a estar casado con una dama agraciada, de muchos y grandes talentos, se comportaba como los perros mañosos, que, teniendo un filete en casa, hurgan plazas y callejuelas umbrosas en busca de piltrafas. Él siempre quería conquistar el amor, quizás para compensar en algo la falta de cariño que vivió en su niñez.  No importaba si la mujer era cónyuge o novia de sus amigos o empleados, ninguna escapaba a sus propuestas indecentes. En su favor se puede decir que él no las obligaba, ellas, por conseguir un apoyo o empleo, colaboraban para que el candidato se salga con la suya.

En cierta ocasión, Roberto se acercó a Valeria Estrella, quien se encargaba de la tarea de comunicación en el partido y era una agraciada costeña que movía su cuerpo con voluptuosidad. A ella la tenía en el radar desde hacía algunos días: la medía, la sopesaba, calculando sus curvas: «Noventa, sesenta, noventa…», pensaba, dejando escapar un suspiro atrapado en la cárcel de sus deseos.

—Valeria, quiero conversar con usted —dijo ansioso Roberto.

Ella, conociendo las intenciones del candidato se imaginó por donde iban sus tiros.

—¿De qué se trata? —respondió fingiendo inocencia.

—Vamos por unos helados a Salcedo y le explico —dijo Roberto mientras clavaba su mirada en los pechos turgentes de Valeria.

—No sé qué decirle. Estoy con bastante trabajo y…

—No se preocupe —la interrumpió—. Considérese relevada de sus funciones este día. Por algo soy el candidato y director del partido.

A los pocos días de saborear los deliciosos helados de Salcedo, Valeria empezó a desempeñar las funciones de asistente del candidato.

 

Era una hermosa mañana de finales de marzo. Durante la noche había llovido copiosamente y el departamento de soltero de Edisson Romo se llenó de goteras y manchas en el cielo raso; él trataba de solucionar el problema colocando platos y tasas en las filtraciones. Edisson estaba casado, pero mantenía un vínculo sentimentalmente con Sandra Mora. Él fungía como secretario de CERO, ella se desempeñaba como integrante del grupo de mujeres profesionales que apoyaban al partido. Mientras desayunaban, Sandra le comentó que el candidato intentó seducirla:

—Edisson, hace unos días Roberto me invitó a salir.

—¿Ah sí? —respondió Edisson indiferente.

—Fue cuando él te envió a la capital a una convención del partido. Me pidió que le acompañe a Salcedo, porque tenía ganas de unos helados.

—¿Y tú que le respondiste? —inquirió Edisson.

—Por supuesto me negué —respondió Sandra con énfasis.

—¿Y por qué no lo acompañaste? —preguntó Edisson con aire de inocencia.

—¿Por qué no? ¿Acaso no te has dado cuenta cómo me mira? —dijo Sandra con enfado—. Cuando va a la oficina se para detrás de mi escritorio y observa todo lo que hago. Para disimular finge que habla por teléfono y escribe mensajes de texto, pero me está mirando. Ahí ya conocen que cuando el candidato se interesa por una mujer, empieza a acecharla, le invita a los famosos «helados de Salcedo» y luego quiere acostarse con ella. A pesar de que es casado anda como burro en celo todo el tiempo.

—Bueno, ¡qué le vamos a hacer! —exclamó Edisson a modo de complicidad—. ¡Él es el jefe!

—¡¿Cómo que él es el jefe?! —explotó Sandra mirándolo con rostro serio, incluso severo—. Y para que se te quite lo pendejo te voy a contar lo que él piensa de ti. Me dijo que estoy perdiendo el tiempo contigo, que eres un don nadie y que debería estar con alguien importante como él.

Edisson estalló en furia. La miró con los ojos en llamas y dijo:

—¡Tú debes haberlo provocado! ¡Él no es ningún loco!

Sandra se quedó de una sola pieza. No podía creer lo que decía Edisson. No le devolvió ni una mirada de caridad y salió de la casa azotando la puerta con furia. 

Como las aventuras amorosas de Roberto se hacían cada vez más evidentes y públicas, las amigas de Rita la regañaban diciendo: «¡Cómo te fuiste a casar con ese “rulimán”, y todavía te es infiel!». Ella, avergonzada, bajaba la cabeza. Sabía a la perfección de los devaneos de su marido, pero quería «mantener las formas», cosa inútil en una sociedad pacata, anclada en la tradición y proclive a la hipocresía.

Roberto era como un niño malcriado que si le negaban algo hacia berrinches. Una señorita debía ceder a sus pretensiones o se convertía en un energúmeno, en un desdichado que acosaba a las mujeres. De igual manera, los integrantes del partido y sus colaboradores de campaña que no se sometían a su voluntad, sufrían las consecuencias de su mezquindad y los colocaba en la «lista negra», y quienes la integraban no llegaban a ningún cargo, solo tenían obligaciones y no derechos; a veces, cuando amanecía de «buen lado», el candidato les daba un puestecito miserable que más parecía una burla. «Una persona bien colocada solo piensa en cuidar su puesto y no tiene tiempo para andar fastidiando», pensaba el candidato.

Cuando alguno de los integrantes de la «lista negra» insistía por un cargo, el candidato, con un dejo de hipocresía, expresaba: «No creas que me he olvidado de ti. Ya va a salir algo pronto». Y nunca salía nada para ellos, pero a sus aliados los colocaba con gran facilidad, dejando claro que, para Roberto, la política es el arte de servirse de las personas haciéndoles creer que se les sirve a ellas.

—¿Qué será de un puestito? —le preguntó en una ocasión Hernán Mayorga irritado—. Hernán era uno de los fundadores de CERO, pero cayó en desgracia con el candidato porque era más popular que él y eso no lo podía soportar.

—Créeme que estoy en eso, pero ya tú sabes cómo es esto de la política. Estamos esperando que se cree la Dirección de Cultura, ahí vas tú de cajón—. Fue la respuesta cínica del candidato a la vez que se encogía de hombros con gesto de indiferencia.

—No creo que se vaya a crear una Dirección de Cultura, si más bien están suprimiendo recursos para la cultura, que es la última rueda del coche —reprochó Hernán con tono airado—. Creo que te estás burlando de mí. Mejor dime que no tengo espacio en CERO. Serías más honesto y decente.

—No es así. Y para demostrarte mi buena voluntad y predisposición, me acaban de informar que hay una vacante en la parroquia El Triunfo como asistente del jefe político. Si lo quieres es tuya. «Tengo que ocupar a Hernán con un puesto pequeño para que deje de molestar», pensaba el candidato.

La parroquia El Triunfo era una de las más pobres y alejadas de la capital de provincia. El cargo de asistente del jefe político nadie lo aceptaba por su baja remuneración y por ser proclive a actos de corrupción. Los organismos de control siempre andaban detrás de los casos pequeños de corrupción, mientras se hacían de la vista gorda en los grandes negociados y estafas de los delincuentes de corbata que estaban enquistados en las altas cúpulas del poder. Las leyes son como las telas de araña: dejan pasar a los insectos grandes y solo atrapan a los pequeños. Hernán desdeñó el ofrecimiento. 

Roberto no era creyente. Por ser candidato fingía serlo para captar más votos de la población piadosa de la provincia; decía ser «católico practicante» y asistía a misa todos los domingos en la iglesia del Perpetuo Socorro. En cierta ocasión organizó una cena navideña en su hacienda ubicada en las afueras de la ciudad. Se encargó personalmente de las invitaciones, poniendo énfasis para que asistan las mujeres más atractivas del movimiento porque esa «noche buena» quería singar a una de ellas, ya que Rita no asistiría por tener una cena navideña familiar. La comida y bebida fueron abundantes. Hubo de todo: pavo, tamales, pernil, buñuelos; para beber whisky y sobre todo vino tinto Concha y Toro, el favorito del candidato.

