jueves, 31 de julio de 2014

La otra

Elena Villafuerte


Ana Paola era, esencialmente, una mujer práctica. Aún antes de casarse sabía que en la vida de Armando habían existido y existirían otras, pero, ¿no son así todos los hombres? Lo importante era que ella sería su esposa. 

Ana Paola había tenido la boda perfecta, la luna de miel en Europa, la primera plana en una revista de sociales. Después vinieron los hijos: el varón, el primogénito que Armando tanto deseaba, y las dos niñas. Su vida se convertía en todo lo que ella hubiera deseado, y si de vez en cuando tenía que voltear para otro lado, Ana lo hacía tranquilamente; su estabilidad y la de sus hijos bien lo valía.

Pasaron el periodo de acoplamiento como pareja, después como padres; tras diez años de matrimonio, se conocían perfectamente, no les quedaban sorpresas. Armando nunca había sido apasionado, pero sí detallista. No resultaba raro que llegara con flores para la casa, jamás olvidaba un aniversario. Era un excelente padre que además, mostraba gran dedicación a su trabajo: viajaba, tenía comidas de negocios dos o tres veces por semana. Los sábados y domingos por lo general estaba en casa, convivía con los niños, jugaba tenis. Mientras tanto Ana Paola se dedicaba a sus hijos, se mantenía pendiente de la escuela, los llevaba a clases de baile y natación; organizaba comidas y cenas, fiestas infantiles, cafés con sus amigas.

Pero en el último año algo había cambiado. Al principio Ana Paola no se preocupó demasiado, pensando que probablemente fuera una relación pasajera como tantas. Hasta que se dio cuenta de que Armando mismo se comportaba distinto. Ya no era el hombre siempre atento de otros tiempos; se impacientaba con mucha facilidad, en especial con ella. Los viajes eran más frecuentes, se volcaba en su trabajo con un entusiasmo renovado. Los fines de semana desaparecía, a veces a torneos de tenis, a veces a largas comidas “de negocios”. En ocasiones se mostraba ensimismado, o sonreía en respuesta a algún pensamiento. La situación se hizo clarísima cuando Paola cambió su cómoda pijama por un camisón escotado, pretextando el calor insoportable del verano, y Armando sólo dijo:

- Está bonito. ¿No has visto el control de la televisión?

No fue muy difícil sacar conclusiones.

Por las noches, escuchando los ronquidos de su marido, se torturaba pensando que quizás la otra fuera más joven, con mejor cuerpo, más bonita. Con la angustia empezó a adelgazar, perdió la sonrisa. Sabía que enfrentar a Armando sería inútil; una cláusula no escrita de su matrimonio, tácitamente aceptada por ambos, era que mientras nada faltara en su casa, ni a sus hijos, ella jamás se metería en la vida de él, no le cuestionaría ni exigiría.

Comenzó a acechar a su marido. Aún antes de casarse, Ana Paola conocía la fascinación de Armando por la privacidad y las contraseñas; con los años se fue percatando de que resultaba prácticamente una obsesión. Ingresar a su computadora o su teléfono equivalía a penetrar en la red de información del FBI. Pero la paciencia dio sus frutos, y finalmente logró interceptar un mensaje. Daniela. ¿Así que se llamaba Daniela? Mordiéndose los labios de rabia respondió airadamente, dejando claro que quien escribía era la esposa de Armando y que por favor dejara a su marido en paz. Para Ana Paola fue todo un shock recibir como contestación la sugerencia de que se vieran para discutir el tema, y hasta la propuesta de fecha y lugar. Se pasó dos días construyendo distintos escenarios, elaborando apasionados discursos mentales en los que humillaba a su rival… no, decirle rival era darle importancia. A la otra.

Esa mañana Paola llegó al parque decidida a aclarar la situación de una vez por todas. Esto ya no se trataba de voltear hacia otro lado, sino de demostrar que no estaba dispuesta a que una de tantas mujeres le causara problemas en su matrimonio. Caminó por el andador de cemento hasta el lago y miró alrededor. Los patos se amontonaban en torno a una mujer que los alimentaba con migas de pan. Más allá un par de universitarios se comían a miradas bajo un árbol, y en la pista de tartán se divisaba un grupo de gente que corría. Unos cuantos se rezagaban, agotados. Ana Paola se sentó a esperar en una de las mesas de cemento con sombrillas de palma que tan previsoramente habían dispuesto los diseñadores del parque para hacer picnics.

La mujer de los patos terminó con el pan y comenzó a caminar hacia el andador. Ana Paola se quedó mirándola con curiosidad. Era muy alta, vestida con jeans entallados y una blusa sport abierta en el cuello. El cabello le caía en ondas por la espalda, cuidadosamente peinado, con un enorme fleco al estilo de los años sesenta o setenta (Ana recordó que su peluquero le había comentado que estaba regresando esa moda). Grandes lentes de sol le tapaban media cara y terminaban de darle un aspecto que llamaba la atención. Quizá fuera la mezcla extraña de sensualidad y sofisticación, totalmente inapropiada para un parque;  balanceándose en tacones de diez centímetros con la naturalidad que da la experiencia, resultaba evidente que no se los quitaba nunca. Ana Paola sabía que ella hubiera ido a dar al suelo a los tres pasos, debido al terreno irregular y al pasto, que ocultaba toda serie de agujeros de tuza y nidos de pato. Pero aquélla mujer caminaba como flotando sobre el suelo, con un contoneo de caderas envidiable. Dejó la bolsa vacía de pan en el bote de la basura y volteó hacia donde estaba Paola. De pronto cambió de dirección, dirigiéndose hacia ella.  

Ana sintió que se le iba la respiración. La mano de la otra mujer, de dedos largos, con nudillos demasiado grandes, levantó los lentes oscuros. Unos ojos cafés, maquillados a la perfección, observaron a Paola con interés.

- ¿Ana Paola?

- Sí –respondió con asombro. La voz, la nuez de la garganta… No podía ser- ¿Daniela? 

lunes, 21 de julio de 2014

La niña de los caramelos

Karina Bendezú


Desde muy temprano por la mañana, Asiri llegaba con su madre al mismo lugar, la esquina entre el acceso desde el norte a la gran ciudad y la transitada avenida Benavides. Algo soñolienta, la niña prepara su cajita llena de diferentes clases de golosinas: chicles, gomitas, toffees, caramelos ácidos, caramelos de menta y miel. Madre e hija, ofrecían sus productos a los automovilistas y transeúntes que pasaban por allí. De mejillas rosadas, tez trigueña y largas trenzas, Asiri seguía los pasos de su madre para una buena venta.

La pequeña niña de nueve años vestía aún las ropas típicas de su pueblo: una falda de volados bordada con flores multicolores, blusa blanca y una chompa de lana con alpaca color fucsia que la mantenían caliente durante las mañanas húmedas de la ciudad de Lima. Asiri y su madre Francisca llegaron a la capital hace unas semanas. Sixto, el padre de Asiri,   se dedica al cultivo de la tierra junto con sus dos hijos varones, ese año tuvieron una mala cosecha y tenían que recuperar  lo perdido. Francisca, convencida por su hermana, pensó que la venta de golosinas y otros cachuelos ayudarían a su marido económicamente, pero la vida en la ciudad era dura. Francisca ganaba poco en la venta de caramelos, trabaja muchas horas al día y sobre todo, no deseaba que su hija trabajase en la calle ni en otro lugar, pero, ¿con quién la dejaría mientras ella trabajaba?

Minutos después, llegaron los compañeros de Asiri, otros siete niños junto a sus padres y primos a trabajar, algunos realizaban piruetas y bailaban, limpiaban los parabrisas y ofrecían algunos saladitos como maní, habas, papas y camotes, a Asiri le divertían sus nuevos amigos tan voluntariosos y traviesos. Caminando entre colectivos, automóviles y peatones Asiri empezaba su venta diaria, ella tenía mucho éxito, con su dulce sonrisa pocos automovilistas se negaban a comprarle. Llegada la hora del almuerzo todos se sentaban a la sombra de un árbol a comer, entre risas y payasadas los chicos de la calle hacían que su trabajo no pareciera tan duro como realmente era, los niños no deberían trabajar.

