jueves, 8 de septiembre de 2016

Experimentos

Rita Mabel Figueredo

Camila estaba harta. Tres meses antes, llenaba entusiasmada la solicitud para una pasantía en el laboratorio más prestigioso de la ciudad. Se imaginó a sí misma descubriendo la cura para el cáncer, dando entrevistas a revistas científicas, salvando al mundo de las plagas. Sin embargo, sus tareas se reducían a preparar café, acercar reactivos, limpiar tarros plásticos y hacer análisis de datos estadísticos que nadie le explicaba de dónde provenían.
El laboratorio ocupaba los dos últimos pisos de un elegante edificio en pleno centro de la ciudad y nadie parecía saber exactamente qué investigaba.
Los científicos eran muy amables, pero ninguno compartía con la curiosa Camila los hallazgos.
El único con el que la muchacha charlaba todos los días, era José, el encargado de las entregas, un cincuentón, rollizo y simpático, que parloteaba sin cesar sobre todos los temas imaginables.
Camila se había enterado de los romances entre los científicos, el fallecimiento de la abuela del director del laboratorio y las peleas por el estacionamiento, pero no había podido averiguar qué contenían los grandes carros cubiertos con lona opaca que José arrastraba por el pasillo, y hacía cruzar por la puerta que se abría solo desde adentro.
La mujer de José estaba embarazada de su cuarto hijo, y el hombre mantenía a todo el que quisiera escuchar, al tanto de los avances de la gestación, que estaba a punto de llegar a su fin.
Un martes, hacia las tres de la tarde, José llegaba con la última entrega del día.
Empujaba más despacio que de costumbre el pesado armatoste cubierto.
—Buenas tardes, José. Pareces cansado. ¿Todo bien en casa?
—¡Hola, niña!¡De perlas! Es que parece que la Clara va a parir en estas horas. Durmió poquito y le duele el cuerpo. Igual que con los otros tres.
—Felicidades entonces, seguro que es un niño fuerte como su padre.
—¡Gracias, niña! —balbuceó José sonrojándose y reanudando la marcha hacia la puerta.
Pocos metros más adelante, José se detuvo, tomó el celular del bolsillo.
Camila siguió cargando datos en la planilla, pero escucho a José gritar:
— ¿¡QUÉ¡?
Y salir corriendo hacia la entrada.
El carro que hasta algunos minutos empujaba el hombre, quedó abandonado en el medio del pasillo.
Camila lo observó desde su escritorio, pensando si debía avisar a alguien, tal vez José necesitara ayuda, quizás el material dentro del contenedor era esencial para la continuidad de algún experimento.
Dudando, se levantó de su cubículo y caminó hacia el enorme recipiente. Las lonas que lo cubrían estaban ajustadas por debajo para que no se levantaran las puntas.
La curiosidad de Camila pudo más que su respeto al protocolo, a las cláusulas de confidencialidad y al miedo a perder el empleo.
Buscó una tijera del cajón de su escritorio y cortó los amarres de la lona.
Levantó a penas una punta, pensando que luego ataría los extremos cortados y nadie notaría que ella había espiado deba de la lona.
Lo que vio la dejó sin habla.
Un niño de no más de seis años, con los ojos arrasados, la miraba suplicante, estaba sentado desnudo sobre el fondo de lo que, ahora se daba cuenta, era una jaula de paredes de vidrio grueso. Ni siquiera tenía pequeños orificios por los que pudiera pasar el aire.
Levantó del todo la lona.
El niño no hablaba, pero parecía querer indicarle algo en la punta derecha de la urna.
«¡Monstruos! ¡Por eso ocultan lo que hacen! Debe de estar ahogándose, pobrecito», pensó. Desesperada, buscó algo con que romper el vidrio. Tomó un papelero de metal y golpeó. Una vez. Dos. Otra. En el vidrio apenas comenzaban a formarse pequeñas marcas.
El ruido atrajo a los científicos detrás de la puerta. 
Camila seguía golpeando.
—¡No! ¡No lo haga!
—¡Deténgase! ¡No sabe lo que está a punto de ...!
La frase se perdió en el estruendo del golpe que finalmente, convirtió en miles de pequeños trozos transparentes la jaula.
Camila estiró los brazos para alcanzar al niño, que había dejado de llorar. Permanecía quieto, observándola. No supo explicar por qué, pero no pudo mantenerse en pie. Su cuerpo parecía licuarse, transformarse en una masa sanguinolenta y blanda aplastada contra el piso. Mientras caía, vio en el fondo, como una sombra, a los científicos desplomarse y a José de rodillas. Trató de pedir ayuda pero su garganta seca estaba detenida en un grito estéril. Antes de perder la conciencia, tuvo tiempo de levantar los ojos y ver que el niño la miraba y sonreía, los ojos negros y malvados reflejando la imagen de su muerte.

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