Luego de la cena empezó a sonar la música y al ritmo de los temas cadenciosos de moda se animaron las mujeres, siempre las mujeres imponen el compás y la alegría. En el amplio salón de baile se escuchaba por los parlantes la voz estridente de Shakira cantando la canción dedicada a su exmarido Piqué «una loba como yo no está pa´tipos como túúú», que fue coreada animadamente por las jóvenes presentes, quienes de una u otra manera se sentían identificadas con las letras de la cantante colombiana.

El candidato, junto a su círculo íntimo que también acosaba a mujeres, observaba extasiado el baile de las féminas; olfateó el perfume seductor y magnético que procedía de los rostros y de los trajes femeninos, y enseguida, notó que algo cobraba vida entre sus piernas.

Sofía sintió la mirada helada de Roberto que se clavaba como alfileres en su cuerpo. Se acercó a su amiga Daniela que había salido al vestíbulo a refrescarse, se encontraba tomando un coctel y le comentó:

—El candidato no deja de mirarme. No sé qué quiere. Siempre tiene esa actitud conmigo.

—Qué más va a querer sino acostarse contigo —dijo Daniela en voz baja.

—¡Eso sí que no va a conseguir conmigo! —respondió Sofía enojada.

—Si quieres un cargo no te queda de otra. Así es como la mayoría de chicas han conseguido trabajo.

—La mayoría, no todas —susurró Sofía—. A Verónica Vásquez no le dio nada, a pesar de que ya se acostó con ella. «A mí, que le di el culo, no me dio ningún cargo, peor a ti que no quieres nada con él», me confesó en alguna ocasión.

—Los políticos no están para ti ni para mí, están para ellos mismo —sentenció Daniela.

Roberto, en quien, bajo el influjo de la música, empezó a dejarse sentir el vino que había bebido en exceso, se acercó a Sofía con la confianza que le daba ser el candidato y director del partido, y le dijo con aliento aguardentoso:

—Hola. Soy Roberto.

—Sofía.

Ella le extendió la mano a modo de saludo lo que Roberto aprovechó para sujetarla, la atrajo hacia él con firmeza y le dio un beso sintiendo la mórbida calidez de sus mejillas. Después, cuando el candidato se apartó, Sofía se sacudió y se acomodó los cabellos, como una gallina que acomoda sus plumas tras el asalto del gallo.

—¿A qué te dedicas, Sofía? —dijo Roberto.

—Soy contadora.

—¿Y qué haces en CERO?

—Apoyo en la campaña electoral, pero…

—¿Pero?

—En realidad, quisiera un trabajo remunerado porque tengo a mi mamá enferma y gasto mucho en medicinas.

—¡Haberlo dicho antes! Yo puedo arreglar tu situación, vamos a mi habitación para tomar un vinito y hablar sobre tu futuro cargo —dijo Roberto mientras intentaba besarla en los labios.

Sofía lo apartó bruscamente, lo congeló con una de esas miradas lentas y profundas que suele prodigar a los patanes que, con sus «cortesías», bromas de doble sentido y majaderías, quieren pasarse de listos.

—¡Perdón! —se justificó Roberto—. Creo que el vino se me subió a la cabeza. Mejor vamos mañana a unos helados de Salcedo y conversamos con tranquilidad.

—Voy a preguntar a su esposa si es que tiene permiso para ir a por unos helados de Salcedo —le dijo Sofía en tono burlón.

Roberto, ruborizado y confundido, se retiró como perro apaleado y con el rabo entre las piernas. Nunca tuvo los arrestos suficientes para responder a una mujer empoderada. Era vulnerable a los sentimientos y comentarios negativos, lo sentía en lo profundo, por lo que esta burla de Sofía no la olvidaría fácilmente.

A pesar de su condición humilde, Sofía tenía la entereza y fuerza de carácter para hacerse respetar e impedir que los babosos se tomaran con ella las confianzas y libertades que se permitían con las demás mujeres.  Se conservaba muy bien físicamente, lo que llamaba la atención de hombres y mujeres. Los hombres con intenciones de conquistarla y las mujeres que envidiaban su figura. Tenía cuarenta y un años, pero parecía diez años más joven. Debe ser porque nunca se casó ni tuvo hijos. Nada arruina tanto el cuerpo de una mujer como un marido travieso y los jurguillos que traen a este mundo. Todo vestido le lucía en su esbelta silueta; no usaba maquillaje, apenas un poco de labial y tenía unas nalgas que dejaban pensando.  El cuerpo de una mujer es un patrimonio, un capital, aunque siempre debe luchar en un mundo masculino morboso y hostil. Sofía continuó enviando su hoja de vida a posibles empleadores.

Los amigos cercanos notaron un cambio radical en Roberto. Antes de incursionar en la política era noble, amable, cortés, generoso, preocupado por sus amistades. Le gustaba el deporte, desde pequeño fue talentoso, con las mujeres no mucho. Tenía problemas de autoestima para conquistar a la mujer de sus sueños, por lo que pedía a sus amigos que le «hagan la buena» con alguna chica que le gustaba. De candidato se le subieron los humos: perseguía a las mujeres, no las atraía. Se volvió inalcanzable, descortés, solo miraba su teléfono celular sin prestar atención a la persona que tenía al frente; vanidoso, tacaño, nunca tenía dinero para sus gastos. Sus áulicos debían correr con ellos. Se había vuelto un gorrón.

Marcelo Morales, integrante de la «lista negra», conversaba con Antonio Pérez, uno de los cortesanos del candidato.

—¡Ya pues! ¿Cuánto dinero quiere tu jefe por el puesto de asesor jurídico? —le dijo Marcelo en tono molesto.

—¡Cuidado le digas esto a Roberto! Él es una persona pulcra, honesta, no es corrupto como tú insinúas.

—Mira, yo no insinúo, yo sé bien quién es Roberto, así que no me vengas con cuentos. 

Las encuestas, perfil psicológico, opiniones de los consultores profesionales basados en los análisis de sus posibilidades determinaron que Roberto no era el candidato idóneo para ganar, pero la candidatura fue impuesta a raja tabla por su suegro. La suerte del candidato estaba echada antes de empezar la campaña.

Llegó el día de las elecciones. Roberto estaba convencido de su triunfo. Fue a votar en su recinto electoral acompañado de sus seguidores; pensaba que su inteligencia y «carisma» le llevarían a obtener un triunfo sonado, cosa que no ocurrió. Fue derrotado con amplio margen y lo primero que hizo fue echar la culpa a su equipo de trabajo, sin reconocer que él fue el arquitecto de su propia derrota por formar grupos paralelos que manipularon la campaña política. Levantó fondos de los cuales se benefició personalmente, evidenciando que, para él, la política es el arte de disfrazar el interés personal como interés general.

Roberto nunca quiso admitir que era un candidato con serios problemas de imagen, que no debió participar en la contienda electoral; los consultores políticos se lo dijeron, le aconsejaron que no se postule, hizo caso omiso de todas las recomendaciones y advertencias. Pensó que los consultores estaban equivocados, que la gente iba a votar por él a pesar de todos sus cuestionamientos, porque él se consideraba el líder natural y preparado que su pueblo necesitaba.

La campaña política fue manejada por su círculo íntimo: un familiar encargado de las finanzas y distintos «peones» que conformaron el «ajedrez» de la partida electoral. Sus rivales le enrostraron el acoso sexual al que sometía a las mujeres de su partido y a cualquiera que le apetecía. Obviamente el candidato rechazó estas acusaciones atribuyéndolas a la campaña sucia de sus adversarios. «Un candidato debe tener una gran dosis de bondad para no volverse misántropo. Les digo esto para que vean cuan viles pueden ser mis enemigos», dijo en una rueda de prensa, a manera de justificación por la derrota.

