jueves, 8 de junio de 2023

La virgen

Patricio Durán


Cuando la conocí, Cecilia había cumplido cuarenta y tres años, de aspecto campesino, rostro alargado, cabellos lisos color castaño en los cuales centelleaban unas pocas canas, con una raya irregular en medio; su forma de expresarse «cantando», al igual que el arrastrado de las «erres», delataban su origen aldeano; no usaba maquillaje, de pómulos formados, cejas gruesas que enmarcaban su mirada, nariz fina, labios de dimensión media, dientes blancos y bien alineados. Estos rasgos faciales le aportaban cierto atractivo misterioso, aunque no se podría decir que era bonita. Lo hermoso eran sus ojos marrones, grandes como espejos, de gesto huidizo como los ciervos. Poseía un cuerpo rectangular con una figura proporcionada entre la parte superior e inferior. Tenía poco pecho (unos limoncitos), caderas finas y breves nalgas; de perfil atlético, nunca subía un gramo a pesar de su buen apetito.

Cecilia, como hija única, había sido criada con rigurosidad en un hogar donde se estimaba la castidad por sí misma, para sus padres representaba un valor mágico. En la sociedad rural de dónde provenía, siempre se encontraban con la magia en asociación con todos los fenómenos biológicos. Puede ser un dominio beneficioso o perjudicial, un poder de los espíritus del bien o del mal, pero en todo caso es debido a una influencia mágica, y este era el aspecto que para ellos revestía mayor importancia.

En el campo los niños eran prometidos por los padres y el compromiso de matrimonio se aseguraba mediante una fianza que proveía el padre del novio asegurando de esta guisa la «compra» de la novia mediante la firma del contrato matrimonial. Este era un acto simbólico heredado por la tradición de los tiempos en que el casamiento era una pura y simple transacción monetaria. El matrimonio por compra lo han practicado los pueblos de todas las razas y nivel cultural, desde los más primitivos hasta los de civilización más avanzada. Siguiendo esta ancestral costumbre, Juan Manuel, el padre de Cecilia, se comprometió con su compadre Julio César, para que su hijo Marco Antonio sea el futuro esposo de Cecilia. El primogénito fue a celebrar con sus amigos su nuevo estado civil, bebió más de la cuenta y perdió la vida ahogado en una acequia que regaba los sembríos de los árboles frutales de la huerta familiar. Juan Manuel quedó liberado del compromiso y desapareció de la vida de Cecilia y su madre llevándose la dote y los ahorros familiares.

Buscando un mejor futuro para su hija, Olga, la madre de Cecilia, decidió emigrar a la capital de provincia.  Cuando llegaron a la capital quedaron deslumbradas por su diseño arquitectónico, los altos e inteligentes edificios, las vías rápidas de circulación, centros comerciales y atractivos turísticos; acostumbradas como estaban en el campo a recorrer grandes distancias a pie, en la ciudad podían realizar caminatas en el Parque de la Familia sembrado de cipreses, pinos, eucaliptos, orquídeas, gardenias, azaleas y crisantemos. Un riachuelo cantarín, de cristalinas aguas, atravesaba el lugar, hasta desembocar en una laguna. Este ambiente bucólico las transportaba a su aldea en la que vivieron mejores días.

El cambio de residencia llenó de dudas a Cecilia: ¿Volveré alguna vez a mi querido pueblo?, ¿Podré ver otra vez a mis familiares y amistades?, ¿Qué clases de personas conoceré aquí?, ¿Mi madre conseguirá trabajo para mantenernos? El miedo al porvenir desató un trauma del pasado que Cecilia creía superado. Sus debilidades y manías, empezaron a aflorar. Nunca se le conoció una pareja sentimental. Al encontrarse en un lugar más desinhibido empezó a ampliar su círculo de relaciones. «Para conocer gente tienes que asistir a reuniones sociales, bailes, paseos. Yo me encargaré de eso», le dijo Wendy, su prima descocada quien llegó a la capital siendo niña y perdió su virginidad a los catorce años con el mejor amigo de su padre.  

A los tres meses de vivir en la ciudad, Olga consiguió una plaza de profesora en una escuela cercana a su nuevo domicilio. A Cecilia se le dibujó una gran sonrisa en su rostro al saber que su madre encontró empleo. Ya no pasarían penurias económicas y podrían ponerse al día con el alquiler. Se acabaron los ruegos al casero para que espere por el pago. Podían ahorrar algo de dinero para los imprevistos, y en navidad disfrutarían de una buena cena.

