jueves, 29 de mayo de 2014

El sueño de un niño

(Primer cuento e introducción de “Las crónicas de un bombero”)


Bérnal Blanco


MIS AVENTURAS COMO bomberita iniciaron hace un par de años, cuando mi Papá me contó que había decidido cambiar de trabajo.

Aquel día amanecí con una crisis de alergia, por lo que Mami me llevó al doctor. De regreso a casa, en el autobús, nos sentíamos como metidas en una olla de presión, ahogadas por el calor.

Bajamos del bus a esa hora de la tarde cuando el sol parece más grande de lo normal. Salté a la acera y empujé el portón que da a nuestro jardín.
Realmente me sentía mal.

—Mami, estoy preocupada por esta alergia –le dije, al tomar el camino empedrado, en medio de las flores y plantas del jardín.

 —Recuerda lo que te acaba de decir el doctor. Tienes que aprender a vivir con esa alergia ya que nada puede quitártela.

Caminamos entre la mezcla de olores a tomillo, romero y hierbabuena. Entramos y corrí a mi cuarto a buscar sandalias mientras ella abría las ventanas para refrescar la casa. Luego la escuché preparando algo en la cocina.

—¡Quieres un batido! –preguntó al ratito.

—¡Hum! ¡Sí, qué rico! Ya voy –respondí.

Volví a la sala, que también usamos de comedor, y ambas nos sentamos a la pequeña mesa.

—Tiene que haber alguna que sirva –dije, retomando la conversación, al tiempo que limpiaba mis bigotes de espuma.

—¿De qué me hablas? –preguntó ella, desconcertada.

—Debe haber alguna medicina que cure la alergia. Hay medicinas para todo –afirmé, como quien todo lo sabe.

—Si existiera esa medicina, el doctor ya nos lo habría dicho. ¿No crees?

—¡Pero tú has visto! –repliqué–. Cuando me da la crisis, estornudo y estornudo, hasta mil veces. ¡Qué molesto es! –dije alzando un poco la voz y poniéndome de pie.

—Lo que hará el medicamento es aliviar tus malestares. Vas a ver que te sentirás mejor –me explicó, tratando de calmarme.

—¡Está bien! –acepté a medias, cruzando los brazos y haciendo caritas.

—¡Bueno! Después seguimos hablando de esto, Niña –dijo, más enérgica–. Por ahora, recuerda que me prometiste terminar de arreglar tu habitación antes de que Papá volviera.

—¡Pero Mami! –insistí, sabiendo que me estaba metiendo en problemas.

—¡A ver…! –sentenció.

Entendí que era mejor ponerme a ordenar mis cosas.

§

MI CUARTO ESTABA hecho un desastre, así que debía trabajar rápido. Me faltaba organizar mis peluches y colocar en la repisa los libros.

Una hora después, a eso de las siete, Papi llegó del trabajo. Me sentí muy alegre, no solo porque él volvía a casa, sino también porque traía pizza para cenar. Me encanta la pizza… y ninguno de los dos –me refiero a mis Papás– me había contado de ese plan para la cena, ¡justo para darme la sorpresota!

Cuando abrí el cartón, el olor llenó toda la casa. Desde su habitación, Mami alzó la voz: «¡Hum, qué rico huele!», dijo. No hubo que llamarla para que viniera a cenar. La pizza era grande y humeaba de caliente. Tenía hongos, tiritas de jamón y salami: ¡mis ingredientes preferidos! Yo me serví una porción, pero el queso derretido se estiró desde la caja hasta mi plato. Hice tal enredo que debí recibir ayuda.


La cena y la conversación fueron fabulosas, pero pronto llegó la hora de prepararse para dormir, ya que el sábado tendríamos mucho por hacer.
Minutos después estaba en mi habitación cuando mi Papá entró. Como todas las noches me leyó un cuento. Después le comenté mi preocupación por la alergia.

Lo que siguió en nuestra charla jamás lo esperaba.

—¿Quieres que te dé una buena noticia para que se te quite la alergia? –me preguntó, ¡así, todo intrigante!

—¿Qué noticia?

—Mira, dentro de unos días cambiaré de trabajo. ¡Voy a ser bombero!

—¿De veras? –respondí, arrugando la cara, creyendo que se trataba de una broma–. ¿Pero cómo?... ¡tú eres un contador! –agregué, ahora erguida sobre mis codos.

—Así es, mi vida, he decidido cambiar ese trabajo de oficina y dedicarme a lo que he querido ser desde niño.

—¿Desde que eras como yo querías ser bombero? –le pregunté, con tono de incrédula.

—¡Ajá! Incluso mucho antes. Tu abuelita dice que yo quería ser bombero desde que tenía tres o cuatro años.

—¿Y a qué se dedica un bombero? –pregunté.

—Un bombero es una persona que apaga incendios. Todos los días se enfrenta a las llamas para evitar que el fuego queme casas y edificios. Y si dentro de un incendio hay personas atrapadas, el bombero tiene que rescatarlas.

—¿Todo eso harás tú? –le cuestioné, sentándome en la cama para poner más atención.

—Así es.

Por un segundo lo imaginé envuelto en medio de llamas enormes, corriendo, tratando de salvar a alguien… y sentí miedo.

—Papi, yo creo que eso es muy peligroso. No te va a pasar nada, ¿verdad? –le pregunté con los ojos aguados, llenos de preocupación.

—No, mi princesa. Yo voy a recibir un entrenamiento y llevaré siempre puesto un traje especial que me protegerá contra el fuego.  Además, no tengo planeado faltar a mi cita contigo, cada dos noches, para contarte mis aventuras.

—¿Por qué cada dos noches?

—Porque mi horario será distinto al que ahora tengo. Entraré a trabajar a las ocho de la mañana de un día y saldré hasta las ocho de la mañana del día siguiente.

—¡No entiendo!

—No te preocupes. Verás que luego se te hará fácil de entender. Por hora vamos a dormir, porque mañana tenemos muchos quehaceres.

Me dio el beso de las buenas noches y salió. Intenté pensar un rato en lo que acabábamos de hablar, pero el sueño pudo más y me dormí.

§

EL DÍA SIGUIENTE, sábado por la mañana, estaba dedicada a mis tareas. Por la ventana veía a mi Papá sacando maleza del jardín y podando el naranjo. Se le veía feliz. En eso sonó el teléfono.

«Buenos días», respondió mi Mamá. Y luego de un silencio agregó: «Sí claro, ya se lo comunico». Se asomó a la ventana y llamó a Papi. Él vino corriendo.
«¡Aló!», respondió. Noté que a él le cambiaba el semblante conforme escuchaba. «¡No me puedes hacer esto. No es justo!», dijo finalmente, como triste y enojado a la vez. Yo no sabía qué pasaba, pero parecía ser algo malo. Él continuó al teléfono por unos minutos y luego, de mala gana, colgó.

«Eliza, tengo que hablar contigo», dijo a mi madre, con el tono de quien está metido en un gran problema. Entonces fueron a su habitación y hablaron por mucho rato. De mí, al parecer, se olvidaron, como si me hubiera vuelto invisible.