El candidato perdió las elecciones. Rita, cansada de sus traiciones y devaneos le pidió el divorcio. Sus «amigos» le abandonaron, demostrando que la lealtad no era una virtud de los integrantes de CERO. Ellos lo habían adulado, aplaudido, endiosado, pero, en el primer cambio de viento, lo dejaron solo.

miércoles, 19 de abril de 2023

La Pachamama: tierra de todos, tierra de nadie

Joe Monroy Oyola


Bonos para la reconstrucción

—Aquí viene el indiecito: Hola mi pana —mencionó uno de los dos morenos apostados en el acceso al puente, mientras extendía una delgada cadena cerrando el paso de la plataforma peatonal—. Tú sabes, la economía está chimba. Deja tu peaje. Aquí te damos la constancia —agregó el que tenía cicatriz en la mejilla derecha que unía la boca con su oreja.

Eleodoro sacó dos soles en monedas del bolsillo del pantalón, los entregó.

—¡Fino mi pana! Sabes que lo hacemos por la reconstrucción de Venezuela.

—¿Por qué no la ayudan trabajando? —respondió extendiendo su mano derecha—. Ya dame tu papelucho que allá al final del puente están tus amigos.

—Ponte chévere, les damos protección, hay muchos delincuentes alrededor. Guarda tu recibo, a fin de año haremos una rifa. Está con fecha: tres de febrero del año dos mil veintitrés. Tienes derecho a cruzar hasta la medianoche. Estaremos aquí para protegerlos —afirmó el hombre de la cicatriz.

—¡Ya dame ese garabato!

El papelito con sello azul decía: Donación para Venezuela, hizo seña que lo dejaran pasar. Eleodoro cruzó el puente. «Qué humillación, ser agredido hasta por delincuentes extranjeros».

Uchuraccay

Era miércoles veintiséis de enero del año mil novecientos ochenta y tres, las cuatro con veinte minutos, por la tarde. Clotilde Sulca ingresa a su casa quitándose el chal rojo.

—¡Han atrapado a ocho terroristas en el pueblo! —gritó a la vez que cerraba la puerta—. Los hombres los están golpeando.

—Mujer, ¿estás segura de lo que dices?

—Jacinto, yo mismo los he visto cuando los llevaban —le contestó tomándose la frente—. El vecino Huamán me dijo que te avisara.  

—Eleodoro, quédate con tu hermanita.

—Sí, Mamá, pero ¿qué quieren esos hombres?

—¡Vamos Clotilde!

—Hijo, esos hombres quieren arrancarnos de nuestras tierras.

Jacinto tomó un machete, su esposa el hacha de la cocina.

Corrieron hacia la plaza. Horas después entraron cabizbajos, sin decir palabra. La madre abrazó a sus hijos, Jacinto se sentó junto a la cocina de leña. Tenía los dedos de las manos entrelazados y meneaba la cabeza. Fueron diez los hombres asesinados, solo les encontraron cámaras fotográficas y grabadoras. ¿Qué hicimos? Los terroristas tomarán represalias pues sabrán que nuestra acción era contra ellos. Han asesinado a varios dirigentes comunales. Debemos irnos pronto. Clotilde preguntó cómo harían con la chacra, la casita. Mujer, le venderemos al compadre Rigoberto. Es quien tiene más dinero en el pueblo. Iremos a la ciudad de Huanta. Los sinchis mataron a dos hijos del vecino Gilberto Quispe, los acusaron por una foto borrosa que tenían de unos facinerosos.

—Clotilde, estás temblando —susurró abrazando por detrás a su cónyuge—. ¿Qué te pasa?

—Solo déjame lavar mis platos.

—Mujer, todos los platos están limpios, ¿por qué lavas tu hacha?

Ella se refugió en el pecho y brazos de su marido.

No se distinguía ninguna estrella, ni la luna. A través de las cortinas floreadas de las dos ventanas de la choza se notaban siluetas en movimiento. La sopa de habas y papas sería el último alimento que se prepararía en la vivienda. Lo sobrante lo llevarían para el camino. Era hora de acostarse y Clotilde vio a su hija parada sobre la mesa de la cocina.

—Mercedes, ¿qué haces hijita? Es hora de acostarse —indicó mientras la cargaba—. Tienes las manos mojadas, niña. 

Al amanecer, sobre la colina cercana, apenas se podían apreciar las siluetas de un hombre y mujer bajos de estatura, dos niños, los enseres y víveres iban sobre una carreta tirada por una mula; atada al carromato la vaca balanceando sus inmensas ubres, parecía masticar un chicle gigante.

El sol se levantaba proyectando sus siluetas convertidas en largos espectros oscuros tratando de aferrarse a sus lares, cosechas, su tierra, a toda una vida. Durante la caminata de casi una hora, los dos hermanos contemplaban el paisaje: las plantas de tuna, los sembríos de papa, flores amarillas y rojas sobre la puna. Un cóndor cruzó sobre ellos proyectando su sombra que recorrió a los emigrantes. La fría brisa daba un tono rojizo a las mejillas.

Eleodoro le preguntó a su padre: y nuestras palomas, ¿quién las cuidará? Jacinto le replicó que ellas eran felices aquí. Papá, nosotros también somos felices acá.

—Mercedes, hermanita, ¿de dónde sacaste esas flores? —preguntó Eleodoro acariciándole su cabeza adornada por dos trenzas negras—. Muéstramelas. 

—Estaban sobre la mesa, en el vaso con agua —respondió señalando hacia atrás, mientras sollozaba.

—Mira Jacinto, por eso anoche tenía sus manos mojadas. Son flores de mashua, desde que éramos novios me las has regalado.

—Sí, Clotilde, son como cartuchitos rojos. Te dije que cuando abrieran ellas hablarían de mi amor por ti.

Era el primer amago de sonrisa en la familia Sulca desde la tarde del día anterior. A la vista estaba la casa del compadre Rigoberto.

Fue un negocio rápido, el pariente pagó en sus posibilidades. Acordaron algunos saldos en partes, luego subieron a la camioneta del compadre en un viaje de casi dos horas hasta ciudad de Huanta.

En la obra

Casi cuatro décadas después, Eleodoro recibía el peso sobre su hombro derecho, el ruido generado por la mezcladora de cemento raspaba los tímpanos, su pantalón que llegaba hasta las rodillas estaba empapado; las venas se dilataron y tomó aire.

—¡Dale, Eleodoro! —vociferó el encargado de la mezcla—. ¡Siguiente!

Con el latón casi repleto sobre sí caminó por los andamios de madera, el omóplato parecía una mano que daba soporte y animaba al obrero. Llegó hasta lo que sería el techo del primer piso y vertió la mezcla cubriendo las hileras de ladrillos engarzados con varillas de fierro. El turbante, hecho con una camiseta, lo protegía del sol. La bajada con el depósito vacío resultaba descansada y rápida. 

—¡Vengo! —exclamó el compañero que subía con su propia carga. 

A mediodía tomaron el descanso para comer. Era sábado, día del pago, la jornada terminaría a las cuatro de la tarde. Se sentaron en un círculo amplio, algunos en el piso, otros sobre ladrillos, no faltó quien prefirió usar la arena gruesa para el reposo.

—Dicen que los que están protestando acá en Lima han bloqueado la salida de los buses en la avenida Grau, en el mercado de Santa Anita y, al sur, el mercado de Ciudad de Dios —comentó al tiempo que tiró una cáscara de plátano y se sacó las botas de trabajo—. Ellos hablan de que hay que cambiar la Constitución. ¿Tú qué dices Eleodoro? ¿Eleodoro?

—Juan, no tengo nada que decir.

Se paró y volvió a observar el desperdicio de la fruta lleno de hormigas y moscas. Caminó hacia afuera y miró la construcción, los autos estacionados en la acera de enfrente. Dos jóvenes pasaban corriendo, vestían ropa deportiva. Una mujer muy joven al verlo cerca de su auto accionó la alarma.

—Siempre callado —masculló el encargado de la mezcla—. Por eso le llaman el mudo.

