viernes, 14 de abril de 2023

Encuentros

Roberto Murcia


Otra vez la maldita aglomeración de gente. Todos los días son semejantes: despertar cansado, levantarte de la cama, ir al baño, tomar una ducha, cepillarte los dientes, vestirte, partir de prisa a fin de alcanzar el metro de las seis menos cuarto hacia el trabajo. Estando allí, las dificultades surgen sin parar, como ventanas emergentes incontrolables que no te permiten descanso alguno, pues antes de que resuelvas un problema ya hay otro esperándote. Actúas con prontitud como el mejor de los apagafuegos o les haces un quite de capote de torero diestro y se las pasas a otros para que las resuelvan, y así te mantienes hasta la hora de salida. Solamente paras durante el almuerzo y comes contra reloj un bocadillo que compras en alguna cafetería cercana. Para colmo, tu jefe te ha amenazado con despedirte si sigues llegando tarde.

Las mañanas suelen ser difíciles si no has descansado lo necesario. Anoche no podías conciliar el sueño. Eran las diez, las once, te levantaste para beber un vaso de leche. Dicen que eso funciona, pero no, las doce y no lo conseguiste. Sentiste la desesperación, ya que debes estar en la oficina a las ocho en punto. No comprendes por qué en esos momentos se te viene a la mente cuanto error estúpido has cometido a lo largo de tu existencia. Te sorprendes intentando corregirlos, como si se pudiese modificar el pasado. Es una necedad, te dices, no obstante, continúas haciéndolo. La una, las dos, y por fin pudiste reposar. Cuando sonó el despertador tuviste la impresión de que recién te habías dormido. 

No querías abrir los ojos. Estabas soñando de nuevo con tu madre, y tu único hermano. Ambos aún viven en ese mundo de ilusión que son los sueños. Aparecen en el hogar de tu infancia, en el presente o en escenarios comunes o insólitos. Te despertaste en medio de la visión beatífica, pero la perentoria necesidad de salir hacia tu empleo terminó por espabilarte. A tu padre no lo volviste a ver desde que se marchó de casa.

Te levantaste con una sensación de cansancio de mil demonios, con deseos de que ocurriera una catástrofe y así poder quedarte en la cama, sin embargo, sabías que eso no pasará. El amanecer es la inquietud por lo indeterminado, aprensión por lo que se habrá de hacer o no se hizo, a los golpes que la vida nos tiene reservados, una lotería insoslayable. Quisieras que fuera domingo, cuando te despiertas después de las diez y te levantas solo para ir al sanitario o a la nevera.  

Te paraste frente al espejo del baño y tu rostro reflejaba los estragos del mal dormir. Viste ese semblante que se te antojaba ajeno como el de un extraño que vieras por primera vez. Las ojeras amplias cual surcos de arado en la tierra de tu juventud. Ojos cansados y enrojecidos. La piel marchita por falta de sol y el cenizo cabello que echa de menos una diestra tijera. Se pueden contar tus costillas sin dificultad. El color blanco verdoso de tus delgadas piernas que te avergüenza mostrar en público. Siempre fuiste el hazmerreír de tus compañeros de escuela por tu delgadez.

Apenas reconoces los rasgos de antaño, entonces tenías sueños e ilusiones que hace tiempo desaparecieron, al acomodarte a una rutina de doce horas en que permaneces fuera de tu residencia para poder pagar las cuentas, en una labor que consideras monótona, insignificante y sin futuro, pero de la que no puedes prescindir. Los años marchan demasiado rápido, cuando te percatas se ha ido tu juventud, acecha el ocaso de la vejez, época en que subsistir se torna más difícil.

Al anochecer, por fin marcas en el reloj, tu boleto de salida hacia la libertad. Haces el viaje de regreso a casa por la noche en sentido inverso que te lleva más de dos horas. Se te va media vida en eso de ir al trabajo y regresar. Caminas por varias cuadras hasta tu apartamento. Enciendes la lámpara al entrar, abres la nevera, calientas la comida que sobró del día anterior. Tiras al cubo de basura los víveres descompuestos. Lavas los trastos y los colocas sobre el escurridor. Prendes la televisión y ves el programa más tonto que encuentras a fin de olvidar el estrés de la jornada —un par de cervezas no caen mal—, te acuestas e intentas dormirte, si no lo logras, sufres el insomnio, las noches interminables con la luz apagada esperando la llegada del bendito sueño; y a continuación, el día siguiente, lo mismo una y otra vez.

