viernes, 30 de junio de 2023

Démeter y Perséfone

Ruth Rosales


No existe una madre que no pase un día en que no piense en sus hijos, pero sí existen hijos que pueden vivir creyendo que nunca tuvieron una. Por muchos años quise huir del yugo sobreprotector del ser que me trajo al mundo. Sus constantes sermones refiriéndose a mi superioridad sobre los hombres y el enfoque que tenía que poner en mis estudios para cumplir con mi propósito de vida, terminaron por asfixiarme. ¿No se daba cuenta que lo único que quería era ser una joven como todas las demás? Salir al centro comercial a perder el tiempo y coquetear. Ir a las fiestas y emborracharme hasta perder el sentido. Salir de excursión con mis compañeros de escuela, o solo chatear hasta la madrugada con un desconocido que conocí en alguna aplicación de citas. No. Eso estaba prohibido. Todo estaba controlado por ella. Me cuidaba con una obsesión enfermiza que terminó por crearme más velos ilusorios de los que ya tenía. Si. Yo quise ser esa hija que fantaseó con la idea de no haber tenido nunca una mamá.

Ahí está otra vez, sentada en las bancas de este decrépito centro comercial, rodeada de esas buenas para nada. Todas parecen maniquíes hechas en serie. Delgadas, mismo peinado, piel blanqueada a base de polvos y plastas de maquillaje y esas faldas, zanconas hasta las nalgas. Al lado están ellos. Babeando, viendo las piernas de esas niñas que se creen mujeres, posando cual muñecas de aparador. ¿Cuántas veces le he dicho que esto no es lo que la vida tiene proyectado para ella?

La he cuidado, he procurado ser más que una madre. Conmigo puede hablar de lo que sea. Hemos discutido temas que tal vez aún no son de su edad, pero para mí son de vital importancia. Necesito que esté preparada para enfrentarse a este mundo lleno de hombres que solo nos ven como objetos. ¿Por qué si le he dicho una y otra vez que enamorarse no es lo más importante ella sigue creándose castillos de algodón cimentados en el amor romántico, tóxico y asfixiante? Ni modo, no me importa, que se avergüence de mí. Me acercaré y me la traeré de las greñas si es necesario. Ella no es como las demás. Mi hija será la reina libre y soberana que todas deberíamos de ser.

Ahí está ella en la tienda de perfumes, cree que no la he visto. Se oculta detrás de las personas, de los espejos, de los aparadores. No confía en mí. Me sigue como una sombra que aparece ante el inevitable ocaso. Mis amigas se están tomando fotos y compartiendo las mejores en sus redes sociales. Se ríen, hacen videos cortos, los publican y esperan pacientes a que los chicos que están enfrente los vean en su celular y les den like. Mi mamá cree que no me doy cuenta, pero en verdad considero eso ridículo. No puedo esperar a salir de aquí, de este pueblucho disfrazado de ciudad.

Sueño con que ese hombre con el que llevo platicando meses en Bumble se anime a visitarme. Me ha mandado regalos espléndidos, es todo un caballero, un hombre de negocios hecho y derecho. ¡Ha de ser maravillosa su vida en Nueva York! Las fotos que me muestra de su penthouse en Manhattan son espectaculares. No me importa que tenga la edad de los padres de mis amigas. Yo quiero un rey, no como estos principitos de simulación que ni siquiera saben cómo acercarse a nosotras y andan como pendejos viendo sus publicaciones y haciéndose sueños guajiros.

Miedo.

Esa sombra que me ha acompañado desde que mi hermano me visitaba en las noches. Me sentía tan feliz de ser su favorita. Me mimaba, me cuidaba, me decía que era hermosa, hasta esa noche en que se acercó a mí con ese fuego inyectado en sus pupilas de gato. Sus manos tocando mi cara para después bajar a mis senos y aventurarse a mi entrepierna, me paralizaron encerrándome en esta cueva de la cuál no he podido salir.

No quiero eso para ti.

No me ha dicho nada desde que la tomé del brazo y la separé del grupo de sus amigas. Su rostro está inexpresivo y su mirada se me antoja ausente, perdida. Ya le pregunté si terminó con sus deberes de la escuela y ha respondido con un movimiento afirmativo de cabeza. Le pedí que me acompañara por un helado, de esos que tanto amaba de pequeña. ¿Dónde quedó mi bebé? ¿En qué momento creció y dejé de adivinar sus pensamientos y deseos?

Nos sentamos en las bancas que están al lado de la fuente llena de peces japoneses. Huele a lavanda, tal vez un poco de esencia que se escapa de la perfumería de enfrente. Observamos cómo las personas llegan, lanzan monedas, piden deseos y se marchan esperanzadas en que se cumplan sus sueños para hacer sus vidas menos miserables. Ella sigue callada. Su lengua va deshaciendo la mezcla de leche, crema, azúcar y saborizante de fresa que sostiene el cono crujiente cubierto de chocolate. ¡Cuánto desearía conocer aquello que le inquieta!

Le comento sobre mi día de trabajo y del viaje que estoy planeando para el verano. Este año quiero pasar todo el tiempo que pueda con ella antes de que se vaya a la universidad y deseo que sea especial. Sigue sin decir nada, solo asiente con la cabeza y continúa absorta en sus pensamientos. ¿Será uno de esos muchachos el que ocupa alguna parte de ellos? Desde muy chica le hablé sobre los cuentos que los hombres inventan para acercarse a las mujeres y enamorarlas. Le dije que se enfocara en trabajar en sus sueños, porque cualquier cosa que se propusiera lo iba a lograr. Tengo miedo de que termine como yo. Aunque cómo podría haber imaginado que sería mi propio hermano el causante de crearme ilusiones bizarras sobre lo que debería ser el amor. ¡Qué estupidez! Ella no es yo y su historia no será como la mía. Debo dejarla volar.

Finalmente se ha cansado y me ha dicho que regrese con mis amigas. No sin antes hablar con ellas y encargar su tesoro con otras adolescentes iguales o peores que yo.

Regreso a casa incómoda. Sé que va a estar bien, siempre lo está, pero hoy siento una tristeza que se me escapa a través de mis poros en forma de transpiración. No quise avergonzarla más. «Una hora y te regresas a la casa» fueron mis palabras sin recibir réplica alguna. El cielo se ha puesto de repente gris, típico de esta época del año. Recibir las últimas gotas de vida antes de iniciar el camino hacia la muerte. Se escucha a lo lejos el sonido imponente de los truenos que se acercan. Parecieran ser las trompetas del dios que anuncia su llegada y el exterminio de la humanidad. Eso sería mejor que sentir la constante angustia que me inflama el colon. Así se acabaría esta cacería sofocante entre ella y yo. Nos iríamos juntas a descansar, mi nena al paraíso y yo, tal vez tendría que purgar algunas culpas por toda la amargura fermentada que me hace matar a mi hermano una y otra vez con el mismo ritmo que marcaban las patas de la cama cuando él me robaba la inocencia aquellos días de orfandad. Maldita miseria que cría niños sin padres.

El sonido de una ambulancia se confunde con los gritos del cielo. Otra más, y otra, y otra. Ahora parece una sinfonía. ¿Están en el centro comercial?