Al atardecer, todos regresaban a sus casas luego de un día arduo trabajo, era momento en que las ventas crecían y los chicos recolectaban más dinero para sus hogares. De repente y sin previo aviso, arribaron dos camionetas blancas con decenas de policías en su interior, bajaron y agarraron a los niños que vendían en la zona encerrándolos en los vehículos, la municipalidad los quería ubicar en un hogar seguro erradicando así la mendicidad infantil. Los menores empezaron a dispersarse y a huir de los policías. Francisca le dio sus monedas a Asiri y le dijo que saliera de allí inmediatamente.

-¡Asiri, corre! ¡Escóndete, anda a la casa de tu tía, yo te buscaré!

Asiri asustada corrió velozmente, de pronto, escuchó a su madre forcejear con un policía y vio que la metían en una de las camionetas, en la desesperación subió al primer colectivo cerca y éste arrancó. Asiri se sentó en la parte de atrás y desde allí veía que algunos de sus compañeros eran atrapados. La niña no entendía lo sucedido, ella no estaba haciendo nada malo, temía no ver a su madre nuevamente y con lágrimas en los ojos se quedó dormida durante el trayecto, hacia un rumbo desconocido.

Al despertarse Asiri no sabía dónde se encontraba. El colectivo llegó a su última parada, la niña bajó siguiendo a otros pasajeros hacia la calle principal. Caminó y caminó un par de cuadras y mientras avanzaba escuchó un ruido extraño que llamó su atención. Al llegar al final de la calle, al malecón, vio el inmenso mar por primera vez, curiosa se sacó sus zapatos y bajó a la playa para mojar sus pequeños pies. Emocionada por la experiencia y la sensación de tranquilidad que le causaba, en ese instante sólo deseaba estar con su madre y regresar juntas lo más pronto posible a su hogar, con su familia. Cansada del viaje, Asiri se quedó dormida entre las rocas.

El día siguiente amaneció iluminado y Asiri despertó, sacudió la arena de su vestido y caminó por la playa y alrededores para conocer el lugar. Entró a un mercadito y se compró algo para desayunar: jugo y pan con palta, la niña tenía mucha hambre. Mientras comía pensaba en cómo su madre la encontraría en ese lugar tan alejado de la ciudad,  ella no tenía idea cómo llegar a la casa de su tía. Así que por el momento, decidió quedarse a vender los caramelos que aún le quedaban. Al salir del mercado en un puesto de libros, le llamó la atención una libreta y lápiz haciendo juego y los compró con el dinero que su madre le dejó.

En el malecón, Asiri ofrecía sus caramelos a todos los que por allí paseaban, señores, señoras, jóvenes y niños le compraban sus golosinas, su carita sonriente enternecía a todos. A la hora del almuerzo con un sándwich en mano, se sentó unos minutos en una banca mirando hacia el mar. Debajo de su falda floreada sacó su libreta y lápiz y empezó a escribir. Revisó sus caramelos y vio que quedaban pocos. En ese momento, se le acercó una señora que la observaba con curiosidad.

-¡Hola querida! ¿Qué te sucede pequeña? –dice la amable señora.

-Me estoy quedando sin caramelos para vender –contesta Asiri.

-¿Y andas sola por aquí, dónde están tus padres? –pregunta la señora.

-A mi mami se la llevaron… pero ella dijo que vendría a buscarme –contesta tímidamente Asiri.

-¿Qué tienes ahí? ¿Escribes?

-Es mi libreta, me la compré en el mercadito –contestó Asiri con una sonrisa.

La señora leyó lo que Asiri estaba escribiendo y le sorprendió lo que allí decía.

-¡Es una linda historia! -exclamó la señora- ¡tienes mucho talento!

-Yo vendía caramelos en la ciudad con mi madre pero no recuerdo dónde –de pronto dijo Asiri.

-¿Cómo te llamas pequeña?

-Asiri.

-Yo me llamo Blanca. Asiri, te propongo venir a mi casa y ayudarte a buscar a tu mamá, ¿qué me dices?
Asiri aceptó la propuesta de la amable señora y fue con ella. La dama tranquilizó a Asiri diciéndole que pronto recordaría dónde vendía los caramelos con su madre.

Blanca vivía en la playa, con Rodolfo, su esposo desde hacía muchos años. Blanca le relató a su marido cómo fue que encontró a la niña caminando sola en el malecón y los últimos sucesos por los que Asiri pasó. Rodolfo al escuchar la historia se enterneció y ambos decidieron cuidarla hasta encontrar a su madre. La niña alegraría la vida de esta pareja de ancianos y ellos la de ella.

A los dos días, muy temprano por la mañana los tres caminaban por la playa entregando a los que allí paseaban, volantes que prepararon con la foto de Asiri buscando a su madre. Asiri pasaba las tardes escribiendo en su libreta, pasión que descubrió en circunstancias difíciles. Rodolfo incentivó el don de escribir de Asiri y le dio libros para leer y poder así expresar mejor sus historias. Rodolfo llegó a comprarle más libretas pues la niña escribía con rapidez.

La madre de Asiri pasó una noche en la comisaría angustiada por su hija y sólo esperaba que estuviera a salvo con su hermana, Fernanda. Al día siguiente Francisca salió al medio día luego de un intenso interrogatorio. Al llegar a la casa de Fernanda no encontró a Asiri, con lágrimas en los ojos se lamentaba haberla dejado sola, ¿dónde estaría su pequeña niña? se preguntaba, no quería preocupar a su marido y pensó en hacer todo lo posible para encontrarla en esa gran ciudad.

La búsqueda por encontrar a Asiri se hacía más intensa.  Francisca  preguntó a los posibles testigos del día de la redada (algunos regresaron a trabajar después del hecho) si vieron a su hija, pero ellos no sabían de la niña. Por varios días Francisca, con la única foto de Asiri en mano, preguntaba por ella a todos los que pasaban por allí, pero los días corrían y no tenía noticias de ella.

Un día, Francisca regresa al mismo puesto preguntando uno por uno a colectiveros y a automovilistas. En eso, el boletero de un bus reconoce a la pequeña niña en la foto. El hombre le cuenta que la niña se subió al colectivo esa noche y bajó en el último paradero hacia el sur. Francisca emocionada, le pide llevarla hasta allá, esa misma mañana, Francisca sube al colectivo y parte rumbo a su encuentro.

Asiri seguía viviendo con Blanca y Rodolfo y los días corrían sin noticias de su madre. Una mañana en la playa, sentada en la arena, Asiri escribía sus historias pensando en Francisca, el deseo de encontrarla era tan grande que logró recordar dónde vendían sus caramelos. Asiri volvió corriendo a la casa de los ancianos y les dio algunos detalles del lugar. Con la nueva noticia los tres viajaron inmediatamente a la ciudad. Luego de una hora de travesía arribaron al lugar y se estacionaron cerca del puente para caminar por la zona. Asiri se encontró con algunos vendedores que seguían trabajando allí luego de la redada y preguntó por su madre, Francisca venía todos los días a buscarte, le dijeron, pero hoy no la vieron llegar y no tenían idea dónde vivía. Sin poder hallarla, Asiri y los abuelos regresaron al sur.

Asiri algo apenada y contenta a la vez, sabía ahora que su mamá la estaba buscando y rezaba que la encontrara lo más pronto posible. Blanca y Rodolfo realizarían una búsqueda más intensa para hallar de una buena vez a la madre de Asiri. Ellos se encariñaron tanto con la niña que no querían verla sufrir por más tiempo.