Hoy el subterráneo está lleno a desbordar con toda esa muchedumbre anónima. Parecen hormigas que surgen de los diversos puntos cardinales. Se van agregando y forman un conglomerado en el que sobresalen las cabezas. Luego viene un tranvía en el otro carril que va en sentido opuesto al que debes tomar y la marea se junta detrás de ti. Unos entran, otros salen, como líquido que se libera en vasos comunicantes durante el breve espacio en que las compuertas se abren y se cierran. Es la temporada de invierno, se acerca la navidad. El frío matinal se cuela hasta tu piel. El agua remanente de la ducha sobre tu cuero cabelludo se enfría. Quizá debiste traer una chaqueta. Con el apuro la olvidaste en casa.

Se aproxima tu tren. Es imprescindible ubicarte cerca de la puerta o no podrás irte en él. De pronto una mujer se coloca frente a ti. ¡Apártese, señora, yo estoy aquí antes que usted!, piensas, sin embargo, no se lo dices, sería una descortesía y lo entiendes. Los de adelante se apretujan para entrar. Apenas cabe uno más y fuiste tú el afortunado. Muy bien, de no ser así, llegarías con demora. Visualizas a tu jefe esperándote con cara de haber ingerido por error un sorbo de quinina. Joder con eso de la puntualidad.

El metro recorre las entrañas de la ciudad como un mundo análogo. Un universo paralelo, con vida, iluminación, alegrías y miserias propias, en el que innumerables usuarios se sumergen día a día, cual peces en el agua. Oficinistas bien vestidas, maquilladas y perfumadas —con lo poco que ganan tienen que hacer maravillas para vestirse así. Empleados de banco con sus trajes comprados en tiendas de segunda mano y expresión de no te me acerques mucho. Trabajadores de fábricas en ropas de faena. Estudiantes en uniforme cargando sus mochilas. Vendedores ambulantes que aprovechan cualquier momento despejado para ofrecer sus productos en medio del bullicio. Indigentes que duermen al amparo que los túneles les brindan y son los únicos que no manifiestan urgencia por llegar a algún destino. Drogadictos en busca de la anhelada dosis que mitigue su malestar. Traficantes de poca monta. Rateros y malhechores que no logran ocultar su calaña. Mujeres que alquilan su cuerpo por un rato (los pertenecientes a las tres últimas categorías aparecen por la tarde-noche). En fin, la fauna urbana se encuentra bien representada.

Las secciones se comunican con una vasta red de canales que se internan en la tierra y se tornan entes vivientes que respiran y transpiran. Es como el inframundo de los mayas, el Xibalbá, al que se accede por los cenotes congelados en el tiempo. Portales para comunicarse con los dioses. En tu ensoñación, estás allí. Quisieras sumergirte en uno de ellos. Nunca lo has experimentado, pero lo has visto en programas de la National Geographic. Debe ser una experiencia divina. La claridad que se filtra fantasmagórica por la abertura superior del cenote de donde cuelgan musgos e ilumina la superficie calma de líquido color turquesa. Quizá en otra vida, porque en esta escasamente te ajusta la lana para pagar la renta y demás obligaciones. Ni pensar en viajar. Eso es para los ricos. Ahora en las únicas aguas en las que te sumergirás es en las de este maremágnum humano.

Ruegas al cielo que no ocurra un retraso o un viaje cancelado. «Estimados usuarios: hoy los trenes se desplazarán con más lentitud de la usual». Si se pudiera en esos instantes leer la mente de los pasajeros como parlamentos de tiras cómicas encerrados en globos, se dibujarían una multitud de groserías. De vez en cuando un sujeto desesperado se lanza a las ruedas del tranvía y paran el tráfico, un desastre. Otro infeliz que no pudo soportar su mísera existencia. No quisieras estar en la posición del conductor. Debe sufrir de pesadillas recurrentes y estrés postraumático.

Reflexionas sobre la vida solitaria que te agobia. ¿Cuándo terminaste con tu última novia? ¿Cuatro años?, ¿cinco? Ya ni recuerdas. Desde que viniste a vivir a este gigantesco centro urbano, no tienes tiempo libre en absoluto. Puedes oler el perfume del hombre que va a tu costado. Cómo no lo vas a sentir si vas casi encima de él. Se echó todo el frasco por lo visto, para asegurarse de no pasar inadvertido. La señora de al lado es tan gorda que deberían cobrarle dos pasajes, es más fácil saltarla que rodearla. 