Aunque no es oficial todo el mundo sabe que mi tío es mi papá, pero yo sigo haciéndome pendeja, mientras ella no se cansa de repetirme que no necesito a nadie más que a mí misma para ser feliz. Lo creo, pero yo quiero amar y sentirme amada. ¿Qué será estar con un hombre que te mime, acaricie y cuide, pero sobre todo que te dé la seguridad de un futuro abundante?

Estoy cansada de caminar por las tiendas y ver de lejos las vitrinas llenas de objetos hermosos que nunca serán míos. Aún recuerdo cuando jugaba con mi madre a probarnos todo lo que lucían los maniquíes. Nos poníamos los libros que solíamos llevar para leer al lado de la fuente sobre la cabeza, y desfilábamos como modelos frente a los espejos de los probadores de mujeres. Admito que era divertido.

Mi mamá, siempre tan sola, siempre tan acompañada de mí. No me compraba nada, pero concluía nuestra excursión con un helado mientras me repetía «ya te comprarás esto y más cuando crezcas, ponlo en tu mente, suéltalo al universo y confía». Muchos años lo creí, pero la realidad es que soy invisible.

Quiero irme de aquí, ser libre, y el dinero te da esa libertad. Si es necesario que me vean como consecuencia del brillo de un hombre, lo acepto. He llegado a dudar que todo lo puedo. La ilusión que mi madre ha sembrado en mí ya no la compro. ¿Cómo podría tener montones de dinero solo por mi inteligencia? ¿En qué momento ella se creyó esa historia incluso cuando se le han cerrado tantas puertas por ser mujer? Y peor aún, por ser madre soltera. La han tratado con caridad, está catalogada dentro del sector de «grupos vulnerables». Las que portan ese estigma nunca llegan a ser bien vistas, aunque demuestren una y otra vez lo capaces que pueden ser. No, yo no tengo por qué conformarme con ser la hija de la «minoría».

Le diré a mi Bumble daddy que me lleve con él a Nueva York. ¿Estará disponible en estos momentos? No ha contestado a mis mensajes. En el último que mandó hace dos días decía que me estaba preparando una sorpresa. El regalo que mandó la semana pasada es un sueño. Nunca había visto brillar con esa intensidad un diamante, aunque fuera así de pequeño. Puesto en mi cuello luce, sin lugar a duda, perfecto. Lástima que aún no lo puedo usar en público. Si mi mamá supiera, se moriría de tristeza. Yo también lo haría si me enterara que mi hija obtuvo una piedra preciosa mostrando sus pechos a un viejo millonario.

No ha llegado. Han pasado veinte minutos después de la hora acordada. ¿Le marco? No. No quiero parecer loca desquiciada llamándole a cada segundo. Pero en realidad no lo he hecho, se ha pasado el tiempo y ella debe saber que estoy preocupada. Le voy a marcar.

No contesta.

Llamo otra vez.

Suena, me manda a buzón.

Sabe que odio que no me conteste. Veo la aplicación del GPS en mi teléfono buscando su localización, y como siempre no se está actualizando. Me dice que se encuentra en un radio de cinco millas a la redonda del centro comercial. ¿Dónde estás? ¡Contesta!

Cuidarte es la única misión que tengo. Tal vez no he hecho bien mi papel de madre al sobreprotegerte demasiado, pero ¿dónde está la línea entre la asfixia y el enseñarte a respirar? Te alejé de tu padre porque si me hizo esto a mí, ¿qué no podría hacerte a ti?

Vuelven a oírse las ambulancias. Ahora no me queda duda. El sonido viene del centro comercial. No es normal. ¿Habrá pasado algo?

Voy por ti.

¡Qué sorpresa más inesperada! ¿Cómo sabía que estaba aquí? Luce más guapo en persona que en la pantalla. Apareció de la nada frente a nosotras. Mis amigas me miraron sorprendidas. Tomó mi mano y el retumbar de su voz oscureció el cielo. «Vámonos» fue su única palabra. Sin dudarlo tomé su mano y ahora estoy aquí, viviendo mi cuento de hadas. No le avisé a mi mamá, ¿estará preocupada? ¿Dónde dejé mi teléfono? No importa, regresaré por la noche, ya pediré perdón.

Él toma mi mano y me dice que me llevará lejos. Siento cómo mi estómago se emociona, pero al mismo tiempo algo me incomoda. Me dice que quiere hacerme su esposa. ¿Su esposa? Espera, ¿tan rápido? ¿Qué está pasando?

Escucho a lo lejos la voz de mi madre llamándome desesperada. Hace dos horas que debería haber llegado a casa. Él acaricia mi mano mientras tomamos bebidas burbujeantes en la parte trasera de su limusina. Es como lo había imaginado, pero no me siento del todo cómoda. Me gustaría que mamá estuviera aquí conmigo, ¿por qué? Si esto es lo que he estado buscando, ¿por qué ahora estoy pensando en ella?

Se acerca. Pasa un mechón de mi pelo detrás de mi oreja. ¿Son sus labios lo que estoy sintiendo? Pierdo la mirada, ya no siento sus manos, me entrego al vacío en esta oscuridad. ¿Es esta la cueva que mi madre tantas veces menciona cuando habla dormida?

Esto no está pasando. Esto no está pasando. Esto no está pasando. No, no debería estar diciendo esto en forma negativa. Estoy atrayéndolo. No, no puede estar pasando. No puedo. No puedo dejar de decirlo, porque no es verdad. No es verdad. Ese no es su celular roto. Las patrullas frente a la entrada. ¿Qué hacen esos policías ahí sin hacer nada? ¿Por qué no se mueven y cierran la ciudad entera? Regrésenme a mi hija. Y esas estúpidas ahí llorando. ¿Por qué no la detuvieron? ¿Quién es ese hombre con el que dicen que se fue? ¿De qué sirven tantas ambulancias si nadie está haciendo nada? Esto no está pasando. Esto no está pasando. No puedo respirar. El cielo me está comiendo, se cierra, me asfixia. ¿Dónde estoy? Siento cómo su cuerpecito se mueve dentro de mí. Me duelen los pechos. Siento la leche fluir. Mojo mi ropa. Mi cuerpo necesita alimentarla. ¡Tráiganme a mi hija! ¿Qué es este miedo que no reconozco? Es la ausencia de la nada. Inimaginable. No es ilusión. No es realidad. ¿Dónde estoy? Regreso el estómago, lo veo fluir por mi boca, mi nariz, para morir en el cemento. No hay nada más. Esas luces. Azul, rojo, girando, girando, girando, girando, girando. Voces a lo lejos, ¿qué dicen? No entiendo.

Estabas así de pequeña cuando te pusieron en mi pecho. Así, chiquitita, del tamaño de una sandía, pero con la consistencia de un molusco. Escurrido, amorfo y sin embargo vivo. Aprendí a cobijarte usando solo mi cuerpo. ¿Cómo hago ahora para abrazarte? ¿Cómo detengo al viento y le pido que me lleve hacia donde te encuentras? Voy por ti, donde quiera que te encuentres. Prometo no volver a dejarte sola. ¿Por qué no te arrastré a la casa conmigo? ¡Muévete! No puedo quedarme aquí.

Voy con el oficial, le exijo que me diga qué tengo que hacer. No entiendo lo que me dice. ¿Que espere? ¿Esperar a qué? ¿Se puede estar lo suficientemente sola en este mundo como para que te ignoren y nadie pueda venir a socorrerte? Debo pedir ayuda. No quiero. Busco su nombre en mi teléfono. Le marco a mi hermano.