Por la autopista, en el colectivo, Francisca estaba más cerca de encontrar a su pequeña,  desde la ventana podía ver el paisaje casi desértico que se asomaba, ¿a dónde se dirigía?, se preguntó. Agotada, Francisca cierra sus ojos y descansa hasta llegar a destino, minutos después el boletero se dirige hacia Francisca.

-Señora hemos llegado, esta es la parada final, aquí se bajó la pequeña -dijo el boletero.

-Muchas gracias joven. ¿Sabe hacia dónde se dirigió? –pregunta Francisca.

-Señora era de noche, si recuerdo bien el grupo de pasajeros que bajó caminó hacia la avenida principal –le contestó el muchacho.

-¡Gracias! – se apresuró Francisca.

-¡Mucha suerte señora, que dios la bendiga! –le saludó el joven.

Francisca caminó por la avenida llegando hasta el malecón y allí conoció por primera vez el mar. Una inmensa emoción se apoderó de ella y en esos momentos sus lágrimas cayeron por su rostro enfriando su piel, ahora Francisca sabía que pronto estaría junto a su pequeña niña. Caminando por el malecón pisó un papel, lo levantó y vio que era un volante con la foto de su hija, lo leyó y preguntó al primero que pasaba dónde quedaba aquella dirección. Francisca salió corriendo y llegó a una casa de rejas verdes, inmediatamente tocó el timbre. Nadie atendía, intentó una vez más, pero no tenía respuesta, otra vez… ¡rin rin! sonaba pero  nadie se encontraba en la casa. Francisca desolada decidió esperar, caminó hasta la playa y se sentó en la arena contemplando el mar.

Asiri y los abuelos llegaron a la casa, exhaustos y conmocionados, al menos, ya tenían noticias de la madre de Asiri, ella estaba libre y buscaba a su hija. Los tres almorzaron para recuperar energías pero Asiri tenía poco apetito, los abuelos insistieron que comiera por su bien y ella comió. Blanca y Rodolfo fueron a descansar luego del viaje tan largo, Asiri prefirió ir a la playa y con permiso de los abuelos caminó hasta allí.
Andando por el malecón, la niña de la dulce sonrisa pensaba en su madre y cuánto la extrañaba desde la última vez que la vio. La situación en sus vidas mejoró, ahora su madre luchaba por encontrarla y ella también, para no separarse jamás. Asiri llega a la playa y se saca los zapatos para sentir la arena en sus pies, al acercarse al mar ve una señora sentada, quieta, mirando hacia el horizonte, su figura le parece conocida y Asiri abre bien los ojos y grita ¡mamá! Francisca sale de su ensoñación y voltea, era su pequeña hija Asiri, llena de alegría Asiri suelta sus zapatos y va al encuentro de su adorada madre, ambas se abrazan y lloran de alegría, finalmente madre e hija se reúnen.

Francisca agradece a Blanca y a Rodolfo por cuidar de su pequeña. La niña Asiri regala sus historias a Rodolfo que tan amablemente la incentivó a seguir escribiendo, él, por su parte, le regala más libretas y lapiceras para que siga creando. La pareja de ancianos iba a notar la falta de Asiri en sus vidas, pero ellos quedaron en escribirle seguido y le prometieron ir a visitarla muy pronto.

Francisca y Asiri subidas al bus interprovincial van de regreso a su hogar. Luego de varias horas de viaje arriban a su casa y al llegar, Francisca le cuenta a Sixto lo sucedido en la ciudad, el padre de Asiri escuchaba atento el relato de Francisca… al terminar, Sixto abraza fuertemente a Asiri y promete no dejarlas marchar nunca más, la familia debía permanecer unida y todos juntos harían frente a cualquier adversidad que se les presentara.

Un mes después de lo sucedido, Asiri recibió un paquete con el remitente de Rodolfo y Blanca, sus protectores y amigos. Francisca leyó la carta que traía el paquete, en ella la pareja de ancianos transmitía el gran cariño que llegaron a tener por Asiri y la falta que les hacía. Junto con la carta, se hallaban unos papeles de derechos de autor que Asiri tenía que firmar, algo que Francisca no comprendía, siguió leyendo y allí Rodolfo le contaba que los cuentos de Asiri eran tan buenos que decidió mostrarlos a un amigo dueño de una editorial, sus historias gustaron tanto que publicaron un libro con sus cuentos. El paquete era un ejemplar de su primer libro “La niña de los caramelos” escrito por ella y dentro del libro se encontraba un cheque con una cantidad importante de dinero el cual podría ayudar a toda la familia de Asiri a salir de la difícil situación por la que atravesaban. Francisca sorprendida, felicitó y abrazó a su hija y le explicó el significado de aquella carta, inmediatamente corrió a contar la noticia a toda la familia.


Unos meses después, Blanca y Rodolfo visitaron a Asiri como le prometieron, Sixto y Francisca nunca olvidarían la bondad de esta pareja de ancianos y ellos recordarían por siempre a la pequeña y sonriente Asiri, la niña de los caramelos.  

Infieles

Mario César Ríos


Aquella mañana, Teodolinda se despertó pensando en aquel jueguito de toqueteos y salsa sensual que escenificó con Percy en la fiesta de aniversario del Estudio de Contabilidad donde ambos laboran. Recordó el aliento de su jefe en su cuello y las palabras de amor que le decía: «Eres mi complemento, quédate conmigo para siempre, te amo Teo». Ella cerró la cortina de la ventana de su dormitorio por donde ingresaban los primeros rayos de luz matutina, hundió la cabeza en la suave almohada de fibra rosada, suspiró y susurró -¿Dios, que he hecho?

A Percy Candiotti lo despertó Dulce, su gata y compañera por diez años, quien con su coqueto ronroneo le recordaba que debía cambiar la comida y agua a su mascota. El  soltero cuarentón se incorporó de la cama de un impulso y caminó en dirección de la cocina, recogió los recipientes de aluminio, los llevó hasta el lavadero que usaba para limpiar sus vajillas, los limpió cuidadosamente, cambió el agua y la comida, acarició a su engreída y le dijo: «Otra vez tú y yo solos».

Al mediodía, la señora Teodolinda Gutiérrez se sentó sobre la cama, sus pies jugueteaban suspendidos en el aire, ella vió con detenimiento su figura, extendió sus manos hacia su cabeza para despejar el rostro del alboroto que eran sus cabellos y mirarse en el espejo del tocador. Se deshizo de su bata, observó su desnudez, se sintió deseable y posó seductora frente al espejo. «Lo traigo loquito a Percy» pensaba y sonreía. El ronquido estruendoso de su marido interrumpió sus pensamientos y ella recordó que debía despertarlo antes del mediodía.

-Jaaanooo, amooorrr, se te haaaceee tardeeee -susurró con aire juguetón Teodolinda a su marido y luego lo zarandeó con suavidad, despertándolo muy despacio.

-¡Mierda, los alfajores! -dijo Alejandro Tapia y saltó de la cama como impelido por un resorte. Empujó a su mujer quien seguía posando en el espejo del tocador, corrió hacia el baño, chapoteó un poco de agua estancada del lavadero, humedeció su cara y cabellos y ordenó su largo pelambre con los dedos de la mano, se vistió con su traje colorido y ancho de payaso, se colocó la nariz bola roja de claun, le dió una palmada en las nalgas a la mujer y salió a paso ligero a recoger los alfajores para venderlos en el vecindario de Surco.
A las dos de la tarde, Percy se encontraba haciendo las compras de la semana en Plaza Vea de Surco. Llevaba su lista de compras en una mano y empujaba el cochecito con la otra. Al menos la mitad de las compras consistía en alimentos y accesorios para Dulce quien debido a su edad se tornó más exigente en cuidados y atenciones. De camino por el pasillo de productos para mascotas sintió mano tocando su hombro desde atrás, giró su tronco y cabeza y encontró a un sudoroso y greñudo Alejandro Tapia quien le dio un efusivo abrazo  -Mi hermano del alma, gracias por apoyar a mi Teo.