Ese sábado, el domingo y todos los días de la semana siguiente fueron feos. Mis padres conversaban mucho a solas y a mí no me explicaban nada. Sin embargo, el martes por la noche escuché una conversación que me ayudó a comprender.

Resulta que mi padre trabajaba como contador en una empresa grande. Al parecer todo estaba arreglado para que él pudiera  dedicarse a su nueva profesión de bombero. Pero por alguna razón, en el último momento, sus jefes necesitaban que él continuara trabajando para ellos.

—Fran, la decisión es tuya y de nadie más. Tus jefes no pueden decidir tu futuro –le decía mi Mamá mientras hablaban en la sala.

Yo, que salía de mi cuarto, me había quedado escuchando, agazapada en el pasillo.

—Lo sé, Eli, pero si dejo en este momento la empresa, el jefe se negará a pagarme y nosotros, como familia, vamos a perder mucho dinero.

Pero ella le insistía:

—No te preocupes, vamos a salir adelante. Siempre lo hemos hecho. Además, las cosas en el periódico están mejorando. ¡Vas a ver que en unos días me darán trabajo a tiempo completo!

Antes de que yo entrara y los interrumpiera, él dijo:

—Gracias mi amor. Pero me da temor meter a la familia en problemas. Tengo que pensarlo muy bien y decidir antes de la reunión del sábado.

Y mi madre agregó:

—Está bien. Pero quiero que sepas que yo siempre apoyaré tu decisión, sea cual sea.

§

LA SEMANA CONTINUÓ. Ninguna noche tuve cuento y tampoco explicaciones. En mi casa todo cambió y yo me volví más invisible aún. Al parecer, el sueño de mi padre se había derrumbado.

§

EL SÁBADO POR la tarde, estaba en mi habitación jugando con mis peluches cuando oí que mi Papá llegaba. Salí al jardín y corrí a saludarlo. Me prometió que por la noche hablaríamos y que me explicaría todo lo sucedido.

Sin embargo, después de la cena me mandaron a dormir.

—Abril, prepara tu cama. Hoy tienes que acostarte temprano –me pidió mi madre.

—Pero Mami, mañana es domingo. Además Papi me prometió...

—Precisamente por eso. Anda princesa, vas a ver que te conviene –me interrumpió ella.

A regañadientes, accedí.

Un poco más tarde mi Papá entró a mi cuarto. Fue hasta ese momento cuando pudimos retomar la conversación que habíamos iniciado la semana anterior.

—Abril, esta semana ha sido muy complicada –me dijo.

—Sí, Papi. Yo sé. Y también sé que ya no serás bombero, ¿verdad?

—¿Quién te dijo eso?

—Te escuché hablando con Mami.

—¿Y si te dijera que hoy hablé con mis jefes justo de eso y que les hice saber mi decisión final.

—¿De veras? ¿Qué decisión tomaste?

—He decidido cambiar de trabajo. A partir del lunes me incorporaré al Cuerpo de Bomberos.

—¡¡¡Yupiii!!! –grité sobresaltada y dando brincos en la cama.

—Espero en Dios que esa sea la mejor decisión.

—Yo sé que sí lo es.

—¿Ha sí? ¿Por qué lo crees?

—Porque sé que siendo bombero ya no tendrás la cara de preocupación que tuviste toda esta semana –le expliqué, hincándome.

Él me abrazó y yo también lo abracé. Fue el abrazo más fuerte que jamás nos habíamos dado… y entonces lloré.

—No quiero verte más con esa cara. Ni quiero parecer invisible en esta casa –dije en medio de suspiros.

—No Abril. Nunca pienses eso. Eres lo mejor que nos ha sucedido a Mami y a mí.

Después pasamos un rato en silencio. Fue lindo sentir su calor y su ternura. 

Cuando pude volver a hablar le dije:

—…y Papi, ¿cómo es el lugar donde trabajarás?

—Trabajaré en la Estación Sur. Tengo que conocerla bien y luego ya te contaré con lujo de detalles cómo es. Por ahora lo que sí te puedo decir es que, ¡vieras!, ¡hay una unidad extintora preciosa! –me dijo, casi susurrado, como queriendo que los peluches no escucharan.

—¿Unidad extintora? –mis ojos volvieron a tomar brillo–. ¿Qué es eso?

—Es un camión enorme. ¡Tiene una escalera laaarga larga! Es de color rojo como el rubí y está lleno de muuucha agua –me contaba todo emocionado, haciendo dibujos en el aire con sus manos.

—¡Qué maravilla! A esa unidad entonces yo la llamaré Rubí –exclamé, poniéndome de nuevo de pie en la cama.

—¡Qué buena idea! Ese nombre le queda genial –me bromeó.

—Y yo seré la chofera de Rubí –dije, brincando de alegría.

—Al que maneja una máquina extintora se le llama maquinista –me aclaró.

—Yo quiero una Rubí de juguete. ¿Eso sería posible? –me animé a preguntar, haciendo cara de inocencia, aunque… ya sabía la respuesta.

—¿Una Rubí de juguete? No Abril. No podemos llenar de más cosas este cuarto. Te aseguro que un día daremos una vuelta montados en Rubí, pero… por ahora, las niñas de siete años deben ir a dormir.

—Está bien –le respondí, y haciendo cucharas volví a las sábanas.

—¿Mami y yo podremos visitarte en la estación? –insistí.

—¡Ya. A dormir. Hay que levantarse temprano! –me regañó, suavemente.

Me dio el beso de buenas noches, cerró las celosías, corrió la cortina y apagó la luz. Salió despacito de mi habitación. Pero unos segundos después la puerta se abrió y, asomándose, me dijo con mucha ternura:

—Sí, Abril. Tú y Mamá podrán visitarme.

Al rato me dormí.

§

ENTONCES SOÑÉ QUE era bombera y que estaba vestida de rojo. Rubí era mi unidad extintora y yo su maquinista. Rubí me contaba sus historias apagando incendios y yo la quería volver loca con mis cosas de la escuela.

Mientras hacíamos un recorrido por el barrio, ella me dijo que sentía mucha sed.

—Si quieres vamos a casa y le pedimos a Mami que nos prepare un batido de fresas –le sugerí.

Pero ella me dijo:

—Creo que tengo una mejor idea.

Entonces, igualito que en las películas, nos elevamos por encima de las nubes y fuimos hasta un gran lago donde ella tomó y tomó agua. ¡Muuucha agua!

—¿Por qué tomas tanta agua? –le pregunté mientras hablábamos a la orilla del hermoso lago, rodeado por verdes montañas.

—Tú sabes, una siempre tiene que estar preparada… por si acaso ¡el fuego nos llama! –dijo, alzando la voz como si fuera una maestra. Y me guiñó un ojo, digo, un farol.

En eso mi Mamá me despertó. Era domingo y me tenía preparada una sorpresa: «¡Vamos a la playa!», me dijo al oído. No había terminado de decir esas palabras cuando yo ya estaba levantada.

