miércoles, 3 de julio de 2019

La intersección


Luis Rivera


Don Fabricio Pérez se levanta cada mañana esperando que la muerte se lo lleve, pero la condenada solo le hace saber que está cerca, muy cerca. Sufrió su último infarto hace seis meses, aun cuando no fue fulminante como él tanto desea. Un octogenario que no pertenece a este siglo, mantiene la pulcritud de los caballeros de otra era. Su cabello blanco siempre bien domado hacia atrás con brillantina, usando esos cepillos negros delgados. Tiene unos ojos verdes apagados, traicionados ya por párpados envejecidos más de la cuenta que le cubren la vista neciamente, agravada por un glaucoma que poco a poco le llena la vida de sombras. Mantiene un bigote gris, corto y digno. Viste hoy una camisa manga corta de botones con bolsillo en el pecho izquierdo, portando siempre una diminuta libreta de apuntes y un bolígrafo barato. En ella tiene anotados números de personas que ya no viven, así como de familiares que hace tiempo lo olvidaron. El pantalón es de tela barata, pero bien planchado para lucir sus pliegues, sostenido con una faja de cuero café muy gastada, la cual ya sufrió la perforación de tres agujeros adicionales para acomodarse a su escasa cintura. Los zapatos de cuero negro recién lustrado ya tienen remiendos y poca suela, pero son los únicos con lo que cuenta en estos momentos.

Se gana la vida vendiendo pan «casero» en uno de los cruces viales más transitados de la zona oeste de la ciudad. Aprovecha el semáforo en rojo para capturar a sus clientes, que normalmente están distraídos en sus celulares, por lo cual la venta cada día se ha vuelto más dura. Nadie le ha explicado a don Fabricio que las harinas con gluten, los carbohidratos y la comida callejera atraen cada vez a menos consumidores. Tiene varias señoras fieles a su marca y siempre le dan propina adicional a cambio de su acostumbrado piropo. El día comienza antes del amanecer, para aprovechar a los motoristas de transporte pesado que madrugan para llevar su bocadito para la merienda, así como los vendedores quienes buscan anticiparse al endemoniado tráfico de San José.

Desde hace unos meses conoció a Mauro, con quien ha forjado una alianza de beneficio mutuo: don Fabricio le empuja su silla de ruedas mientras Mauro se encarga de los cobros y manejo de la caja, dado que la visión del viejo Fabricio está cada día peor. Mauro perdió una pierna tratando de alcanzar el sueño americano. Aprendió por las malas: el tren que cruza la frontera mexicana no perdona a los que caen sobre los rieles mientras va a toda marcha. Ese es el precio del intento de cruzar la frontera ilegalmente. Su segunda mejor opción migratoria fue Costa Rica. Logró hacerse de una silla de ruedas vieja, y con ella se gana la vida, mendigando por las calles josefinas. El opuesto perfecto de don Fabricio, Mauro provoca algo de disgusto por su desfachatez. Pelo sucio y enredado, contenido por una gorra de béisbol que perdió su tonalidad hace años. Barba espesa y descuidada, siempre empapada en sudor y polvo. Los botones de la camisa resisten valientemente la presión del abultado abdomen, aunque uno, cercano al ombligo, ya cedió.

—Don Fabi, está dura hoy la venta, y yo ya no aguanto la panza por el hambre —reclama Mauro, mientras tiene la vista clavada en una bolsa de pan que vigila don Fabricio.

—Todos los días me dice lo mismo. El día que usted no tenga hambre, se acabó este mundo. Atenidos a sus deseos, no tuviéramos producto para el negocio y usted estaría con esa barriga a reventar —respondió al instante, sabiendo que es mejor matar esas malas intenciones al solo nacer.

—Tranquilo, don Fabricio, no tiene razón para exaltarse. No queremos que se vuelva más viejito cascarrabias de lo que ya se le aguanta. ¿Dónde está el sentido del humor? —bromeó Mauro, buscando sacarle una sonrisa al caballero, lo cual siempre lograba.

Levantaron la vista al escuchar el rugido de un vehículo proveniente del este, como alma que la persigue el diablo.

