miércoles, 19 de abril de 2023

La Pachamama: tierra de todos, tierra de nadie

Joe Monroy Oyola


Bonos para la reconstrucción

—Aquí viene el indiecito: Hola mi pana —mencionó uno de los dos morenos apostados en el acceso al puente, mientras extendía una delgada cadena cerrando el paso de la plataforma peatonal—. Tú sabes, la economía está chimba. Deja tu peaje. Aquí te damos la constancia —agregó el que tenía cicatriz en la mejilla derecha que unía la boca con su oreja.

Eleodoro sacó dos soles en monedas del bolsillo del pantalón, los entregó.

—¡Fino mi pana! Sabes que lo hacemos por la reconstrucción de Venezuela.

—¿Por qué no la ayudan trabajando? —respondió extendiendo su mano derecha—. Ya dame tu papelucho que allá al final del puente están tus amigos.

—Ponte chévere, les damos protección, hay muchos delincuentes alrededor. Guarda tu recibo, a fin de año haremos una rifa. Está con fecha: tres de febrero del año dos mil veintitrés. Tienes derecho a cruzar hasta la medianoche. Estaremos aquí para protegerlos —afirmó el hombre de la cicatriz.

—¡Ya dame ese garabato!

El papelito con sello azul decía: Donación para Venezuela, hizo seña que lo dejaran pasar. Eleodoro cruzó el puente. «Qué humillación, ser agredido hasta por delincuentes extranjeros».

Uchuraccay

Era miércoles veintiséis de enero del año mil novecientos ochenta y tres, las cuatro con veinte minutos, por la tarde. Clotilde Sulca ingresa a su casa quitándose el chal rojo.

—¡Han atrapado a ocho terroristas en el pueblo! —gritó a la vez que cerraba la puerta—. Los hombres los están golpeando.

—Mujer, ¿estás segura de lo que dices?

—Jacinto, yo mismo los he visto cuando los llevaban —le contestó tomándose la frente—. El vecino Huamán me dijo que te avisara.  

—Eleodoro, quédate con tu hermanita.

—Sí, Mamá, pero ¿qué quieren esos hombres?

—¡Vamos Clotilde!

—Hijo, esos hombres quieren arrancarnos de nuestras tierras.

Jacinto tomó un machete, su esposa el hacha de la cocina.

Corrieron hacia la plaza. Horas después entraron cabizbajos, sin decir palabra. La madre abrazó a sus hijos, Jacinto se sentó junto a la cocina de leña. Tenía los dedos de las manos entrelazados y meneaba la cabeza. Fueron diez los hombres asesinados, solo les encontraron cámaras fotográficas y grabadoras. ¿Qué hicimos? Los terroristas tomarán represalias pues sabrán que nuestra acción era contra ellos. Han asesinado a varios dirigentes comunales. Debemos irnos pronto. Clotilde preguntó cómo harían con la chacra, la casita. Mujer, le venderemos al compadre Rigoberto. Es quien tiene más dinero en el pueblo. Iremos a la ciudad de Huanta. Los sinchis mataron a dos hijos del vecino Gilberto Quispe, los acusaron por una foto borrosa que tenían de unos facinerosos.

—Clotilde, estás temblando —susurró abrazando por detrás a su cónyuge—. ¿Qué te pasa?

—Solo déjame lavar mis platos.

—Mujer, todos los platos están limpios, ¿por qué lavas tu hacha?

Ella se refugió en el pecho y brazos de su marido.

No se distinguía ninguna estrella, ni la luna. A través de las cortinas floreadas de las dos ventanas de la choza se notaban siluetas en movimiento. La sopa de habas y papas sería el último alimento que se prepararía en la vivienda. Lo sobrante lo llevarían para el camino. Era hora de acostarse y Clotilde vio a su hija parada sobre la mesa de la cocina.

—Mercedes, ¿qué haces hijita? Es hora de acostarse —indicó mientras la cargaba—. Tienes las manos mojadas, niña. 

Al amanecer, sobre la colina cercana, apenas se podían apreciar las siluetas de un hombre y mujer bajos de estatura, dos niños, los enseres y víveres iban sobre una carreta tirada por una mula; atada al carromato la vaca balanceando sus inmensas ubres, parecía masticar un chicle gigante.

