Roberto Murcia
Las
mañanas suelen ser difíciles si no has descansado lo necesario. Anoche no
podías conciliar el sueño. Eran las diez, las once, te levantaste para beber un
vaso de leche. Dicen que eso funciona, pero no, las doce y no lo conseguiste.
Sentiste la desesperación, ya que debes estar en la oficina a las ocho en
punto. No comprendes por qué en esos momentos se te viene a la mente cuanto
error estúpido has cometido a lo largo de tu existencia. Te sorprendes
intentando corregirlos, como si se pudiese modificar el pasado. Es una necedad,
te dices, no obstante, continúas haciéndolo. La una, las dos, y por fin pudiste
reposar. Cuando sonó el despertador tuviste la impresión de que recién te
habías dormido.
No
querías abrir los ojos. Estabas soñando de nuevo con tu madre, y tu único hermano.
Ambos aún viven en ese mundo de ilusión que son los sueños. Aparecen en el
hogar de tu infancia, en el presente o en escenarios comunes o insólitos. Te
despertaste en medio de la visión beatífica, pero la perentoria necesidad de
salir hacia tu empleo terminó por espabilarte. A tu padre no lo volviste a ver
desde que se marchó de casa.
Te
levantaste con una sensación de cansancio de mil demonios, con deseos de que
ocurriera una catástrofe y así poder quedarte en la cama, sin embargo, sabías
que eso no pasará. El amanecer es la inquietud por lo indeterminado, aprensión
por lo que se habrá de hacer o no se hizo, a los golpes que la vida nos tiene
reservados, una lotería insoslayable. Quisieras que fuera domingo, cuando te
despiertas después de las diez y te levantas solo para ir al sanitario o a la
nevera.
Te
paraste frente al espejo del baño y tu rostro reflejaba los estragos del mal
dormir. Viste ese semblante que se te antojaba ajeno como el de un extraño que
vieras por primera vez. Las ojeras amplias cual surcos de arado en la tierra de
tu juventud. Ojos cansados y enrojecidos. La piel marchita por falta de sol y
el cenizo cabello que echa de menos una diestra tijera. Se pueden contar tus
costillas sin dificultad. El color blanco verdoso de tus delgadas piernas que
te avergüenza mostrar en público. Siempre fuiste el hazmerreír de tus
compañeros de escuela por tu delgadez.
Apenas
reconoces los rasgos de antaño, entonces tenías sueños e ilusiones que hace tiempo
desaparecieron, al acomodarte a una rutina de doce horas en que permaneces
fuera de tu residencia para poder pagar las cuentas, en una labor que
consideras monótona, insignificante y sin futuro, pero de la que no puedes
prescindir. Los años marchan demasiado rápido, cuando te percatas se ha ido tu
juventud, acecha el ocaso de la vejez, época en que subsistir se torna más difícil.
Al
anochecer, por fin marcas en el reloj, tu boleto de salida hacia la libertad.
Haces el viaje de regreso a casa por la noche en sentido inverso que te lleva
más de dos horas. Se te va media vida en eso de ir al trabajo y regresar.
Caminas por varias cuadras hasta tu apartamento. Enciendes la lámpara al
entrar, abres la nevera, calientas la comida que sobró del día anterior. Tiras
al cubo de basura los víveres descompuestos. Lavas los trastos y los colocas
sobre el escurridor. Prendes la televisión y ves el programa más tonto que
encuentras a fin de olvidar el estrés de la jornada —un par de cervezas no caen
mal—, te acuestas e intentas dormirte, si no lo logras, sufres el insomnio, las
noches interminables con la luz apagada esperando la llegada del bendito sueño;
y a continuación, el día siguiente, lo mismo una y otra vez.
Hoy
el subterráneo está lleno a desbordar con toda esa muchedumbre anónima. Parecen
hormigas que surgen de los diversos puntos cardinales. Se van agregando y
forman un conglomerado en el que sobresalen las cabezas. Luego viene un tranvía
en el otro carril que va en sentido opuesto al que debes tomar y la marea se
junta detrás de ti. Unos entran, otros salen, como líquido que se libera en
vasos comunicantes durante el breve espacio en que las compuertas se abren y se
cierran. Es la temporada de invierno, se acerca la navidad. El frío matinal se
cuela hasta tu piel. El agua remanente de la ducha sobre tu cuero cabelludo se
enfría. Quizá debiste traer una chaqueta. Con el apuro la olvidaste en casa.