§

Mariano Torres terminaba su turno, exhausto y muy nervioso. Caminaba empujando su bicicleta hacia la calle principal, repasando en su mente lo sucedido tres horas antes. Se quitaba y ponía su gorra, como esperando un milagro que lograra calmarlo. Sus cincuenta y dos años se marcaban con una cabellera blanca, profundas líneas en su cara que corrían en su frente, ojos y cachetes. Delgado como un palo, denotaba sus abundantes ayunos y poca atención en lo propio. Lo habían encontrado durmiendo en el turno y ese condenado supervisor no perdonaba. Llevaba casi treinta y tres horas de trabajo continuo en la posta principal del plantel al que está asignado, pero a ese mal nacido no le importaba. La fábrica industrial, que cubría varias cuadras de extensión, estaba teñida de gris y emanaba olores de combustión que penetraban al respirar. La posta donde se ubicaba Mariano era rectangular y aburrida, limitada en espacio a un pequeño escritorio, un banco de tres patas y un archivo metálico oxidado al que solo le servían dos de sus cuatro gavetas. Tenía negociado con el dueño de la empresa de seguridad hacer durante este mes un segundo turno cubriendo las vacaciones de Machado, buscando aumentar sus ingresos a través del pago de horario extraordinario, pero nunca imaginaba que hoy Ramírez —otro guardia asignado a la posta— tampoco llegaría al cierre del día. Esto lo obligó a quedarse en sitio y responsable hasta el siguiente relevo de las seis de la mañana. A eso de las tres de la madrugada, fatigado y hambriento, cedió su cuerpo al sueño y dormitó en su silla, arrullado por el frío viento de la madrugada. Se sobresaltó al escuchar el incesante claxon de una motocicleta, y reaccionó automáticamente, poniéndose de pie, dirigiéndose todavía semidormido hacia el exterior de la caseta. Para su desdicha, el supervisor de turno, Banegas, estaba a su espera, fumándose un cigarrillo, casco en sus piernas y recostado en la moto, disfrutando ese momento donde ejercería su poder. Durante esos instantes, él era Dios y Torres un infeliz mortal.

—A ver, a ver, ¿qué hace usted roncando en medio de su turno? —murmuró el supervisor sin soltar el cigarro de los labios, desinteresado en absoluto de lo que sería la respuesta. Su mirada fija en el horizonte, arrugando el ceño por el humo.

—Señor Banegas, discúlpeme de verdad —suplicaba Torres, aterrado por lo que podría pasar—, solo cerraba los ojos por un momento. Este ya es el tercer turno, señor. ¡Estoy reventado! Empecé antenoche en el turno de la noche, y me obligué a quedarme corrido.

—«Corrido» lo van a dejar después de mi reporte, Torres. Es usted un irresponsable y esto no se va a quedar así.

Y así de fácil, tiró la colilla de su cigarrillo, se puso el casco, hizo rugir su moto, y se fue. Quedó Torres inhalando el humo blanco que expiró el escape, viendo a ese desgraciado sonreír como quien acaba de coger.

Montó su bicicleta y tomó la calle principal. Pensaba en su hija, acostada en esa cama, y se aterraba tratando de descifrar cómo pagaría esas medicinas si perdía este trabajo. Pedaleaba en automático, con escalofríos causados por una combinación nefasta de fatiga, frío, ira y nervios. Pasó por la intersección del semáforo, divisando a lo lejos al señor que vende pan acompañado del inválido. Escuchó el rugido de un motor a su espalda, y solo pudo encoger los hombros.

§

Andrés Sevilla se recostaba en el sillón, mantenía los ojos cerrados mientras la música bombardeaba sus sentidos y sus arterias transportaban el veneno. Podía sentir en su pecho el redoblar de la batería. El agudo rechinar de la guitarra eléctrica le provocaba erizarse. Sufrían los tímpanos atacados como con dardos clavados en un tablero, y los alaridos del cantante le empujaban los ojos hasta sentir que se saltaban de su cara.

—¿Qué diablos me diste, Nela? —gritaba a todo pulmón para hacerse escuchar por sobre la potencia del parlante.

—¿Qué decís, papi? —respondía con la misma intensidad Marianela, con un porro de marijuana ardiendo en su mano izquierda, sus ojos semiabiertos tratando de ubicarlo. Se dirigió lentamente hacia él.

—¿Qué me diste que me siento tan loco? Esas pastillas, ¿qué putas eran?

—¡Solo bueno, papi! ¡Usted no pregunte mucho y vuele alto! —exclamó mientras se le sentó encima y le dio un beso profundo, restregándose toda sobre él, preparando el camino.

Andrés tenía veinticinco años y acababa de regresar de terminar su maestría en el exterior. Conocía a Marianela de su colegio, aunque él era cinco años menor. Atleta de toda la vida y forrado en dinero por su familia, era común verlo con muñecas de sociedad. Pero con Nena había superado cualquier locura vivida. Ella lo llevaba a lugares underground, donde todo lo imaginable y oscuro era posible, todo. Eran antros exclusivos que mantenían su clientela bien reducida para asegurar el anonimato requerido. Ella conocía a las personas indicadas para obtener acceso, los dealers que cada mes le ofrecían la nueva «experiencia», y las amistades en las posiciones públicas correctas para mantenerla a salvo, en caso de darse alguna redada.