Cuando despertó después de seis meses de estar en coma, su primera palabra fue mi nombre. Yo estaba ahí, junto a ella, tomando su mano. Nunca me perdoné no haberle avisado que me iba. Fueron tres meses en que me estuvieron buscando mientras yo me daba la gran vida en Manhattan con mi ahora Bumble husband, supongo que ya es hora de que deje de llamarlo así. El día en que por fin me digné a llamarle, su corazón no soportó la emoción y tuvo un paro cardiaco. Después de llevar meses sin comer, su cuerpo no lo resistió y los doctores tuvieron que inducir un coma para proteger su actividad cerebral y ayudar a la regeneración celular de sus órganos. Mi tío montó en cólera y obligó a mi marido a cubrir todos los gastos médicos y permitirme pasar temporadas con mi madre.

Ahora mi vida se parte entre ser una ama de casa de un rico empresario que no me deja salir a ningún lado y en cuidar a mi madre para que se recupere. Disfruto las tardes que pasamos caminando entre las calles de la ciudad y llegamos al parque para alimentar a las palomas. Para ella yo sigo siendo una niña. Sus ojos no han dejado de mirarme como lo hacían cuando jugábamos en el centro comercial. Termina siempre el paseo diciéndome: «Cuando te gradúes de la universidad, vas a poder comprarte un departamento al lado del parque». No ha aceptado que su hija está casada. No la culpo. Yo tampoco.

jueves, 8 de junio de 2023

La virgen

Patricio Durán


Cuando la conocí, Cecilia había cumplido cuarenta y tres años, de aspecto campesino, rostro alargado, cabellos lisos color castaño en los cuales centelleaban unas pocas canas, con una raya irregular en medio; su forma de expresarse «cantando», al igual que el arrastrado de las «erres», delataban su origen aldeano; no usaba maquillaje, de pómulos formados, cejas gruesas que enmarcaban su mirada, nariz fina, labios de dimensión media, dientes blancos y bien alineados. Estos rasgos faciales le aportaban cierto atractivo misterioso, aunque no se podría decir que era bonita. Lo hermoso eran sus ojos marrones, grandes como espejos, de gesto huidizo como los ciervos. Poseía un cuerpo rectangular con una figura proporcionada entre la parte superior e inferior. Tenía poco pecho (unos limoncitos), caderas finas y breves nalgas; de perfil atlético, nunca subía un gramo a pesar de su buen apetito.

Cecilia, como hija única, había sido criada con rigurosidad en un hogar donde se estimaba la castidad por sí misma, para sus padres representaba un valor mágico. En la sociedad rural de dónde provenía, siempre se encontraban con la magia en asociación con todos los fenómenos biológicos. Puede ser un dominio beneficioso o perjudicial, un poder de los espíritus del bien o del mal, pero en todo caso es debido a una influencia mágica, y este era el aspecto que para ellos revestía mayor importancia.

En el campo los niños eran prometidos por los padres y el compromiso de matrimonio se aseguraba mediante una fianza que proveía el padre del novio asegurando de esta guisa la «compra» de la novia mediante la firma del contrato matrimonial. Este era un acto simbólico heredado por la tradición de los tiempos en que el casamiento era una pura y simple transacción monetaria. El matrimonio por compra lo han practicado los pueblos de todas las razas y nivel cultural, desde los más primitivos hasta los de civilización más avanzada. Siguiendo esta ancestral costumbre, Juan Manuel, el padre de Cecilia, se comprometió con su compadre Julio César, para que su hijo Marco Antonio sea el futuro esposo de Cecilia. El primogénito fue a celebrar con sus amigos su nuevo estado civil, bebió más de la cuenta y perdió la vida ahogado en una acequia que regaba los sembríos de los árboles frutales de la huerta familiar. Juan Manuel quedó liberado del compromiso y desapareció de la vida de Cecilia y su madre llevándose la dote y los ahorros familiares.

Buscando un mejor futuro para su hija, Olga, la madre de Cecilia, decidió emigrar a la capital de provincia.  Cuando llegaron a la capital quedaron deslumbradas por su diseño arquitectónico, los altos e inteligentes edificios, las vías rápidas de circulación, centros comerciales y atractivos turísticos; acostumbradas como estaban en el campo a recorrer grandes distancias a pie, en la ciudad podían realizar caminatas en el Parque de la Familia sembrado de cipreses, pinos, eucaliptos, orquídeas, gardenias, azaleas y crisantemos. Un riachuelo cantarín, de cristalinas aguas, atravesaba el lugar, hasta desembocar en una laguna. Este ambiente bucólico las transportaba a su aldea en la que vivieron mejores días.

El cambio de residencia llenó de dudas a Cecilia: ¿Volveré alguna vez a mi querido pueblo?, ¿Podré ver otra vez a mis familiares y amistades?, ¿Qué clases de personas conoceré aquí?, ¿Mi madre conseguirá trabajo para mantenernos? El miedo al porvenir desató un trauma del pasado que Cecilia creía superado. Sus debilidades y manías, empezaron a aflorar. Nunca se le conoció una pareja sentimental. Al encontrarse en un lugar más desinhibido empezó a ampliar su círculo de relaciones. «Para conocer gente tienes que asistir a reuniones sociales, bailes, paseos. Yo me encargaré de eso», le dijo Wendy, su prima descocada quien llegó a la capital siendo niña y perdió su virginidad a los catorce años con el mejor amigo de su padre.  

A los tres meses de vivir en la ciudad, Olga consiguió una plaza de profesora en una escuela cercana a su nuevo domicilio. A Cecilia se le dibujó una gran sonrisa en su rostro al saber que su madre encontró empleo. Ya no pasarían penurias económicas y podrían ponerse al día con el alquiler. Se acabaron los ruegos al casero para que espere por el pago. Podían ahorrar algo de dinero para los imprevistos, y en navidad disfrutarían de una buena cena.

Con la situación económica resuelta por el momento, Cecilia empezó a desenvolverse con mayor soltura, ya no se sentía intimidada por los avatares de la gran ciudad. Se volvió al mismo tiempo cosmopolita y provinciana, sin embargo, no había perdido el miedo al trato con los hombres, tenía presente las advertencias de su madre acerca de la intimidad con estos seres taimados que querrían aprovecharse de su candidez, sobre todo al enterarse de que era una campesina, considerada presa fácil por los galarifos citadinos.

Yo tuve la oportunidad de conocerla antes de que algún zángano se le acercara. Fue en un paseo sabatino al Parque de la Familia. Me gusta asistir a ese lugar por su vista magnífica de toda la ciudad, se puede observar variedad de árboles, flores y frutas en la Granja Agroecológica; es ideal para una comida informal al aire libre, practicar deportes como el motocrós, navegar en la laguna y tomar fotografías espectaculares. Con mi amigo Manuel Estrada habíamos acudido al parque, cada uno al mando de sendas motocicletas, nuestra pasión después de las damas.

