miércoles, 24 de julio de 2019

Juan Solo


Javier Oyarzun


Sintió un jadeo intenso desde la oficina de gerencia. Trató de calmarse pensando en otra cosa, pero no le fue posible. Su cuerpo empezó a tiritar de rabia, lanzó un grito ensordecedor, y de un puntapié destrozó la cerradura de la puerta.

Sorprendido el jefe dejó de besar el pezón derecho de su secretaria. Ella soltó el miembro erecto del gerente, que sostenía con ambas manos. Las paredes del despacho estaban decoradas con fotos familiares, diplomas y artículos deportivos.

El hombre infiel pedía la presencia de los guardias a viva voz. La mujer trataba de detener al joven, pero este no reaccionaba. Enceguecido de ira desprendió un palo de golf desde el tabique que lo sostenía y acertó un certero golpe en la cabeza de su jefe, quien cayó desvanecido al piso.

La sangre salía a borbotones de la cabeza y manchaba la alfombra verde pistacho que decoraba la oficina. La amante lloraba sentada en una esquina alejada del cuerpo del que había sido su pareja furtiva. El joven permaneció inmóvil absorto en sus pensamientos.

Desde pequeño, fue un niño demasiado tranquilo, no lloraba mucho. Comenzó a hablar cerca de los dos años, si bien reaccionaba a los estímulos externos, no les daba mayor importancia. No le agradaba la compañía de otros infantes, prefería estar tardes enteras armando puzles o coloreando figuras. Aprendió a leer rápido, desde ese instante, los libros comenzaron a ser su refugio. Sacaba muy buenas notas, y muchas veces sus razonamientos dejaban perplejos a sus profesores, por la profundidad de sus análisis.

Practicaba deportes por obligación en las clases del colegio, su desempeño era deficiente, le parecía absurdo correr detrás de una pelota para meter goles o encestar tiros. La despreocupación por su entorno le trajo problemas en la adolescencia. Fue calificado de pedante y cerebrito por sus compañeros, que comenzaron a hostigarlo. Siempre reaccionó con tranquilidad ante los ataques. Hasta que un día, un compañero rompió uno de sus libros, lo que le valió una fractura del tabique nasal, desde ese momento nadie lo molestó más.

Las clases de computación fueron un gran hito en su vida, a poco empezar, se obsesionó con el lenguaje de las máquinas. Comenzó a desarrollar complejos programas, su notebook fue su compañero inseparable. En la universidad sacó adelante su carrera de ingeniería informática con facilidad, sus calificaciones fueron de excelencia. Al principio le costó encontrar trabajo, a pesar de sus aptitudes, no tenía ningún amigo que lo recomendara. Sus entrevistas laborales fueron poco satisfactorias, debido a sus nulas habilidades sociales.

Samanta siempre fue una niña encantadora, por ser la menor de cuatro hermanos, hasta ese momento, recibió el cariño y cuidados de toda su familia. Risueña y muy sociable, en el colegio siempre fue elegida reina por su belleza y simpatía. Comprensiva y cariñosa, le gustaban mucho los perros, a los cuales rescataba de la calle y cuidaba en el hogar a regañadientes de su padre.

Ya adolescente nació su último hermano bajo la condición de síndrome de Down; su amor y entereza la traspasó al cuidado del más pequeño de la familia, desde ese momento averiguó todo al respecto en internet y ayudó al resto a sobrellevarlo. Su barrio no era de los mejores, cuando creció evitaba juntarse con los vecinos, rechazando a todos los pretendientes del sector, no quería quedar embarazada como varias de sus amigas de infancia. Soñaba con estudiar psicología o educación diferencial para ayudar a su hermano, pero la pésima condición económica de su familia, la hizo optar por secretariado.

A Tomás nunca le faltó nada, estudió en los mejores colegios y como muchos de su generación se recibió de ingeniero comercial de la universidad católica. Estuvo de novio desde los catorce años con su actual señora, con la cual se casó apenas se tituló. Parecían una pareja perfecta ante los ojos de todos. Su luna de miel duro dos años; recorrieron el sudeste asiático, China, Japón, Australia y casi toda América.

Al regresar con la ayuda de su familia instaló un holding de empresas que logró ser uno de los más importantes del país. Siempre fue muy competitivo, lo demostraba en el trabajo y en los deportes. Los practicaba todos los fines de semana, para mantener un buen estado físico.

Ya a sus cuarenta años y con tres hijos a cuestas, su mujer dejó de ser la perfección que él necesitaba, sus encuentros sexuales se fueron distanciando, dando paso a un excesivo culto por su figura. Su libido despertó cuando esa bella muchacha de curvas pronunciadas entró a su oficina para su entrevista, quedó embobado, poco le importaron su experiencia laboral y sus capacidades, la contrató de inmediato.

Cuando Juan Olmedo dio su entrevista de trabajo, estuvo a punto de ser rechazado otra vez, el psicólogo de la empresa lo consideraba no apto. Samanta al verlo con la mirada perdida, vio en él la viva imagen de su hermano. Intercedió ante su jefe y se le brindó la oportunidad de dar una prueba técnica, la cual aprobó de manera sobresaliente. A partir de ese momento pasó a ser miembro de la empresa.

El joven aunque recibía un sueldo muy por debajo de lo que ofrecía el mercado, realizaba un trabajo de excelencia, respondiendo a todos los requerimientos tecnológicos de la empresa, si era necesario se quedaba hasta altas horas de la madrugada. Nunca faltaba, llegaba primero que todos y era de los últimos que se iba, estaba siempre metido en su computador solucionando problemas. No conversaba con nadie, tampoco llamaba mucho la atención, todos eran más bien indiferentes con él, lo consideraban raro.

Samanta en una oportunidad lo llamó para que revisara su computador, mientras trabajaba le preguntó: «¿Cómo te sientes en la empresa?», este, ensimismado en su trabajo, ni siquiera le contestó. Desde ese momento se obsesionó con él, debía ayudarlo. Empezó a averiguar con sus compañeras cómo se comportaba con los demás. Consultó en internet cuál podría ser su problema. Su plan empezó a resultar, el joven ya le contestaba algunos monosílabos y comenzaba a ser más amable, al menos con ella. Logró sentarse con él, en el casino de la empresa, y que este le contara algunos detalles de su familia.