Es la única cercanía humana que has tenido en años, la de los seres anónimos que viajan en el subterráneo y cuya proximidad es producto del azar. De la otra, la del sexo, ni hablemos. Nada de nada. Si seguís así seguro que te canonizan un día de estos. La intimidad es una especie en peligro de extinción en las grandes urbes. Estás parado cerca de la puerta. Intentas alcanzar el apoyo para no perder el equilibrio. «Disculpe», fallaste, no caíste al piso porque vas rodeado por los cuatro costados, tropezaste con un señor de apariencia flemática que te miró por un segundo y luego regresó a lo suyo.

Sientes la obligación de correr al trabajo cual si compitieras por un premio, la carrera de los cien metros planos en la próxima olimpiada. El insomnio de la víspera podría ser un augurio de otra jornada laboral difícil. Miras las cabezas de los pasajeros como si fueran bolos con rostro en una pista de boliche, a la expectativa de la bola que decidirá quién cae y cuál queda en pie; con sus miradas orientadas hacia un espacio vacío, un ángulo en donde no se encuentran entre sí. Es natural, nadie quiere perturbar a los demás mirándolos de forma directa. Es una norma elemental de cortesía. Cada quien se ahoga en su propio mar de preocupaciones: ¿Cómo voy a pagar las deudas? ¿Qué pasará con mi familia si no puedo ir a trabajar?

El umbral se abre en la siguiente estación. Aunque hay muchos esperando, no todos logran subirse porque el tren está repleto. Algunos bajan, otros suben. Conforme pasan los minutos el vagón se va despejando. Entra un individuo con su perro pastor alemán con cadena y bozal —un sujeto curioso con botas y sombrero—. El tipo tiene manchas de edad en la rosada y arrugada piel del semblante y las manos; un bigote al estilo Pancho Villa y ojos claros rodeados por pliegues cutáneos. Sí, definitivamente se parece a Pancho Villa. Ambos, amo y mascota, pintan canas. Las del can se echan de ver en su dorso negro y en su hocico. Las orejas caídas y la mirada abatida como si arrastrara un peso encima. El tiempo no pasa sin que nos cobre factura y en los caninos más aun, pues no pueden quejarse de que algo les duele, hace frío, sienten hambre, se encuentran tristes.

Siempre te han agradado los perros. Son más confiables que los seres humanos, dan amor y no piden casi nada a cambio. Ojalá fuera tan fácil con las personas. Recuerdas el cachorro que tuviste de niño —también era pastor— cuando lo llevaron a casa tu alegría fue indescriptible. Te seguía a todas partes y te lamía la cara si te acercabas lo suficiente. Parecía un ovillo de lana. Lucía indefenso y hermoso. Te acompañó en tu niñez y adolescencia hasta que sucumbió por causa de la edad. Al regresar de un viaje te dieron la noticia. Fue el primer ser querido que perdiste.

Tu destino es una de las últimas paradas. Posteriormente, necesitas tomar un bus por una hora. ¿Por qué esta urbe es tan grande? Toma horas ir de una ubicación a otra. Sabes que, si no vivieras en esta ciudad, no encontrarías una plaza. Tu jefe les recalca a los empleados cuán afortunados son por tener un puesto, mientras la mayoría de la población está en paro. No viene al caso el hecho de que solo recibes el salario mínimo, encima estás en la obligación de dar las gracias. Divagas viendo el exterior por la ventana.

En eso la ves: se sube la chica de tus sueños. Todavía ocurren milagros. Es como si un haz de luz se encendiera de improviso en la penumbra y el ambiente se iluminara a su alrededor. Cual si fuera creada pensando en ti. Alta, porte aristocrático, piernas largas, con una piel que te recuerda las estatuas de mármol, el cabello largo rojizo con una leve ondulación, una silueta de desnudo de Modigliani, rostro digno de miss universo, en una palabra, perfecta. Luce un vestido blanco estampado con motivos florales, traslúcido y ligero que permite adivinar sus formas de diosa griega. Collar de perlas y pendientes dorados con piedras violeta. ¿Se habrá escapado de algún palacio? No es frecuente encontrarse una preciosidad así en el metro.