—Creo que está medio loco. No habla de su familia, ni de dónde es —agregó Juan, el más joven de la obra con solo veinte años—. Para mí que está disimulando y se está tirando unos gases. Ja, ja, ja.

—Déjenlo tranquilo, increpó Loayza el capataz, a la vez que se incorporaba, y se le acercó.

—Los muchachos no trataron de molestarte, son jóvenes y no pueden saber lo que cada quien ha pasado. Debe haber sido muy difícil tu vida, imagino que...

—Nadie se puede imaginar lo que pasamos mi familia, mis paisanos, allá en Uchuraccay.

—Dijiste ¡¿Uchuraccay?!

Loayza, el capataz, al escuchar lo dicho por el uchuraccaíno se apartó de él regresando con el resto de sus compañeros. Se oía un murmullo.

En el barrio Armonía, Huanta

—Compadre Rigoberto, ¡¿qué es esto?! —gritó Clotilde mirando los alrededores—. Jacinto, di algo. Esto es un cerro lleno de polvo, mira esas prostitutas en la esquina, allí hay un hombre tirado. Está muerto. No, qué asco, está vomitando con una botella en la mano.

—Cálmate mujer. Pero compadre, le dimos la escritura de nuestra tierra y la casita. Nos dijo que nos daba un lote en un terreno urbanizado.

—Mami, ¿qué es una prostituta? —cuestionó Mercedes sacando medio cuerpo por la ventana de la camioneta estacionada—. ¿Es una fruta, una flor?

—Compadre, comadre, por favor, hay que calmarnos —replicó que era un malentendido mientras secaba su frente con su obeso y lampiño brazo derecho—. Yo les dije «terreno por urbanizar».

—Hermanita, mamá señaló una pared con letras donde estaba apoyada esa señorita. Así les dicen acá a las paredes, ¿verdad mamá?

—Hijita, por favor, no repitas esa palabra. Nosotras las mujeres no la pronunciamos.

El barrio Armonía era un conglomerado de chozas de madera, techadas con calaminas, sobre las laderas de los cerros. No había servicio de agua ni desagüe, tan solo cilindros por llenar con agua del camión cisterna, y los pozos sépticos, también «por rellenar». La cal sobre estos atenuaba el hedor.

La familia Sulca pudo terminar una precaria vivienda. Al doceavo día de llegados Jacinto salió para la hacienda donde el compadre Rigoberto lo había recomendado.

Al pasar un año, después del asesinato de ciento cincuenta y tres adultos, perpetrado por terroristas, los sobrevivientes abandonaron Uchuraccay. Familiares y amistades de los Sulca se contaban entre las víctimas. Los esposos leían nombres de parientes, amigos o vecinos, cual homenaje póstumo. Jacinto aulló: ¡nuestra tierra era de todos, ahora es de nadie!

Por un porvenir mejor

La epidemia de la hepatitis B que azotó el Perú tocó a Jacinto. El quince de diciembre del año mil novecientos noventa y cinco, después de la cirrosis que devino como consecuencia del mal hepático, un proceso de insuficiencia renal; terminó su agonía de cinco meses.

Eleodoro tenía ya dieciocho años y trabajaba en la misma hacienda donde lo hacía su padre. Un sábado, al regresar de la faena, saludó con un beso a su mamá. Puso a un lado sus portaviandas. Se dejó caer sobre una de las sillas en la cocina. Le pidió a su madre tomar asiento pues tenía algo que decirle. Ella se quitó el delantal multicolor, lo puso junto a la tinaja metálica llena de agua, flotaban pedazos de verduras, el agua encerrada en una elipse delgada de grasa.

Explicaba a su madre que con lo que él ganaba más lo de su hermana, ayudando en un puesto del mercadillo, no cubrían las necesidades básicas. Mencionó que en la hacienda trabajaba también su amigo de la infancia: Percy Huashuayo, quien se iba a ir a Lima para trabajar, y quería irse con él. 

—¡¿Cómo que te vas a Lima hijo?! Acabamos de sepultar a tu padre y ¿nos vas a dejar solas?

—Madre, estamos en la miseria —susurró tomándole las manos—. Viejita, no las voy a defraudar, por favor, confía en mí.

—Pero ¿en qué trabajarías?, ¿dónde vivirías?, ¿cuándo piensas irte? —preguntaba moviendo la silla donde estaba sentada, como si domara a un caballo salvaje—. Al menos quiero saber eso, hijo.

—Mamá, me voy este lunes. Ya compramos los boletos.

La conversación se extendió, Eleodoro explicaba que irían a vivir a la casa de la familia de Percy. Ellos les rentarían un cuarto compartido y trabajarían en la construcción civil. Mercedes regresó del mercadillo. Madre e hijo la pusieron al tanto. ¡¿Qué dices hermano?! Después de cenar los tres Mercedes se levantó, fue hacia el único dormitorio y sacó una mochilita rosada. La tenía desde que era muy pequeña, allá en Uchuraccay. Al volver a la mesa trajo ente sus manos un sobre de papel y se lo entregó a su hermano.

Al abrirlo encontró dos flores extendidas, secas, que habían transferido gran parte del color rojo en ambas caras internas del envoltorio.

—Hermano, estas son las flores que tomé de nuestra cocina, aquel día cuando huimos.

—Lo recuerdo. No creí que las hubieras guardado —agregó recibiéndolas—. Son flores de mashua.  

—Te doy una, nos quedamos nosotras con la otra. Hermanito, no te olvides de nosotras.

—Jamás las abandonaré, ni olvidaré nuestro Uchuraccay. Algún día volveremos todos juntos.  

El lunes siguiente Eleodoro y Percy partían a las ocho y treinta minutos, un viaje de casi doce horas. Doña Clotilde y Mercedes agitaban las manos, enviaban besos, la familia Huashuayo hacía lo propio con Percy. Los dos jóvenes volvían a emigrar. La puerta del ómnibus se cerraba y en el radio del vehículo se oía un huayno a todo volumen, el aroma proveniente de los choclos que vendía la ambulante en la estación llenaba el vehículo de transporte. Mientras Percy destapaba una botella de gaseosa, Eleodoro miraba a sus amores hacerse más pequeñas, diminutas, invisibles.

En la gran capital

Después de instalarse descansaron toda la noche. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, don Carlos, tío de Percy, luego de invitarles a tomar desayuno, los llevó a la obra donde trabajaba como albañil.

 Laboraban con ahínco. Percy colocaba con destreza los ladrillos, Eleodoro aprendió cómo amarrar los fierros de los encofrados y también llenaba los techos. Terminando el primer mes de trabajo pudieron por fin abrir su cuenta de ahorros en el Banco de la Nación.

—¿Qué estás haciendo? —objetó mirando por detrás de su hombro—. Sonso, recién tienes un mes y ya vas a mandar dinero. No seas bruto, hombre. 

—Mi viejita y mi hermana lo necesitan. Tengo planes. Les voy a enviar cada mes mi pago de una semana. Allá es un buen dinero. Ellas no saben cuánto gano.

—¿Qué planes tienes?

—Ese no es tu asunto Percy. Al rato me acompañas a una cabina para llamar a mi mamá.

—Sí, porque si llamabas de casa de los tíos te iban a cobrar el doble. Ja, ja, ja.

Llegaban cartas extensas de Mercedes para su hermano. Él contestaba unas cortas líneas. A veces por teléfono: hermano, mamá se enfermó. En esos casos hacía un giro extraordinario.

Conforme pasaba cada año siempre encontraba una justificación por la que no podía ir a Huanta: estaba enfermo, no le daban vacaciones, se accidentaba algún trabajador y le suspendían el permiso. No estuvo para la boda de su hermana, ni cuando su madre padeció una disentería aguda. Había aprendido a depositar sus cheques de pago por cajero automático. Nunca cargaba dinero en efectivo, solo en cada tercera semana cuando hacía sus compras de alimentos en un mercado cercano al asentamiento humano donde construyó su casita propia con la ayuda de Percy. 