Se
aproxima tu tren. Es imprescindible ubicarte cerca de la puerta o no podrás
irte en él. De pronto una mujer se coloca frente a ti. ¡Apártese, señora, yo
estoy aquí antes que usted!, piensas, sin embargo, no se lo dices, sería una
descortesía y lo entiendes. Los de adelante se apretujan para entrar. Apenas
cabe uno más y fuiste tú el afortunado. Muy bien, de no ser así, llegarías con
demora. Visualizas a tu jefe esperándote con cara de haber ingerido por error
un sorbo de quinina. Joder con eso de la puntualidad.
El
metro recorre las entrañas de la ciudad como un mundo análogo. Un universo
paralelo, con vida, iluminación, alegrías y miserias propias, en el que
innumerables usuarios se sumergen día a día, cual peces en el agua. Oficinistas
bien vestidas, maquilladas y perfumadas —con lo poco que ganan tienen que hacer
maravillas para vestirse así. Empleados de banco con sus trajes comprados en
tiendas de segunda mano y expresión de no te me acerques mucho. Trabajadores de
fábricas en ropas de faena. Estudiantes en uniforme cargando sus mochilas.
Vendedores ambulantes que aprovechan cualquier momento despejado para ofrecer
sus productos en medio del bullicio. Indigentes que duermen al amparo que los
túneles les brindan y son los únicos que no manifiestan urgencia por llegar a
algún destino. Drogadictos en busca de la anhelada dosis que mitigue su
malestar. Traficantes de poca monta. Rateros y malhechores que no logran
ocultar su calaña. Mujeres que alquilan su cuerpo por un rato (los
pertenecientes a las tres últimas categorías aparecen por la tarde-noche). En
fin, la fauna urbana se encuentra bien representada.
Las
secciones se comunican con una vasta red de canales que se internan en la
tierra y se tornan entes vivientes que respiran y transpiran. Es como el
inframundo de los mayas, el Xibalbá, al que se accede por los cenotes
congelados en el tiempo. Portales para comunicarse con los dioses. En tu ensoñación,
estás allí. Quisieras sumergirte en uno de ellos. Nunca lo has experimentado,
pero lo has visto en programas de la National Geographic. Debe ser una
experiencia divina. La claridad que se filtra fantasmagórica por la abertura
superior del cenote de donde cuelgan musgos e ilumina la superficie calma de líquido
color turquesa. Quizá en otra vida, porque en esta escasamente te ajusta la
lana para pagar la renta y demás obligaciones. Ni pensar en viajar. Eso es para
los ricos. Ahora en las únicas aguas en las que te sumergirás es en las de este
maremágnum humano.
Ruegas
al cielo que no ocurra un retraso o un viaje cancelado. «Estimados usuarios:
hoy los trenes se desplazarán con más lentitud de la usual». Si se pudiera en
esos instantes leer la mente de los pasajeros como parlamentos de tiras cómicas
encerrados en globos, se dibujarían una multitud de groserías. De vez en cuando
un sujeto desesperado se lanza a las ruedas del tranvía y paran el tráfico, un
desastre. Otro infeliz que no pudo soportar su mísera existencia. No quisieras
estar en la posición del conductor. Debe sufrir de pesadillas recurrentes y
estrés postraumático.
Reflexionas
sobre la vida solitaria que te agobia. ¿Cuándo terminaste con tu última novia?
¿Cuatro años?, ¿cinco? Ya ni recuerdas. Desde que viniste a vivir a este
gigantesco centro urbano, no tienes tiempo libre en absoluto. Puedes oler el
perfume del hombre que va a tu costado. Cómo no lo vas a sentir si vas casi encima
de él. Se echó todo el frasco por lo visto, para asegurarse de no pasar
inadvertido. La señora de al lado es tan gorda que deberían cobrarle dos
pasajes, es más fácil saltarla que rodearla.
Es
la única cercanía humana que has tenido en años, la de los seres anónimos que
viajan en el subterráneo y cuya proximidad es producto del azar. De la otra, la
del sexo, ni hablemos. Nada de nada. Si seguís así seguro que te canonizan un
día de estos. La intimidad es una especie en peligro de extinción en las
grandes urbes. Estás parado cerca de la puerta. Intentas alcanzar el apoyo para
no perder el equilibrio. «Disculpe», fallaste, no caíste al piso porque vas
rodeado por los cuatro costados, tropezaste con un señor de apariencia
flemática que te miró por un segundo y luego regresó a lo suyo.