—Vámonos, Nela. Ando cruzado…

Salieron al estacionamiento y la claridad del amanecer les cegó la vista. Se abrazaban para mantenerse de pie. Los guardaespaldas de Andrés se acercaron para ayudar, pero él los rechazó con una señal de su mano y una malcriadez. Torpemente, se montaron al vehículo. La falda de Nela era tan corta que al sentarse, todas sus vergüenzas se expusieron. Los muchachos intentaron disimular haberle visto las vergüenzas, y ella les sonreía pícara, disfrutando hacerlos sufrir.

—No maneje así, don Andrés. No lo veo muy bien hoy —se arriesgó a recomendar Vargas, calificando la situación con alta gravedad.

—¡Andate al carajo! —Cerró la puerta y encendió el motor de su Mustang clásico.

—¡Rápido, Andy, quiero sentirme que vuelo! —gritó Nela, mientras se quitaba sus zapatos y un diminuto calzón, tirándolos por la ventana. De inmediato sintió cómo su cuerpo se tallaba al asiento, al tomar velocidad el automóvil. Se mareó por un momento. Observaba con visión turbia a Andrés, concentrado en acelerar, mirada fija y manos pegadas al timón, cigarrillo en los labios y la cólera hirviendo en su sangre.

—¿Qué se cree ese animal? ¿Cómo se le ocurre hablarme así? ¡Ya verás quién soy yo! —se repetía a sí mismo, balbuceando.

Pisaba más el acelerador, intentando desmarcarse del carro escolta —era su manera de castigarlos por el atrevimiento—, aprovechando la ventaja de los redundantes caballos de fuerza de su automotor. Se acercaba al semáforo, y le liberó toda la potencia al vehículo para pasar la luz amarilla. Sentía que le faltaba música y bajó la mirada para tomar su celular. Rugió el Mustang, como un animal salvaje que lo acaban de liberar de su jaula...

§

El impacto fue seco. Al instante, los frenos del Mustang bramaron. El auto se detuvo casi cincuenta metros adelante, marcando el pavimento de líneas negras, salpicadas con rojo, emulando una pintura macabra. Restos del cuerpo de Mariano, al igual que su bicicleta, quedaron esparcidos en la calle. El carro escolta trató de evadir el cadáver y no volcarse en el intento. Se bajaron ambos guardaespaldas y recorrieron la escena: era dantesca. Sabían que tenían urgencia por actuar para contener el desastre por venir. Uno de ellos se dirigió al Mustang.

Mauro casi vomita. Nunca había podido ver sangre. Cuando vio llegar el segundo carro, el cual en ningún momento intentó ayudar al atropellado, interpretó la situación con su malicia callejera. Se colocó unos desgastados anteojos oscuros —el viejo truco que lograba motivar a quien da la limosna a ser más generoso para un inválido que también era ciego— y comenzó a disimular. Don Fabricio, atónito, pero reaccionando de manera instintiva, corrió en dirección a los vehículos y se arrodilló junto a Mariano. No era un cuerpo, eran restos, nada que hacer. Al digerir la gravedad de la situación, don Fabricio se sentó sobre el pavimento, paralizado.

El otro guardaespaldas se apresuró en dirección al viejo. Sabía el riesgo que corrían, y dispuso probar la cordura de Fabricio.

—¿Qué fue lo qué pasó, señor? —consultó, simulando nerviosismo y tribulación.

—Ese muchacho atropelló y mató a este hombre —respondió firmemente don Fabricio—. Ni siquiera ha tenido la decencia de bajarse del carro a ver el desastre que provocó.

—¿Y cómo es él? ¿Pudo verle la cara?

—Claro. Es un crío mal parido. Niño bonito que acabó con la vida de este pobre hombre. Venía en el carro con otra niña. ¡Tampoco ha hecho nada por ayudar!

Era todo lo que necesitaba escuchar. Hizo un ademán con la quijada a su compañero, y este se retiró del Mustang y se acercó. En sintonía, tomaron de los brazos a don Fabricio y lo levantaron de manera violenta, arrastrándolo hasta su vehículo. Obtuvieron del asiento trasero un lazo y un pañuelo, amarrando los brazos y tapando su boca, lo forzaron a recostarse dentro del auto. Uno de ellos tomó el volante y arrancó. El otro caminó hacia el Mustang, donde Andrés seguía impactado, sin reaccionar, y bruscamente lo obligó a trasladarse de asiento. Se le había acabado la paciencia. De inmediato, rugió el motor y pisó el acelerador a fondo, perdiéndose de vista al instante.

Mauro se quitó sus gafas oscuras, temblando. No podía creer lo que acababa de ver. Un asesinato y un secuestro, ambos con olor a homicidio. Con cuidado, detuvo la grabación de video de su celular, y en silencio juró hacer justicia por don Fabricio y ese pobre diablo que yacía en el pavimento. Cerró los ojos y lloró.

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