Un domingo llegó Percy a visitarlo, trayendo consigo un empaque de seis cervezas.

—Hola solterón. ¿Cuándo te harás de una esposa? ¿Cuál es tu problema con las mujeres? No duras con ellas más de unos meses. Eres más feo que el hambre, pero siempre tienes una enamorada. 

—La verdad que no sabría decirte la razón. Yo me lo he preguntado siempre, ¿por qué no me enamoro de verdad? Pero dime, ¿qué pasó con tu esposa y mis dos ahijados que hoy no vinieron?

—Están visitando a sus familiares, Zulema es muy apegada a ellos. Y mis hijos, con sus primos.

Percy comentó una información importante acerca de Uchuraccay. ¡Han regresado quince familias, desde el dos mil catorce! Hablan de que hasta este año llegaron más paisanos. Claro que lo sé Percy, desde hace nueve años, pero deben organizarse bien. Pues, con la aparición de algunas columnas terroristas, podrían ser atacados otra vez. Comentaban en los noticieros de la situación volátil del país. Pero amigo, ¿piensas volver?, yo, ni muerto, Eleodoro.

 Desde el mes de julio del año pasado, mi madre junto con mi hermana, su marido y mi sobrinita ya están allá. Mercedes quedó embarazada a los treinta y cinco años. Mi sobrinita es una niña con retraso mental. Explicó que les adjudicaron un terreno cercano a donde vivían antes. Ya les envié para que terminen de construir una casa fuerte y segura. Falta poco, amigo. En diciembre, después del aguinaldo, renunciaré. Con lo que me liquide nuestra compañía, la venta de esta casita, más el resto de mi dinero del banco compraremos: carneros, algunas vacas, semillas y un pequeño tractor. Trabajaré junto con mi cuñado y Mercedes. Mi mamita disfrutará de su vejez. Y, yo, espero morir de viejo, pero en mi tierra. También llevaremos los restos de papá; ya mi hermana inició las gestiones en Huanta. 

—Mira Eleodoro, nunca tomas, pero si esta vez me aceptas las cervezas, te perdono ja, ja, ja,

—Ay, caray, tú sí que sabes manipular. ¡Está bien, salud! ¡Por Uchuraccay!

—¡Claro, salud por Uchuraccay!

Tan cerca y tan lejos

Los amigos terminaron las seis cervezas y fueron por más a un kiosco de la misma cuadra. Eleodoro puso música ayacuchana, y zapatearon como para quebrar el piso. Percy propuso ir por unos pollos a la brasa. La idea fue secundada. El restaurante estaba cerca, tan solo cruzar el puente y caminar tres cuadras. Iban cantando huaynos, pero al llegar al puente vieron a los malandros extranjeros.

El cruce con la muerte

—Espera Percy, esos que están junto al puente peatonal son venezolanos y cobran cupo para dejar pasar. ¿Tienes cuatro soles? Solo cargo un billete de diez —dijo a la vez que le ponía el dorso de su mano derecha sobre el pecho—. Mejor que nos regresemos a mi casa, aún podemos evitarlos.

—No vamos a dejar de comer pollo, ni a pagar nada —contestó apurando el paso hacia el puente—. ¡Permiso compadres! Les dijo a los delincuentes.

—Oye, indiecito, dile a este gallo que no sea ladilla, tú eres nuestro cliente. Tranquilos nomás —amenazó mientras mostraba un cuchillo—. Son cuatro soles.

—Tampoco tienen que amenazar por cuatro soles —reprochó Eleodoro mirando al otro moreno, el más bajo y delgado—. Guarden sus cuchillos.

—¡Nada les vamos a dar, este es nuestro país, rateros! —gritó Percy.

Los dos uchuraccaínos trataron de contener el ataque usando sus correas. Percy desapareció del panorama; Eleodoro, con un golpe tumbó al de la cicatriz, cuando quiso voltear hacia su retaguardia, sintió como si un inmenso peso, equivalente a muchas latas llenas de concreto, cayera sobre él. Intentó inhalar una bocanada de aire, solo escuchó un segundo sonido, como cuando su madre empujaba la ropa dentro del agua del lavatorio, luego un tercero que provenía desde su vientre. 

Le patearon el rostro mas no sintió dolor. Empezó a ver su propio cuerpo caído; con un cuchillo clavado en el abdomen; oyó voces distanciándose, su pantalón ensangrentado con los bolsillos rebuscados, una burbuja sanguinolenta se formaba entre sus labios. Veía lejano su cuerpo y el de Percy en el piso; las nubes tocaban su espalda.

«¡Estoy muriendo, mi cuerpo quedó junto al puente, veo esa inmensa mancha roja allá abajo! Tengo que llegar a mi pueblo, no pueden enterrarme aquí debo ver a mi madre, tal vez nunca sepan de mí. Quizá se llevaron mis documentos, no sabrán quién soy».

Eleodoro clamaba, ya no podía llorar, pero rogaba. El movimiento de su ser se tornó horizontal. En un tiempo indeterminado fue reconociendo cerros, la cordillera, su puna. El anhelo de llegar a su lar estaba cumplido. Sentía que él empezaba a desaparecer al igual que el panorama. Suplicaba por ver una última vez a su familia, la casa. Estiraba los brazos y descendía. Notó que un ser alado detrás de él lo ayudaba. Pudo ver el hogar, su familia estaba afuera. La niña con la manito izquierda a modo de visera lo miraba de lejos y saludaba con la diestra.

Eleodoro abrió los ojos y jaló una bocanada de aire.

—¡Está vivo! ¡Regresó! —gritó el médico poniéndole un gran paño de gasa sobre el corte del vientre—. Las heridas en su espalda no son tan graves, pero ha perdido mucha sangre. Debe ir al hospital, en esta posta médica no podemos hacer más por él. ¡Aquí llega la ambulancia!

Escuchó ese acento extranjero, tuvo temor pues supo que era un dejo venezolano.

Fue el cóndor, fue un ángel

 Casimiro amarraba un costal de papas junto a Mercedes, doña Clotilde acariciaba a su nieta. Estaban sentados afuera de la casa. Entonces, la niña gritó.

¡Abuelita, mira ese inmenso pájaro! Clotilde le decía riéndose, que no había nada. La niña insistió, sí, es muy grande. Deja tranquila a tu abuelita. ¡Mamá, míralo!, insistió la niña. Mercedes detuvo su faena, el sol le daba directo a los ojos; quiso observar en la dirección que señalaba su hija.

 —Madre, por favor, lleva adentro a Rosita, el calor le está haciendo daño.

—Venga mi nietecita. No he visto ningún cóndor desde que llegamos —bromeó Clotilde entrando con Rosita a la casa—. Así que alas inmensas. Ja, ja, ja.

—¡Abuelita, allí está!

— Ya Rosita, sí, sí, ya lo vimos todos. Ja, ja, ja. Vamos para darte una agüita de menta con valeriana.

Mercedes se reía al lado de su esposo, de pronto se quedó callada, inmóvil. Y gritó: ¡El cóndor! ¡Eleodoro, mi hermano! Y corrió a la casa. Encontró su celular. Marcó repetidas veces sin obtener respuesta alguna. Entró una llamada, el código era de Lima...

En el cementerio

Rosita colocaba un ramo de flores en la tumba. Casimiro tenía sus manos frente a sí sobre una silla.  Estaba cerca de su esposa Mercedes, quien abrazaba a su madre.

—Era un buen hombre, trabajador, amaba a su familia. Él quería que cuando muriese fuera enterrado aquí en Uchuraccay. Al menos estará cerca de los que amaba —lloriqueó Clotilde—. Ese era Jacinto, mi esposo. Lo pudimos traer desde Huanta. Gracias a ti, Eleodoro, hijo mío.

