lunes, 26 de septiembre de 2016

Las amigas

Pilar Villalón


Si hubiera sabido que le iba a producir tanto estrés una simple reunión con las amigas, desde el principio se habría excusado para no ir. Pero ahí estaba Paula, hecha un manojo de nervios y agotada.

Era una mujer atractiva, profesional exitosa, más joven que la mayoría de su grupo, cariñosa y solidaria según decían ellas, últimamente andaba nerviosa y acelerada, comentaban también sus compañeros de trabajo.

Había corrido todo el día apurando las reuniones de trabajo, hablando con los clientes y organizando los documentos, para poder ir al dichoso cumpleaños de Marta, una de sus buenas amigas. Terminó de trabajar temprano, salió a pie al centro comercial, cerca de su oficina, para comprarle un regalo, afortunadamente ya sabía lo que compraría, pues lo había pensado y escogido desde antes, no era cosa de aparecerse con cualquier  tontería, no, hoy no, tenía que ser cuidadosa. Luego volvió y fue a su auto, lo puso en marcha y prendió el aire acondicionado, estaba acalorada.

Mientras conducía en el congestionado tráfico de la ciudad, analizaba la situación actual con el grupo, se le hizo un nudo en el estómago, “tal vez será mejor no ir”, pensó otra vez. Pero se trató de tranquilizar, solo iba a pasar un rato con ellas, no tenía que preocuparse tanto, siempre le habían gustado estas reuniones, debía relajarse.

Cuando llegó al apartamento respiró profundo, se quitó los zapatos y sirvió una copa de vino. Tomó un primer sorbo, que le cayó muy bien. Ya más tranquila fue a buscar la ropa que le dejó planchada Margarita, la empleada que le hacía la vida más fácil; le tenía el apartamento impecable, su ropa limpia y planchada y siempre le dejaba algo de comida preparada para la noche. Desde su separación, Paula contaba con Margarita: “Es un sol”, pensó. Cuidaba de ella con cariño a pesar de tener tantos problemas y carencias en su vida. Hoy se había ido temprano dejándole todo listo, observó su ropa perfectamente planchada, se sintió afortunada y pensó que no se lo merecía. Se cambió de ropa, retocó su maquillaje y peinado, se perfumó, escogió unos zapatos de tacón alto aunque pensaba que eran incómodos y buscó una cartera que le hiciera juego, miró como hipnotizada su nueva Louis Vuitton , regalo de Juan Esteban, la descartó, que tontería, pensó que la delataría. Después del vistazo al espejo y de ponerse sus aretes de madreperlas, miró el reloj y vio que tenía todavía unos minutos. Tomó el celular y le marcó a Simona, era la única con quien compartía sus secretos, se conocían desde la universidad y desde entonces eran muy cercanas y confidentes.

—¡Hola, Simo! ¿Cómo estás?

—Sí, ya me arreglé para ir al cumpleaños. Aconséjame, ¿crees que debo ir? Es que me siento mal.

—Ya sé que me metí solita en este lío, ya sé.

—Me puse la blusa de flores que compramos juntas, ¿te acuerdas?

—Gracias por darme ánimo y apoyarme. Sí, te llamo cuando salga y te cuento todo.

—¡Eres la mejor, adiós!

Paula tomó un último sorbo de vino y se marchó.

El festejo era en casa de Carola, se había ofrecido a prepararlo todo para Marta. Se habían puesto de acuerdo en dar una cuota para que todo saliera perfecto. Al entrar Paula debió disimular sus nervios, saludó a todas con afecto y comenzaron a decirle lo guapa que estaba, que la blusa era linda y muchas otras cosas amables. Felicitó a la cumpleañera con un abrazo y le entregó el regalo, aunque un poco  mareada, aceptó otro vino y trató de sonreír el resto de la tarde.

Marta lucía radiante, mostraba con orgullo un hermoso anillo con un diamante que le había regalado Juan Esteban, su marido. Todas hicieron gran alboroto, Paula disimulando, lo hizo también, pero el estómago volvió a apretarse, sintió náuseas, pensó en él, le dio rabia, pero lo amaba. Se dio permiso para pensar en Juan Esteban en medio de la algarabía, recordaba la noche anterior, su abrazo, su piel.

Terminó la reunión lo mejor que pudo, se despidió con abrazos de todas y manejó hasta su casa con un gran peso encima. Sus amigas, sus amigas queridas, siempre preocupadas por ella, siempre cariñosas, y ella con semejante traición. Se le escaparon algunas lágrimas primero, después fue llanto completo, se había enamorado de Juan Esteban desde hace algún tiempo y él parecía corresponderle, tantas noches de amor juntos, tantas llamadas furtivas, tantos regalos. Todo tenía que terminar, no podía seguir con esta farsa.

Al llegar a casa comenzó a desvestirse y sonó el celular, era Marta, se le heló el corazón.

—¡Hola, Marta! —dijo con la mejor voz que pudo.

—¡Paulita! No te di las gracias por ese regalo tan lindo, tú siempre con ese gusto impecable, ¡gracias!

—De nada, Marta, lo escogí pensando que te gustaría, me alegro de que haya sido así.

—Me quedé preocupada, te noté rara, ¿tienes problemas?, ¿te sientes bien?

—No, Martita, no me pasa nada, solo he estado un poco cansada por el trabajo, gracias por preocuparte, pero estoy bien.

—Bueno, me alegro de que no sea nada, te dejo, Juan Esteban y yo vamos ahora a festejar. Adiós, un beso —y colgó.

Paula quería morirse, le dio rabia con Juan Esteban, le dio rabia consigo misma, no soportaba, pensar en él con ella, luego meditó sobre su propia situación, decidió llamarlo. Le marcó un par de veces al celular, se iba directamente a buzón, estaba apagado.

Marta y Juan Esteban eran una pareja feliz, o al menos eso había pensado ella y las demás, Paula los conocía desde hacía varios años, cuando aún estaba casada. Siempre sintió que Juan Esteban la miraba un poco mas de la cuenta y era más amable con ella que con los demás, pero se avergonzaba en silencio con esos pensamientos. La pareja se veía muy bien avenida, tenían un par de mellizos adorables que eran el centro de sus vidas.

Cuando ella se separó, por la traición de su esposo, todo el grupo la rodeó con cariño, especialmente Juan Esteban. Primero fueron llamadas esporádicas, luego invitaciones y cuando quisieron parar, no pudieron, ya estaban enamorados.

Trató de dormir pero no pudo, se levantó y se sirvió un vaso de leche tibia, tampoco fue capaz de tomarlo, caminó por todo el apartamento y sintió el frío de la noche, se abrigó, quiso ver una película, y no lo logró. Muy al amanecer se quedó dormida, la despertó el sonido del celular, era él, contestó apresurada:

—Qué bueno que me llamas, anoche te llamé y no me contestaste, tomé una decisión, esto no puede continuar —Se le atropellaban las palabras—. ¡Tú sabes que te amo, que me muero por ti, pero no puedo seguir, soy incapaz de enfrentarme a tu mujer, a todas mis amigas, no más!