El sol se levantaba proyectando sus siluetas convertidas en largos espectros oscuros tratando de aferrarse a sus lares, cosechas, su tierra, a toda una vida. Durante la caminata de casi una hora, los dos hermanos contemplaban el paisaje: las plantas de tuna, los sembríos de papa, flores amarillas y rojas sobre la puna. Un cóndor cruzó sobre ellos proyectando su sombra que recorrió a los emigrantes. La fría brisa daba un tono rojizo a las mejillas.

Eleodoro le preguntó a su padre: y nuestras palomas, ¿quién las cuidará? Jacinto le replicó que ellas eran felices aquí. Papá, nosotros también somos felices acá.

—Mercedes, hermanita, ¿de dónde sacaste esas flores? —preguntó Eleodoro acariciándole su cabeza adornada por dos trenzas negras—. Muéstramelas. 

—Estaban sobre la mesa, en el vaso con agua —respondió señalando hacia atrás, mientras sollozaba.

—Mira Jacinto, por eso anoche tenía sus manos mojadas. Son flores de mashua, desde que éramos novios me las has regalado.

—Sí, Clotilde, son como cartuchitos rojos. Te dije que cuando abrieran ellas hablarían de mi amor por ti.

Era el primer amago de sonrisa en la familia Sulca desde la tarde del día anterior. A la vista estaba la casa del compadre Rigoberto.

Fue un negocio rápido, el pariente pagó en sus posibilidades. Acordaron algunos saldos en partes, luego subieron a la camioneta del compadre en un viaje de casi dos horas hasta ciudad de Huanta.

En la obra

Casi cuatro décadas después, Eleodoro recibía el peso sobre su hombro derecho, el ruido generado por la mezcladora de cemento raspaba los tímpanos, su pantalón que llegaba hasta las rodillas estaba empapado; las venas se dilataron y tomó aire.

—¡Dale, Eleodoro! —vociferó el encargado de la mezcla—. ¡Siguiente!

Con el latón casi repleto sobre sí caminó por los andamios de madera, el omóplato parecía una mano que daba soporte y animaba al obrero. Llegó hasta lo que sería el techo del primer piso y vertió la mezcla cubriendo las hileras de ladrillos engarzados con varillas de fierro. El turbante, hecho con una camiseta, lo protegía del sol. La bajada con el depósito vacío resultaba descansada y rápida. 

—¡Vengo! —exclamó el compañero que subía con su propia carga. 

A mediodía tomaron el descanso para comer. Era sábado, día del pago, la jornada terminaría a las cuatro de la tarde. Se sentaron en un círculo amplio, algunos en el piso, otros sobre ladrillos, no faltó quien prefirió usar la arena gruesa para el reposo.

—Dicen que los que están protestando acá en Lima han bloqueado la salida de los buses en la avenida Grau, en el mercado de Santa Anita y, al sur, el mercado de Ciudad de Dios —comentó al tiempo que tiró una cáscara de plátano y se sacó las botas de trabajo—. Ellos hablan de que hay que cambiar la Constitución. ¿Tú qué dices Eleodoro? ¿Eleodoro?

—Juan, no tengo nada que decir.

Se paró y volvió a observar el desperdicio de la fruta lleno de hormigas y moscas. Caminó hacia afuera y miró la construcción, los autos estacionados en la acera de enfrente. Dos jóvenes pasaban corriendo, vestían ropa deportiva. Una mujer muy joven al verlo cerca de su auto accionó la alarma.

—Siempre callado —masculló el encargado de la mezcla—. Por eso le llaman el mudo.

—Creo que está medio loco. No habla de su familia, ni de dónde es —agregó Juan, el más joven de la obra con solo veinte años—. Para mí que está disimulando y se está tirando unos gases. Ja, ja, ja.

—Déjenlo tranquilo, increpó Loayza el capataz, a la vez que se incorporaba, y se le acercó.

—Los muchachos no trataron de molestarte, son jóvenes y no pueden saber lo que cada quien ha pasado. Debe haber sido muy difícil tu vida, imagino que...

—Nadie se puede imaginar lo que pasamos mi familia, mis paisanos, allá en Uchuraccay.

—Dijiste ¡¿Uchuraccay?!