Por la mañana brincamos olas e hicimos castillos de arena. Por la tarde, mientras caminábamos por la playa soleada y tranquila, ellos rieron muchísimo escuchando acerca de mi sueño con Rubí.

§

EL DÍA SIGUIENTE era lunes; día de escuela. Salimos al  jardín los tres y allí me despedí de mis papás. Como siempre, Mami me ayudó a subir la gran maleta de cosas que llevo a la escuela.

Con su tasa de café en la mano, mi Papá gritó desde el jardín:

—Abril, ¿qué se hizo la alergia?

«¿La alergia?», me pregunté mientras subía al autobús. Entonces recordé.

—¡Es cierto! Tenías razón Papi: la alergia se fue –grité desde la grada.

En la escuela, mis compañeros se extrañaron de verme tan alegre, así que les expliqué todo lo sucedido. También les conté de mi nueva amiga; una amiga con la que había ido de viaje a un lago rodeado de montañas. ¡Quedaron más extrañados aún!

Segundas oportunidades

Elena Villafuerte


Me llamo Amalia Lapeira Villareal, y hasta los diecinueve años fui consentida e inocente, totalmente ignorante de la crueldad de la vida. Hasta que quedé viuda en mi viaje de bodas.

Lo que debía ser el inicio de una vida maravillosa se convirtió en el comienzo de una  pesadilla digna de alguna película. Antonio, mi novio, mi amigo, mi protector, el compañero que Dios había puesto ante mí me fue arrebatado de improviso, en las curvas dantescas de un descenso al infierno. Los demonios, personificados en nuestros compañeros de viaje, nos dejaron a plena carretera mientras Antonio vomitaba sangre en mis brazos hasta morir.

No recuerdo cómo regresé a la casa de mis padres, de donde había salido una niña vestida de novia entre música y flores, y a la que tres días después retornaba una mujer viuda. Perdí la percepción del tiempo. ¿Cuántos días pasaron desde que llegué a ella hasta que recuperé algo de sentido? ¿Fue una semana, un mes, un año? No sabría decirlo. No me levantaba de la cama, no comía, no me bañaba. En las noches me revolvía entre las sábanas sin querer dormir, porque sabía que en mis sueños estaría mi esposo esperándome empapado en sangre. Y en las ocasiones en las que me recibía sonriente, me tomaba de las manos, vivíamos nuestro amor, teníamos hijos… hasta que por la mañana desaparecía todo entre los rayos del sol de mi habitación de viuda, con la cama revuelta y el recuerdo del olor a sangre seca. Esas mañanas eran las peores.

Cuando mi hermana mayor se divorció, vi la oportunidad de la huida. Carmela era completamente mi opuesto. Se había casado con un hombre, si a eso se le puede llamar hombre, mujeriego y vanidoso. A los dos años de casada, un viernes por la tarde su marido se apareció temprano después del trabajo ¡cosa rara en él! Carmela tenía siete meses de embarazo y estaba en la cocina, calentando la leche para su primer hijo, Gustavo. Gerardo se zambulló en el baño y emergió vestido, peinado y perfumado, llevando en la mano una pequeña maleta, listo para una escapada de fin de semana con la mujer que lo esperaba en el auto. Sólo que Carmela no estaba de humor ese día, y le tiró encima la leche hirviendo.

La consecuencia natural fue que al salir del hospital, después de que le trataran las quemaduras, Gerardo se negó a seguir viviendo con “esa fiera” y se separaron. Al nacer mi sobrina Soledad, firmaron el divorcio en condiciones de guerra; Gerardo alegó violencia doméstica, presentó la evidencia de las heridas recibidas, negociaron la custodia de los hijos. El resultado fue que Carmela se quedó con ambas criaturas y Gerardo siguió una irresponsable vida de soltero, sin preocuparse en lo absoluto por su ex familia.

Carmela tenía que trabajar y yo, puesto que no había logrado morirme, decidí irme con ella, alejarme de cualquier sitio que me trajera recuerdos de Antonio. Lo que no pensé era que los recuerdos los tenía yo, no los lugares donde él estuvo presente. Con el pasar de los años lo entendí a la perfección.

Veía en mis sobrinos a los hijos que en las noches eran míos, pero que en el día me llamaban tía Amalia, y una serpiente se me enroscó en el corazón. Mordía suave, constantemente. Masticaba con lentitud, inyectando su veneno. ¡Eran los celos, era la envidia! Comencé a ponerles apodos, para evitar encariñarme demasiado con ellos, y ellos se desquitaban. Gustavo en particular era un niño travieso, alegre y respondón; cuando lo regañaba, él respondía que yo no era su madre sino su tía, y que ojalá eso se me metiera en la cabeza. Los escuchaba susurrar por los pasillos del departamento que compartíamos, a él y a su hermana: “Mi tía Amalia está loca, mamá. Se cree que somos sus hijos…”

¡Ah, los susurros! Mis hermanas y toda la familia, amigas casadas, los conocidos de mis padres y hasta el tendero de la esquina. No hay nada que pueda compararse a la necesidad del chisme, disfrazado en bienintencionados susurros. Escuché tantas cosas en esa voz bajita, como el ligero paso de un aire maloliente. Algunos, los más cercanos, se preocupaban genuinamente por mi salud y mi cordura, y se devanaban los sesos pensando a quién podían presentarme para que “rehiciera” mi vida. Otros simplemente se regodeaban con las murmuraciones, señalando por la calle a “esa muchacha a la que se le murió el marido en la noche de bodas”. Hubo quien llegó a decir que yo había matado a Antonio, porque bien sabía que él no tomaba refrescos y en la boda lo había atiborrado de Coca-Cola.

Creían que no me daba cuenta. Creían que me encontraba demasiado lejos, o que hablaban demasiado bajo, o que los ojos no los delataban. O tal vez que como estaba loca, no me importaba.

Y es que ¿cómo no enloquecer? La muerte de Antonio fue una tragedia. Pero más trágico aun fue el día a día que siguió, los meses que se convirtieron en años, el ser una figura pintoresca de las que aparecen en los chismes del barrio. Ningún hombre de buenas intenciones se me acercaba, porque nadie quería competir con un recuerdo; y aquéllos que lo hacían, eran por lo general los viudos mucho mayores, o bien, los hombres en busca de alguna aventurilla pasajera, pues ya no era una muchacha soltera, sino una viuda y lo que es peor, una mujer que atraía la mala suerte. Por la misma razón me fui quedando sin amigas, ya fuera porque no querían herir mis sensibilidades hablando de sus matrimonios e hijos, bien porque no querían que sus maridos fueran a fijarse en mí.

Desesperada comencé a enviar cartas a las revistas de contactos de solteros. Necesitaba a alguien que no me conociera, alguien que jamás hubiera escuchado de Amalia Lapeira, Amalia La Viuda, Amalia La Loca, Amalia La Amargada. Así conocí a Pablo, a los treinta años, tras once de viudez y de horror.