Por unos minutos Paula siguió hablando sin parar, tenía que terminar esa relación, se lo explicaba y al tiempo le brotaban las lágrimas, hasta que con un sollozo se detuvo por fin y él habló:

—Es muy tarde para arrepentimientos, anoche le confesé todo a Marta, ya sabe de ti, ¡mi matrimonio se acabó!

lunes, 19 de septiembre de 2016

Mary

Camilo Gil Ostria


Para mis abuelitos,
Chichi y Ponto.
Eso de que la muerte es el
final es una cruel mentira,
la muerte solo es el principio
de una nueva vida…

Cuando uno llega a los noventa y seis años caminar se vuelve difícil, igual reír, llorar, sentir, hablar, escuchar, mirar, en fin, un montón de cosas; resumiendo

Vivir se vuelve complicado.

Hace dos años podía moverme con mi esposa, Mary, pero ella falleció y, desde entonces, empecé a decaer de forma más radical. Por raro que sea, mi cabeza no perdió ningún tornillo; mis piernas sí y, de hecho, mis brazos otro par, incluso mi espalda… Mi punto es que ahora debo usar un burrito, un bastón o a mi enfermera para poder caminar. Igual me cuesta tanto que debo jorobarme para hacerlo sin caer y ahora me quedé así; ser recto ya no es una posibilidad.

Cada mañana siento que una piedra de tristeza cae en mi espalda, ya que apenas me levanto debo caminar mirando el suelo. Por suerte el piso de mi hogar es bonito, al igual que todo el lugar en sí. La enfermera que me cuida tiene bastante tiempo libre que invierte preocupándose porque mi casita esté siempre limpia y decorada.

Con dos pisos y un pequeño jardín, la casa es bastante amplia. Como la enfermera no se queda a dormir y solo viene tres veces a la semana (lunes, miércoles y jueves), a veces me siento solo.
Es ahí cuando la verdadera melancolía me invade.

Extraño a Mary, recuerdo todos los lindos momentos que pasamos juntos. Cuando cumplíamos dos años de noviazgo yo estaba decidido a pedirle matrimonio. En la tarde fui a recogerla a esa pequeña casita en la que ella vivía con su hermana y su madre. Toqué el timbre y su mamá abrió la puerta con una gran sonrisa. Saludé con un beso en la mejilla como en aquellos tiempos se acostumbraba. Ella me hizo pasar por un estrecho pasillo, lleno de retratos en tonos sepias, hasta una pequeña y acogedora sala, donde había un sofá antiguo con un bordado dorado que simulaba la forma de leones y hojas, en él me indicó que me sentara.

Los nervios ya me estaban traicionando, del bolsillo de mi saco extraje un pañuelo de tela azul con el que sequé el sudor de mi frente.

A un lado había un viejo piano vertical de madera, casi destruido y que me daba miedo tocar ya que yo estaba seguro de que se rompería. También, había una pequeña mesa llena de libros, algunos de historia, otros de literatura clásica e incluso de medicina.

El aire estaba lleno de humo de cigarrillo y el penetrante olor del tabaco creaba una atmósfera relajada, en el piso de arriba se escuchaba el ruido de las mujeres ir y venir entre risas y gritillos, seguramente ayudando a mi amada.

Ese día yo vestía un traje plomo, camisa blanca y corbata de un tono rojo con un patrón azul oscuro que estaba muy de moda en aquellos días; cuando bajó Mary vi lo que en verdad es belleza:

Su pelo negro estaba recortado hasta la mandíbula y sus ojos, de color café claro, resplandecían, como llamándome, guiándome hasta un paraíso oculto, hasta un amor sin límites y una pasión de amigos, esposos y amantes sin comparación con ninguna otra. Llevaba puesto un hermoso vestido con patrones negros y blancos, acompañado por unos guantes níveos y unas zapatillas negras con detalles que brillaban y hacían que el mundo girase a sus pies. Parecía una noche de luna llena, con un cielo estrellado que iluminaba a todos aquellos que se atrevían a verla.

Al principio no supe cómo reaccionar. Rápidamente me paré para recibirla y, con un beso en la mejilla, le dije que estaba hermosa: fue lo más lejano a una mentira que diría en toda mi vida.

Varias veces tendría el placer de poder repetírselo.

Partimos al parque para charlar un poco antes de cenar. El lugar era en aquellas épocas mil veces más hermoso de lo que es hoy en día o, quizás, es que en esos momentos yo estaba con Mary y ver el mundo con el amor de tu vida siempre será bello que observarlo solo.

Había árboles gigantes –olivos, sauces llorones, pinos– y llenos de vida. Algunos tenían varias flores de colores suaves: cremas, blancos, celestes y, en el césped de un verde intenso, también brotaban con colores más fuertes: azules, amarillos, naranjas... Además de varios arbustos como cantutas, jazmines y simples helechos de hojas verdes en cuyos pies crecían majestuosas rosas rojas.

Todo esto llenaba el ambiente de un aroma dulce y los pulmones eran libres de sentir una oleada fresca que, a comparación del tabaco, era como un elixir de vida.

Nos sentamos en un banco de madera barnizada que daba la espalda a mi árbol favorito: un jacarandá morado. Ahí pasamos la tarde, hablando de todo y de nada, de cómo había sido nuestro día, qué habíamos hecho en la semana, cosas que para la realidad son tan poco importantes y para el amor tan esenciales que podía haber pasado toda la vida hablando de esos mismos temas. Incluso haber repetido la misma historia cien veces y ninguno de los dos se hubiera molestado.

Lo importante no eran las palabras, sino los gestos: cómo la miraba mientras hablaba de su molestosa hermana, cómo ella estallaba en risas con alguna de mis bobas ocurrencias o me pellizcaba el brazo cuando, en broma, le decía que me iba a escapar con otra mujer, esos leves roces de manos, las mejillas sonrojadas o el pelo batirse al son del viento...

Antes de irnos, yo saqué mi práctica navaja suiza y, en el árbol de jacarandá, escribí dentro de un corazón casi perfecto: “Mary y Alfonso, para siempre juntos”.

Luego nos fuimos a ese costoso restaurante, para el cual ahorré durante tres meses que parecieron nada a comparación de los seis meses con los que tuve que anticipar la reserva.

Desde la puerta nos trataron como la chusma de la chusma, nos dejaron pasar, mirándonos y criticando nuestra ropa –eso a pesar de que estábamos mejor vestidos que esos criticones– y nos hicieron sentar en una mesa que estaba justo a un lado de la cocina, de la cual a cada cinco segundos salía un mozo de mal humor. Pero a nosotros no nos importó –además de que no puedo negar su hermosa decoración realizada con un esmero palpable en el aire, con alfombras rojas, velas en cada mesa, un suave olor a vainilla–. Terminamos de comer y tomamos un rico champán, siempre entre risas y alegrías, con las cuales yo me tranquilicé un poco antes del momento decisivo:

–Necesito decirte algo… –le dije, agarrando sus manos por encima de la mesa, ella me miró con sus grandes y hermosos ojos y respondió:

–¿Sí? –su tono de voz era suave, dulce, perfecto.