Sientes
la obligación de correr al trabajo cual si compitieras por un premio, la
carrera de los cien metros planos en la próxima olimpiada. El insomnio de la
víspera podría ser un augurio de otra jornada laboral difícil. Miras las
cabezas de los pasajeros como si fueran bolos con rostro en una pista de
boliche, a la expectativa de la bola que decidirá quién cae y cuál queda en
pie; con sus miradas orientadas hacia un espacio vacío, un ángulo en donde no
se encuentran entre sí. Es natural, nadie quiere perturbar a los demás mirándolos
de forma directa. Es una norma elemental de cortesía. Cada quien se ahoga en su
propio mar de preocupaciones: ¿Cómo voy a pagar las deudas? ¿Qué pasará con mi
familia si no puedo ir a trabajar?
El
umbral se abre en la siguiente estación. Aunque hay muchos esperando, no todos
logran subirse porque el tren está repleto. Algunos bajan, otros suben.
Conforme pasan los minutos el vagón se va despejando. Entra un individuo con su
perro pastor alemán con cadena y bozal —un sujeto curioso con botas y
sombrero—. El tipo tiene manchas de edad en la rosada y arrugada piel del
semblante y las manos; un bigote al estilo Pancho Villa y ojos claros rodeados
por pliegues cutáneos. Sí, definitivamente se parece a Pancho Villa. Ambos, amo
y mascota, pintan canas. Las del can se echan de ver en su dorso negro y en su hocico.
Las orejas caídas y la mirada abatida como si arrastrara un peso encima. El
tiempo no pasa sin que nos cobre factura y en los caninos más aun, pues no pueden
quejarse de que algo les duele, hace frío, sienten hambre, se encuentran
tristes.
Siempre
te han agradado los perros. Son más confiables que los seres humanos, dan amor
y no piden casi nada a cambio. Ojalá fuera tan fácil con las personas. Recuerdas
el cachorro que tuviste de niño —también era pastor— cuando lo llevaron a casa tu alegría fue
indescriptible. Te seguía a todas partes y te lamía la cara si te acercabas lo
suficiente. Parecía un ovillo de lana. Lucía indefenso y hermoso. Te acompañó
en tu niñez y adolescencia hasta que sucumbió por causa de la edad. Al regresar
de un viaje te dieron la noticia. Fue el primer ser querido que perdiste.
Tu
destino es una de las últimas paradas. Posteriormente, necesitas tomar un bus
por una hora. ¿Por qué esta urbe es tan grande? Toma horas ir de una ubicación
a otra. Sabes que, si no vivieras en esta ciudad, no encontrarías una plaza. Tu
jefe les recalca a los empleados cuán afortunados son por tener un puesto,
mientras la mayoría de la población está en paro. No viene al caso el hecho de
que solo recibes el salario mínimo, encima estás en la obligación de dar las
gracias. Divagas viendo el exterior por la ventana.
En
eso la ves: se sube la chica de tus sueños. Todavía ocurren milagros. Es como
si un haz de luz se encendiera de improviso en la penumbra y el ambiente se
iluminara a su alrededor. Cual si fuera creada pensando en ti. Alta, porte
aristocrático, piernas largas, con una piel que te recuerda las estatuas de
mármol, el cabello largo rojizo con una leve ondulación, una silueta de desnudo
de Modigliani, rostro digno de miss universo, en una palabra, perfecta. Luce
un vestido blanco estampado con motivos florales, traslúcido y ligero que
permite adivinar sus formas de diosa griega. Collar de perlas y pendientes dorados
con piedras violeta. ¿Se habrá escapado de algún palacio? No es frecuente
encontrarse una preciosidad así en el metro.
Tienes
que resistir las ganas de abrazarla. No das crédito a lo que contemplan tus
ojos. Sería imperativo declararla monumento nacional. Ni que hubiera salido de
un sueño, del mejor de todos, de uno en el que eres dichoso. Este bajó del firmamento
para alegrarte el día. Pareciera que el universo sabía que la estabas pasando
difícil y te la envió para que renaciera tu fe en la humanidad. ¿Cuál será su
nombre? Si es que los ángeles vienen con denominaciones, debe tener uno bonito
y exótico acorde a su magnificencia, algo así como Cristel, Valeria o Stella; no
uno feo, Petronila, Anacleta o Pancracia, eso está descartado de entrada.