Pablo Reyna, mi segundo esposo, era un contador amable y simpático. Caminaba ligeramente encorvado, para disimular un poco su estatura, y usaba lentes redondos con delgada montura de oro. Su cabello era negro como mi conciencia al casarme, ya que aunque lo quería profundamente, nunca lo amé, y en el transcurso de la boda sólo podía recordar aquélla otra...

Quisiera decir que mi vida fue feliz y que Pablo fue el consuelo, la fortaleza que Dios me reservó, etcétera, etcétera. La verdad es que el recuerdo de Antonio estuvo ahí por las noches, separando nuestros cuerpos como una espada antigua y llena de telarañas, con escalofríos que recorrían mi espalda cuando los dedos de Pablo me tocaban. Quise a mi marido, pero lo cierto es que la cotidianidad es un arma poderosa, que termina por acabar hasta con el más puro y apasionado amor. Y es mucho peor cuando ese cariño terrenal se compara, inevitablemente, con un sentimiento que procede del recuerdo, una imagen idealizada y perfecta que se mantiene sin cambio y sin mancha con el pasar de los años.

Nuestra casa estaba decorada en tonos rojos, negros y verdes pistache, con motivos geométricos y muebles de líneas rectas que combinaban con las cortinas. El sol entraba a raudales por las ventanas y generaba un ambiente alegre y vivaz. Por el contrario nuestro matrimonio era bastante aburrido; después de las primeras semanas, caímos en una rutina. Pablo se levantaba y se bañaba mientras yo preparaba el desayuno. Huevos con jamón, jugo de naranja, café y pan tostado. Cuando se iba al trabajo, yo pasaba el resto del día limpiando y arreglando mi casa, platicando con las vecinas, peinándome en el salón. Pablo no comía en casa porque le quedaba demasiado retirado de la oficina, así que no volvía a verlo hasta pasadas las siete de la tarde.  Los fines de semana visitábamos a nuestros respectivos padres: los sábados a los suyos, los domingos a los míos y viceversa. Nada emocionante por cierto, pero yo ya había tenido suficiente de emociones fuertes.

Viví, eso sí, martirizada por el temor de perder mi nueva vida. Celaba a mi marido hasta la obsesión, no por amor sino por inseguridad. Estaba convencida de que sólo podían ocurrirme tragedias y que por lógica, Pablo había de desaparecer de mi vida en cualquier instante y por cualquier motivo. Cuando quedé embarazada de mi hija Paulina, pasé siete meses acostada, atenazada por el pánico de tener un aborto. Cuando nació, me levantaba por las noches, de puntillas, a verla dormir, con el corazón saltándome como loco por el pecho, muriendo de miedo de que algo pudiera pasarle. Le pedía a Antonio que la cuidara desde el Cielo, que intercediera por ella, por esa niña que debería haber sido hija suya.

Con el paso de los años mi cintura se fue ensanchando y con ella mis miedos. Mi familia me tachaba de neurótica. Mis sobrinos, ya jóvenes, me miraban con rencor. Pablo se mostraba cada vez más distante, primero absorbido por el trabajo y luego por el desinterés en su familia y el interés en otras cosas: los amigos, las copas, el boliche y con el tiempo, las reuniones de jubilados de su oficina. Paulina, por supuesto, escapó de la casa en cuanto le fue posible, alegando que yo la ahogaba. Hizo una vida lejos de mí, y en el fondo puedo decir que fue lo mejor que pudo haber hecho; pero me pesó tanto el perderla, el que mis peores temores se fueran haciendo realidad…

Esperé con ansias la muerte, queriendo saber si en ella encontraría a Antonio. Incluso entonces me fue negado un aniquilamiento rápido; me diagnosticaron enfisema pulmonar, y padecí dos años de agonía, entre médicos y hospitales, teniendo que arrastrar un tanque de oxígeno donde quiera que fuese. No únicamente me quedé sola, sino que además me fue quitada la libertad de movimiento. Pasé tantas horas entre sueños y recuerdos, reflexionando en lo que pudo haber sido y en lo que nunca fue; entonces me di cuenta de que fui yo quien alejó a todos, quien no supo enfrentar el miedo de quedarse sola y que al final, causé lo que tanto me asustaba sucediera.

Hoy me da pena esta criatura en la que me he convertido, arrugada y llena de tubos, en esta cama dura como el cemento de la que sé que no he de levantarme, rodeada de enfermeras y médicos que no hacen sino picotearme por todas partes. Me duele el alma más aun que el cuerpo. Y en mi última hora, con mi último suspiro, mi deseo más ferviente es creer que Dios existe, y que me escucha.

No te he llamado, Señor, desde aquella noche en que murió Antonio. Pero si acaso no eres un producto de la imaginación, te suplico, Dios mío, ¡dame otra oportunidad! Durante cincuenta años me ha acompañado el fantasma de un amor irreal, que me ha mantenido congelada en el tiempo. Pido tan sólo que ese fantasma se vuelva carne; que de alguna forma pueda vivir la vida que me fue arrebatada esa noche fatal de su muerte. Quiero vivir las noches de no poder dormir por sus ronquidos. Despertar a su sonrisa y a la luz del día en sus ojos. Los desencuentros diarios, pelearnos por tonterías, descubrir sus defectos, desesperarme con sus manías; y algunas veces, encontrar que ese amor resiste los años, los desencantos, las decepciones, que tome mi mano y miremos en silencio un atardecer.

Junto a su cama de hospital, Amalia percibió un cambio en el aire, una mano que le tendían dentro de la luz brillante que entraba por la ventana. Observó sorprendida la silueta de una sonrisa que iluminaba el Universo, y escuchó en su mente un susurro:

- Sí.


martes, 27 de mayo de 2014

El circo

Juana Ortiz Mondragón


Entre el azul del cielo y las líneas blancas que lo adornaban, se entretejían los sueños y los deseos de Luisa. Era una bella chica de ocho años,  morena y dulce… de esas personas que ya no se encuentran, delicada como la brisa. Habitaba en un barrio humilde que no aparecía en los mapas. Calles estrechas y empinadas,  poco color en el paisaje. Las edificaciones se levantaban  a ambos lados. Era un lugar muy poblado y todos  los habitantes se conocían. Su casa estaba hecha de cartón y botellas plásticas. De su primera infancia recuerda esos terribles vendavales que los dejaban a ella y a su familia sin protección.  Amaneceres en los que el sol los bañaba con sus rayos, contagiándolos de energía y alegría. También rememora  la visita de la luna llena resplandeciente que se asomaba por las hendiduras de la vivienda. Días en  que el alimento no los acompañaba y tenían que soportar sus estómagos hambrientos y salir a la calle al rebusque.