–Eres el amor de mi vida, mejor amiga, compañera, la única que entiende mi rara afición por los libros, la música y la política. Contigo quiero pasar cada segundo, compartir cada alegría y tristeza. Eres la mujer que hace que todo se vea perfecto… –en ese punto me paré, haciendo que mi amada igual se ponga de pie para arrodillarme al frente de ella. Solté sus manos para poder sacar una pequeña cajita negra y la abrí para mostrarle un anillo de oro– es por esto que quiero… que me hagas el honor de casarte conmigo.

–Sí, claro que acepto –dijo con una elegancia única, emocionada y a punto de gritar. Después se acercó a darme un beso tan intenso emocionalmente que sentimos que todo el restaurante fijó su mirada en nosotros, nos abrazamos y, aunque un guardia nos pidió retirarnos, nos divertimos más que nadie, además, no pagamos la cuenta ese día y comimos bastante bien.

La boda fue maravillosa, pero repito, al lado de ella todo se veía mucho más hermoso de lo que en realidad era, por lo que no sé si yo confiaría en mis propias palabras.

Yo estaba nervioso en el altar, esperándola y, cuando empezó a sonar la canción típica de bodas, ella entró a la iglesia de alfombras rojas y vitrales góticos. Mi pecho estaba a punto de estallar, incluso pude sentir un frío sudor en mi frente y en las palmas de mis manos. Es difícil ponerme nervioso, pero ella valía la pena.

Mary era la mujer más bella que alguien podría desear y, con ese vestido totalmente blanco y pomposo, hizo que una lágrima resbalara por mi mejilla.

Besarla luego de que un sacerdote, de rostro brillante y calva incipiente, nos declarara esposos fue la mejor sensación del mundo. Claro que la luna de miel no estuvo nada mal…

Estuvimos casados casi setenta años, ahora no recuerdo exactamente cuántos, pero luego de que ella falleciera, todo se volvió gris, una nube de oscuridad ensombreció mi mirada, haciendo que ya no disfrute de mis hijos que, ahora, decidieron alejarse tras pelear tanto por un poco de mi amor; todos se rinden algún momento, no es que yo no los haya amado, pero ya no podía demostrárselo. Hace unos meses que no los veo, ni sé dónde están.

Algunas veces no me dan ganas de salir de mi cama y me quedo echado como un tonto, hasta que llega la enfermera y me levanta de una patada que llega como un grito potente. Mi vida se convirtió en monotonía y, a decir verdad, ya no puedo disfrutarla. Poco o nada puedo hacer para cambiarla, así que ni me esfuerzo. Lo peor es que ni siquiera puedo decidir que se acabe porque eso significaría el suicidio y, aceptémoslo, hasta para eso estoy muy viejo.

Pero todo empezó a cambiar cuando escuché un ruido en el primer piso de mi casa –un sonido seco y metálico como las ollas de la cocina al caer– la enfermera había salido unos minutos a comprar pan y yo estaba echado en mi cama, como ya se había hecho costumbre. Al principio intenté evitar el rumor, ignorarlo como si no me molestara; sin embargo era demasiado persistente. Tuve que levantarme, me agarré de mi bastón y caminé lo más rápido que pude hasta donde las escaleras llegaban ya que no quería, por ningún motivo, bajarlas. Desde ese lugar definí que el sonido venía de la cocina y que alguien –Dios sabe quién– estaba preparando algo. Mi primera idea fue que la enfermera ya había regresado con el pan, entonces le grité:

–¡Ata, ¿eres tú?! –no hubo respuesta.

Insistí unos minutos más y, a falta de cualquier réplica, me vi obligado a bajar las escaleras. El primer piso de mi casa era bastante simple, uno entraba por la puerta principal a un gran salón, imaginariamente dividido en dos: una mitad con sofás en un círculo para hablar, además de un cercano teléfono y otra mitad con una larga mesa de madera para comer cuando llegaban varios invitados. Si seguías recto por la puerta principal te encontrabas con un pasillo que, además de tener un baño y un pequeño depósito, llevaba a la cocina.

Me parecieron siglos los minutos que tuve que usar para bajar todas las escaleras que, en su simpleza de barras de metal y tablas de madera, me parecieron interminables. Pero lo que vi en la cocina hizo que se estremezca hasta lo más profundo de mi ser.

Alguien estaba preparando lo que me olía como a maicenas, sin lugar a dudas, yo conocía bien ese olor porque mi esposa se podía pasar tardes enteras horneándolas para sus nietos. Yo, a través del pasillo, solo podía ver las manos de esa persona moverse con velocidad en la mesa. Luego de forzar mi vista por algunos segundos, vi que en esas hermosas manos había una sortija de oro, como la que yo había dado, en señal de amor eterno, a mi querida Mary hace ya tantos años.

Me convencí de que estaba soñando, cerré los ojos con fuerza para luego volver a abrirlos, pero ahí seguían. Di unos pasos adelante, esperando poder abrazarla de nuevo.

De pronto, todo desapareció.

–¡Alfonso! ¡Bien jodido eres, ni un segundo te quedas quieto! –gritaba Ata a mis espaldas, con la puerta abierta y la llave de bronce en su mano derecha. Yo solo respondía con maldiciones.

–¡Carajo!, ¡déjame vivir lo poco que me queda de vida!

–¡Ya, volvamos a la cama antes de que te caigas! –exclamó mientras se acercaba a agarrarme del brazo y me ayudaba a volver.

–Jodes y jodes…

–Así me quiere. –Era cierto, esa endiablada enfermera fue un gran consuelo para mí en varios momentos.

–Ya, mi querida Ata, pero ayúdame a subir estas condenadas escaleras.

–Ya, mi niño nene, ya…

Siglos después yo estoy arriba de nuevo, me echo en mi cama. Intento olvidar lo que minutos antes había pasado. Además no toco el tema con Ata, que aunque la quiero mucho, sé que si le digo algo me va a creer desquiciado y terminaría en la Casa Pacheco*.

La enfermera me dio una sopa de pollo –comer cosas sólidas a esa edad ya no es una opción, al menos eso dicen, aunque, a veces, no les hago caso– dándome cuchara por cuchara como si fuese un bebé al cual, si no se le ayudaba, se mancharía completito. De hecho, es algo que de verdad pasaría sin esa ayuda. Luego me puso mi piyama y me dejó acostado en cama, se fue y, a los pocos segundos, sentí que alguien se echaba en la cama conmigo.

No quería mirar quién era, la tristeza y el recuerdo me lo impedían. Sentí toda la noche una respiración calmada, una respiración que no me dejaba dormir porque me recordaba al amor, una respiración que hacía resonar en mi mente las noches de locura que en esa misma cama había tenido, una respiración que no me dejaba olvidar cada sonrisa que yo había visto, diciéndome que lo había perdido y ahora estaba de nuevo ahí, sin poder ser mío con esos hermosos ojos cafés que –de esto estoy seguro– si los volvería a ver sentiría el mismo amor que antes.