Alejandro conoció a Percy en el Club de Teatro Thalia, cuando éste ya era una figura consolidada en las tablas, su amigo no siempre fue un taciturno contador. Únicamente Jano conoció la razón de ese cambio, Esther, compañera en el club de teatro, voluptuosa morena quien se burlaba de sus galanterías y pasos de baile, un amor no correspondido que lo sumió en un profundo dolor y lo empujó a dejar el teatro. Durante ese proceso de duelo quiso llevarse a a Jano, su compañero de cuitas con él, sin éxito. Nunca supo más de su risueño amigo hasta que se lo encontró el último fin de año haciendo malabares en el cruce de las avenidas República de Panamá y Aramburú, ofreciendo sus alfajores «Si me colaboras con un alfajor podrás seguir disfrutando de mi arte todos los días, colabórame amigo» -vociferaba Alejandro cuando reconoció a su viejo amigo de las tablas, paró su labor, almorzaron juntos aquel día y Percy ofreció ayudarlo. Al día siguiente Alejandro fue con su mujer al estudio de contabilidad del que su amigo era gerente. Ella llevaba un traje ceñido al cuerpo de color blanco con aplicaciones en color plateado alrededor del cuello, complementado con lentejuelas un cinturón plateado y una larga cola de tul. Era la primera entrevista laboral de la mujer y ella iba vestida como ara una fiesta.

A Percy Candiotti nadie le conoció nunca novia. En cambio si eran conocidos sus arrebatos de galán cuando estaba con algunas copas encima, lo ayudaba mucho su histrionismo y dotes de bailarín. Lo último que hizo fue improvisar una escenificación de Saturday Night fever con todas las chicas del estudio. Esa noche fue Travolta con varios chilcanos encima y al día siguiente, simplemente Percy, el amo de Dulce. El divertido ebrio siempre quedaba atrás sin culpas porque él nunca se acordaba de nada.

El trato con la mujer de su amigo desde que fue contratada como auxiliar de contabilidad no era distinto al que le daba a cualquiera de las chicas en la oficina, distante siempre distante.

-Todo bien Alejandro, tu mujer es muy buena colaboradora -respondió Percy al efusivo abrazo de su amigo del que buscaba desembarazarse.  

-Mira Percy, hoy es sábado y a la noche tengo más trabajo pero te enviaré con Teo un cariño de la familia, un torta tres leches… -decía Alejandro cuando fue interrumpido por su amigo.

-Pero, no es necesario  -replicó Percy.

-Insisto, ella estará allí a las ocho al terminar de preparar el pastel -le dijo su amigo con una sonrisa que empujó su nariz bola roja hacia adelante, lo abrazó nuevamente y se despidió de él.

Teodolinda estaba montada sobre la bicicleta estática del gimnasio cuando sonó el timbre del teléfono celular. Un entusiasta Alejandro le dejaba indicaciones para que prepare el obsequio a su jefe. Ella no entendía bien, estaba aturdida. Era su marido más tonto que de costumbre o es que aquel frío gerente se pasó de la raya con este plan perverso. Siguió pedaleando mientras pensaba y sonreía. La idea la había excitado muchísimo, era prácticamente un permiso.

«También eres mi complemento, seré siempre tuya, te amo Percy» -leyó Candiotti el mensaje de texto que acababa de enviar la mujer de su amigo y una fría corriente le recorrió la espalda, sus manos temblorosas dejaron caer el aparato que golpeó la mesa de vidrio de la sala y luego quedo desperdigado en partes sobre el parquet de su departamento. Mientras rearmaba su teléfono recordó cada palabra que le dijo la última noche a la mujer de su amigo.

«Ella está viniendo para aquí en este momento» -pensó aterrado.

El timbre del departamento sonó y Percy dejó que suene una y otra vez. Luego de una corta pausa, tocó el turno del teléfono, timbró y timbró y Dulce mostraba su inquietud saltando por los muebles. Luego llegó otro mensaje de texto: «Amor, ¿estás bien?».

Diez minutos después, Percy yacía sentado sobre la alfombra de la sala, sudoroso y con la respiración aún agitada. -¡Que nochecita! Esta loca estaba dispuesta a todo. Alcohol nunca más. En adelante llevaremos una vida más tranquila –le decía a su gata mientras le acariciaba el lomo plomizo que brillaba por tenue luz que venía de la calle.

«UUUULLLUUUU - UUULLLLUUUU» sonaron las sirenas de ambulancias y patrulleros y luces de circulinas invadieron la penumbra en el departamento de Percy Candiotti. «¡Señor Candiotti! ¿Está usted bien? ¡Respóndanos!» –tronaba el altavoz que provocó la curiosidad de todo el vecindario. Entonces el hombre avergonzado asomó la cabeza por la ventana, agitó las manos intercambiando señales con los bomberos que escoltaban a una sonriente Teodolinda atrapando el pastel tres leches en sus manos.

viernes, 18 de julio de 2014

Me enamoré por primera vez

Frank Oviedo Carmona


Luego de realizar estudios de arquitectura durante cinco  años en Londres, enviado por su padre Roberto,  Duncan vuelve a Canadá derrotado; y no precisamente  por el estudio, sino por Emma, la  mujer que conoció en la universidad.  Según él se había enamorado de Emma y decidieron casarse. Pero cuando llegó  el día de la ceremonia, ella nunca llegó.   Lo dejó plantado en la iglesia y no se supo nada de ella.  Los padres de Emma dijeron desconocer porque   lo hizo, pues hasta donde ellos sabían, ambos estaban muy enamorados e inclusive habían hecho planes para  vivir ahí.

Duncan decidió quedarse  en la  residencia de sus padres, situada en una colina en Quebec, muy hermosa, rodeada de gran cantidad de ficus e inmensos jardines; y en los bordes, abundantes tulipanes en filas iguales. Para llegar  debías subir muchas gradas en forma de serpentín, desde  ahí podías divisar otra gran cantidad de casas muy parecidas.

Duncan culpaba a su padre por lo que le pasó,  sino  le hubiera obligado a que vaya  a  estudiar a Londres,  no se habría enamorado de Emma.

Unas semanas después Duncan esperaba en un bar a su amigo de la infancia Nick,  sin dejar de preguntarse: ¿Por qué me hizo eso si yo la amaba?  En ese momento llega Nick  y se dan un abrazo,  él   le dijo que recién se había enterado de lo sucedido y que tampoco  entendía por qué lo había dejado; seguidamente, ambos tomaron asiento.

-Por favor no me preguntes nada, no sé  por qué me dejó  sin avisarme y haciendo el ridículo ante tanta gente. Nunca la perdonaré,  nunca –lo dijo con mucha ira.

-No sé qué decirte, pero sí sé que estaré a tu lado  –dijo Nick.    Tomó aire y continuó, estoy para  apoyarte y te repondrás  de este dolor.

Duncan continuaba  preguntándose: ¿Por qué  lo hizo? Quisiera morirme en este mismo instante.

-No hables así –le dijo Nick.

-Para ti es fácil decirlo porque no estás en mi lugar –le respondió.

¡Nadie comprende cómo sufro yo!, ¡nadie comprende cómo  tiemblo de  ansiedad de tan solo recordarla y quererla ver! Todos me miran con lástima y me dicen que me calme,  ¿Cómo me calmo, cómo? Si estoy destruido  ¡Te extraño Emma! Estoy confundido y ya no sé qué es  lo que me duele más, que me hayas dejado plantado o que no me ames. Apoyó su cabeza sobre  sus brazos que estaban encima de la mesa y lloró  como un niño. 

-Tienes razón no estoy en tu lugar y quizás no te entienda, pero estaré a tu lado  para apoyarte –le dijo.

