jueves, 4 de julio de 2019

La mujer marcada

Frank Oviedo Carmona


Era el mes de febrero en la ciudad de Nueva York, donde el frío invierno parecía que nunca terminaría; difícil caminar por la cantidad de nieve en las veredas y pistas; a pesar de ese clima, el cielo estaba despejado y la luna llena alumbraba a toda la ciudad. En una de esas calles estrechas caminaba una mujer apresuradamente, llevaba puesto un abrigo de piel color gris, capucha y cinturón rojo; ella se dirigía a una mansión. Buscó las llaves en su bolso y abrió las rejas altas y pesadas de color negro, prosiguió caminando a paso acelerado, empujó la puerta principal y se paró, caminó despacio hacia el recibidor de paredes blancas, volteó a su izquierda y se miró en un espejo grande color dorado. Pudo notar lo asustada y temblorosa que estaba, a la derecha había una escalera en curva, con gradas de mármol, barandas tipo reja y pasamanos de madera pintados en dorado que comunicaba a una sala de estar la cual estaba rodeada de retratos de famosos músicos, tres sofás de cuero color guinda, piso con alfombra gris y una colección de armas. Subió las gradas lentamente sosteniéndose del pasamano y cuando ya estaba cerca de la mitad de la escalera salió George, de quien ella era asistente, así la había nombrado desde hace mucho tiempo atrás. Él le había declarado su amor sin ser correspondido, ya que ella lo quería como un amigo y estaba agradecida por la ayuda que le brindaba; es a partir de ahí que todo cambiaría.

–Al fin llegas, seguro muerta de frío y de hambre porque no creo que ese pobre diablo con el que sales a escondidas te invite a un buen lugar a cenar.

–Me da igual lo que pienses, tú no sabes nada de él.

–Es increíble que no sepas valorar todo lo que te he dado, pero tú y él son iguales, dos muertos de hambre, tal para cual.

–Estoy cansada de tus reproches, de sacarme en cara lo que hiciste por mí; no hay un solo día que no me critiques. 

–Tarde o temprano se enterará de tu pasado vergonzoso. Porque recuerda que yo te saqué de la basura.

Jezabel se quedó quieta, era imposible olvidar su pasado si él a cada instante se lo recordaba.

–Esto tiene que acabar, George, no sabes de lo que soy capaz.

–Me das risa, ¡crees que me asustas con esas palabras! Soy yo quien ha sido capaz de contarle a él cómo te conocí y cómo te rescaté de ese muladar en donde te gustaba vivir.

–Yo quería contarle toda la verdad, pero no como tú seguro lo has hecho.

–Bueno, quizás exageré un poco, pero lo hice por tu bien, ¿qué te espera con ese muerto de hambre?, te está engañando, se aprovecha de ti.

Jezabel se cubrió las orejas con sus manos.

–Ya cállate, no quiero oír un reproche más, ¿¡me has entendido!? Estoy harta de que todo el maldito día me hagas sentir que no valgo nada.

–Por lo visto estás muy alterada.

–Y qué crees, vivir contigo se ha convertido en un martirio, preferiría mil veces regresar a la calle que seguir viviendo bajo el mismo techo.  

–Eres una cualquiera, por más que he tratado de convertirte en una dama, siempre serás una mujer de la calle.

–¡Cállate! Nunca pensé que tú por despecho me llegaras a odiar tanto.

–Te advertí a mí nadie me rechaza y menos una prostituta como tú. 

–Sí, ¡es verdad! Una prostituta como yo, de quien te enamoraste pero que jamás te va a corresponder.

–¡Yo he pagado por ti! ¡Y tú aceptaste el precio!

Jezabel trataba de estar controlada, pero su rostro desencajado la delataba. 

–Nunca vas a parar con tus insultos –dijo mirándolo fijamente a los ojos.

Jezabel ya no alzó la voz; era como si estuviera resignada y tenía que callarlo de una vez por todas.

–Me das lástima, teniéndolo todo te enamoraste de un músico que solo vive de cachuelos, tocando en restaurantes de mala muerte porque ni siquiera es bueno para eso.

–Sí, George, me enamoré como tú dices, de un don nadie y resulta que él, solo quiere mi dinero –al hablar las lágrimas recorrían su rostro.

–¿Tu dinero? ¡Mi dinero! Porque tú no tienes nada. No eres nada.

–Es verdad, no tengo dinero ni una casa propia, todo me lo das tú y controlas hasta el último centavo por tus malditos celos.

Ella se sentía perdida, no sabía cómo enfrentar el desamor de William y el odio de George, el hombre que la había ayudado a tener una nueva vida, pero a cada instante le recordaba que él había pagado la operación estética, la casa y comodidades que le brindó.

–Al fin reconoces que no tienes nada porque me he cuidado bien de no poner nada a tu nombre. 