Una respiración que yo conocía muy bien…

Al día siguiente la enfermera no debía venir. Era mi turno de hacerme el desayuno. El sol salió y el cantar de los pajarillos alejó al espectro que me había acompañado toda la noche. Sentí ese momento cuando la cama se volvió más liviana y empecé a levantarme.

Bajé las escaleras lo más rápido que pude –siglos de siglos, de hecho creo que en mi trayecto Jesús volvió a la tierra para ir al infierno y regresar al cielo–. Caminé hasta la cocina, puse a hervir agua, preparé un poco de café, saqué el pan del día anterior, le puse mantequilla y me senté en mi lugar predilecto con vista hacia el salón principal.

Estaba cortando un pedazo de queso con la mano derecha, cuando sentí que alguien me agarraba la izquierda y volteé rápidamente mi cabeza para ver qué era. No había nada. Ni siquiera una mosca y creo que eso fue lo que más miedo me dio…

Mi corazón palpitaba de forma tan agitada que mi médico me hubiese dicho:

“Le va a dar un paro cardiaco, señor Alfonso, mejor no juegue con la suerte.”

Señor Alfonso esto, señor Alfonso esto otro, sí, sí, ya entendí...

Respiré hondo y exhalé, repetí el ejercicio hasta estar calmado. Terminé de comer mi pan con un cubo de queso, pero evité el café por miedo a que mi pecho explotase y me levanté, dispuesto a lavar los platos.

Me dirigí con la vajilla hasta la pila de agua.

Justo en ese instante el lavabo se abrió solo.

Yo lancé un grito al aire.

Salí rápidamente de la cocina y me dirigí al jardín por la puerta principal, esta se abrió sin que la toque y yo no me di cuenta. Afuera pude sentir el sol en mi piel, algo que hace mucho no apreciaba… También vi los colores de las rosas que mi esposa estaba obsesionada con plantar y cuidar. Yo encomendé esa misma tarea a Ata. Seguían tan hermosas como siempre, pero algo les faltaba.

Esos tonos rojizos, azules, blancos eran tan firmes; les faltaba pasión, les faltaba una fuerza que solo mi esposa podía darles, les faltaba ese aroma a amor que yo tan bien conocía. Pero a decir verdad el susto que tuve hace segundos era muy fuerte y yo seguía agitado, al poco tiempo me desmayé…

Cuando abrí mis ojos los gritos estallaron:

–¡Alfonso!, ¡me tenía preocupada!

Estaba echado en mi cama, como si nada hubiese sucedido, aunque yo sabía que ese era un deseo incierto.

–Ata, tranquila…

–¡¿Qué hacía afuera?!, ¡usted sabe que salir solo es peligroso!

–Extrañaba el sol… –mentí.

–¡Nunca más se repite!, ¡si casi le da un infarto!, ¡ya no está para estas cosas!

–Ya no estoy para nada… –respondí cortantemente–. Pero hazme el favor de dejar de gritar, que tampoco estoy para eso.

–Perdón, señor… –Ata agachó su mirada.

–Ahora, ¿me lo preparas un tecito?

–Con gusto, don Alfonsito –dijo Ata y se marchó rápidamente. Apenas lo hizo, apareció Mary en el umbral de mi puerta. Perfecta como siempre, con sus setenta años, su pelo siempre corto, pero ahora blanco como la nieve, con una chompita de diseños cafés y negros, un pantalón de tela crema y su inconfundible anillo de oro.

Sus ojos cafés estaban idénticos que cuando la conocí y su enorme sonrisa llenó de esperanza mi alma.

–Buena chica la que te conseguiste –empezó diciendo, su voz estaba calmada como siempre, luego miró el pánico en mis ojos–. Tranquilo, no vengo a hacerte daño…

–Tampoco es que me preocupe, peor no puedo estar.

–Es cierto, te dije que deberías haber hecho más ejercicio.

–No vuelvas a empezar con esas cosas… –luego levanto mi puño y, como antes, sacudiéndolo en el aire, le digo–: olela…

Luego de reír un momento se serenó y, acercándose un poco a mi cama, explicó:

–Tienes razón. No he venido para hablarte de ejercicio, sino de amor. –Su tono fue un poco más serio, pero al mismo tiempo tenía esa sonrisa que, combinada con esos ojos cafés, eran insuperablemente dulces.

–Eso me gusta más… –le respondí, no supe qué agregar.

Mary se acercó a Alfonso, le dio un beso en la frente, lo agarró de la mano y lo ayudó a levantarse, ambos se despidieron de Ata, luego fueron a casa de sus hijos, nietos, familiares y amigos más cercanos. A cada uno de ellos les dijeron, a su propia forma, que se iban de viaje y, atravesando calles que generaban añoranza y melancolía, llegaron a su parque favorito, ahí se sentaron a los pies del árbol de jacarandá que tanto amaban y –como siendo jóvenes– hablaron del amor por toda la eternidad.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Una casualidad

Rocío Ávila


Parece que estuviera flotando sobre un laberinto. Puedo ver los diversos pasillos que llevan a ninguna parte y busco desesperada la salida. Observo sin éxito y la angostura de los caminos me hacen sentir claustrofóbica. Quedo atrapada en una sensación de asfixia que me hace sudar frío. ¡¡Uuuooo!! Algo me jala hacia el vacío desde el ombligo y me siento en plena caída libre. La sensación me despierta con brusquedad y me alegro de estar en mi cama mullida y cálida en lugar de en medio de la nada. Mi despertador señala la medianoche así que me acomodo y hago un nuevo esfuerzo por dormir.

La alarma suena en mi pequeña habitación. Puedo oler el ligero aroma de las flores sobre un mueble frente a mi ventana mientras las cortinas apenas permiten el paso del sol. Este espacio es mi guarida contra los problemas. Pienso en mi jefe e inmediatamente siento un hoyo en el estómago. Aparenta haberse olvidado de mí desde la segunda semana de mi contratación. Solo me llama a su despacho si es indispensable y me da instrucciones a través del correo electrónico. Cuando termino mi trabajo debo dejarlo en su escritorio y salir sin hacer ruido. Ahora Javier, mi novio, ha perdido la cabeza. Llevamos ocho años juntos y de pronto ha decidido que es momento de casarnos. Lo mejor de nuestra relación era que no creíamos en el matrimonio, lo nuestro era una relación práctica de mutua compañía.

Quiero llegar temprano al trabajo porque hoy presentarán al nuevo empleado. Esta colocación si bien no me llena de ilusión me permite una vida digna. Me imagino que el novato es el típico representante de alguna subcultura contemporánea que solo come productos orgánicos y tiene ideas políticas progresistas como señal de rebeldía ante el régimen actual y eso me irrita sin motivo real. Parada en el vestíbulo, mientras espero el elevador, pienso en mi vecino y me irrito aún más. Vive en el departamento justo arriba del mío. No lo conozco en persona, pero debe de padecer insomnio porque se pasa las noches haciendo ruido. Puedo escucharlo andar por la cocina, por la poco espaciosa estancia y sobre todo por la recámara. Un par de veces fui a buscarlo al regresar del trabajo, no tuve suerte y después no he insistido porque no me gustan las confrontaciones.

