Rita Mabel Figueredo
Camila estaba harta. Tres meses antes, llenaba
entusiasmada la solicitud para una pasantía en el laboratorio más prestigioso
de la ciudad. Se imaginó a sí misma descubriendo la cura para el cáncer, dando
entrevistas a revistas científicas, salvando al mundo de las plagas. Sin
embargo, sus tareas se reducían a preparar café, acercar reactivos, limpiar
tarros plásticos y hacer análisis de datos estadísticos que nadie le explicaba de
dónde provenían.
El laboratorio ocupaba los dos últimos pisos de un
elegante edificio en pleno centro de la ciudad y nadie parecía saber
exactamente qué investigaba.
Los científicos eran muy amables, pero ninguno compartía
con la curiosa Camila los hallazgos.
El único con el que la muchacha charlaba todos los
días, era José, el encargado de las entregas, un cincuentón, rollizo y
simpático, que parloteaba sin cesar sobre todos los temas imaginables.
Camila se había enterado de los romances entre los
científicos, el fallecimiento de la abuela del director del laboratorio y las
peleas por el estacionamiento, pero no había podido averiguar qué contenían los
grandes carros cubiertos con lona opaca que José arrastraba por el pasillo, y
hacía cruzar por la puerta que se abría solo desde adentro.
La mujer de José estaba embarazada de su cuarto hijo, y
el hombre mantenía a todo el que quisiera escuchar, al tanto de los avances de
la gestación, que estaba a punto de llegar a su fin.
Un martes, hacia las tres de la tarde, José llegaba
con la última entrega del día.
Empujaba más despacio que de costumbre el pesado
armatoste cubierto.
—Buenas tardes, José. Pareces cansado. ¿Todo bien en
casa?
—¡Hola, niña!¡De perlas! Es que parece que la Clara va a parir en estas horas.
Durmió poquito y le duele el cuerpo. Igual que con los otros tres.
—Felicidades entonces, seguro que es un niño fuerte
como su padre.
—¡Gracias, niña! —balbuceó José sonrojándose y
reanudando la marcha hacia la puerta.
Pocos metros más adelante, José se detuvo, tomó el
celular del bolsillo.
Camila siguió cargando datos en la planilla, pero
escucho a José gritar:
— ¿¡QUÉ¡?
Y salir corriendo hacia la entrada.
El carro que hasta algunos minutos empujaba el hombre,
quedó abandonado en el medio del pasillo.
Camila lo observó desde su escritorio, pensando si
debía avisar a alguien, tal vez José necesitara ayuda, quizás el material
dentro del contenedor era esencial para la continuidad de algún experimento.
Dudando, se levantó de su cubículo y caminó hacia el
enorme recipiente. Las lonas que lo cubrían estaban ajustadas por debajo para
que no se levantaran las puntas.
La curiosidad de Camila pudo más que su respeto al
protocolo, a las cláusulas de confidencialidad y al miedo a perder el empleo.
Buscó una tijera del cajón de su escritorio y cortó
los amarres de la lona.
Levantó a penas una punta, pensando que luego ataría
los extremos cortados y nadie notaría que ella había espiado deba de la lona.
Lo que vio la dejó sin habla.
Un niño de no más de seis años, con los ojos arrasados,
la miraba suplicante, estaba sentado desnudo sobre el fondo de lo que, ahora se
daba cuenta, era una jaula de paredes de vidrio grueso. Ni siquiera tenía pequeños
orificios por los que pudiera pasar el aire.
Levantó del todo la lona.
El niño no hablaba, pero parecía querer indicarle algo
en la punta derecha de la urna.
«¡Monstruos! ¡Por
eso ocultan lo que hacen! Debe de estar ahogándose, pobrecito», pensó. Desesperada, buscó algo con que romper el vidrio. Tomó
un papelero de metal y golpeó. Una vez. Dos. Otra. En el vidrio apenas
comenzaban a formarse pequeñas marcas.
El ruido atrajo a los científicos detrás de la
puerta.
Camila seguía golpeando.
—¡No! ¡No lo haga!
—¡Deténgase! ¡No sabe lo que está a punto de ...!
La frase se perdió en el estruendo del golpe que
finalmente, convirtió en miles de pequeños trozos transparentes la jaula.
Camila estiró los brazos para alcanzar al niño, que había
dejado de llorar. Permanecía quieto, observándola. No supo explicar por qué,
pero no pudo mantenerse en pie. Su cuerpo parecía licuarse, transformarse en una
masa sanguinolenta y blanda aplastada contra el piso. Mientras caía, vio en el
fondo, como una sombra, a los científicos desplomarse y a José de rodillas. Trató
de pedir ayuda pero su garganta seca estaba detenida en un grito estéril. Antes
de perder la conciencia, tuvo tiempo de levantar los ojos y ver que el niño la
miraba y sonreía, los ojos negros y malvados reflejando la imagen de su muerte.
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