Bajo la penumbra de un eucalipto y con un vaso de cerveza en la mano, nos consideramos extasiados; buscamos en el gentío unas mujeres que pudieran convenirnos —ni muy maduras ni muy juveniles—. Muchas jovencitas vestidas con pantalones cortos y blusas de tono pastel con los hombros al aire decoraban el paisaje. De pronto, una rara sensación nos invadió: dos sesentones queriendo conquistar adolescentes. Ya repuestos de este bajoneo momentáneo continuamos oteando el horizonte en búsqueda de féminas que nos alegren la tarde. La mirada escrutadora de Manuel se detuvo en un par de señoras de mediana edad sentadas al borde de la laguna. La una era morena, vestía una sencilla falda celeste y una blusa blanca; la otra era de figura esbelta, llevaba vaqueros con botas hasta las rodillas. Estaban calladas, con la vista fija en lontananza, asombradas ante la magnificencia de la naturaleza. Como la hoja en el árbol vacilamos si acercarnos o huir.   Ya desinhibidos por los efectos del alcohol, nos dirigimos hacia ellas cruzando el campo de césped.

Mientras nos acercábamos, tanto Manuel como yo íbamos pensando a quien abordaríamos primero. A mí me gustó la que llevaba vaqueros con botas hasta las rodillas, Manuel se decidió por la de falda celeste. Ambas estaban distraídas, con la mirada en el horizonte. Cuando repararon en nuestra presencia se mostraron inquietas. No las culpo por la cantidad de robos y violaciones que han ocurrido en el parque.

—Hola, soy Leonardo y este es mi amigo Manuel —dije con espontaneidad.

Se miraron entre ellas y soltaron una ligera sonrisa.

—Soy Wendy y esta es mi prima Cecilia.

La mujer morena nos tendió la mano con un repentino gesto de coquetería, diciendo «hace un bonito día, ¿verdad?». A lo que yo contesté «así es».

Empezamos a caminar los cuatro, nos emparejamos automáticamente, Manuel con Wendy y mi persona con Cecilia quien no pronunciaba palabra, apenas esbozaba una sonrisa. Después de comer, cada uno escogió un lugar reservado bajo los frondosos cipreses; con ella nos recostamos en el pasto, a una distancia prudente de la otra pareja. Al cruzar unas pocas palabras pude confirmar mi sospecha de que tenía entre las manos un fardo, ese ingrediente tradicional, atávico, legado de costumbres de la vida campestre que se amalgaman en convicciones de una invencible desconfianza, ese raro ingrediente que delata, desde hace siglos, a la campesina en una ciudad cosmopolita: el respeto extremo, incluso el temor reverente al macho, proveniente no de la experiencia en el arte amatorio, sino justamente por no haber mantenido relaciones sexuales.

Empecé a cortejar a Cecilia enviándole arreglos florales, principalmente de rosas, su flor favorita; inspirado por las musas escribía poemas encendidos, ya que el alma que hablar puede con los ojos también puede besar con la mirada, diría el poeta; le invitaba a degustar helados en una fuente de soda. Me gustaba ver como su rostro se encendía cuando le decía algún requiebro.  Luego de hacer mi tarea y alcanzar los méritos necesarios para conquistar su corazón, ella por fin, me aceptó. Le pedí que cerrara los ojos y estampé mis labios en los suyos. Sus brazos sedosos y perfumados envolvieron mi cuello; su cálida mejilla se apretó contra la mía. Fue un beso tibio, puro, sin intervención de la lengua para que la doncella no entre en pánico. «Soy virgen. Nunca he estado con un hombre y no lo haré hasta que me haya casado», me dijo azorada, pero con firmeza. Yo me sorprendí, en un principio pensé que me estaba gastando una broma de mal gusto, pero ella se ratificó en lo dicho.

Nuestra relación era de «manita sudada», solo castos besos y unos pocos arrumacos generaban un clima romántico de sublime amor juvenil. Cuando yo pretendía acariciar sus pechos como limoncitos enseguida me retiraba la mano diciendo que esos tocamientos inconfesables solo los permitiría una vez que estuviéramos casados, oleados y sacramentados. Entonces yo la abrazaba y besaba su frente resignado; ella, viendo mi frustración me decía con picardía en la mirada y esa voz tipo soprano, como la de Amanda Lear: «Tenga paciencia, que todo le llega a quien se afana mientras espera».

Ser virgen a los cuarenta y tres años no es una situación muy habitual en pleno siglo XXI, razón por la que Cecilia me subyugaba, pero también me ponía de mal humor porque a mi edad, cincuenta y ocho recién cumplidos, yo no estaba para besitos y abracitos inocentes, sin embargo, me resignaba aceptando de mal grado mi incómoda y forzada abstinencia con la ilusión de ser quien desflore a mi doncella inocua y remisa. Cecilia consideraba que esperar al hombre adecuado para entregarle su virginidad era un regalo y una muestra de lealtad y fidelidad que atesoraba para su futuro marido. El noviazgo con su aureola de romanticismo y amor encantador resultaba una experiencia intrigante y atractiva para ella por sus seductoras promesas de satisfacer los deseos de su ansioso corazón.

En mi dilatada vida amorosa nunca llegué a desflorar a una doncella, por lo que la idea de desvirgar a Cecilia me seducía. Las mujeres que llegaron a mi lecho venían con un largo recorrido en el arte amatorio, sin embargo, la primera vez fingían timidez y recato lo que les duraba muy poco para luego sacar a relucir todo su repertorio fruto de años de experiencia. 

Cecilia pasó su niñez y adolescencia, según me dijo, bajo el resguardo inquisidor de su madre quien la mantenía vigilada y no permitía que ningún mozalbete se le acercara. Estos cuidados extremos contribuyeron a que la moza conserve su castidad hasta la edad actual, pero también la privaron del contacto saludable con sus compañeros de escuela y creció cautiva y ajena a toda clase de relaciones afectivas. «Toda la dignidad y sentido de la vida consiste en conservar tu virginidad hasta el matrimonio», le decía su mamá. Ella, como profesora de un colegio rural integrado por varones y mujeres, había visto muchos casos de acoso sexual de profesores a sus alumnas y entre estudiantes. En la época primitiva la mujer formaba parte del botín de los vencedores, por lo que las madres mantienen ese temor atávico al hombre en lo que respecta a las cuestiones sexuales.

Es duro aceptar que las chicas me miran como a un padre… o abuelo. Un hombre maduro aparenta los años que se merece: cabello gris, arrugas, ojos hundidos y con ojeras, dientes manchados por el café y tabaco; en mi interior me veo joven, lozano, seguro y capaz de conquistar a cualquier muchacha que me proponga; siempre tenemos la misma edad por dentro, dicen. Veo a mis compañeros de colegio y me digo: «¡Pero si son unos ancianos! Por fortuna yo no me miro así». Estoy convencido que ellos piensan lo mismo. Creo que las mujeres ven al mancebo, fresco, gallardo que está en el espejo, pero lo que ellas reparan es en el veterano decrépito y decadente y se preguntan: «¿Qué querrá ese viejo verde? Podría ser mi bisabuelo». Ha sido difícil para mí adaptarme a la nueva condición de mi cuerpo, aunque procuro que las molestias y dolencias no me afecten, después de todo lo importante no es cuánto tiempo vivamos sino cómo.