Escucho el ruido de la calle apenas salgo al vestíbulo principal. Me indica una ciudad en plena actividad. Siento el calor del sol en la piel y huelo una extraña mezcla de aromas reinar en el ambiente. Era el primer día en semanas en que lograba salir sin prisas y me dirijo a la parada del autobús para esperar el de las ocho de la mañana. Me siento inquieta y no logro saber por qué. ¿Será algún mal presagio? Espero que no, ya tengo bastantes preocupaciones.

Es mediodía y no ha habido novedad alguna. Mi lugar de trabajo es frío e impersonal como mi oficio administrativo. Por las ventanas se ven construcciones y los gruesos vidrios impiden la entrada de los sonidos callejeros. Al parecer el aprendiz ha entrado al servicio sin hacer mucho alboroto. No es una compañía grande y por eso todos nos conocemos. Ocupamos dos niveles en un edificio que alberga otras compañías como la nuestra. La curiosidad se impone y bajo al quinto piso a ver qué descubro. Este es el nivel de los creativos y, a diferencia de donde yo estoy, aquí todo tiene color, se escucha música ambiental y hay un ligero aroma que nunca alcanzo a reconocer, pero me gusta. Lo veo sentado frente a un gran monitor. Es delgado, quizá más allá del promedio, y usa una playera gris con mangas cortas y cuello redondo; lo hace ver como un muchacho. Cuenta con una mascada a juego alrededor del cuello y bajo su sombrero tipo porkpie se aprecia un corto cabello pelirrojo y una barba perfectamente arreglada. ¡¡Uuff!! Nunca he entendido a estas personas vestidas con estas combinaciones tan ilógicas. Nada más verlo me exaspero.

El día transcurre sin otras sorpresas y puedo llegar a casa antes de que caiga la lluvia. Me tumbo en el viejo sillón, prendo la lámpara lateral. Debo hablarle a Javier, pero no tengo ganas. Como si lo llamara con el pensamiento en ese momento suena mi teléfono.

—¡Hola, Robi! —le escucho mientras giro los ojos al cielo.

—¿Qué hay, Javi? ¿Cómo te ha ido? —pregunto sin ganas de saber.

—Bien, bien. Ya sabes, todo marcha sobre ruedas en la editorial, pero te llamo porque quiero verte para platicar. ¿Has pensado mi propuesta?

—Javi, ¿por qué no esperamos más? Ya sabes, estoy en eso de solicitar un ascenso —le digo lo primero que se me ocurre— y no puedo salirle al jefe con que me caso ahora.

—¿De qué me hablas? ¿Por qué no me habías dicho nada? —me dice bastante sorprendido.

—Verás, no te lo había dicho porque ha sido una decisión rápida y llevamos varios días sin vernos y todo se dio así de momento —respondo mientras golpeo mi frente con la palma de mi mano y cierro los ojos con fuerza.

Estoy segura de que no me creyó ni una palabra, pero quedó de ir a verme al día siguiente. ¿Dónde estaban los días en que entraba y salía de ahí como si viviéramos juntos? No lo sé. No supe cuándo el amor se transformó en rutina para mí. Me siento miserable de haberle mentido con descaro, aunque no es así del todo. Todavía puedo corregir ya que existe una vacante para la que puedo aplicar, pero eso implicaría enfrentar a mi jefe y es lo último que quiero. Javi y yo nos conocimos en el trabajo, aunque él se marchó al poco tiempo de mi contratación a un empleo mejor pagado. Conoce a todos en la oficina y es cosa de un par de días que se entere de que he mentido. ¡Qué lío! Ahora tendré que llenar una solicitud para la vacante con el fin de que no descubra que le he engañado.

Era media noche cuando el ruido me despertó. «¿Está moviendo muebles? ¡No puede ser!» Con decisión salí de la cama para ir a callar al inquilino del infierno, pero no hubo necesidad. Crucé el pequeño pasillo que lleva de mi habitación a la puerta y apenas llegué ahí el ruido cesó. Tras la espera de unos minutos decidí volver a la cama.

Ya en la agencia fui al área de recursos humanos a pedir una solicitud para la vacante. Lourdes, la chica encargada, me miró sorprendida, pero me dio toda la documentación. La llené con sumo cuidado; tan segura como fui capaz, me planté frente a mi superior. Sin decir palabras dejé los formatos en su escritorio y di media vuelta rumbo a mi escritorio. Ese despacho me disgustaba con sus muros forrados de madera y sus sillones de piel en modelo antiguo que contrastaba con la modernidad del edificio y del resto del piso.

Como nadie me llamó ni me preguntó nada sobre mis aspiraciones laborales decidí olvidar el asunto para seguir con mi vida. Lo importante es que ya podría ver a Javi a los ojos y saber que no le había mentido. Esa noche, cuando llegó al departamento estaba muy nervioso.

—Tenemos que hablar —me dice en tono serio apenas nos sentamos en el sofá.

—¿Estás bien? —no puedo ocultar la preocupación en mi voz mientras me giro para verlo mejor.

—Estoy bien pero ya me cansé de esperar. Necesito una respuesta ahora mismo. ¿Te quieres casar conmigo? Porque si no quieres lo acepto, pero esa tontería de ser amigos o seguir esperando no la voy a tolerar.

Lo miré sorprendida. Nunca había mostrado tanta energía en una discusión. No es que fuera rudo, pero había algo en él que me hacía pensar que contenía sentimientos más fuertes de lo me había mostrado con anterioridad. Sentí un miedo terrible, no por él sino por mí. Me vi sola en el futuro y una enorme sensación de abandono me inundó, por lo tanto sin pensarlo más, me sorprendí a mí misma con un grito que fue más bien un chillido.

—¡¡Sí!!

Me veía como si estuviera ante un espejo. Vestida de negro de pies a cabeza con un velo cubriendo mi cabello y cabeza apenas ocultando el sorprendente escote de mi ropa. Siempre he sido muy conservadora para vestir así que el atrevido cuello de mi blusa debía ser producto de mi subconsciente que me anima a ser más atrevida. Llevaba meses, aun antes de aceptar la propuesta matrimonial, teniendo este sueño donde lloraba a un marido difunto que no alcanzaba a distinguir en mis quimeras, pero sabía que estaba ahí. Desperté bastante agitada como siempre que tenía esta pesadilla. Ya no podría dormir, pero decidí quedarme en cama tratando de conciliar el sueño.