Loayza, el capataz, al escuchar lo dicho por el uchuraccaíno se apartó de él regresando con el resto de sus compañeros. Se oía un murmullo.

En el barrio Armonía, Huanta

—Compadre Rigoberto, ¡¿qué es esto?! —gritó Clotilde mirando los alrededores—. Jacinto, di algo. Esto es un cerro lleno de polvo, mira esas prostitutas en la esquina, allí hay un hombre tirado. Está muerto. No, qué asco, está vomitando con una botella en la mano.

—Cálmate mujer. Pero compadre, le dimos la escritura de nuestra tierra y la casita. Nos dijo que nos daba un lote en un terreno urbanizado.

—Mami, ¿qué es una prostituta? —cuestionó Mercedes sacando medio cuerpo por la ventana de la camioneta estacionada—. ¿Es una fruta, una flor?

—Compadre, comadre, por favor, hay que calmarnos —replicó que era un malentendido mientras secaba su frente con su obeso y lampiño brazo derecho—. Yo les dije «terreno por urbanizar».

—Hermanita, mamá señaló una pared con letras donde estaba apoyada esa señorita. Así les dicen acá a las paredes, ¿verdad mamá?

—Hijita, por favor, no repitas esa palabra. Nosotras las mujeres no la pronunciamos.

El barrio Armonía era un conglomerado de chozas de madera, techadas con calaminas, sobre las laderas de los cerros. No había servicio de agua ni desagüe, tan solo cilindros por llenar con agua del camión cisterna, y los pozos sépticos, también «por rellenar». La cal sobre estos atenuaba el hedor.

La familia Sulca pudo terminar una precaria vivienda. Al doceavo día de llegados Jacinto salió para la hacienda donde el compadre Rigoberto lo había recomendado.

Al pasar un año, después del asesinato de ciento cincuenta y tres adultos, perpetrado por terroristas, los sobrevivientes abandonaron Uchuraccay. Familiares y amistades de los Sulca se contaban entre las víctimas. Los esposos leían nombres de parientes, amigos o vecinos, cual homenaje póstumo. Jacinto aulló: ¡nuestra tierra era de todos, ahora es de nadie!

Por un porvenir mejor

La epidemia de la hepatitis B que azotó el Perú tocó a Jacinto. El quince de diciembre del año mil novecientos noventa y cinco, después de la cirrosis que devino como consecuencia del mal hepático, un proceso de insuficiencia renal; terminó su agonía de cinco meses.

Eleodoro tenía ya dieciocho años y trabajaba en la misma hacienda donde lo hacía su padre. Un sábado, al regresar de la faena, saludó con un beso a su mamá. Puso a un lado sus portaviandas. Se dejó caer sobre una de las sillas en la cocina. Le pidió a su madre tomar asiento pues tenía algo que decirle. Ella se quitó el delantal multicolor, lo puso junto a la tinaja metálica llena de agua, flotaban pedazos de verduras, el agua encerrada en una elipse delgada de grasa.

Explicaba a su madre que con lo que él ganaba más lo de su hermana, ayudando en un puesto del mercadillo, no cubrían las necesidades básicas. Mencionó que en la hacienda trabajaba también su amigo de la infancia: Percy Huashuayo, quien se iba a ir a Lima para trabajar, y quería irse con él. 

—¡¿Cómo que te vas a Lima hijo?! Acabamos de sepultar a tu padre y ¿nos vas a dejar solas?

—Madre, estamos en la miseria —susurró tomándole las manos—. Viejita, no las voy a defraudar, por favor, confía en mí.

—Pero ¿en qué trabajarías?, ¿dónde vivirías?, ¿cuándo piensas irte? —preguntaba moviendo la silla donde estaba sentada, como si domara a un caballo salvaje—. Al menos quiero saber eso, hijo.

—Mamá, me voy este lunes. Ya compramos los boletos.

La conversación se extendió, Eleodoro explicaba que irían a vivir a la casa de la familia de Percy. Ellos les rentarían un cuarto compartido y trabajarían en la construcción civil. Mercedes regresó del mercadillo. Madre e hijo la pusieron al tanto. ¡¿Qué dices hermano?! Después de cenar los tres Mercedes se levantó, fue hacia el único dormitorio y sacó una mochilita rosada. La tenía desde que era muy pequeña, allá en Uchuraccay. Al volver a la mesa trajo ente sus manos un sobre de papel y se lo entregó a su hermano.