-Gracias –dijo Duncan  y se quedó pensando.

Siento  impotencia e  ira; pero  aun así, la sigo amando. No puedo dejar que se vaya sin decir nada, necesito una  explicación.  La buscaré  y hablaré  con ella porque no puedo soportar   esta angustia que me consume desde hace más de tres  meses. Sí, lo haré. Pensó Duncan.

Una vez pagada la cuenta se marcharon en  silencio.

-Mi padre  hará una reunión para animarme  en la residencia, pero  no deseo estar presente. Él piensa que ver a mis amistades me alegrará –Duncan hizo una pausa para secarse las lágrimas,  cree que lo de Emma me ha  vuelto un mujeriego, que  solo bebo y  no me interesa nadie excepto yo. Es muy duro conmigo y no me entiende.

-Está preocupado por ti, él te quiere, me lo ha dicho, y tú lo sabes bien, siempre han tenido una buena relación –dijo Nick.

Mientras caminaba a paso lento, Duncan reconoció  que su padre siempre estuvo a  su lado.  Lo mandó  a estudiar a Londres porque quería lo mejor para él.  Inicialmente, yo no quería ir, pero a tanta insistencia, terminé aceptando, y ahora me arrepiento de haber ido. Si tan solo pudiera retroceder el tiempo, pero sé  que eso no será posible.

-Bueno,  ¿Me acompañaras a la reunión? –preguntó.

-Sí,  claro que sí,  ahí estaré  –muy contento respondió  Nick.

Duncan había decidido estar en la reunión y divertirse con las chicas y beber a más no poder pero no quería que Nick lo esté cuidando, así que se lo  advirtió.
Mientras tanto, en el aeropuerto de Quebec,  Antonela hija del señor Johns,    a su vez amiga del padre de Duncan está  llegando a la ciudad, preguntándose cómo le dirá  a su padre  que su esposo la dejó  porque no podía darle un hijo  y que se fue con su mejor amiga. Bueno ya encontraré la forma. Se  decía así  misma.

 El día de la reunión,  Duncan  recibió a Nick que  se quedó conversando con amigos en la sala. Duncan  prefirió dirigirse  hacia la terraza porque no quería oír tanto ruido;  mientras lo hacía, sintió un aroma fresco a lavanda; se sintió atraído por el olor  miró hacia los costados para ver  quién era; pero  no logró divisar a nadie ya que Nick lo cogió del brazo para llevarlo  donde su padre.
Mientras caminaba por la sala amplia rodea de muebles de madera  Luis quince, cortinas de pared a pared tipo piel de durazno y dos mesas amplias de un rico buffet de variedades de carnes y verduras,   Duncan,  pensó en ese aroma  a lavanda, que le traía recuerdos de niñez, cuando su madre lo sacaba a pasear al parque  y lo perfumaba. Él se sentía seguro,  libre, feliz de respirar aire fresco.

-No ves que la reunión  es para ti –le susurró al oído Nick.

-¡Basta!  Yo hago lo que quiero; además yo no pedí que me organizaran una fiesta, ya no quiero estar aquí,  esta bulla  me está volviendo loco –lo dijo en voz alta.

-Cálmate que todos miran –le dijo.

-Entonces déjame en paz que quiero tomar unos tragos sin que nadie me observe  –dijo.

Al girar y  retirarse, se encontró cara a cara con su padre, quien lo abrazó fuerte y le dijo que sea valiente que mujeres hay muchas.  Luego continuó diciéndole: te quiero hijo, si alguna vez te hice daño, perdóname, siempre quise lo mejor para ti.

Los ojos de Duncan se llenaron de lágrimas,  pero  le dijo,  nadie te ha dicho que me hagas una fiesta; quiero que se vayan todos porque esta también es mi casa.  Su padre  lo observó  muy preocupado y guardó silencio.

Todos en la fiesta se quedaron sorprendidos porque muchos no sabían por lo que estaba pasando Duncan.

Al dirigirse Duncan a la terraza, de nuevo sintió el aroma a lavanda fresca, vio a una mujer alta, delgada, de  cintura pequeña, con un  vestido de seda turquesa, ojos azules y unos rizos caoba que le caían delicadamente a un lado de su rostro.

Duncan comenzó a caminar lento hacia ella y la quedó mirando con sus grandes ojos verdes que le brillaban;  cogió su  cabello largo que semejaba al color del vino tinto y se lo tiró hacia a tras y se presentó.

-Soy Duncan y perdone mis exabruptos –le dijo él. 

-Yo, soy  Antonela, y créame que lo entiendo –respondió muy amable ella.

- ¡Así! ¿Y por qué me entiende sino me conoce?  -ella no respondió, Duncan se fue acercando lentamente  más a ella hasta verla con claridad.

-¡Caramba! Su belleza compite con la del bello paisaje que tiene a la vista. ¿Cómo llegaste aquí? –dijo él con voz pausada.

Ella con una sonrisa aceptó el cumplido, mientras ordenaba su cabello hacia atrás.  Le comentó que venía de  Londres y que era amiga de su padre; que  estaba pasando por un divorcio, por eso él  la había invitado   para que se relaje y distraiga.

Duncan  la oía, pero seguía tomando sin cesar. Ella muy cortés se retiró y en ese instante entró Nick  a ver como se encontraba Duncan.

Al siguiente día, Duncan amaneció en su cama con dos chicas, se levantó sorprendido y cogió su bata, salió de la habitación  y fue a buscar a Nick, a preguntarle por Antonela;  no podía dejar de pensar en ella, en su aroma a lavanda que le traía tanta paz, su rostro angelical, su dulce sonrisa.  La buscó y estuvieron saliendo  por varios meses y esta vez quería hacer todo con calma, y así,  lo hicieron  visitando lugares nuevos. Él le hablaba  de  todo lo que había pasado y ella lo  consolaba   con mucha ternura;  lloró  en su hombro y maldijo  a todas las mujeres y aun así ella lo entendía porque sabía que no era verdad, solo estaba muy herido.

Los recuerdos de su comportamiento de los meses  pasados, lo avergonzaban. Duncan se preguntó cómo podía haber sido tan estúpido, tan ciego, sí quería a Emma, pero nunca había estado enamorado de ella,  se sentía solo, por eso  cuando lo dejó se sintió que moría.

 Conversando con Nick en una mañana helada  cubierta de nieve,  pudo  ver claramente que amaba a Antonela y no la dejaría.

-Ve a buscarla –le dijo Nick.

-Sí, eso haré,  deséame suerte –le dijo Duncan con una desbordante alegría.
Le dio un abrazo cálido.

-Suerte amigo y  hermano, todo saldrá bien –dijo él.

Al llegar a la casa de Antonela, salió ella con una bata color púrpura con su cabello largo, suelto y algo húmedo.  Sus grandes ojos azules  brillaban más que nunca.

-¿Qué pasa? –le preguntó ella.

-Te amo,  Antonela. Mi estúpida insolencia, mi dolor, mi egoísmo, mis borracheras han estado a punto de costármelo todo. Tú me has  dado algo que nunca creí que me faltara, me has enseñado el significado de lo que es amor generoso, has estado a mi lado sin criticarme, solo consolándome –lo decía susurrando muy calmado y de rato en rato secándose las lágrimas.

-Pero ¿Y qué  hay de Emma, no la amas? –preguntó  ella.

-No amo a Emma, nunca la he amado, me sentía muy solo, creo que ambos nos sentíamos así  -respondió él.

Luego le contó que Emma le envió una carta pidiéndole perdón.  Ella no sabía cómo decirle que quería ir a Sudáfrica a  hacer labor social, y sino  lo hacía, no sería feliz. Quizás de acá unos años nos volvamos a encontrar y me puedas perdonar.

-¿Estás seguro Duncan? –dijo ella.