Había pasado una semana desde la propuesta de matrimonio cuando, al llegar al trabajo, encontré una nota sobre mi mesa. En ella me indicaban que me presentara en la sala de juntas a las once. No pude concentrarme en mi trabajo pensando el motivo de la reunión. Estaba tan ensimismada que olvidé por completo lo de la promoción. Cuando llegó la hora me acerqué al lugar de la cita y noté la presencia de dos personas hablando. Toqué a la puerta, aunque estaba abierta, para hacer notar mi presencia. Casi suelto una maldición cuando veo ahí, platicando como amigos íntimos a mi superior y al diseñador gráfico de nombre desconocido para mí que trabajada en el piso de abajo.

Me saludaron mientras se ponían de pie. Después de las presentaciones me indicaron que el compañero, Lorenzo, y yo solicitábamos el mismo trabajo y seríamos examinados para ver quién se lo quedaba. Tendríamos que hacer un proyecto corto conjunto y de ahí se decidiría quien sería ascendido. Me pareció un absurdo porque yo tenía derecho de antigüedad en la empresa, pero al parecer mi jefe no pensaba igual y hasta el momento nadie además de nosotros dos, de manera interna, habíamos solicitado el puesto.

Me vi envuelta en un torbellino de nueva actividad. Cada día, Lorenzo me resultaba más petulante, aunque él trataba de congraciarse conmigo. Resultó un estuche de monerías; además de ser creativo tenía conocimientos administrativos y financieros y de ahí el hecho de haber acabado en esta situación. Al parecer todo en su vida era perfecto. Tenía una novia, una rubia guapísima, según se rumoraba en los pasillos, se llevaba bien con todos y parecía que trabajaba por gusto más que por necesidad. Al parecer hasta podía dormir toda la noche porque por su sonrisa podría jurar que no tenía un vecino ruidoso como el mío.

Lo bueno de esta locura era que me encontraba con Javi lo mínimo. Había accedido a esperar el resultado del trabajo para que empezáramos a organizar nuestra boda. La primera semana del proyecto transcurrió con normalidad salvo por el arrendatario que me atormentaba con más ruido que nunca. El segundo día del incremento de bullicio fui a tocarle al productor de los mismos para pedirle que hiciera silencio. Salió una despampanante rubia que cuando me escuchó me vio como si le estuviera diciendo cosas en un idioma desconocido. Ni siquiera me contestó, me miró con aburrimiento y azotó la puerta en mis narices. Volví a tocar más fuerte, pero nadie abrió.

Las noches de sueño deficiente estaban afectando mi estado de ánimo. Siempre estaba cansada y me resultaba difícil concentrarme. Lorenzo pareció bajar su ritmo al mío y empezamos a trabajar en una armonía que me agradaba y me disgustaba al mismo tiempo. Me enfadaba sentirme contenta y llena de vida estando con él porque me sentía confundida. Cuando él no lo notaba yo lo observaba. Fue así como descubrí sus pestañas curvas y abundantes, su nariz recta y una mueca muy ligera que hacía segundos antes de reír. Siempre parecía feliz y seguro de sí mismo.

Poco a poco comenzamos a charlar de temas personales. Me contó de cuando fue niño, de sus padres, sus años escolares, pero nunca me contaba de su vida amorosa y cuando yo trataba de tocar el tema siempre tenía un comentario que nos hacía volver al asunto laboral. No me preguntaba muchas cosas, pero me hacía comentarios tan acertados que era como si me conociera de muchos años. Fue en una de estas charlas cuando me preguntó:

—Entonces, ¿quieres mucho a tu novio? —lo soltó así, de lo más natural.

—Pues sí —dije yo algo titubeante—, en realidad llevamos muchos años juntos.

—¿Por eso te vas a casar? ¿Por llevar mucho tiempo de novios?

—No es cosa que te competa —le contesté tratando de parecer molesta cuando en realidad me sentía descubierta.

Quería contarle que Javi no era el hombre de mi vida, pero había invertido tanto tiempo en esa relación que me daba horror haber dejado pasar el tiempo y no encontrar a nadie más después de él.

—He notado que eres una mujer muy temerosa. Me sorprendí cuando supe que habías aplicado para este cargo. Siempre estás tan distraída que no pensé que te interesara.

Lo miré boquiabierta. ¿Quién se creía para decirme todo eso? Vaya, en realidad no era tan errado lo que me decía, pero no me gustaba lo que descubría en mí.

—Es mi odiosa vecina —dije tratando de desviar la conversación—, toda la noche hace ruido y me tiene cansada. Ya hablé con ella, pero no me hizo caso.

—¿Es una mujer? ¿Cuándo sucedió eso? —me preguntó con mirada sorprendida.

—Hace unos días. Es curioso, siempre pensé que era hombre, pero cuando fui a verlo resultó ser era una chica, muy guapa, por cierto. Seguro que si tú la ves te quedas fascinado con ella.

Lo dije en tono tan sarcástico que yo misma me sorprendí. De pronto todo era muy claro, unos celos horribles me estaban carcomiendo por este hombre a quien apenas conocía y estaba a punto de hacerle un drama como novia desairada. Me asusté. Nunca me sentía así con Javi y me iba a casar con él. ¿Qué estaba yo haciendo? Cuando giré la cara para verlo me encontré con que él también me estaba mirando. Lucía satisfecho, pero no quise preguntarle para no ponerme en una situación más embarazosa. Ese día abandonamos las pláticas personales y el tiempo transcurrió sin novedades.

La semana siguiente no permití diálogos íntimos. Me conformaba con ver su perfil y observar sus delgados labios dispuestos a sonreír para mí a la menor provocación. Mi mano estuvo tentada varias veces a acercarse para tocarlos, pero lograba controlarla y al final no pasaba nada. No podía decir que amaba a Lorenzo porque apenas lo conocía y su seguridad me intimidaba, pero la atracción que sentía por él era sincera y sobre ella no tenía dudas. En esa incertidumbre llegué al fin de semana.

El sábado me encontré con Javi en un restaurante acogedor con bastante clientela. Cuando por fin nos dieron mesa mi prometido comenzó la conversación.

—¿Ya te sientes más tranquila? —me preguntó mirando el menú.

—¿Sobre qué? —no recordaba haberle mencionado nada de lo que me preocupaba.

—Sobre tu ascenso. Me encontré a tu jefe ayer y me contó todo. ¡Vaya tipo!

Lo miré pensando qué parte de la conversación me había perdido. No sabía de qué me hablaba.

—¿Podrías ser más detallado? No te sigo.

—Sobre tu promoción. La jefatura es tuya, contra su voluntad, pero es tuya. El tipo tuvo la desfachatez de confesarme que si por él fuera nadie ocuparía ese sitio, pero resulta que Lorenzo es sobrino de uno de los socios y la plaza estaba destinada para él.

—Espera, espera, no entiendo. Si todo era así porque me dejaron llegar tan lejos.

—Al parecer todo estaba arreglado para que pareciera algo natural, no una imposición. Sabían que nadie aplicaría, pero cuando tú lo hiciste te aceptaron a petición de Lorenzo. Ayer anunció que se retira para dejarte el campo libre.