Pronto el joven inventaba excusas para pasar por donde se encontraba Samanta, para así verla e intercambiar pequeñas frases. Poco a poco empezó a soltarse con los demás, aunque sus respuestas se notaban forzadas y expresaban un poco de incomodidad, el joven hacía un esfuerzo extraordinario para tratar de encajar dentro de la empresa. Se veía diferente, cambió las poleras por costosas camisas y los jean por pantalones de vestir. Utilizó perfumes por primera vez, rasuró su barba y engominó su pelo. Desde el pasillo permanecía de pie por largos minutos mirando a Samanta.

Le empezó a comprar caros obsequios a la secretaria de gerencia, esta los recibía sin ocultar su incomodidad. La actitud de Juan hacia ella, le empezaba a preocupar. Su jefe ya la estaba cortejando hacía un tiempo, había inventado un sinnúmero de excusas para rechazarlo, pero en realidad le gustaba, y quizás sería su única oportunidad para subir de estatus. Juntó fuerzas y en el almuerzo del miércoles decidió confrontar a Juan, le explicó que se encontraba muy halagada con su galantería, pero que estaba enamorada de otro y prefería dejárselo claro.

El joven no contestó nada y volvió a su hermetismo anterior, dejó de usar perfume y volvió a dejarse crecer su barba.

Las siguientes semanas fueron de ensueño para Samanta, la relación con su jefe marchaba viento en popa, muy pronto dejaron de ser prudentes y lo que todo el mundo sospechaba, fue evidente.

En ese fatídico día, Juan arreglaba la conexión a internet de una de las ejecutivas. Samanta fue llamada al despacho del gerente, al entrar giró la manilla y cerró con  seguro. Las persianas de la oficina bajaron para buscar privacidad. El cuchicheo creció por los alrededores. La respiración de Juan se aceleró y un fuerte dolor de cabeza lo invadió súbitamente. Cerró sus ojos para tranquilizarse, pero las risas solapadas de los funcionarios ahí presentes lo sacaron de control.

Apretó los puños con fuerza causándose daño con unos conectores rj45 que tenía en su palma, temblores involuntarios sacudieron su cuerpo, su mente viajó a su adolescencia, las risas burlescas del recuerdo se confundieron con las que escuchaba en ese momento, volvió a ser el joven de quien todos se mofaban.

Con muy bajo volumen de voz, casi como un mantra, repitió una y otra vez: «No quise matarlo fue un accidente», la única mujer que amó lloraba desconsolada en el suelo, el hombre que le dio una oportunidad de trabajo yacía sin vida. Era su culpa, su madre, a quien había hecho sufrir toda su vida, quedaría devastada.

Llegaron los guardias a la oficina,  dos de ellos inmovilizaron a Juan, quien no opuso ninguna resistencia, dos más se abalanzaron a ver al gerente que yacía sobre la alfombra de la oficina. Al joven lo llevaron a una bodega para que esperara ahí la llegada de carabineros. Tomás era tapado con una lona, después de que constataron sus signos vitales. Samanta se desahogaba en el hombro de una compañera de trabajo.

En una pequeña celda de aislamiento Juan miraba la blanca muralla que sería su compañera por largos años. En alguna iglesia de la parte alta de la capital, Tomás era velado por sus familiares y amigos. En el último banco, lejos de las miradas de los demás, con un vestido negro y lentes oscuros Samanta lloraba por lo que había perdido.

lunes, 8 de julio de 2019

Abre los ojos


Camila Vera


¿Has intentado alguna vez explicar un color?, tratar de usar las palabras adecuadas para abarcar lo que significa, si no lo has hecho te reto a que lo intentes, no es una tarea sencilla. Mucha gente toda mi vida se ha empeñado en entender lo que hay dentro de mi cabeza, como si ya la mente de cada uno no fuera suficiente embrollo, pero para ellos soy alguien diferente que solo intenta sobrevivir en un mundo que no ha sido diseñado para él. Me preguntan desde que sé mi nombre qué pido al soplar las velitas de mi pastel de cumpleaños, porque dan por sentado que la normalidad es a lo que aspiro de mi vida, pero hay mucho más que lo aburrido de ser normal y todo empezó con querer saber un color.

Me puse a pensar en mi primer recuerdo, no sé cuántos años tenía, pero olía a césped, ese particular aroma a húmedo que inunda tu nariz, la brisa de la mañana caía sobre mi rostro, sentía pequeñas gotitas; estaba acostado sobre algo blando, suave al tacto como una almohada, mis dedos estaban entrelazados con unos más largos y algo fríos y de fondo para completar todo, una melodiosa voz cantando una canción que tenía mi nombre en ella. No estoy seguro de por qué es lo primero que recuerdo, pero sé que esa es la voz de mi madre. Mi mamá es una mujer que luchó sus batallas como en toda guerra, un paso a la vez, no estuvo sola en el camino, siempre dio la cara primero por mí, cada uno de mis problemas médicos los veía como una fortaleza. Es enfermera, me contaba sus historias sobre el hospital; en algunas ocasiones me lleva, huele todo a limpio, como cuando recién asean los baños. No me divertía al comienzo el estar ahí, hasta que descubrí la sala de espera, donde muchas personas se parecen a mí, están sentados a que pasen por ellos, creo que me identifiqué con aquel particular lugar, aprendí a escuchar, a ser parte de las historias, ser un explorador.

Cuando tuve seis años mi madre logró encontrar a la profesora Sol, una mujer que tomaba mi rostro en sus manos cuando quería decirme algo, ella fue mi segunda mamá. Me enseñó tantas cosas que enumerarlas sería una eternidad, gracias a ella ya no sentía que debía siempre esperar por ayuda, me dio la posibilidad de hablar, de opinar, hasta estuvo cuando me metí en mi primera pelea con unos niños más grandes que yo; no mentiré,  me sentía con miedo, pero yo tenía un arma que ellos no, yo soy un príncipe, así es cómo me dice la maestra Sol, cada que me cuenta el libro que tiene como título El principito, una verdadera lección.

—Maestra Sol, ¿por qué la gente me molesta tanto?

—Bueno, mi príncipe, es que ellos quieren entender todo, todo el tiempo.

—¿Se puede entender todo?

—Lamentablemente no, no se puede, y eso a los mayores les causa una gran molestia, como cuando una piedra entra en el zapato.

—¿Soy entonces una gran molestia para los niños grandes?

—Claro que no, la molestia está en que quieren ver con tus ojos.

—Eres muy graciosa, ellos no pueden hacer eso.

—¿Recuerdas el cuento que te conté?

—Sí, claro.

—Bueno, es igual, las personas grandes no pueden entender las cosas por sí solas y da mucha pereza explicarles, ¿no crees?

—Entonces, ¿qué debo hacer?

—No debes olvidar que tú eres un príncipe.