Desde mi divorcio a los cuarenta y cinco años me acostumbré a tener relaciones con jovencitas. Las mujeres de mi época están viejas y achacosas: a una le duele la espalda, a otra la cabeza, aquella ya no lubrica, en fin, resultan un saco de enfermedades y dolencias, aunque en su favor se podría decir que ellas tienen el estilo del que adolecen las muchachas, sin embargo, están próximas a derrumbarse en el abismo de la decadencia por el inexorable paso del tiempo.

Me atrevería a decir que soy un tipo atractivo, escucho con atención lo que me dicen y eso les gusta a las mujeres, aunque mi potencial financiero no era boyante esta situación no pareció inquietar a Cecilia; sé cocinar, eso me da cierta ventaja sobre los que no saben hacerlo. Y lo mejor de todo: soy bueno en la cama

Llevado por el amor, el deseo y la curiosidad por desflorar a una virgen, y como la única vía para conseguirlo era llegar al altar, decidí proponerle matrimonio. Estaba seguro de que esta simple pregunta «¿Te quieres casar conmigo?» cambiaría mi vida para siempre, por lo que quise hacer de este acontecimiento un momento inolvidable. La llevé al mejor restaurante de la ciudad. Con anticipación había acordado con el camarero para que, en su postre, que consistía en una copa de helado combinado con frutas, colocara el anillo de compromiso. En el instante preciso en que Cecilia tomó la sortija con la cuchara le propuse matrimonio. Ella, sorprendida, no atinó a decir una palabra, hasta que más relajada me dijo un sonoro «¡Sí quiero!».

La boda se realizó a los pocos días. Viajamos de luna de miel a Ibarra, conocida como la «Ciudad Blanca» por las fachadas de sus casas pintadas de ese color. Ya instalados en el hotel, en una agradable habitación adecuada con especial esmero para la noche de bodas, con música romántica, luz ambiental, bar, chimenea eléctrica que le daba un toque abrigado a la habitación, la cena a la luz de las velas, un baño de tina con esencias aromáticas. El botones del albergue me sugirió, con discreción, un artilugio erótico del que disponía para las ocasiones especiales por un módico precio adicional; este mobiliario tenía nombres sugerentes como «el potro del amor», el tubo de pole dance, el «arco de posiciones» y otros artilugios. No quise complicar el himeneo con tanta parafernalia, así que decliné con amabilidad la insinuación; mi intención era desvirgar a Cecilia de la manera menos traumática posible.

Ya en el lecho conyugal, mientras acariciaba por fin su grácil figura, Cecilia interrumpió los escarceos amorosos e insistió en que se apaguen todas las luces de la alcoba. El pudor de la novia buscaba un aliado en la oscuridad para no ser vista en toda su magnificencia, cuyo amparo le evitaba lo que ella consideraba una ofensa al recato. En la penumbra la desnudez parecía menos desnuda; podía sentir la suavidad de su piel, la fragancia a almizcle de su pelo ligero y limpio. Todavía siento en la boca el regusto a miel de sus labios.

Propio del hombre es el desear a la mujer inaccesible —las dificultades son un acicate para el enamorado—. El pudor y la resistencia son cualidades que hacen más deseada a la hembra. El recato es, a fin de cuentas, una manifestación del impulso erótico. Adopté el rol de perseguidor y Cecilia el de perseguida. Ella se esmeraba en ser esquiva y yo percibía aquello como conforme de la coquetería femenina. El comportamiento escurridizo de Cecilia en dos años de noviazgo, al no permitirme caricias osadas, menos aún que la vea desnuda, me insufló un deseo desmesurado.

La habitación, apenas alumbrada por la tenue luz de las velas, me permitió observar por primera vez el cuerpo desnudo de Cecilia que (ahora lo veía bien), con su carencia de curva en la cintura, de busto inexistente y trasero escaso, tanto me habían hecho desear sus remilgos de pureza que le subían por la vía sedosa de la garganta hasta los finos y fragantes labios.

Me llamó la atención una cicatriz en su pubis que se la hizo de niña en un accidente en bicicleta, así dijo ella, a consecuencia del cual un cirujano plástico tuvo que reconstruirle la matriz. Enseguida se encendieron las luces de alarma, algo me decía que eso, así como lo que me había contado sobre su vida, no era verdad, pero ¿qué podía hacer a estas alturas, cuando todo ya estaba consumado?

viernes, 2 de junio de 2023

Aima

Roberto Murcia


Sé que probablemente encontrarás muy extraña la descripción de lo ocurrido y no des entero crédito a lo que voy a decirte, de cualquier manera deseo relatártelo. La amistad que nos une desde que éramos niñas me hace sentirme cómoda confiándote mis secretos íntimos. Aunque hemos hablado antes sobre mi relación con Astor no te he explicado las razones de nuestra ruptura y de lo que sucedió después. Quisiera que comprendas mi situación actual y puedas juzgar por ti misma si son o no correctas las acusaciones que me hacen individuos sin escrúpulos que no están al tanto de lo que en realidad pasó. No busco excusarme, pues sé muy bien que actué de modo inapropiado, pero tampoco soy el monstruo que ellos pretenden.

Cometí errores, lo admito, soy un ser humano proclive a ellos, no obstante, en mi descargo deseo mencionar que fui víctima de las circunstancias; que son en extremo fuera de lo común como podrás comprobar. Estas me fueron atrapando en sus redes de forma gradual, sin que me diera cuenta, hasta asfixiarme por completo. Vivo una pesadilla. Otros pueden despertarse y dejar atrás lo soñado, yo, en cambio, jamás me veré libre de la infamia. Me perseguirá a donde vaya cual costra pegada a la piel o un tatuaje en la frente.

¿Por dónde comenzar? Creo que es preferible iniciar desde el momento en que nos conocimos para que te hagas una imagen más exacta de los hechos. Mi primer encuentro con Astor ocurrió cuando inicié mis clases en la universidad, ya que éramos compañeros en algunas materias de estudio. Fue una época de mucho ajetreo, un nuevo ritmo de vida, nuevas amistades. Yo venía de un pueblo pequeño y debí adaptarme a muchos cambios: vivir sin mi familia, en una residencia universitaria para estudiantes, cocinar mis propios alimentos o comer lo que encontraba disponible y me permitían mis limitados recursos.

Ese día, después de una noche de insomnio, llegué tarde a clase y al entrar no podía encontrar un asiento libre. Él reparó en mi turbación y me señaló uno al lado del suyo. Se lo agradecí y al terminar la hora intercambiamos unas palabras. Como suele suceder en estos casos, nada parecía presagiar lo que habría de pasar entre los dos con posterioridad. Luego de coincidir un par de veces me di cuenta de que no le era indiferente, pero eso nos ocurre a las mujeres con frecuencia, así que no le di mucha importancia. Aunque Astor era bien parecido y me impresionaron su cabello negro y la profundidad de sus ojos, en un inicio no lo consideré en el plano romántico.

El periodo académico siguiente no coincidimos en clases, no obstante, ambos teníamos varios conocidos en común y nos encontrábamos en reuniones. Cuando conversé con él despertó mi asombro. En apariencia era un chico normal, con éxitos y fracasos, penas y alegrías, sin embargo, en el fondo de su alma, yo adivinaba una sombra que se asomaba como al sondear un abismo oscuro. Era cual si sostuviera una pesada carga que lo agobiaba. A pesar de haber intimado con él durante los años que duró nuestro noviazgo siento que en realidad nunca lo conocí por completo. Siempre hubo detalles que permanecieron en el misterio.