-Completamente seguro, te amo Antonela  –lo repetía lentamente –más que a nadie en el mundo, quiero que te cases conmigo ya sé que más adelante porque quieres estar segura de mi amor, te aseguro que vamos a ser esposos para siempre –dijo.

-Por supuesto que sí –susurro, y se fue acercando  hasta besarlo   en los labios. Te amo Duncan.

Meses más tarde, Antonela se enteró que ella si podía tener hijos, quien no podía era su ex esposo, lo supo por una  amiga que no creía  ese cuento y verificó los  análisis de ellos dos.

jueves, 17 de julio de 2014

El flashover

Bérnal Blanco


(Segundo cuento de “Crónicas de un bombero”)


ERA MARTES POR la noche. Mi papá había regresado a casa temprano. Volvió tan cansado que cuando llegué de la escuela él aún dormía. No fue sino hasta las cinco que se levantó.

A esa hora, yo hacía mis tareas instalada en el escritorio de la oficina, mejor dicho, del cuarto que usamos como oficina. Es mi favorito, pues es grande y está lleno de mil cosas.

—¿Alguien ha visto a mi princesa! –bromeó él, entrando de improviso a la habitación.

—¡Hola papi! –respondí, dejando a un lado mis deberes–. Mami ya me contó que tuviste una gran aventura, ¿es cierto?

—Así es. Tu cuento de las buenas noches de hoy será muy emocionante –me dijo, levantándome de la silla con sus fuertes brazos y dándome una voltereta loca por los aires.  

—¡Yuuupi! –grité, sintiendo que mis pies casi tocaban el cielo raso.

—Pero antes tienes que terminar todas tus tareas… y cenar –me dijo, devolviéndome al suelo.

Yo sabía que iba a decir eso. 



Retomé entonces mis deberes y él fue a cuidar las plantas del jardín.

§

UN POCO MÁS tarde estaba preparada para escuchar mi cuento. Vestía mi pijama favorita de cupcakes y gatitos. Usando mi sábana había cubierto un par de sillas traídas del comedor, por lo que mis peluches y yo hacíamos molote bajo una tienda de campaña improvisada.

—Papi, estoy lista –grité, tan fuerte que con seguridad hasta los vecinos me escucharon.

—¡Voy! –respondió él, desde el garaje, alzando la voz aún más que yo.

—¡Qué familia más escandalosa! –nos regañó mami desde el comedor, mientras escribía.

Pues bien, unos minutos después mi papá entró a mi habitación.

—Aquí estoy. ¿Estás preparada?

—¡Desde hace rato! –respondí. 

Traía sus manos llenas de tierra y las limpiaba con un trapo.

—¿Tengo que meterme con todos ustedes bajo esa carpa? –me preguntó.

—No somos tantos. Y no es una carpa, es mi tienda de campaña –le respondí, con firmeza.

Se metió conmigo bajo la tienda, pero nos resultaba realmente incómodo. Entonces él sugirió que era mejor trasladarnos a la planicie. No supe qué quiso decir. En todo caso nos trasladamos a mi cama.

—Bien –dijo, sintiéndose más cómodo– te contaré la aventura de mi primer día como bombero. 

—¿Fue muy peligroso? –pregunté con intriga.

—¡Muuuy peligroso! –me confesó, hincándose al pie de mi cama y poniendo el trapo sucio en la bolsa del pantalón.

Contó que había llegado a la estación muy temprano. Mientras esperaba al jefe, sus compañeros aprovecharon para presentarse y hacerle saber del rito de iniciación.

—¿Qué es ese rito? –pregunté.

—Es una costumbre de mis compañeros. Cuando un novato llega, tiene que invitar a todos los demás a comer postre. 

—¿… y son muchos tus compañeros?

—En la estación, contándome a mí, ahora somos diez.

—¿Y qué vas a invitar?

—Ya lo tengo todo resuelto. Hablé con tu abuelita hace un rato y ella va a preparar su receta mágica de arroz con leche. Mañana mismo cumpliré mi compromiso.

—¡Hum! Yo quiero.

—Te guardaremos un poquito.

Me dijo también que recibió clases teóricas por la mañana y que por la tarde estuvo a cargo de la oficina de guardia. Después me contó de su compañero Gabriel, al que todos llaman Gabo. 

—Gabo es una matada de risa. ¡Vieras! Lleva toda la vida siendo bombero. Es un gordo bonachón y barbudo.

Me daba más detalles de su nuevo amigo Gabo cuando yo de nuevo, impaciente, interrumpí:

—¡Pero mami me dijo que tuviste que salir en la noche a un incendio!

—Espera. Vamos despacio –me reclamó.

Entonces, me puse de rodillas en la cama, justo en el momento que mami entraba.

—¿Cómo va la historia? –nos preguntó ella.

—Pues todavía no ha pasado nada –respondí, como reclamando–. Me puedes hacer una cola, por favor. ¡Este calor no me deja!

Mi mamá me recogió el cabello y más relajada y fresca dejé que mi papá continuara. 

—Bueno, pongan atención, porque aquí comienza lo bueno –nos dijo–.
Tomó aire y continuó.

»A las tres de la tarde atiendo una llamada. El jefe me pide activar la alarma de incendio. Mis compañeros y yo nos preparamos para salir. Yo subo al estribo de atrás de la unidad, como corresponde a todo principiante. Con mi cinturón me amarro con firmeza. Hay que ser muy cuidadoso. 

»Salimos. Sin embargo, unos minutos después comunican por la radio que los compañeros de la estación del Centro han logrado controlar la situación.»

—¿Se tuvieron que devolver entonces sin más? –preguntó mi madre. 

—Así es… y una vez en la estación mi jefe me pidió volver a mi puesto en la oficina de guardia.

§

ENSEGUIDA MI PAPÁ continuó con su historia.

»A las cinco de la tarde surge otra emergencia. Salimos de la estación y esta vez sí somos los primeros en llegar. Sin embargo, resulta ser un incendio tan pequeño que mis compañeros bajan de la unidad, desenrollan las mangueras y en menos de lo que canta un gallo apagan el conato de incendio.»

—¿Cona qué…? –pregunté, haciendo cara como cuando una dice: “¿¡qué rayos!?”.

—¡Cómo te lo explico! –se preguntó–. Mira, se trata de un fuego pequeñito.

—Un mini incendio –repliqué.

—Algo así –concluyó él.

—¡Pero mami me dijo que habías tenido una súper aventura! ¿Verdad? –pregunté, volviéndome hacia ella.

—Justo ahora empieza. Ya verás –me consoló mi mamá.

Papi se levantó y tomó posición para continuar su relato. Creo que eso de contar las cosas haciendo dibujos con las manos, moviendo la cabeza y brincando, le gusta mucho.

—Somos todo oídos –dije, incluyendo también en el auditorio a mis peluches.

»A las diez de la noche estoy solo en la oficina de guardia. En eso, suena tono de incendio y entra una notificación al computador. Al instante escucho timbrar el teléfono. Es la gente del nueve-uno-uno. Incendio confirmado.

»Activo el timbre de alarma. Mi jefe es el primero en llegar, así que le explico lo que sucede. 

»—Bien Fran –me dice– parece que la tercera será la vencida.

»—Ojalá jefe. Estoy ansioso por enfrentar el fuego.

»—Con calma, Fran. No olvides que eres un novato.

»En sólo un instante mis compañeros están preparados y en sus posiciones. Yo tomo mi puesto en el estribo, sin embargo mi jefe me da una indicación distinta.

»—Fran, ¡ven a la cabina conmigo!

»En cuanto subo a la cabina, el maquinista pone en marcha la unidad, enciende las sirenas y partimos. ¡Vieran! ¡Viajar en la cabina es increíble! Los autos y las personas deben darnos paso. La máquina alcanza una gran velocidad y tú te sientes como Batman.

»Mientras vamos de camino, el jefe me da instrucciones. Me dice que active el sistema ARAC.»

—¿El qué? –interrumpo a mi papá de nuevo. 