Y así es, soy un príncipe, todo el tiempo estuve encerrado dentro de mi pequeño planeta, no sé qué tan grande son los planetas de los demás, pero el mío siempre se limitó a unas cuantas paredes, puesto que podía hacerme daño, mi mamá repetía eso a diario, pero igual aprendí a amar mi pequeño planeta llamado hogar. Es todo recto con aroma a canela por un líquido que dice mi mamá deja todo impecable, si quiero ir al baño debo pasar una puerta que tiene una cosa del lado derecho, al moverla se abre y así logro entrar. Luego salgo de ahí tocando la larga pared hasta otro hueco que mi mamá dice es mi cuarto, ahí tengo una cama, que choca con otra pared, siempre hay que buscar las paredes así es más sencillo todo. Yo puedo hacer muchas cosas dentro de mi planeta, aprendí a lavar vasos, no era una tarea tan difícil, solo debía seguir con la mano el mesón, hasta llegar a lo que mi madre llama lavadero, pero me gusta decirle piscina de platos, ahí siempre hay cosas, luego del lado izquierdo, esa parte es importante porque al derecho no hay nada, debe ser en el lado izquierdo, ahí hay una cosa que puedes estrujar, eso se llama esponja y luego coges el vaso que siempre coloco dentro de la piscina, metes la esponja y limpias los bordes, olvidé el paso del jabón, eso es algo resbaloso, que huele a limón y crea una sensación pegajosa, si usas suficiente el vaso quedará muy limpio, bueno, después mueves la perilla que está arriba, siguiendo la pared, se moja todo, ahora viene lo más importante, ¿cómo saber que ya terminaste?, pues, se tiene que sentir limpio, suave y una vez que haces eso se pone del lado izquierdo más abajo, así lavas un vaso. Quizás tú crees que no es mucho, pero se debe ser constante, puesto que si te distraes —dice mi mamá— puedes tener un barco de vasos sin lavar, yo quiero un barco, pero sin vasos.

Normalmente siempre tengo ayuda para todo, pero ya estoy creciendo, tengo ocho años y debo aprender a sobrevivir en los planetas más allá del mío, y ahí es donde empieza esta aventura. Sí he salido de casa, como dije antes me gusta la sala de espera del hospital  y claro, ir a la clase de la maestra, pero solo nunca he podido dar más pasos que hasta la esquina del patio de mi casa, cosa que quiero cambiar. Mi bastón blanco y yo fuimos en busca de algo específico, un regalo para mi mamá, quiero sorprenderla y ya sé cruzar calles, eso me servirá para ir por el vecindario.

El exterior no tiene paredes que me guíen, hay muchos ruidos y cosas imprevistas, como rocas, animales y lo más peligroso de todo, autos. Mi camino inició hacia la derecha, mi madre me hace repetir en voz alta los datos para guiarme al momento de regresar, sé que hay una florería a cinco calles en esta dirección, no es tan difícil, sé contar más allá del cinco, así que es un grandioso plan. Mi madre llega del hospital a las siete de la tarde y yo me quedo con una vecina, pero este día no pudo ir a verme así que me pidió que no saliera, pero igual que El principito debo ser un explorador, y yo soy un gran príncipe.

Paso tras paso fui contando, yendo despacio, siempre alerta a lo que puede pasar. Choqué dos veces con unas personas y les pedí disculpas, luego, casi caigo por culpa de uno de mis zapatos que pisó algo resbaloso, mi bastón no puede identificar bien ese tipo de cosas. Me sentía en realidad en un nuevo planeta. Un señor se me acercó y me preguntó si estaba perdido, al parecer no es muy común que niños anden solos por ahí, pero le dije que no iba tan lejos, aun así decidió ir conmigo.

—Pequeño, ¿estás bien?

—Buenas tardes, estoy bien.

—Espera, debes ver que no haya autos, no te muevas.

Ese fue un comentario gracioso, está claro que no puedo ver esas cosas, pero sí puedo escuchar, antes de cada calle me quedo quieto y espero un silencio, es complicado si hay más calles con más autos, pero mi vecindario es muy tranquilo.

 —Estoy bien, gracias.

—¿Dónde está tu mamá?, qué horror las madres de hoy en día que dejan solas a las criaturas y aún peor a alguien como  tú, es indignante.

—Señor, soy un explorador en una misión, estoy bien.

Ahora entendía lo que decía El principito sobre lo difíciles que son los adultos, al parecer nunca había visto a un príncipe como yo. A pesar de que el señor ya no me hablaba sentía como me seguía, ya no debería estar muy lejos de mi destino así que seguí caminando por un atajo. Mi mamá me llevaba a un parque, exactamente a tres calles de mi casa, justo ahí me encontraba ahora, así que decidí entrar. Caminé como siempre, con mi espíritu de aventurero y me senté en una banqueta. Le dije al señor que mi madre me recogería aquí y que podía irse tranquilo. No puedo saber de si lo hizo o no, pero decidí reposar un momento en aquel lugar.

Escuchaba risas con algo de gritos, eran niños, estaba superseguro de eso. Una vez tuve un amigo, la maestra Sol me presentó a Ben, su misión era estar conmigo todo el tiempo, para ese momento recién aprendía a usar el bastón y fallaba mucho, pero Ben estaba conmigo y reíamos, aunque un día mi mamá me dijo que lo cambiaron de escuela y nunca supe más, espero este bien. Las cosas que me gustan del parque es la sensación de estar mareado, mi mamá me da vueltas en una cosa de la que me tengo que sostener muy duro, de repente me siento volar y cosquillas dentro de mi panza, de ahí todo da vueltas hasta que regresa a la normalidad.

—Hola. —Alguien interrumpía mis pensamientos.

—Hola, ¿quién eres?

—Pues, me llamo Sofía, mi mamá está por allá hablando por teléfono y yo me preguntaba si querías jugar.

—Bueno, la pregunta es, ¿tú quieres jugar conmigo?

—Pero eso fue lo que te pregunté.

—¿A qué quieres jugar?

—A las cogidas, tú la traes. —Y me tocó el hombro y la escuché correr.

—Vuelve, yo no puedo jugar así.

–Entonces, ¿cómo juegas tú?

No me había puesto a pensar en cómo juego yo, tengo carritos en mi casa y también me gusta la plastilina, pero nada de esas cosas las había traído conmigo, tampoco tenía tanta confianza como para ir al lugar que da vueltas, mi tía una vez me dejó caer de ahí, simplemente no sé jugar como juegan los demás.

—No lo sé.

