Luis Fernando Elizeche
Francisco, de ocho años,
duerme en una cama del pabellón de cardiología pediátrica del hospital estatal.
Su padre, un barrendero, y su madre, una empleada doméstica, lo miran con desolación.
Fueron informados por el médico de guardia, que necesitan hacerle un trasplante
de corazón a más tardar en un mes y no había ninguno en existencia, y su grupo
sanguíneo AB, es difícil de conseguir. El estado no costeará la operación.
Roberto Prieto, un cirujano
cardiólogo infantil, ganó fama por operar gratuitamente a niños de escasos recursos.
Los padres de Francisco se acordaron de él, sabían que no podría ayudarlos porque
tolera un cáncer terminal. Teresa aseguró que, si se consiguiese un corazón y
sangre del grupo AB, y si ese médico estuviese sano, operaría sin costo a su
hijo.
Teresa fue a visitar al
moribundo doctor. Lorena, la joven esposa de Roberto, de tez blanca, redonda, rubia
de ojos negros, la recibe en la casa, guiándola a la habitación donde yace su
esposo, tapado con una sábana en la cama. Ambas señoras tienen los ojos
llorosos.
—Roberto, ella es la
señora Teresa Garcete, vino a verme, está segurísima de que ibas a salvar a su
hijo si este cáncer que tienes nunca se hubiera presentado.
—Hola, doctor —saluda Teresa
suavemente mirando el cuerpo demacrado.
—Hola, señora, créame que
siento mucho no poder hacer nada —dijo dificultosamente al hablar;— estoy debilitado,
peso menos de cuarenta kilos, no me gustaría morirme con cuarenta y un años,
pero no lo decidí. ¿Qué tiene su hijo, señora?
—Tiene una insuficiencia
cardiaca severa, quieren hacerle trasplante de corazón. El problema es que no
hay ninguno disponible y su grupo de sangre AB, es difícil de conseguir. Mi
hijo está con una anemia progresiva, solo tendrá un mes de aguante.
El moribundo acostado
sobre una arrugada almohada, con los ojos casi cerrados, llama a ambas señoras
con la mano esquelética en el aire. Aproximadas a la cama, escuchan a Roberto
que habla dificultosamente.
Lorena y Teresa salieron
de la casa en auto. En menos de media hora, tenían en frente al doctor Zavala
tras el escritorio de su oficina. Un hombre alto, de cuarenta y cinco años,
calvo, de traje y delante de sus ojos unas gafas.
—Señora Lorena, su esposo
es un gran amigo mío, lo siento mucho —dijo Zavala.
—Debe clonar a mi esposo,
él nos contó que trajo de Alemania una máquina de clonación que enseñó a
Roberto y está en el sótano de esta clínica —dijo mirando a los ojos de Zabala—.
¿Puede hacerlo para que él opere a un niño cuya madre aquí a mi lado, está desesperada? —pregunta con los ojos mojados.
—No lo haré, porque
estaría actuando en forma delictiva —dice con serenidad—. Tenga en cuenta que
la clonación consiste en copiar una persona, animal en forma idéntica, a partir
de su ADN. Por lo tanto un clon solo comparte el ADN, y no los pensamientos y
sentimientos. Es decir que, si clonamos a su esposo, será otra persona, aunque
físicamente sea la réplica de su esposo, no será él.
—Eso lo sé perfectamente,
doctor Zavala, y no está siendo totalmente sincero. También comentó mi esposo
que usted tiene guardado un aparato llamado copiador de conciencia, que se utiliza
para copiar los pensamientos y trasladarlos a un clon.
Después de mucho tiempo
de insistencia de las señoras, Zavala accede.
—Está bien —dijo moviendo
la cabeza hacia delante—, nunca usé el clonador, ni el copiador de conciencia.
No quiero que nadie sepa que tengo los aparatos, por eso los mantengo ocultos,
y por favor no lo divulguen. Si todo resulta exitoso, y la información se
propaga, despiadados me contactarían. Imagínense si millonarios portadores de
una enfermedad terminal me ofrecieran dinero para seguir con sus vidas,
promocionando así un negocio ilegal. O jefes de mafias que estén enfermos o
heridos de bala, recurran a mí para su salvación, si me niego pueden amenazarme
o secuestrarme.