Luisa vendía dulces en los semáforos, hacía mandados y recogía reciclaje. Pero su sueño, su enorme deseo, era pertenecer al circo, recorrer las calles acompañada por música y comparsas… volar en los trapecios. Nunca había entrado  a un circo, pero una vez mientras trabajaba, vio cómo llegaba uno: esos hermosos camiones, observó cómo se bajaban de ellos los artistas y recorrían las calles danzando. Recordó que a sus manos había llegado un libro maravillosamente ilustrado. Se llamaba “El circo”.  Página por página se dejó deslumbrar con las imágenes y con los textos que contaban la vida en un lugar así. Y decidió que cuando creciera pertenecería a uno.  Juan  y  María no tenían con qué hacer este sueño realidad. Le enseñaron a trabajar, a ser responsable. María era la hija mayor de una familia humilde  y desde muy pequeña las circunstancias la obligaron a trabajar para ayudar a mantener a sus hermanos menores. Vio como sus deseos se perdían, no tuvo la oportunidad de estudiar.  Por eso era fuerte y exigente con Luisa.

-¡Mamá, papá,  yo quiero volar! -les decía Luisa con una enorme sonrisa.

- ¡Niña, no seas tonta!,  ¿de dónde sacas esas ideas? -le reprochaba su madre.

Juan, que era tan soñador como Luisa, la observaba en silencio y recordaba que cuando era chico tenía el mismo deseo de Luisa: pertenecer al circo, ser el hombre bala.

En las noches, cuando sus padres dormían, Luisa se preparaba a cumplir su sueño: uno a uno estiraba sus músculos, y con paciencia repetía vueltas estrellas, rollos hacia atrás y adelante, malabares… el cansancio la sorprendía  en las más extrañas posiciones y lugares de su  casa. Al despertar, su madre se preguntaba asombrada:

-¿Qué le pasará a esta niña?, ¿qué demonios la visitarán en la noche?

-¡Nada querida, quizás pasó la noche  jugando, déjala tranquila! -le decía Juan, tratando de despertarla con suavidad.

Luisa abría los ojos con lentitud y se levantaba con una enorme sonrisa. Tal vez había estado soñando que volaba en los trapecios.

-¡Buenos días papá!, ¡buenos días mamá! ¡Qué bello está el día! -decía aprisa.

Se alistaba para ir al rebusque y cuando no había mucho tráfico se paraba en las ventanas y puertas de la escuela. Su otro sueño era estudiar. Lo poco que sabía leer, se lo había enseñado su padre.

Luisa, sabía valorar lo que tenía, pero nunca dejaba de pensar en lo que la haría realmente feliz: recorrer el mundo y sentir el calor del público.

El circo se instaló en un terreno baldío a unas cuadras de su casa. Luisa observó cómo extendían las carpas color lila y púrpura y  ponían todo en su sitio para iniciar las funciones. En la noche  las luces titilantes  llamaron su atención, centenares de personas esperaban que abrieran sus puertas. El ambiente se inundaba con el olor dulzón de las crispetas. Luisa se imaginaba el crujir  de éstas mientras las preparaban. La entrada era demasiado costosa para Luisa. Al hablar con su madre,  obtuvo un no como respuesta:

-¡Cómo se te ocurre Luisa! ¿De dónde vamos a sacar todo ese dinero?

Su padre en cambio, en un descuido de María, se la llevó para un rincón de la habitación y de debajo de la cama sacó una lata redonda donde guardaba algunos tesoros. Luisa se sorprendió. Con cuidado su padre sacó unos cuantos billetes y se los entregó a Luisa con una sonrisa. Era parte del dinero que había guardado durante años para empezar a reconstruir su hogar. Luisa apenada no sabía qué hacer.

-No te preocupes hija, ve y disfruta sin que mamá te vea. La vida sabrá recompensarnos.

Luisa besó a su padre y se escabulló rápidamente para que María no la viera. Luego de hacer la cola se sintió la niña más feliz. Las manzanas acarameladas lucían apetitosas, tan brillantes, parecían recién lustradas.
No pudo contenerse y con lo que le quedaba del dinero que le  dio su padre, se deleitó con una: tan suave y dulce, se deshacía con facilidad en su paladar. No había probado manjar semejante. Por un momento olvidó las noches con hambre, el agua entrándose  por el techo de casa y se vio así misma en los trapecios.

A la mañana siguiente no paraba de hacer las piruetas que había visto esa noche. La gente que pasaba se quedaba atónita con su talento y ese día se fue a casa con los bolsillos llenos.

La información llegó a oídos del circo: ¡una niña talento en la calle!

Fueron a buscarla esa tarde con una propuesta: empezar con acrobacias simples y luego quizás el trapecio. Luisa no paraba de sonreír, se dirigieron  a hablar con sus padres. Él director del circo, llamado Darío, no podía creer la pobreza en la que vivía la niña. Sus padres lo recibieron en una improvisada sala. Él les contó el motivo de la visita.

-¡Su hija es un prodigio!, ¡quiero llevármela al circo!

-¿Cómo se le ocurre? ¿De qué le serviría ella? -respondió María exaltada.

-La hemos visto en las calles, es una excelente artista  -respondió Darío.

Después de discutir acaloradamente por un buen rato, decidieron que le harían una prueba de talento a la mañana siguiente. Luisa no durmió esa noche practicando y pensando que su momento por fin había llegado.

A las siete de la mañana Luisa y su padre estaban  en el circo, María  no había querido ir, prefirió quedarse en casa y hasta el último momento le insistió a Luisa que si tomaba ese camino lo hacía en contra de su voluntad. La actitud de su madre causo en Luisa gran tristeza, pero era más fuerte su deseo de formar parte del circo. Le pusieron varios ejercicios y todos los realizó con precisión. Con una hermosa sonrisa que no le cabía en el rostro,  Juan  disfrutaba viendo a su hija.

Pasó la prueba y esa misma noche estaría en el espectáculo. Su  padre fue a verla. Luisa vestía una hermosa trusa roja, bordeada con lentejuelas doradas, su cabello adornado con un listón del color del traje. La felicidad lo desbordaba, nunca la había visto así. La función fue exitosa, durante el acto de Luisa, el público la observaba conmocionado. Al finalizar el espectáculo los aplausos llenaron el escenario. A partir de ese día la carpa siempre estuvo llena.

Finalmente, después de algunas semanas de resistencia,  María accedió asistir a una función, emocionada vio como su hija cautivaba al público,  con lágrimas en los ojos se lamentó por el tiempo perdido.

En casa, las cosas fueron mejorando, gracias  al deseo de superación de Luisa, acompañada por su padre.  No volvieron a sentir hambre y  poco a poco el cartón y las botellas plásticas  se convirtieron en cemento y ladrillos. Juan ingreso al circo a realizar diversas tareas, pero nunca perdía su deseo de ser un artista. Por las noches, cuando todos dormían, Juan practicaba la rutina del hombre bala. Se le hacía fácil, ya que él era el encargado  de realizar el mantenimiento a los implementos del circo.  Una noche, antes del espectáculo, el hombre bala sufrió un accidente que le impedía actuar. El director del circo le propuso a Juan ser el hombre bala por esa noche. Juan aceptó, viendo allí la oportunidad que siempre había soñado.  Fue feliz  y ovacionado. Al recuperarse el hombre bala y viendo lo exitoso que había sido Juan, el director del circo decidió que  los dos podrían compartir el escenario.