Con la situación económica resuelta por el momento, Cecilia empezó a desenvolverse con mayor soltura, ya no se sentía intimidada por los avatares de la gran ciudad. Se volvió al mismo tiempo cosmopolita y provinciana, sin embargo, no había perdido el miedo al trato con los hombres, tenía presente las advertencias de su madre acerca de la intimidad con estos seres taimados que querrían aprovecharse de su candidez, sobre todo al enterarse de que era una campesina, considerada presa fácil por los galarifos citadinos.

Yo tuve la oportunidad de conocerla antes de que algún zángano se le acercara. Fue en un paseo sabatino al Parque de la Familia. Me gusta asistir a ese lugar por su vista magnífica de toda la ciudad, se puede observar variedad de árboles, flores y frutas en la Granja Agroecológica; es ideal para una comida informal al aire libre, practicar deportes como el motocrós, navegar en la laguna y tomar fotografías espectaculares. Con mi amigo Manuel Estrada habíamos acudido al parque, cada uno al mando de sendas motocicletas, nuestra pasión después de las damas.

Bajo la penumbra de un eucalipto y con un vaso de cerveza en la mano, nos consideramos extasiados; buscamos en el gentío unas mujeres que pudieran convenirnos —ni muy maduras ni muy juveniles—. Muchas jovencitas vestidas con pantalones cortos y blusas de tono pastel con los hombros al aire decoraban el paisaje. De pronto, una rara sensación nos invadió: dos sesentones queriendo conquistar adolescentes. Ya repuestos de este bajoneo momentáneo continuamos oteando el horizonte en búsqueda de féminas que nos alegren la tarde. La mirada escrutadora de Manuel se detuvo en un par de señoras de mediana edad sentadas al borde de la laguna. La una era morena, vestía una sencilla falda celeste y una blusa blanca; la otra era de figura esbelta, llevaba vaqueros con botas hasta las rodillas. Estaban calladas, con la vista fija en lontananza, asombradas ante la magnificencia de la naturaleza. Como la hoja en el árbol vacilamos si acercarnos o huir.   Ya desinhibidos por los efectos del alcohol, nos dirigimos hacia ellas cruzando el campo de césped.

Mientras nos acercábamos, tanto Manuel como yo íbamos pensando a quien abordaríamos primero. A mí me gustó la que llevaba vaqueros con botas hasta las rodillas, Manuel se decidió por la de falda celeste. Ambas estaban distraídas, con la mirada en el horizonte. Cuando repararon en nuestra presencia se mostraron inquietas. No las culpo por la cantidad de robos y violaciones que han ocurrido en el parque.

—Hola, soy Leonardo y este es mi amigo Manuel —dije con espontaneidad.

Se miraron entre ellas y soltaron una ligera sonrisa.

—Soy Wendy y esta es mi prima Cecilia.

La mujer morena nos tendió la mano con un repentino gesto de coquetería, diciendo «hace un bonito día, ¿verdad?». A lo que yo contesté «así es».

Empezamos a caminar los cuatro, nos emparejamos automáticamente, Manuel con Wendy y mi persona con Cecilia quien no pronunciaba palabra, apenas esbozaba una sonrisa. Después de comer, cada uno escogió un lugar reservado bajo los frondosos cipreses; con ella nos recostamos en el pasto, a una distancia prudente de la otra pareja. Al cruzar unas pocas palabras pude confirmar mi sospecha de que tenía entre las manos un fardo, ese ingrediente tradicional, atávico, legado de costumbres de la vida campestre que se amalgaman en convicciones de una invencible desconfianza, ese raro ingrediente que delata, desde hace siglos, a la campesina en una ciudad cosmopolita: el respeto extremo, incluso el temor reverente al macho, proveniente no de la experiencia en el arte amatorio, sino justamente por no haber mantenido relaciones sexuales.

Empecé a cortejar a Cecilia enviándole arreglos florales, principalmente de rosas, su flor favorita; inspirado por las musas escribía poemas encendidos, ya que el alma que hablar puede con los ojos también puede besar con la mirada, diría el poeta; le invitaba a degustar helados en una fuente de soda. Me gustaba ver como su rostro se encendía cuando le decía algún requiebro.  Luego de hacer mi tarea y alcanzar los méritos necesarios para conquistar su corazón, ella por fin, me aceptó. Le pedí que cerrara los ojos y estampé mis labios en los suyos. Sus brazos sedosos y perfumados envolvieron mi cuello; su cálida mejilla se apretó contra la mía. Fue un beso tibio, puro, sin intervención de la lengua para que la doncella no entre en pánico. «Soy virgen. Nunca he estado con un hombre y no lo haré hasta que me haya casado», me dijo azorada, pero con firmeza. Yo me sorprendí, en un principio pensé que me estaba gastando una broma de mal gusto, pero ella se ratificó en lo dicho.