¿Estará
soltera, tendrá novio, marido? Es poco probable que esté casada, aún es joven.
Una beldad así no debería casarse, sino existir eternamente para darnos
esperanza. Sería una
afrenta a la comunidad masculina que fuera de otra forma. ¿Cuántos años aparenta?
No menos de veinte ni más de veinticinco, seguro, pero su belleza es atemporal
como la de las musas, valkirias o amazonas. ¿Dónde trabajará? Necio, si los
ángeles no trabajan, se la pasan todo el tiempo volando sobre las nubes,
tocando el arpa o lanzándole flechas de amor a los amantes incautos. A ti
recién te lanzaron una que te dio de lleno en el corazón. La chamba es para
nosotros los simples mortales.
Está
frente a ti. ¿Qué puedes hacer para conocerla? No quieres dejarla ir. ¿Cómo
podrías llamar su atención? Hablarle a alguien en el metro no es de buena
educación. ¿Valdrá la pena el intento? Nunca has tenido suerte conociendo
chicas en lugares públicos. Pareciera que todas se pusieran de acuerdo para
evitar el trato íntimo con extraños en esos espacios. Como si cada una se
refugiara dentro su propia burbuja y al hablarles se las estropearas, cual
frágiles pompas de jabón irrecuperables una vez rotas. Por otro lado, ¿si le
hablas y se enfada? Quizá te diga una grosería. El día ya es bastante malo
para, de remate, recibir insultos de esta belleza.
Primera
vez que deseas con ansia que el subterráneo no avance de prisa. Quisieras que
marchara en cámara lenta. Tener todo el tiempo del mundo para acercarte a ella.
Planear paso a paso tu aproximación. Qué le dirás, cómo podría contestarte, cuál
será tu respuesta, un recurso a utilizar para evitar que se aleje y perderla;
de manera que el final sea perfecto como en las comedias románticas de Cary
Grant. El protagonista termina con la chica de sus sueños a pesar de los
obstáculos, por lo general hay un malentendido que se aclara y resuelve en el
momento preciso. Desearías que de pronto sonaran las palabras mágicas por el
altavoz «Por motivos ajenos a nuestra voluntad nos vemos obligados a detener el
tren por un lapso indefinido», un accidente que lo detenga por completo,
cualquier cosa que te permita ganar unos minutos extra, sin embargo, sabes que
eso no pasará, no cuando quieres que suceda.
Pero
es una diosa, hombre, de esas que se miran una vez cada cien años. Estás
enamorado. En definitiva, es amor a primera vista. Tú que no creías en esas ridiculeces.
Anhelarías poder aproximarte y besarla, sumergirte en su regazo y no despertar
jamás. La visualizas en una playa donde el sol brilla en el horizonte azul y la
plácida brisa del mar acaricia tu rostro. Están únicamente los dos frente a la
inmensidad del océano. Ella corre hacia ti sonriente. Su tornasolada cabellera
forma un abanico que se agita al viento. Al encontrarse se abrazan y besan
mientras la tomas en tus brazos cual delicado tesoro y la acaricias. Ella
corresponde a tus mimos recostándose sobre tu pecho. Sientes la tersura de su
epidermis y sus suaves cabellos perfumados que te acarician. Son felices
juntos.
Permaneces
extasiado en tu fantasía hasta que la apremiante necesidad de actuar te despierta.
Si no inicias una conversación, nunca volverás a verla. Consideras que si dices
una tontería la perderás. Temes que se te trabe la lengua. Sería un espectáculo
ridículo, pero no hay peor momento para que surja el ingenio que cuando el amor
apremia a hablar, pues rara vez surgen las palabras apropiadas mientras más se
las necesita. El sentir mucho está reñido con la fluidez verbal o en todo caso
con expresarse de manera acertada. Los sentimientos obnubilan el raciocinio en
esas situaciones críticas. Podrías saludarla y mencionar el clima. No obstante,
en el metro ni siquiera se mira el espacio aéreo.
¿Qué
tal si te presentas? Buenos días, me llamo… ¿Qué le dirás después? No, eso
suena muy formal, parece discurso introductorio de vendedor de seguros. Quizá
una pregunta inocente ¿Qué le preguntarías? ¿Disculpe, sabe dónde se encuentra
…? Ahora con Google maps no hay excusa para pedir direcciones. Algo
inofensivo para romper el hielo… lo que sea. La alternativa es retornar a tu
miserable existencia solitaria. Piensa rápido. ¿La dejarás ir solo por temor a
que no te responda de la manera deseada? ¿No tienes los cojones para dirigirle
la palabra? Hazlo enseguida.