Cinco años atrás, el
doctor Zavala, propietario de una clínica, recibió una llamada telefónica desde
Alemania, de su antiguo mentor de la universidad de Múnich. Lo visitó. Su
maestro le enseñó un aparato de clonación creado por él, y un copiador de
conciencia diseñado por expertos suecos. Las máquinas nunca fueron probadas. La
falta de interés experimental por los artefactos, condujo a su mentor a decirle:
«estoy viejo para esto, y mejor llévatelos». Abordaron un avión privado.
Guardaron el copiador de conciencia, y ensamblaron el clonador en el sótano de
la clínica de Zabala. El anciano maestro regresó a Alemania. Zavala mostró los
artefactos a Roberto, en calidad de secreto de amigos.
En la habitación, Zavala se
coloca guantes, le ata a Roberto una goma en el antebrazo, palpa con el dedo
índice la vena e inserta la aguja de la jeringa. Descarga la sangre en un tubo
de ensayo, y lo guarda en una caja de poliestireno con hielo.
Zavala escucha a Roberto
sosteniéndole la mano. Se agacha a abrazarlo y el moribundo le murmura al oído.
En seguida, el científico agarra el copiador de conciencia; una caja metálica
cuadrada con soporte de maletín. Extrae el tapón alejándolo, inserta en el
artefacto la cabeza de Roberto y
presiona un botón. Una luz roja cubre la cara del agonizante. La irradiación va
disminuyendo con una voz robótica: «copia de conciencia culminada».
Fuera de la habitación,
la esposa conversa con Zavala.
—Doctor Zavala —dijo
Lorena—, ¿cree que todo saldrá bien?
—No lo sé, el equipo de
clonación y el copiador de conciencia, nunca los probé. Si la clonación resulta
como esperamos, pero el copiador de conciencia no es lo que creemos, no tendrá
a su esposo. Le pido que no reciba visitas, cuando muera, mantenga su cuerpo congelado,
si la clonación y el copiador fracasan, ahí comunicará su muerte.
—¿En cuánto tiempo podrá
clonarlo? —pregunta Lorena con las manos unidas.
—Creo que en un mes. El
aparato tiene un sistema para acelerar el crecimiento del clon, así podríamos
igualar el cuerpo a la edad de su esposo, porque no lo querrá con cuerpo de niño.
De la gota de sangre debo hacer una limpieza total y apartar las sustancias
cancerosas, luego extraer el ADN, o de lo contrario el clon tendrá la misma enfermedad.
El proceso de limpieza llevaría tres días, con un equipo que tengo en el
laboratorio.
Zabala toma un bolígrafo,
saca del maletín un papel, escribe en él. Le entrega a Teresa.
—Señora, vaya al
policlínico municipal, este papel entregará al doctor Valenzuela, es un
bioquímico de ese lugar. Una vez que él le entregue lo que le pido, llévemelo a
la clínica.
De camino al policlínico
en el bus, Teresa lee el escrito: «Estimado doctor Pedro Valenzuela: le pido
un favor, sabiendo que usted hace
análisis clínicos a niños deportistas, envíeme en un tubo un poco de sangre del
grupo AB de un niño de aproximadamente ocho años. Entréguelo a la señora Teresa
y ella me lo entregará. Gracias, amigo. Atentamente, Zavala».
Entre seiscientas
muestras de sangre, una sola era de grupo AB. Teresa entregó el frasco de sangre
a Zavala, y retornó a la casa de Lorena. «Debo acompañarla, no debe
estar sola cuando muera su esposo». Llega al domicilio, Lorena la hace
pasar hasta la habitación. Se acercan a la cama mirando a su ocupante tan
estático como una estatua.
—¡Acaba de morir! —exclama
Lorena—. Tendré tiempo de llorar. Quiero pedirte un favor.
—No dudes en contar
conmigo.
—Iré a lo de mi madre a aguardar
informes de Zavala. Los dos refrigeradores que tengo, los doné a un comedor
infantil, pasaran a buscarlos más tarde. Si tienes más de un refrigerador,
quisiera que escondamos el cuerpo de mi esposo en uno de ellos.