—Mamá, era el deseo de mi padre. Pero lo hicimos juntos con mi hermana, hasta fue a Lima a recogerme del hospital. Qué pena, Percy falleció.

Los hermanos hundieron las dos flores disecadas entre la tierra que cubría la tumba.

Clotilde celebró: ves, Mercedes, fue la Pachamama; envió al cóndor por tu hermano. Ella le replicó; no mamá todo ello es parte de la creación, eso lo hizo Dios. Casimiro empujaba la silla de ruedas de Eleodoro. Mercedes le sugería a su mamá que leerían el libro de Génesis.   

¡Uchuraccay vive!

Un sábado mientras la familia Sulca realizaban su jornada agrícola sonó una campana del lado oriente, luego otras también repicaron. Los altoparlantes de la plaza reproducían el sonido de la sirena. Casimiro y Mercedes tomaron una escopeta y un revolver.

—Después de cuarenta años vuelven los terroristas. ¡Esta vez no huiremos! —arengó Eleodoro apoyándose en un bastón y cargando un fusil—. Pongan a mamá y la niña en el cobertizo. Yo defenderé desde nuestra puerta. 

—¡Vamos mujer! —gritó Casimiro.

Los residentes presurosos iban hacia el lado oriental en motocicletas, conduciendo camionetas, a caballo o corriendo. Portaba cada uno, alguna arma.

Las huestes subversivas llegaron a la primera casa. Estaban con sus armas rastrilladas, mas de forma sorpresiva, del muro que rodeaba la estratégica edificación, asomaron los pobladores que disparaban y gritaban tras cada percusión: ¡¡¡Uchuraccay!!!

viernes, 14 de abril de 2023

Encuentros

Roberto Murcia


Otra vez la maldita aglomeración de gente. Todos los días son semejantes: despertar cansado, levantarte de la cama, ir al baño, tomar una ducha, cepillarte los dientes, vestirte, partir de prisa a fin de alcanzar el metro de las seis menos cuarto hacia el trabajo. Estando allí, las dificultades surgen sin parar, como ventanas emergentes incontrolables que no te permiten descanso alguno, pues antes de que resuelvas un problema ya hay otro esperándote. Actúas con prontitud como el mejor de los apagafuegos o les haces un quite de capote de torero diestro y se las pasas a otros para que las resuelvan, y así te mantienes hasta la hora de salida. Solamente paras durante el almuerzo y comes contra reloj un bocadillo que compras en alguna cafetería cercana. Para colmo, tu jefe te ha amenazado con despedirte si sigues llegando tarde.

Las mañanas suelen ser difíciles si no has descansado lo necesario. Anoche no podías conciliar el sueño. Eran las diez, las once, te levantaste para beber un vaso de leche. Dicen que eso funciona, pero no, las doce y no lo conseguiste. Sentiste la desesperación, ya que debes estar en la oficina a las ocho en punto. No comprendes por qué en esos momentos se te viene a la mente cuanto error estúpido has cometido a lo largo de tu existencia. Te sorprendes intentando corregirlos, como si se pudiese modificar el pasado. Es una necedad, te dices, no obstante, continúas haciéndolo. La una, las dos, y por fin pudiste reposar. Cuando sonó el despertador tuviste la impresión de que recién te habías dormido. 

No querías abrir los ojos. Estabas soñando de nuevo con tu madre, y tu único hermano. Ambos aún viven en ese mundo de ilusión que son los sueños. Aparecen en el hogar de tu infancia, en el presente o en escenarios comunes o insólitos. Te despertaste en medio de la visión beatífica, pero la perentoria necesidad de salir hacia tu empleo terminó por espabilarte. A tu padre no lo volviste a ver desde que se marchó de casa.

Te levantaste con una sensación de cansancio de mil demonios, con deseos de que ocurriera una catástrofe y así poder quedarte en la cama, sin embargo, sabías que eso no pasará. El amanecer es la inquietud por lo indeterminado, aprensión por lo que se habrá de hacer o no se hizo, a los golpes que la vida nos tiene reservados, una lotería insoslayable. Quisieras que fuera domingo, cuando te despiertas después de las diez y te levantas solo para ir al sanitario o a la nevera.  

Te paraste frente al espejo del baño y tu rostro reflejaba los estragos del mal dormir. Viste ese semblante que se te antojaba ajeno como el de un extraño que vieras por primera vez. Las ojeras amplias cual surcos de arado en la tierra de tu juventud. Ojos cansados y enrojecidos. La piel marchita por falta de sol y el cenizo cabello que echa de menos una diestra tijera. Se pueden contar tus costillas sin dificultad. El color blanco verdoso de tus delgadas piernas que te avergüenza mostrar en público. Siempre fuiste el hazmerreír de tus compañeros de escuela por tu delgadez.

Apenas reconoces los rasgos de antaño, entonces tenías sueños e ilusiones que hace tiempo desaparecieron, al acomodarte a una rutina de doce horas en que permaneces fuera de tu residencia para poder pagar las cuentas, en una labor que consideras monótona, insignificante y sin futuro, pero de la que no puedes prescindir. Los años marchan demasiado rápido, cuando te percatas se ha ido tu juventud, acecha el ocaso de la vejez, época en que subsistir se torna más difícil.

Al anochecer, por fin marcas en el reloj, tu boleto de salida hacia la libertad. Haces el viaje de regreso a casa por la noche en sentido inverso que te lleva más de dos horas. Se te va media vida en eso de ir al trabajo y regresar. Caminas por varias cuadras hasta tu apartamento. Enciendes la lámpara al entrar, abres la nevera, calientas la comida que sobró del día anterior. Tiras al cubo de basura los víveres descompuestos. Lavas los trastos y los colocas sobre el escurridor. Prendes la televisión y ves el programa más tonto que encuentras a fin de olvidar el estrés de la jornada —un par de cervezas no caen mal—, te acuestas e intentas dormirte, si no lo logras, sufres el insomnio, las noches interminables con la luz apagada esperando la llegada del bendito sueño; y a continuación, el día siguiente, lo mismo una y otra vez.

Hoy el subterráneo está lleno a desbordar con toda esa muchedumbre anónima. Parecen hormigas que surgen de los diversos puntos cardinales. Se van agregando y forman un conglomerado en el que sobresalen las cabezas. Luego viene un tranvía en el otro carril que va en sentido opuesto al que debes tomar y la marea se junta detrás de ti. Unos entran, otros salen, como líquido que se libera en vasos comunicantes durante el breve espacio en que las compuertas se abren y se cierran. Es la temporada de invierno, se acerca la navidad. El frío matinal se cuela hasta tu piel. El agua remanente de la ducha sobre tu cuero cabelludo se enfría. Quizá debiste traer una chaqueta. Con el apuro la olvidaste en casa.

Se aproxima tu tren. Es imprescindible ubicarte cerca de la puerta o no podrás irte en él. De pronto una mujer se coloca frente a ti. ¡Apártese, señora, yo estoy aquí antes que usted!, piensas, sin embargo, no se lo dices, sería una descortesía y lo entiendes. Los de adelante se apretujan para entrar. Apenas cabe uno más y fuiste tú el afortunado. Muy bien, de no ser así, llegarías con demora. Visualizas a tu jefe esperándote con cara de haber ingerido por error un sorbo de quinina. Joder con eso de la puntualidad.