Nuestra relación era de «manita sudada», solo castos besos y unos pocos arrumacos generaban un clima romántico de sublime amor juvenil. Cuando yo pretendía acariciar sus pechos como limoncitos enseguida me retiraba la mano diciendo que esos tocamientos inconfesables solo los permitiría una vez que estuviéramos casados, oleados y sacramentados. Entonces yo la abrazaba y besaba su frente resignado; ella, viendo mi frustración me decía con picardía en la mirada y esa voz tipo soprano, como la de Amanda Lear: «Tenga paciencia, que todo le llega a quien se afana mientras espera».

Ser virgen a los cuarenta y tres años no es una situación muy habitual en pleno siglo XXI, razón por la que Cecilia me subyugaba, pero también me ponía de mal humor porque a mi edad, cincuenta y ocho recién cumplidos, yo no estaba para besitos y abracitos inocentes, sin embargo, me resignaba aceptando de mal grado mi incómoda y forzada abstinencia con la ilusión de ser quien desflore a mi doncella inocua y remisa. Cecilia consideraba que esperar al hombre adecuado para entregarle su virginidad era un regalo y una muestra de lealtad y fidelidad que atesoraba para su futuro marido. El noviazgo con su aureola de romanticismo y amor encantador resultaba una experiencia intrigante y atractiva para ella por sus seductoras promesas de satisfacer los deseos de su ansioso corazón.

En mi dilatada vida amorosa nunca llegué a desflorar a una doncella, por lo que la idea de desvirgar a Cecilia me seducía. Las mujeres que llegaron a mi lecho venían con un largo recorrido en el arte amatorio, sin embargo, la primera vez fingían timidez y recato lo que les duraba muy poco para luego sacar a relucir todo su repertorio fruto de años de experiencia. 

Cecilia pasó su niñez y adolescencia, según me dijo, bajo el resguardo inquisidor de su madre quien la mantenía vigilada y no permitía que ningún mozalbete se le acercara. Estos cuidados extremos contribuyeron a que la moza conserve su castidad hasta la edad actual, pero también la privaron del contacto saludable con sus compañeros de escuela y creció cautiva y ajena a toda clase de relaciones afectivas. «Toda la dignidad y sentido de la vida consiste en conservar tu virginidad hasta el matrimonio», le decía su mamá. Ella, como profesora de un colegio rural integrado por varones y mujeres, había visto muchos casos de acoso sexual de profesores a sus alumnas y entre estudiantes. En la época primitiva la mujer formaba parte del botín de los vencedores, por lo que las madres mantienen ese temor atávico al hombre en lo que respecta a las cuestiones sexuales.

Es duro aceptar que las chicas me miran como a un padre… o abuelo. Un hombre maduro aparenta los años que se merece: cabello gris, arrugas, ojos hundidos y con ojeras, dientes manchados por el café y tabaco; en mi interior me veo joven, lozano, seguro y capaz de conquistar a cualquier muchacha que me proponga; siempre tenemos la misma edad por dentro, dicen. Veo a mis compañeros de colegio y me digo: «¡Pero si son unos ancianos! Por fortuna yo no me miro así». Estoy convencido que ellos piensan lo mismo. Creo que las mujeres ven al mancebo, fresco, gallardo que está en el espejo, pero lo que ellas reparan es en el veterano decrépito y decadente y se preguntan: «¿Qué querrá ese viejo verde? Podría ser mi bisabuelo». Ha sido difícil para mí adaptarme a la nueva condición de mi cuerpo, aunque procuro que las molestias y dolencias no me afecten, después de todo lo importante no es cuánto tiempo vivamos sino cómo.

Desde mi divorcio a los cuarenta y cinco años me acostumbré a tener relaciones con jovencitas. Las mujeres de mi época están viejas y achacosas: a una le duele la espalda, a otra la cabeza, aquella ya no lubrica, en fin, resultan un saco de enfermedades y dolencias, aunque en su favor se podría decir que ellas tienen el estilo del que adolecen las muchachas, sin embargo, están próximas a derrumbarse en el abismo de la decadencia por el inexorable paso del tiempo.