Al abrirlo encontró dos flores extendidas, secas, que habían transferido gran parte del color rojo en ambas caras internas del envoltorio.

—Hermano, estas son las flores que tomé de nuestra cocina, aquel día cuando huimos.

—Lo recuerdo. No creí que las hubieras guardado —agregó recibiéndolas—. Son flores de mashua.  

—Te doy una, nos quedamos nosotras con la otra. Hermanito, no te olvides de nosotras.

—Jamás las abandonaré, ni olvidaré nuestro Uchuraccay. Algún día volveremos todos juntos.  

El lunes siguiente Eleodoro y Percy partían a las ocho y treinta minutos, un viaje de casi doce horas. Doña Clotilde y Mercedes agitaban las manos, enviaban besos, la familia Huashuayo hacía lo propio con Percy. Los dos jóvenes volvían a emigrar. La puerta del ómnibus se cerraba y en el radio del vehículo se oía un huayno a todo volumen, el aroma proveniente de los choclos que vendía la ambulante en la estación llenaba el vehículo de transporte. Mientras Percy destapaba una botella de gaseosa, Eleodoro miraba a sus amores hacerse más pequeñas, diminutas, invisibles.

En la gran capital

Después de instalarse descansaron toda la noche. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, don Carlos, tío de Percy, luego de invitarles a tomar desayuno, los llevó a la obra donde trabajaba como albañil.

 Laboraban con ahínco. Percy colocaba con destreza los ladrillos, Eleodoro aprendió cómo amarrar los fierros de los encofrados y también llenaba los techos. Terminando el primer mes de trabajo pudieron por fin abrir su cuenta de ahorros en el Banco de la Nación.

—¿Qué estás haciendo? —objetó mirando por detrás de su hombro—. Sonso, recién tienes un mes y ya vas a mandar dinero. No seas bruto, hombre. 

—Mi viejita y mi hermana lo necesitan. Tengo planes. Les voy a enviar cada mes mi pago de una semana. Allá es un buen dinero. Ellas no saben cuánto gano.

—¿Qué planes tienes?

—Ese no es tu asunto Percy. Al rato me acompañas a una cabina para llamar a mi mamá.

—Sí, porque si llamabas de casa de los tíos te iban a cobrar el doble. Ja, ja, ja.

Llegaban cartas extensas de Mercedes para su hermano. Él contestaba unas cortas líneas. A veces por teléfono: hermano, mamá se enfermó. En esos casos hacía un giro extraordinario.

Conforme pasaba cada año siempre encontraba una justificación por la que no podía ir a Huanta: estaba enfermo, no le daban vacaciones, se accidentaba algún trabajador y le suspendían el permiso. No estuvo para la boda de su hermana, ni cuando su madre padeció una disentería aguda. Había aprendido a depositar sus cheques de pago por cajero automático. Nunca cargaba dinero en efectivo, solo en cada tercera semana cuando hacía sus compras de alimentos en un mercado cercano al asentamiento humano donde construyó su casita propia con la ayuda de Percy. 

Un domingo llegó Percy a visitarlo, trayendo consigo un empaque de seis cervezas.

—Hola solterón. ¿Cuándo te harás de una esposa? ¿Cuál es tu problema con las mujeres? No duras con ellas más de unos meses. Eres más feo que el hambre, pero siempre tienes una enamorada. 

—La verdad que no sabría decirte la razón. Yo me lo he preguntado siempre, ¿por qué no me enamoro de verdad? Pero dime, ¿qué pasó con tu esposa y mis dos ahijados que hoy no vinieron?

—Están visitando a sus familiares, Zulema es muy apegada a ellos. Y mis hijos, con sus primos.

Percy comentó una información importante acerca de Uchuraccay. ¡Han regresado quince familias, desde el dos mil catorce! Hablan de que hasta este año llegaron más paisanos. Claro que lo sé Percy, desde hace nueve años, pero deben organizarse bien. Pues, con la aparición de algunas columnas terroristas, podrían ser atacados otra vez. Comentaban en los noticieros de la situación volátil del país. Pero amigo, ¿piensas volver?, yo, ni muerto, Eleodoro.

