Manuel Quezada
Al abuelo le costaba
despertar por las mañanas. Hizo un gran esfuerzo ese día. Llegó de madrugada
con la esperanza de ser de los primeros. Se sorprendió al ver una fila con unas
cincuenta personas. Eran las cinco de la mañana y las oficinas del Instituto de
Desmovilizados y Veteranos de Guerra las abrían a las ocho de la mañana. Con su
mano derecha contó tres, sí, tres largas horas de espera para iniciar el
trámite. Debía actualizar sus datos personales y calificar para una pensión
vitalicia. Sirvió a las fuerzas armadas durante años, participó en el conflicto
bélico interno y no fueron pocas las veces que estuvo a punto de perder la vida
en incontables enfrentamientos con la guerrilla, pero no era su hora. Decía con
frecuencia que había visto la calavera de cerca. Un hedor a mierda lo
terminó de despertar y buscó en su alrededor hasta comprobar el lugar de donde procedía:
otro excombatiente estaba en cuclillas terminando de cagar a orilla de la calle.
En aquella oscuridad no reconoció de quién se trataba, pero recordó que
respirar mierda durante los años de guerra lo ponía en estado de alerta porque sabía
que el enemigo había estado cerca. Tenía un olfato fino y acertaba con
milimétrica exactitud donde habían defecado. Fue la única forma de advertir que
entrarían en combate porque estaban a pocos metros del enemigo.
Los trámites
administrativos para disponer de una ayuda gubernamental los hacía por su única
nieta, quien estaba estudiando con dificultades en la universidad, pero gracias
al esfuerzo del abuelo, las penas económicas eran manejables. Había engendrado
diez y siete hijos y preñaba a su mujer una vez al año, después de que recibía licencia
del ejército. Pero fue tan generosa la madre de sus hijos, que, al enterarse de
un nuevo embarazo entraba en estado de gracia. También al darse cuenta de que
el abuelo había engendrado un nuevo hijo fuera del matrimonio. Ella recogía cada
uno para poder criarlo. El resto de la familia y el pueblo entero lo odiaban
por el abandono de su hogar mientras fue militar activo en el conflicto bélico
interno. Una madrugada, no soportó las ganas de orinar y se dirigió al patio de
la casa, allí desenvainó el miembro, como decía él con orgullo, como que se
tratase de un arma de fuego, pero no contó con la presencia de Cordelia,
especialista en lanzar fatales embrujos, y al verlo orinar le dijo en voz alta que,
para pagar el reguero irresponsable de hijos, toda su descendencia sería
estéril, y el que lograra engendrar lo haría para darle amor y maldición hasta
matarlo. El viejo escuchó todo con atención, guardó silencio sin creerle, pero le
embargó un repentino miedo, interrumpiendo el chorro urinario.
Cuando salió el
sol reconoció al hombre que había defecado en la calle, Tito Benavides,
compañero de armas hasta el día que les dieron de baja, a quién saludo con una amplia
sonrisa, para luego estrechar las manos.
—Andamos en las
mismas —dijo Tito.
—No hay de otra —respondió.
—¿Qué tal la
familia?
—Ya todos los
hijos se fueron, sólo me ha quedado una nieta.
El abuelo respiró
profundo al mencionar a sus hijos y sintió un ligero dolor en el pecho. Ninguno
lo visitaba a pesar de que vivían cerca y a su mujer la había perdido hacía
cuatro años. Estaba solo, hasta que le encargaron el cuidado de su nieta debido
a que sus padres migraron del país, a quien apoyaba en sus estudios
universitarios.
Faltaba una hora
para que abrieran las oficinas del instituto. Acordaron buscar un café y pan
para consolar el hambre que hacía sonar sus estómagos. Ambos rieron.
Su nieta se
llamaba Verónica y salió a las siete de la mañana en dirección a la universidad
para tomar clases. Estudiaba sicología y estaba finalizando el segundo año de
su carrera. Esa mañana de octubre le informaron al llegar que estaba disponible
el nuevo afiche para conmemorar un año más de los mártires. Ella tomó uno y lo
observó despacio: eran más de cincuenta personas, entre hombres y mujeres comiendo
pupusas, tamales, y tomaban chocolate o café. Mostraban una sonrisa inusual y
desbordante. Atrás de ellos habían dibujado una sinuosa colina y la silueta de
tres plantas de maíz. Ella tomó el afiche, y lo trajo a la casa, pegándolo en
la puerta de su habitación.
El abuelo logró
ingresar a las oficinas del instituto y completó los formularios para calificar
a la ayuda económica vitalicia. Le indicaron que le llegará una notificación o que
esté atento a las noticias que se hagan por los periódicos. Se retiró y recordó
que debía comprar el almuerzo para su nieta, quien lo había vuelto responsable
en los últimos años de su vida. Pasó por el Pollo Campero.