—Entonces, yo te voy a enseñar un juego si tú me dices qué es ese palito

—No es un palito, es mi bastón blanco, hace que no me choque por los lugares.

—Mi mamá dice, que si abres bien los ojos, no te chocas con nada.   

—Es que yo no puedo ver.

—¿Nada de nada?

—No veo.

—Entonces, ya sé a qué vamos a jugar. Te voy a contar lo que veo.

Y así empezó relatando lo que sus ojos ven.

—Veo una resbaladera, ya sabes, es una cosa dura donde tu mamá te ayuda a subir por la escalera y te dejas caer, está bien que te resbales por ahí, pero en ningún otro lugar lo intentes, si no, te lastimas como yo que tengo una cicatriz en mi barbilla porque me caí en la lluvia, me llevaron al hospital, había sangre y me cosieron con unos hilos, me dolió mucho, pero fuimos por helado al final.

—¿Qué más ves?

—Bueno, veo el cielo, el cielo es azul con nubes blancas y ahí arriba está el sol que nos da calor y más allá esta Dios que todo lo ve. Es como un lugar donde va la gente cuando ya no se siente bien aquí, mis abuelos viven allá, en el cielo, mi mamá dice que les va bien, a veces les lanzo besitos para que sepan que los quiero, eso es el cielo.

—¿Qué es azul?

—El color del mar, ya sabes azul es azul.

—Mmmmmmmm…

—El azul es cuando estás en calma y respiras, te sientes tranquilo, como ahora, ahora es como el azul, relajado.

—¿Como estar en el césped descansando?

—No, eso es verde, ahora hablamos del azul, debes concentrarte. El azul es así como la tranquilidad, el verde es como el pasto, duro y mojado.

—Entiendo, me siento como azul.

—Ahora, ¿qué ves tú?

—Ya te dije que no veo nada.

—No soy una niña tonta, todos vemos algo, quiero saber qué ves.

—Está bien, veo como algo que no hay nada, como vacío.

—No entiendo

—Dame tus manos.

Coloqué sus manos sobre sus ojos, para que pueda ver lo que veo, pero no dijo nada, solo se quedó ahí, la escuchaba respirar.

—Ves negro, así se siente el negro, es oscuro, solo. ¿Te da miedo?

—Pues, no me siento en un negro de miedo, es un negro de nada.

—Cuando la pantalla se pone en negro, es porque tú puedes dibujar todo encima, no te dan las cosas creadas, tienes la pizarra para dibujar todo lo que quieras en el mundo.

—A veces es confuso, hay tantas cosas en este universo que no sé qué son y tan pocas en el mío, no me puedo imaginar todo, simplemente es vacío.

—Y, ¿qué te gustaría conocer?

—Me gustaría ver el atardecer. Hay un cuento donde al personaje le gusta verlos cuando está triste, y yo me siento así.

—¿Para qué quieres ver algo que ve la gente triste?, mejor crea el tuyo propio, para que lo veas cuando estés feliz. ¿Cómo es tu atardecer?

—Déjame pensar, creo que mi atardecer sería como el chocolate, dulce y con un olor rico, mezclado a lo que se siente estar en un baño caliente y eso sumado a un abrazo de mi mamá, creo que mi atardecer es como cuando El principito quería un cordero y recibió una caja con el perfecto, porque dentro estaba eso que anhelaba, mi atardecer es lo mismo, eso que solo está en mi cabeza y que solo yo entiendo.

—Tiene mucho sentido, me gustan más las princesas, pero si Alladín tiene una alfombra mágica, no veo nada de malo en tener una caja con lo que deseas. Espera, te contaré mi atardecer, el mío sería como el algodón de azúcar, suave, rosa y muy rico, creo que ahora el negro se ve más cálido. —Seguía la niña con los ojos cerrados.

Luego de eso una voz se escuchó, al parecer su mamá dejó de hablar por teléfono.

—Ya me tengo que ir, amigo.

–¿Soy tu amigo?

—Claro que sí, mi amigo que puede ver las cosas sin necesidad de los ojos. Recuerda que se vale sentirse en negro, puedes aprovechar en poner un sol, en realidad tú creas lo que pueden ver tus ojos, es increíble, espero también me den una caja con lo que yo quiero, me encantó conocerte, amigo, recuerda abrir bien los ojos.

La niña se fue, así que me paré y regresé las tres calles que me separaban de mi casa, no sabía la hora que era, pero estaba seguro de que mi madre no había regresado, fui con cuidado imaginando entre las sombras sobre mi pizarra en negro, abriendo los ojos.

Cuando mi madre llegó a la casa seguí el camino habitual tocando las paredes hasta encontrarme con el cuerpo de ella, la abracé fuerte y le dije:

«Mamá, eres como el atardecer».

Es complicado explicarles a los adultos que solo quieren razones, lo básico que es la vida, cómo vemos cada día sin necesidad de usar los ojos, creo que soy afortunado, la vida me dio la bendición de ser un principito que está merodeando este planeta, descubriendo cada día entre las ideas lo magnífico que nos rodea, en esta tarde que cuento mi historia me siento más azul que nunca, porque descubrí que puedo ver y espero nunca dejar de hacerlo, no importan los años, los retos y las circunstancias, tú escoges cómo quieres ver tu propio atardecer.

jueves, 4 de julio de 2019

La abuela

Paulina Pérez


Nacida en tierra fría, en el seno de una familia tradicional, una década antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. La llamaron Beatriz, fue muy cuidada y vigilada como todas las niñas de familia de aquella época. Era la segunda de tres hermanos y tuvo el privilegio de asistir a la escuela y terminar la primaria, pues por entonces las mujeres solo debían saber las cuatro operaciones matemáticas fundamentales y leer, no era bueno que llenaran su cabeza de conocimientos, se creía que podían perder el buen juicio; estaban destinadas a ser madres, hermanas, esposas o sirvientas y para ello no se necesitaba más.

Su corazón siempre guardó un pequeño resentimiento contra su padre por no haberle permitido ser maestra, sentía que de haber estudiado su vida no habría sido tan dura.

En su infancia disfrutó de muchas comodidades hasta que su padre enfermó y se vieron obligados a trasladarse a otra ciudad para que recibiera atención médica especializada. La madre tuvo que aprender a administrar cada centavo y ser muy austera para poder casar decentemente a las hijas mujeres y darle una carrera al único varón. Al fallecer el padre, Inés, la mayor, contrajo matrimonio al poco tiempo, Celso, el menor, viajó a la capital para iniciar sus estudios en la escuela de medicina y ella permaneció con su progenitora. Se casó a los veintidós, edad tardía para aquellos tiempos donde una mujer soltera de más de dieciocho años preocupaba a su familia pues corría el riesgo de quedarse a vestir santos. 