Llegaron a la casa de Teresa, entraron con el
auto hasta el patio trasero, se fijaron que nadie esté. Sacaron de la cajuela
el cadáver liviano, lo metieron en un
refrigerador a una elevada temperatura. Lo aseguraron con candado.
Tres semanas después, la
casa de Roberto permanece cerrada. Los timbres son ignorados. Lorena desvió las
llamadas telefónicas a la casa de su madre. El celular lo apagó. En las
conversaciones su respuesta era: «no puedo salir de la casa, porque debo
acompañar a mi esposo, él no tiene fuerzas para hablar, si necesitamos ayuda la
pediremos».
A un mes de la muerte de
Roberto, Zabala anota en su laboratorio los resultados de días de trabajo
frente a las máquinas de clonación parecidas a tres huevos gigantes. Camina
hacia la portezuela del huevo central, los vapores le dificultan la observación
interior a través de la mirilla de vidrio. Se saca las gafas, la pone en el
bolsillo de su guardapolvo blanco, el oculus
rift que presiona su frente lo desciende sobre sus ojos. Examina por quince
minutos, luego se sube el oculus rift
a la frente, se coloca las gafas, y baja la palanca al costado de la máquina.
Recurrió al llamado de la puerta.
—¡Señora Lorena! —exclamó
invitándola a pasar—, ¿dónde ha estado?
—Fui a esconderme en casa
de mi madre —dijo Lorena entrando con un bolsón.
Zabala presiona un botón,
la puerta del segundo huevo se desliza, cediendo la salida de vapores, entre
ellos, está un cuerpo parado, desnudo, con los ojos cerrados. Lorena emocionada
quiere correr a abrazarlo, Zabala la detiene sujetándola del brazo.
—Debe abrir los ojos, si
no lo hace, hemos fracasado. Porque cuando lo haga eso nos indica que el clon
tendrá vida propia. Si no lo hace, estará muerto, y en vez de abrir los ojos,
caerá al suelo —dijo Zabala.
Abrió los ojos. Zabala
entra al aparato con forma de huevo, apoya su mano sobre la espalda del clon, haciéndole
caminar. Era empujado lentamente y miraba sin reacción, igual a una persona al
cual hicieron lobotomía. Lorena reconoció la figura de su difunto esposo
mejorada, sin arrugas, con la masa corporal maciza.
—¿Trajo ropa de él y los
elementos de aseo personal? —pregunta mientras ayudaba al cuerpo a dar los
primeros pasos.
—Sí, lo tengo en esta
bolsa —contesta mostrando entre sus finas manos un bolsón.
—Primero le dará un baño con
jabón para sacarle ese olor extraño, y le cepillará los dientes —dijo dejando
parado el cuerpo vegetativo bajo la ducha de emergencias frente al aparato
clonador—. Vuelvo enseguida.
Luego de asear y vestir
al clon, Lorena se aflige.
—Este sujeto no es mi esposo, mi esposo ha muerto,
me fue difícil vestirlo, y no me dijo una sola palabra —dijo a punto de iniciar
un nuevo llanto.
—¡Falta una cosa más! —exclama
mostrando el portafolio cuadrado de metal en la mano—, ¡el copiador de
conciencia!
Lo acuestan sobre una camilla.
Zavala quita la tapa del aparato copiador de conciencia, colocando en ella la
cabeza del clon. El aparato emite una luz azul, cubriendo el rostro del
durmiente. Una voz robótica pronuncia un sonido: «Transferencia de
conciencia completa».
El cuerpo duerme
respirando. Zavala recomienda a Lorena, esperar a que despierte del sueño, ahí
sabrán si el copiador anduvo correctamente. La señora decide permanecer sentada
al lado del durmiente, el científico no se opone, y decide continuar su
trabajo.
Se baja el oculus rift a los ojos, y acercándose a
la mirilla de vidrio del tercer huevo, examina entre los vapores que inundan el interior. Se sube el oculus rift a la frente, se coloca las
gafas, y baja una palanca al final del equipo. Presiona un botón, y la puerta
se desliza, los vapores salen para afuera.