Jezabel era una mujer que de niña había sido abandonada en la puerta de un orfanato, se puso rebelde en la adolescencia y escapó en dos oportunidades y la descubrieron; hasta que ya, en la tercera, cuando tenía dieciocho años, volvió a escaparse y nunca más la encontraron. Realizó todo tipo de labores para subsistir, hasta que conoció a Peter que la llevó con engaños a un casino en donde supuestamente trabajaría de mesera pero no fue así, poco a poco la metió en el mundo de la prostitución, pero como le pagaban bien, prefirió quedarse un tiempo hasta juntar dinero e irse.

Cuando ella decidió retirarse, Peter, la amenazó diciéndole que si se iba, toda su vida se acordaría de él, que ella no imaginaba lo que él era capaz de hacerle.

Y cumplió su palabra, cuando estaba escapándose la descubrió, la arrastró hasta la sala del casino y delante de sus compañeras le cortó el rostro.

«Ya saben, si deciden irse y hablar con la policía, esto les pasará», y la echó a la calle con sus cosas.

Cuando se fue al hospital dijo que la habían herido en un asalto; tuvo miedo de confesar la verdad, Peter podía asesinarla.

Jezabel se apoyó en la baranda pensativa.

–¿Qué me ves con tanta seriedad? ¡A mí no me asustas!

Lo miró fijamente a los ojos, traspiraba frío, los labios le temblaban. Sacó un revólver y le apuntó.

Él como si nada hubiera visto siguió hablando e insultándola.

–No puedo creerlo, además eres una ladrona, tomaste una de mis armas. ¡¿Crees que te tengo miedo?! –Él la miraba fijamente a los ojos.

–No, por supuesto que no creo que tengas miedo, si eres frío y calculador.

–Quise hacer de ti una señora, pero tú perteneces a la calle, eres una cobarde que no tienes valor ni para disparar, así que mejor guarda el arma y vete de una vez.

–No, George, esta vez no te saldrás con la tuya, no importa si voy a la cárcel, total, quizás allá sea feliz y olvide todo esto que estoy pasando.

Jezabel no tenía dinero ni a dónde ir, pues George había controlado todos sus gastos, al punto que jamás le quedó opción de ahorrar algo para ella.

–Detente, Jezabel, te ordeno que no me apuntes con esa arma.

–No, ya no te permitiré que me sigas maltratando.

Le disparó tres tiros, George se quiso sostener del pasamano, pero no pudo, rodó por las escaleras hasta llegar al piso. Jezabel soltó el arma y miró el cadáver, bajó lentamente sin saber qué hacer, luego se dirigió a la sala buscó el teléfono y llamó a la policía. «Hola, soy la señorita Jezabel, anote por favor mi dirección que acabo de asesinar a un hombre».

Quien la oía del otro lado del teléfono no creía, hasta que le dio la dirección y fueron rápidamente a constatar. 

Al llegar la policía, la encontraron sentada, pálida y con la mirada fija en el suelo.

–¡Es usted la señorita Jezabel! –preguntó el policía.

Ella respondió que sí. El teniente desconcertado por lo ocurrido comenzó a hacerle una serie de preguntas.

–No entiendo, ¿por qué lo asesinó? 

Contó que a George lo conoció hace muchos años cuando ella vendía cigarrillos en las afueras del teatro sentada en el piso. Un día se acercó él a comprarle cigarrillos.

Al ver que ella no dejaba ver una parte de su cara, le preguntó:

–¿Por qué te cubres el rostro con esa cabellera negra tan hermosa?

Ella inclinó la mirada al piso.

–Por favor, señor, no me pregunte eso.

–Anda, levanta el mentón y déjame que te vea.

Ella levantó el mentón y se descubrió el rostro; tenía unos grandes ojos azules, su cabellera era negra y ondeada, piel blanca como una loza y al lado derecho una marca de un corte en cruz.

–Qué bella eres. ¿Y quién fue el maldito que te hizo eso?

–Por favor señor no puedo decirlo. 

A partir de ese día cada vez que él iba al teatro le compraba cigarrillos.

Hasta que un día le ofreció su ayuda para operarle el rostro ya que tenía buenos amigos cirujanos. Sorprendida Jezabel le dijo que no tenía dinero para pagarle.

–No te preocupes, yo sabré cómo me lo pagas además trabajarás como mi asistente.

Ella no podía creer lo que escuchaba, lloró de emoción y aceptó.

George era alto, elegante, usaba sombrero negro, bastón y solía vestir de terno gris; de niño había sido maltratado por su padrastro ya que su padre murió muy joven y ese padrastro amaba a su madre, pero a George lo golpeaba cuando hacía una travesura o sacaba malas notas, al parecer sentía celos de él por lo hábil que era para tocar el piano. George encontró como refugio, la música.

–No puedo entender, ¿por qué lo asesinó, si él le ayudó? –preguntó el teniente.

Le respondió que él a pesar de que le decía que la amaba, extrañamente, también la humillaba, le hacía recordar su pasado todo el tiempo, hasta que no soportó más.

El policía desconcertado ordenó que la esposaran y que se la llevaran.

Jezabel salió con un policía a cada lado, y a pesar de ya no tener la marca en su rostro, volvió a cubrirlo con su cabellera negra. 

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