Al llegar a la
casa, ella colocó sobre la mesa unos manteles y luego los platos, para ir sirviendo
la comida que venía caliente. Dispuso los cubiertos de forma ordenada, pero él
omitió usarlos y tomó cada pieza con la mano. Ella sonrió. No cambiará, se
dijo.
—Abuelo, ¿qué tal
el trámite?
—Va despacio, muy
despacio.
—No te preocupes,
espero trabajar pronto.
Al terminar de
comer, Verónica lavó los platos, y le indicó que tomaría una siesta y luego
estudiaría. Él asintió y se dirigió a la hamaca para descansar. Al recostarse,
comenzó a impulsarse con su pie derecho al tocar el piso y su movimiento en
péndulo le provocó frescura. Su mirada comenzó a repasar cada parte de la casa hasta
que cayó en la cuenta de algo extraño en la puerta de su nieta. Detuvo el ritmo
que había tomado la hamaca y se puso de pie abruptamente, para luego caminar
hasta situarse a medio metro de la habitación de ella. No contó el tiempo.
Revisó cada detalle, cada persona, los músicos que animaban la reunión. Notó que cada uno sostenía a la altura del
pecho un farolito del que salía una llama de fuego. Hizo cuenta de los años que
habían pasado con los dedos de sus dos manos, y después de diez, volvía a usar
sus dos manos para seguir sumando. Fueron casi cuatro rondas, eran treinta y
tres años.
La puerta se abrió
intempestivamente y Verónica vio a su abuelo frente a ella. Ambos se miraron y
se quedaron mudos unos segundos. Él giró la cabeza hacia un costado como buscando
un objeto. Ella sabía lo que estaba sucediendo, pero optó por ofrecerle café y él
lo aceptó. Ambos dejaron la puerta y buscaron la mesa. Una vez allí, ella
conversaba de su vida académica y él solo escuchaba sin opinar. Luego del café,
cada uno se fue a su habitación. El abuelo se dirigió a la suya y reconoció que
la cama estaba cubierta por una sábana blanca y pulcra, como la dejaba su
difunta esposa. En una pared estaba colgado un pedazo de madera de un metro de
extensión, y tenía sujetado con alambres, un fusil M-16 oxidado y partido por
la mitad. Era la última arma que utilizó en el ejército antes de la firma de
los acuerdos de paz. Un recuerdo. Una deferencia que recibió de un general y
que ahora conservaba en su cuarto. Se sentó en la orilla de la cama y abrió una
gaveta de una mesa de noche para tomar unas fotos de sus primeros años como
soldado. Vio el reverso de una de ellas y comprobó la fecha: 1970. Se recostó
sobre la cama y a los minutos se quedó dormido.
Despertó cerca de
las ocho de la noche y se asustó del tiempo que había dormido. Se levantó y
salió del cuarto. Se acercó a la habitación de su nieta y quedó de nuevo frente
al afiche y contó cada uno de los participantes de esa fiesta hasta reconocer
un hombre vestido con una sotana blanca. «Son casi cincuenta», se dijo, «todos
están muertos ya». Escuchó el ruido que provenía del cuarto de su nieta, que
correspondía al contacto de sus dedos con el teclado de una laptop. «Sigue
estudiando», se dijo. Volvió a su cama y apagó todas las luces encendidas que
encontraba en su camino hasta quedar por completo a oscuras. No pudo dormir.
Pensaba en el afiche. Pensaba que tenía diez y siete hijos y ninguno lo visitaba.
Pensaba que sus únicos amigos solo los veía en los trámites de la ayuda
económica. Desde ese día comenzó a padecer de insomnio.
A la mañana
siguiente, lo despertó el ruido de su nieta en la cocina. Preparaba un
improvisado desayuno para salir antes de las siete y llegar a tiempo a sus
clases. Huevos, frijoles y plátanos fritos. El olor llegaba hasta su cuarto. Se
levantó y salió para comer un poco. No tuvo suerte. Su nieta estaba por dejar
la casa y solo preparó comida para ella. Le dio un rápido saludo a su abuelo.
—Allí te dejo un
poco de café.
—Gracias.