Él me invitó a salir. Yo no quería involucrarme en una relación romántica en ese período de mi vida. Mi experiencia con mi primer novio, que ocurrió un año antes cuando vivía en mi pueblo, no fue buena, me causó mucho sufrimiento y bajé de peso —eso no significa que el perder algunas libras haya sido tan malo, mas sí la forma en que las perdí—. Por ello solo deseaba concentrarme en los estudios. De manera que un nuevo noviazgo no existía en mi radar. Consideré que de momento lo más juicioso era mantener una amistad con él por mientras mi corazón se recuperaba y estaba listo para algo más. Sin embargo, él fue paciente, salimos por varios meses. En una ocasión, regresando del cine, me acompañó a casa. Al despedirnos, nos besamos y en breve estábamos en mi cama haciendo el amor. Así comenzamos lo nuestro, aunque en mi opinión yo era la que me esforzaba por sacar adelante la relación. Nos veíamos después de asistir a clases y con frecuencia se quedaba a dormir conmigo. Su compañía me ayudó, pues como te he comentado, no me gusta estar sola.

En esa época conocí a Aima. Al principio no reparé en ella, era una chica más entre las muchas que corrían de un edificio a otro de la universidad. Más tarde, cuando tuve la oportunidad de conversar con ella, advertí que su rostro y el de Astor eran muy similares. Sus facciones, el cabello negro, grandes ojos azul marino, en fin, se podría conjeturar que fueran hermanos, salvo por hecho de que —según ellos afirmaban— ninguno los tuvo.

Pude deducir de nuestras conversaciones que los progenitores de ambos murieron durante su niñez, después de permanecer en distintos orfanatos fueron adoptados por parejas sin hijos y no tenían parientes conocidos. Sus padres adoptivos también habían fallecido. A él no le agradaba hablar de los sucesos de su infancia —decía que no quería vivir en el pasado y que por eso olvidaba lo que sucedía tan pronto ocurría—, pero me confió que sufrió abuso físico y mental en el orfanato al que lo enviaron, hasta que lo adoptó una pareja que lo rescató de ese ambiente nocivo. Ella pasó dificultades semejantes. ¿No es extraño que compartieran tantas coincidencias? Y no serían las únicas.

Aparte de sus rasgos faciales similares, descubrí que participaban de gustos comunes en materia de lecturas, comidas e inclusive expresiones, como cuando se tocaban la frente en señal de sorpresa; asimismo, ambos tenían la manía de no dejarse fotografiar. Sin embargo, diferían en su temperamento. En ese aspecto eran muy diferentes: Astor era taciturno, con tendencia a deprimirse y aparentaba estar preocupado por algo todo el tiempo; no era sociable, si se le dejaba a su libre albedrío, prefería relacionarse solo con su círculo de amigos íntimos. No era muy cuidadoso en su forma de vestir —al igual que otros hombres, se ponía lo primero que encontraba en el guardarropa—. Con frecuencia era yo quien le sugería que comprara nueva ropa.

Aima, en cambio, era alegre, con un fino sentido del humor, amigable, delicada, dulce, vestía con pulcritud y cuidaba hasta el último detalle de su apariencia, como sus uñas de manos y pies, las que de invariablemente lucían pintadas de acuerdo con el atuendo que llevaba ese día. Algunos chicos la llamaban la muñeca por su extremo cuidado al vestir. Un apelativo que a ella no parecía desagradarle. Comenzó a frecuentar nuestras reuniones y, en consecuencia, ella y Astor compartían los mismos amigos, por lo que estos comenzaron a hacer chanza de la similitud entre ambos.

Lo curioso es que, a pesar de todas las oportunidades que tuvieron de coincidir, dada la afinidad de amistades, no fue posible que se conocieran. A veces, cuando estábamos en un restaurante o en el apartamento de uno de los camaradas, ella se mostraba minutos después de que él se había marchado y viceversa. Al preguntarles si se habían encontrado en el camino, ambos lo negaban.

Las similitudes entre ellos no dejaban de asombrarme. Mientras recogía las fechas de nacimiento de mis allegados —una iniciativa mía para conocer de antemano nuestro natalicio y que pudiéramos felicitarnos mutuamente—, descubrí que nacieron el mismo día y año, el 27 de abril de 1971. Al enterarnos de que sus cumpleaños coincidían hicimos bromas sobre el asunto e intentamos que celebraran ese día juntos, mas fue en vano. Si uno estaba disponible, el otro no.

En una oportunidad hablamos con ella para explorar su agenda y al fin convinimos en la fecha de mi cumpleaños. Astor asistiría, ya que era muy importante para mí, y llegó puntual a la cita. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Hice todos los preparativos, la limpieza, unos bocadillos, coloqué los platos y vasos y puse al horno el plato principal. Dos de los invitados traerían bebidas y Amanda el postre. ¿Te acuerdas de ella? Tú la conociste cuando me viniste a visitar. Recién llegaron, comenzamos a tomar unos aperitivos y en poco tiempo estábamos achispados, contábamos chistes y nos reíamos. El aroma de la lasaña que cocinaba en el horno provocaba que se nos hiciera agua la boca. En resumen, la estábamos pasando divino.

Luego de un rato, Federico, uno de los chicos, preguntó: «¿Qué pasó con Aima? ¿No dijo que vendría?». En medio del jolgorio se nos olvidó que había prometido venir. «La verdad no tengo la menor idea» respondí. Alguien sugirió que pudo pasarle algo, pero no quisimos llamarla, pues no deseábamos ser indiscretos. Después de largo rato recibimos una llamada telefónica de ella en la que se excusaba de asistir por un inconveniente de último momento.  

No se podría afirmar que alguno de ellos se negara de manera explícita al encuentro con su contraparte, aun así, una gran cantidad de circunstancias fortuitas lo impidieron. Me consta que al menos en algunas ocasiones la reunión se vio frustrada por eventualidades ajenas a su voluntad, como cuando Astor debió partir minutos antes de que Anima arribara porque lo llamaron de su trabajo debido a un incidente imprevisto y urgente que requería su presencia. Este no fue un proceso de días, ni meses, sino de varios años en los que todo intento de reunirlos fue infructuoso. Con el transcurso del tiempo comprendimos que ellos no podían conocerse, por razones que ignorábamos. Lo que fue motivo de bromas se convirtió en un hecho cotidiano, así que terminamos por desistir de nuestro propósito y aceptamos su incompatibilidad de horarios como una realidad fáctica.

Luego de varios años, Astor y yo nos graduamos y conseguimos trabajo. Él trabajaba desde que era estudiante, yo después que me gradué. Nos quedamos a vivir en la ciudad, pues sabíamos que en ella encontraríamos mejores oportunidades laborales. Además, todos nuestros contactos y amistades vivían aquí. Habíamos hablado de matrimonio, o más bien yo traje a colación el tema, ya que él no parecía considerar esa posibilidad. Respondió que por él estaba bien si nos casábamos. A pesar de que me resulto chocante su falta de entusiasmo, llegué a la conclusión de que era parte de su naturaleza el ser tan poco efusivo.