Su esposo había heredado junto a sus hermanos una fábrica de dulces, trabajaba en las ventas y en las noches y fines de semana estudiaba ingeniería básica por correspondencia gracias a un instituto estadounidense de cuya existencia se enteró por un amigo. Cuando la empresa familiar quebró, al no lograr recuperarse después de un incendio que consumió la mayor parte de la infraestructura, salió a buscar empleo y fue contratado por una constructora privada que trabajaba para el Estado y pasó varios años en la zona costera del país como parte del equipo de ingenieros que diseñaban y construían grandes carreteras. 

La abuela era de esas mujeres, en quien seguramente se inspiró Silvio Rodríguez en una canción que dice: «…me estremeció la mujer que parió once hijos, en el tiempo de la harina y un kilo de pan…», de aquellas que extendían el sueldo del marido para llegar a fin de mes, capaces de repartir dos panes entre diez con una equidad milimétrica, excelentes administradoras, costureras expertas, creadoras de deliciosas recetas que las mejores escuelas de cocina del mundo no han podido imitar. 

La casa de la abuela Beatriz olía a hogar; en la memoria de todos quienes convivimos con ella, han quedado los aromas de aquella rica sopa de frejol, que el abuelo comía con plátano, del pastel de naranja con ralladura de cáscara del árbol del jardín, así como el ruido de la máquina de coser Singer, que compró para pagar en un año cuando la palabra bastaba para obtener un crédito, y con la que vistió a sus nueve hijos y a los de los vecinos de barrio. 

Las tardes en que enseñaba a zurcir medias y a pegar botones a sus nietas, en las vacaciones de verano, siempre terminaban con una rica coladita dulce acompañada de empanaditas o bizcochos que se hacían en un «santiamén», como ella solía decir. 

En épocas de Fanesca, una sopa de granos típica de Semana Santa o de la Colada Morada por el día de los Difuntos que se acompañaba de un pan con forma de niños (las guaguas de pan), las ollas iban y venían de las casas de los vecinos. Cuando ella compró el terreno para hacer su casa, encontró dos viviendas más aún sin terminar, poco a poco fueron llegando otras parejas de recién casados a formar parte de aquel barrio que empezaba a crecer. Las construcciones iniciaban pequeñas para acabar siendo grandes casonas que albergaban familias numerosas. Entre vigas, baldosas, ladrillos y tejas pasaban los canastos de fruta y las jarras de refresco en las mañanas soleadas y de pan acabado de hornear junto a jarras de chocolate caliente para animar a los constructores, que siempre eran los hombres de la casa ayudados por algún que otro aprendiz de albañil al que se le pagaba con techo y comida, el dinero no alcanzaba para contratar a nadie por un salario, pero donde comían cinco comían siete y hasta diez. En esa casita con jardín, maceteros de plantas de colores, y la fragancia del naranjo y el limón jugaron los hijos y los nietos. Las hijas que se separaron de sus esposos volvieron con sus hijos a pasar la rabia y el dolor y nuevamente partieron. Las puertas siempre estaban abiertas para acogerlos a todos.

Ahora que físicamente no está más, pensar en ella revive sabores y aromas; ella, ejemplo de abnegación, firmeza y disciplina, no era de muestras de afecto, pero sus acciones hablaban del amor infinito que guardaba en su corazón hacia los suyos.

Con el pasar de los años sus ojos verdes se mantenían luminosos y los negros cabellos se iban volviendo blancos, pero no había cana o arruga que apagara su fuerza, esa fuerza que nos impulsaba cuando nos sentíamos derrotados y su sabiduría nos acompaña hasta ahora en los momentos de dudas y aflicción.

La abuela continúa presente en nuestras vidas, nos sigue con la mirada bendiciéndonos, acompañándonos, incluso acogiéndonos; cuando el llanto en algún momento se vuelve inevitable y nos aislamos a rumiar las penas, siento su mano cariñosa acariciando mi cabeza y vuelvo a escuchar aquella frase que siempre nos repetía cuando nos encontraba deprimidos o frustrados: «Todo pasa y no pasa más de lo que debe pasar y al final, esto aunque no lo creas ahora, también pasará».

La mujer marcada

Frank Oviedo Carmona


Era el mes de febrero en la ciudad de Nueva York, donde el frío invierno parecía que nunca terminaría; difícil caminar por la cantidad de nieve en las veredas y pistas; a pesar de ese clima, el cielo estaba despejado y la luna llena alumbraba a toda la ciudad. En una de esas calles estrechas caminaba una mujer apresuradamente, llevaba puesto un abrigo de piel color gris, capucha y cinturón rojo; ella se dirigía a una mansión. Buscó las llaves en su bolso y abrió las rejas altas y pesadas de color negro, prosiguió caminando a paso acelerado, empujó la puerta principal y se paró, caminó despacio hacia el recibidor de paredes blancas, volteó a su izquierda y se miró en un espejo grande color dorado. Pudo notar lo asustada y temblorosa que estaba, a la derecha había una escalera en curva, con gradas de mármol, barandas tipo reja y pasamanos de madera pintados en dorado que comunicaba a una sala de estar la cual estaba rodeada de retratos de famosos músicos, tres sofás de cuero color guinda, piso con alfombra gris y una colección de armas. Subió las gradas lentamente sosteniéndose del pasamano y cuando ya estaba cerca de la mitad de la escalera salió George, de quien ella era asistente, así la había nombrado desde hace mucho tiempo atrás. Él le había declarado su amor sin ser correspondido, ya que ella lo quería como un amigo y estaba agradecida por la ayuda que le brindaba; es a partir de ahí que todo cambiaría.

–Al fin llegas, seguro muerta de frío y de hambre porque no creo que ese pobre diablo con el que sales a escondidas te invite a un buen lugar a cenar.

–Me da igual lo que pienses, tú no sabes nada de él.

–Es increíble que no sepas valorar todo lo que te he dado, pero tú y él son iguales, dos muertos de hambre, tal para cual.

–Estoy cansada de tus reproches, de sacarme en cara lo que hiciste por mí; no hay un solo día que no me critiques. 

–Tarde o temprano se enterará de tu pasado vergonzoso. Porque recuerda que yo te saqué de la basura.

Jezabel se quedó quieta, era imposible olvidar su pasado si él a cada instante se lo recordaba.

–Esto tiene que acabar, George, no sabes de lo que soy capaz.