Y  llegaron los viajes y  los lugares por conocer en compañía de sus padres y el circo. Los aplausos y las comparsas llenaban sus vidas de magia. 

lunes, 26 de mayo de 2014

Ángel

Mario César Ríos


Ángel de la Colina se encontraba a las seis de la mañana del viernes tipeando el informe del Comité de Adquisiciones en la oficina de la Gerencia de Logística de la Municipalidad de San Isidro. Sus dientes rechinaban con los golpes que su mandíbula daba contra el maxilar debido a la tensión. El martes a la noche recibió la llamada de José Cortés, su jefe y Gerente de Logística, quien furioso le exigió un informe que explicara la sobrevaluación de los equipos de computación detectada como hallazgo por la Oficina de Control Interno de la Municipalidad.

«¡Eres un inútil, si alguien termina preso aquí ese serás tú Curita!», profirió Cortés colérico. Nunca había sido tratado de ese modo por su jefe. El apodo se hizo popular en su oficina  cuando trajo a sus amigos de infancia, Fernando Copa, Pedro Vidal y Fernando Sifuentes a participar en el campeonato de fulbito organizado por el municipio. Ángel recordaba cómo en aquel julio pasado en la cancha de fulbito sus viejos compinches reforzaban al equipo de la gerencia vestidos de un uniforme verde oscuro elegido por él. « ¡Corre curita, corre curita¡» –arengaban alternadamente los Fernando. «¡Apriétalo curita¡» –lo animaba Pedro, quien siempre confiaba en el porte de aquel moreno de 1.80 de estatura que proyectaba su imponente sombra sobre el césped artificial. La algazara y risas de la gente en las tribunas ensordecían el ambiente por el espectáculo de aquella mole a la que llamaban curita.

¿Porque me habrá gritado Cortés al teléfono sin preguntarme siquiera?  Siempre lo he tratado con respeto y me he jugado por él sin obtener una puta palabra de reconocimiento. Me sorprende como ha llegado tan lejos si con una minicrisis se porta como un energúmeno. ¿Y por qué me habrá dicho curita? ¿Le pareceré un tonto? «Mala idea haber traído a los Fernando y a Pedro para que ahora me jodan con esa chapa, carajo» –rumiaba encolerizado Ángel recordando el apodo infantil y los juegos de naipes a la tarde en su jardín con los amigos de siempre y con Olga.

Una de esas tardes se realizó un jueguito que Pedro Vidal y los Fernandos propusieron a Olga quien siempre estaba encantada de ser el centro de la atención en casa de Ángel, hijo único de su padrino Augusto de la Colina, de quien la niña estaba enamorada secretamente. Los Fernandos propusieron jugar “veintiuno” y trasladaron rápidamente una mesa y sillas de fibra de vidrio blanca al centro del jardín y al lado del viejo roble para protegerse del intenso sol de la tarde. Fernando Copa tiró el mazo de naipes sobre la mesa dando inicio al juego. Se reanudaba una apuesta de figuritas de futbolistas del mundial Estados Unidos `94. Ángel miraba ansioso la ultima figurita que le quedaba para completar su álbum en la mano de  Fernando Sifuentes y este observando su intención le dijo: « Tus CDs de rock clásico contra un fin de semana con Olga y de regalo las figuras que te faltan» –propuso a un sorprendido Ángel. Olga repasó con una mirada cómplice a los amigos mientras Ángel decidía.

« ¡Sale¡» -gritó Ángel . Ella se turbó por primera vez y es que  no entendía si la desaprensión de Ángel por su adorada colección de CDs heredada de su madre se debía a las tontas figuritas o si su vecino realmente quería estar con ella. Se tiraron las cartas y Ángel había alcanzado dieciocho de puntuación. Pedro tiró las suyas, un ocho, luego un diez que le devolvió la respiración a Ángel quien no dejaba de mirar las figuritas en la mano de su oponente. Los Fernandos miraron excitados el mazo de cartas y Pedro extendió su mano, sacó una carta la tiró sobre el piso y gritó: ¡Los CDs son míos¡ gritó eufórico Fernando Sifuentes ahuyentando a los pájaros que descansaban en las ramas del viejo roble Era el número dos en la carta que miraba desafiante a un triste Ángel y a una aturdida Olga. -«No te preocupes linda, yo me conformo con los CDs y me quedo con las figuritas si tu quieres sales con Angelito, da igual es un ángel de Dios, inofensivo, un cura, un curita, no tienen futuro juntos, ja ja ja» -río con crueldad Sifuentes.

El viejo teclado del ordenador seguía emitiendo sonidos que irrumpían en los silenciosos pasadizos del edificio produciendo la curiosidad de los empleados madrugadores. Era el tercer día que ese ruido tan tempranero salía desde aquella pequeña oficina que De la Colina dejaba entreabierta para airear el mal olor. Él tomaba su cuarta taza fría de café y pensaba en cómo maquillar el informe. «No tenemos futuro juntos, mientras sigas como empleado público, Angelito» recordaba a Olga en su última carta desde los Estados Unidos. Desde entonces tomó la decisión de cambiar las cosas, iría a por ella. Una coma era la diferencia entre su felicidad con Olga y su mediocre vida.

« ¡Curita¡ » –retumbaba la voz de su jefe en su mente. No había sabido de Cortés desde ese martes. –«Tienes hasta el viernes por la mañana o te entrego con el auditor, curita». Ángel se angustiaba recordando el plazo que le dejó para resolver el lío. Decidió apartar de su mente los feos pensamientos, extendió su brazo hacia la taza de café que se había preparado, dejó la taza al lado del mouse, tomó éste y con un click se abandonó a la música: You're as cold as ice You're willing to sacrifice our love You never take advice Someday you'll pay the price, I know. Pensaba en Olga, su amor adolescente que viajó con sus padres a los Estados Unidos rompiendo su promesa de estas juntos para toda la vida. «Fría como el hielo fuiste conmigo, Olga. Te arrepentirás y lo pagarás. Eres una maldita» –rumió recordando como luego del episodio de los CDs salieron como noviecitos durante años hasta que Olga encontró mejores oportunidades laborales y nuevo novio en Estados Unidos.


José Cortés iba camino a la oficina decidido a entregar a De la Colina al auditor. Éste le había confirmado que la compra de equipos de cómputo había sido sobrevaluada. Era imposible pensar en el “curita” como corrupto era un escándalo. «Diez veces más por una coma equivocada. Este curita no creo que sea ladrón pero claramente es un inútil» –pensó preocupado en su propia situación. El periodista Lipe realizó un reportaje el año pasado señalándolo como la cabeza de una red de corrupción en la municipalidad.

Es un tipo educado y buen sujeto el curita después de todo si hablará un poco más y no se le escaparan las tortugas con tanta facilidad sería otra cosa porque a este paso arruinará a todos y si se entera Augusto Lipe allí te jodes pobre curita que te  entrego como cabeza de turco de todos los chicharrones y no te salva ni tu maestría en derecho constitucional. 