Tienes que resistir las ganas de abrazarla. No das crédito a lo que contemplan tus ojos. Sería imperativo declararla monumento nacional. Ni que hubiera salido de un sueño, del mejor de todos, de uno en el que eres dichoso. Este bajó del firmamento para alegrarte el día. Pareciera que el universo sabía que la estabas pasando difícil y te la envió para que renaciera tu fe en la humanidad. ¿Cuál será su nombre? Si es que los ángeles vienen con denominaciones, debe tener uno bonito y exótico acorde a su magnificencia, algo así como Cristel, Valeria o Stella; no uno feo, Petronila, Anacleta o Pancracia, eso está descartado de entrada.

¿Estará soltera, tendrá novio, marido? Es poco probable que esté casada, aún es joven. Una beldad así no debería casarse, sino existir eternamente para darnos esperanza. Sería una afrenta a la comunidad masculina que fuera de otra forma. ¿Cuántos años aparenta? No menos de veinte ni más de veinticinco, seguro, pero su belleza es atemporal como la de las musas, valkirias o amazonas. ¿Dónde trabajará? Necio, si los ángeles no trabajan, se la pasan todo el tiempo volando sobre las nubes, tocando el arpa o lanzándole flechas de amor a los amantes incautos. A ti recién te lanzaron una que te dio de lleno en el corazón. La chamba es para nosotros los simples mortales.

Está frente a ti. ¿Qué puedes hacer para conocerla? No quieres dejarla ir. ¿Cómo podrías llamar su atención? Hablarle a alguien en el metro no es de buena educación. ¿Valdrá la pena el intento? Nunca has tenido suerte conociendo chicas en lugares públicos. Pareciera que todas se pusieran de acuerdo para evitar el trato íntimo con extraños en esos espacios. Como si cada una se refugiara dentro su propia burbuja y al hablarles se las estropearas, cual frágiles pompas de jabón irrecuperables una vez rotas. Por otro lado, ¿si le hablas y se enfada? Quizá te diga una grosería. El día ya es bastante malo para, de remate, recibir insultos de esta belleza.

Primera vez que deseas con ansia que el subterráneo no avance de prisa. Quisieras que marchara en cámara lenta. Tener todo el tiempo del mundo para acercarte a ella. Planear paso a paso tu aproximación. Qué le dirás, cómo podría contestarte, cuál será tu respuesta, un recurso a utilizar para evitar que se aleje y perderla; de manera que el final sea perfecto como en las comedias románticas de Cary Grant. El protagonista termina con la chica de sus sueños a pesar de los obstáculos, por lo general hay un malentendido que se aclara y resuelve en el momento preciso. Desearías que de pronto sonaran las palabras mágicas por el altavoz «Por motivos ajenos a nuestra voluntad nos vemos obligados a detener el tren por un lapso indefinido», un accidente que lo detenga por completo, cualquier cosa que te permita ganar unos minutos extra, sin embargo, sabes que eso no pasará, no cuando quieres que suceda.

Pero es una diosa, hombre, de esas que se miran una vez cada cien años. Estás enamorado. En definitiva, es amor a primera vista. Tú que no creías en esas ridiculeces. Anhelarías poder aproximarte y besarla, sumergirte en su regazo y no despertar jamás. La visualizas en una playa donde el sol brilla en el horizonte azul y la plácida brisa del mar acaricia tu rostro. Están únicamente los dos frente a la inmensidad del océano. Ella corre hacia ti sonriente. Su tornasolada cabellera forma un abanico que se agita al viento. Al encontrarse se abrazan y besan mientras la tomas en tus brazos cual delicado tesoro y la acaricias. Ella corresponde a tus mimos recostándose sobre tu pecho. Sientes la tersura de su epidermis y sus suaves cabellos perfumados que te acarician. Son felices juntos.

Permaneces extasiado en tu fantasía hasta que la apremiante necesidad de actuar te despierta. Si no inicias una conversación, nunca volverás a verla. Consideras que si dices una tontería la perderás. Temes que se te trabe la lengua. Sería un espectáculo ridículo, pero no hay peor momento para que surja el ingenio que cuando el amor apremia a hablar, pues rara vez surgen las palabras apropiadas mientras más se las necesita. El sentir mucho está reñido con la fluidez verbal o en todo caso con expresarse de manera acertada. Los sentimientos obnubilan el raciocinio en esas situaciones críticas. Podrías saludarla y mencionar el clima. No obstante, en el metro ni siquiera se mira el espacio aéreo.