–Me das risa, ¡crees que me asustas con esas palabras! Soy yo quien ha sido capaz de contarle a él cómo te conocí y cómo te rescaté de ese muladar en donde te gustaba vivir.

–Yo quería contarle toda la verdad, pero no como tú seguro lo has hecho.

–Bueno, quizás exageré un poco, pero lo hice por tu bien, ¿qué te espera con ese muerto de hambre?, te está engañando, se aprovecha de ti.

Jezabel se cubrió las orejas con sus manos.

–Ya cállate, no quiero oír un reproche más, ¿¡me has entendido!? Estoy harta de que todo el maldito día me hagas sentir que no valgo nada.

–Por lo visto estás muy alterada.

–Y qué crees, vivir contigo se ha convertido en un martirio, preferiría mil veces regresar a la calle que seguir viviendo bajo el mismo techo.  

–Eres una cualquiera, por más que he tratado de convertirte en una dama, siempre serás una mujer de la calle.

–¡Cállate! Nunca pensé que tú por despecho me llegaras a odiar tanto.

–Te advertí a mí nadie me rechaza y menos una prostituta como tú. 

–Sí, ¡es verdad! Una prostituta como yo, de quien te enamoraste pero que jamás te va a corresponder.

–¡Yo he pagado por ti! ¡Y tú aceptaste el precio!

Jezabel trataba de estar controlada, pero su rostro desencajado la delataba. 

–Nunca vas a parar con tus insultos –dijo mirándolo fijamente a los ojos.

Jezabel ya no alzó la voz; era como si estuviera resignada y tenía que callarlo de una vez por todas.

–Me das lástima, teniéndolo todo te enamoraste de un músico que solo vive de cachuelos, tocando en restaurantes de mala muerte porque ni siquiera es bueno para eso.

–Sí, George, me enamoré como tú dices, de un don nadie y resulta que él, solo quiere mi dinero –al hablar las lágrimas recorrían su rostro.

–¿Tu dinero? ¡Mi dinero! Porque tú no tienes nada. No eres nada.

–Es verdad, no tengo dinero ni una casa propia, todo me lo das tú y controlas hasta el último centavo por tus malditos celos.

Ella se sentía perdida, no sabía cómo enfrentar el desamor de William y el odio de George, el hombre que la había ayudado a tener una nueva vida, pero a cada instante le recordaba que él había pagado la operación estética, la casa y comodidades que le brindó.

–Al fin reconoces que no tienes nada porque me he cuidado bien de no poner nada a tu nombre. 

Jezabel era una mujer que de niña había sido abandonada en la puerta de un orfanato, se puso rebelde en la adolescencia y escapó en dos oportunidades y la descubrieron; hasta que ya, en la tercera, cuando tenía dieciocho años, volvió a escaparse y nunca más la encontraron. Realizó todo tipo de labores para subsistir, hasta que conoció a Peter que la llevó con engaños a un casino en donde supuestamente trabajaría de mesera pero no fue así, poco a poco la metió en el mundo de la prostitución, pero como le pagaban bien, prefirió quedarse un tiempo hasta juntar dinero e irse.

Cuando ella decidió retirarse, Peter, la amenazó diciéndole que si se iba, toda su vida se acordaría de él, que ella no imaginaba lo que él era capaz de hacerle.

Y cumplió su palabra, cuando estaba escapándose la descubrió, la arrastró hasta la sala del casino y delante de sus compañeras le cortó el rostro.

«Ya saben, si deciden irse y hablar con la policía, esto les pasará», y la echó a la calle con sus cosas.

Cuando se fue al hospital dijo que la habían herido en un asalto; tuvo miedo de confesar la verdad, Peter podía asesinarla.

Jezabel se apoyó en la baranda pensativa.

–¿Qué me ves con tanta seriedad? ¡A mí no me asustas!

Lo miró fijamente a los ojos, traspiraba frío, los labios le temblaban. Sacó un revólver y le apuntó.

Él como si nada hubiera visto siguió hablando e insultándola.

–No puedo creerlo, además eres una ladrona, tomaste una de mis armas. ¡¿Crees que te tengo miedo?! –Él la miraba fijamente a los ojos.

–No, por supuesto que no creo que tengas miedo, si eres frío y calculador.

–Quise hacer de ti una señora, pero tú perteneces a la calle, eres una cobarde que no tienes valor ni para disparar, así que mejor guarda el arma y vete de una vez.

–No, George, esta vez no te saldrás con la tuya, no importa si voy a la cárcel, total, quizás allá sea feliz y olvide todo esto que estoy pasando.

Jezabel no tenía dinero ni a dónde ir, pues George había controlado todos sus gastos, al punto que jamás le quedó opción de ahorrar algo para ella.

–Detente, Jezabel, te ordeno que no me apuntes con esa arma.

–No, ya no te permitiré que me sigas maltratando.

Le disparó tres tiros, George se quiso sostener del pasamano, pero no pudo, rodó por las escaleras hasta llegar al piso. Jezabel soltó el arma y miró el cadáver, bajó lentamente sin saber qué hacer, luego se dirigió a la sala buscó el teléfono y llamó a la policía. «Hola, soy la señorita Jezabel, anote por favor mi dirección que acabo de asesinar a un hombre».

Quien la oía del otro lado del teléfono no creía, hasta que le dio la dirección y fueron rápidamente a constatar. 

Al llegar la policía, la encontraron sentada, pálida y con la mirada fija en el suelo.

–¡Es usted la señorita Jezabel! –preguntó el policía.

Ella respondió que sí. El teniente desconcertado por lo ocurrido comenzó a hacerle una serie de preguntas.

–No entiendo, ¿por qué lo asesinó? 

Contó que a George lo conoció hace muchos años cuando ella vendía cigarrillos en las afueras del teatro sentada en el piso. Un día se acercó él a comprarle cigarrillos.

Al ver que ella no dejaba ver una parte de su cara, le preguntó:

–¿Por qué te cubres el rostro con esa cabellera negra tan hermosa?

Ella inclinó la mirada al piso.

–Por favor, señor, no me pregunte eso.

–Anda, levanta el mentón y déjame que te vea.

Ella levantó el mentón y se descubrió el rostro; tenía unos grandes ojos azules, su cabellera era negra y ondeada, piel blanca como una loza y al lado derecho una marca de un corte en cruz.

–Qué bella eres. ¿Y quién fue el maldito que te hizo eso?

–Por favor señor no puedo decirlo. 

A partir de ese día cada vez que él iba al teatro le compraba cigarrillos.