El escritorio de Ángel de la Colina se parecía esa mañana más a los de sus compañeros de oficina. Cuatro tazas de café con restos de contenido oscuro y pegajoso en el fondo, papeles apilados sin ningún orden en los cuatro extremos de la mesa y los bordes de la pantalla del ordenador invadidos de post-it con números de teléfono escritos sin referencias de nombre alguno. De la Colina miraba desde la puerta entreabierta desvencijada y verde que Cortés le permitió pintar de ese color para diferenciarse de las otras gerencias. El mismo color verde que le recordaba el orden de la casa paterna y sus días felices en su gran patio interior con los Fernandos y Pedro cuando ya no le molestaba que su padre también lo  llamara curita –«Eres tan bueno como el curita Alfonso de la Iglesia San Francisco» –le decía su padre y los amigos carcajeaban.

De pronto el chirriar de la puerta lo despertó de sus recuerdos, aguzó su visión borrosa y alcanzó a ver la imponente cabeza de Cortés. «Buenos días jefe, ya estoy a tiro de gol de culminar el informe, creo que le va a gustar» –dijo nervioso De la Colina, con una tensión en la voz que delataba su preocupación.

«Está bien señor De la Colina, termine y deje el informe sobre mi escritorio y luego apague ese ruido»–dijo Cortés señalando con el dedo índice los parlantes del ordenador, luego echó un vistazo a la pocilga en la que se había convertido su oficina desde el marco de la puerta y volvió sobre sus pasos por el pasadizo con dirección a la salida del edificio para darle indicaciones al vigilante.

Nunca vi al curita tan descuidado como con esa barba crecida y ojeroso seguro debe estar muriéndose de miedo por hablarme y disculparse pero mejor salgo rápido y espero que haya entendido el mensaje que de este lío no se salva mejor guardo mi distancia.

Ángel De la Colina apagó la computadora y puso en orden sus papeles. Su informe estaba en blanco, ni una línea de descargo sobre la sobrevaluación. ¿Qué habrá querido decir con deje el informe sobre la mesa y apague ese ruido? ¿No querrá abrirme un proceso administrativo este loco? Eso es imposible, conozco muchas cosas que pasan en esta oficina. ¡Qué ideas locas se me ocurren a veces¡ Cortés no se atrevería –pensó De la Colina. Puso en orden sus cosas, miró las tazas de café despreocupado, salió de la oficina dejando entreabierta la puerta y caminó por el pasadizo hacia el restaurante del frente a desayunar un jugo para recuperar energías para reanudar su labor.

Si me hubiera ido a los Estados Unidos con Olga y hubiera vendido la casa quizás no estaría trabajando como empleado público con este hombre tan desagradable metiéndome en esta clase de problemas y seguro vendría de visita a este lugar y sería tratado como corresponde a un De la Colina.

De retorno a la oficina, Ángel De la Colina luego de subir los primeros peldaños de la escalera del edificio con el firme propósito de culminar el informe, fue interceptado por el vigilante. « ¿Adónde se dirige el señor? » –dijo con tono adusto.

–«A mi oficina, claro está» -replicó Ángel reconociendo en el vigilante a la única persona que lo saludaba con cortesía y hasta con reverencia- « ¿qué sucede, es que no puedo entrar a mi oficina? » -insistió casi resignado Ángel.

-«No puede, son órdenes superiores»- respondió el vigilante y le dio la espalda.

La espalda del vigilante se asemejó a un muro sobre el cual Ángel veía desfilando sus pensamientos más tormentosos. Su padre reprendiéndolo suavemente:  «Los niños buenos no hacen malas cosas, Angelito ». Sus amigos exclamando: «¡Ahora si la cagaste curita¡». Olga burlona diciéndole: « ¿Viste?, Te dije que no teníamos un futuro juntos»

Puto informe que no haré y puta Olga origen de mi desdichas pero ya verá Cortés quien soy yo porque esto no se queda así por la sorpresa que le daré cuando hable con el periodista Augusto Lipe de las perlas que hay en esta municipalidad. 

viernes, 23 de mayo de 2014

El guardian del bosque

Frank Oviedo Carmona


Johan era único hijo de  los esposos Jorge y Melina; ellos  vivían en una casa cerca de  un bosque, para llegar ahí,  tenías que ir por un camino de tierra estrecho y largo  color ocre.  Su casa era de color amarillo encendido  y puertas blancas, rodeada de abundantes árboles y flores de variados aromas y colores.

Melina le había enseñado a Johan  todos los secretos de la siembra y cosecha,  y en las tardes cuando  todo terminaba lo llevaba al bosque para narrarle  historias fantásticas,  que decía que eran verdaderas.

Cuenta que  un día Melina,  caminaba por el bosque y de repente se paró una ave en lo alto de una rama y le dijo,  que cuando Johan crezca se iría a vivir con ellas  porque  las cuidaba, era como su guardián. Melina pensó que era su imaginación y recordó que  cuando era niña  su mamá le decía, que  el bosque era  mágico porque se realizaban muchos sueños de los jóvenes.

Nunca le contó nada a Johan por temor;  pero con el transcurso del tiempo se daría cuenta que no sería así   ¡de repente se escucha una voz! ¡Mamá, mamá! ¡Voy al bosque a caminar y luego iré  al pueblo a comprar! - era Johan quien hablaba.

 -¿Qué   compraras hijo?  – preguntó   la madre.

–Debo ir al pueblo a comprar  harina para hacer  el pan –dijo Johan.  – No demores y ve con cuidado  –le  respondió.

Johan  sale corriendo. Usualmente  él se encargaba de  comprar  la harina porque a sus  veinte años  era un joven muy fuerte y no le costaba mucho trabajo caminar con peso. Por otro lado él decía  conocer todo los misterios del bosque, así como entender a los animales, que  por  sus movimiento y silbidos  sabía  lo que querían decir, lo mismo le sucedía  con las plantas;  les quitaba la hierba mala y  acomodaba  para que les  dé el sol y crezcan  bellas,  grandes  y de colores  fuertes.

Todo el bosque se perfumaba cuando él  iba.  Ese día se sentó en una piedra a tomar aire fresco, y admirar todo lo maravilloso que era el bosque y vio como las aves y otros animales, lo quedaban  mirando como esperando que les hablase, o les dé una caricia.

Johan  nunca hubiese  imaginado  lo que estaba a punto de suceder y el cambio radical que daría su vida.  El siguió sentado en la piedra y se  puso luego de cuclillas para acomodar las plantas   y mientras lo hacía les iba conversando.

Yo siempre estaré aquí, a su lado, para cuidarlas y protegerlas, al decir eso, las flores comenzaban a brotar con rapidez en agradecimiento de tener un amigo con quien contar y conversar.