A estas alturas del relato ya me he puesto de pie en la cama, de la pura emoción. Escucho la explicación de mi padre:

—El sistema ARAC es, ¿¡cómo decirlo!? Bueno… es el aparato de respiración auto contenido. Tiene un tanque que el bombero se coloca en la espalda, y una máscara que le permite respirar en medio del incendio.

—Bueno, no importa, sigue –digo, arrepentida de haber hecho la pregunta.

»Mientras avanzamos, a lo lejos, diviso el humo que sube. “¡Oh Dios! ¡Qué gran incendio!”, me digo a mí mismo. Nos acercamos más y más. La adrenalina sube. Todos mis sentidos están alertas. Sudo. Quiero entrar al incendio, demostrar de qué soy capaz, que mis compañeros sepan lo valiente que soy.

»Por fin llegamos al incendio. La cabina se llena de un gran resplandor. Nos acercamos tanto que alcanzo a sentir el calor a través del parabrisas. Hay muchos vecinos y todos corren sin control de un lado para otro. 

»Me impresiona mucho el incendio. No me percato que he quedado solo en la cabina. Desde afuera mi jefe me grita que me asegure bien el ARAC y que baje. Los segundos pasan. Me coloco la máscara y trato de aspirar… ¡pero no puedo! El aire no sale. Siento que me ahogo dentro de la máscara. Reviso todo de nuevo. Los segundos siguen pasando; mi jefe se impacienta.

»—¿Qué pasa Fran? –me pregunta, metiendo su cabeza por la ventana.

»Le explico que no me funciona el ARAC y que probablemente el tanque de aire esté vacío. Abre la puerta, entra a la cabina y revisa. Pasan más segundos. Descubre que yo no he abierto la llave del aire. “¡Oh no, qué vergüenza! ¡Qué novatada! Justo lo que quiero evitar”, pienso. 

Unos segundos después bajo de la cabina y me les uno. ¡Wow! Logro apreciar el incendio en toda su magnitud. ¡Es majestuoso! Las llamas parecen como escupidas por grandes dragones; imagino una gran lucha de esas bestias, resoplando fuego por aquí y por allá; fuego que al desvanecerse en lo alto se convierte en humo negro que se va a las nubes.



»No han pasado más de dos minutos desde que llegamos.

»Nos reunimos alrededor del jefe. Él, como comandante de la emergencia, nos da instrucciones.

»—El incendio en la bodega está apenas iniciando –nos grita—. Pero hay más de diez casas ardiendo en la alameda. Esto no está fácil. Los de la Estación Norte vienen de camino. Mientras llegan, vayamos avanzando. Todos, excepto Fran, entren con el tendido lateral a la alameda.

»—Pero jefe… —le reclamo.

»—Es sumamente peligroso, Fran. Nos ayudas más quedándote aquí.

»Mis compañeros siguen las indicaciones. En ese momento se acerca una señora, con cara de mucha preocupación.

»—Oficial, oficial –llama a mi jefe–. Creemos que un señor está encerrado en la bodega. No lo hemos visto por ningún lado y él trabaja de guarda ahí adentro.

»El Comandante confirma que el fuego dentro de la bodega no es intenso aún. Entonces me dice:

»—Fran, voy a entrar a la bodega a investigar. Tú quédate ayudando al maquinista. No te muevas de aquí.

»—¡Pero jefe, no parece peligroso! ¡Déjeme ayudarle!

»—¡No! Hoy es tu primer día. Por ahora, sólo observa desde aquí.

»Me da coraje lo que mi jefe dice. Yo sé que puedo ser útil. 

»Él avanza a la puerta de la bodega, pero no puede entrar. Pienso que requiere ayuda. Busco un hacha en el compartimiento de herramientas de la unidad y corro hacia él.

»—Jefe, tome, ayúdese con esto.

»—Gracias, Fran. Ahora, vuelve con el maquinista. Yo iré solo.

»El jefe logra forzar la puerta y entra. Pero yo, en vez de retroceder, entro tras él sin que se entere. Cuando estoy adentro, me doy cuenta que el fuego se ha dispersado. Adentro hay muchos muebles viejos y cajas amontonadas. Algunas de ellas ya han empezado a arder. En una esquina, al fondo, observo unas escaleras que conducen a una especie de mezzanine. “Si hay alguien atrapado, el único lugar donde puede estar es en ese mezzanine”, –pienso.

»—Jefe, ¿usted cree que allí en el mezzanine esté el señor? –le grito.

»—Fran, ¿qué haces aquí? Vuelve con el maquinista, te dije que iré solo –me repite.

»Él avanza. Mis ganas de ver qué pasa allí adentro son muy grandes. Así que espero, en silencio. Mi jefe avanza entre los muebles y las cajas. El humo no me deja ver bien, pero sí observo que una estantería alta empieza a desprenderse. Entonces grito:

»—¡Jefe, cuidado!

»El jefe mira hacia arriba, observa el peligro y, por puro instinto, salta hacia atrás. La estructura cae pesadamente a sus pies.

»—Gracias Fran, esta te la debo –me responde, como olvidando la orden que previamente me había dado.

»Él continúa avanzando. Llega hasta el pie de las escaleras y las revisa. El mezzanine tiene tres grandes ventanales. En uno de ellos el cristal está roto y desde adentro emana una gran cantidad de humo. El jefe me grita de nuevo:

»—Fran, te necesito, ¿puedes venir?

»“Por fin me llama” –pienso–. Entonces avanzo rapidísimo. Llego ante él y le pregunto qué debo hacer.

»—Fran, pon mucha atención. Primero, necesito que observes todo alrededor; tienes que estar muy atento y avisarme si ves que un flashover está por estallar. En este momento el fuego no es muy fuerte, pero la temperatura está subiendo. Segundo, necesito que estés a mi lado siempre; vamos a subir las escaleras. ¿De acuerdo?

»Él empieza a subir, pero teme que las escaleras colapsen por el fuego que hay bajo ellas. Entonces cambia de opinión.»

—¿Colapsen? –pregunté a mi papá. 

—Sí, colapsar es derrumbarse –me explicó él, suspendiendo su relato.

—Está bien, mejor continúa –se me iban a salir los ojos de la emoción.

»Entonces mi jefe me pide salir y conseguir una escalera de ganchos.

»—A la orden, jefe –le digo.

»Salgo corriendo. Pido al maquinista ayuda para bajar la escalera de la unidad. La coloco en mi hombro y regreso. Se me hace muy complicado avanzar, pero lo logro. El jefe viene a mi encuentro.

»—Aquí está –le grito, al toparlo en medio de la bodega. 

»Me percato del ruido que hace el incendio: es como si una multitud caminara, rápidamente, sobre muchas hojas secas.

»—Bien hecho Fran, apurémonos.

»Instalamos la escalera y mi jefe sube. Quiebra con su martillo otro de los cristales, retira bien los vidrios que quedan pegados al marco del ventanal y salta hacia adentro. Segundos después lo veo asomarse. Desde arriba me grita:

»—Tenemos un adulto mayor inconsciente. Vamos a necesitar a alguien más que nos ayude. Es pesado.

»—¿Qué hago, jefe? –pregunto, muy desconcertado.

»—¡Que salgas y busques ayuda, carajo! –me grita, fuertísimo.»

En este punto, volví a interrumpir a mi papá.

—Papi, ¿él te regañó? –pregunté extrañada.

—No sé si fue un regaño. Pero sí me habló con mucha autoridad.

Él retomó la historia.

»Reacciono y salgo corriendo lo más rápido que puedo.

»—Antonio –le grito al maquinista al llegar– necesitamos ayuda. Hay que sacar al señor que está desmayado y pesa mucho.

»—Entiendo, voy por alguno de los otros. Mientras tanto, quédate aquí. Estás a cargo de la máquina.