Se sirvió una taza
con café y el olor fue mayor al contacto con la bebida. Caminó de nuevo hasta
el afiche y lo revisó lentamente. «Nadie está triste», se dijo. Los rostros se
dirigían a una amplia mesa cubierta por un mantel blanco. Unos rostros risueños
y otros, llenos de una alegre contemplación de la mesa. El abuelo volvió a
pensar en sus hijos, ninguno de ellos lo visitaba y tuvo un arranque de cólera
que invadió su ánimo toda esa mañana. Pensó en decirle a su nieta que quitara
ese afiche porque le recordaba pasajes de la guerra de los que no había hablado,
pero tuvo por primera vez el temor que se molestara y que fuera el inicio de
una relación incómoda, con la posible consecuencia que lo abandonara. Ella era la
familia. Era lo único que le quedaba.
El abuelo enfermaba
con frecuencia y para sufragar los gastos iba vendiendo pequeñas extensiones de
tierra que había heredado de sus padres. De esos ingresos también, compraba la
comida y pagaba los estudios de Verónica. Su preocupación aumentaba porque no
había señales de una pensión vitalicia por parte del gobierno.
Su nieta avanzaba
en sus estudios, crecía en conocimiento y cada vez era más independiente y crítica
hacia su entorno familiar, vecindario y amigos. En el último año de estudios le
presentó a su novia. Se llamaba Porvenir y desde ese día llegaba a la casa y
dormía con Verónica en su habitación. El viejo se sintió defraudado, no
entendía esa decisión, y miraba con malestar cada vez que llegaba su nieta con la
susodicha compañía sin decir absolutamente nada.
—Abuelo, no me
mires así —le dijo Verónica.
—No entiendo qué
pasa… —respondió.
—Soy bisexual,
míralo allí, allí en Google —le respondió.
Al viejo lo embargó
la soledad por un instante. Recordó su vida sexual y quería entender las últimas
palabras que escuchó, «bisexual», «gugle», tuvo miedo de preguntar eso que
rebotaba en su cabeza, esa palabra, esas palabras, «el sexo de gugle», se decía
y guardaba silencio, mientras dirigía una mirada de fuego a Porvenir cada vez
que la veía. Volvió a pensar en sus diez y siete hijos, y con quién de ellos se
podía ir a vivir en ese momento. «Voy a terminar loco», se dijo. «Ni permiso me
pidió, parece que estoy pintado en esta casa».
Unos meses antes
de la graduación de Verónica, llevó otro afiche que retrataba los mismos
muertos de 1989, decía él, con rostros llenos de alegría. El artista había
pintado un extenso sembrado de maíz, y en cada mazorca retrataba el rostro de
un niño y niña. Alrededor del sembrado muchos hombres y mujeres cantaban y
bailaban, queriendo simbolizar un nuevo mundo. El viejo revisaba el afiche y lo
odió porque había fiesta con los que ya no están y él estaba sumido en una
soledad apenas salvada por la compañía de su nieta. Un día, el abuelo salió de
la casa hacia la barbería y dijo que volvería en una hora. Ella aprovechó para
entrar al cuarto de él y revisó las fotos guardadas en una gaveta de la mesa de
noche. Una a una, como “buena sicóloga” fijó su atención en los ojos de los
retratados. Al entrar al ejército cerca de los veinte años, él tenía una mirada
de autoridad desafiante, imponente, autoridad absoluta. Ahora “cuarenta y dos
años después”, su mirada era triste o melancólica.
El abuelo murió un
año después de la graduación de su nieta. Por primera vez llegaron sus diez y
siete hijos e hijas. Lo velaron una noche. Todos estaban nerviosos con solo pensar que
podría aparecer otro desconocido hijo antes del entierro. La vieja Cordelia entró
a la vela y saludó a todos hasta quedar enfrente del ataúd y con mucha
compasión recordó aquella noche que lo vio orinar y le dijo que “por sus
irresponsabilidades sexuales”, el amor sería su maldición. A la par estaba
Verónica y Porvenir que se besaban. La vieja volvió a ver el ataúd para
disimular y de inmediato se levantó para buscar un café y dejar sola a la
pareja. Luego, caminó al patio de la casa del abuelo, donde lo vio aquella
madrugada. La bruja escupió al suelo donde recordaba la escena y con su pie
derecho removió la saliva con la tierra.
—Él se lo buscó —dijo.
Verónica se acercó al ataúd y vio por última vez el rostro de su abuelo. Estaba sereno, apenas con algunas arrugas en la frente. Lo habían preparado bien, se dijo, y meditó en el pasado de él y ese anhelo de enmendar su ausencia de la familia, de estar cerca en sus últimos años, y que apenas lo consiguió pagando los estudios universitarios de la nieta. Ella vivió dividida: se dio cuenta del pasado tenebroso de su abuelo, quien había participado en la muerte de los ahora mártires retratados en cada afiche anual conmemorativo; pero también reconoció que desde que sus padres la dejaron a su cuidado fue el único familiar que tuvo cerca, y lo pasó recordando toda la vida.
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