Terminado el vapor, se ve
la figura de un niño desnudo, parado, con los con los ojos cerrados, el
científico lo mira mordiéndose los labios, y cerrando los puños. El infante
abre los ojos, las gesticulaciones de Zabala son reemplazadas por un grito: «¡por fin!».
Entra al huevo, carga al
niño entre sus brazos, y lo acuesta en una camilla frente a la otra, donde
dormía el clon del esposo de Lorena. La señora mira al niño sorprendida.
—¿De qué niño es ese clon?
—De un niño que no
conozco, encargué a su amiga Teresa, que vaya al policlínico municipal junto a
un bioquímico amigo mío que hace análisis de sangre a niños deportistas, por
intermedio de ella, pedí a este amigo un frasco de sangre del grupo AB de un
niño. Me lo envió, saque el ADN de la sangre y ahora este es el clon. Yo me
comprometí a ayudarla, ahora le agradecería que no me vuelva a hacer preguntas.
Lorena asiente con la cabeza,
el clon del niño permanece acostado vegetativamente. Zavala acerca a la camilla
una caja grande de poliestireno, bisturíes, sondas y bolsas para transfusión de
sangre. Coloca un biombo de madera frente a la camilla, tapando a los ojos de
Lorena su actividad. La joven intrigada, sabe que no debe hacer más preguntas.
Zabala se coloca los
guantes, palpa con los dedos el pecho del niño en el lugar del corazón, marca
una cruz bajo el pezón izquierdo, toma el bisturí, y empieza la incisión.
Lorena mira al clon
durmiendo, y al biombo. Los ruidos buscan en ella una explicación. Después de
una hora y media, Zavala sale de la superficie tapada con el bastidor, llevando
una caja grande de poliestireno con ambas manos, y lo coloca en el refrigerador.
Regresa tras el bastidor, y lleva al congelador cuatro bolsas de trasfusión de
sangre, cargadas de sangre.
Cinco minutos después, el
clon de Roberto despierta de una larga dormida. Se levanta lentamente hasta
estar sentado.
—Lorena, mi amor —dijo lánguidamente.
La rubia corre a abrazar
a su esposo renovado, y le coloca las gafas. Zabala sonreía con júbilo tras
ellos. Luego se acerca al científico y ambos se abrazan.
—Zavala, amigo mío, muchas gracias —dijo
durante el abrazo—, ¿hiciste lo que te pedí? — pregunta el nuevo doctor Roberto
Prieto.
—No podría olvidarlo,
espérame un momento.
Zabala se dirige al refrigerador,
saca una caja de poliestireno y las cuatro bolsas de transfusión
de sangre que había guardado hace pocos minutos y muestra a Roberto.
—Está genial, gracias amigo
mío por no fallarme, estando moribundo, te pedí al oído que me consiguieras un
corazón y sangre del grupo AB. ¿Cómo lo hiciste?
El hombre mira al suelo,
la arruga de su cara pone nervioso a Roberto.
—¿Zavala?
Encara a su amigo interrogador
con una mirada, caminó hacia el biombo colocando su mano al borde, y tira la
mampara al suelo.
Lorena se espanta.
Roberto se acerca a la camilla, donde yace el cadáver de un niño desnudo, seco
como una momia, con los brazos al aire, boca abierta y, con un color
indescriptible. Le fueron extraídos los ojos, riñones, corazón, oídos, y toda
la sangre.
—¿Qué has hecho? —
pregunta despavorido—. ¿Mataste a un niño para sacarle su sangre y corazón?
—No amigo, este niño es
un clon de otro, nadie llorará por él, no tenía conciencia, nadie sabía que existía,
por eso no demostró dolor, por más que lo hubiera sentido, no podía hacerlo. Pasó
de la nada, al crecimiento brusco. Le saqué los órganos que pueda servir a otro
niño si lo necesitase. Pero créeme que me dolió.