Por
fin te decides. Vas a intentarlo, aunque, sea lo último que hagas. No importa
si luego te atraviesa un rayo, te atropella un auto, si cae un cometa sobre el
planeta y termina con la humanidad entera. Te irás contento a la otra vida. Te
acercas con la intención de abordarla. Tu corazón late a mil. No te ha visto. Está distraída. Piensa en algo
rápido. Entonces se vira y te da la espalda. Ya no logras hacer contacto
visual. La única forma de llamar su atención es tocarle el hombro. Eso sería en
exceso rudo. La asustarías y con seguridad ni te contesta. Quizás se produzca un
milagro y se vuelva hacia ti. Te imaginas que lo hace y te sonríe, te dice
«Hola, ¿Cómo estás?». Eso te haría el hombre más feliz del universo. Esperas a
que se voltee, pero eso no ocurre.
Se
aproxima la siguiente estación, se va a bajar. Desaprovechaste la oportunidad
de hablarle por tu titubeo. ¿Permanecerás en el mismo sitio y la perderás sin
remedio?, o ¿te bajarás y lo intentarás? Se ubica de vista a la salida. Supones
que se irá y no la verás más. Localizarla en medio de varios millones de
habitantes significaría un golpe de suerte similar a ganarse la lotería. Si te
bajas con seguridad llegarás tarde. Se abre el acceso y baja. Vacilas por un
instante. La luz amarilla se enciende. Suena el timbre una vez, dos. ¡Diantre!
Saltas a último momento. Casi quedas atrapado entre las puertas automáticas.
Trastabillas.
Por poco caes al piso. Retomas la compostura, diriges tu vista en la dirección
en que se marchó y compruebas que ella avanzó y debes alcanzarla. Su hermosa y
etérea figura se desplaza sin apenas rozar el suelo. Sus blancas piernas se
mueven cadenciosas al vaivén de su cuerpo. Te desplazas con celeridad. ¿Le
hablarás al fin? La sigues por unos segundos sin saber qué hacer. Hay pocos
transeúntes. ¿Qué tal si piensa que eres algún acosador? La mayoría de las
chicas no le contestan a un desconocido que se acerca a hablarles. Ya estás a escasos
metros de ella. En eso, divisas un joven apuesto que acude a su encuentro sonriente
y la mira directo a los ojos, entretanto la bella le sonríe. Te detienes. No
sabes qué rumbo seguir.
Maldición, precisamente cuando te habías
decidido a dar el salto. Te percatas de que se trata de un conocido, pues le
devuelve la sonrisa y se dirige hacia él. Ojalá solo sea eso, nada más. Ella lo
saluda con la mano, apresura el paso y al encontrarse se besan en la boca, él
la rodea con su brazo y se van caminando juntos. Sientes como si te atravesara
un rayo. Intentas pensar en otra posibilidad, no la encuentras. No hay duda, es
su novio, marido o marinovio. Cualquiera de las tres da lo mismo: perdiste la
oportunidad de conocerla y te enteraste de que tiene pareja. Tu corazón se
achica, tus hombros se abaten. Continúas andando, no hay alternativa, qué más
hacer. No puedes quedarte parado. Avanzan abrazados, despacio, hablando de sus
cosas de enamorados. Pasas a su lado, cual si fueras a otro lugar y aquello no
te incumbiera.
¡Vaya desilusión! Dado que se detuvieron, ahora están detrás de ti. ¿Habrán notado tu turbación? Subes las gradas que te parecen eternas. Escuchas sus voces a tus espaldas hasta que sales a la calle. Doblas en la esquina y ellos toman otro sendero. Te vuelves, la miras por última vez antes de que desaparezca para siempre —de eso es de lo único que estás seguro—. Permaneces estático como imbécil. La realidad te ha golpeado de nuevo. Te caíste de la nube. Una sonrisa amarga se refleja en tu rostro. Agachas la cabeza. Caminas con lentitud de regreso a la estación. Era demasiado bueno para ser cierto. Solo te resta regresar y esperar el próximo tren. Con certeza no llegarás a tiempo a la oficina y te aguarda una reprimenda.
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