Me atrevería a decir que soy un tipo atractivo, escucho con atención lo que me dicen y eso les gusta a las mujeres, aunque mi potencial financiero no era boyante esta situación no pareció inquietar a Cecilia; sé cocinar, eso me da cierta ventaja sobre los que no saben hacerlo. Y lo mejor de todo: soy bueno en la cama

Llevado por el amor, el deseo y la curiosidad por desflorar a una virgen, y como la única vía para conseguirlo era llegar al altar, decidí proponerle matrimonio. Estaba seguro de que esta simple pregunta «¿Te quieres casar conmigo?» cambiaría mi vida para siempre, por lo que quise hacer de este acontecimiento un momento inolvidable. La llevé al mejor restaurante de la ciudad. Con anticipación había acordado con el camarero para que, en su postre, que consistía en una copa de helado combinado con frutas, colocara el anillo de compromiso. En el instante preciso en que Cecilia tomó la sortija con la cuchara le propuse matrimonio. Ella, sorprendida, no atinó a decir una palabra, hasta que más relajada me dijo un sonoro «¡Sí quiero!».

La boda se realizó a los pocos días. Viajamos de luna de miel a Ibarra, conocida como la «Ciudad Blanca» por las fachadas de sus casas pintadas de ese color. Ya instalados en el hotel, en una agradable habitación adecuada con especial esmero para la noche de bodas, con música romántica, luz ambiental, bar, chimenea eléctrica que le daba un toque abrigado a la habitación, la cena a la luz de las velas, un baño de tina con esencias aromáticas. El botones del albergue me sugirió, con discreción, un artilugio erótico del que disponía para las ocasiones especiales por un módico precio adicional; este mobiliario tenía nombres sugerentes como «el potro del amor», el tubo de pole dance, el «arco de posiciones» y otros artilugios. No quise complicar el himeneo con tanta parafernalia, así que decliné con amabilidad la insinuación; mi intención era desvirgar a Cecilia de la manera menos traumática posible.

Ya en el lecho conyugal, mientras acariciaba por fin su grácil figura, Cecilia interrumpió los escarceos amorosos e insistió en que se apaguen todas las luces de la alcoba. El pudor de la novia buscaba un aliado en la oscuridad para no ser vista en toda su magnificencia, cuyo amparo le evitaba lo que ella consideraba una ofensa al recato. En la penumbra la desnudez parecía menos desnuda; podía sentir la suavidad de su piel, la fragancia a almizcle de su pelo ligero y limpio. Todavía siento en la boca el regusto a miel de sus labios.

Propio del hombre es el desear a la mujer inaccesible —las dificultades son un acicate para el enamorado—. El pudor y la resistencia son cualidades que hacen más deseada a la hembra. El recato es, a fin de cuentas, una manifestación del impulso erótico. Adopté el rol de perseguidor y Cecilia el de perseguida. Ella se esmeraba en ser esquiva y yo percibía aquello como conforme de la coquetería femenina. El comportamiento escurridizo de Cecilia en dos años de noviazgo, al no permitirme caricias osadas, menos aún que la vea desnuda, me insufló un deseo desmesurado.

La habitación, apenas alumbrada por la tenue luz de las velas, me permitió observar por primera vez el cuerpo desnudo de Cecilia que (ahora lo veía bien), con su carencia de curva en la cintura, de busto inexistente y trasero escaso, tanto me habían hecho desear sus remilgos de pureza que le subían por la vía sedosa de la garganta hasta los finos y fragantes labios.

Me llamó la atención una cicatriz en su pubis que se la hizo de niña en un accidente en bicicleta, así dijo ella, a consecuencia del cual un cirujano plástico tuvo que reconstruirle la matriz. Enseguida se encendieron las luces de alarma, algo me decía que eso, así como lo que me había contado sobre su vida, no era verdad, pero ¿qué podía hacer a estas alturas, cuando todo ya estaba consumado?

4 comentarios:

  1. Plop! No por destaparla, sino como “Condorito”

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  2. Exelente , no hay nadaejirbque el hombre debe cumplir como un legado en escribir un libro una historia , mis sinceras felicitaciones

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  3. Así es la vida, según decía mi abuelo “en lágrimas de mujer y en cojera de perro no hay que creer”

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  4. Lamentablemente, no todo se consumó 😢

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