Zavala se sienta en una
silla, apoyando apenadamente su cabeza sobre ambas manos. Roberto le coloca una
mano al hombro animándolo y
proponiéndole llevar el cuerpo. Introdujeron el cadáver del niño en una
bolsa mortuoria. Lorena condujo el auto
hasta el subsuelo del edificio y guardan el cuerpo cuidadosamente en la
cajuela.
Teresa y su esposo se
contienen las angustias con abrazos en los pasillos del hospital a las diez y
media de la noche. Fueron informados que posiblemente el niño fallezca antes
del amanecer, porque el corazón estaba en pésimas condiciones, y no aguantaría
un día más. Al final del pasillo, Lorena llama a Teresa con un gesto de mano.
—¡Amiga, deja esas lágrimas,
que tu hijo vivirá! —exclama Lorena.
La condujo hacia su auto,
en las afueras del hospital, Teresa percibió una figura que avanzaba en la
oscuridad, hasta que pudo distinguirlo. Abre la boca asombrada.
—¡Doctor Roberto Prieto!
—exclama—. ¿Es usted?
—Indudablemente señora,
soy yo, la ayudaré en lo que usted esperaba de mí, antes le pido el favor de ir
a su casa y sacar mi anterior cuerpo de su congelador.
Llegan hasta la casa en
el auto maniobrado por Lorena. Teresa
guía al médico al frízer. Roberto levanta entre sus manos, el cuerpo congelado,
demacrado, rígido, tan liviano como una caja vacía, y lo envolvieron en bolsas
de plásticos, para guardarlo en la cajuela del auto, junto al otro cadáver.
El coche se estaciona
frente al hospital, Lorena y Teresa descienden del auto. La esposa del doctor
agarra una conservadora, dentro de ella se encuentra el corazón congelado y las
cuatro bolsas de transfusión de sangre, rellenas de sangre del grupo AB.
—Lorena, avísales al
personal de guardia que tenemos el corazón y la sangre AB, operaré al niño, que
preparen el quirófano y reanimen eléctricamente al corazón. Haré rápidamente lo
que tengo que hacer, y volveré —dijo sentando al volante del auto.
Roberto entró a la morgue
sin ser visto. Tiró al interior del horno de incineración el cadáver del niño
sin sacarlo de la bolsa mortuoria y su antiguo cuerpo. Cierra la puerta. Oprime
un botón. Se podía oler la carne quemada.
Siete horas después en la
sala de espera del hospital estatal, Lorena trata de calmar a ambos padres,
recordándoles que su esposo es muy buen cirujano.
La puerta del quirófano
se abre, dos asistentes llevan al niño recién operado a terapia intensiva. El
doctor Roberto sale del quirófano tras ellos, uniformado con chomba celeste, gorro
del mismo color y la mascarilla bajo el mentón. Su esposa y los padres del niño
corren hacia él. Les hacen preguntas.
Roberto sonríe, sacándose
el anteojo y limpiándolo con la chomba.
—El trasplante de corazón
fue un éxito, su organismo respondió esperadamente, el corazón extraído estaba
muy dañado. Lo mantendremos cinco días en terapia intensiva con un coma
inducido para control y restablecimiento. En dos meses será un niño nuevo.
Los padres rezongaron de
alegría y se abrazan. Lorena salta sobre su esposo, lo besa como una
adolescente gustosa de experimentar los besos después de dar tímidamente el
primero.
Roberto pide a la
enfermera de recepción papeles toallas, para secar las lágrimas de ambos
padres. Un cuarteto de médicos con bata, se acercan enfilados, bebiendo cafés
en vasos de plástico. Al mismo tiempo miran a Roberto, sus respiraciones se
obstruyen, sus vasos caen, derramándose las bebidas al suelo. Corren a
saludarlo, y demuestran satisfacción por verlo.
—Roberto, estamos muy
contentos de tenerte entre nosotros nuevamente, ya llorábamos tu muerte,
estamos sorprendidos ante lo que consideramos un milagro. Tu cuerpo demacrado
fue visto por nosotros cuatro, esto no tiene explicación para la medicina —dijo
sonriendo uno de ellos—. ¿Cómo estás tan sano, después de un cáncer terminal?
Roberto cruza los brazos,
buscando en los estratos de su pensamiento la respuesta a esa pregunta.
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