No pude decir nada, era demasiada información para mí. Cenamos y volví a casa sin comprender nada. Cuando me metí a la cama rogué al cielo que mi vecino no hiciera ruido. El resto del fin de semana lo pasé meditando la situación y cada segundo me sentía más molesta. ¿Cuál era la intención de todo esto? No lo sé. Sentía que formaba parte de un juego que no sabía cómo iba a terminar.

El lunes me presenté a la oficina con normalidad. Lorenzo me saludó como si nada y nos pusimos a hacer las tareas cotidianas. Al mediodía nos llamaron a la sala de juntas y ahí, mi jefe, anunció que ya tenían la decisión final y que yo era la triunfadora. Lorenzo se acercó para abrazarme y yo, sin pensarlo le di una bofetada tan fuerte que lo hice tambalear. Mi jefe corrió a ayudarlo y cuando confirmó que todo estaba bien comenzó a regañarme. Sentía que me estaban tomando el pelo sin saber a dónde iba el plan maestro ni cuál era mi lugar en él.

—Licenciado Gómez, déjenos solos un momento —dijo Lorenzo con una voz acostumbrada a mandar.

Cuando hubo salido el primer comentario lo hizo él.

—¡Vaya derecha que tienes! —dijo haciendo la mueca conocida que se transformó en sonrisa.

—No te hagas el simpático. Quiero una explicación.

—La explicación es muy sencilla. Por un milagro que desconozco decidiste solicitar el empleo y me he sentido tan satisfecho de que abandonaras tu desconfianza a vivir que le pedí a mi tío que te diera una oportunidad para probarte.

—Eres un idiota. Ni siquiera me conoces, ¿cómo puedes saber cómo vivo?

—Te conozco más de lo que crees. Llevo un año viviendo en el departamento de arriba al tuyo y te he observado mil veces en el condominio. Caminas con la cabeza gacha, saludas sin observar en verdad con quién hablas, te he fastidiado por noches enteras con la esperanza de hacerte enojar y subieras a gritarme, a exigirme guardar silencio y nada.

—¿Tú eres el imbécil que vive arriba de mi departamento? ¡Debes estar tomándome el pelo! —le grité con enojo, pero tras un minuto en el que respiré hondo continué— ¡Claro que fui! Te lo conté, pero no dijiste nada. Entonces, ¿quién era la mujer que atendió cuándo toqué?

—Ella es mi hermana, Minerva. Estábamos discutiendo por un tema familiar y para fastidiarme nunca me dijo quien había ido a buscarme. Ella sabía que yo esperaba que subieras algún día.

—No entiendo. ¿A ti qué más te da si tengo miedo o no? No es cosa que te atañe.

—No sé por qué, si me importa. Te descubrí desde el primer día que me mudé, pero tú nunca me viste. Hice intentos por llamar tu atención sin éxito así que hice lo que pude para sacarte de tu letargo. Hace dos meses me ofrecieron este puesto y cuando vine a ver de qué se trataba te vi con la cabeza metida en la computadora. Encontrarte aquí fue accidental, la mejor de las casualidades.

Después de escucharlo no me sentía cómoda en ese lugar. Conociéndome, sabía que no tendría el ánimo de ser indiferente a lo sucedido y así decidí presentar mi renuncia y salir del edificio lo más rápido que pude.

Las malas noticias corren rápido y por la noche Javier estaba frente a mi departamento. Tras una mezcla de entusiasmo con empatía por mi desazón me dijo que ya podría dedicarme a preparar el casamiento al cien por ciento. No me preguntó cómo me encontraba ni qué planes tenía. Ya no éramos las personas que se enamoraron ocho años antes. Buscábamos cosas diferentes y muy a mi pesar tuve que reconocer que Lorenzo tenía razón en algo. Tenía pavor de arriesgarme y padecía un bloqueo emocional para cambiar.

—¿Sabes, Javi? —le dije mientras le besaba en la mejilla— No puedo casarme contigo porque no te amo.

Pasamos muchas horas hablando, pero acabó aceptando mi decisión. Afortunadamente fue un mejor final de lo que pude haber supuesto. Me dirigí a la cama triste, aunque también con una sensación de alivio. No tenía trabajo ni pareja, pero en ese momento todo era paz para mí.

A Lorenzo lo vi la mañana siguiente. Bajó a buscarme para explicarme que se había equivocado al hacer las cosas y pedirme que aceptara el trabajo porque lo merecía. No lo hice y le agradecí me abriera los ojos, aunque no el modo en que lo hizo. Tenía un nuevo horizonte frente a mí y estaba dispuesta a aceptarlo. Me invitó un café para disculparse, pero lo rechacé. A modo de despedida aclaró que no me buscaría para darme tiempo a pensar y que la invitación a salir no tenía fecha de caducidad.


Me tomó seis meses encontrar un empleo que me entusiasmara. En ese tiempo confirmé que dejar a Javi había sido una buena decisión y con el valor que no sentía en mucho tiempo hice una lista de las cosas que el miedo me impedía realizar. Esa es la causa por la que me encontré frente a la puerta del departamento de Lorenzo. Toqué dos veces antes de que abriera y sonriera al descubrir que era yo. «Hola», le dije con entusiasmo, «Acepto la invitación al café». 

lunes, 12 de septiembre de 2016

Sugestiva venganza

Ramón Castro Pérez


Nunca pensó regresar al colegio de donde salió veinte años atrás; en cuanto traspasó la entrada principal vio el tamaño real del patio y no como lo recordaba de proporciones mucho mayores; en la memoria conservaba muy vivas tantas alegrías y diversiones surgidas en ese lugar. Un corredor de unos veinte metros se desprendía de la puerta de acceso en línea recta, del lado izquierdo haciendo una ele con ese pasillo había otro un poco más reducido, el lugar para los recreos lucía como antaño enmarcado por los corredores; en ambos lados los salones de clases en dos pisos. Todo estaba igual como si el tiempo se hubiera detenido. Se dirigió hacia el área académica a buscar al director del bachillerato de quien solo sabía su nombre, en cuanto dio los primeros pasos vislumbró de lejos una figura rechoncha con sus inconfundibles lentes, varios años mayor de la imagen que él tenía; el hombre venía a recibirlo para conducirlo al auditorio donde impartiría una plática; de inmediato asoció esa figura a su niñez al tiempo que su imaginación se transportó a ese patio donde jugó y corrió tantas veces. Trató de contener la intranquilidad causada por el inminente encuentro con ese personaje dando audiencia a sus pensamientos, esperaba recibirlos uno a uno de manera organizada pero éstos llegaron en tumulto, agolpándose varios a la vez.

El estar frente al escenario de tantas vivencias ocasionó un desfile de diferentes pasajes de su vida infantil; para un niño lo único valioso del colegio son los juegos porque dejan honda huella, en cambio casi todas las materias y tareas se olvidan al iniciar el siguiente ciclo escolar. Por su cabeza pasaron como ráfagas las imágenes de los amigos corriendo de un lado a otro, los gritos y las risas eran fieles e imprescindibles acompañantes. Una mezcla de sentimientos cruzó por su mente como si fueran gotas de lluvia persiguiéndose unas a otras.