 Desde el mes de julio del año pasado, mi madre junto con mi hermana, su marido y mi sobrinita ya están allá. Mercedes quedó embarazada a los treinta y cinco años. Mi sobrinita es una niña con retraso mental. Explicó que les adjudicaron un terreno cercano a donde vivían antes. Ya les envié para que terminen de construir una casa fuerte y segura. Falta poco, amigo. En diciembre, después del aguinaldo, renunciaré. Con lo que me liquide nuestra compañía, la venta de esta casita, más el resto de mi dinero del banco compraremos: carneros, algunas vacas, semillas y un pequeño tractor. Trabajaré junto con mi cuñado y Mercedes. Mi mamita disfrutará de su vejez. Y, yo, espero morir de viejo, pero en mi tierra. También llevaremos los restos de papá; ya mi hermana inició las gestiones en Huanta. 

—Mira Eleodoro, nunca tomas, pero si esta vez me aceptas las cervezas, te perdono ja, ja, ja,

—Ay, caray, tú sí que sabes manipular. ¡Está bien, salud! ¡Por Uchuraccay!

—¡Claro, salud por Uchuraccay!

Tan cerca y tan lejos

Los amigos terminaron las seis cervezas y fueron por más a un kiosco de la misma cuadra. Eleodoro puso música ayacuchana, y zapatearon como para quebrar el piso. Percy propuso ir por unos pollos a la brasa. La idea fue secundada. El restaurante estaba cerca, tan solo cruzar el puente y caminar tres cuadras. Iban cantando huaynos, pero al llegar al puente vieron a los malandros extranjeros.

El cruce con la muerte

—Espera Percy, esos que están junto al puente peatonal son venezolanos y cobran cupo para dejar pasar. ¿Tienes cuatro soles? Solo cargo un billete de diez —dijo a la vez que le ponía el dorso de su mano derecha sobre el pecho—. Mejor que nos regresemos a mi casa, aún podemos evitarlos.

—No vamos a dejar de comer pollo, ni a pagar nada —contestó apurando el paso hacia el puente—. ¡Permiso compadres! Les dijo a los delincuentes.

—Oye, indiecito, dile a este gallo que no sea ladilla, tú eres nuestro cliente. Tranquilos nomás —amenazó mientras mostraba un cuchillo—. Son cuatro soles.

—Tampoco tienen que amenazar por cuatro soles —reprochó Eleodoro mirando al otro moreno, el más bajo y delgado—. Guarden sus cuchillos.

—¡Nada les vamos a dar, este es nuestro país, rateros! —gritó Percy.

Los dos uchuraccaínos trataron de contener el ataque usando sus correas. Percy desapareció del panorama; Eleodoro, con un golpe tumbó al de la cicatriz, cuando quiso voltear hacia su retaguardia, sintió como si un inmenso peso, equivalente a muchas latas llenas de concreto, cayera sobre él. Intentó inhalar una bocanada de aire, solo escuchó un segundo sonido, como cuando su madre empujaba la ropa dentro del agua del lavatorio, luego un tercero que provenía desde su vientre. 

Le patearon el rostro mas no sintió dolor. Empezó a ver su propio cuerpo caído; con un cuchillo clavado en el abdomen; oyó voces distanciándose, su pantalón ensangrentado con los bolsillos rebuscados, una burbuja sanguinolenta se formaba entre sus labios. Veía lejano su cuerpo y el de Percy en el piso; las nubes tocaban su espalda.

«¡Estoy muriendo, mi cuerpo quedó junto al puente, veo esa inmensa mancha roja allá abajo! Tengo que llegar a mi pueblo, no pueden enterrarme aquí debo ver a mi madre, tal vez nunca sepan de mí. Quizá se llevaron mis documentos, no sabrán quién soy».

Eleodoro clamaba, ya no podía llorar, pero rogaba. El movimiento de su ser se tornó horizontal. En un tiempo indeterminado fue reconociendo cerros, la cordillera, su puna. El anhelo de llegar a su lar estaba cumplido. Sentía que él empezaba a desaparecer al igual que el panorama. Suplicaba por ver una última vez a su familia, la casa. Estiraba los brazos y descendía. Notó que un ser alado detrás de él lo ayudaba. Pudo ver el hogar, su familia estaba afuera. La niña con la manito izquierda a modo de visera lo miraba de lejos y saludaba con la diestra.