De  pronto,  sintió que alguien caminaba, lo dedujo  por el sonido de la hierba seca que pisaba – hola, ¡nunca te cansas de venir aquí! al voltear   vio  que era su amiga Zara,  -nunca me canso, y tú ¿qué haces por acá? – le preguntó  Johan.

  –Voy  camino al pueblo –respondió  Zara, te acompaño le dijo,  porque yo iré a hacer compras. Ambos se fueron conversando atravesando el bosque y mirando el paisaje.  Zara le preguntaba señalando que tipo de ave o flor era esa o aquella.  Él  le respondía como le había enseñado su madre, mientras él le explicaba,  Zara parecía tener la mente en otro lado, a lo lejos había visto a su amigo Amado, recostado en un árbol fumando, él  tenía buena reputación era muy querido por sus padres y por sus amigos, pero  a Johan no le caía bien,  le parecía que algún misterio ocultaba, sin embargo  a  Zara le gustaba mucho  por sus rizos castaños y sus ojos verde esmeralda; ella estaba enamorada de Amado, pero no quería decir nada hasta que él  en algún momento le declare su amor.

-Te dejo, me voy con Amado  – le  dijo  Zara a Johan.

- Ve con cuidado, el bosque es muy grande y a veces todo parece igual –le grito Johan  porque estaban  un poco lejos.

Zara y Amado  continuaron caminando y conversando. Ella  respondía  algunas preguntas  que de vez en cuando él le hacía. Yo amo mucho a mis padres,  le contaba Amado,  ellos han trabajado sin cesar para darme  todo lo que necesito y una buena educación, pero a veces son muy estrictos, porque quieren que sea un hombre de bien, no me dejan decidir, todo lo que escojo les parece que no es lo ideal para mí, a veces me hacen enfurecer y debo callar porque cuando reclamo me castigan, dicen que todo  es por mi bien.  

-Ten calma, lo hacen porque te quieren mucho –le dijo Zara. Tomados  de la mano y siguieron caminando.

-Gracias, -le dijo  él, susurrando  -no puedo negar que en todo me ayudan y me conviene,  mi madre es muy linda pero cuando  habla parece sargento quizás porque viene de una crianza estricta, hasta el novio le escogieron y ella tenía que aceptar sin decir una sola palabra.

Ambos sonrieron.

-¿Estamos yendo por otro camino? – preguntó  Zara  – sí, afirmo él,  quiero que conozcas  un lugar maravilloso,  ¡Es un sueño!

-Me encantaría conocerlo contigo – respondió ella con una sonrisa.

Él no le respondió,  siguió caminando, ya no estaba sonriendo, se puso serio y su mirada la tenía fija, sus pasos eran más lentos como si pensará  en otra cosa.

-¡Que  te sucede! –exclamó  Zara –no, nada, estaba recordando algo que pasó cuando era niño –lo dijo  muy serio.

Amado recordó y le contó  a Zara,  que una vez escuchó  tras la puerta que su padre quería obligar a su madre a tener relaciones, y como ella no deseaba la golpeaba, un día, su papá lo sintió  porque  la puerta se movía y rechinaba, y le dio   una tremenda paliza, lo  encerró en un cuarto oscuro,  Amado lleno de cólera y rabia  de la impotencia se puso a llorar, y cuando la madre lo sacó,  le dijo que  no haga caso, tu padre se pone así cuando está preocupado, luego  le preparaba un dulce,  y con eso según ella bastaba para tranquilizar a su hijo,  sin pensar en cómo se sentía él  y las  de veces que había sucedido, y no solo por eso, sino cuando la cena no estaba a la hora que él quería,  gritaba y rompía las cosas, Melina, siempre sumisa y perdonándole porque el mantenía la casa.

Roberto  al igual que su padre tenía un alto cargo de gerente y estaba acostumbrado a  todo lo que él decía  se haga, parece que esa misma forma la usaba en su casa.

-Cuanto lo siento, ya no quiero ver nada, llévame al pueblo –dijo Zara con las palabras entrecortadas por el asombro.

Él no le hizo caso, se paró y la miró fijamente a los ojos.

-¿Yo te gusto? –le preguntó, ella no respondió, siguió caminando sonrojada  y apresuradamente.

Estaba acercándose la oscura noche, siguieron por un camino largo cubierto  con  ramas,  que se juntaban de derecha a izquierda y se entrelazaban en lo alto formando un techo, dando la impresión de un túnel y al final se veía una luz tenue.

-¿Dónde me estas llevando? – dijo ella, me estas asustando.

-No me haz  respondido la pregunta, pero sé que te gusto y estas enamorada de mi  -dijo él sin  gesto alguno y la  tomó  a la fuerza.

Ella  al soltarse tropezó y cayó rodando a un montículo de hierbas,  Amado se fue encima de ella y comenzaron a forcejear y ella gritaba ¡auxilio ayúdenme por favor!, y  le imploraba que no le haga daño. Johan escuchó  los gritos de Zara y corrió  lo más rápido que pudo para llegar a auxiliarla.

Mientras tanto Amado trata repetidas veces de rasgar el vestido  sin lograrlo, ella responde con patadas, puñetes,  cada vez tiene menos fuerzas para defenderse, le parecía una pesadilla  lo que le sucede, cuando de pronto oye pasos y ve a Johan.

-¡Aquí estoy! –grita Zara,  con la poca fuerza que le quedaba, se acerca por atrás Johan,   dándole de golpes a Amado hasta dejar a Zara libre y Amado cae  al   precipicio, Johan agotado se queda sentado en el suelo y es rodeado por sus amigos los animales y uno de ellos le dice, que a partir de ahora se quedará  con ellos y no en forma humana, Johan con una venia  acepta.

Zara muy nerviosa sin saber que hacer,  corre rumbo a su casa.

Mientras tanto,  la mamá de Johan estaba en casa muy preocupada,  mirando hacia el bosque y pensando: Algo va ocurrir con mi hijo, tengo miedo,  le decía a su esposo, recordando  lo que le dijo una vez una ave y nunca lo comento con nadie.

-Vamos a buscar a nuestro hijo –dijo el padre, y así lo hicieron.

Zara, cuando llegó  a su casa, mintió a sus padres, no dijo que era Amado quien trato de violarla,  sino Johan.  Al enterarse los  padres de Amado, fueron en su búsqueda, sin encontrar rastros de él.

Un día,  Jorge y  Melina  estaban tristes sentados en la cocina mirando hacia el bosque, preguntándose ¡donde estará mi hijo! en ese instante se paró en el filo de la ventana un águila negra mirándolos y aleteando, Melina ve los ojos del águila  que eran iguales a los de  Johan y entiende con lágrimas en los ojos lo que una vez le dijo una ave, que su hijo vivirá en el bosque, sería su guardián.  Desde entonces todos los días el águila los visita en las mañanas a Jorge y Melina.

Zara, nunca volvió a hacer la chica alegre y coqueta era antes, sino todo lo contrario.  Dicen que casi todo el tiempo se  queda sentada en  una banca mirando hacia el bosque,  pensando que algún día regrese Amado.