Hasta que un día le ofreció su ayuda para operarle el rostro ya que tenía buenos amigos cirujanos. Sorprendida Jezabel le dijo que no tenía dinero para pagarle.

–No te preocupes, yo sabré cómo me lo pagas además trabajarás como mi asistente.

Ella no podía creer lo que escuchaba, lloró de emoción y aceptó.

George era alto, elegante, usaba sombrero negro, bastón y solía vestir de terno gris; de niño había sido maltratado por su padrastro ya que su padre murió muy joven y ese padrastro amaba a su madre, pero a George lo golpeaba cuando hacía una travesura o sacaba malas notas, al parecer sentía celos de él por lo hábil que era para tocar el piano. George encontró como refugio, la música.

–No puedo entender, ¿por qué lo asesinó, si él le ayudó? –preguntó el teniente.

Le respondió que él a pesar de que le decía que la amaba, extrañamente, también la humillaba, le hacía recordar su pasado todo el tiempo, hasta que no soportó más.

El policía desconcertado ordenó que la esposaran y que se la llevaran.

Jezabel salió con un policía a cada lado, y a pesar de ya no tener la marca en su rostro, volvió a cubrirlo con su cabellera negra. 

miércoles, 3 de julio de 2019

Acoso


Yadira Sandoval Rodríguez


Estoy en la parada del camión, son las 3:20 p. m; el calor es intenso. Alrededor de mí están varias personas esperando el autobús que nos llevará a nuestros hogares; unos con rostros de cansados, algunos ensimismados en sus celulares, otros platicando con sus compañeros de trabajo. Yo, al igual que ellos, estoy agotada y con hambre; miro el peñasco que tengo enfrente de mí, recuerdo las historias que mi abuelo me narraba sobre ese lugar; al costado de él está la Casa de la Cultura y a un lado, el Centro de Gobierno donde trabajo, alrededor hoteles, restaurantes, atrás de mí Musas, un centro cultural de exposiciones de arte, y Galería Mall.

A esta hora el lugar se congestiona de carros, debido a ello y al calor intenso, los conductores manejan con cara de enojados. La ruta tarda de veinte a treinta minutos en llegar, los rayos del sol pegan directamente en mi piel y empiezo a enfadarme por el ardor que siento en mis brazos aunado a los olores que emanan de los hombres sudados. En ese instante recuerdo los regaños de mi madre: «¿Cuándo empezarás a usar una sombrilla?». Y a la par se viene a mi mente mi rutina al salir del trabajo: cargar a mano con una computadora, un bolso donde guardo el uniforme, mi bolso de mano y todavía sumarle a eso, ¡una sombrilla! Deberían los gobiernos ofrecernos paradas dignas o un transporte público acorde a las temperaturas de esta región, o más bien, plantar árboles para darnos sombra. Son pocos los que quedaron después de la pudrición texana, un hongo que acabó con varios árboles denominados yucatecos.

De niña recuerdo cuando iba con mi madre al parque madero, por donde caminabas el color verde salía a relucir sobre los edificios, ahora solo queda el color gris del concreto, es deprimente. El clima se siente diferente en cada punto de la ciudad por las islas de calor que se forman, la combinación de concreto con metal concentra altas temperaturas en las estructuras permitiendo la elevación de esta, volviéndose insoportable el Vado del Río, a quién se le ocurre hacer un corredor de negocios sin diseño de zonas verdes, es por eso que se vuelve insoportable a esta hora. Hace dos años protestamos para que no quitaran un parque el cual era representativo de nuestra sociedad, todos los conocíamos como el parque hundido, tenía muchos árboles, varias personas luchamos para que lo mantuvieran, pero fracasamos, es terrible la planificación urbana de esta ciudad.

Las temperaturas son más altas en los meses de junio, julio, agosto y septiembre, hemos llegado a los 49 grados centígrados hasta sientes que te asfixias, dicen que ni en el desierto de Sahara se siente así. Las personas que vienen de otros lugares suelen decirnos: «¿Cómo pueden soportar este calor?». Aparte de que no veo apoyo ciudadano por ningún lado, veo a todos metidos en sus celulares, aislados del mundo que les rodea, no hay duda, lo inhumano se tolera con un móvil en la mano. La resignación es frustrante para algunos. Trato de evadir mis pensamientos. A lo lejos veo el camión, hago señas con la mano para indicar que se pare; subo dos pequeños escalones, le sonrío al camionero, entrego el dinero, este me recibe con cara de enojado porque olvidé feriar. Entre los pasajeros una señora saca su bolso y me facilita dos monedas de diez pesos, le devuelvo el billete de veinte pesos que le había entregado al camionero, le doy las gracias. Afortunadamente encuentro un asiento, pongo encima de mí el maletín y mis bolsos. En eso, lo veo a él a través de la ventana siguiendo el camión en donde iba, mi instinto de protección no acepta la coincidencia, me alarmo, en un momento quise imaginar que daría vuelta en alguna calle, pero iba a toda velocidad tratando de no perder el camión. Pasaron diez minutos, adelante se encuentra el centro histórico, pido la bajada para agarrar otro ómnibus, así es todos los días, pero esta vez me introduzco en una tienda, salgo por la puerta trasera y me sorprende por el mismo lugar, lo tengo a unos metros de mí, mis piernas empiezan a temblar, camino hacia una taquería, aguardo unos minutos sentada, hasta que el susto pase. Pido un taxi, llego a casa y mi madre me recibe asustada al verme llorar.  

—¿Qué te pasa, hija?

—Me siguió hasta el centro, mamá.

—Pero ¿quién?

—El estúpido, cabrón, hijo de la chingada, el gachupín.  

—Tranquilízate, para que me expliques bien. Te haré un té.

—No sé, por qué me siguió, el tipo.  

—Lo que sospechabas sí es cierto, hija. Tendrás que renunciar.

—¿Renunciar? No puedo, mamá, tengo que pagar mi deuda de la universidad. Voy saliendo y no tengo otra opción de trabajo, ando muy atrasada en los pagos. Y lo más importante debo mantenerme allí por el seguro, necesito operarme la rodilla el dolor es intolerable, mamá.

—Yo te puedo ayudar.

—No tenemos dinero, mamá.

—Pedimos dinero prestado en algún banco.

—No, gracias. No es justo. Suficiente con la deuda de la universidad.

—¿Qué vas a hacer?

—Mañana hablaré con mi jefe.

—Bueno, te apoyo en lo que tú decidas. Pero tendrás que tener cuidado, hija, ya me dio miedo ese señor.

—No te preocupes, tengo apoyo de mi jefe.  