Eleodoro abrió los ojos y jaló una bocanada de aire.

—¡Está vivo! ¡Regresó! —gritó el médico poniéndole un gran paño de gasa sobre el corte del vientre—. Las heridas en su espalda no son tan graves, pero ha perdido mucha sangre. Debe ir al hospital, en esta posta médica no podemos hacer más por él. ¡Aquí llega la ambulancia!

Escuchó ese acento extranjero, tuvo temor pues supo que era un dejo venezolano.

Fue el cóndor, fue un ángel

 Casimiro amarraba un costal de papas junto a Mercedes, doña Clotilde acariciaba a su nieta. Estaban sentados afuera de la casa. Entonces, la niña gritó.

¡Abuelita, mira ese inmenso pájaro! Clotilde le decía riéndose, que no había nada. La niña insistió, sí, es muy grande. Deja tranquila a tu abuelita. ¡Mamá, míralo!, insistió la niña. Mercedes detuvo su faena, el sol le daba directo a los ojos; quiso observar en la dirección que señalaba su hija.

 —Madre, por favor, lleva adentro a Rosita, el calor le está haciendo daño.

—Venga mi nietecita. No he visto ningún cóndor desde que llegamos —bromeó Clotilde entrando con Rosita a la casa—. Así que alas inmensas. Ja, ja, ja.

—¡Abuelita, allí está!

— Ya Rosita, sí, sí, ya lo vimos todos. Ja, ja, ja. Vamos para darte una agüita de menta con valeriana.

Mercedes se reía al lado de su esposo, de pronto se quedó callada, inmóvil. Y gritó: ¡El cóndor! ¡Eleodoro, mi hermano! Y corrió a la casa. Encontró su celular. Marcó repetidas veces sin obtener respuesta alguna. Entró una llamada, el código era de Lima...

En el cementerio

Rosita colocaba un ramo de flores en la tumba. Casimiro tenía sus manos frente a sí sobre una silla.  Estaba cerca de su esposa Mercedes, quien abrazaba a su madre.

—Era un buen hombre, trabajador, amaba a su familia. Él quería que cuando muriese fuera enterrado aquí en Uchuraccay. Al menos estará cerca de los que amaba —lloriqueó Clotilde—. Ese era Jacinto, mi esposo. Lo pudimos traer desde Huanta. Gracias a ti, Eleodoro, hijo mío.

—Mamá, era el deseo de mi padre. Pero lo hicimos juntos con mi hermana, hasta fue a Lima a recogerme del hospital. Qué pena, Percy falleció.

Los hermanos hundieron las dos flores disecadas entre la tierra que cubría la tumba.

Clotilde celebró: ves, Mercedes, fue la Pachamama; envió al cóndor por tu hermano. Ella le replicó; no mamá todo ello es parte de la creación, eso lo hizo Dios. Casimiro empujaba la silla de ruedas de Eleodoro. Mercedes le sugería a su mamá que leerían el libro de Génesis.   

¡Uchuraccay vive!

Un sábado mientras la familia Sulca realizaban su jornada agrícola sonó una campana del lado oriente, luego otras también repicaron. Los altoparlantes de la plaza reproducían el sonido de la sirena. Casimiro y Mercedes tomaron una escopeta y un revolver.

—Después de cuarenta años vuelven los terroristas. ¡Esta vez no huiremos! —arengó Eleodoro apoyándose en un bastón y cargando un fusil—. Pongan a mamá y la niña en el cobertizo. Yo defenderé desde nuestra puerta. 

—¡Vamos mujer! —gritó Casimiro.

Los residentes presurosos iban hacia el lado oriental en motocicletas, conduciendo camionetas, a caballo o corriendo. Portaba cada uno, alguna arma.

Las huestes subversivas llegaron a la primera casa. Estaban con sus armas rastrilladas, mas de forma sorpresiva, del muro que rodeaba la estratégica edificación, asomaron los pobladores que disparaban y gritaban tras cada percusión: ¡¡¡Uchuraccay!!!

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