En una ocasión, mientras le ayudaba a colocarse el abrigo, observé que Astor tenía un lunar en la nuca en el cual no había reparado antes, cerca de la línea donde inicia el cuero cabelludo. Semejaba un corazón de coloración rojiza. Entonces surgió en mí la idea de corroborar si Aima poseía uno similar. Debido a su cabello largo que le cubría el área, no era posible hacerlo sin que sospechara mi intención. Ya que consideré que podría negarse, decidí esperar un momento apropiado.

La ocasión llegó en una visita que hice a su apartamento. Luego de conversar y tomar un aperitivo, le sugerí que quería cepillar su cabellera, que era muy hermosa, lacia, suave al tacto y le llegaba casi hasta la cintura. Al levantársela con cuidado pude observar su cuello con detenimiento, no podía dar crédito a lo que veía: un lunar tan parecido al de Astor al grado que eran indistinguibles uno del otro. ¿Qué probabilidades habría de que algo así ocurriera por azar?

Al encontrarme con Astor le expresé mi sorpresa al enterarme de que Aima tenía un lunar de semejante forma, color y ubicación al suyo. Dijo que los lunares son tan comunes que inevitablemente habrá muchos similares. Así que terminé por aceptar su explicación. Después, Aima le confió a una amiga común que sentía pavor ante la presencia de aves. Un temor patológico inusual. Por si fuera poco, resulta que Astor tenía la misma fobia. En una ocasión un compañero le pasó una pluma de ave por la cara y casi le da un ataque. Otra coincidencia en la larga lista.

Con el trascurso del tiempo, la boda no se concretó. Cuando pedía que fijáramos la fecha de la ceremonia, él salía con un pretexto: no teníamos suficiente dinero, era mejor esperar y un sinnúmero de razones. Lo que era evidente es que él no se sentía preparado para dar el gran paso. Le di un ultimátum, le dije que si en realidad me amaba debíamos casarnos en ese año. Él argumentó que no le gustaba que lo presionaran, que eso lo hacía sentirse atrapado. En los días siguientes comenzó a faltar a nuestras citas. Siempre había una excusa, un compromiso, tenía que reunirse con sus compañeros de trabajo, en fin, cualquier evento le impedía venir a verme. Como era de suponer, la relación sufrió las consecuencias. Juzgaba que él no se la tomaba en serio. Su indiferencia me lastimaba.

Pensé que alguien más se interponía entre los dos. Las discusiones comenzaron a separarnos. Le pedía cuenta de sus acciones y con quien se reunía. Si se relacionaba con otras, yo exigía me diera los pormenores de lo que hablaban. Con frecuencia miraba intenciones románticas en las pláticas que me relataba. Él lo negaba y afirmaba que me hacía daño a mí misma sin razón. Desconfiaba de lo que me decía. Verificaba cada detalle con amigos y conocidos siempre que podía. Intenté llevar una agenda de sus movimientos: la hora en que se levantaba, con quién y dónde se encontraba cuando no estaba conmigo. Comencé a ver lagunas en su recuento de actividades y eso me hizo sospechar. Deduje que su indiferencia se debía a que había otra chica en su vida. Sé que no estuvo bien lo que hice, pero una mujer enamorada comete desaciertos. Los celos nos hacen distinguir fantasmas en donde solo existe el vacío.

Llegué a la conclusión que Aima tenía algo que ver en nuestro distanciamiento. Simplemente, no podía creer que no se hubieran encontrado antes. Toda la patraña de que no podían coincidir en el mismo lugar debía ser una mascarada urdida con el propósito de engañarnos. Eran similares en tantos aspectos que debían estar predestinados a conocerse. Supuse que se entendían y veían a escondidas porque no deseaban que estuviéramos juntos los tres para no revelar sus sentimientos frente a mí —dicen que el amor no se puede esconder—. Sospechaba que eran amantes y él me lo ocultaba. En mi imaginación los miraba haciendo el amor y esa visión me resultaba insoportable.

 Las dudas que me atormentaban eran un cáncer que se regaba por mi cuerpo. Una tarde nefasta en que estábamos en mi alojamiento, no pude más, le pregunté a Astor si tenía otra mujer. Él miró con sorpresa y lo negó. Lo interrogué sobre si tenía una aventura con Aima. Él, ostensiblemente incómodo, expresó que no era así. Debí detenerme en ese instante, pero la opresión que sentía me obligó a seguir adelante en mi propósito.

Le exigí que tuviéramos una reunión con ella para que esta me lo aclarara. Se molestó y dijo que, si yo desconfiaba tanto de él y lo consideraba un mentiroso e infiel, era mejor terminar nuestra relación. Me sentí frustrada y sin meditar mis acciones le lancé una tasa en la que tomaba café, que le dio en la cabeza. La sangre brotaba de su frente y se esparcía por su rostro. De inmediato me arrepentí de lo que hice y le di un pañuelo para que detuviera la hemorragia y le pedí que me perdonara. Sus encolerizados ojos me miraban con fijeza mientras permanecía en silencio. Tuve la impresión de que se estaba conteniendo las ganas de golpearme. No aceptó mis excusas. Se largó de mi apartamento tan pronto como pudo.

Con posterioridad, lo llamé por teléfono, no respondió. Al fin me envió un mensaje en que me decía que, debido a lo sucedido, no existía ninguna posibilidad de reconciliación, que, por favor, no intentara comunicarme con él de nuevo. No volvimos a tener una plática amistosa. Cuando por casualidad coincidíamos en algún lugar, se marchaba en el acto como si huyera de la peste. Lloré durante muchas noches sin poder dormir, pues no podía concebir la vida sin él.

Sentía que me había herido en lo más hondo de mi ser. Me parecía verlo si encendía la televisión o caminaba por la calle. Para colmo de males salí embarazada. Debió ocurrir en una de las últimas ocasiones que pasamos juntos. Según mi ginecólogo, debido a mi padecimiento de ovario poliquístico no era probable que quedara encinta, por lo que me descuide. No se lo dije a él, ya que consideré que no debía atarlo a mí si él no lo deseaba y tampoco estaba preparada para ser madre soltera. No quise informar a mis padres, pues son muy conservadores y no aprobarían mi embarazo ni la decisión que habría de tomar. Sola y sin apoyo, no tuve más opción que abortar.

Puesto que creía que Aima sostenía una relación con Astor, me preguntaba que vería en ella que yo no tenía. Comencé a vestirme y actuar como la que consideraba mi rival y la culpable de la desgracia que estaba pasando. Buscaba asemejarme a ella para gustarle de nuevo a él. Incluso compré unos lentes de contacto azules, pero todo fue en vano. No volvió a fijarse en mí ni a preguntar por mí a nuestros conocidos. Dejó de frecuentar el círculo de amistades que compartíamos —asumo que no quería encontrarse conmigo— y desapareció de mi vida sin más.

Después, mis amigos me informaron que él seguía como si nada hubiera ocurrido. En las ocasiones en que lo vi de lejos, además de ignorarme, se mostraba tranquilo. No lograba comprender cómo alguien que me había amado podía desentenderse de mí sin que esto le causara pesar alguno. Lo que antes era cariño se transformó en amargura y odio. Deseé provocarle daño, hacerle pagar por el tormento que me causaba. Ansiaba desenmascararlo para demostrar que tras su apariencia de inocencia escondía algo bajo o despreciable.