Al día siguiente, Irma no se quiere levantar de la cama, solo piensa en la confrontación que tendrá con el español, siente coraje, pero sabe que lo debe hacer. La mamá le preparó su desayuno favorito, enchiladas verdes para animarla. Termina de desayunar, platica con su madre mientras se termina la segunda taza de café:

—Hija, ya sabes con quien estás tratando, así que cuídate mucho, estaré orando por ti.

—Gracias, mamá. —Se despide con un beso.

Durante trayecto de su casa al trabajo sigue pensando en lo sucedido, une esos pensamientos con anteriores intrigas: registraba sus cajones en los días en que no iba a trabajar, estaba al pendiente de su vida privada, la observa constantemente. Toleraba ciertos comentarios como: «Qué bonita piel tienes, tú no puedes tatuar ese cuerpo tan bello; aquí te traigo estas películas para que aprendas, tiene algunas escenas de sexo, pero sé que te gustarán». La rivalidad y la competencia entre los dos la estaban desgastando moralmente. A Jorge le molestaba la incredulidad de Irma, mientras las demás le festejaban todo comentario. La formación de Irma en Ciencias Políticas aunado a su inclinación con el movimiento feminista le exigía seriedad en el trabajo, mientras él con sus aires de grandeza de europeo subestimaba al equipo, cosa que hacía enfadar a ella. Los demás lo toleraban porque les fascinaba las historias que contaba sobre su ascendencia de alta alcurnia, siempre hablaba de sus torneos de equitación, mostraba fotos de eventos, hablaba de sus lujos de juventud como una forma de diferenciarse del resto, por más que Irma trataba de entablar empatía con él no podía, había algo que le incomodaba en él: «Posiblemente hizo algo en España y salió huyendo. Aparte de que no veo interés por obtener la ciudadanía. Si yo estuviera trabajando en otro país estaría agradecida y respetaría, eso es ser congruente. Tuvimos suficiente con la conquista, no aprenden los españoles o más bien nosotros».

Varias veces lo cachó hablando morbosamente de sus compañeras, desde entonces la idea de macho no la pudo desplazar de su mente, tal pensamiento la alimentó de prejuicios al enterarse del caso La Manada: la violación en grupo de una chica en España. Los compañeros se daban cuenta del trato, pero no podían a hacer nada. Alguna vez, escuchó decir de una compañera: «Qué feo el departamento en donde estás». Ella sonreía a los comentarios para no dar pie a más chismes, suficiente tenía con las miradas de todos cuando la veían trabajar agachada enfrente de su computadora. El estrés la evidenciaba: a veces la encontraban irritable y con rostro de cansada, dejó de asistir a las reuniones de la oficina, empezaba a olvidar las cosas, como los recados que le dejaban en su escritorio, costos que no gestionaba y los dimitía a último momento.

Bajó del camión, cruzó la calle; mientras caminaba se iba diciendo a sí misma: «Irma, tranquila, solo habla con tu jefe; la buena vibra está contigo», recordó a su maestra de yoga, hizo tres respiraciones profundas y estiró los brazos hacia arriba para contener el llanto. Caminó hacia el Centro de Gobierno, subió al tercer piso por el elevador, lo vio de lejos y se fue directamente hacia él: «Te vi ayer, me seguiste, hablaré con el jefe de lo sucedido». Los demás compañeros escucharon la discusión, voltean a mirar a Jorge, este niega lo que dice Irma, con la mano hace una señal indicándoles a todos que ella estaba loca, eso la enfurece más. El jefe llega, los ve discutir, los invitan a pasar a su despacho. Irma narra los hechos, se desahoga. Entre ellos está un abogado quien, después de terminar, le pide a Irma salir de la oficina para tomar un café y platicar:

—Compañera, sé que estás muy enojada, pero yo le aconsejo que no proceda con el acta administrativa, se puede meter en problemas. Mejor olvide lo ocurrido.

—¿Olvidar?

—Sí.

—¿Estás de acuerdo que eso no se le hace a nadie?

—Así es, pero nadie vio lo acaecido, es decir, posiblemente lo estás inventando a causa de las rivalidades que ustedes tienen.

—¿Rivalidades? Yo no tengo la culpa de que le hayan quitado el departamento de Difusión a él, no le explicaron los cambios de la oficina. Estoy asumiendo irresponsabilidades de ustedes, cuando debieron haberle dicho sus planes. El hombre cree que le estoy quitando su cargo, cuando eso no es verdad. La intimidación es un daño a mi persona, por lo tanto, se tiene que corregir. Están violando mis derechos; merezco respeto. Yo no puedo trabajar con alguien así. No hay confianza. Desde ahora tendré que cuidarme y mantenerme alerta. ¿Eso es justo para mí?

—Así son las reglas del juego y las debes aceptar.

—¿Me estás pidiendo que tolere la situación?

—Mira, Irma, el señor está grande y es amigo del jefe, tiene un sentido del humor pesado, posiblemente estaba jugando contigo. Tienes que verlo así. ¿Comprendes el mensaje?

Irma regresa a su trabajo, se dirige a su oficina, Jorge la aborda en el pasillo, le pide disculpas por los conflictos que han tenido y le dice: «Mijita, disculpa si pensaste que yo te iba siguiendo ayer, pero la verdad coincidió tu salida del trabajo con un pendiente en el centro, fui a buscar un material para el evento que tenemos la próxima semana, La Voz del Pueblo, ¿no recuerdas?» Irma tranquilamente lo mira a los ojos y le contesta: «Está bien, entraré al juego maquiavélico, Jorge, pero recuerda estas palabras: El castigo ejemplar no necesariamente es signo de maldad». El señor Jorge se queda serio, la mira, y se dice a sí mismo: «No es una chiquilla, me gusta jugar con ella». 

Irma entra a su oficina, se tranquiliza, abre su laptop, recuerda algo, lo busca por internet: «Artículo 33. Son personas extranjeras las que no posean las calidades determinadas en el artículo 30 constitucional y gozarán de los derechos humanos y garantías que reconoce esta Constitución. El Ejecutivo de la Unión, previa audiencia, podrá expulsar del territorio nacional a personas extranjeras con fundamento en la ley, la cual regulará el procedimiento administrativo, así como el lugar y tiempo que dure la detención. Los extranjeros no podrán de ninguna manera inmiscuirse en los asuntos políticos del país». Se queda reflexionando unos minutos, recuerda a su madre, cierra la computadora y se dice a sí misma: «Es absurdo, esperaré unos meses mientras me opero y después a buscar otro trabajo, mientras recurriré a lo políticamente correcto».