»Antonio corre a buscar ayuda. Dos minutos después, que yo siento como si fueran horas, Gabriel y Antonio están a mi lado.

»—¡Vamos Fran, llévame donde está el jefe! –me dice Gabriel, y volviéndose grita al maquinista:– Antonio, continúas al mando de la máquina, pero ayúdanos si te llamamos.

»Gabo y yo entramos a la bodega. El fuego es mayor aún. Avanzamos hasta la escalera. Gabo sube. Un minuto después él y mi jefe tratan con mucha dificultad de bajar al señor. No les resulta fácil.

»—Fran, cuida que la escalera no se mueva y recuerda mis instrucciones –me insiste el jefe.

»El descenso es complicado. La temperatura sube mucho. De repente, mientras ellos bajan, me parece como si el humo bajo el cielo raso empezara a arder. Se encienden grandes lenguas de fuego que luego se esfuman. El espectáculo es maravilloso y olvido que esos son los signos precisos del inicio de un flashover.

»Gabriel logra llegar al piso. Alza su cabeza y observa lo que ocurre. Se alarma. Grita.

»—¡Lenguas de fuego! ¡Corramos! ¡Viene el flashover!

»—Muévanse rápido –grita también mi jefe.

»Él salta desde el tercer escalón, yo les ayudo tomando a nuestro paciente de la cintura y corremos.  Yo corro y corro; nunca en mi vida corrí con tanta fuerza. 

»Segundos antes de salir de la bodega, las lenguas de fuego envuelven el cielo raso y justo al cruzar el umbral de la puerta una gran explosión cubre todo el interior de la bodega. Cada caja y cada mueble empiezan a arder, creando el fuego más rojo e intenso que jamás imaginé.

»Salimos justo a tiempo. 

»De inmediato mis compañeros atienden al paciente y minutos después los amigos paramédicos lo trasladan al hospital. 

»Pero no hay tiempo que perder, así que volvemos a la acción. Yo ayudo a Gabo, actuando como colero. Los refuerzos del Escuadrón Norte llegan y luego se nos unen más unidades extintoras. A las dos de la mañana, cuatro horas después de haber llegado al lugar, logramos controlar el incendio por completo.»

§

»MIENTRAS REGRESAMOS, TODOS hacemos silencio. Estamos exhaustos, sucios y malolientes. Al llegar a la estación mi jefe me llama:

»—Fran, pasa a mi oficina. Tengo que hablar contigo.

»Voy a su despacho y lo encuentro de pie tras su escritorio. Me pide tomar asiento y me dice:

»—Francisco, debo ser muy sincero contigo. Tengo que decirte que hoy no actuaste como se espera de un bombero.

» Él hace una pausa y luego continúa. Yo guardo silencio.

»—Nosotros somos bomberos, no superhéroes. Enfrentamos peligro todos los días y nuestras armas deben ser la precaución y la disciplina. Yo nunca he perdido a ningún bombero a mi cargo y no quiero que tú seas el primero.

»—Creo que me dejé llevar por los impulsos –atino a decir, mientras me pongo de pie.

»—En parte sí ¬–dice, caminando hacia mí– pero lo que más me preocupa es que no atendiste a mis instrucciones. Primero te di la orden de quedarte afuera de la bodega… y no lo hiciste. Luego te pedí estar atento a todo lo que sucedía… y no nos avisaste cuando inició el flashover.

»Yo respiro profundo y reflexiono.

»—Tenga por seguro, jefe, que pondré todo mi empeño para nunca volver a pasar por alto una orden de mi superior y para que jamás se me escape otro flashover en mi vida.

»—¿Te doy un consejo? –me dice, tomándome del hombro.

»—Claro.

»—Cuando estés cumpliendo con tu deber, en medio del peligro, recuerda a tu esposa y a tu hija… y que ellas siempre esperan verte regresar a casa. Eso te ayudará a ser muy cuidadoso y disciplinado.

»De nuevo, cabizbajo, guardo silencio.

»—Bien. Ahora regresa al trabajo. Estarás a cargo de la oficina de guardia el resto de la madrugada.

»—Pierda cuidado, jefe. Yo me encargo.

»—Francisco –me llama mientras voy saliendo de su oficina–, aparte de esos errores, demostraste mucho valor allí adentro en la bodega. Sin tu ayuda, Gabo y yo no hubiésemos podido rescatar al señor.

»Le doy las gracias nuevamente y vuelvo con mis compañeros. Gabriel me ve llegar y nota que algo me sucede.

»—Fran, ¿qué pasa? –me pregunta al entrar.

»Entonces le cuento mi conversación con el jefe.

»—Tranquilo –me dice–. Esta noche te demostraste a ti mismo que con toda seguridad llegarás a ser un gran bombero.

»—¿Tú crees Gabo?

»—Sí. Te lo aseguro. Pero debes ser paciente y aprender poco a poco. 

»—Eres un gran tipo –le respondo y nos damos un fuerte apretón de manos.»



§

—¿QUÉ HICISTE DESPUÉS? –le pregunté a mi papá. La verdad, no se me ocurrió otro comentario más apropiado.

—Regresé al centro de comunicaciones, donde pasé el resto de la madrugada pendiente del teléfono y pensando mucho en todo lo sucedido.

—Yo creo, papi, que lo que hiciste estuvo muy bien –le dije, tratando de reanimarlo.

—Sí, Abril. Pero debí ser más cuidadoso y estar muy atento a lo que sucedía en la bodega. Puse en riesgo a mis compañeros –en sus ojos había un brillo de tristeza.

—Esa cosa del flash no sé qué, ¿es de verdad tan peligrosa? –pregunté.

—Mucho. Es un fenómeno del fuego y ocurre en lugares cerrados como la bodega donde estuvimos. Las llamas se hacen cada vez más grandes y la temperatura sube. Cuando el lugar se pone muy caliente, aparecen como lenguas de fuego en lo alto. Eso indica que una gran explosión está por ocurrir.  En el momento que la explosión ocurre, todo lo que hay dentro del lugar se prende en llamas. A eso es a lo que llamamos el flashover. Es tan peligroso que no puede ser soportado por un ser humano, ni siquiera teniendo el traje de bombero puesto.

—¿Qué habría pasado si Gabo no se da cuenta?

—Probablemente nos habríamos lastimado mucho y con seguridad habríamos perdido a nuestro paciente.

—¡Te fijas! ¡Eso pasa por no estar atento! –le dije, como regañándolo, pero con ternura.

—Sí, lo sé. Y me arrepiento de haber actuado de esa manera. Me consuela que lo sucedido se debiera a una causa noble. Hoy don Abelardo está al lado de su familia, sano y salvo. 

—¿Quién es don Abelardo? –le pregunté.

—Es el señor que rescatamos. Hoy, al amanecer, llamé al hospital para averiguar por él y entonces supe su nombre. Ya le dieron de alta.

—Tal vez un día puedas visitarlo. Estará muy agradecido contigo.

—Yo solo cumplía con la misión de todo bombero. ¿Recuerdas que te dije el otro día que la primera prioridad de los bomberos es ayudar a las personas?

—Sí, me lo dijiste.

—Pues bien, esa es la misión que estoy orgulloso de cumplir ahora. Yo lo hago con entusiasmo y las personas no tienen por qué agradecérmelo…

Me quedé pensando en silencio en lo que dijo. Mientras tanto me enrollé en las sábanas y no me salieron más palabras. A mami tampoco.

Me dieron el beso de las buenas noches, apagaron la luz y salieron calladitos.

§

EN LA OSCURIDAD de mi habitación imaginé a mi papá en la bodega, ayudando a sus compañeros a rescatar a don Abelardo. Los vi envueltos en llamas, escapando del hermoso, pero temido flashover. 

«Es probable que Rubí lo haya visto todo –pensé–. Ella me puede ayudar a buscar a don Abelardo. Estoy segura que él querría darle las gracias a mi papá.»