Ya en una ocasión había tenido la idea de dedicar una tarde a evocar las anécdotas más relevantes de su infancia mientras transitaban adormiladas por el cerebro; las barajó como un lote de cartas pasando rápidamente una detrás de otra. Al final se presentó la menos esperada, tal vez porque la creía olvidada o quizás movido por la sorpresiva aparición de quien no imaginaba.

Como un rayo caído de improviso, llegó el recuerdo de aquel incidente. Tenía apenas diez años, la vida llena de inocencia y el tiempo yéndose en juegos y algo de estudio. En cuanto sonaba el timbre anunciando el recreo todos salían corriendo en estampida sin rumbo fijo, el chiste era correr hacia cualquier lado, detenerse y volver a correr, sin duda los recreos eran lo mejor de la escuela salvo cuando los alumnos de bachillerato salían al patio a la misma hora pues no faltaba algún aprovechado molestando a los pequeños; disfrutaban haciéndolos enojar, o les quitaban la pelota interrumpiendo la diversión. Ese día Calderón corrió tras el esférico sin prestar atención a las decenas de niños circulando o jugando como él, tampoco se percató que los bachilleres ya estaban fuera. De pronto salió volando, cayendo cuan largo era, provocándose raspaduras y rasguños en varias partes; al voltear a ver qué le ocasionó tan estrepitosa caída vio a escasos metros a dos estudiantes de prepa carcajeándose y burlándose de él, al instante supo quién le metió el pie pues disfrutaba con mayor evidencia, su complexión rechoncha y gafas de intelectual se le grabaron de manera inconfundible. Con la humillación y la impotencia a cuestas se limpió, el pantalón se había rasgado a la altura de la rodilla izquierda, un hilo de sangre le corría debido a una pequeña herida. Reprimiendo la rabia, sin poder soltar el llanto, se levantó simulando normalidad. No tuvo duda, esa afrenta se la cobraría cuanto antes.  

Calderón era un niño común, alegre y avispado, estudiaba y hacía las tareas más por imposición que por convicción, como buen chiquillo prefería los juegos a las obligaciones. Poco después terminó la primaria, simultáneamente llegó la adolescencia y enseguida la juventud. Como un suspiro se había marchado esa época dorada, casi sin darse cuenta ya estaba en la universidad donde las prioridades se habían transmutado, la diversión quedó atrás y la responsabilidad por el estudio creció hasta convertirlo en un alumno distinguido. Al paso del tiempo se dedicó a dar orientación vocacional a los jóvenes que están por iniciar sus estudios profesionales.    

Regresando al salón el profesor se percató del accidente, lo llevó a la enfermería para curarle la herida, el muchacho además de estar sucio denotaba enojo y ganas de llorar. No quiso delatar al agresor para reservarse él mismo el castigo. Desde ese momento se puso a maquinar el desquite. Investigó cuándo coincidía la hora del recreo con la salida de los bachilleres, no tardó en descubrir que era los viernes. Durante unos días lo siguió y observó cómo empleaba el tiempo, qué gustos y amigos tenía, y así continuó en búsqueda de pistas. Pronto supo en qué salón de clases estudiaba y dónde se sentaba. Un viernes mientras todos descansaban, charlaban o jugaban en el patio, Calderón se coló a hurtadillas al salón de prepa, la puerta no tenía seguro, no le costó trabajo ubicar el pupitre de su rival, previamente había conseguido una cinta adherente de dos caras, con precaución la pegó en el respaldo cuidando no dejarla muy sujeta para que pudiera pegarse en la espalda del inculpado al recargarse en el asiento. Salió del salón dejando el acceso como lo encontró al entrar. El tiempo transcurrido entre su ingreso clandestino y el toque de salida se le hizo tan largo como la cuaresma. Al fin sonó el timbre, fue el primero en salir corriendo para colocarse en una posición estratégica desde la cual, sin ser visto, pudiera observar los acontecimientos.

Conforme los alumnos de prepa salieron, las risas en son de burla se escuchaban cada vez con más intensidad, al aparecer el odiado grandulón todos se reían de él; dio media vuelta quedando a la vista de Calderón la cinta adherida en la espalda y un gran letrero: Soy burro y pedorro. No pudo contener una sonora carcajada, feliz escuchó los epítetos que los compañeros proferían: Adiós pedorro, hasta mañana burro, cuidado con el pedorro, y así otras lindezas. Inmensamente satisfecho, el orgullo colocado de nuevo en su lugar, se retiró a casa donde decidió no revelar el secreto. Para él lo importante fue haber logrado un buen desquite.

Cuando reaccionó ya estaba frente a él el señor Matías dándole la bienvenida, titubeante extendió la mano para alcanzar la del maestro, temía ser reconocido. Después del saludo y unas palabras de cortesía se dirigieron al auditorio donde esperaban los alumnos próximos a concluir el bachillerato e ingresar a la universidad; conforme caminaron Calderón se tranquilizó pensando que tal vez el director no recordaba el incidente, seguramente para él fue una más de las maldades de esa época cometidas en complicidad con sus compañeros sin importar quién era el agredido. Al ofendido le sucedía al revés porque esas agresiones no se olvidan fácilmente como si fueran cicatrices de viruela que con el paso del tiempo le siguen recordando al niño desde cuándo adquirió la enfermedad.

El contenido de la conferencia versó sobre la importancia del paso a la universidad. Consciente que en ocasiones, en esa etapa de la vida, bastantes alumnos aún no saben qué quieren estudiar, quiso suavizar la ansiedad que esa falta de definición produce resaltando la época que estaban culminando con muchos recuerdos y anécdotas. Se le ocurrió platicarles el incidente vivido siendo aún pequeño sin mencionar quién había sido el agresor, pero buscando se diera por aludido el señor Matías. Al terminar el discurso, el director acompañó a Calderón que lucía bastante satisfecho por el efecto causado a los alumnos; mientras caminaban le contó al visitante que él también había sufrido en más de una ocasión bromas pesadas, recordó el día que sus amigos de salón le pegaron en la espalda un letrero provocándole un fuerte enojo por las burlas que fue objeto.

Intrigado, Calderón le preguntó por el contenido del mensaje, la respuesta provocó en ambos una risa franca. Soy burro y pedorro, ya te imaginarás las mofas sin yo entender nada hasta que una compañera compadecida se acercó y me despegó el papel. Tuve ganas de agredirlos a todos pero en realidad no había razón, entre ellos se cuidarían para no delatar al autor, con el tiempo la registré como una anécdota más, tal como lo mencionaste en tu charla.

Calderón se despidió de Matías como quien se separa de un viejo conocido, un abrazo selló el reencuentro entre dos caballeros hermanados por la evocación de un mal momento vivido en su primera etapa escolar; se estrecharon llevándose diferentes sensaciones: uno no imaginó volver a tener frente a él a su agresor y el otro solo llevaba el recuerdo de la lapidaria frase sin suponer siquiera que el autor había estado con él saboreando nuevamente las mieles de una dulce venganza.