El metro recorre las entrañas de la ciudad como un mundo análogo. Un universo paralelo, con vida, iluminación, alegrías y miserias propias, en el que innumerables usuarios se sumergen día a día, cual peces en el agua. Oficinistas bien vestidas, maquilladas y perfumadas —con lo poco que ganan tienen que hacer maravillas para vestirse así. Empleados de banco con sus trajes comprados en tiendas de segunda mano y expresión de no te me acerques mucho. Trabajadores de fábricas en ropas de faena. Estudiantes en uniforme cargando sus mochilas. Vendedores ambulantes que aprovechan cualquier momento despejado para ofrecer sus productos en medio del bullicio. Indigentes que duermen al amparo que los túneles les brindan y son los únicos que no manifiestan urgencia por llegar a algún destino. Drogadictos en busca de la anhelada dosis que mitigue su malestar. Traficantes de poca monta. Rateros y malhechores que no logran ocultar su calaña. Mujeres que alquilan su cuerpo por un rato (los pertenecientes a las tres últimas categorías aparecen por la tarde-noche). En fin, la fauna urbana se encuentra bien representada.

Las secciones se comunican con una vasta red de canales que se internan en la tierra y se tornan entes vivientes que respiran y transpiran. Es como el inframundo de los mayas, el Xibalbá, al que se accede por los cenotes congelados en el tiempo. Portales para comunicarse con los dioses. En tu ensoñación, estás allí. Quisieras sumergirte en uno de ellos. Nunca lo has experimentado, pero lo has visto en programas de la National Geographic. Debe ser una experiencia divina. La claridad que se filtra fantasmagórica por la abertura superior del cenote de donde cuelgan musgos e ilumina la superficie calma de líquido color turquesa. Quizá en otra vida, porque en esta escasamente te ajusta la lana para pagar la renta y demás obligaciones. Ni pensar en viajar. Eso es para los ricos. Ahora en las únicas aguas en las que te sumergirás es en las de este maremágnum humano.

Ruegas al cielo que no ocurra un retraso o un viaje cancelado. «Estimados usuarios: hoy los trenes se desplazarán con más lentitud de la usual». Si se pudiera en esos instantes leer la mente de los pasajeros como parlamentos de tiras cómicas encerrados en globos, se dibujarían una multitud de groserías. De vez en cuando un sujeto desesperado se lanza a las ruedas del tranvía y paran el tráfico, un desastre. Otro infeliz que no pudo soportar su mísera existencia. No quisieras estar en la posición del conductor. Debe sufrir de pesadillas recurrentes y estrés postraumático.

Reflexionas sobre la vida solitaria que te agobia. ¿Cuándo terminaste con tu última novia? ¿Cuatro años?, ¿cinco? Ya ni recuerdas. Desde que viniste a vivir a este gigantesco centro urbano, no tienes tiempo libre en absoluto. Puedes oler el perfume del hombre que va a tu costado. Cómo no lo vas a sentir si vas casi encima de él. Se echó todo el frasco por lo visto, para asegurarse de no pasar inadvertido. La señora de al lado es tan gorda que deberían cobrarle dos pasajes, es más fácil saltarla que rodearla. 

Es la única cercanía humana que has tenido en años, la de los seres anónimos que viajan en el subterráneo y cuya proximidad es producto del azar. De la otra, la del sexo, ni hablemos. Nada de nada. Si seguís así seguro que te canonizan un día de estos. La intimidad es una especie en peligro de extinción en las grandes urbes. Estás parado cerca de la puerta. Intentas alcanzar el apoyo para no perder el equilibrio. «Disculpe», fallaste, no caíste al piso porque vas rodeado por los cuatro costados, tropezaste con un señor de apariencia flemática que te miró por un segundo y luego regresó a lo suyo.

Sientes la obligación de correr al trabajo cual si compitieras por un premio, la carrera de los cien metros planos en la próxima olimpiada. El insomnio de la víspera podría ser un augurio de otra jornada laboral difícil. Miras las cabezas de los pasajeros como si fueran bolos con rostro en una pista de boliche, a la expectativa de la bola que decidirá quién cae y cuál queda en pie; con sus miradas orientadas hacia un espacio vacío, un ángulo en donde no se encuentran entre sí. Es natural, nadie quiere perturbar a los demás mirándolos de forma directa. Es una norma elemental de cortesía. Cada quien se ahoga en su propio mar de preocupaciones: ¿Cómo voy a pagar las deudas? ¿Qué pasará con mi familia si no puedo ir a trabajar?

El umbral se abre en la siguiente estación. Aunque hay muchos esperando, no todos logran subirse porque el tren está repleto. Algunos bajan, otros suben. Conforme pasan los minutos el vagón se va despejando. Entra un individuo con su perro pastor alemán con cadena y bozal —un sujeto curioso con botas y sombrero—. El tipo tiene manchas de edad en la rosada y arrugada piel del semblante y las manos; un bigote al estilo Pancho Villa y ojos claros rodeados por pliegues cutáneos. Sí, definitivamente se parece a Pancho Villa. Ambos, amo y mascota, pintan canas. Las del can se echan de ver en su dorso negro y en su hocico. Las orejas caídas y la mirada abatida como si arrastrara un peso encima. El tiempo no pasa sin que nos cobre factura y en los caninos más aun, pues no pueden quejarse de que algo les duele, hace frío, sienten hambre, se encuentran tristes.

Siempre te han agradado los perros. Son más confiables que los seres humanos, dan amor y no piden casi nada a cambio. Ojalá fuera tan fácil con las personas. Recuerdas el cachorro que tuviste de niño —también era pastor— cuando lo llevaron a casa tu alegría fue indescriptible. Te seguía a todas partes y te lamía la cara si te acercabas lo suficiente. Parecía un ovillo de lana. Lucía indefenso y hermoso. Te acompañó en tu niñez y adolescencia hasta que sucumbió por causa de la edad. Al regresar de un viaje te dieron la noticia. Fue el primer ser querido que perdiste.

Tu destino es una de las últimas paradas. Posteriormente, necesitas tomar un bus por una hora. ¿Por qué esta urbe es tan grande? Toma horas ir de una ubicación a otra. Sabes que, si no vivieras en esta ciudad, no encontrarías una plaza. Tu jefe les recalca a los empleados cuán afortunados son por tener un puesto, mientras la mayoría de la población está en paro. No viene al caso el hecho de que solo recibes el salario mínimo, encima estás en la obligación de dar las gracias. Divagas viendo el exterior por la ventana.

En eso la ves: se sube la chica de tus sueños. Todavía ocurren milagros. Es como si un haz de luz se encendiera de improviso en la penumbra y el ambiente se iluminara a su alrededor. Cual si fuera creada pensando en ti. Alta, porte aristocrático, piernas largas, con una piel que te recuerda las estatuas de mármol, el cabello largo rojizo con una leve ondulación, una silueta de desnudo de Modigliani, rostro digno de miss universo, en una palabra, perfecta. Luce un vestido blanco estampado con motivos florales, traslúcido y ligero que permite adivinar sus formas de diosa griega. Collar de perlas y pendientes dorados con piedras violeta. ¿Se habrá escapado de algún palacio? No es frecuente encontrarse una preciosidad así en el metro.

Tienes que resistir las ganas de abrazarla. No das crédito a lo que contemplan tus ojos. Sería imperativo declararla monumento nacional. Ni que hubiera salido de un sueño, del mejor de todos, de uno en el que eres dichoso. Este bajó del firmamento para alegrarte el día. Pareciera que el universo sabía que la estabas pasando difícil y te la envió para que renaciera tu fe en la humanidad. ¿Cuál será su nombre? Si es que los ángeles vienen con denominaciones, debe tener uno bonito y exótico acorde a su magnificencia, algo así como Cristel, Valeria o Stella; no uno feo, Petronila, Anacleta o Pancracia, eso está descartado de entrada.

¿Estará soltera, tendrá novio, marido? Es poco probable que esté casada, aún es joven. Una beldad así no debería casarse, sino existir eternamente para darnos esperanza. Sería una afrenta a la comunidad masculina que fuera de otra forma. ¿Cuántos años aparenta? No menos de veinte ni más de veinticinco, seguro, pero su belleza es atemporal como la de las musas, valkirias o amazonas. ¿Dónde trabajará? Necio, si los ángeles no trabajan, se la pasan todo el tiempo volando sobre las nubes, tocando el arpa o lanzándole flechas de amor a los amantes incautos. A ti recién te lanzaron una que te dio de lleno en el corazón. La chamba es para nosotros los simples mortales.