Mientras tanto, me pareció que Aima también me evitaba. Cuando me la encontré y la invité a visitarme, adujo que tenía mucho trabajo y no podía reunirse conmigo. Durante la conversación comenté de pasada mi ruptura con Astor para provocar una pregunta de parte de ella, sin embargo, no mostró curiosidad o interés por saber más. Consideré la eventualidad de que no estuviera enterada de lo sucedido, pero concluí que era más factible que fueran amantes y por esa razón no deseaba tocar el tema. Me propuse investigar lo que pude sobre ella, mas fue inútil: nadie conocía su pasado.

Entonces ideé un plan para salir de mis dudas. La argucia que vino a mi torturado cerebro y que se fue apoderando de mi voluntad, fue la de reunirlos sin que ambos supieran que su contraparte estaría en el lugar en cuestión. Al ignorar uno la presencia del otro, esperaba lograr que se reunieran por fin y de esa manera confrontarlos y aclarar la situación de una vez para siempre.

Ya que Astor y yo estábamos distanciados, decidí que necesitaba un cómplice si pretendía alcanzar mi objetivo, así que le participé mis intenciones a Christian, un conocido común. Sabía que este tenía interés romántico en mí y juzgue que podría persuadirlo para que me ayudara. Le expuse la necesidad de esclarecer el vínculo entre Astor y Aima. Que para mí era indispensable a fin de seguir adelante con mi vida. En un principio dijo que no le parecía buena idea, que él podía actuar de forma violenta al verse engañado y no quería problemas. Yo insistí, hasta que por último tuve que acostarme con él para convencerlo.

Convinimos en un día viernes en que ambos estarían libres. No descuidé ningún detalle. Christian se reunió con Astor y, puesto que este último coleccionaba monedas antiguas, le hizo creer que un coleccionista vendría a su apartamento a mostrarle un lote de denarios romanos que le habían ofrecido a un precio de regalo, y lo invitó a acompañarlo. Christian lo llevaría a su piso, que ni Astor ni Aima habían visitado antes. Christian —quien también conocía a Aima— la citó una hora más tarde con el pretexto de que precisaba informarle sobre un asunto de suma importancia que solo podía confiarle en persona. Le dio la dirección y ella prometió que llegaría.

Cuando se acercaba el momento esperé con ansia a que acudieran. Me escondí en la habitación contigua desde la que se podía divisar la calle y el portón de entrada del edificio a esperar su llegada. Miraba mi reloj de manera continua hasta que se aproximó la hora de la cita. Cada segundo que pasaba era una eternidad. Por fin aparecieron Astor y Christian que se aproximaban. Luego oí ruido en el interior del apartamento.  Fui hacia la puerta de mi cuarto y puse con cuidado mi oreja sobre ella. Escuché que conversaban.

Según habíamos convenido, Christian se encargaría de entretener a Astor convidándolo a una bebida y bocadillos. De pronto estalló una tormenta con relámpagos que iluminaban la noche. Consideré la eventualidad de que Aima no se presentara, pero razoné que no había señales de lluvia más temprano y, por lo tanto, ya debía estar en camino. Corrí hacia la ventana. Afuera se apreciaba un diluvio.

El tiempo transcurría y temí ver mi plan frustrado. Me tranquilicé cuando vi que Aima se aproximaba caminando rápido mientras se cubría con un paraguas. Regresé a la puerta y la entreabrí con cuidado. Habíamos previsto que Astor se sentara de espaldas a la ubicación en que yo me hallaba, así que no hubiera podido verme a menos que se volteara por completo. Desde allí podía divisar por donde esperaba que Aima ingresara.

Enseguida sonó el timbre. Seguro era Aima. Christian se dirigió hacia la entrada. En el instante en que esta se abría, se escuchó un trueno, que a juzgar por el estruendo que hizo, debió caer cerca. De manera instantánea la luz se apagó y reinó la oscuridad. Pensé que era el evento más inoportuno que podía pasar y maldije mi suerte. En medio del silencio que apenas interrumpía el goteo de la lluvia, retumbó una voz profunda. Aunque similar al tono de Astor no parecía provenir de un ser humano, dijo: «Eres tú quien me ha matado». Tuve la indeleble impresión de que se refería a mi persona.

Después de unos segundos se restableció la iluminación. Miré la silla en que instantes atrás se encontraba Astor y con extrañeza comprobé que ya no estaba allí. En el umbral del apartamento, Christian miraba horrorizado hacia el piso sobre el que yacía Astor inerte. Al voltear el cuerpo no respondió a nuestros intentos por reanimarlo. Revisamos si aún respiraba y si tenía pulso. No mostraba señales de vida, así que llamamos una ambulancia. Al llegar, los paramédicos procuraron sin éxito resucitación cardiopulmonar. En el hospital se decretó que había fallecido. Christian afirmó que no alcanzó a ver quién tocó el timbre, no obstante, en la penumbra le pareció distinguir una figura que ingresó al lugar.

Más tarde, Christian y yo fuimos detenidos e interrogados por las autoridades, quienes no creyeron nuestra versión de los hechos. Con posterioridad, varios testigos declararon que Aima entró al inmueble, mas nadie la vio salir. Se examinaron las cámaras del edificio que mostraban la entrada de Christian acompañado de Astor y, luego de una hora, la de Aima, sin embargo, no se observó que esta saliera. Se interrogó a los inquilinos y se buscó en toda la edificación y no pudieron dar con su paradero. Ella no volvió a su alojamiento, en el que dejó todas sus pertenencias, y hasta la fecha no hay indicio alguno de que se haya marchado a otro sitio. Desde entonces la policía ha intentado localizarla sin éxito. Parece que se la hubiera tragado la tierra.

Como te imaginarás, sufrí mucho al estar detenida por sospecha de asesinato, nadie parecía dispuesto a aceptar nuestro testimonio. Dado que el forense dictaminó que la muerte de Astor se debió a causas naturales —un infarto al miocardio— no se presentaron cargos en contra nuestra y fuimos liberados. Astor nunca mencionó que padeciera de algún mal ni se aclaró la razón de tan extraño evento en un individuo joven y saludable. La noticia apareció en los medios y Christian y yo hemos sido objeto de escarnio público, rechazados por amigos y conocidos. Sufrimos persecución y acoso a consecuencia de lo que sucedió. Algunos hasta nos culpan de la desaparición de Aima.

Ahora que conoces mi versión de lo que sucedió, quisiera que comprendas lo mucho que he sufrido por causa de esta situación. Te juro que mi descripción de los hechos es absolutamente apegada a la verdad. Comprendo que es una historia insólita, ni siquiera yo le encuentro sentido, pero ¿no sería más fácil inventar una que fuera verosímil si tuviera el objetivo de mentir? Christian puede corroborar lo ocurrido aquella noche y así lo ha hecho cuando se ha presentado la oportunidad, no obstante, nadie parece estar dispuesto a creernos.

No he escondido o minimizado mis errores para presentarte una imagen más benigna de mi persona y ganar tu simpatía en cuanto a este asunto: sé que los cometí y debo vivir con ellos. No era mi propósito que Astor muriera, por lo que no me considero responsable directa de su fallecimiento, sin embargo, estoy consciente de que actué mal. Aunque me arrepiento de lo que pasó, no puedo hacer nada al respecto, ya que no es posible cambiar el pasado. Espero que no me juzgues mal. Lo que hice fue por culpa de un amor que me atormentaba, producto del despecho, no para causar su muerte.