¿Qué tal si te presentas? Buenos días, me llamo… ¿Qué le dirás después? No, eso suena muy formal, parece discurso introductorio de vendedor de seguros. Quizá una pregunta inocente ¿Qué le preguntarías? ¿Disculpe, sabe dónde se encuentra …? Ahora con Google maps no hay excusa para pedir direcciones. Algo inofensivo para romper el hielo… lo que sea. La alternativa es retornar a tu miserable existencia solitaria. Piensa rápido. ¿La dejarás ir solo por temor a que no te responda de la manera deseada? ¿No tienes los cojones para dirigirle la palabra? Hazlo enseguida.

Por fin te decides. Vas a intentarlo, aunque, sea lo último que hagas. No importa si luego te atraviesa un rayo, te atropella un auto, si cae un cometa sobre el planeta y termina con la humanidad entera. Te irás contento a la otra vida. Te acercas con la intención de abordarla. Tu corazón late a mil.  No te ha visto. Está distraída. Piensa en algo rápido. Entonces se vira y te da la espalda. Ya no logras hacer contacto visual. La única forma de llamar su atención es tocarle el hombro. Eso sería en exceso rudo. La asustarías y con seguridad ni te contesta. Quizás se produzca un milagro y se vuelva hacia ti. Te imaginas que lo hace y te sonríe, te dice «Hola, ¿Cómo estás?». Eso te haría el hombre más feliz del universo. Esperas a que se voltee, pero eso no ocurre.

Se aproxima la siguiente estación, se va a bajar. Desaprovechaste la oportunidad de hablarle por tu titubeo. ¿Permanecerás en el mismo sitio y la perderás sin remedio?, o ¿te bajarás y lo intentarás? Se ubica de vista a la salida. Supones que se irá y no la verás más. Localizarla en medio de varios millones de habitantes significaría un golpe de suerte similar a ganarse la lotería. Si te bajas con seguridad llegarás tarde. Se abre el acceso y baja. Vacilas por un instante. La luz amarilla se enciende. Suena el timbre una vez, dos. ¡Diantre! Saltas a último momento. Casi quedas atrapado entre las puertas automáticas.

Trastabillas. Por poco caes al piso. Retomas la compostura, diriges tu vista en la dirección en que se marchó y compruebas que ella avanzó y debes alcanzarla. Su hermosa y etérea figura se desplaza sin apenas rozar el suelo. Sus blancas piernas se mueven cadenciosas al vaivén de su cuerpo. Te desplazas con celeridad. ¿Le hablarás al fin? La sigues por unos segundos sin saber qué hacer. Hay pocos transeúntes. ¿Qué tal si piensa que eres algún acosador? La mayoría de las chicas no le contestan a un desconocido que se acerca a hablarles. Ya estás a escasos metros de ella. En eso, divisas un joven apuesto que acude a su encuentro sonriente y la mira directo a los ojos, entretanto la bella le sonríe. Te detienes. No sabes qué rumbo seguir.

 Maldición, precisamente cuando te habías decidido a dar el salto. Te percatas de que se trata de un conocido, pues le devuelve la sonrisa y se dirige hacia él. Ojalá solo sea eso, nada más. Ella lo saluda con la mano, apresura el paso y al encontrarse se besan en la boca, él la rodea con su brazo y se van caminando juntos. Sientes como si te atravesara un rayo. Intentas pensar en otra posibilidad, no la encuentras. No hay duda, es su novio, marido o marinovio. Cualquiera de las tres da lo mismo: perdiste la oportunidad de conocerla y te enteraste de que tiene pareja. Tu corazón se achica, tus hombros se abaten. Continúas andando, no hay alternativa, qué más hacer. No puedes quedarte parado. Avanzan abrazados, despacio, hablando de sus cosas de enamorados. Pasas a su lado, cual si fueras a otro lugar y aquello no te incumbiera.

¡Vaya desilusión! Dado que se detuvieron, ahora están detrás de ti. ¿Habrán notado tu turbación? Subes las gradas que te parecen eternas. Escuchas sus voces a tus espaldas hasta que sales a la calle. Doblas en la esquina y ellos toman otro sendero. Te vuelves, la miras por última vez antes de que desaparezca para siempre —de eso es de lo único que estás seguro—. Permaneces estático como imbécil. La realidad te ha golpeado de nuevo. Te caíste de la nube. Una sonrisa amarga se refleja en tu rostro. Agachas la cabeza. Caminas con lentitud de regreso a la estación. Era demasiado bueno para ser cierto. Solo te resta regresar y esperar el próximo tren. Con certeza no llegarás a tiempo a la oficina y te aguarda una reprimenda.

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