Está frente a ti. ¿Qué puedes hacer para conocerla? No quieres dejarla ir. ¿Cómo podrías llamar su atención? Hablarle a alguien en el metro no es de buena educación. ¿Valdrá la pena el intento? Nunca has tenido suerte conociendo chicas en lugares públicos. Pareciera que todas se pusieran de acuerdo para evitar el trato íntimo con extraños en esos espacios. Como si cada una se refugiara dentro su propia burbuja y al hablarles se las estropearas, cual frágiles pompas de jabón irrecuperables una vez rotas. Por otro lado, ¿si le hablas y se enfada? Quizá te diga una grosería. El día ya es bastante malo para, de remate, recibir insultos de esta belleza.

Primera vez que deseas con ansia que el subterráneo no avance de prisa. Quisieras que marchara en cámara lenta. Tener todo el tiempo del mundo para acercarte a ella. Planear paso a paso tu aproximación. Qué le dirás, cómo podría contestarte, cuál será tu respuesta, un recurso a utilizar para evitar que se aleje y perderla; de manera que el final sea perfecto como en las comedias románticas de Cary Grant. El protagonista termina con la chica de sus sueños a pesar de los obstáculos, por lo general hay un malentendido que se aclara y resuelve en el momento preciso. Desearías que de pronto sonaran las palabras mágicas por el altavoz «Por motivos ajenos a nuestra voluntad nos vemos obligados a detener el tren por un lapso indefinido», un accidente que lo detenga por completo, cualquier cosa que te permita ganar unos minutos extra, sin embargo, sabes que eso no pasará, no cuando quieres que suceda.

Pero es una diosa, hombre, de esas que se miran una vez cada cien años. Estás enamorado. En definitiva, es amor a primera vista. Tú que no creías en esas ridiculeces. Anhelarías poder aproximarte y besarla, sumergirte en su regazo y no despertar jamás. La visualizas en una playa donde el sol brilla en el horizonte azul y la plácida brisa del mar acaricia tu rostro. Están únicamente los dos frente a la inmensidad del océano. Ella corre hacia ti sonriente. Su tornasolada cabellera forma un abanico que se agita al viento. Al encontrarse se abrazan y besan mientras la tomas en tus brazos cual delicado tesoro y la acaricias. Ella corresponde a tus mimos recostándose sobre tu pecho. Sientes la tersura de su epidermis y sus suaves cabellos perfumados que te acarician. Son felices juntos.

Permaneces extasiado en tu fantasía hasta que la apremiante necesidad de actuar te despierta. Si no inicias una conversación, nunca volverás a verla. Consideras que si dices una tontería la perderás. Temes que se te trabe la lengua. Sería un espectáculo ridículo, pero no hay peor momento para que surja el ingenio que cuando el amor apremia a hablar, pues rara vez surgen las palabras apropiadas mientras más se las necesita. El sentir mucho está reñido con la fluidez verbal o en todo caso con expresarse de manera acertada. Los sentimientos obnubilan el raciocinio en esas situaciones críticas. Podrías saludarla y mencionar el clima. No obstante, en el metro ni siquiera se mira el espacio aéreo.

¿Qué tal si te presentas? Buenos días, me llamo… ¿Qué le dirás después? No, eso suena muy formal, parece discurso introductorio de vendedor de seguros. Quizá una pregunta inocente ¿Qué le preguntarías? ¿Disculpe, sabe dónde se encuentra …? Ahora con Google maps no hay excusa para pedir direcciones. Algo inofensivo para romper el hielo… lo que sea. La alternativa es retornar a tu miserable existencia solitaria. Piensa rápido. ¿La dejarás ir solo por temor a que no te responda de la manera deseada? ¿No tienes los cojones para dirigirle la palabra? Hazlo enseguida.

Por fin te decides. Vas a intentarlo, aunque, sea lo último que hagas. No importa si luego te atraviesa un rayo, te atropella un auto, si cae un cometa sobre el planeta y termina con la humanidad entera. Te irás contento a la otra vida. Te acercas con la intención de abordarla. Tu corazón late a mil.  No te ha visto. Está distraída. Piensa en algo rápido. Entonces se vira y te da la espalda. Ya no logras hacer contacto visual. La única forma de llamar su atención es tocarle el hombro. Eso sería en exceso rudo. La asustarías y con seguridad ni te contesta. Quizás se produzca un milagro y se vuelva hacia ti. Te imaginas que lo hace y te sonríe, te dice «Hola, ¿Cómo estás?». Eso te haría el hombre más feliz del universo. Esperas a que se voltee, pero eso no ocurre.

Se aproxima la siguiente estación, se va a bajar. Desaprovechaste la oportunidad de hablarle por tu titubeo. ¿Permanecerás en el mismo sitio y la perderás sin remedio?, o ¿te bajarás y lo intentarás? Se ubica de vista a la salida. Supones que se irá y no la verás más. Localizarla en medio de varios millones de habitantes significaría un golpe de suerte similar a ganarse la lotería. Si te bajas con seguridad llegarás tarde. Se abre el acceso y baja. Vacilas por un instante. La luz amarilla se enciende. Suena el timbre una vez, dos. ¡Diantre! Saltas a último momento. Casi quedas atrapado entre las puertas automáticas.

Trastabillas. Por poco caes al piso. Retomas la compostura, diriges tu vista en la dirección en que se marchó y compruebas que ella avanzó y debes alcanzarla. Su hermosa y etérea figura se desplaza sin apenas rozar el suelo. Sus blancas piernas se mueven cadenciosas al vaivén de su cuerpo. Te desplazas con celeridad. ¿Le hablarás al fin? La sigues por unos segundos sin saber qué hacer. Hay pocos transeúntes. ¿Qué tal si piensa que eres algún acosador? La mayoría de las chicas no le contestan a un desconocido que se acerca a hablarles. Ya estás a escasos metros de ella. En eso, divisas un joven apuesto que acude a su encuentro sonriente y la mira directo a los ojos, entretanto la bella le sonríe. Te detienes. No sabes qué rumbo seguir.

 Maldición, precisamente cuando te habías decidido a dar el salto. Te percatas de que se trata de un conocido, pues le devuelve la sonrisa y se dirige hacia él. Ojalá solo sea eso, nada más. Ella lo saluda con la mano, apresura el paso y al encontrarse se besan en la boca, él la rodea con su brazo y se van caminando juntos. Sientes como si te atravesara un rayo. Intentas pensar en otra posibilidad, no la encuentras. No hay duda, es su novio, marido o marinovio. Cualquiera de las tres da lo mismo: perdiste la oportunidad de conocerla y te enteraste de que tiene pareja. Tu corazón se achica, tus hombros se abaten. Continúas andando, no hay alternativa, qué más hacer. No puedes quedarte parado. Avanzan abrazados, despacio, hablando de sus cosas de enamorados. Pasas a su lado, cual si fueras a otro lugar y aquello no te incumbiera.

¡Vaya desilusión! Dado que se detuvieron, ahora están detrás de ti. ¿Habrán notado tu turbación? Subes las gradas que te parecen eternas. Escuchas sus voces a tus espaldas hasta que sales a la calle. Doblas en la esquina y ellos toman otro sendero. Te vuelves, la miras por última vez antes de que desaparezca para siempre —de eso es de lo único que estás seguro—. Permaneces estático como imbécil. La realidad te ha golpeado de nuevo. Te caíste de la nube. Una sonrisa amarga se refleja en tu rostro. Agachas la cabeza. Caminas con lentitud de regreso a la estación. Era demasiado bueno para ser cierto. Solo te resta regresar y esperar el próximo tren. Con certeza no llegarás a tiempo a la oficina y te aguarda una reprimenda.